12. La difícil construcción de la paz

Un suspiro de alivio recorrió el mundo cuando el 11 de noviembre de 1918 la delegación alemana se avino a firmar el armisticio con el mando aliado en un bosque cercano a la localidad francesa de Compiègne. Miles de soldados se entregaron a la alegría de ver cómo la muerte, con la que habían convivido durante tantos meses, se apartaba definitivamente de su futuro próximo, mientras sus familias dejaban de sufrir por su suerte en el frente. Otros muchos millones de personas soñaron con regresar pronto a la normalidad que tan abruptamente había roto el estallido de la guerra hacía más de cuatro años. Pero la paz no era algo espontáneo, había que construirla y eso podía llevar tiempo. La mayor urgencia en aquel momento era fijar las condiciones para hacerla efectiva, una vez que las hostilidades habían cesado. La tarea no tenía visos de resultar fácil. La guerra había afectado a todo el planeta y no se podían establecer esas condiciones sin tener en cuenta a las numerosas partes interesadas. Inmediatamente se impuso la necesidad de una gran cita diplomática para echar los cimientos del nuevo mundo de posguerra. Un acontecimiento político de semejantes dimensiones no tenía lugar desde que más de un siglo antes las grandes potencias vencedoras de Napoleón se habían reunido en el Congreso de Viena para sentar las bases de una nueva Europa con la intención de regresar al pasado. Ahora las potencias vencedoras querían construir el futuro y para hacerlo escogieron la capital europea que más cerca había estado del frente occidental durante la contienda, París. Allí, en la metrópoli del Sena, se habrían de reunir los representantes de las naciones vencedoras en enero de 1919.

Sin embargo la desazón y la incertidumbre subsistieron bajo la alegría y la esperanza apenas contenidas. Pronto aquellos sentimientos optimistas corrieron el riesgo de desvanecerse como un espejismo. Los combates habían cesado en Europa occidental, donde Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, seguidos de una pléyade de aliados, habían logrado doblegar por asfixia la fabulosa maquinaria bélica alemana. Pese a ello, la situación era evidentemente interina y buena parte de Europa, y del mundo, siguió luchando durante los meses siguientes para intentar conseguir posiciones aventajadas desde las que negociar en la próxima conferencia de paz. Por si no fuese poco, la amenaza revolucionaria acechaba a varios países sumidos en el caos y la división interna como resultado de los sufrimientos padecidos por la población durante la contienda. La guerra había terminado, pero lograr que de ella saliese el germen de un futuro en paz y armonía era algo que dependía de los dirigentes aliados. De sus actitudes y decisiones en París, fuesen cuales fuesen, saldrían las condiciones que determinarían la evolución de la humanidad en las siguientes décadas. Tenían el mundo en sus manos.

El lunes 14 de julio de 1919 amaneció soleado y cálido. París era un hervidero desde primera hora de la mañana.

Fue un día inolvidable, el del desfile. Nos levantamos al amanecer, ya que si lo hubiéramos hecho más tarde no hubiésemos podido cruzar París con el automóvil […] Todo París se había lanzado a la calle: hombres, mujeres, niños, soldados, curas y monjas. Vimos cómo ayudaban a dos monjas a encaramarse a un árbol, desde el que pudieran ver el desfile. Y nosotras pudimos contemplarlo perfectamente, desde un sitio magnífico.

Lo vimos todo. Primeramente, vimos a unos cuantos, pocos, heridos de guerra, inválidos con sus sillas de ruedas que ellos mismos hacían rodar. Es costumbre francesa que al frente de todo desfile militar vayan los inválidos de guerra. Y todos desfilaron bajo el Arco de Triunfo. Gertrude Stein recordó que, en su niñez, cuando solía columpiarse en las cadenas que rodean al Arco de Triunfo, su institutriz le había dicho que estaba prohibido pasar bajo el arco desde que el ejército alemán lo había cruzado, después de 1870. Pero ahora todos pasaban, menos los alemanes.

Las unidades de las distintas naciones desfilaban con aire distinto, algunas despacio y otras deprisa […] Y al fin terminó el desfile. Recorrimos una y otra vez los Campos Elíseos, la guerra había terminado, se quitaron de en medio las dos pirámides hechas con cañones tomados al enemigo, y la paz se nos vino encima.

Así describió la escritora norteamericana Gertrude Stein (en la autobiografía ficticia de su secretaria y amante Alice B. Toklas) la gran celebración triunfal del desfile de la victoria con el que los aliados glorificaron su triunfo en la Gran Guerra. Era la primera fiesta nacional francesa (el aniversario de la toma de la Bastilla en 1789) que se celebraba sin contienda, y por primera vez en la historia desfilaron tropas distintas de las francesas, puesto que los aliados aportaron algunos de sus contingentes para que participasen en la gran celebración. Los batallones comenzaban a desfilar bajo el Arco del Triunfo, en la plaza de la Estrella, y descendían los Campos Elíseos hasta llegar a la plaza de la Concordia, lugares todos que se habían decorado suntuosamente con los colores de la bandera francesa (que también lo eran de la británica y la norteamericana) y con trofeos militares (despojos de morteros, cañones, fusiles y todo tipo de arsenal capturado al enemigo) amontonados para su contemplación por el público.

La apoteosis fue completa. Sólo quince días antes la Conferencia de Paz de París había dado su fruto más importante, el tratado de paz con Alemania. Todavía quedaban por firmar otros cuatro con el resto de las potencias centrales vencidas (Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía), pero parecía que lo más difícil se había dejado atrás. El camino recorrido para llegar a este momento había sido muy largo, aunque sólo hubiese comenzado nueve meses antes, y ya entonces algunos de los testigos sospechaban que el que seguiría sería tan difícil o más que el que habían dejado atrás. Razones tenían para ello. La situación del continente apenas había cambiado desde el armisticio y lo que se podía contemplar más allá de las engalanadas calles parisinas y de las fronteras de los países vencedores no era precisamente alentador.

PAISAJE DESDE LAS RUINAS

La firma del armisticio con Alemania dejó Europa en una situación desoladora. Desde el momento posterior al cese de las hostilidades se pudo comenzar la dura tarea de hacer el recuento definitivo de bajas. Durante cuatro años y tres meses de guerra los contendientes habían movilizado en total más de sesenta y cinco millones de hombres y aunque las cifras se han discutido mucho, el número total de muertos en los campos de batalla superó los nueve millones. De entre los países más afectados por las bajas Rusia, Francia y Austria-Hungría habían rebasado el millón de muertos; y las bajas fatales de Alemania se sitúan en torno a los dos millones. A ellos hay que sumar seis millones y medio de inválidos de guerra en toda Europa, más de cuatro millones de viudas y el doble de huérfanos. Las cifras de muertos civiles fueron prácticamente imposibles de cuantificar, puesto que muchos de ellos sucumbieron no por la fuerza de las armas que los contendientes dirigieron contra ellos, sino por el hambre y la miseria que el bloqueo de los aliados había provocado en Europa central y oriental (los británicos cuantificaron las muertes causadas por el bloqueo sólo en Alemania en más de setecientas cincuenta mil personas). La destrucción se había cebado con núcleos de población e infraestructuras. Mientras que en el frente occidental esta se había centrado en las regiones del norte de Francia y Bélgica, en el oriental la devastación fue mucho más generalizada y afectó a una ancha franja que abarcaba desde el mar Báltico hasta el Negro. Todos los países tendrían que afrontar una recuperación basada en la reconstrucción organizada por los gobiernos pero, por ahora, emprenderla era algo sencillamente implanteable.

Alemania había sido la última de las potencias centrales en solicitar el fin de las hostilidades a los aliados, obligada por la caída en picado de la moral de sus tropas, por el completo agotamiento de su población civil y sus recursos económicos para continuar la guerra y por los peligros de una invasión de su territorio por los aliados o del estallido de una revolución social. El país había caído por agotamiento y no porque su ejército hubiese sido derrotado por el enemigo en una acción armada definitiva, a pesar de la retirada continua a que se había visto obligado en el frente occidental en los meses anteriores. La cúpula militar germana, que se había hecho con todos los resortes del poder durante la guerra, había tenido que comenzar a ceder terreno a las fuerzas políticas democráticas del país (representadas en el Reichstag) por una doble presión: la imposibilidad de ganar la guerra tras el fracaso de la gran ofensiva de la primavera de 1918 (la conocida como ofensiva Ludendorff) y la negativa del presidente norteamericano Woodrow Wilson de negociar el cese de las hostilidades hasta que no se hubiesen realizado las elementales reformas políticas para democratizar el país.

A esto se sumó pronto el riesgo de revolución interna. La descomposición social provocada por el terrible sufrimiento que el bloqueo económico de los aliados había ocasionado en la población alemana, como en la del Imperio austro-húngaro, había hecho que el cansancio de la guerra y de las decisiones del ejército hubiesen fraguado un ambiente muy receptivo hacia las consignas que llegaban de la Rusia soviética. Y no sólo la población civil comenzaba a dar muestras de hartazgo. El 29 de octubre de 1918 los marinos de la base naval de Kiel se sublevaron ante el temor de que los mandos de la marina de guerra quisiesen utilizarles en una operación suicida cuando era de dominio público que la guerra ya no se podía ganar. Hicieron causa común con un grupo de obreros que se habían organizado en un consejo al estilo de los soviets rusos, y la noticia de lo que estaba pasando en aquel punto de la costa báltica se extendió por Alemania como un reguero de pólvora insurreccional. Se produjeron grandes manifestaciones públicas de descontento que apenas fueron contestadas por unas autoridades militares dubitativas. La llegada de la revolución a Berlín hizo reaccionar al alto mando militar, que logró un pacto con la fuerza política mayoritaria, el Partido Socialdemócrata (SPD), y comenzaron a aplicar algunas de las medidas solicitadas por los manifestantes. La proclamación de la República Federal, la formación de un nuevo gobierno bajo la presidencia del socialdemócrata Friedrich Ebert, la marcha al exilio del káiser en los Países Bajos y la firma del armisticio fueron suficientes para desactivar la marea revolucionaria, por el momento. Era el 9 de noviembre, dos días más tarde se firmó el armisticio, la solicitud más coreada por las masas hastiadas de una guerra que había durado ya demasiado y que les había llevado al límite.

