11. La guerra de las mujeres

Al evocar la Primera Guerra Mundial inevitablemente acuden a la mente imágenes de hombres jóvenes vestidos de uniforme luchando contra la muerte y la desesperación en el interior de angostas trincheras llenas de barro. Sólo si uno se interroga sobre qué sucedió con las mujeres durante aquellos espantosos años, a la imagen de los soldados se sumará la de las desoladas esposas y madres despidiéndolos o, a lo sumo, la de alguna enfermera atendiendo heridos. Y es que hasta hace unos pocos años, los protagonistas indiscutibles de los relatos sobre la guerra tanto literarios como cinematográficos e historiográficos han sido de forma casi exclusiva los hombres. Sin embargo entonces como ahora, la guerra no hizo distinciones. El horror y el sufrimiento fue un triste patrimonio común para hombres, mujeres, niños y ancianos y no sólo porque la experiencia bélica excedió los límites del frente sino porque también en él hubo algo más que hombres jóvenes.

La movilización masiva de hombres para servir como soldados en el frente determinada por la duración y magnitud del conflicto convulsionó la vida de la retaguardia. Las mujeres se hicieron presentes en el espacio público de un modo desconocido hasta entonces. Conductoras de tranvías, carteras, oficinistas, obreras, vendedoras, transportistas… en la guerra de desgaste el esfuerzo de la retaguardia resultaba indispensable para alcanzar la victoria y en ese esfuerzo las mujeres desempeñaron un papel de primer orden. Pero además, muchas de ellas conocieron los espantos de la guerra de la forma más directa posible, en el mismo campo de batalla, y dejaron a la posteridad numerosos relatos de su terrible y variada experiencia. Su voz ha comenzado a ser rescatada hace pocos años gracias a los trabajos de especialistas como Peter Englund, Margaret R. Higonnet, Susan R. Grayzel o Teresa Gómez Reus, revelando una de las facetas menos conocidas pero más ricas de la llamada Gran Guerra. Las preocupaciones, alegrías, penas y reflexiones de estas mujeres que compartieron con los hombres las miserias de los años de guerra conduciendo autobuses en la retaguardia o ambulancias en el frente, haciendo de espías, curando sus heridas, ayudándolos a morir y muriendo también como ellos, nos acerca desde otra perspectiva al lado más humano de aquella tragedia.

Aunque hablar de forma general sobre la situación de las mujeres en Europa en los años previos al estallido de la guerra resulta siempre complicado en la medida en que esta varió en función del país que habitaban, la clase social a la que pertenecían e incluso su estado civil, es posible trazar algunas líneas generales sobre la misma. La consolidación del feminismo como movimiento organizado que reivindicaba la igualdad de derechos para hombres y mujeres en las últimas décadas del siglo XIX, unida al desarrollo de la moderna sociedad industrial característica del cambio de siglo marcó las primeras fracturas importantes del modelo social imperante a favor de las mujeres. La mejora general de las condiciones de vida, en particular en el ámbito urbano, favoreció asimismo a las mujeres, siendo el mejor reflejo de ello el progresivo descenso de las tasas de analfabetismo femenino registrado entonces. Frente al discurso tradicional de género que recluía a la mujer en el ámbito de lo privado y doméstico al atribuirle las tareas reproductivas y de cuidado de terceros como propias de su naturaleza, la presencia y participación de las mujeres en el espacio público fue convirtiéndose en una realidad creciente en las décadas anteriores a la guerra. En las ciudades tales cambios resultaron especialmente evidentes ya que desde fines del XIX la presencia de ciertas mujeres en el mundo del trabajo comenzó a ser socialmente aceptada. Además de los oficios de modista, niñera o empleada doméstica comúnmente admitidos para ellas, las mujeres se incorporaron al mundo del trabajo remunerado industrial como obreras. Mientras, aquellas que pertenecían a las clases media y acomodada empezaron a ver cómo en algunos países europeos caían las primeras barreras para su incorporación al mundo académico y de las profesiones liberales. Por su parte, las llamadas sufragistas, es decir, las mujeres que reclamaban el reconocimiento del derecho de voto, se convirtieron en verdaderas protagonistas de la escena pública en países como Gran Bretaña, de modo que en un mundo en el que los medios de comunicación vivían una popularización creciente y la opinión pública despuntaba como fenómeno de masas, el debate sobre la capacidad de las mujeres para participar en la vida pública como ciudadanas de pleno derecho empezó a convertirse en algo común en buena parte de Europa y América. Sin embargo, pese a los cambios innegables acaecidos en aquellas décadas, la realidad de la mayor parte de la población femenina europea seguía estando definida por los límites del modelo social patriarcal tradicional. Y sobre ese modelo que consagraba a las mujeres como esposas, madres y cuidadoras, seres débiles por su naturaleza e incapacitados, como los menores, para las grandes responsabilidades públicas, cayó como una bomba el estallido de la Gran Guerra.

¡MUJERES, VUESTRO PAÍS OS NECESITA!

Con el inicio de la guerra en el verano de 1914 todos los países participantes en la contienda movilizaron un inmenso número de hombres para servir en el frente. La suposición de que el conflicto se resolvería de forma rápida y eficaz pronto se vio desmentida por la realidad del estancamiento del frente occidental tras el fracaso del Plan Schlieffen y, en consecuencia, la guerra se convirtió en una inmensa máquina que exigía un constante alimento de efectivos. Dadas las enormes dimensiones del conflicto y la multitud de frentes de batalla que las potencias beligerantes se vieron obligadas a cubrir, desde los primeros momentos del mismo la retaguardia vivió un proceso de verdadera desaparición de los hombres de la sociedad civil. La reputada premio Nobel de Física y Química, Marie Curie, que por entonces trabajaba como profesora en la Sorbona narró en sus escritos biográficos el modo en que la movilización afectó a su propio laboratorio: «El 1 de agosto se anunció la movilización, seguida de inmediato por la declaración de guerra de Alemania a Francia. De entre el personal del laboratorio, los pocos hombres y los estudiantes fueron movilizados; sólo permaneció conmigo mi asistente, que no pudo unirse al ejército porque sufría una grave enfermedad de corazón».

La falta de mano de obra masculina en todos los sectores surgió entonces como un nuevo problema al que las distintas sociedades y gobiernos de los países en conflicto se vieron obligados a dar respuesta. Durante los primeros meses de la guerra las mujeres fueron ocupando muchos de los puestos vacantes que habían dejado sus esposos, padres e hijos, especialmente en los casos de pequeños negocios familiares y explotaciones rurales, pues cuando estos trabajaban por cuenta ajena las trabas a la contratación femenina fueron superiores. Como recuerda la historiadora Gail Braybon: «Los patronos recurrieron primero a los jóvenes, los ancianos, los trabajadores extranjeros o de las colonias e incluso a los prisioneros de guerra, pero finalmente tuvieron que aceptar que las mujeres serían necesarias para mantener operativas tanto las fábricas de guerra como las civiles». La presencia femenina en el mundo laboral obligatoriamente abandonado por los hombres fue creciendo paulatinamente, si bien el reclutamiento masivo de mujeres para la industria no empezaría hasta 1915. Pero si la presencia de mujeres en el mundo del trabajo, e incluso en el del trabajo fabril, no era extraña desde fines del siglo anterior, ¿qué tuvo de novedosa aquella situación como para ser considerada un punto de inflexión en la historia de las mujeres del siglo XX? Probablemente para dar respuesta a este interrogante es necesario preguntarse primero por quiénes fueron esas mujeres y qué razones las impulsaron a dar ese paso.

Aunque de forma general suele afirmarse que las mujeres se incorporaron al mercado laboral a lo largo del siglo pasado, lo cierto es que las fuentes históricas demuestran que las mujeres han trabajado desde siempre tanto en el ámbito doméstico como fuera de él. Desde los relieves romanos de mujeres atendiendo despachos de pan hasta las imágenes fotográficas de obreras decimonónicas, la abundancia de fuentes sobre el trabajo femenino ha permitido a los historiadores acabar con la idea comúnmente aceptada de que las mujeres no participaban activamente en el mundo del trabajo remunerado. Sin embargo, la moral tradicional del Occidente cristiano consideraba rechazable el trabajo femenino, razón por la que este solía ocultarse y por la que muy frecuentemente formaba parte de la llamada economía sumergida. Cuando en las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX el trabajo extradoméstico de las mujeres empezó a ser socialmente aceptado, los límites de tal aceptación quedaron claramente establecidos. Sólo las mujeres pertenecientes a las clases sociales más bajas, preferentemente solteras, estaban llamadas al trabajo remunerado y no a cualquier trabajo, sino sólo a aquellos que se consideraban adecuados a su condición. En palabras de la ensayista Virginia Nicholson, «la gama de trabajos decentes que una mujer podía desempeñar iban desde el servicio doméstico, la fábrica, la costura, la educación, el cuidado de niños o el trabajo de oficina. Pocas mujeres se preparaban para acceder a un empleo y la mayoría conseguían trabajos que habían visto desde que estaban en las rodillas de su madre, tales como coser o lavar la ropa. Las mujeres de clase media y alta ni siquiera trabajaban; aprendían cosas con las que nunca se ganarían la vida, como italiano, bordar juegos de manteles y tocar el arpa».

