Con frecuencia resulta difícil para quienes no son especialistas en la materia evocar la imagen de los primeros años del siglo XX sin mezclarla de forma inevitable con la de las últimas décadas de la centuria precedente. Casi todo el mundo posee sin embargo una imagen más clara (más o menos estereotipada y más o menos imprecisa) de los llamados años veinte, con sus mujeres modernas de pelo corto, su música bailable y animada y su drástico final marcado por el crac de 1929. Que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) determinó la distinción entre ambos períodos resulta tan evidente como que el segundo de ellos no puede entenderse sin atender a las consecuencias del inhumano conflicto que desgarró a Europa durante cuatro largos años. Del mismo modo, tratar de acercarse a la Primera Guerra Mundial resulta imposible sin hacerlo a los primeros catorce años del siglo XX, y no sólo porque en ellos se encuentren sus causas más inmediatas, sino también porque difícilmente puede valorarse el impacto que la guerra supuso sobre la historia contemporánea europea sin detener la mirada sobre la sociedad que, convencida de que habría de durar apenas unas semanas, vio estallar el enfrentamiento bélico en el verano de 1914.
La historia política, social, económica y cultural del siglo XX está imborrablemente marcada por la dinámica de sus primeros catorce años, una época de prodigioso frenesí creativo en todos los terrenos de la actividad intelectual y artística en la que se establecieron las bases sobre las que en buena medida discurriría el resto del siglo. La sociedad de masas, la economía de consumo, el boom de las comunicaciones, la lucha por la igualdad de derechos, la aparición de nuevos grupos sociales vinculados al imparable crecimiento urbano, el cuestionamiento de lo establecido como actitud vital, la tecnologización de la vida cotidiana o la liberación sexual, entre otras muchas cuestiones, encontraron sus primeras manifestaciones en un sentido contemporáneo en los años que precedieron a la Gran Guerra. La acumulación de hitos esenciales para el nacimiento de la sociedad contemporánea es tal en esos años que frecuentemente los historiadores se refieren a ellos como revolución o crisis de comienzos del siglo XX. Adentrarse en su historia es un viaje apasionante que deja siempre sin aliento por lo sorprendente y sin palabras por lo familiar que cien años después aún resulta.
UNA FRONTERA CONFUSA: FIN DE SIÈCLE Y BELLE ÉPOQUE
Si en un ejercicio de imaginación el lector cierra los ojos y trata de evocar a un hombre o una mujer de comienzos del siglo XX muy probablemente acudirán a su cabeza las figuras de una dama elegantemente ataviada con un vestido ceñido en el talle, larga falda hasta los pies, corpiño de cuello alto, un vistoso sombrero y una sombrilla para protegerse del sol. Si el elegido es un hombre la imagen será asimismo de un individuo de aspecto cuidado, traje oscuro de buen paño, chaqueta más larga que las actuales, corbata ancha, quizá bastón y por supuesto sombrero. En ambos casos el entorno fácilmente será el de una calle amplia de una ciudad grande heredera de los paseos luminosos propios del urbanismo decimonónico. Sin hacer un gran esfuerzo podrá ver algún medio de transporte, ¿a caballo?, ¿o quizá un tranvía?, incluso algún automóvil de gasolina. Y esa calle probablemente podría estar concurrida por todo tipo de personas, varias niñeras paseando niños, algún militar de uniforme, otras damas parecidas a la nuestra… ¿Y si el ejercicio se propone para la última década del siglo XIX? La imagen seguirá prácticamente idéntica salvo por alguna pequeña modificación en los trajes para hacerlos menos sencillos y la sustitución del automóvil y el tranvía por unos carruajes de caballos con sus respectivos cocheros. Una imagen en definitiva consagrada mil veces por el cine e incluso la literatura pero que sólo en parte se ajusta a la realidad de las sociedades europeas en torno a 1900.
Si bien es cierto que con el inicio hacia 1870 de la denominada Segunda Revolución Industrial Europa vivió una notable aceleración del proceso de urbanización característico del mundo industrializado, no es menos verdad que a finales del siglo XIX la mayor parte de la población europea continuaba viviendo en el entorno rural y sus condiciones de vida distaban bastante de las que empezaban a ser frecuentes en las grandes ciudades. Por otra parte, el proceso de urbanización no era homogéneo en todo el continente pudiendo distinguirse entre un centro dinámico formado por las islas Británicas y el eje de países articulado en torno a Bruselas-Milán, y una periferia integrada por toda la Europa meridional y oriental en la que el proceso de industrialización se desarrollaba más lentamente y, en consecuencia, también la modernización de sus sociedades.
¿Por qué entonces se ha popularizado una imagen tan distinta y qué hay de cierto en ella? Si la Europa que inconscientemente evocamos al pensar en el inicio del siglo pasado es claramente urbana se debe a la trascendencia que para la historia posterior tuvieron los hechos que por esos años acaecieron precisamente en el entorno urbano: la consolidación de la sociedad de masas con su trasunto económico (el consumo como motor de la economía), cultural (la extensión de la alfabetización, la popularización de los medios de comunicación y el surgimiento de la opinión pública en un sentido contemporáneo) y político (el asentamiento de la democracia liberal y el nacimiento de los partidos políticos de masas). La importancia de todos estos cambios para nuestra historia es tal que explica la frecuencia con que los trabajos que se centran en estos años fijan su atención en el mundo urbano dibujando unas dinámicas sociales en las que las ideas y los procesos de renovación circularon fundamentalmente de la ciudad al campo. Para hablar pues de la evolución histórica de Europa en su conjunto en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial resulta irrenunciable el estudio de los cambios acaecidos en las ciudades.
Y si el aire urbano con que se evoca el comienzo del siglo XX responde en buena medida a su esencia, también la confusión de límites con los años finales del siglo anterior obedece a razones no menos ciertas. Las expresiones fin de siècle (final de siglo) y belle époque (la época bella) que han excedido el ámbito de la historiografía para incorporarse al imaginario popular son conceptos algo resbaladizos que definen el clima espiritual de Europa entre, aproximadamente, 1885 y 1914. Esta consideración conjunta de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX obedece a la presencia en dicho período de fuertes elementos de continuidad en la percepción que los europeos tenían de sí mismos y del mundo que les rodeaba. No en vano, la historiografía inglesa ha acuñado la expresión turn of the century para referirse a esta etapa como algo coherente. Y es que una de las ideas esenciales que deben tenerse claras a la hora de acercarse a la Europa anterior a la Gran Guerra es que la visión del mundo entonces dominante era la heredada de los últimos diez o quince años del siglo XIX. A lo largo de los catorce años que precedieron al estallido de la guerra tal visión del mundo revelaría sus más profundas tensiones internas dando lugar a la irrupción de nuevas y en muchos casos revolucionarias corrientes de pensamiento e interpretación de la realidad, corrientes que acabarían por ser determinantes para el resto del siglo pero que, no debe olvidarse, fueron en su momento minoritarias. De ellas y de los cambios que vinieron de su mano nos ocuparemos en las próximas páginas pero, antes de la excepción, es preciso detenernos en la norma, y la norma en la Europa de 1900 era la de considerar nuestro continente y los logros de su civilización como la más acabada expresión de la capacidad y el espíritu humanos. Una Europa segura y orgullosa de sí misma abría entonces los brazos a un cambio de siglo del que sólo cabía esperar cosas buenas. Pocas veces percepción y realidad han resultado tan mala pareja de baile.