Uno de los efectos inmediatos del armisticio fue la entrega sin dilación a los aliados de más de cinco mil piezas de artillería, veinticinco mil ametralladoras, tres mil morteros de trinchera y mil setecientos aviones, además de seis cruceros de batalla (Grosser Kreuzer), diez acorazados, ocho cruceros ligeros y cincuenta destructores; todos los submarinos alemanes también tuvieron que rendirse. Además, los aliados impusieron a los alemanes el abandono de los territorios conquistados durante la guerra. En el oeste esto supuso la liberación de la Francia septentrional ocupada, Bélgica y Luxemburgo, que tras cuatro años de férrea dominación alemana explotaron en expresiones de júbilo, regresando sus gobiernos legítimos a ocupar la autoridad sin problemas. También tuvieron que evacuar de inmediato Alsacia y Lorena, que volvieron provisionalmente a estar bajo mando francés. Lo que ocurrió en Europa oriental fue muy distinto y mucho menos festivo.

Allí el Tratado de Brest-Litovsk, por el que Rusia había abandonado la guerra y que había convertido a Alemania en la vencedora indiscutible en Europa oriental, dejaba en su poder los territorios de las actuales repúblicas bálticas, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, a las que se sumaba Rumanía, que había caído en poder de las potencias centrales dos años atrás. La retirada alemana fue seguida en muchos casos del caos. Allí sencillamente no había antiguas autoridades que volviesen a hacerse cargo del poder, porque a esas alturas tanto el Imperio ruso como el austro-húngaro habían desaparecido. El primero había sido sustituido por una república soviética inmersa en una terrible guerra civil contra los partidarios del zarismo y del viejo orden (aunque sin el zar, puesto que Nicolás II y su familia habían sido ejecutados el mes de julio anterior). El segundo había sucumbido bajo el peso aplastante de la guerra y el bloqueo, que desencadenaron en la segunda quincena de octubre la emancipación de todos sus territorios, que uno tras otro fueron declarando su independencia de Viena. En cada uno de los pequeños embriones estatales que sustituyeron al imperio de los Habsburgo (todos repúblicas salvo Hungría, que se declaró monarquía con corona vacante), las autoridades de reciente creación se vieron abocadas a hacer valer su autoridad por la fuerza frente a los disconformes en el interior y a la rapacidad de los poderes vecinos en el exterior.

Pero la situación no dejaba de ser chocante para muchos ciudadanos de a pie, sobre todo en Alemania. Aunque sus civiles habían deseado el fin de la guerra durante mucho tiempo la derrota no dejaba de resultarles chocante. En opinión del historiador británico Hew Strachan, el ejército alemán, «cuando depuso las armas todavía ocupaba profundas posiciones en territorio enemigo en todos los frentes, no se había penetrado en su frente ni habían podido cercarlo, así pues, no se produjo ninguna de las características que conlleva una derrota operativa en el campo de batalla». La propaganda de guerra y la victoria en el frente oriental reforzaban el halo invencible de aquellas tropas, que fueron recibidas triunfalmente. El 11 de diciembre, las primeras desfilaban por la avenida berlinesa Unter den Linden. Según la princesa Blücher, de origen inglés pero casada con un aristócrata prusiano: «Los hombres lucían coronas de laurel verde sobre los cascos de acero, todos los fusiles llevaban su pequeño ramillete de flores, las ametralladoras estaban adornadas con ramas verdes, y junto a ellos había niños sentados agitando banderas de alegres colores». Fueron recibidos por el nuevo canciller que les arengó: «Os saludo a vosotros que regresáis invictos del campo de batalla». La idea de que la victoria había sido escamoteada a Alemania, una idea que pusieron en circulación los militares para eludir sus responsabilidades como directores del país durante la contienda, estaba comenzando a infectar ya muchas de las mentes. Además, al aceptar los grupos mayoritarios del Reichstag la salida que les ofrecían los militares a la amenaza revolucionaria estaban recibiendo una manzana envenenada. Serían ellos los encargados de negociar la paz con las potencias aliadas y los militares no dudarían en culparles a ellos de los perjuicios que de ello se derivase, adornado con el argumento de que además habían sido ellos, los políticos de la retaguardia, y no los militares, quienes habían hecho inevitable la derrota. En opinión del historiador alemán Hagen Schulze, «la primera democracia alemana no nació de la propia fuerza de los partidos y del Parlamento, sino como última salida de un Estado Mayor desesperado […] El mito de la puñalada a traición, que debía envenenar posteriormente la vida pública de la República de Weimar, tuvo aquí su origen».

Sin embargo pocas alegrías tendrían los alemanes en los meses siguientes, ya que los aliados decidieron prolongar el bloqueo al que tenían sometidas a las potencias centrales hasta que no se firmase el tratado de paz. Sería el tercer invierno al que se tendría que enfrentar la población de Centroeuropa bajo el signo de la espiral de la carestía, la inflación y el hambre; después de que los dos anteriores hubiesen supuesto un golpe terrible en su salud y su moral. Este sería todavía más duro, ya que ahora los aliados tenían libre acceso al mar Báltico, al que hicieron extensiva la prohibición de comerciar con Alemania. Pese a todo quedaba un resquicio para la esperanza para el nuevo año. Aunque habían sido la parte perdedora, las bases propuestas por el presidente de Estados Unidos para fundar un acuerdo de paz (los conocidos como «Catorce Puntos de Wilson») presagiaban la posibilidad de un acuerdo con los vencedores que permitiese una derrota honrosa para Alemania, y tales eran las expectativas que albergaba también el nuevo gobierno alemán. Aunque parece que en el seno de los aliados los ánimos tenían un cariz bastante distinto.

EL MUNDO CONTIENE EL ALIENTO

En Europa occidental los ánimos estaban centrados en organizar la victoria después del júbilo inicial. Francia era la que se encontraba más atareada en los preparativos de la conferencia, mientras que Reino Unido estaba inmerso en una campaña electoral para elegir al primer ministro que habría de representarlo en la cita internacional. El vencedor fue el artífice del esfuerzo interior de guerra británico, el liberal David Lloyd George, que veía así refrendados sus desvelos políticos desde que había accedido al cargo hacía poco más de dos años. En Estados Unidos la atención la acaparó la decisión del presidente Woodrow Wilson de acudir en persona a la cita diplomática de París. Sería la primera vez que un presidente de Estados Unidos abandonase el país durante el ejercicio de su cargo, y la noticia causó sensación mundial.

La razón de esta expectación era que el presidente demócrata había demostrado durante la guerra un talante muy distinto al de los demás combatientes. Para empezar, como un medio de garantizar su independencia de acción durante la campaña y para aplacar al sector más escéptico de la opinión pública norteamericana con la entrada en el conflicto, se negó a firmar ningún pacto o alianza con sus camaradas de lucha, a los que oficialmente denominó siempre «socios». En segundo lugar, dio forma y dimensión pública a su preocupación fundamental para decidir la entrada de su país en la guerra. A diferencia de los estados europeos, que se habían embarcado en aquella conflagración suicida en una descarnada lucha por el poder mundial, Wilson deseaba que la intervención estadounidense sirviese para evitar que en el futuro se reprodujesen las situaciones que habían llevado al mundo a la guerra y para poner las bases de unas relaciones internacionales que pudiesen servir para solucionar los conflictos sin llegar a las armas. Aquellos principios los había expuesto en un célebre discurso ante el Congreso en enero de aquel mismo año, en el que había expuesto catorce principios que deberían regir la vida internacional tras el conflicto. En dicho documento se proclamaba la necesidad de acabar con los acuerdos diplomáticos secretos y bilaterales, que debían ser sustituidos por lo que el presidente llamaba una «diplomacia abierta», había que garantizar la libertad de navegación por los mares, la eliminación de barreras en el comercio internacional, la reducción de armamentos por todas las potencias, la evacuación de los territorios ocupados por las potencias centrales, el reconocimiento a las minorías nacionales de los grandes imperios de Europa oriental a tener su propio Estado y el más importante de todos ellos, la creación de una gran institución internacional que pudiese mediar en casos de conflicto y evitar futuras guerras (institución que denominaba genéricamente «liga de naciones»). La popularidad que este gesto había dado al presidente Wilson fue enorme, se convirtió en el garante de la victoria para los aliados, en la esperanza de una derrota moderada para los vencidos, y todos esperaban que su intervención garantizase un futuro mejor.