La incorporación de las mujeres al mercado laboral no era pues algo nuevo, pero lo que sí constituyó una novedad fue que buena parte de las que ocuparon los puestos vacantes dejados por los hombres movilizados pertenecían a la clase media, y que tanto las mujeres de clase obrera como las de clase media accedieron por primera vez a trabajos hasta entonces considerados estrictamente masculinos. La caída del poder adquisitivo de las familias de clase media, propiciada por la altísima inflación que acompañó al estallido de la guerra, fue el resorte fundamental que dispuso a las mujeres pertenecientes a ella para la búsqueda de un empleo. La falta de mano de obra y los altos salarios que se ofrecían por ello no harían sino contribuir al aumento del número de contrataciones femeninas en puestos tales como oficinas bancarias, funcionariado, comercio… que requerían cierta formación del trabajador que las mujeres de clase media podían tener. Frente a ellas, las mujeres de las clases sociales menos favorecidas encontraron en la guerra una oportunidad para abandonar las ocupaciones tradicionales de empleada doméstica o costurera y acceder a trabajos mejor remunerados como obreras, conductoras, repartidoras, cobradoras…

De forma paralela, los gobiernos de los países beligerantes, conscientes de la necesidad de encontrar mano de obra suficiente para garantizar que la retaguardia pudiese dar soporte al esfuerzo bélico, idearon campañas de propaganda oficial en las que se exhortaba a las mujeres a poner su granito de arena en la difícil situación por la que atravesaban los distintos países. Estas llamadas a la colaboración de las mujeres, presentes en la vida cotidiana a través de oficinas de reclutamiento femenino, circulares ministeriales o carteles pegados en las calles y reproducidos en los medios de comunicación, apelaban al patriotismo para convencer a sus destinatarias de la importancia de su incorporación a los puestos de trabajo vacantes. Así, en Francia el Ministerio de Armamento llamaba a las mujeres a ingresar en las fábricas de municiones como forma de salvar soldados, mientras el gobierno británico se dirigía a ellas diciendo: «Pon tu granito de arena. Sustituye a un hombre para el frente». Con el mismo fin también en Gran Bretaña el Ministerio de Guerra promovió la publicación y circulación de fotografías de mujeres trabajando en fábricas con objeto de convencer de ese modo tanto a ellas como a sus posibles empleadores de la necesidad y eficiencia de su trabajo. Conforme se alargó el conflicto, la mano de obra femenina en la industria de guerra llegaría a ser indispensable y así proliferaron carteles y panfletos dirigidos a las mujeres para reclutar su capacidad de trabajo. «Se necesitan más aviones. ¡Mujeres, venid y ayudad!», rezaba un cartel inglés en el que una mujer ataviada como obrera señalaba un avión de guerra levantando el vuelo. El mismo lenguaje patriótico empleaba el jefe del Gobierno francés René Viviani en 1914 para instar a las mujeres a mantener la producción de las explotaciones rurales: «¡De pie, mujeres francesas, niñas, hijas e hijos de la patria! Sustituid en el campo de trabajo a quienes están en el campo de batalla. ¡Preparaos para mostrarles, mañana, la tierra cultivada, las cosechas recogidas, los campos sembrados! En estas horas graves no hay tarea pequeña. Todo lo que sirve al país es grande. ¡En pie!». Sin embargo, no todas las apelaciones al patriotismo femenino persiguieron la movilización de las mujeres, ni todos los mensajes pensados para conseguir su colaboración presentaron imágenes precisamente nuevas…

VINO VIEJO EN ODRES NUEVOS

Si la propaganda oficial de guerra hizo de las mujeres objeto de la movilización, también las convirtió en un eficaz agente de la misma. Buena parte de los carteles en los que se apelaba al patriotismo femenino pretendían en realidad lograr el alistamiento de los hombres que no habían sido llamados a filas ni se habían presentado como voluntarios. El recurso a las mujeres y su imagen resultó en ese contexto de lo más eficaz. Algunos carteles se dirigían directamente a ellas apelando a que demostrasen su patriotismo convenciendo a los hombres para que se alistasen: «¿Por qué no demuestras tu amor por tu país persuadiéndoles para que vayan?», decía uno de ellos dirigido «A las mujeres de Gran Bretaña». Otros, sencillamente, recurrían al recuerdo de los roles tradicionales de género para conmover a los posibles voluntarios. Una niña sentada sobre las rodillas de su padre le preguntaba: «¿Papá, qué hiciste en la Gran Guerra?». En algunos casos el papel de las mujeres en la movilización masculina fue más agresivo de forma que se convirtieron en encargadas de recordar su «cobardía» a quienes aún no prestaban sus servicios en el frente. De este modo la imagen de grupos de mujeres que abordaban a hombres de paisano para entregarles una pluma blanca como símbolo de cobardía se popularizó en la retaguardia inglesa. El hecho de que fuesen mujeres, es decir, seres supuestamente más débiles y que, según la moral tradicional, debían ser protegidas por los hombres, dotaba a estos gestos de una enorme fuerza simbólica.

El discurso tradicional sobre los papeles masculino y femenino fue ampliamente explotado por la propaganda oficial de guerra. En ambos bandos proliferaron las representaciones alegóricas de la patria como una mujer o una madre a la que había que defender. En el caso de los aliados el uso de los roles de género fue especialmente acusado en la campaña de propaganda sobre las atrocidades cometidas por los alemanes en las zonas ocupadas. El mejor exponente de ello fue sin duda la propaganda relativa a la ocupación de Bélgica, que consiguió crear un clima de condena internacional ante la actuación de los invasores. El fusilamiento en suelo belga de la enfermera británica Edith Cavell, acusada erróneamente de espionaje y cuyo indulto fue solicitado por los gobiernos de innumerables países, dio pie a una campaña de propaganda sin precedentes sobre la barbarie alemana.

La muerte de la enfermera inglesa había estado a punto de ser evitada por la gestión del embajador de España, el marqués de Villalobar, que llegó a sacar del teatro donde pasaba la velada a la mayor autoridad política alemana en Bélgica, el barón Von der Lancken-Wakenitz, y lo convenció de suspender la ejecución, pero desgraciadamente la autoridad militar, el general Von Bissing, no cedió en su jurisdicción y fusiló a la Cavell.

Como recordaba en sus memorias el escritor austríaco Stefan Zweig, «el fusilamiento de la enfermera Cavell y el torpedeamiento del Lusitania fueron más nefastos para Alemania —debido a un estallido de indignación universal— que una batalla perdida». La propaganda aliada sobre los abusos cometidos contra civiles en las zonas ocupadas por las potencias centrales comenzó en 1914 y cobró especial relevancia a lo largo de 1915, cuando Francia e Inglaterra crearon comisiones para la investigación de los mismos. La publicación de sus resultados sería la causa directa de la creación del tópico del «rapto de Bélgica», así como de la identificación de los alemanes como «hunos». Una vez más, la imagen femenina en su rol más tradicional resultó decisiva para el éxito de la campaña. Por toda Europa proliferaron los carteles en los que la figura de una mujer frágil (Bélgica) era ultrajada por soldados alemanes. La apelación a la moral tradicional resultaba un recurso altamente efectivo para desprestigiar a los enemigos y espolear el valor de los propios soldados.

Pero el discurso tradicional no sólo encontraba aplicaciones en este sentido. También la propaganda dirigida a la movilización de las mujeres respondía a él. Si bien es cierto que las necesidades de sustitución de la mano de obra masculina motivaron las campañas de llamamiento de las mujeres a la ocupación de puestos de trabajo habitualmente reservados a varones, también lo es que la mayoría de los mensajes públicos dirigidos a ellas buscaban su movilización dentro de los papeles que se consideraban propiamente femeninos. El cuidado de terceros, los sentimientos de compasión y bondad y la protección maternal encontraron su equivalente en los carteles y panfletos que invitaban a las mujeres a servir a su patria como enfermeras voluntarias, damas de caridad y madrinas de guerra. En uno de ellos, sobre el fondo de una gran cruz roja, la imagen de una enfermera sosteniendo a un soldado herido y a una mujer con dos niños se alzaba sobre la frase «¿Qué puedes hacer tú? Únete a nuestra Cruz Roja». Difícilmente podía encontrarse un mejor compendio de las virtudes femeninas tradicionales.

La propaganda oficial derivada de las necesidades de la guerra de desgaste fue un importantísimo agente para la movilización de las mujeres, pero más allá de ella otro factor resultó determinante para que se hiciese efectiva: el deseo personal y colectivo de las propias mujeres de ser útiles en un momento que entendían decisivo para sus respectivos países. Si una idea se repite en la multitud de testimonios escritos por mujeres sobre su experiencia durante los años de guerra es precisamente esa, la necesidad de colaborar al esfuerzo común, de no ser sujetos pasivos de los hechos. Sólo dos días antes de la declaración de guerra de Alemania a Francia, Marie Curie escribía a sus hijas que se encontraban veraneando en Arcouest: «Querida Irène, querida Ève. Las cosas parecen ir mal, esperamos la movilización de un momento a otro […] No os asustéis. Tened calma y ánimo. Si la guerra no estalla inmediatamente, iré a encontrarme con vosotras el lunes. Si no, si mi partida se hace imposible, me quedaré aquí y os haré volver tan pronto como sea posible […] En este caso iréis a Brunoy. Tú y yo, Irène, buscaremos la forma de ser útiles». Ya durante el conflicto su intención de ser útil continuó siendo igualmente firme, como atestiguan sus escritos autobiográficos: «En aquella época de profunda crisis, todos los ciudadanos tenían la obligación de contribuir al bien del país como buenamente pudieran […] Así pues, intenté pensar qué podía aportar yo, con la intención de que mi trabajo científico resultara útil». El deseo de esta incansable científica se vería sobradamente cumplido gracias a su trabajo de aplicación de los rayos X a la medicina en el frente, como también sucedería en el caso de la enfermera británica Vera Brittain que en 1916 escribía a sus padres diciendo: «No estoy de acuerdo con que mi lugar esté en casa sin hacer nada o prácticamente nada». Su experiencia como enfermera en el frente daría lugar a la publicación en 1933 de unas memorias de guerra, Testament of Youth (Testamento de juventud), que llegarían a convertirse en un auténtico éxito de ventas.