EUROPA, CENTRO DEL MUNDO
A lo largo de las décadas finales del siglo XIX y al compás que el proceso de industrialización se extendía por todo el continente, Europa conoció una etapa de crecimiento constante que no sólo tuvo su reflejo en una creciente demografía, sino muy especialmente en la mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de su población que comenzó a disfrutar de las consecuencias de una fase de expansión económica sin precedentes. La internacionalización de la economía vinculada al colonialismo, la mejora de las comunicaciones gracias al ferrocarril y los nuevos sistemas de navegación, la rara ausencia de grandes conflictos bélicos, la puesta en marcha de políticas de alfabetización en prácticamente todos los países europeos y, sobre todo, la increíble sucesión de descubrimientos aplicables de forma directa a la vida cotidiana, convencieron a los habitantes de Europa de que en ninguna otra parte del mundo ni en ninguna otra época de la historia la humanidad había logrado un grado de desarrollo, prosperidad y civilización comparables a las alcanzadas por el viejo continente. En palabras del profesor José Luis Comellas: «El último tercio, o si se quiere, el último cuarto del siglo XIX, tiene algo de edad dorada, dichosa, carente de grandes problemas, y llena de alicientes y momentos gratos. La mayor parte de Europa vive una época feliz, y no puede sino esperar mayor felicidad todavía».
Pese a las desigualdades inherentes al desarrollo del capitalismo industrial, las condiciones de vida del común de la población europea mejoraron notablemente en la etapa referida, de suerte que, como recuerda Donald Sassoon, «a pesar de que seguían prevaleciendo las largas horas de trabajo y unas condiciones de explotación, y a pesar de que la agricultura empleaba, prácticamente en toda Europa, más gente que la industria, los días más oscuros del capitalismo parecían haber llegado a su fin. Los salarios de los trabajadores no cualificados en Alemania, Francia y Gran Bretaña subieron con regularidad durante el período comprendido entre el año 1880 y la Primera Guerra Mundial, y al mismo tiempo el coste de su principal comida, el pan, descendió».
Por otra parte, la ciencia parecía avanzar de forma inexorable abriendo las puertas de un mundo mucho más cómodo y próspero de lo que ninguno de sus contemporáneos se hubiese atrevido a imaginar. Desde 1876 la comunicación oral entre personas alejadas en el espacio era posible gracias al teléfono y tan sólo un año más tarde, quien en 1879 daría al mundo la posibilidad de iluminarse con bombillas eléctricas, Thomas Alva Edison, dejó claro para la posteridad que «María tenía un corderito» (Mary had a little lamb) al registrar por primera vez con tales palabras la voz humana en un aparato capaz de captarla y reproducirla, el fonógrafo. En 1885 el norteamericano George Eastman hizo de la fotografía algo al alcance de muchos gracias a la primera cámara portátil, mientras que la linotipia de Ottmar Mergenthaler (1886) y la monotipia de Tolbert Lanston (1889) hicieron posible las grandes tiradas impresas gracias a las que cristalizó la prensa de amplia circulación. En 1890 la telegrafía sin hilos de Heinrich Hertz (o de Marconi, Branly, Lodge o Stepanovich, según a quien se quiera escuchar) posibilitaba la comunicación transatlántica casi inmediata, y tres años más tarde se podía ver un coche impulsado por gasolina desplazándose como por arte de magia. En 1895 Röntgen descubría los rayos X y los hermanos Lumière democratizaban la posibilidad de soñar con otros mundos a la que antes de su cinematógrafo sólo podían acceder quienes sabían leer. En 1896 Henri Becquerel descubrió el fenómeno de la radiactividad (aunque tal nombre se debería a los trabajos posteriores de Marie Curie) y en 1887 apareció el primer motor diésel, de modo que, como apunta el historiador Robert Palmer, «si la ciencia se hizo positivamente popular a partir de 1870, aproximadamente, hasta el punto de que las personas científicamente ignorantes la miraban como un oráculo, fue porque se manifestaba ante todos en las nuevas maravillas de la vida cotidiana».
Nada tiene pues de raro que una Europa próspera se sintiese segura de sí y percibiese el progreso como un proceso irreversible fruto del esfuerzo de una civilización durante siglos que por fin podía recoger sus más ricos frutos. El mundo, colonizado por su bien pues así podría beneficiarse del proceso civilizador, estaba a los pies de un continente en el que la economía crecía imparablemente, los sistemas políticos de corte democrático se consolidaban pese a sus limitaciones, la sociedad se ordenaba conforme a criterios de civilidad burguesa reconocibles, la medicina y la extensión de las condiciones higiénicas garantizaban la mejora del nivel de vida y el bienestar material ofrecido por los avances técnicos no conocía parangón. En ese escenario la llegada de un nuevo siglo era, sencillamente, la mejor noticia posible: cien largos años por delante para continuar la carrera del progreso y extender los valores que habían hecho de Europa el centro del mundo. Por si alguien podía tener dudas de ello, la ciudad de París se encargó de recordarlo en su increíble Exposición Universal de 1900.
LA ESPERANZA DEL SIGLO XX
Como recuerda José Luis Comellas, «el año 1900 —como de costumbre, con un error de anticipación— fue celebrado como nunca en la historia, en los discursos y proclamas de los jefes de Estado, en las cancillerías, en los actos oficiales, en las fiestas de la calle, y en los hogares también. Nunca hasta entonces se había celebrado un cambio de siglo con tantas y tan emocionantes solemnidades. Todas o casi todas ellas, por supuesto, cuajadas de buenos augurios y mejores deseos, como corresponde al caso». Entre todas esas celebraciones la Exposición Universal de París expresó como pocos eventos el espíritu reinante en Europa a comienzos de siglo.