El buque George Washington, que había zarpado de Nueva York nueve días antes con el presidente norteamericano y su esposa como principales pasajeros, llegó al puerto francés de Brest el 13 de diciembre de 1918. Nada más bajar del barco Wilson fue testigo del gran recibimiento que se le había preparado. Había acudido a recibirle el ministro de Asuntos Exteriores galo, Stéphen Pichon, que le saludó diciendo: «Le estamos muy agradecidos por venir a darnos la paz que necesitamos». Un público numeroso abarrotaba el trayecto entre el puerto y la estación de ferrocarril donde esperaba el tren especial preparado para trasladar a la pareja presidencial hasta la capital francesa. Los gritos de «Vive l’Amérique! Vive Wilson!», se elevaban en un estruendo constante. A última hora de la tarde el tren comenzó su trayecto y el médico de Wilson se sorprendió mucho cuando a las tres de la mañana se le ocurrió mirar por la ventanilla de su compartimento: «Vi no sólo hombres y mujeres, sino también niños de corta edad que esperaban con la cabeza descubierta y prorrumpían en vítores al pasar el tren». A su llegada a París le estaban esperando, en la estación engalanada para la ocasión, el presidente de la república Raymond Poincaré y el presidente del Consejo de Ministros (jefe del Gobierno), Georges Clemenceau, que tras el armisticio era conocido popularmente como Père-la-Victoire («Padre Victoria»). El recibimiento de la población al paso del coche fue todavía más multitudinario, con miles de personas en la calle y salvas de cañones celebrando la ocasión. Ya entonces pudo oír el presidente un grito que el público repetiría a lo largo de los meses siguientes en varias ocasiones al paso de su cortejo: «¡Colgad al káiser!». Posiblemente aquella jornada constituyó el preparativo más celebrado de la gran cita que se avecinaba.

Cuando ya habían llegado a París buena parte de las delegaciones que participarían en la conferencia, todos se vieron sorprendidos por las preocupantes noticias procedentes de Alemania. Un pequeño grupo extremista de izquierda, que hacía poco había fundado el Partido Comunista Alemán (KPD, también conocido como Liga Spartakus, de donde deriva el nombre de «espartaquistas» con el que fueron denominados), intentó tomar el poder en Berlín entre el 5 y el 14 de enero de 1919. Aunque pusieron en fuertes aprietos al gobierno de Ebert, este consiguió finalmente con la colaboración del ejército (que recurrió a los grupos paramilitares de excombatientes conocidos como Freikorps) restablecer el orden. El día 15 sus principales dirigentes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fueron asesinados y arrojados a un canal de la capital. Sólo tres días después se abrió la Conferencia de Paz de París.

A la capital del Sena acudieron delegados de veintisiete países, todos pertenecientes al bando aliado. Este se había visto muy aumentado en el último año ya que la entrada en la contienda de Estados Unidos provocó la declaración de guerra contra las potencias centrales de numerosos países que no tuvieron intervención real en el conflicto, como varias repúblicas latinoamericanas, China o Siam. Los dominios británicos que habían enviado soldados a combatir a Europa (Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Sudáfrica) también mandaron sus propias delegaciones, separadas de la británica pero coordinadas con ella. También se aceptó la presencia de grupos que habían intervenido en la guerra a favor de los aliados, como los clanes árabes que habían ayudado a los británicos en su lucha contra los turcos, representados por una delegación encabezada por Faysal bin Husein y en cuyo séquito se hallaba el coronel británico T. E. Lawrence. No se aceptó la presencia de los neutrales (en Europa sólo habían permanecido al margen los Países Bajos, Suiza, España, Dinamarca, Noruega y Suecia) ni de los vencidos, a los que sólo se convocaría una vez que los tratados de paz estuviesen preparados para su firma.

La confluencia en París de diplomáticos y políticos de todo el mundo fue cuantiosa, sólo la delegación británica contaba con más de cuatrocientas personas, lo que hacía que el protocolo y el funcionamiento de las deliberaciones tuviesen que estar organizados al milímetro. Pese al exquisito cuidado puesto por los anfitriones galos, las sesiones plenarias pronto se volvieron inoperantes y tediosamente protocolarias. Por esta razón, después de que el 25 de enero todos los delegados aprobasen la resolución por la que se creaba la organización diplomática internacional preconizada por Wilson con el nombre de Sociedad de Naciones, se decidió que las decisiones importantes fuesen discutidas y solventadas por un órgano delegado, el Consejo de los Diez. Este contaría con dos representantes de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón. Desafortunadamente la solución no demostró ser lo suficientemente ágil, por lo que las decisiones fundamentales fueron encargadas a otro órgano, el Consejo de los Cuatro, compuesto por los «cuatro grandes»: Wilson, Clemenceau, el primer ministro británico Lloyd George y el primer ministro italiano Vittorio Orlando. Sus decisiones se producirían al tiempo que una nutrida serie de comisiones estudiaban al detalle las cuestiones que se debían decidir en la cumbre.

Las sesiones de los cuatro grandes pronto se vieron lastradas por todo tipo de contratiempos. Casi desde el comienzo se produjo un claro distanciamiento entre Wilson y Clemenceau. El primero era un hombre idealista y empeñado en intentar poner en práctica sus principios sobre todas las cosas, pero estos resultaron realmente difíciles de aplicar a la complicada realidad europea. Clemenceau era mucho más práctico y en sus posturas pesaban mucho más las demandas populares y sobre todo la búsqueda de garantías para proteger a Francia frente a una posible agresión alemana en el futuro. Parece que Wilson llegó a considerar al presidente del Gobierno francés un cínico y este llegó a decir que su colega norteamericano se creía un segundo Jesucristo —«Estoy sentado entre el futuro Napoleón y el próximo Jesucristo», fue la célebre boutade de Clemenceau en el momento de la firma del tratado; por Napoleón se refería al primer ministro inglés Lloyd George—. Entre estos dos polos enfrentados Lloyd George intentó mediar en algunas ocasiones, aunque dejó siempre claro que el deseo del Reino Unido era utilizar la paz para consolidar su imperio colonial. Orlando apenas intervino en cuestiones que no eran del directo interés de su país, que no era otro que anexionarse territorios austríacos alpinos y de la costa dálmata. Estas desavenencias no fueron ni mucho menos secretas. John Maynard Keynes, uno de los mayores economistas del siglo XX, formó parte de la delegación británica en la conferencia y les acusó poco después de su finalización de no ocuparse de los problemas reales de Europa: «El Consejo de los Cuatro no prestó atención a estos problemas, por estar preocupado con otros: Clemenceau, con ahogar la vida económica de su enemigo; Lloyd George, con hacer algo y llevar a casa alguna cosa que durara una semana; el presidente [Wilson], con no hacer nada que no fuera justo y recto. Es un hecho sorprendente que, teniendo el problema económico fundamental de una Europa hambrienta y deshecha ante sus ojos, fuera esta la única cuestión sobre la cual fue imposible despertar el interés de los Cuatro». Pese a estas diferencias se pudo ir avanzando en las decisiones fundamentales, aunque en opinión de muchos el resultado no fuese menos digno de críticas que el procedimiento que se había adoptado para tomar las decisiones.

EL TRATADO DE LA DISCORDIA

En la mañana del 7 de mayo de 1919, tercer aniversario del hundimiento del Lusitania, en una sala abarrotada del Palacio de Trianon, en el parque de Versalles, los delegados de los aliados recibieron en audiencia al enviado plenipotenciario alemán, el conde Ulrich Brockdorff-Rantzau, para entregarle una copia del tratado que proponían a Alemania para concertar la paz. El diplomático alemán había llegado a Versalles hacía unos días con una delegación de ciento ochenta consejeros para recibir el tratado. Habían sido trasladados hasta allí en unos trenes que recorrieron partes de las regiones francesas devastadas por la guerra a una velocidad lo suficientemente lenta como para que no perdiesen un solo detalle del espeluznante espectáculo. Al llegar a la ciudad palaciega fueron albergados en el mismo hotel en que los líderes franceses habían estado mientras negociaban con Bismarck en 1871, que ahora había sido rodeado por una empalizada, según los franceses para garantizar su seguridad (aunque la población se mostró cordial con los pocos que decidieron aventurarse por las calles abarrotadas de curiosos).

Según los testigos que acudieron a aquel acto, después de escuchar el resumen del tratado y el discurso de Clemenceau, parece que Brockdorff dio signos de un estupor palpable. Se le concedió la palabra y pronunció un discurso que pese a combinar términos cordiales con otros de firmeza, fue mal recibido por los presentes debido a su evidente azoramiento. Según el propio Wilson, fue «el discurso menos diplomático que he escuchado en mi vida». El texto de la propuesta fue inmediatamente enviado a Berlín y recibido como un jarro de agua fría tanto por la población como por el gobierno. Hasta entonces ambos se habían aferrado a los Catorce Puntos de Wilson como la tabla de salvación que les permitiría mantener la integridad del Imperio alemán transformado en república. Sus ilusiones se vieron aplastadas por el texto de los aliados, que fue ampliamente rechazado por la opinión pública. En aquellos días se sucedieron las manifestaciones en las grandes ciudades alemanas bajo el lema que repetían casi todas las pancartas: «Sólo los Catorce Puntos». La reticencia de amplios sectores políticos a aceptar la propuesta era evidente y el gobierno amagó con rechazarla para intentar abrir fisuras entre los aliados. Lejos de inmutarse, estos contestaron con un ultimátum el 16 de junio: o se firmaba el tratado como se había propuesto o se reanudarían inmediatamente las hostilidades. La respuesta alemana, afirmativa, se produjo el 23 y cinco días después se celebró la solemne firma del documento.