También los colectivos feministas se mostraron especialmente activos a la hora de movilizar a las mujeres. Como el resto de las mujeres, las feministas deseaban ser útiles a sus respectivos países pero además para quienes reivindicaban la igualdad de derechos entre hombres y mujeres; la guerra era una oportunidad para demostrar que estas eran dignas de merecer los derechos que reclamaban. Durante los años de conflicto los discursos feministas se transformaron dejando en un segundo plano la lucha por la conquista de la igualdad frente a los mensajes del deber moral de colaborar con el esfuerzo bélico. «Mujeres, vuestro país os necesita… Mostrémonos dignas de la ciudadanía, se atienda o no a nuestras reclamaciones», escribían las conocidas líderes feministas Marguerite Durand y Millicent Fawcet. En Gran Bretaña, donde el feminismo encabezado por las hermanas Pankhurst era especialmente activo, se organizó una impresionante marcha de mujeres en julio de 1915 bajo el lema «Right to serve» (derecho a ser útiles), y en la que podían leerse pancartas en las que se afirmaba: «La situación es grave. Las mujeres deben contribuir a resolverla».

Ya fuese por patriotismo, sentido del deber o solidaridad, la movilización femenina fue por su naturaleza y dimensiones una de las muchas novedades que trajo consigo la Gran Guerra. Las reticencias iniciales a la incorporación de las mujeres a los trabajos «masculinos» serían finalmente vencidas por la necesidad y las dinámicas impuestas por el conflicto. Como recordaba Marie Curie al referir su búsqueda de personal para la práctica médica de la radiología: «Tenía que buscar entre la gente que, al menos durante un tiempo, estaba exenta del servicio militar o que se había establecido en la localidad en que era necesaria, pero incluso una vez reclutados los asistentes, a menudo eran trasladados por órdenes militares y tenía que buscar a otros que los reemplazaran. Por esa razón decidí formar a mujeres para llevar a cabo aquella labor». Aunque la moral tradicional asignaba a los hombres el papel de trabajadores y prefería dejar a las mujeres en el ámbito de la vida doméstica y familiar, las necesidades bélicas impusieron un cambio en la misma al menos durante los cuatro años del conflicto. Tras el armisticio se haría todo lo posible para que las aguas volviesen a su cauce, pero la variedad de las experiencias de miles de mujeres dejaría un testimonio de valor incalculable para las generaciones posteriores.

MUJERES POR TODAS PARTES

Uno de los lugares comunes en toda la literatura bélica producida por quienes vivieron la terrible experiencia del frente es el recelo hacia la retaguardia, la sensación de que mientras millones de hombres sacrificaban su vida y se exponían diariamente a situaciones inhumanas, lejos del frente otros vivían con comodidad. Sin embargo, en la retaguardia las cosas no eran precisamente fáciles y aunque quienes se quedaron en ella no vivieron directamente el horror del campo de batalla, la guerra afectó a sus vidas marcándola para siempre. Pocos meses después de declarada la guerra la vida cotidiana de ciudades y pueblos cambió por completo y una de las señales más llamativas de ese cambio fue la aparición de mujeres por todas partes.

La proliferación de mujeres en el espacio público fue un fenómeno generalizado en todos los países beligerantes. Muchas de ellas colaboraron al esfuerzo bélico desempeñando ocupaciones tradicionalmente femeninas en las guerras pero otras, ocupando el lugar habitual de los hombres, contribuyeron a dibujar un paisaje humano inédito. Entre las primeras, de las que buena parte pertenecían a las clases sociales más altas, las ocupaciones más frecuentes fueron las de enfermera voluntaria, dama de caridad y madrina de guerra. El número de mujeres que ante la masacre vivida en el frente decidió ofrecer sus servicios a instituciones humanitarias como la Cruz Roja alcanzó cotas sin precedentes (el número de enfermeras voluntarias sólo en Francia superó las setenta mil). La gran necesidad de personal de los hospitales, que literalmente se vieron desbordados para atender la cantidad de heridos que diariamente llegaban desde las trincheras, motivó que por lo general no se exigiese ningún tipo de formación previa a los voluntarios, lo que facilitó que muchas mujeres que carecían de ella pudiesen incorporarse como enfermeras. Lavar a los heridos, cambiarles los vendajes, limpiar las instalaciones, administrar medicación… eran tareas que debían aprenderse sobre la marcha. El trabajo en estas instituciones era agotador, con jornadas laborales que normalmente dependían de las exigencias de cada momento. Las mujeres que trabajaban como enfermeras, dado el componente humanitario de su ocupación, gozaban de cierta consideración social pero entre los soldados despertaban todo tipo de sentimientos, desde el agradecimiento al rechazo por considerar que con sus cuidados se les devolvía a la categoría de niños.

Las actividades caritativas obedecían frecuentemente a la iniciativa de mujeres de las clases más altas o aristocráticas. De larga tradición, este tipo de trabajos procuraban combinar el beneficio bélico con el de algún grupo desfavorecido. Buen ejemplo de ello fue el británico Queen’s Work for Women Fund, un taller de realización de ropa blanca para el frente (sábanas, toallas…) creado por iniciativa de la reina María, y en el que gracias a la colaboración de la dirigente sindical Mary Macarthur se empleaba como costureras a mujeres necesitadas. Como recuerda la historiadora Françoise Thébaud, «el taller de ropa blanca es el símbolo de esta actividad caritativa que propone a las mujeres necesitadas un trabajo de costura, actividad indudablemente femenina, a cambio de una comida y, a veces, de una módica suma de dinero».

Pero si a los soldados del frente se les hubiese preguntado qué actividad de las muchas que desempeñaron las mujeres durante la guerra era para ellos más importante, sin duda un buen número habría respondido que la de madrinas de guerra. Uno de los elementos indispensables para el mantenimiento de la moral de los soldados fue la correspondencia con la retaguardia. El trabajo de los servicios postales de los países en guerra se disparó durante el conflicto pues los soldados escribían de forma incesante como parte de su rutina. A lo largo de los cuatro años de contienda sólo en Francia se enviaron diez mil millones de cartas, cifra que para el caso de Alemania llegó a triplicarse. Las madrinas de guerra eran mujeres que voluntariamente se carteaban con soldados con el fin de ayudarles a mantener el ánimo en las durísimas condiciones del frente. Los correspondientes con frecuencia no se conocían pues la relación epistolar se comenzaba por recomendación de terceros o incluso por respuesta a anuncios en los periódicos. La famosa escritora y coleccionista de arte Gertrude Stein, que describió su experiencia durante la guerra en la ficticia Autobiografía de Alice B. Toklas, recordaba así cómo llegó a ser madrina de uno de sus ahijados: «El más delicioso ahijado que tuvimos fue uno que amadrinamos en Nimes. Un día perdí el bolso en esta ciudad. Y no me di cuenta hasta que llegué al hotel, y entonces me llevé un disgusto porque en el bolso llevaba bastante dinero. Mientras cenábamos, vino el camarero y nos dijo que en el vestíbulo esperaba una persona que quería vernos. Salimos, y allí vimos a un hombre que llevaba mi bolso en la mano […] Como es natural, ofrecí a aquel hombre una recompensa bastante elevada, pero no la aceptó. Sin embargo, dijo que nos quería pedir un favor. Él y sus familiares eran refugiados procedentes del Marne, y tenía un hijo de diecisiete años, que se había alistado voluntario, y que se encontraba en la guarnición de Nimes, y me pidió que fuese su madrina. Le contesté que con mucho gusto, y le pedí que dijera a su hijo que me visitara en la primera tarde que le diesen permiso».

Era habitual que las madrinas se escribiesen con varios soldados lo que no sólo suponía una importante inversión de tiempo sino que también podía dar pie a más de una confusión. La misma Gertrude Stein dio fe de ello: «Nos encontrábamos cerca de Salieu cuando recogimos a nuestro primer ahijado militar, que resultó ser carnicero en un pueblecito cercano […] este fue nuestro primer ahijado de guerra. Luego, tuvimos muchos, y esto nos dio mucho trabajo. Las madrinas de guerra tienen el deber de contestar todas las cartas que les mandan sus ahijados, y de remitirles, cada diez días, más o menos, un paquete con golosinas o cosas útiles. A los ahijados les gustaba mucho recibir paquetes, pero más aún les gustaba recibir cartas. Las contestaban inmediatamente. Siempre tuve la impresión de recibir la contestación de mis cartas inmediatamente después de firmarlas. Además una tenía que recordar el historial familiar de todos y cada uno de sus ahijados, y en cierta ocasión hice algo horrible, me confundí y a un soldado que me había explicado al por menor la vida de su mujer, y cuya madre había muerto, le mandé recuerdos para su madre, y a otro que tenía madre, recuerdos a su esposa. Sus contestaciones fueron lúgubres. Los dos me decían que había cometido un error, y pude advertir que mi error les había dolido profundamente».

Además de las ocupaciones más acordes con el rol femenino tradicional de enfermera, dama de caridad o madrina de guerra, muchas mujeres contribuyeron al mantenimiento del esfuerzo bélico en sus respectivos países desempeñando lo que entonces se consideraban «trabajos masculinos» y ante la mirada atónita de sus contemporáneos se pusieron los monos de obrero y los uniformes de tranviarios como si los hubiesen llevado toda la vida.