Una enorme escultura femenina (alegoría de la ciudad) de más de seis metros encaramada sobre un portal pensado para permitir el tráfico de unas setenta mil personas por hora recibía al visitante. Desde la explanada de Los Inválidos hasta el Campo de Marte, a lo largo de una de las orillas del Sena, y en el espacio comprendido entre los Campos Elíseos y la plaza del Trocadero, en la otra, la exposición era un gigantesco escaparate comercial, científico y cultural en el que los distintos países europeos se afanaron por presentar la imagen de sí mismos que deseaban proyectar. Los impresionantes pabellones nacionales del lado del Campo de Marte acogían las más increíbles muestras del progreso técnico que hacía henchirse orgulloso al continente: salas dedicadas a la metalurgia y sus aplicaciones, al funcionamiento de los rayos X, a la creación de ilusiones ópticas, pasarelas que se movían a diversas velocidades gracias al impulso eléctrico, un Palacio de la Electricidad alumbrado por la abrumadora cantidad de cinco mil bombillas… En palabras de Philipp Blom, «bajo los torreones, los putti y los pergaminos rococó de la arquitectura oficial de la exposición, el visitante encontraba un mundo diferente: una modernidad ambiciosa y segura de sí misma. Máquinas relucientes por todas partes y nuevos motores e inventos abarrotaban las salas de exposición».
Al otro lado del Sena las civilizadas y petulantes naciones europeas que habían llegado a todas partes del mundo quisieron traer el mundo hasta París. Los pabellones coloniales recreaban para mayor disfrute de los visitantes unas tierras que cada vez resultaban menos lejanas. Blom lo describe del siguiente modo: «Era un mundo colorido y fascinante y, sobre todo, inofensivo. El público podía comprar en el zoco de El Cairo; admirar a los artesanos argelinos y comer en restaurantes chinos; visitar la pagoda camboyana y contemplar a nativos felices y satisfechos vestidos con trajes multicolores. En el pabellón del Congo francés, a los nativos se les veía especialmente bien alimentados; ellos también lucían bellos trajes típicos. Mujeres con grandes jarrones en la cabeza paseaban junto a los espectadores curiosos entre la vegetación exuberante de la selva tropical […] En el pabellón de la India, los visitantes podían ver un grupo de animales embalsamados, incluido un elefante con la trompa en ristre, gallinas, un jabalí y una serpiente lista para atacar, y, muy cerca de allí, a una familia de jaguares y un ibis rosado». Los pabellones coloniales eran pues tan elocuentes como los tecnológicos a la hora de reflejar la idea que Europa tenía de sí misma y de los valores que encarnaba: progreso, civilización, opulencia, dominio, seguridad… armas todas ellas con las que encarar inmejorablemente un prometedor futuro.
El mensaje era evidente y se transmitía de modo eficaz a todo aquel que se acercaba a la capital francesa. La Exposición Universal no fue un evento para grupos sociales acaudalados; lejos de ello, las condiciones de vida que habían comenzado a disfrutar los habitantes del continente unos años antes permitieron el paso por los pabellones parisinos de la increíble, incluso para nuestros días, cantidad de casi cincuenta millones de visitantes. Cincuenta millones. El mundo había cambiado y la sociedad de masas despuntaba en el horizonte.
Una vez más, la ciudad era el escenario de una de las transformaciones sociales más características de comienzos del siglo XX. El capitalismo industrial había encontrado su perfecto aliado en el consumo. Las nuevas técnicas de producción industrial como la cadena de montaje habían alejado el valor de lo artesanal al ofrecer bienes producidos con menor coste para un público creciente que, fundamentalmente en la ciudad, se acercaba a ellos como moscas a la miel. Aún habría que esperar varias décadas para que esa realidad terminase por alumbrar la economía de consumo de masas (que no apareció hasta después de la Segunda Guerra Mundial), pero el consumo como valor social y el mundo de las masas ya habían irrumpido en la escena europea.
Probablemente dos de sus más visibles expresiones fueron la popularización de los medios de comunicación, en particular la prensa y el cine, y la difusión de nuevos espacios de sociabilidad y consumo como los cabarets, los cafés-cantantes, los clubes sociales y deportivos y, sobre todo, los grandes almacenes comerciales. La felicidad y el consumo se presentaban de la mano, pero también la toma de conciencia política como grupo social y la opinión pública. El siglo XX estaba servido.
¡COMPREN, COMPREN, COMPREN!
Como recuerda Donald Sassoon, «el último cuarto del siglo XIX asistió al nacimiento de la prensa popular de gran difusión en Francia, Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos […] Antes del nacimiento del cine, la prensa era el mercado cultural de mayores dimensiones, pues superaba en tamaño al negocio editorial y sus cifras eran bastante más elevadas que las del teatro». Los importantes avances en la alfabetización de la sociedad logrados en torno al cambio de siglo (incluso en España, país especialmente atrasado y en el que la Ley Moyano de 1857 había establecido con escaso éxito la obligatoriedad de la educación primaria para niños y niñas, el nuevo siglo se estrenó con la creación del Ministerio de Instrucción Pública) generaron un creciente mercado lector especialmente numeroso en las ciudades. Los avances tecnológicos permitían dar respuesta y alimentar la nueva situación, pues las modernas rotativas podían imprimir miles de ejemplares a velocidades sorprendentes (hasta 100 000 por hora). Los ciudadanos del nuevo siglo empezaban a tener a su alcance algo que hoy nos parece irrenunciable: la información accesible e inmediata a los hechos. Cualquier suceso relevante que acaeciese en una ciudad europea de comienzos del siglo podía ser inmediatamente comunicado salvando la distancia física a través de un teléfono y, en unas pocas horas, la prensa diaria de las ciudades llevaba la noticia al gran público pues, como afirma José Luis Comellas, «en el momento del cambio de siglo tienen ya su periódico propio no sólo las ciudades importantes, sino las medianas y pequeñas». Así, ya en 1910, París contaba con el nada desdeñable número de setenta periódicos, vendiéndose un ejemplar por cada seis o siete habitantes, cifra inalcanzable para urbes menos desarrolladas como Madrid o Barcelona pero en las que las tiradas de prensa diaria, pese a las diferencias de alfabetización, rondaban los 6000 ejemplares.
La prensa, entonces como ahora, no era sólo un vehículo de información, sino también de creación de opinión pública, como evidenciarían casos como el escándalo Dreyfus en Francia o la aparición de periódicos vinculados a un partido político en todos los países de Europa. Pero también se reveló como eficaz transmisora de cultura y un magnífico escaparate para la incipiente publicidad vinculada al consumo. Lociones capilares para mantener a raya la alopecia, sales de baño dignas de Cleopatra, tónicos para los nervios femeninos, elixires prodigiosos para todo tipo de dolencias, artilugios ortopédicos de lo más diverso… todo encontraba un lugar entre la información sobre los países vecinos, las acaloradas discusiones de los parlamentos locales, los crímenes más sorprendentes y los ecos de sociedad más notables. La silueta de una mujer elegante con un paquete de cereales en la mano recordaba a las amas de casa inglesas que no había mejor desayuno para sus esposos que los cereales Kellogg’s, mientras que una adorable ancianita compartía una papilla de Maizena con su no menos adorable nieta asegurándose la alimentación más completa en las páginas de la prensa española.