El día elegido era el quinto aniversario del atentado de Sarajevo, que había sido el pretexto que había dado origen a la guerra, y el lugar fue la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, donde los franceses habían tenido que padecer la humillación de ver la proclamación del Imperio alemán en 1871, tras su derrota en la guerra franco-prusiana. No se había dejado nada al azar. El inmenso salón estaba abarrotado y muchos miembros de las comitivas diplomáticas que no habían sido afortunados con un sitio en él se amontonaron detrás de las puertas acristaladas, algunos sobre sillas y escaleras, para intentar no perderse ese momento histórico. Tras la firma la Conferencia de Paz no se disolvió, puesto que se había decidido que se habría de firmar un tratado con cada una de las potencias centrales, pero el grueso de las decisiones se habían tomado ya y muchos de los principales dirigentes internacionales volvieron a sus países dejando los detalles a sus respectivas delegaciones diplomáticas. Cada uno de los tratados posteriores fue firmado en uno de los palacios o localidades de los alrededores de París de donde tomó su nombre: el Tratado de Saint Germain-en-Laye con Austria (10 de septiembre de 1919), de Neuilly con Bulgaria (27 de noviembre de 1919), de Trianon con Hungría (4 de junio de 1920) y de Sèvres con Turquía (10 de agosto de 1920). Sólo entonces se tuvo por terminada la ingente labor diplomática que ponía fin a la contienda.

Aunque fue el conjunto de estos tratados el que definió la nueva Europa, ya en los cuatrocientos cuarenta artículos que componían el de Versalles estaban trazadas las líneas maestras de la obra proyectada por los aliados. En primer lugar, se rehizo el mapa de Europa. Alemania perdía un 13 por ciento de su territorio y un 10 por ciento de su población: Alsacia y Lorena eran devueltas definitivamente a Francia, Schleswig septentrional pasaba a Dinamarca y Eupen-Malmedy a Bélgica. Junto a Alsacia y Lorena, las pérdidas más dolorosas fueron las que se produjeron en la parte oriental del país. Los aliados habían reconocido durante la conferencia al gobierno interino polaco, con lo que Polonia, que había desaparecido a finales del siglo XVIII, era restablecida y dentro de ella se integrarían la rica región minera de Alta Silesia y Prusia occidental (para darle así una salida al mar al nuevo país). Las ciudades de Danzig (el rico puerto del Báltico de población mayoritariamente alemana) y Memel fueron declaradas territorios libres. Prusia oriental, que continuaba bajo soberanía de Berlín, quedó entonces como un enclave aislado del resto de Alemania entre Polonia y Lituania. La región de Sarre pasaba a estar administrada durante quince años por la Sociedad de Naciones (cuyo estatuto formó parte integrante del tratado) y sus minas serían arrendadas a Francia. El tratado incluía cláusulas por las que los aliados se aseguraban de que aquellos territorios de mayoría alemana que habían pertenecido al Imperio austro-húngaro no pasarían a formar parte de Alemania. Así, se establecía que la frontera entre la recién nacida Checoslovaquia y Alemania sería la austro-húngara, por lo que la región de los Sudetes quedaba adscrita a la primera; y se obligaba a Alemania a renunciar a la posible anexión de Austria, posibilidad que ya se había contemplado tanto por Viena como por Berlín.

La distribución de territorios fue más allá de Europa. Alemania fue obligada a renunciar a sus colonias. En teoría estas pasarían a estar administradas por la Sociedad de Naciones, pero se decidió que esta organización cediese sus funciones a alguna de las potencias vencedoras bajo la forma legal de «mandatos». El África Oriental Alemana fue mayoritariamente absorbida por Gran Bretaña (salvo el territorio noroccidental, vecino al Congo Belga, que pasaba a Bélgica con el nombre de Ruanda-Burundi), África del Sudoeste fue entregada al dominio británico de Sudáfrica y las colonias occidentales de Togolandia y Camerún se dividieron entre Gran Bretaña y Francia. En Oceanía, la Nueva Guinea Alemana pasó al dominio británico de Australia y sus islas adyacentes se repartieron entre Australia y Japón. El principal beneficiario de este reparto fue el Reino Unido, no sólo por ser el más favorecido territorialmente, sino porque con la incorporaciones africanas asentaba su dominio del continente mediante un eje continuo norte-sur. Así quedaba liquidado uno de los puntales del proyecto imperialista en que Alemania se había embarcado desde finales del siglo anterior y que había sido una de las fuentes más importantes de roces con las potencias de la Entente antes de la guerra. Sin embargo acabó por convertirse en uno más de los sacrificios que imponía el tratado, y ni siquiera el peor.

UN HORIZONTE SOMBRÍO

El Tratado de Versalles impuso también fuertes recortes a la capacidad militar alemana. Se decretó la desmilitarización de la orilla derecha del Rin como garantía de seguridad para Francia, se suprimió el servicio militar obligatorio en Alemania, el ejército quedó reducido a un máximo de cien mil hombres y se suprimieron el alto mando, núcleo del poder fáctico militar, la flota de guerra, cuya amenaza a la supremacía naval inglesa tanto había preocupado a Londres desde años antes de la contienda, y la fuerza aérea, nueva arma que políticos como Churchill pensaban que decidiría las guerras del futuro. Con estas medidas se pretendía poner fin al militarismo alemán, al que la propaganda aliada había atribuido el estallido de la guerra y sus peores episodios de violencia. Pero sin lugar a dudas el punto que resultó más polémico fue el artículo 231. En él Alemania asumía expresamente la responsabilidad del estallido de la guerra, así como la obligación de reparar económicamente a los aliados por los daños materiales y humanos producidos durante la misma. Se trató de la cuestión que más dividió a los aliados durante la conferencia. Wilson era contrario a las reparaciones de guerra por considerarlas excesivamente punitivas, pero Lloyd George y Clemenceau las consideraban imprescindibles para que sus países pudiesen hacer frente a los pagos que tenían que hacer a Estados Unidos por los inmensos préstamos que les había facilitado durante la contienda. La inflexibilidad de Wilson, que se negó a contemplar la posibilidad de la condonación siquiera parcial de estos préstamos, fue la que acabó por inclinar la balanza. De hecho Clemenceau hubiese deseado llegar más lejos en el castigo a Alemania, pero sus dos colegas le disuadieron a cambio del compromiso firme de que en caso de un ataque alemán sus países acudirían en auxilio de Francia. La determinación de la cuantía de las reparaciones fue un problema desde el principio, puesto que los aliados incluyeron en su monto todo tipo de conceptos, desde el valor de las destrucciones ocasionadas por la guerra hasta lo que habrían de pagar en los años siguientes como pensiones de guerra a mutilados, huérfanos y viudas. Debido a la complejidad de la cuestión, se decidió crear una comisión especial que determinaría la cuantía exacta después de la firma del tratado. De todos modos ya había quedado claro que la cantidad sería exorbitante.

Los tratados posteriores terminaron de configurar el nuevo mapa de Europa y extender algunas de las medidas que se habían aplicado a Alemania a otros de los vencidos. Del solar que había ocupado el desaparecido Imperio austro-húngaro surgieron tres países: Austria (el pequeño territorio de habla alemana del imperio), Hungría (también muy reducida territorialmente) y Checoslovaquia (en la que se incluyeron los territorios de mayoría checa, eslovaca y rutena). El resto se repartió entre los estados vecinos según su composición étnica: Galitzia pasó a la renacida Polonia; Bucovina y Transilvania a Rumanía (que también recibió la Besarabia rusa, convirtiéndose así en el país europeo que vio más aumentado su territorio tras la guerra); Eslovenia, Croacia, Bosnia y el Banato se unieron a Serbia y Montenegro para formar lo que se denominó entonces Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (y que poco después pasó a llamarse Yugoslavia) y los territorios de Istria y Tirol meridional fueron cedidos a Italia. Sin embargo este país se sintió menoscabado en sus intereses. En el Tratado de Londres, por el que se había incorporado a la guerra, se le había prometido también la costa dálmata, que ahora quedaba en poder de Yugoslavia, por lo que el primer ministro italiano abandonó airadamente la Conferencia de Paz en abril de 1919. Austria y Hungría fueron obligadas en sus respectivos tratados a declararse culpables de la guerra y se les puso también un máximo de efectivos a sus ejércitos, al igual que se había hecho con Alemania.

El problema principal con el que toparon desde el principio todas estas medidas fue que los vencidos se sintieron maltratados y ofendidos por los vencedores, sobre todo Alemania, donde las condiciones de Versalles se veían como un diktat («imposición») o un Schandvertrag («tratado de la vergüenza»). Muchos de los observadores contemporáneos criticaron este trato por ver en él el germen de futuros conflictos, al igual que lo había sido el resultado de la guerra franco-prusiana a finales del siglo XIX. El propio Keynes llamó la atención sobre este punto afirmando que «la política de reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de millones de seres humanos y de privar a toda una nación de felicidad, sería odiosa y detestable, aunque fuera posible, aunque nos enriqueciera a nosotros, aunque no sembrara la decadencia de toda la vida civilizada de Europa». En las potencias vencidas los políticos responsables de la firma de los tratados fueron objeto del odio popular durante años. El político alemán Matthias Erzberger fue secuestrado y asesinado por un grupo de extrema derecha en 1921 por haber defendido la firma del Tratado de Versalles como único medio para evitar una nueva guerra; y en Bulgaria un grupo de similares características capturó al dirigente Alexander Stamboliski en 1923; le cortaron la mano con la que había firmado el Tratado de Neuilly antes de asesinarle.