CONDUCIR TRANVÍAS Y FABRICAR BOMBAS

La incorporación de las mujeres tanto a las industrias de guerra como a las civiles fue uno de los factores indispensables para garantizar el abastecimiento del frente y la retaguardia y lograr, en consecuencia, resistir al alargamiento del conflicto. Las mujeres que ya pertenecían a la clase trabajadora antes del estallido de la guerra sustituyeron a los hombres en puestos de trabajo que por lo general estaban mejor pagados que los suyos y que suponían para ellas una oportunidad clara de mejora. Sin embargo, el ritmo de esta incorporación y sus condiciones variaron considerablemente de un país a otro. Fue en Francia donde la presencia femenina en los trabajos desempeñados habitualmente por hombres se generalizó con más rapidez. Ello se debió en buena medida a la pronta reacción del gobierno galo que ya en 1915 trataba de derivar la fuerza de trabajo femenina a todos los sectores, incluido el industrial y de los transportes, mediante sus oficinas de reclutamiento dispersas tanto por París como por provincias. Resultado de ello sería la aparición de trabajadoras en entidades financiaras, revisoras en el metro, ferroviarias, conductoras de tranvías… En el caso británico la contratación de mujeres estuvo estrechamente vinculada a la actividad de los sindicatos, que marcaron la pauta en las llamadas políticas de dilution (es decir, la sustitución de algunos trabajadores cualificados por otros de inferior o ninguna cualificación) y substitution (o reemplazo de trabajadores). La contratación femenina que fue también general en los sectores de los transportes, la industria armamentística, el servicio civil y la banca, solía establecer con precisión las actividades que se permitía realizar a las trabajadoras y exigía el compromiso por parte de estas de abandonar su puesto de trabajo una vez hubiese finalizado la guerra. También en Alemania la futura renuncia al puesto de trabajo se convirtió con frecuencia en una exigencia, aunque la penetración generalizada de mujeres en los ámbitos laborales masculinos tuvo que esperar a la segunda mitad de la contienda. En países como Rusia o Italia donde las condiciones generales de vida de la población eran peores y el grado de industrialización era menor, la incorporación de las mujeres al trabajo fabril no se vio acompañada de mejoras salariales de modo que, al igual que los hombres, la mayor parte de las trabajadoras vivían en condiciones muy cercanas a la pobreza.

Aunque el incremento de la presencia femenina en el mundo del trabajo dependió de muchas variables (grado de industrialización, de intervención estatal en las relaciones laborales, peso del sector agrícola en las economías nacionales, mayor o menor riqueza de las mismas…), los años de guerra registraron un crecimiento de la misma en toda Europa. Así, en Francia al finalizar el conflicto las mujeres suponían un 40 por ciento del total de la población trabajadora mientras que en otros países como Gran Bretaña la cifra rondaba el 36 por ciento. Sin embargo, si lo que se tiene en cuenta es el aumento del número de mujeres trabajadoras respecto a antes de la guerra, los datos demuestran que fue en Gran Bretaña donde se produjo mayor crecimiento de las nuevas contrataciones femeninas, pues estas rondaron el 10 por ciento frente al 8 por ciento francés, mientras que en Alemania el total de trabajadoras se incrementó en poco más de medio millón de mujeres.

Especial mención por la importancia que tuvo para la evolución del conflicto merece la presencia femenina en la industria bélica, particularmente en las fábricas de municiones, la industria química y la metalúrgica. La creciente exigencia de material de guerra impuesta por la dinámica de desgaste del conflicto, así como por la naturaleza de las nuevas armas y tácticas, pronto desbordó la capacidad de abastecimiento de las respectivas retaguardias. La reconversión de las fábricas existentes con anterioridad al estallido de la guerra para la producción de municiones, además de ser complicada, no conseguía alcanzar el ritmo demandado por el frente, de forma que hacia la primavera de 1915 la escasez de proyectiles pasó a ser un problema común en todos los países beligerantes. Tanto en Gran Bretaña como en Francia la situación desembocó en un conflicto abierto entre los poderes civil y militar que se culparon mutuamente de las dificultades de abastecimiento. En Alemania, al contratiempo de falta de mano de obra especializada que compartía con sus enemigos, se sumaban además las dificultades para abastecerse de algunas materias primas indispensables para la producción de armamento y material de guerra en general debido al bloqueo aliado. Aunque la situación trató de paliarse ordenando el regreso a las fábricas de los obreros especializados que habían sido movilizados, la situación sólo pudo solventarse cuando se admitió la presencia de obreros no cualificados, lo que en la práctica supuso un auténtico aluvión de mujeres en las fábricas de producción de armamento. No en vano, el ministro de Municiones británico Edwin Montagu afirmó en agosto de 1916: «Nuestros ejércitos están a salvo, y la victoria, garantizada gracias a las mujeres de las fábricas de munición». Quienes antes habían trabajado como costureras, niñeras, empleadas domésticas o sombrereras comenzaron a producir bombas, aviones, tiendas de campaña, botas, uniformes, sacos, cañones…

Así en Alemania, sólo en la industria química el número de mujeres empleadas superaba en 1918 las doscientas mil, mientras que fábricas como la Krupp, de la que dependía la producción de piezas de artillería, llegaron a contar con unas veintiocho mil obreras. Las cifras en Gran Bretaña o Francia fueron igualmente impresionantes, de suerte que en la industria química británica llegaron a trabajar más de novecientas mil mujeres, y más de cuatrocientas mil en la metalúrgica francesa. Sin embargo, como recuerda el historiador Hew Strachan, las condiciones de trabajo eran especialmente duras: «Gran parte del trabajo comportaba el uso de sustancias tóxicas, y el TNT comportaba cólicos biliosos, visión borrosa, depresión y, sobre todo, ictericia. Así Lilian Miles vio que su pelo negro se volvía verde, y recordaba que “ya podías lavarlo y lavarlo que daba lo mismo… todo tu cuerpo estaba amarillo”».

Las condiciones de trabajo en los llamados empleos masculinos dejaban bastante que desear. Si bien es cierto que para muchas mujeres que procedían de puestos de empleada doméstica o modista supusieron un aumento de sus ingresos, también lo es que los salarios femeninos fueron más bajos que los de sus compañeros varones (entre la mitad o un tercio menos). Incluso en Gran Bretaña, donde la incorporación se pactó con los sindicatos en 1915 estableciéndose entre otros acuerdos la percepción de igual salario para igual trabajo, la norma no fue respetada. En Francia, donde la tradición de intervención estatal en las relaciones laborales era superior, las leyes de protección del trabajo de mujeres y niños que establecían jornadas algo más cortas para ellos se suspendieron en 1914 abriendo la puerta a una mayor explotación de las obreras. Las jornadas de trabajo solían ser de unas once o doce horas y por lo general las asociaciones sindicales se mostraron reacias a la defensa de las obreras, a quienes se veía como un peligro potencial para el futuro laboral de los hombres. Si las mujeres trabajaban haciendo las mismas funciones que ellos y tantas horas como ellos, ¿por qué los patronos iban a querer pagar un sueldo mayor que el que ellas percibían a los obreros cuando regresasen?

Por otra parte, las mujeres tenían que ocuparse de unas cargas familiares (especialmente del cuidado de los hijos) que si normalmente se consideraban su responsabilidad, la movilización masculina dejaba obligatoriamente en sus manos. Aunque en algunas fábricas se crearon comités específicos integrados por funcionarios, industriales, sindicalistas, médicos y feministas para tratar de atender estos problemas, la respuesta fue parcial y escasa. Prácticamente sólo en las fábricas de municiones, dada la importancia estratégica de las mismas para la política bélica, se crearon algunos comedores, guarderías infantiles y dispensarios, pero se trató de un fenómeno poco frecuente y propio del tramo final de la guerra. Los problemas de aceptación del trabajo de las mujeres por parte de una sociedad que pese a necesitarlo seguía viéndolo con desconfianza también tuvieron su reflejo en la aparición de las supervisoras o superintendentes, mujeres normalmente pertenecientes a la clase media a las que se encargaba velar por el correcto comportamiento laboral y moral de las trabajadoras. Y es que pese a la novedad que podía suponer que una mujer fabricase bombas o condujese tranvías, el modelo moral tradicional continuaba tan vivo como siempre…

EL ESTADO CABEZA DE FAMILIA

La inmensa movilización masculina producida entre 1914 y 1918 generó una situación social sin precedentes: la soledad de las mujeres o más exactamente la desaparición en su vida cotidiana de los varones que habitualmente ejercían su tutela sobre ellas, los padres, los hermanos y los esposos. La idea de una mujer sola desarrollando una vida de forma independiente, trabajando, entrando y saliendo sola, consiguiendo su sustento y el de sus hijos sola y sin nadie que vigilase su comportamiento moral y sexual, no podía resultar más contraria a la concepción tradicional de las relaciones familiares y de género. En una sociedad tan mayoritariamente conservadora como la de principios del siglo XX, el Estado rápidamente se apresuró a ocupar el lugar de los hombres cuyo servicio había solicitado.

Una de las primeras iniciativas en tal sentido fue la de crear asignaciones de guerra para las esposas de los combatientes (práctica que se extendió en Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania, pero no en Italia o Rusia). El objetivo de las mismas no era tanto la contribución al bienestar social general como la sustitución de la protección que los maridos estaban obligados a procurar a sus mujeres. Pero si las esposas tenían que ser protegidas también debían ser vigiladas. El comportamiento moral de las mujeres se convirtió en objeto de especial atención en las medidas legislativas adoptadas durante la guerra en los países contendientes. Una de las mayores preocupaciones era el adulterio que, con los hombres desplazados al frente, adquirió dimensiones de traición al espíritu patriótico. Las mujeres británicas podían ser castigadas con la suspensión de su asignación si eran sospechosas de comportamiento moral disoluto, mientras que en Francia las leyes admitían el asesinato de la mujer infiel como respuesta natural del marido traicionado. Las mujeres alemanas no lo tenían más fácil pues las viudas de guerra que recibían una ayuda estatal si tenían hijos al cargo debían aceptar un estrecho control de su vida privada si no querían perderla.