La prensa urbana fue asimismo un importante resorte para la difusión de ciertas formas de cultura popular como las novelas por entregas o los folletines. Entre las primeras alcanzaron gran éxito los relatos de espías, detectives y aventuras que convirtieron a autores como Emilio Salgari en auténticos ídolos populares. En algunos casos la prensa llegó a publicar por entregas algunas de las hoy consideradas obras cumbres de la literatura del siglo XX, casos de Resurrección o Ana Karenina de Lev Tolstói (publicadas en el periódico socialista italiano Avanti). Por su parte, los folletines se dirigían al cada vez más numeroso público lector femenino, cuyo incremento imparable a lo largo de los primeros años del siglo terminaría motivando una verdadera eclosión de títulos periódicos especialmente dirigidos a mujeres como la revista inglesa Women’s World (1903) o la española El Hogar y la Moda (1909). Como apunta Donald Sassoon, «el aumento de la prosperidad había creado un significativo mercado para las mujeres de clase media, que controlaban una apreciable parte del presupuesto familiar». Y a esa parte del presupuesto se dirigían con tono melifluo los anuncios de los nuevos productos de la sociedad industrial.
Las ciudades crecían, los tiempos cambiaban y el consumo se hacía un hueco entre los europeos. Signo de los nuevos tiempos, en los que por primera vez en la historia cristalizaba la idea de ocio como bien de consumo, fueron sin duda alguna los cines. Desde que en 1895 los hermanos Lumière presentaron a sus estupefactos contemporáneos el cinematógrafo, la industria del cine se extendió imparablemente por todo el mundo. Las imágenes en movimiento fascinaban a todos, independientemente de la edad, formación, clase social o sexo. Además, desde sus inicios el cine fue un entretenimiento popular al que se podía acceder haciendo un pequeño gasto asequible para casi toda la población. Precisamente por ese carácter popular, los primeros cines fueron itinerantes de modo que a comienzos del siglo XX era posible ver películas en cafés concurridos, teatros de variedades o ferias ambulantes. Las primeras películas, de metraje breve, ofrecían al espectador pequeñas historias cómicas o variedades circenses que pronto se quedaron cortas para un público que pedía más. Para responder eficazmente a sus demandas el cine tenía que acercarse más al teatro: hacían falta actores profesionales, directores, guionistas, especialistas en iluminación, tramoyistas, decorados…, es decir, había que convertirlo en una industria profesionalizada para que pudiese ofrecer su máxima rentabilidad. Hacia 1910 el proceso ya había comenzado. Las posibilidades económicas de la nueva industria no pasaron inadvertidas para los franceses Léon Gaumont y los hermanos Pathé, que en los años previos a la Primera Guerra Mundial encabezaron la industria cinematográfica en toda Europa abriendo sucursales desde Moscú hasta Barcelona y que, en 1910, se lanzaron a la comercialización de películas más largas en salas especialmente concebidas para su proyección. Fuera de Europa también el cine empezaba a profesionalizarse, y así en 1911 David Horsley, sin imaginar la trascendencia de sus actos, creó el primer estudio cinematográfico en Hollywood.
Las nuevas salas de proyección ofrecían al público un sueño envuelto en lujo y comodidad cuyo más destacado exponente en Europa fue el Gaumont Palace de París inaugurado en 1911. Tenía capacidad para más de tres mil espectadores que eran recibidos en un magnífico edificio de fachada iluminada por bombillas eléctricas. Las filas de cómodas butacas y la orquesta situada en un foso aseguraban a quienes se acercaban al Gaumont Palace una experiencia inolvidable. Las nuevas salas de cine se extendieron rápidamente por toda Europa de modo que hacia 1912 Londres pasaba de las cuatrocientas, Manchester de las cien y Budapest de las noventa, mientras que en San Petersburgo se habían levantado réplicas exactas de algunas de las más elegantes salas francesas.
Las nuevas películas de guiones cuidados y valor dramático ponían además al alcance de la mano experiencias que hasta entonces habían estado reservadas a las clases acomodadas y cultas, experiencias que habían dejado de ser únicas puesto que merced a la técnica podían repetirse hasta la saciedad. Philipp Blom lo explica con toda claridad al afirmar: «Durante el siglo XIX, si uno quería compartir la leyenda de la gran Sarah Bernhardt (1844-1923), la divine, toda una estrella ya antes de 1900, tenía que comprar una entrada bastante cara en un teatro de París, de Estados Unidos, San Petersburgo o Londres durante una de las giras de la actriz. Si se la quería ver una vez iniciado el siglo, cuando aún interpretaba papeles jóvenes pese a tener más de sesenta años, sólo había que esperar que se estrenara una de sus películas y ver algo que se consideraba la cumbre del teatro, daba igual si uno vivía en la capital, en un pueblo de los Pirineos o en un barrio pobre de Lisboa, Cracovia o San Francisco».
El cine, la prensa y la fotografía habían cambiado por completo las posibilidades de ocio e información de los europeos de comienzos del siglo XX creando nuevos espacios de sociabilidad popular de carácter masivo y, en consecuencia, generando un imaginario de masas lleno de nuevos ídolos laicos hasta entonces desconocido. Como recuerda Philipp Blom: «Ninguna estrella antes de Bernhardt (el apogeo de su carrera coincidió con la aparición de los periódicos de gran tirada y de las reproducciones fotográficas, como tarjetas postales) había estado tan presente en el ojo público con tantos detalles personales, maneras de ser y todos los deliciosos condimentos de la mitología privada. La ocasional costumbre de Bernhardt de dormir en su ataúd (y hacerse fotografiar en él) dio lugar a tantos comentarios como su exótico zoo particular, que incluyó, en diferentes épocas, a un león, un lince, una cría de cocodrilo que murió accidentalmente después de que le dieran a beber demasiado champán, y una boa constrictor que murió tras ingerir el cojín de un sofá». En los bolsillos de muchos europeos de la época comenzaban a convivir en rara armonía estampas de vírgenes y santos con postales de estrellas de cine.
Y junto con los cines, los grandes almacenes comerciales se erigían como símbolos de un tiempo nuevo marcado por la idea de consumo. Desde finales del siglo XIX y como reflejo lógico de la abundancia de bienes de consumo generados por la producción industrial, comenzaron a aparecer grandes puntos de venta no especializados. Pocos lugares como aquellos simbolizaron la opulencia soñada por la Europa del cambio de siglo con sus suntuosos edificios y la abrumadora variedad de los productos ofrecidos para la venta. Las galerías Lafayette de París, los también parisinos almacenes Dufayel (cuyo sótano albergaba una sala de cine para más de mil espectadores), los almacenes Harrods de Londres o los moscovitas Muir & Mirrilees se inauguraron entonces.