Muchas de las condiciones que se habían recogido en los tratados eran rechazadas por toda la población. Durante más de una década los países de Europa central y oriental solicitaron la revisión de las fronteras por lo menos en trece sectores que afectaban a once países distintos. Ni siquiera en los momentos posteriores a la firma del Tratado de Versalles se vio disminuir la violencia en Europa oriental: Rusia continuó sumida en su guerra civil hasta 1921, pero entonces se embarcó en una guerra con Polonia que no finalizaría hasta el año siguiente. Más al sur Turquía estaba también sumida en otra guerra, a la vez civil y de expulsión de fuerzas extranjeras, que no terminaría hasta 1923 con la supresión del sultanato otomano y la proclamación de la nueva República Turca, construida y presidida por un veterano de la Gran Guerra, el general Mustafá Kemal. Para entonces su territorio se había visto reducido prácticamente a la península de Anatolia, puesto que los aliados habían caído sobre el resto de los territorios otomanos para hacer de ellos su botín colonial. Por el Tratado de Sèvres, y de nuevo bajo la forma de mandatos de la Sociedad de Naciones, Francia recibió Siria y Líbano, mientras Gran Bretaña se hacía cargo directamente de Palestina como potencia mandataria, en tanto que en Irak y Transjordania creaba dos coronas protegidas para los hijos de su aliado el jerife Hussein de La Meca; Faysal fue investido rey de Irak y Abdalá emir de Transjordania (posteriormente reino de Jordania). A la tensión por las fronteras en Europa se sumó la producida por el problema de las minorías nacionales. La decisión de fundar las nuevas naciones de Europa central y oriental había venido determinada por el principio de autodeterminación incluido en los Catorce Puntos de Wilson. Pero el presidente norteamericano tenía una visión demasiado simplista de la realidad europea, ya que los imperios austro-húngaro y ruso eran en realidad sociedades multiétnicas en las que no era fácil discernir la pertenencia de un individuo a una nación concreta. Los ciudadanos de estos imperios podían presentar rasgos de diferentes nacionalidades, ya que los vínculos entre lengua, cultura y religión no eran rígidos ni unívocos. Esto produjo que en los nuevos estados existiesen importantes minorías que no pertenecían al grupo que teóricamente debía ser el mayoritario. De hecho en algunos de ellos la nacionalidad dominante ni siquiera llegaba a la mitad de la población: en Yugoslavia los serbios sólo eran el 48 por ciento y en Checoslovaquia pasaba algo similar con los checos, que sólo alcanzaban el 48 por ciento. En todas las nuevas naciones del este de Europa habían quedado importantes minorías alemanas y Austria contaba con la anomalía de su capital, Viena, en la que permanecieron viviendo importantes colonias de habitantes de todos los territorios del antiguo imperio. Estas situaciones fueron fruto de todo tipo de conflictos y tensiones que crecieron a lo largo de los años. Como señaló Winston Churchill, que vivió la Gran Guerra como ministro de varias carteras y como oficial durante siete meses en el frente occidental, «no hay una sola etnia o provincia del imperio de los Habsburgo, a la que la obtención de la independencia no haya traído aquellos tormentos previstos por los viejos poetas y teólogos para los condenados al infierno». El propio Wilson reconoció quejumbroso a su regreso de París ante el Senado que «cuando pronuncié esas palabras [que todas las naciones tienen derecho a la autodeterminación], las dije sin saber que existían nacionalidades como las que acuden a nosotros cada día… No saben ni pueden darse cuenta de la angustia que he sufrido como resultado de las esperanzas que despertaron en mucha gente mis palabras».

Posiblemente, la última esperanza del presidente habría sido que su tan amado proyecto de una gran institución diplomática internacional compensase los inconvenientes que comenzaron a mostrar el resto de las resoluciones adoptadas en la Conferencia de París. La carta fundacional de la Sociedad de Naciones fue aprobada en una sesión plenaria de la conferencia en abril de 1919, y entró en vigor en enero de 1920. La sede de la institución estaría en Ginebra y buena parte de los mecanismos de deliberación y de decisión que se habían puesto en marcha durante la conferencia serían heredados por la nueva organización, que aspiraba a dotar a las relaciones internacionales de elasticidad y seguridad. Por desgracia, como en el resto de las piezas puestas en marcha en los tratados, la recién nacida institución encontró problemas inesperados para alcanzar los objetivos para los que fue creada. Cuando Wilson regresó a Estados Unidos se encontró con que había perdido la mayoría en el Senado a favor de los republicanos en las elecciones celebradas a finales del año anterior. Su decepción fue inmensa cuando no pudo obtener de la cámara la ratificación del Tratado de Versalles ni la incorporación de su país a la Sociedad de Naciones. Sin la presencia de su principal inspirador y defensor parecía muy difícil que lograsen efectividad sus objetivos, y más si se tiene en cuenta que los vencidos no fueron aceptados entonces en su seno. Wilson sólo pudo consolarse con la concesión del premio Nobel de la Paz ese mismo año por haber puesto en marcha su altruista iniciativa.

Para cuando se hubieron firmado todos los tratados, el lastre de la Gran Guerra se había vuelto demasiado pesado, tanto para los vencidos como para los propios vencedores. Los primeros se vieron cargados con unas duras condiciones de paz que lastrarían su existencia por lo menos en el futuro próximo. Los segundos, nada más acabadas las hostilidades, fueron presa de sus temores y sus anhelos de pasar página. Francia estuvo obsesionada con su seguridad frente a la vencida Alemania, Gran Bretaña dio muestras de querer volver pronto a sus asuntos imperiales si la estabilidad europea se lo permitía y Estados Unidos volcó importantes energías durante la Conferencia de Paz, pero la pérdida de la mayoría de Wilson en el Senado le llevó a aceptar el regreso al aislacionismo que propugnaban sus rivales republicanos. Semejante dispersión de energías tuvo por efecto el crecimiento de la inestabilidad en una Europa que veía cómo los problemas que habían originado la guerra no eran solucionados, sino sencillamente sustituidos por otros.

Lo peor de todo parecía ser que esa Europa ni siquiera se daba cuenta de que ya no era el continente poderoso que abrió el siglo bajo la bandera de un liderazgo mundial, que comenzaba a ser discutido ampliamente. En opinión de la historiadora canadiense Margaret MacMillan, «después de lo ocurrido en el frente occidental, los europeos ya no podían decir al resto del mundo que tenían una misión civilizadora que cumplir». Sus enemigos en los continentes colonizados tomaron buena nota de ello. En África, «la guerra de las tribus blancas», como algunas poblaciones indígenas llamaron a la guerra entre las potencias coloniales, desacreditó por completo a todos los colonizadores; en la India Británica Mahatma Gandhi, que había regresado de Sudáfrica en 1915, lanzó su primera campaña de resistencia pasiva contra las autoridades coloniales británicas a principios de 1919 y en Extremo Oriente los japoneses contemplaban cómo por primera vez una potencia europea, Alemania, era arrojada fuera de Asia. Aquella guerra había socavado los cimientos de la posición europea en el mundo y el viejo continente parecía no percatarse. Quizá una de las razones de ello fue la oleada de problemas internos que comenzaron a florecer a medida que los soldados volvían a casa desde el frente.

VIVIR DESPUÉS DE LA GRAN GUERRA

Acercarse a la posguerra de la Primera Guerra Mundial resulta especialmente complicado por muchas razones: la trascendencia de las dinámicas políticas internacionales desatadas en aquellos años, la multiplicidad de actores que intervinieron en la configuración del nuevo equilibrio mundial, el peso de las diversas evoluciones políticas nacionales en el desarrollo de las décadas posteriores… pero quizá una de las mayores dificultades reside en la propio hecho de considerar la posguerra como un único fenómeno, una realidad común para los participantes en la contienda. Las realidades surgidas después de aquel tiempo delirante fueron enormemente variadas, hasta el punto de que sería más adecuado hablar de «posguerras» que de posguerra. Aunque cada país vivió su propia peripecia y sólo un análisis detallado de las distintas realidades nacionales puede ofrecer una imagen verdaderamente ajustada de la situación mundial en los años inmediatamente posteriores a la guerra, de forma general podrían distinguirse, al menos, tres grandes niveles de diferencia.

Poco tuvo que ver la situación de Estados Unidos con la de Europa al finalizar la guerra. Las fuerzas norteamericanas se habían incorporado al conflicto en la parte final del mismo, de modo que el esfuerzo nacional para el mantenimiento de la movilización fue mucho más limitado en el tiempo (poco más de año y medio). Por otra parte, el volumen de los recursos disponibles para llevar a cabo dicha movilización era muy superior en Estados Unidos, tanto desde el punto de vista material como humano, lo que unido a la menor duración de su intervención bélica supuso un desgaste infinitamente menor que el vivido por las potencias europeas. Paralelamente, el hecho de que la guerra no se librase en suelo estadounidense marcó una de las diferencias esenciales a la hora de abordar la reconstrucción de la posguerra. Si bien es cierto que en el viejo continente la retaguardia había conocido los efectos directos de los ataques bélicos sólo de forma limitada (habría que esperar a la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial para que los bombardeos aéreos terminasen definitivamente con la distinción entre frente y retaguardia), muchas zonas dedicadas a la explotación agrícola habían quedado destrozadas y muchas de las fábricas que conformaban el tejido industrial de los distintos países habían sido reconvertidas en industrias de guerra que era necesario volver a adaptar a la producción civil. Al margen de todo ello, Estados Unidos deseaba desvincularse de la política europea, lo que encontraría su expresión más evidente en la negativa del Congreso a ratificar el Tratado de Versalles y el no ingreso del país en la Sociedad de Naciones, algo que en las potencias europeas dadas las consecuencias de la guerra habría sido implanteable. Si alguien necesitaba los «arreglos de la paz» era Europa y no Norteamérica.