La preocupación por la moral femenina no sólo abarcaba a las casadas y viudas. También las jóvenes solteras eran objeto del control público y particular. Aunque los datos al respecto son difíciles de valorar, parece que durante los años de guerra se produjo cierta relajación de las costumbres sexuales entre las mujeres más jóvenes. El número de hijos ilegítimos nacidos durante y después de la guerra experimentó un repunte, especialmente en las zonas más cercanas al frente, aunque no siempre resulta fácil distinguir entre relaciones consentidas, prostitución o violación. La enfermera norteamericana Ellen LaMotte, que colaboró como voluntaria en el frente francés, reflexionó sobre ello en un tono tan sarcástico que sus memorias de guerra fueron prohibidas en su propio país: «[…] las esposas están prohibidas porque bajan la moral, pero con las mujeres se hace la vista gorda, puesto que alegran y reviven a la tropa. Después de la guerra, se espera que todos los soldados que no están casados contraigan matrimonio, pero sin duda no van a hacerlo con estas mujeres que han tenido a su servicio y les han alegrado en la zona bélica. Eso, asimismo, bajaría la moral del país […] Ah sí, por supuesto que estas jóvenes eran decentes al comienzo, al principio de la guerra. Pero ya sabéis cómo son las mujeres, cómo corren tras los hombres, sobre todo cuando los hombres visten uniformes, con sus botones dorados y sus entorchados. No es culpa de los hombres que la mayoría de las mujeres de la zona militar se hayan arruinado la vida».

Y es que mientras el Estado velaba por la moralidad de las mujeres, de forma paralela se organizaba la prostitución como un recurso de guerra más. Frente a las políticas desarrolladas en los años previos al conflicto que, por influencia del feminismo, tendieron a la prohibición y combate de la prostitución, la tolerancia hacia ella caracterizó al período bélico. Se consideraba que la prostitución ofrecía a los soldados un «descanso necesario», una vía de escape para ayudarlos a soportar la durísima vida del frente. La doble moral respecto a la sexualidad femenina alcanzó en este terreno su máxima expresión y así mientras que el Estado consentía la presencia de burdeles e incluso obligaba a las mujeres que trabajaban en ellos a estar registradas y someterse a revisiones médicas periódicas para evitar la extensión de enfermedades venéreas entre los soldados, la vigilancia sobre el comportamiento sexual del resto de las mujeres llegó a ser obsesiva. Como recuerda Françoise Thébaud para el caso inglés, el celo en la preservación de la moral sexual femenina fue tal que dio pie a más de una situación absurda: «Celosas auxiliares de las autoridades, las Women’s Police Patrols [Patrullas de Policía de Mujeres] tienen la misión de proteger de la prostitución a la juventud, y particularmente a las niñas, y detentan el derecho a entrar en las casas para comprobar si están acostadas».

La vigencia del modelo tradicional de género no sólo encontró reflejo en las políticas tocantes a la familia. Aunque las mujeres trabajaban en muchos casos como hombres, las cargas domésticas seguían siendo enteramente suyas, lo que en el contexto de la guerra suponía no pocas dificultades añadidas. Tareas tales como conseguir los alimentos y bienes de primera necesidad podían convertirse en un verdadero calvario. La situación en los países aliados fue en general menos dura que en las potencias centrales, cuya población tuvo que soportar tremendas carestías motivadas por el bloqueo aliado. En Alemania los muertos por desnutrición superaron los setecientos mil y ya desde 1915 se impuso el racionamiento. En esas circunstancias las mujeres alemanas o austríacas se vieron obligadas a recorrer grandes distancias para conseguir algo con lo que alimentar a sus hijos y a sí mismas. Viajes interminables en trenes atestados de gente o, cuando estos no estaban disponibles (lo que sucedía con frecuencia), caminatas de montones de kilómetros, eran sólo el preludio de largas horas de cola para recibir nabos, cebollas o castañas. Y todo ello antes o después de más de diez horas de trabajo en las fábricas.

En los países aliados las cosas tampoco fueron fáciles. Aunque en las zonas urbanas los problemas para lograr suministros fueron menores, e incluso el poder adquisitivo de algunas mujeres aumentó gracias a sus nuevos trabajos, en el mundo rural (sobre todo en Francia) la miseria se hizo presente. En cualquier caso, las colas para recibir alimentos estuvieron tan a la orden del día como en las potencias centrales, como también lo estuvieron las llamadas públicas a las mujeres para restringir el consumo de bienes especialmente demandados en el frente como tabaco, alcohol y carne. En las zonas ocupadas por el bando alemán, todos estos problemas se vieron agravados por los abusos cometidos contra la población civil y la destrucción de los núcleos de población ocupados. Si tratar de llevar una rutina más o menos normalizada era difícil en las zonas no ocupadas, en estas sólo intentarlo era una proeza. La desaparición de instituciones tan básicas como las escuelas convertía el cuidado de los hijos en algo aún más complicado para las mujeres, que muchas veces tenían que verlos enfermar y morir al no poder alimentarlos y cuidarlos adecuadamente. La alemana Elfriede Kuhr, que trabajó como voluntaria en el hospital infantil de Schneidemühl en 1918, escribió impresionada: «¡Oh, estos niños de pecho! Son sólo pellejo y huesos. Cuerpecitos que se consumen de inanición. ¡Y qué ojos tan grandes! Cuando lloran sólo se oye un débil gemido. Hay un niñito que con toda seguridad morirá pronto […] Cuando me inclino sobre su cuna el pequeñín me mira con unos ojos grandes que parecen los de un hombre viejo y sabio, y sin embargo sólo tiene seis meses de edad. No cabe duda de que hay una pregunta en sus ojos, más bien un reproche».

Pero a pesar de la dureza de la vida de las mujeres, muchas de ellas vivieron el conflicto como una época única y llena de oportunidades para su realización personal. El acceso a puestos de trabajo que antes se les negaban, la posibilidad de obtener mejores sueldos y la independencia más o menos limitada que de pronto comenzaron a disfrutar, abrió ante ellas un mundo desconocido. Fue un tiempo lleno de cambios (aunque interinos) en el que ser mujer no significaba renunciar al espacio público ni resignarse a un papel pasivo. El comportamiento de las mujeres se modificó hacia formas mucho más desenvueltas, como también lo hizo su aspecto para adaptarse a los nuevos tiempos. Como recuerda la historiadora Bonnie S. Anderson, quizá la novedad más elocuente respecto a lo que estaba sucediendo fue el acortamiento de las faldas: «Hasta 1914, las faldas de las mujeres llegaban a los tobillos, como había sido siempre desde el siglo XIII. Esta tradición terminó durante la guerra: las faldas comenzaron a acortarse ya en diciembre de 1914, y en el invierno de 1915-1916 ya estaban a veinticinco centímetros del suelo». Las mujeres de la retaguardia sin duda estaban cambiando y eso podía ser altamente satisfactorio. Sin embargo, otras muchas sintieron que las vías de colaboración al esfuerzo bélico que se les abrían oficialmente no bastaban para cubrir sus expectativas y, ni cortas ni perezosas, decidieron encaminar sus pasos allí a donde su presencia había sido proscrita, el frente.

MUJERES EN EL FRENTE

Desde los primeros momentos del conflicto muchas mujeres, conscientes de la tragedia humanitaria que se estaba produciendo en los campos de batalla, decidieron acudir como voluntarias al frente. Pero su deseo de ser útiles allí tuvo que enfrentarse a una realidad que, sobre todo al comienzo de la guerra, fue la del rechazo. Los testimonios que algunas escribieron sobre su experiencia coinciden siempre en señalar el rechazo inicial al que tuvieron que hacer frente, un rechazo que procedió tanto de las instituciones como de algunos de sus compañeros. Sólo el paso del tiempo convencería a los respectivos gobiernos de los países beligerantes de que su colaboración era tan deseable como necesaria.

La sola idea de que una mujer propusiera seriamente acercarse al campo de batalla producía en sus contemporáneos tanto estupor como hilaridad. Las mujeres carecían de los atributos necesarios para ello puesto que la fuerza y la capacidad de soportar el sufrimiento se consideraban virtudes masculinas. Cuando en 1914 la británica Elsie Knocker (más conocida como baronesa de T’Serclaes) trataba de recabar apoyos ante el director médico de la Fuerza Expedicionaria Británica para la creación de un puesto de primeros auxilios en el frente belga, tuvo que soportar la burla de uno de los presentes: «El almirante Ronarc’h, que se encontraba por casualidad presente cuando yo le suplicaba a sir Bertrand, se mofó descaradamente y se enfadó mucho cuando seguí insistiendo. Jamás había oído algo tan absurdo. ¿Sin duda yo estaba enterada de que no se permitía que las mujeres entrasen en las trincheras? Debían estar al menos a tres millas de la línea de fuego. Si yo optaba por desobedecer las órdenes no podía esperar ayuda alguna, y eso suponía no recibir víveres ni suministros médicos. El almirante dijo firmemente, casi con placer, que puesto que yo era una mujer (y, ¡ay, cuán desdeñosas pueden llegar a sonar esas dos palabras: une femme!), de ningún modo podría soportar la tensión de la vida en el frente, y tan sólo me convertiría en una responsabilidad y en un problema añadidos».