Los grandes almacenes de comienzos del siglo XX, por sorprendente que pueda resultar para el lector actual, eran, en su filosofía, prácticamente idénticos a los que hoy llenan las calles de todas las ciudades del mundo. Gran variedad de productos destinados al consumo doméstico, desde alimentos importados a muebles, pasando por dispositivos tecnológicos como los gramófonos, discos, libros y por supuesto la última moda. Como hoy, también era posible comer, cenar o tomar un café acompañado de algún capricho a media mañana o media tarde para descansar de una jornada de compras. Si el precio de algún producto excedía la capacidad de compra de un cliente, los grandes almacenes ofrecían la posibilidad de pagarlo de forma fraccionada asumiendo cierto interés a cambio. Incluso la mezcla de gran almacén con un lugar de ocio también estaba ya a la orden del día, pues como hemos visto algunos de ellos contaban con salas de cine como forma de atraer potenciales compradores. Las posibilidades de consumo abiertas por los grandes almacenes no se limitaron a su entorno más inmediato ya que gracias a los innovadores sistemas de compra telefónica (que tampoco son nuestros) y a sus completísimos catálogos por correo consiguieron llegar a los puntos más insospechados de venta. Sirva como muestra elocuente la anécdota que recuerda Philipp Blom: «En Moscú, Muir & Mirrilees despachaban sus mercancías a todo el Imperio ruso. Desdichado en su casa de Yalta, Anton Chéjov dependía tanto de los productos de calidad de los grandes almacenes moscovitas, que llamó Muir y Mirrilees a sus dos perros».
EL SUEÑO DE LA BURGUESÍA
El consumo empezaba a perfilarse como uno de los motores esenciales de la economía europea en un mundo en transformación que se modernizaba a pasos agigantados. La sociedad había cambiado al compás de los nuevos tiempos. La industrialización, la irrupción de los avances tecnológicos en la vida cotidiana, el desarrollo de las ciudades y en ellas de nuevos grupos sociales, comenzaban a dibujar la sociedad moderna. La mejora general de las condiciones de vida desde el punto de vista material facilitó tal proceso, de suerte que como afirma Donald Sassoon, «en la práctica, entre los verdaderamente ricos (los terratenientes, los principales banqueros y los industriales) y los auténticamente pobres (los desempleados, esto es, las llamadas “clases peligrosas”) existían diversos grupos sociales, separados entre sí por pequeñas diferencias de ingresos y posición (los trabajadores de cualificación media, los trabajadores cualificados, los tenderos, los oficinistas, etcétera), de modo que no había una acusada distancia entre las clases. Sólo de los realmente pobres podía decirse que tuvieran un estilo de vida muy distinto al de los grupos que lindaban socialmente con ellos». Ello no quiere decir que Europa fuese exactamente la sociedad opulenta que deseaba ser, o que no existiesen desigualdades sociales. De hecho, la distancia entre los más pobres y los más ricos era mucho mayor que la que en esas mismas sociedades existe en nuestros días. Pero, sin confundir la realidad con el deseo, lo cierto es que en los años previos a la Primera Guerra Mundial la vida se había convertido en algo mucho más cómodo para los europeos que lo que había sido para la generación de sus abuelos o sus bisabuelos, y existían en el espectro social muchos más pequeños grupos intermedios que en épocas anteriores. Nada tiene pues de raro que la principal promotora de aquel modelo social, la burguesía, que había triunfado con él, después de la guerra se refiriese con nostalgia a aquellos años como belle époque.
El modelo social imperante, es decir, el comúnmente aceptado como referencia moral y meta deseable desde los últimos años del siglo XIX y que se extendió a los catorce primeros del XX, fue sin lugar a dudas un modelo social de cuño burgués. De la mano del desarrollo industrial y el consumo, la burguesía fue adquiriendo un peso creciente en las sociedades europeas y si la aristocracia había sido tradicionalmente la clase dominante, ahora el control del capital, la posesión de dinero, comenzó a mostrarse tan efectiva para acceder a los resortes de control del poder como antes lo había sido en exclusiva la cuna. El capitalismo entronizaba al capital, y como han demostrado las políticas matrimoniales adoptadas por la aristocracia europea en esas fechas, en no pocas ocasiones las antiguas clases dominantes comenzaron un acercamiento a la nueva aristocracia del dinero encarnada, a veces, por apellidos sin rastro noble alguno como Rothschild o Vanderbilt pero llenos de dinero.
Por otra parte, la compleja burocracia estatal vinculada a las cada vez más consolidadas democracias liberales y la nueva realidad socioeconómica impuesta por el desarrollo industrial en el mundo urbano ofrecían nuevas posibilidades de ascenso social no sólo a la burguesía posesora del capital, sino también a la que podía presumir de una buena formación. Desde los funcionarios públicos hasta los empleados de banca, una amplia gama de grupos que pueden considerarse burgueses y que, lo que es aún más importante, se veían a sí mismos como burgueses, se convirtieron en una parte destacada del paisaje humano de comienzos del siglo pasado. Eran la encarnación más evidente de la prosperidad, el progreso, la civilización y la moral que Europa había convertido en sus grandes señas de identidad.
Incluso el modelo familiar habitual en esos días y, claro está, las relaciones de género, respondían a un ideal que procedía de la burguesía: la actividad entendida como virtud, el hogar como escenario de estatus y moralidad encomendado a la mujer, la representación familiar fuera del ámbito doméstico depositada sobre el hombre, el rol productor de este y reproductor de aquella, la formación intelectual de unos y otros para ajustarse correctamente a tal papel y, sobre todo, la importancia que con todo ello se atribuía a la forma, o «las formas», que pasaban a entenderse como la mejor muestra del ideal social. El escritor Stefan Zweig (1881-1942) refiriéndose a las mujeres reflexionaba del siguiente modo acerca de ello: «Cuanto más quería una mujer parecer una dama, menos se permitía que se notaran sus formas naturales; toda la moda seguía esa doctrina y, con ello, la tendencia moral general de la época, preocupada básicamente por encubrir y ocultar las cosas».
La evocación de los años previos a la Primera Guerra Mundial como belle époque responde precisamente a la percepción que la burguesía tuvo de aquella etapa como época dorada, pues no en vano fue su tiempo como no lo había sido antes ningún otro. El desmoronamiento de los modelos sociales que inevitablemente supuso la guerra tiñó de un aire nostálgico esos años de supuesta plenitud de Europa y de los valores burgueses. «Nos divertíamos con corazón ligero, adorábamos cada minuto de la existencia […] Cuando evoco ahora esa época despreocupada y encantadora, todo esto parece frívolo e insignificante, pero era la época de nuestra juventud: las tinieblas de este siglo aún no habían invadido nuestras vidas, la guerra de 1914, con todos sus horrores, estaba todavía agazapada en el futuro», afirmaría en sus Memorias la mujer del político británico conservador lord Curzon. Y aunque es cierto que la guerra estaba «agazapada en el futuro», los síntomas de los revolucionarios cambios sociales y culturales que vendrían de su mano habían empezado a dar sus primeras y esenciales muestras precisamente durante la belle époque como respuesta a las tensiones del modelo. El nuevo siglo, el cambio, la modernidad… no significaba lo mismo para todos. Cabían otras lecturas, otras percepciones de los nuevos tiempos en las que Europa, su plenitud, su progreso material y su supuesta superioridad moral desaparecían del centro del universo para ocupar un lugar ominoso. De los nuevos tiempos y de sus cambios no sólo nacían las seguridades que sostenían el modelo imperante, sino también hijos críticos que socavaban todo aquello que buena parte de la sociedad había adoptado como certezas.