Tampoco en Europa el final de la guerra marcó una nueva y única realidad. De hecho, la contienda no finalizó para todo el continente en noviembre de 1918 pues en buena parte de Europa oriental prosiguieron los conflictos bélicos. En la Rusia soviética se vivía una terrible guerra civil que habría de prolongarse hasta 1921, mientras que en Polonia se luchaba por definir las fronteras frente a las pretensiones alemanas, rusas y checoslovacas y en Hungría en 1919 triunfaba, aunque por breve tiempo, una revolución comunista. La desaparición del Imperio austro-húngaro tras el triunfo aliado dejó una situación altamente inestable en sus antiguos territorios, mientras que la del Imperio otomano abrió las puertas a nuevos procesos de definición de identidades nacionales en Oriente Próximo con sus correspondientes crisis políticas.

A la diferencia entre la zona oriental y occidental de Europa habría que añadir, dentro de esta última, las importantes diferencias que caracterizaron a la posguerra de las antiguas potencias centrales respecto a las aliadas. La derrota de las primeras se traduciría de forma inmediata en el endurecimiento de la situación en que tuvieron que abordar sus respectivas labores de reconstrucción nacional. La prolongación durante varios meses del bloqueo aliado, que había hecho que las condiciones de vida de la población de Alemania y Austria-Hungría durante la guerra fuesen especialmente duras, motivaría que la miseria, el hambre y la escasez de recursos materiales para abordar la reconstrucción de casas e infraestructuras dibujase la realidad de Alemania y sus aliados en los años posteriores al conflicto. El escritor austríaco Stefan Zweig recordó en sus memorias la dureza de la vida en su país natal durante aquel tiempo: «A la escasez general de alimentos y calefacción se añadió en aquel año catastrófico [1919] la falta de viviendas. Durante cuatro años en Austria no se había construido nada, muchas casas se caían y ahora, de golpe y porrazo, volvía como un torrente la infinita multitud de soldados licenciados y de prisioneros de guerra, todos sin casa, de modo que, forzosamente, en cada habitación disponible se debía alojar a una familia […] Por primera vez vi los amarillentos y peligrosos ojos del hambre. El pan negro se desmigajaba y sabía a resina y cola, el café era un extracto de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el chocolate, arena teñida y las patatas estaban heladas; la mayoría de la gente criaba conejos para no olvidar el sabor de la carne […] y los perros y gatos bien alimentados pocas veces regresaban de sus paseos. Los tejidos que se ponían a la venta eran en realidad papel preparado, sucedáneo de otro sucedáneo; los hombres iban vestidos casi exclusivamente con uniformes viejos, incluso rusos, sacados de un almacén o un hospital y dentro de los cuales ya habían muerto unas cuantas personas».

La situación de los aliados tampoco fue fácil pues no fueron pocos los problemas asociados a la finalización del conflicto. Aun así tampoco la realidad de países como Italia, mucho más pobre y menos desarrollada que Francia, Bélgica o Reino Unido, pudo compararse material o políticamente con la de sus antiguos compañeros de lucha. Pese a todo, y especialmente por lo que al ámbito occidental europeo se refiere, es posible identificar una serie de problemas comunes a los que fue necesario hacer frente durante la posguerra y que resultarían determinantes en la definición del escenario social, político, económico y cultural de aquellos años. El primero y más inmediato de ellos fue sin duda la desmovilización del enorme volumen de soldados que habían sido desplazados al frente.

El ansiado regreso de millones de hombres a la vida civil fue cualquier cosa menos un proceso sencillo. Para empezar, ni la sociedad a la que se incorporaban era la misma que habían dejado, ni tampoco ellos eran los mismos. La guerra había marcado tanto a individuos como a sociedades y en consecuencia la integración de aquellos en estas generó no pocas tensiones. Muchos de los hombres que volvían del frente lo hacían cargados de graves secuelas físicas y psicológicas. Los inválidos, aunque gozaban del respeto general por ser considerados mártires de guerra, pronto se dieron cuenta de que con frecuencia eran empleados como adorno político por los respectivos gobiernos, que no siempre se ocupaban de atender sus necesidades. Además, desaparecido el contexto de la guerra, a su papel de héroes se superponía la realidad de verse incapacitados para retomar su normalidad, lo que en muchos casos se convirtió en fuente de frustración y caldo de cultivo para la reacción política radicalizada. Los excombatientes afectados por problemas como la neurosis de guerra tuvieron que afrontar la incomprensión del mundo civil ante sus problemas y en no pocos casos fueron incapaces de adaptarse nuevamente a él. Los sentimientos de incomprensión y abandono de una sociedad por la que habían sacrificado su vida terminaron bien por aislarlos completamente, bien por acercarlos a movimientos políticos más o menos radicalizados en busca de respuestas a su realidad. Un proceso similar fue el vivido por miles de veteranos que al regresar a sus hogares vieron desaparecer las posibilidades de promoción social de las que habían disfrutado como militares. Como apunta el historiador británico Richard Vinen: «Muchos de los que habían dirigido batallones y habían recibido un trato respetuoso, tuvieron que amoldarse a la vida cotidiana como empleados civiles no cualificados o incluso como estudiantes universitarios». Quienes habían disfrutado del prestigio de ser oficiales y de la capacidad de tener bajo su responsabilidad a cientos de hombres, de repente pasaron a formar parte de un mundo en el que ni por posición social, económica o profesional eran merecedores de reconocimiento alguno. También en estos casos, las dificultades para adaptarse a la realidad social de la paz tendrían consecuencias políticas, de suerte que muchos de aquellos veteranos pasaron a engrosar las filas de todo tipo de grupos políticos, desde el fascismo al comunismo.

Uno de los problemas más importantes vinculados a la desmovilización fue el de las pensiones de guerra. El número de excombatientes, viudas y huérfanos receptores de las mismas era en todos los países abultadísimo y aunque, según los acuerdos de paz, los aliados estimaron una cantidad para el pago de las mismas a cargo de las indemnizaciones que debía pagar Alemania, lo cierto es que las pensiones de guerra se convirtieron en un verdadero problema para las economías de los distintos países contendientes. En Alemania sólo para gestionar las solicitudes de pensiones en 1920 fue necesaria la contratación de más de cuarenta mil personas, y a finales de la década el gobierno germano había aprobado más de dos millones de pensiones. En el Reino Unido, el presupuesto anual del gobierno debía hacer frente al pago de unos tres millones de libras esterlinas en pensiones, mientras que en Francia, donde el valor político atribuido a las pensiones llevó a la aprobación de su universalización, el presupuesto en pensiones era casi la mitad del general del gobierno. Las pensiones de guerra se convirtieron así en un verdadero lastre económico, pero este no fue el único ni el más importante de los problemas. Las altas tasas de paro tampoco ayudaban a la recuperación económica ni a facilitar la integración en la sociedad de los hombres desmovilizados. A ellas se asoció además otro problema característico de aquellos años, la desmovilización de las mujeres.

VIEJOS Y NUEVOS MODELOS

Como recuerda la historiadora Françoise Thébaud, «la desmovilización de las mujeres se ve acompañada de una crítica muy virulenta de la mujer emancipada y del feminismo». Ya durante la guerra la presencia de las mujeres en el ámbito laboral ocupando puestos tradicionalmente masculinos conllevó no pocas críticas. Aunque los discursos de la propaganda oficial movidos por las necesidades bélicas exhortaban a las mujeres a sustituir en sus puestos de trabajo a los hombres que habían sido enviados al frente, el cambio despertó los recelos de la moral tradicional. En el contexto de la guerra, muchos hombres sintieron temor ante aquellas mujeres independientes que parecían no necesitarlos, «masculinizadas» en ese sentido y que además podían ser futuras usurpadoras de sus puestos de trabajo. La crisis de la masculinidad vinculada al conflicto ha sido estudiada por muchos autores, que consideran que a los problemas derivados de las características de un nuevo tipo de guerra que dejaba obsoletos los atributos tradicionales masculinos del valor y la fuerza, se unieron los recelos ante el nuevo rol femenino.

Sin embargo dichos cambios habían obedecido a razones puramente coyunturales de forma que una vez finalizada la guerra, las mismas voces que desde los distintos estados se habían alzado para movilizar a las mujeres se elevaron para pedirles que regresasen a sus hogares. Con idénticos tintes patrióticos a los usados durante la contienda con el fin contrario, se recordaba a las mujeres que debían hacerse a un lado para dejar a los excombatientes ocupar el lugar que les correspondía en el mundo del trabajo y que como tales además merecían. Las mujeres, por el contrario, debían centrarse en el papel que les era propio si es que de verdad querían contribuir a la reconstrucción nacional. La crisis demográfica originada por la muerte de millones de hombres jóvenes debía ser combatida mediante la recuperación de la vida familiar tradicional y la dedicación de las mujeres a la crianza de nuevos hijos. Las que se resistían a abandonar los puestos de trabajo a los que habían accedido durante la guerra eran consideradas oportunistas que construían su propio bienestar a costa de los derechos de los excombatientes.