La «absurda» idea de la baronesa T’Serclaes no era otra que la de crear un puesto de atención médica en el mismo frente. Como enfermera voluntaria, tras la batalla del Yser había observado cómo muchos heridos no resistían el traslado a los hospitales de la inmediata retaguardia, razón por la que consideró los beneficios de instalar un puesto de primeros auxilios en una zona tan peligrosa. «Yo quería montar un puesto de primeros auxilios, o un puesto de cuidados de avanzada, como lo llamaban entonces, donde los heridos pudiesen descansar y recuperarse antes de ser llevados dando tumbos por las carreteras en dirección a la mesa de operaciones. Me había dado cuenta de que muchos de ellos morían a causa de heridas superficiales, quizá por un brazo roto o un corte. Morían camino del hospital, o bien en las aceras o en el suelo, y yo sabía por qué sucedía así. Eran víctimas del shock, el mayor de los asesinos […] Hay que ser mujer para saber estas cosas». Si la presencia de mujeres en las inmediaciones del frente no era bien recibida, la posibilidad de que deambulasen por el campo de batalla y la tierra de nadie al rescate de heridos parecía sencillamente una locura. Pese a la oposición inicial a su proyecto, la baronesa junto con la también enfermera voluntaria Mairi Chisholm, organizó el puesto en la localidad belga de Pervyse. Destrozada por los bombardeos, ambas se instalaron en el sótano de una casa a sólo cuatro kilómetros y medio de la línea de trincheras. Como recordaba en sus memorias de guerra, «las noticias sobre nuestras labores se extendieron como un incendio fuera de control y por las tardes aparecían oficiales de distintas partes del frente a ver a “esas mujeres” y tomarse una taza de té». Su perseverancia y el rotundo éxito de su iniciativa terminarían propiciando el reconocimiento oficial de la misma, lo que supuso la recepción regular de suministros y la integración del puesto en la Cruz Roja. Ambas mujeres pasarían desde entonces a ser conocidas con el término que popularizó la prensa británica: «las mujeres de Pervyse» y permanecieron en el frente hasta 1918, cuando fueron heridas en un ataque con gas mostaza.

El mismo rechazo inicial tuvo que afrontar la doctora escocesa Elsie Inglis cuando ofreció al Ministerio de Guerra británico el servicio de una red de hospitales (los futuros Scottish Women’s Hospitals for Foreign Service) vinculados a organizaciones sufragistas y cuyas plantillas estaban formadas por mujeres. Su propuesta fue rechazada con un condescendiente «Mi buena señora, váyase a casa y permanezca tranquila». Sin embargo, en el frente el número de heridos desbordaba todos los recursos, por lo que cuando Elsie reiteró el ofrecimiento a otros países aliados rápidamente lo aceptaron. Su primer destino fue Serbia, donde los recursos humanos al tratarse de un país pequeño, eran especialmente limitados. La llegada de Elsie fue entonces muy bien recibida pues no sólo aportaba brazos para el trabajo, sino que además eran brazos de mujeres preparadas para las ocupaciones que debían desempeñar. Con posterioridad también prestaría sus servicios en Rusia y los hospitales de su red terminarían por estar presentes en los frentes belga, francés, ruso y serbio. Elsie Inglis murió en noviembre de 1917 pero para entonces ya había logrado organizar y coordinar catorce unidades médicas para diversos ejércitos aliados.

Que la iniciativa de colaborar en el frente partiese de alguien de reconocido prestigio tampoco era garantía para el éxito. Marie Curie, que ya entonces había recibido dos premios Nobel (uno de Química y otro de Física) y que había sido la primera mujer admitida como profesora en la universidad parisina de la Sorbona, tuvo que recurrir a las donaciones privadas para poner en marcha un proyecto en el que se mezclaba innovación científica, médica y solidaridad a partes iguales. Por sus trabajos con sustancias radiactivas, Marie Curie conocía las posibilidades que podía abrir la aplicación de los rayos X a la medicina, unas posibilidades que en el contexto de la guerra suponían poder ver mediante radiografías el estado de los heridos antes de someterlos a cirugía y determinar la ubicación de los posibles restos de metralla en distintas partes del cuerpo. Sin embargo, al estallar la guerra la radiología apenas se había implantado en los hospitales civiles y el Comité de Sanidad Militar de Francia no contaba con un servicio de radiología. Como ella misma describió en sus escritos autobiográficos: «Con el propósito de remediar aquella carencia, reuní todos los aparatos que pude encontrar en los laboratorios y las tiendas y, entre agosto y septiembre de 1914, establecí varias estaciones de radiología con la colaboración de unos voluntarios a quienes formé». Los puestos de radiología organizados por Marie Curie prestaban servicio a todos los hospitales de la región de París y su actividad resultó esencial para atender a los miles de heridos de la batalla del Marne. Aun así, el número de puestos no era suficiente para cubrir las crecientes necesidades de todos los hospitales parisinos, por lo que la inquieta científica ideó una forma para crear unidades de radiología móviles: «Monté un coche radiológico con la ayuda de la Cruz Roja. Se trataba de un sencillo coche acondicionado para el transporte de un aparato radiológico completo, que disponía de una dinamo puesta en movimiento por el motor del coche, que proporcionaba la corriente eléctrica necesaria para producir rayos. Aquel coche respondía a la llamada de cualquier hospital —por grande o pequeño que fuese— de los alrededores de París».

El éxito de las iniciativas de Marie Curie hizo que pronto contase con la colaboración económica de numerosos particulares, lo que unido a la autorización oficial de sus proyectos por parte del Comité de Sanidad le permitió llegar a crear unas doscientas estaciones radiológicas en el frente francés y belga. Además la eficacia de su unidad móvil de radiología la llevaría a equipar una veintena de coches (también donados por particulares) para el ejército. Enormemente populares, terminaron siendo llamados los petite Curie (pequeños Curie). Para la realización de su trabajo Marie Curie tuvo que desplazarse al frente en múltiples ocasiones: «Solía viajar al frente a raíz de la petición de un cirujano. Me desplazaba en un coche radiológico destinado a mi propio uso y, al examinar los heridos en el hospital, descubría las necesidades particulares de cada región. De regreso a París, reunía el equipo necesario y volvía al frente para instalarlo yo misma, ya que en general nadie sabía […] En muchos viajes me acompañó mi hija mayor, Irène, que en aquella época tenía diecisiete años y acababa de ingresar en la Sorbona […] Trabajó en una ambulancia en el frente, entre Furnes e Ypres, así como en Amiens». Como Marie e Irène Curie, otras muchas mujeres se armaron de valor y, dispuestas a compartir con los hombres la amarga experiencia de la guerra, realizarían una labor encomiable en el frente.

VIVIR EL HORROR

Como voluntarias en el frente, las mujeres realizaron trabajos de lo más diverso, desde conductoras de ambulancias a periodistas. Algunas de ellas incluso acudieron al frente como soldados. Gran Bretaña, aunque a regañadientes, finalmente aprobó la integración de las mujeres en el ejército llegando a crear cuerpos femeninos de marina y aire. Aunque sus integrantes no entraron en combate sí se hallaban bajo la disciplina militar, se organizaban por grados y vestían uniforme. Así, en la primavera de 1917 nacía el Women’s Army Auxiliary Corps (Cuerpo Auxiliar Femenino del Ejército, más conocido por sus siglas WAAC) que llegó a contar con unas cuarenta mil mujeres. Su trabajo en el frente consistía en dar soporte logístico a las unidades de soldados, por lo que se encargaban del transporte de material y efectivos, el servicio de comidas, arreglos mecánicos, el trabajo burocrático en las oficinas y en general de todo aquello que podía servir de descargo para la rutina de los combatientes. Frente a la realidad británica, en Francia las reticencias al reclutamiento de mujeres fueron aún mayores y sólo desde fines de 1916 se autorizó la presencia femenina en algunos cuarteles así como en las oficinas del Ministerio de Guerra. Curiosamente, esto contrastaba con la tradición militar de las cantineras que acompañaban a la tropa hasta el mismo campo de batalla, que estaba muy institucionalizada en el ejército francés, donde incluso tenían uniformes correspondientes al regimiento donde sirvieran. En el extremo opuesto se encontró Serbia en cuyo ejército las mujeres podían prestar servicio de la misma forma que los hombres, e incluso vestían sus mismos uniformes. Fue precisamente el formar parte de él como sargento lo que dio fama a la británica Flora Sandes que había llegado al país para trabajar como enfermera y que finalmente se sumó a los combatientes.

Uno de los casos de mujeres soldado más conocidos fue el del llamado Batallón de la Muerte ruso cuya formación bajo el mando de Maria Bochkareva fue obra del gobierno provisional de 1917. Aunque Rusia había permitido la incorporación de un centenar escaso de mujeres a su ejército y estas lucharon al igual que los hombres, el episodio más sonado al respecto fue el del citado batallón. Más anecdótico que otra cosa, su creación respondió en realidad al intento de estimular la moral de combate del desmoralizado ejército ruso al creer que la presencia de mujeres en el campo de batalla avergonzaría a los soldados haciéndolos reaccionar. También anecdótico fue el hecho de que la última resistencia armada a la Revolución comunista de Octubre de 1917 le correspondió a una unidad femenina, el Primer Batallón de Mujeres de Petrogrado, que formaba parte del dispositivo de defensa del Palacio de Invierno, donde tenía su sede el gobierno de Kerenski. El resto de las unidades —ciclistas, cosacos y kadetes— desertó, y solamente las mujeres seguían en su puesto cuando llegó la acción decisiva de la toma del poder, el asalto bolchevique al Palacio de Invierno, aunque lo cierto es que no llegaron a disparar ni un tiro.