RENOVARSE O MORIR
Novedad, modernidad, renovación. Todos ellos fueron términos que gozaron de su más alta valoración en los primeros años del siglo XX. La sensación de progreso constante e imparable que se había adueñado del espíritu europeo desde finales del XIX motivada por las causas conocidas (desarrollo económico y comercial, avances científicos de aplicación directa a la vida cotidiana, mejora de las condiciones de vida de la mayor parte de la población…) terminó por hacer de lo nuevo, en tanto que patrocinador del progreso, un ideal extensible a casi cualquier cosa. Fueron los años del art nouveau (arte nuevo), la nueva mujer, la nueva poesía, el nuevo teatro, la nueva arquitectura… y todo lo que se presentaba bajo ese epíteto era, por el simple hecho de ser nuevo, bueno. Es probablemente en el terreno de la novedad y del gusto por ella donde más claramente se evidencian las tensiones inherentes a la visión del mundo imperante que hemos venido describiendo, de suerte que la búsqueda de «lo nuevo» fue al tiempo en aquellos años consecuencia y reacción frente a la dinámica de los, también nuevos, tiempos. En la propia pulsión del afán por el progreso, se gestó el germen de la quiebra del modelo que lo deificaba. La novedad iba a ser su verdugo.
Ya en los años finales del siglo XIX comenzaron a producirse las primeras manifestaciones de crisis del sistema de valores sociales que Europa había hecho suyo y, al igual que sucedería en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, esas manifestaciones fueron particularmente sonoras en el campo del quehacer artístico e intelectual. La aparición del modernismo (en todas sus variantes nacionales, el Jugendstil alemán, el art nouveau francés, la Secession vienesa… e incluso en sus antecedentes como el movimiento Arts and Crafts británico) fue uno de esos síntomas. En buena medida la estética modernista, con sus delicadas decoraciones florales, geométricas o figurativas, surgió como respuesta a la necesidad de hacer más bello, menos uniforme, el mundo material producido por la nueva sociedad industrial.
Las aplicaciones del arte a la producción industrial fueron desde luego consecuencia de los nuevos tiempos y así comenzaron a realizarse diseños artísticos de artículos cotidianos como muebles, telas, vajillas, cuberterías o joyas destinados a la elaboración en serie. Ejemplos destacados de ello fueron los objetos fabricados en el taller Wiener Werkstätte vienés por artistas como Gustav Klimt y Egon Schiele cuyo fin era decorar las creaciones arquitectónicas de otros destacados miembros del grupo como Otto Wagner, y que constituyeron algunas de las más acabadas muestras de la integración entre arte e industria a comienzos del siglo XX. No menos significativo fue el desarrollo del cartelismo como disciplina artística independiente en estos años. Toulouse-Lautrec y Alphonse Mucha supieron aprovechar las posibilidades técnicas que ofrecía la litografía en color para convertir el papel impreso en serie en un nuevo soporte de expresión artística. En España Ramón Casas inmortalizaría para siempre productos como el Anís del Mono o el cava Codurníu a través de sus brillantes carteles. También los empresarios vieron con rapidez los posibles usos comerciales de la nueva técnica, de modo que las propias ciudades se convirtieron en un enorme escaparate en el que los carteles pegados en paredes y quioscos anunciaban artísticamente las bondades de los productos a los consumidores.
Pero estas expresiones artísticas también respondían al deseo de encontrar un nuevo lenguaje que sirviese de vehículo a una sensibilidad que no hallaba su espacio en el rígido modelo emocional y formal burgués. Frente a un mundo en el que, como se ha visto, las formas lo eran todo, buena parte de los artistas de comienzos del siglo XX reaccionaron con fuerza contra un modelo que consideraban contrario a la propia naturaleza humana. Iniciaron así una liberación formal del arte que expresaba la emancipación de las ataduras del «viejo» modelo burgués. Empleando la estética modernista artistas como Gustav Klimt lograron escandalizar a la mejor sociedad de su tiempo al introducir de forma explícita el erotismo en la pintura. Obras como su Judith (1901) o su Dánae (1908) en las que se muestra sin disimulo el deseo femenino, y que hoy son consideradas hitos de la historia del arte, fueron recibidas como una transgresión de mal gusto de la moralidad oficial. Lo que la mayor parte de la sociedad percibía como algo zafio era simplemente una ventana abierta a otra forma de entender y expresar los sentimientos humanos.
El nuevo tipo de mujer que mostraba Klimt en sus pinturas resultaba particularmente escandaloso en una sociedad en la que las mujeres tenían un papel claramente asignado para garantizar el mantenimiento del orden moral. Sin embargo, en la época del cambio de siglo, en la que la nueva realidad social vinculada al desarrollo del mundo industrial y urbano facilitaba la aparición de nuevos grupos sociales y nuevas identidades, el papel de la mujer comenzó a experimentar cambios decisivos. Todos los historiadores coinciden en reconocer las décadas anteriores a 1914 como la etapa en que se gestó el cambio revolucionario de las relaciones de género característico del siglo XX. Fue entonces cuando el pensamiento feminista, presente en Europa desde mediados de la centuria anterior, empezó a extenderse por el continente en el contexto del surgimiento de la política de masas. Ya fuese en su vertiente de parte integrante de las ideologías de liberación obrera o en la del movimiento sufragista, el feminismo irrumpió con fuerza en los países desarrollados de Europa.
Varios fueron los resortes que facilitaron el inicio de una nueva presencia de lo femenino en la sociedad siendo los más importantes el creciente acceso de las jóvenes a los niveles superiores de la educación, una mayor libertad para establecer relaciones sociales (facilitada por su presencia en el ámbito laboral así como en los nuevos espacios de ocio y sociabilidad vinculados a la sociedad de masas), y la nueva atención pública que se prestaba a las mujeres como grupo de consumo con unos hábitos diferenciados y unos intereses propios. Los cambios fueron deslizándose en el rígido modelo social burgués con lentitud para desesperación de mujeres concienciadas como la entonces joven Marie Curie que a fines del XIX, con sólo diecinueve años, escribía a su prima Henrietta Michalowska sobre su trabajo de institutriz: «Vivo como se tiene por costumbre vivir en mi posición […] ¿La conversación en sociedad? Chismes y más chismes. Los únicos temas de conversación son los vecinos, los bailes, las reuniones, etc. Por lo que al baile se refiere habría que ir muy lejos en busca de mejores bailarinas que estas jóvenes […] No son malas criaturas; algunas incluso son inteligentes, pero su educación no ha desarrollado su espíritu […] En cuanto a los muchachos, hay muy pocos que sean amables y menos aún inteligentes. Para las unas y para los otros, palabras tales como “positivismo”, “cuestión obrera”, etcétera, son verdaderas “bestias negras”, suponiendo que las hayan oído pronunciar alguna vez, lo cual sería una excepción […] ¡Si vieras qué ejemplar conducta tengo! Voy a la iglesia cada domingo y días de fiesta, sin invocar jamás un dolor de cabeza o una “gripe” para quedarme en casa. No hablo casi nunca de la educación superior de las mujeres. Y de una manera general, observo en mis propósitos la discreción que mi obligada condición me impone».