Los discursos oficiales de retorno de la mujer al ámbito doméstico se vieron reforzados por toda suerte de medidas legislativas. En algunos países como en Alemania las mujeres que habían ocupado puestos de trabajo masculinos sólo por razón de la guerra (en el transporte, la producción de municiones, la industria química…) no tuvieron derecho a percibir subsidio de desempleo, mientras que en el Reino Unido aquellas que se negaban a volver a trabajos de empleada doméstica perdían el derecho a percibir el subsidio. En Francia se ofrecía una gratificación económica a las mujeres dispuestas a dejar sus empleos en las fábricas y también en Alemania se aprobó el recurso al despido femenino antes que al masculino en caso de ser necesario. La legislación laboral protectora para mujeres se recuperó como un instrumento con el que «facilitar» la salida de estas del mundo del trabajo y en todas partes la imagen de la mujer-madre se glorificó como ideal femenino. Buena muestra de ello sería la institucionalización en Francia como fiesta nacional del día de la Madre en 1918, o la creación de las «medallas de la familia francesa» en 1920 para premiar a las madres de familias numerosas. Paralelamente, y de forma muy acusada en el país galo, comenzaron a proliferar medidas natalistas (que alcanzarían su momento de mayor gloria en toda Europa en la década de los treinta) como las leyes de 1920 y 1923 por las que se prohibía todo tipo de publicidad de medios anticonceptivos y se criminalizaba el aborto. La obsesión por el incremento de la natalidad en ocasiones tuvo consecuencias inesperadas y así los hijos ilegítimos si bien no eran celebrados, tampoco eran mal acogidos por el Estado; en casos como el alemán, se llegaron a aprobar leyes que establecían la igualdad de trato tanto a las mujeres casadas como a las madres de hijos ilegítimos fruto de relaciones con soldados destinados al frente durante la guerra.

La única excepción al modelo de desmovilización femenino imperante tras la guerra fue la de la Rusia soviética, ya que el trato igualitario a hombres y mujeres fue una de las premisas derivadas de la idea de igualdad social que movió a la revolución. Sin embargo, la política soviética que fue claramente feminista durante los años veinte giró bruscamente en la década siguiente para adoptar también el modelo tradicional de género, y así en 1930 se abolió la Zhenotdel (sección femenina del Comité Central del Partido Comunista) y la legislación favorable a la anticoncepción y el aborto fue modificada en sentido contrario.

A pesar de la fuerza de los discursos que abogaban por la vuelta de las mujeres al hogar y que demostraron hasta qué punto los cambios vividos durante los años de conflicto habían sido superficiales, la guerra consolidó algunas tendencias dentro del ámbito del trabajo de las mujeres, como el progresivo retroceso del porcentaje de empleadas domésticas respecto al total de las mujeres trabajadoras. Las mujeres se habían hecho presentes en otros sectores que pese a todo no estaban dispuestas a abandonar. Aunque su desaparición de los empleos masculinos más «visibles» como la conducción de tranvías o autobuses fue muy rápida, su capacidad para la realización de trabajos mecánicos no cualificados (algo que durante la guerra se había demostrado que podían hacer muy bien) fue muy apreciada en las fábricas en las que se empezaban a aplicar nuevas estrategias de producción a gran escala, como en las cadenas de montaje de la Citroën francesa. Por otra parte, la tendencia a ocupar un creciente número de puestos de trabajo en el sector terciario (banca, comercio, administración, profesiones liberales…), que hundía sus raíces en los años anteriores a la guerra, aumentó notablemente tras ella. En ocasiones, como sucedió en Reino Unido, la presencia de mujeres de clase media en este tipo de trabajos guardó relación con otro problema, la existencia de lo que entonces se denominó «mujeres del excedente».

Entre 1914 y 1918 murió el 9 por ciento de los hombres británicos menores de cuarenta y cinco años (unos setecientos mil hombres en total), de modo que poco después de terminar la guerra el número de mujeres en edad de contraer matrimonio superaba ampliamente el de varones disponibles. La imposibilidad de acceder al matrimonio se convirtió en una dura realidad tanto para muchas mujeres que se habían educado para él como para sus familias, pues con ello se abría el problema de garantizar el futuro de las hijas. La posibilidad de que las jóvenes de clase media se formasen para ocupar trabajos del sector terciario cobró entonces un interés inédito y su presencia en los mismos se aceptó como algo necesario. Como recuerda a través de una anécdota de la época la ensayista Virginia Nicholson, el trabajo de las mujeres de clase media se asumió al tiempo que la posibilidad de su soltería: «En 1917, la directora del instituto femenino Bournemouth se dirigió a una asamblea de sexto curso (la mayoría guardaba luto por algún miembro de su familia) de la siguiente manera: “Voy a deciros algo terrible. Sólo una de cada diez de vosotras se casará. Y no es una predicción mía. Es un dato estadístico. Casi todos los hombres que se podían haber casado con vosotras están muertos. Debéis abriros paso en este mundo lo mejor que podáis. La guerra ha dejado más huecos para las mujeres que antes, pero tendréis que luchar, tendréis que esforzaros”».

La conquista del mundo del trabajo para las mujeres de clase media fue una de las grandes herencias de la guerra (las de clase obrera trabajaban antes del conflicto y continuaron haciéndolo, por lo general en peores puestos, después de él), pero probablemente la más importante de todas ellas en la construcción de un modelo social más igualitario entre hombres y mujeres fue el reconocimiento de su derecho al voto. Aunque las sufragistas renunciaron durante la guerra a reclamar los derechos políticos de la mujer y abandonaron su discurso por el de la colaboración necesaria de las mujeres con el esfuerzo bélico, una vez terminada la guerra sus peticiones se vieron reforzadas por el papel determinante que habían desempeñado en el mismo. Si las mujeres habían trabajado como los hombres y, también como ellos, habían colaborado al sostenimiento de sus respectivos países, ¿cómo se les podía negar el derecho a participar activamente en la vida política de los mismos? Ya algunos de ellos habían reconocido el derecho al voto femenino durante el conflicto, como Rusia (1917) o el Reino Unido (1918), si bien buena parte de los países europeos lo harían después, como Alemania, Austria, Luxemburgo y Holanda que lo hicieron en 1919, Polonia y Suecia, en 1921, o Grecia, en 1929. En algunos casos, como el belga, el portugués y el húngaro, el derecho de voto de las mujeres se asoció a importantes restricciones en función de la edad o el estado civil, y tampoco faltaron los casos en que el voto femenino tendría que esperar a después de la Segunda Guerra Mundial, como en Francia, Suiza o Italia. La vinculación directa del voto con la Primera Guerra Mundial es objeto de discusión entre los historiadores, que tratan de discernir hasta qué punto los cambios ocurridos en aquellos años resultaron determinantes y hasta qué punto lo fueron otras dinámicas propias de las sociedades europeas de la época. Desde luego, la popularización de una imagen nueva de la mujer que había demostrado más capacidad de independencia que nunca, que podía trabajar y conducirse de un modo «masculino», desempeñó su papel en todo ello. La idea de la «nueva mujer» característica de los años veinte empezaba a abrirse paso. Y es que «lo nuevo» iba a ser en un sentido amplio una de las obsesiones de la sociedad posterior a la Gran Guerra.

DEJAR ATRÁS UN MUNDO VIEJO

Durante los años de la guerra las mujeres, quizá como forma de adaptarse y expresar los nuevos tiempos, abandonaron los corsés, acortaron sus vestidos y comenzaron a cortarse el pelo. En ausencia de los hombres que estaban en el frente, muchas de ellas empezaron a salir solas, a trabajar y a conducirse de un modo independiente. Se había iniciado una liberación de costumbres que en los años inmediatamente posteriores a la finalización del conflicto encumbrarían una imagen femenina diferente de la tradicional, la de la «nueva mujer». La publicación en 1922 de la novela La Garçonne de Victor Margueritte consagró el nuevo arquetipo. Su protagonista, una joven de clase media, Monique Lerbier, encarnaba en todas sus facetas el ideal de la «nueva mujer»: pelo y falda cortos, tipo delgado, maquillaje, gusto por el deporte, el baile y la vida social, estudiante de la Sorbona, con un trabajo garantía de su independencia económica y un sinfín de amantes (hombres y mujeres) en desafío de la moral tradicional burguesa hasta que finalmente decide casarse con un hombre de ideas modernas. La obra causó un inmenso revuelo en la sociedad europea de la época, hasta el punto de provocar la expulsión de su autor de la Legión de Honor francesa. Sin embargo, como recuerda la historiadora Bonnie S. Anderson, «aunque causó conmoción en su tiempo, el libro fue inmensamente popular. De él se vendieron trescientos mil ejemplares en el primer año tras su publicación; en 1929 ya se habían vendido un millón de ejemplares solamente en Francia y el libro se había traducido a doce idiomas». La Garçonne expresaba el deseo de cambio de la sociedad posterior a la guerra y lo hacía rompiendo con la herencia burguesa del ideal europeo anterior a la contienda.

Obviamente, entre imagen y realidad existían importantísimas diferencias, pues el nuevo modelo femenino difícilmente podía estar al alcance de las mujeres de clase trabajadora que luchaban por superar la miseria de la posguerra en Centroeuropa o por conservar el puesto de trabajo en una fábrica en Francia o el Reino Unido. En palabras de Richard Vinen: «La vida que llevaban unas cuantas jóvenes burguesas en Londres, París o Berlín habría parecido algo remoto a las habitantes de la Irlanda rural, donde los curas hacían campaña para asegurar que los hombres y las mujeres se sentaran en el cine en secciones separadas y donde, en 1920, se fundó la Liga de Santa Brígida para hacer frente a las “indecentes modas del extranjero”». Sin embargo, el nuevo modelo femenino se haría muy popular a ambos lados del Atlántico, especialmente en el mundo urbano, donde los modernos medios de comunicación de masas como la prensa o el cine contribuyeron a popularizarlo. En un mundo urgido por crear una nueva imagen de sí mismo tras la cesura marcada por la guerra, la importancia de las nuevas ideas parecía superior a la de la misma realidad. Se trataba de construir un tiempo nuevo y para ello lo más importante era tener una idea del punto al que se quería llegar. En el caso de la imagen femenina, pronto se vería que los cambios habían sido demasiado endebles.