Probablemente la ocupación más frecuente de las voluntarias en el frente fue la de enfermera. Aunque todas ellas sabían lo que podían esperar en los hospitales, los primeros contactos con la brutalidad de la nueva guerra resultaron para muchas demoledores. Los paisajes de cuerpos espantosamente mutilados o de heridos hacinados en el suelo esperando a ser atendidos ponían ante sus ojos el terrorífico coste humano del conflicto. La enfermera norteamericana Laura Frost recordaba con tristeza su primera experiencia en el frente francés: «Es posible que si no me hubieran asignado a la sección de amputaciones, la primera impresión no habría sido tan devastadora. Pero ayudar a vendar esos muñones temblorosos y oír las bromas de los heridos en medio de sus desgracias superó todas mis fuerzas y lloré durante toda mi primera jornada». Las extensas jornadas en los hospitales llevaban al personal médico y sanitario al borde de la extenuación ya que normalmente ni las camas, ni los quirófanos ni los brazos disponibles para trabajar eran suficientes para atender la marea humana que llegaba a ellos tras los días de batalla. Ellen LaMotte, en la obra que publicó a partir de sus experiencias de guerra, describió la rutina delirante de aquellos hospitales: «Los días malos son aquellos en los que el constante rugido de los cañones hace que las pequeñas baracques [barracones] de madera retumben y se estremezcan, y cuando las procesiones interminables de ambulancias se acercan para traer hombres maltrechos, destrozados, y después se marchan de nuevo, para regresar cargadas de más despojos humanos. Las camas de la salle d’attente (sala de espera), en la que las ambulancias descargan, se llenan de bultos cubiertos por mantas […] a veces dichos bultos, que no son otra cosa que hombres, gimen o guardan silencio. En el suelo yacen montones de ropa, sucia, llena de lodo, empapada de sangre, arrancada o cortada de los cuerpos silenciosos que ocupan las camas […] Hay camillas tiradas por el suelo del pasillo, y apoyadas en las paredes de la sala de operaciones, y no cesan de llegar ambulancias todo el tiempo».

Muchas veces las enfermeras se veían obligadas a asumir el papel de médicos pues estos, dado el increíble número de soldados heridos, debían ocuparse primero de los más graves. La experiencia se convertía entonces en maestra y las voluntarias se veían realizando tareas en las que no se habrían imaginado jamás. La baronesa de T’Serclaes aprendió en su sótano de Pervyse a extraer muelas como el más resuelto de los dentistas ya que la Cruz Roja le envió instrumental para ello y ocasiones como esa no podían desperdiciarse en el frente.

La atención de los heridos no sólo implicaba trabajo en los hospitales, sino también en el transporte de los primeros desde el frente o a otros centros médicos. El papel de las conductoras de ambulancia fue por tanto otro de los más frecuentes entre las voluntarias. Lejos de ser una actividad más relajada que la desarrollada en los hospitales, la conducción de ambulancias comportaba numerosos peligros. Por lo general el transporte de los heridos se realizaba por la noche y con las luces del vehículo apagadas para evitar ser descubiertos por el enemigo. Ni que decir tiene que el estado de las carreteras o los caminos dejaba mucho que desear. Llenos de baches producidos por efecto de las explosiones, escasa o nulamente asfaltados y atestados de barro podían convertirse en trampas mortales, sobre todo cuando el traslado se hacía durante los combates. A ello se sumaba la desagradabilísima tarea cotidiana de limpiar las ambulancias, algo que la periodista y escritora australiana Helen Zenna Smith dejó claro en la obra que escribió a partir del diario de una conductora de ambulancias (Hay novedad en el frente) para dar la réplica femenina a la novela de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente: «Limpiar una ambulancia es el trabajo más desagradable y asqueroso que se pueda imaginar. Todas somos unánimes en eso. Ni siquiera nosotras, las veteranas ya curtidas, podemos soportarlo […] El hedor que sale cuando abrimos las puertas cada mañana casi nos tira al suelo. Los charcos de vómito rancio de los pobres infelices que llevamos la noche anterior, los rincones que los pasajeros han transformado en improvisados inodoros para todo tipo de usos, la sangre, el barro, los bichos y el inmundo olor a pies apestosos de trinchera y a heridas gangrenadas». Además de la dureza de las tareas, las voluntarias tenían que enfrentarse con unas condiciones de vida marcadas por la disciplina, el agotamiento y la escasez de bienes de primera necesidad como el agua o la comida. Muy gráficamente la baronesa de T’Serclaes recordaba cómo dormía con la ropa puesta para no perder tiempo si llegaban heridos y cómo «había momentos en los que teníamos que rascar los piojos con el filo romo de un cuchillo, y la ropa interior se nos pegaba al cuerpo».

Algunas de las mujeres que trabajaban como voluntarias habían llegado al frente en calidad de periodistas o escritoras que deseaban conocer de primera mano lo que allí sucedía para poder dar cuenta de ello en la retaguardia. Tales fueron los casos de las norteamericanas Mildred Aldrich, Mary Roberts Rinehart o Edith Wharton que incluso llegó a organizar una red de centros de ayuda para refugiados belgas en Francia. En otros casos, las labores de las voluntarias podían adquirir tintes de lo más particulares, como sucedió con T’Serclaes quien por la inusual ubicación de su puesto de socorro en Pervyse fue reclutada por la Real Fuerza Aérea británica para labores estratégicas: «Me pidieron que hiciese de “vigía” para ellos, ya que me encontraba justo en primera línea. Me dieron un teléfono de campaña y unos maravillosos prismáticos Zeiss y dispusieron todo lo necesario para alertarme cada vez que un avión fuese a sobrevolar nuestras líneas rumbo a Alemania. Yo debía controlar la hora, en qué momento regresaba el avión… y comunicar su rumbo y altitud aproximada». Y es que las tareas de «vigilancia» en más de un sentido fueron una de las especialidades femeninas por excelencia durante la Gran Guerra.

NO SÓLO MATA HARI

Si algo caracterizó a las redes de inteligencia de los países beligerantes durante la Primera Guerra Mundial, fue el altísimo número de mujeres que se contaron en sus filas. La presencia de mujeres en el mundo del espionaje no era nueva ni mucho menos, pero la importancia que estas cobraron a lo largo del conflicto no tenía precedentes. Cuando tras los primeros meses de lucha los contendientes vieron cómo se esfumaban sus planes de enfrentamiento breve, los servicios de inteligencia pasaron al primer plano de la escena de la política bélica. En una contienda en la que la victoria iba a depender de la capacidad de resistencia, conocer los movimientos y recursos del enemigo se convirtió en una necesidad vital. El reclutamiento de agentes para las labores de espionaje y contraespionaje fue frenético y las mujeres fueron objeto de aquella fiebre.

Todos los países se apresuraron para organizar sus servicios de inteligencia y establecer mecanismos de colaboración con los contendientes de su mismo bando. Caso paradigmático fue el del servicio de inteligencia británico, el Secret Service Bureau (Oficina del Servicio Secreto) que englobaba todos los departamentos de la inteligencia militar entre los que los más conocidos serían el MI5 (encargado del contraespionaje en suelo británico) y el MI6 (encargado del espionaje británico en el extranjero). Gracias al trabajo del MI6, los aliados pudieron disponer de una Oficina Central de Información situada en Folkestone (Inglaterra) que coordinó el espionaje británico, belga y francés. Todos los servicios de inteligencia contaban con personal destinado a la expedición de documentación falsa, especialistas en interpretación de códigos cifrados, traductores, científicos, servicios de propaganda… y en todas estas actividades las mujeres tomaron parte. Como apunta Laura Manzanera, «un caso ejemplar en la captación de personal femenino fue el del MI5, que contrató a más de seiscientas mujeres como supervisoras, transcriptoras o traductoras».

El servicio secreto alemán bajo la dirección del coronel Walter Nicolai se convirtió en los años de guerra en una inmensa maquinaria del secreto. La red de espionaje alemana se extendió tanto por suelo aliado como neutral, teniendo una especial presencia en España donde las acciones de sabotaje organizadas por agentes alemanes resultaron determinantes para garantizar los intereses germanos. Muchos de estos agentes pertenecían al mundo de la banca, la industria, la prensa o el comercio, de forma que la influencia de la inteligencia alemana podía alcanzar todas las esferas sociales convenientes para el correcto desarrollo de sus políticas de espionaje. No todos ellos eran espías profesionales, es decir, muchas veces se limitaban a ofrecer la información a la que tenían acceso por sus actividades habituales, mientras que otros agentes hicieron de ello una forma de vida. Sin duda la espía más famosa de la inteligencia alemana y también de toda la guerra fue Mata Hari, aunque su fama no obedece ni a la importancia de su trabajo ni a la eficiencia del mismo. Serían el cine, la prensa y la literatura los encargados de convertir en símbolo intemporal del espionaje a una mujer que como espía dejó mucho que desear.

Margaretha-Geertruida Zelle, que era en realidad su nombre, era originaria de los Países Bajos, pero tras contraer matrimonio vivió varios años en Java donde aprendió danza asiática. A su regreso a Europa y después de divorciarse de su marido, decidió aprovechar sus conocimientos de danza y el hecho de que su piel fuese más oscura que la de sus compatriotas para inventarse una falsa biografía con la que irrumpir en el mundo de la escena y la alta sociedad francesas. Había nacido Mata Hari. Sus bailes insinuantes la catapultaron a la fama pero esta empezó a decaer justo antes del estallido de la guerra. Así, cuando uno de sus antiguos amantes, el cónsul alemán en Ámsterdam, Kraemer, que pertenecía al servicio de inteligencia germano, le propuso convertirse en espía, Mata Hari no tuvo dudas. Su misión consistía en conseguir información militar y diplomática en suelo francés para lo que debía aprovecharse de sus muchas relaciones sociales y amantes. La nómina de estos era impresionante, e incluía al ministro de la Guerra francés Messimy, banqueros, abogados e incluso doctos académicos como el historiador Henry Houssaye. En el otro bando se decía que había sido amante incluso del Kronprinz, el heredero del káiser. Pero su ambición la hizo pensar que podía obtener mayores beneficios si también se ofrecía como espía a Francia, de modo que pasó a ser una agente doble. Finalmente y después de todo tipo de maquinaciones, sucesos estrambóticos y enredos tanto con sus contactos alemanes como con el jefe del servicio secreto francés, sería detenida por las autoridades francesas, juzgada y ejecutada en Vincennes en octubre de 1917.