No es fácil precisar en qué medida los cambios paulatinos en la situación social de las mujeres en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX pudieron suponer una liberación de sus costumbres sexuales como a la que parecían invitar los lienzos de Gustav Klimt. Aunque cabe suponer un reflejo más o menos limitado de las nuevas corrientes de pensamiento en la realidad de las relaciones entre hombres y mujeres, lo que es innegable es que esas nuevas ideas encontraron eco en una parte importante de las expresiones artísticas y literarias de la época. Así, en el año 1900, París, entre el escándalo y la admiración, acogió uno de los éxitos literarios franceses del nuevo siglo, Claudine en la escuela de Colette, novela en la que se planteaban abiertamente las relaciones homosexuales de la protagonista que, por otra parte, encarnaba todo lo que la moral imperante de la época pretendía negar. Los parisinos, con los ojos como platos, podían leer párrafos como el siguiente: «¡Ah, hice bien en venir! Arriba, en el rellano la señorita Sergent la tiene cogida por la cintura y le habla en voz baja con aire de insistir tiernamente. Da luego un largo beso a la pequeña Aimée, que se deja hacer, se presta a ello con amabilidad, lo prolonga incluso, volviéndose poco después mientras baja la escalera. Me escapo sin que me vean, pero una vez más siento mucha pena. ¡Malvada, malvada muchacha! ¡Qué pronto se ha despegado de mí para entregar su ternura y sus doradas pupilas a la que era nuestra enemiga!». La novela cosechó tal éxito que su autora continuó relatando las aventuras de su protagonista en varios libros posteriores.
Más allá del escándalo que pudo producir la publicación de la novela de Colette, el hecho de hablar en público sobre la sexualidad avisaba de la existencia de un clima propicio para comenzar a romper con ciertos tabúes del corsé impuesto por la moral burguesa. Lejos de París, en Viena, el trabajo de un médico especialista en psiquiatría pronto se haría célebre por tratar de explicar científicamente estas cuestiones.
SEXO, SUEÑOS Y RADIACTIVIDAD
El mismo año en que vio la luz Claudine en la escuela, se publicó en Viena La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. Sería sólo uno de los grandes jalones científicos que marcaron el comienzo de siglo, ya que en ese mismo año se formularon la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov y la teoría cuántica de Max Planck. Eran las tres salvas con las que la ciencia anunciaba que algo esencial estaba cambiando en la forma en la que el hombre se percibía a sí mismo y a la naturaleza. Mientras eso sucedía Marie y Pierre Curie trabajaban sin descanso en su laboratorio de la Escuela de Física y Química de París en busca de un nuevo elemento de la naturaleza, el radio, que finalmente lograrían aislar en 1902. Una revolución intelectual estaba en ciernes en el mismo momento en que un buen número de personas, incapaces de sospecharlo, se divertía visitando la Exposición Universal de París.
Con La interpretación de los sueños así como con el resto de su obra, Freud asentó científicamente que el comportamiento humano, lejos de regirse por la razón, estaba condicionado por el instinto y lo inconsciente. Los sueños eran reflejo de ello, una válvula de escape que informaba sobre la importancia de las pulsiones no racionales ni controladas en el equilibrio psíquico de los seres humanos. La moral social dominante ataba con sus rígidas normas la más íntima libertad de las personas pues la naturaleza humana era identificada por Freud con el instinto de placer. La razón se mostraba incapaz de convivir con el instinto sin generar conflictos, de modo que la moral comúnmente aceptada de imperio de la racionalidad y represión de lo instintivo difícilmente podía producir la felicidad del hombre. La línea de flotación de toda una forma de concebir el ser humano había recibido un impacto del que no se recuperaría nunca.
Los hombres no eran lo que con tanta seguridad se había afirmado desde el siglo XIX y se había repetido con convencimiento al comenzar el XX, pero la naturaleza iba a dejar de ser lo que se creía desde el siglo XVII. En 1905 un desconocido empleado de tercera clase de la Oficina de Patentes de Berna publicaba tres artículos en la revista Annalen der Physik que marcarían un punto de no retorno en la historia de la ciencia. Se llamaba Albert Einstein y acababa de formular su teoría de la relatividad especial. En palabras del historiador y físico José Manuel Sánchez Ron, «la relatividad especial que sustituyó a la mecánica que Isaac Newton había establecido en 1687, condujo a resultados que socavaban drásticamente conceptos hasta entonces firmemente afincados en la física, como los de tiempo y espacio, conduciendo […] a la creación del concepto matemático y físico de espacio-tiempo de cuatro dimensiones […] Nadie antes o después de Einstein produjo en la física una teoría tan innovadora, tan radicalmente nueva y tan diferente de las existentes anteriormente».
Todavía antes del estallido de la Gran Guerra se produjeron avances sustanciales en el campo de la física que ahondarían más si cabe la brecha abierta en la concepción de la naturaleza y la capacidad del hombre para conocerla. En 1911 Rutherford determinó la naturaleza del átomo. Ese mismo año dieron comienzo en Bruselas las Conferencias sobre Física Ernest Solvay en las que, entre otros muchos científicos eminentes, intercambiaron impresiones y conocimientos Marie Curie, Albert Einstein, Henri Poincaré, Ernest Rutherford y Max Planck. La primera ya había recibido dos premios Nobel por sus trabajos sobre la radiactividad, el de Física en 1903 y el de Química ese mismo año. Dos años más tarde Niels Bohr establecía la estructura del átomo demostrando su naturaleza compuesta y divisible; mientras, Einstein lanzaba al mundo su teoría general de la relatividad.
La nueva ciencia estaba conmoviendo los pilares de todo lo que parecía seguro y racionalmente demostrable. Ni el espacio, ni el tiempo, ni la materia eran lo que se había creído desde hacía siglos. La naturaleza que el hombre europeo pensaba haber dominado se revelaba ahora incierta e incluso inalcanzable, o lo que era aún peor, incomprensible. Donde se habían situado las certezas determinadas por las leyes de la «vieja» ciencia, cabían ahora la incertidumbre y lo paradójico. Las seguridades se desvanecían en un espacio y un tiempo relativos. No existía la realidad objetiva científicamente determinable, sino experiencias relativas. El lugar de las leyes de la naturaleza había sido ocupado por la conjetura. La confianza en el progreso basado en la razón y la ciencia, que se hallaba en la base de lo que Europa había identificado orgullosamente con la civilización y sus logros, había saltado por los aires. Pero la mayor parte de los habitantes del continente aún tardaría mucho en saberlo.