La ruptura con la sociedad burguesa de comienzos del siglo XX, su arrogante seguridad en sí misma como fuente de civilización, sus rígidos principios morales y sus expresiones culturales desde luego no era una novedad de la posguerra. Ya en los catorce primeros años del siglo, los sectores más avanzados del mundo intelectual y artístico habían iniciado una radical separación de los modelos sociales imperantes dando pie, entre otras cosas, a la aparición de las llamadas vanguardias artísticas. También entonces la ruptura se había hecho invocando el valor de lo nuevo y lo diferente aunque desde planteamientos muy minoritarios. El profundo impacto de la guerra en la mentalidad europea no haría sino ahondar las tensiones de la sociedad del cambio de siglo llevándolas hasta el extremo.

Una de las facetas más visibles y universales de la quiebra de las mentalidades causada por la guerra fue el enfrentamiento generacional existente entre los jóvenes que habían crecido durante los años del conflicto y aquellos que lo habían protagonizado. La magnitud del horror asociado a la Gran Guerra hizo que rápidamente esta fuese percibida como un límite temporal, una línea divisoria entre todo lo anterior y lo que estaba por venir. Para los jóvenes que no habían combatido durante los cuatro años de conflicto, las generaciones anteriores pasaron a representar el mundo absurdo e insensato que había conducido a aquel desastre sin precedentes y, en consecuencia, aunque podían compadecerse de los sufrimientos vividos, sentían un indecible desprecio por él. Por añadidura, los inciertos resultados de las negociaciones de paz en las que terminaría evidenciándose el fracaso de la política internacional, reforzarían la diferencia. El escritor Stefan Zweig reflexionó en sus memorias sobre la conflictiva relación entre la generación joven de la posguerra y la suya propia y sus consecuencias: «¿Era de extrañar que toda una generación joven mirara con rencor y desprecio a sus padres, los cuales se habían dejado arrebatar primero la guerra y luego la paz, que lo habían hecho todo mal, que no habían previsto nada y se habían equivocado en todo? Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros […] La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro».

Los deseos de ruptura con el mundo previo a la guerra sentidos por la generación más joven de la posguerra, no fueron exclusivos de ella. También entre quienes habían vivido el conflicto la voluntad de construir una realidad distinta, claramente diferenciada del pasado, adquirió una dimensión extraordinaria que encontraría una de sus vías de expresión más importantes en el mundo de la cultura y el arte. Ya durante la belle époque las vanguardias habían iniciado su rebelión frente al mundo burgués del cambio de siglo empleando nuevos lenguajes artísticos que trataban de reflejar una realidad radicalmente distinta de la imperante. El abandono de las convenciones aceptadas durante siglos en la pintura marcado por el expresionismo, el fauvismo, el cubismo, el futurismo o la abstracción, el funcionalismo carente de ornamentación de la arquitectura racionalista, o el sacrificio de la melodía y la armonía en la música en aras de la expresividad, jalonaron el camino de la modernidad, y también tras la guerra, la ruptura con el mundo que había llevado al enfrentamiento bélico.

Desde el punto de vista formal, las innovaciones vinculadas a la guerra y la posguerra llegaron de la mano del dadaísmo, el constructivismo y el surrealismo. El primero surgió en 1916, en plena contienda, como protesta contra la misma y desafío de la sociedad que la había generado. La carencia de normas y la búsqueda de la provocación fueron sus armas aunque el movimiento murió con el conflicto. Trascendencia mucho mayor tendría tanto en el tiempo como en la historia del arte el surrealismo. Hijo de la angustia y el delirio de la guerra, el surrealismo era un formidable ejercicio de imaginación en el que lo onírico y lo irracional adquirían carta de naturaleza para expresar los más profundos sentimientos humanos. Por su parte, el constructivismo, que hundía sus raíces en la abstracción geométrica, se incorporó a la innovadora escuela arquitectónica surgida en la Alemania de Weimar, la Bauhaus, que pasaría a ser uno de los más importantes exponentes de la arquitectura moderna.

Pero si bien los caminos por los que discurrió la renovación artística y cultural de la posguerra ya habían sido apuntados en los años previos al conflicto, la trascendencia y popularidad de sus formas de expresión en la sociedad posterior a 1918 fue muy distinta a la vivida con anterioridad a 1914. Aunque como entonces el gusto mayoritario distaba del arte de las vanguardias, estas alcanzaron en los años posteriores a la guerra un grado de incorporación a la vida cotidiana desconocido hasta la época. Fruto del deseo de renovación vinculado a la superación del conflicto, la modernidad comenzó a ser identificada de forma creciente con el mundo y la cultura propios de quienes habían dejado atrás la Gran Guerra. Así, el empresario teatral Serguéi Diáguilev que antes de esta había sido agriamente criticado y abucheado por el estreno de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky, se convirtió en referente de la calidad y la modernidad teatrales. Como recuerda el historiador Eric Hobsbawm, «desde que hiciera su producción de Parade, presentada en 1917 en París (con diseños de Picasso, música de Satie, libreto de Jean Cocteau y notas del programa a cargo de Guillaume Apollinaire), se hizo obligado contar con decorados de cubistas como Georges Bracque y Juan Gris, y música escrita, o reescrita, por Stravinsky, Falla, Milhaud y Poulenc». Tras la guerra todas las que antes habían sido consideradas como provocaciones de gusto más que dudoso y ataques a la sociedad de la época y sus principios, pasaron a recibirse como demostraciones de modernidad frente a un mundo con el que deseaba romperse. Quizá una de las muestras más elocuentes en este sentido, así como del grado de incorporación de la modernidad artística al imaginario colectivo, sería la incursión de las expresiones artísticas vanguardistas a medios de entretenimiento de masas como la música (a través del jazz) o el cine.

Frecuentemente se afirma que la Primera Guerra Mundial marcó el auténtico inicio del siglo XX. Y es que, lejos de ser una exageración, la Gran Guerra prefiguró en buena medida las líneas maestras del mundo actual. Los años del conflicto abrieron las puertas a un modelo de sociedad de masas en el que la importancia de la opinión pública y los medios de comunicación comenzaba a ser determinante, el consumo se configuraba como uno de los ejes fundamentales de la economía, y los conceptos de renovación y modernidad se popularizaban en un sentido siempre positivo. Los hechos acaecidos durante aquellos cuatro años marcaron también pasos esenciales en la plena incorporación de la mujer en el ámbito público, tanto por la trascendencia del trabajo femenino en el sostenimiento del esfuerzo bélico, como por el reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres que tuvo lugar como consecuencia de ello.

Pero no sólo algunas de las actuales dinámicas sociales son herederas de aquel conflicto. También la escena política de nuestros días guarda un estrecho vínculo con las consecuencias de lo sucedido en aquellos años terribles. Las corrientes ideológicas que dieron pie a algunos de los regímenes políticos más importantes del siglo XX, el fascismo y el comunismo, tuvieron su origen bien durante la guerra bien como consecuencia directa de ella. Y en la articulación de una respuesta política a los mismos, Estados Unidos volvería a asumir con fuerza redoblada el papel de gran potencia mundial que estrenó durante la Primera Guerra Mundial y que aún hoy conserva. Por otra parte, la construcción de una Europa fuerte que trata de contrarrestar el peso político y económico de Estados Unidos mediante la Unión Europea sólo ha sido posible gracias al deseo de superar el eterno enfrentamiento francoalemán que parecía imposible de erradicar tras la Primera Guerra Mundial, pero que en cambio se puso en marcha sorprendentemente pronto tras la Segunda, pues la iniciativa del ministro de Exteriores francés Schuman de crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en mayo de 1950, tuvo inmediatamente la adhesión del gobierno de Bonn y fue la primera piedra de la Unión Europea.

Fuera de Europa, el contexto de la guerra fue fundamental para que algunos de los actores más importantes de la actual escena internacional comenzasen a tomar conciencia de sus posibilidades, ya que el nacionalismo anticolonial que germinó entre 1914 y 1918 en diferentes territorios sometidos al poder europeo se hallaría en el origen del empuje de las llamadas potencias emergentes. Incluso el precario equilibrio político de zonas tan explosivas como Oriente Próximo, donde el conflicto árabe-israelí ha pasado a ser un factor determinante a la hora de definir la política internacional de los países occidentales, hunde sus raíces en lo acontecido durante la contienda.

Son muchas las cuestiones que unen nuestra realidad con la Gran Guerra. Sin embargo al hacer un balance de ellas, la herencia más descorazonadora es sin duda la de un modelo de guerra que entonces se estrenó y que no ha dejado de estar vigente hasta nuestros días. La guerra industrializada y altamente tecnificada, en que la violencia contra la población civil forma parte de los recursos bélicos es hoy tan habitual como vergonzante. Por el contrario, la existencia de instituciones internacionales que tratan de resolver los conflictos mediante el diálogo, pese al mayor o menor éxito de sus logros, constituye el legado más digno de aquella guerra. La Sociedad de Naciones creada en 1919 fue el germen de la actual Organización de las Naciones Unidas, cuyo espíritu aún hoy nos habla de lo mejor de aquel agitado tiempo.