No menos mítica pero increíblemente efectiva fue la llamada «Fräulein Doktor», una mujer cuya identidad aún hoy ofrece dudas pero que todos sus contemporáneos identificaron como la espía más hábil y peligrosa del servicio secreto alemán. Como en el caso de Mata Hari, Fräulein Doktor estuvo rodeada de una aureola de mito sexual en la que encajaban todos los elementos del arquetipo femenino malvado. Su habilidad para ocultar su nombre, obtener sus objetivos y no dejar rastro se popularizó desde el principio de la guerra. Como recuerda Laura Manzanera, «desde el verano de 1914, muchos de los refugiados belgas y de los soldados franceses que lograron cruzar la frontera dijeron haber visto a una misteriosa alemana rubia que interrogaba, seducía y torturaba a los prisioneros. Sus relatos calaron hondo y los ingleses no tardarían en señalar que “una peligrosa espía de entre veintiséis y veintiocho años, de la que se ignora la identidad, trabaja en estrecha relación con el coronel Nicolai”». Parece que su verdadero nombre pudo ser Anne Marie Lesser o Elsbeth Schragmüller, pero fuera cual fuese su identidad lo cierto es que simbolizó como nadie el éxito de la inteligencia alemana.

También los aliados contaron en sus filas con el servicio de mujeres espías cuya labor resultó de vital importancia durante la guerra. En Bélgica la principal red de resistencia a la invasión alemana, conocida como La Dame Blanche (la Dama Blanca), contó con un abultadísimo número de mujeres entre las que destacaron las hermanas Laure y Louise Tandel, Marie Birckel, Anna Kesseler, Thérèse Radiguès… Gracias a su actividad, el Ministerio de Guerra británico, al que estaba asociada la red que se organizaba conforme a una estructura militar, pudo recibir durante todo el conflicto informes puntuales de los movimientos alemanes en la Bélgica ocupada. No menos importante fue la actividad de mujeres como Louise de Bettignies o Marthe Richer para los servicios secretos de Francia. La primera, apodada como «la reina de las espías», organizó una red de espionaje (la red Dubois) en la zona de Lille ocupada por los alemanes. Sus informes permitieron constantes éxitos en los ataques aliados a las posiciones alemanas en la zona, y su muerte en prisión tras haber sido detenida por estos la convirtió en un símbolo de los ideales del patriotismo francés durante la guerra.

Especial mención merece la británica Gertrude Bell, reputada arqueóloga y especialista en Oriente Próximo que fue reclutada por el servicio de espionaje inglés para formar parte del Arab Intelligence Bureau en El Cairo junto con el famosísimo Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. Para la defensa de los intereses aliados en la península Arábiga resultaba indispensable lograr el apoyo de las tribus árabes en contra de los turcos. El profundo conocimiento del territorio, la lengua, las costumbres y las tribus de Gertrude Bell fueron en el complemento perfecto de la capacidad para reunir bajo un mismo interés común a todas las tribus de Lawrence de Arabia. Sus servicios la harían merecedora en 1917 del puesto de secretaria para Oriente del Alto Comisionado británico en Irak, pero más allá de eso, lograría tras la guerra, fruto de su colaboración con Lawrence, la creación del Estado de Irak bajo mando del rey Faysal.

LAS MISMAS EXPERIENCIAS, LAS MISMAS HUELLAS

Ya fuese como espías, enfermeras, conductoras de ambulancias, soldados o periodistas, las mujeres que vivieron más de cerca la experiencia de la guerra compartieron con los hombres una serie de sucesos que habrían de marcarlas para siempre. La comparación de los testimonios femeninos con las memorias o diarios de soldados evidencia cómo los sentimientos e impresiones que generó aquella tragedia inconmensurable fueron muy similares en todos ellos. Por encima de las diferencias marcadas por los papeles tradicionales atribuidos a hombres y mujeres, unos y otros se enfrentaron a la realidad descarnada de la guerra de un modo muy parecido.

Aunque el discurso moral dominante en la sociedad de comienzos del siglo pasado definía a las mujeres como seres determinados por su especial sensibilidad y, precisamente por ello, poco o nada capacitadas para afrontar por sí solas situaciones de tensión o sufrimiento, las mujeres que vivieron la guerra en el frente experimentaron una sensación igualmente común entre los combatientes y que sus contemporáneos difícilmente podían creer en ellas: la resignación ante el sufrimiento y dolor constantes. Mary Roberts Rinehart lo describía de la siguiente manera: «He visto muchos hospitales y muchas enfermeras. Si hay un cambio en las enfermeras después de un tiempo, es que, al igual que los soldados en el campo, desarrollan una filosofía en la que se apoyan durante sus días terribles. “Lo que tenga que ser, será”, dicen los hombres en las trincheras. “Lo que tenga que ser, será”, dicen las enfermeras en el hospital. Y tanto los unos como las otras conservan así la cordura». La aceptación del sufrimiento y la muerte como parte de la vida cotidiana era finalmente una forma de adaptación necesaria para resistir el largo período que fue la guerra. La descripción espantada de los horrores del frente llena las páginas de los escritos de las mujeres que vivieron en él la guerra, pero precisamente porque percibían con total claridad las dimensiones de la barbarie a la que se había lanzado el mundo, buscaron vías para poder convivir con ella mientras la combatían.

La alusión a algunas pequeñas vías de escape salpica los testimonios femeninos de la guerra. Como los hombres, las mujeres encontraron en la escritura, y particularmente en la correspondencia, una de las actividades más liberadoras de su rutina diaria. Las cartas, que no siempre se enviaban a sus destinatarios, permitían poner nombre a la experiencia, racionalizarla e incorporarla para poder seguir adelante pero, sobre todo, recuperaban el vínculo con la vida previa, la de la normalidad en la retaguardia. A veces las formas de evadir la realidad eran mucho más impulsivas y alegres, tal y como demuestra el testimonio de Helen Zenna Smith: «Las evacuaciones son la tarea más jovial de todas, cuando de trata de pacientes que están lo bastante bien para soportar el largo viaje hasta Blighty [Inglaterra]. Es una alegría oírlos cantar. A veces nos unimos a ellos y así nos olvidamos de las camas de hospital vacías que enseguida volverán a llenarse con los hombres retorcidos de dolor del siguiente convoy». En otras ocasiones, como también atestiguó la misma Helen Zenna Smith, la evasión llegaba por vías mucho más prosaicas: «No lamento estar ocupada en la cantina preparando tazas y platillos y cortando pan. Por lo menos hay calefacción».

Pese a lo terrible de sus experiencias, o precisamente por ello, también las mujeres sintieron el consuelo de compartir sus angustias con otros compañeros. La camaradería ayudaba a unos y otros a sentirse menos solos en medio de un mundo que nada tenía de humano y dotaba a su esfuerzo, por el hecho de ser compartido, nuevo sentido. En su sótano de Pervyse, la baronesa de T’Serclaes trataba de entender su curioso estado de ánimo: «Aquellos extraños días y mi extraño estado de ánimo, aquel sentimiento de compartir las cosas, de camaradería y de unión; aquel odio al caos y al derroche de la guerra, y, justo inmediatamente después, aquel agradecimiento profundo por estar allí, en medio de todo aquello, y poder aportar un gramo de cordura». Más serena pero sintiendo lo mismo, Marie Curie hablaba en sus escritos biográficos de su relación con los médicos y enfermeras del frente afirmando: «Nos sentíamos hermanados por las circunstancias y el afán de cooperar».

La naturaleza de los afectos establecidos en el frente era con frecuencia de una gran profundidad. Vivir cada día siendo conscientes de que nada tendría de raro no terminarlo o que tampoco lo hiciesen aquellos con los que se convivía, confería a las relaciones afectivas un valor difícilmente comprensible en ningún otro contexto. Así, junto a las expresiones de amistad y compañerismo frecuentes en los escritos de guerra, también los sentimientos de dolor por la pérdida de los seres queridos encuentran su espacio. La sensación de pérdida de la juventud que todo aquel sufrimiento comportaba y que tan habitual resulta en los escritos de soldados, tampoco resultó ajena a las mujeres, hasta el punto de dar título a las memorias de guerra de una de ellas, el Testamento de juventud de Vera Brittain.

A lo largo de los cuatro años de guerra hombres y mujeres vivieron todo tipo de inhumanas y humanas experiencias. Cuando las mujeres decidieron saltar las barreras que les impedían dirigirse al frente compartieron con los soldados una vida que más que eso era muerte. El valor de sus testimonios no sólo reside en lo excepcional de su experiencia, poco conocida e injustamente olvidada, sino sobre todo en su conmovedor contenido, que con toda la fuerza de la voz de sus protagonistas nos alerta para que no olvidemos. Ya lo decía Marie Curie: «Para erradicar la guerra, bastaría con que la gente viera una sola vez lo que tuve que ver en tantas ocasiones a lo largo de aquellos años atroces». Sus memorias como las de muchas de sus compañeras nos permiten verlo.