LA RESPUESTA DE LOS NIÑOS TERRIBLES
Entre la minoría informada de que el sólido sistema de valores y creencias de Europa había comenzado a tambalearse fruto de sus propias dinámicas, ocuparon un lugar destacado los grupos de artistas que dieron lugar a los movimientos que conocemos como vanguardias históricas. Con este nombre se denomina a la serie de corrientes que se sucedieron rápidamente desde 1905 y que tuvieron como denominador común la ruptura con la tradición artística asentada desde el Renacimiento, el uso de nuevos materiales y soportes, y la redefinición del artista y su obra en la sociedad. Incómodos con las limitaciones del lenguaje artístico de la época y, más allá de eso, con la época misma y por ello con los valores e ideas reflejados en el arte oficial, buscaron nuevas formas de expresar una realidad que, a su juicio, no era como la que tal arte mostraba. Reaccionaban así frente a la rigidez formal del arte academicista propio del modelo de sociedad burguesa dominante, como ya habían hecho antes el impresionismo y el modernismo, pero ahora se empapaban además de las líneas de pensamiento crítico que desde múltiples disciplinas estaban poniendo en entredicho la visión del hombre y del mundo defendida por el discurso oficial.
Matisse, Derain, Picasso, Bracque, Kirchner, Schmidt-Rottluff, Kandinsky, Klee, Marc, Boccioni, Brancusi, Mondrian… desde los nuevos lenguajes artísticos del fauvismo, el expresionismo, el cubismo, el futurismo y la abstracción protagonizaron algunas de las más sonoras respuestas a lo establecido. Tales respuestas fueron hijas de su tiempo en la medida en la que buscaban lo nuevo, pero entendieron lo nuevo no sólo como lo diferente, lo que podía sorprender, sino como lo radicalmente opuesto a lo establecido. Lo convencional, lo aceptado y la norma encorsetaban y adormecían la capacidad sensible del hombre. El artista debía buscar por tanto formas de acercarse a la realidad y de representarla sin el corsé de las normas. Como recuerda el historiador del arte Valeriano Bozal, «frente a lo que es habitual oír, la crisis del lenguaje plástico tradicional no se debe a un intento de huir de la realidad. Bien al contrario, es el afán de representarla mejor el que la produce».
El progresivo abandono del elemento figurativo en aras de la expresividad fue uno de los rasgos más característicos en las obras de estos artistas, pero también el uso de colores planos, la descomposición geométrica del objeto, la distorsión de la forma con fines expresivos, la representación simultánea de varios momentos en una misma obra, el uso arbitrario del espacio, la proporción y las convenciones clásicas de la representación artística… Todos estos recursos fueron armas al servicio de un nuevo lenguaje al tiempo que medios para poner a prueba la capacidad de asombro del espectador, y ese asombro, a veces, fue mucho. Cuando en el Salón de Otoño de 1905 (exposición celebrada anualmente en París para dar a conocer al público las creaciones más interesantes del arte contemporáneo) se presentaron las obras de un grupo de artistas encabezado por Henri Matisse y André Derain en las que destacaban el uso de formas rotundas y colores planos como una clara reacción al impresionismo, el crítico de arte Louis Vauxcelles, escandalizado por la «agresividad» de los colores y al ver una escultura que le recordaba al Quattrocento florentino, exclamó: «Donatello parmi les fauves!» (¡Donatello entre las fieras!). Sin quererlo, acababa de bautizar para siempre al fauvismo.
No menos sonadas fueron las reacciones provocadas por creaciones de otras disciplinas. Uno de los ejemplos más célebres fue protagonizado por el propio emperador de Austria-Hungría, Francisco José I. El ya anciano monarca, en 1911, al contemplar desde su palacio de Viena la fachada de la nueva casa diseñada como sede de un banco por el arquitecto racionalista Adolf Loos en la Michaelerplatz, espantado por su absoluta carencia de elementos ornamentales y la pureza de sus líneas, ordenó que se cerrasen todas las ventanas del palacio que daban a la que despectivamente llamó «casa sin cejas».
También desde la música se compartieron las premisas que en el resto de las expresiones artísticas condujeron al planteamiento de algunas de las experiencias más renovadoras de la historia del arte. Las premisas… y los escándalos. Cuando en 1913 el empresario teatral Serguéi Diáguilev, director de una de las más prestigiosas compañías de danza de toda Europa, los Ballets Russes, anunció el estreno de la nueva obra del brillante compositor ruso Igor Stravinsky la expectación fue máxima en los círculos musicales. Pero cuando ante un repleto auditorio la orquesta comenzó a interpretar la partitura de La consagración de la primavera y los bailarines empezaron a poner en escena la coreografía, el teatro pareció venirse abajo. Pataleos, pitos, voces y hasta peleas con quienes se atrevieron a aplaudir convirtieron el estreno en un escándalo mayúsculo. Quienes abandonaron la sala tildaron lo que habían visto de espectáculo obsceno organizado en torno a una sucesión de cacofonías incesantes que pretendía representar el sacrificio de una virgen en un rito pagano. Aún quedaba mucho camino hasta llegar a la música atonal, pero la descomposición de la forma, la armonía y la melodía empleadas por Stravinsky para subrayar la expresividad de su partitura no dejaron indiferente a nadie.
Consumo, sociedad de masas, radiactividad, cines, gramófonos, art nouveau, relatividad, aviones, cubismo, periódicos, teléfonos, grandes almacenes, psicoanálisis… La Europa de los primeros años del siglo XX latía con pulso acelerado. Bajo una superficie de confianza en sí misma, fe en el progreso y orgullo de civilización, bullía inquieto un conjunto de tensiones que anunciaba las profundas transformaciones que en las siguientes décadas modificarían por completo la sociedad europea. Fueron catorce años decisivos para la historia en los que Europa dio muestras de agotamiento, pero en los que se abrieron caminos que habrían de recorrerse tras la Primera Guerra Mundial por lo que ofrecían de nuevo. En palabras de Philipp Blom, «habían pasado quince años desde la Exposición Universal de 1900, quince años en los que el mundo cambió radicalmente. Algunos de esos cambios (las ciudades cada vez más grandes, las chimeneas de las fábricas, las vías de ferrocarril…) eran muy obvios. Otros lo eran menos, pero tanto más profundos. La guerra los haría aflorar a la superficie y sacudiría lo poco que quedaba del viejo orden. Sin embargo, la modernidad existía incluso antes de que el primer soldado alemán cruzara la frontera belga».