10. La guerra en casa

Uno de los rasgos más crueles de las guerras a lo largo de la historia ha sido la facilidad con que la población civil ha padecido sus efectos. Aunque durante siglos se intentó limitar la lucha a los campos de batalla, la gente común siempre tuvo que soportar los profundos trastornos que los conflictos bélicos ocasionaban en sus vidas. La Primera Guerra Mundial no fue una excepción a este respecto, sino más bien todo lo contrario. Fue entonces cuando la guerra dejó de ser algo de ejércitos profesionales para engullir a cientos de civiles que tenían que marchar al combate y enfrentarse a vivencias para las que no estaban en absoluto preparados. Además la guerra comenzó a llegar deliberadamente a los que permanecían en los pueblos y ciudades alejados de los frentes. En aquellos cuatro años surgieron modalidades nuevas de hacer daño al enemigo en la retaguardia. Algunas estaban encaminadas a castigarlo físicamente (como los bombardeos aéreos o la guerra submarina contra la marina comercial) y otras se perfeccionaron hasta alcanzar grados de sofisticación maquiavélica para ir minando su capacidad (como la guerra económica o la promoción de la sedición interna). Esas son las razones por las que los que no combatieron también sufrieron los efectos de aquella contienda, tanto en los escenarios en los que la separación entre frente y retaguardia era muy clara como en aquellos en los que esta distinción fue mucho más difusa.

Pero además de las nuevas formas que adquirió el sufrimiento de los civiles, sus consecuencias en el desarrollo y el resultado de la guerra cobraron una importancia que ni siquiera se sospechó al estallar las hostilidades. El desarrollo de las naciones europeas del siglo XIX había hecho que las élites que tomaban las decisiones políticas dependiesen cada vez más del conjunto de la población. El auge de la democracia liberal, la economía capitalista y la cultura de masas hacía que el mantenimiento de una contienda de semejante duración y dimensiones no pudiese llevarse a cabo sin el consenso y el apoyo de la mayoría de las ciudadanías de los respectivos contendientes. Todas estas cuestiones plantearon numerosos interrogantes y dificultades tanto a los ciudadanos de a pie como a los gobiernos, que se vieron obligados a improvisar soluciones para atender a las urgencias de cada momento concreto.

Muy pronto se desvaneció el sueño de una guerra corta y una rápida victoria, como se había pregonado en el verano de 1914, y la vida diaria de la gente común comenzó a experimentar cambios radicales. Adentrarse en sus vivencias a lo largo de aquellos cuatro años quizá no sea algo tan desgarrador y espeluznante como hacerlo en la de quienes acudieron al frente, pero es iniciar un viaje hacia otras formas de sufrimiento no menos intenso que las guerras posteriores no han hecho sino imitar y desarrollar hasta nuestros días. Y es que con la Gran Guerra comenzó una de las modalidades bélicas características del siglo XX: el castigo inmisericorde y sistemático de la población civil como estrategia complementaria al campo de batalla; el dolor y la muerte de inocentes como un arma más con la que luchar por la victoria final.

A pesar de lo que puede parecer por las dimensiones y relevancia que adquirió la Primera Guerra Mundial, su estallido pilló por sorpresa a todo el mundo. El precario equilibrio en el que convivían las grandes potencias imperialistas de la Europa de inicios del siglo XX solía tener como resultado crisis recurrentes. Se trataba normalmente de conflictos aislados, en escenarios periféricos y que nunca afectaban a más de una de las grandes potencias (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria-Hungría, Rusia e Italia). Los habitantes de la Europa culta y urbana estaban acostumbrados a desayunar con una prensa que informaba con una rapidez y puntualidad inusitadas (merced a las novedades revolucionarias que habían acelerado el tiempo de las comunicaciones de forma sorprendente) de guerras como la de los bóers, la ruso-japonesa, la ítalo-turca o las guerras balcánicas. Todos estos eran episodios que podían tensar las relaciones de los gobiernos de los que dependía la estabilidad mundial, pero todo el mundo sabía que sólo había que darles la importancia justa. Siempre se llegaba a alguna componenda que permitía superar el escollo y tirar hasta el siguiente episodio.

Por tanto, cuando en los diarios europeos informaron en los últimos días de junio de 1914 del asesinato del heredero del trono austro-húngaro en Sarajevo la sensación de los lectores no debió de ser en absoluto nueva. Los conflictos en la península de los Balcanes no dejaban de sucederse desde hacía unos años y esta era otra crisis, que tenía lugar en una ciudad prácticamente desconocida, capital de un territorio del que se sabía poco más que había producido ya antes problemas en política internacional. Nadie debió de tener la sensación de que estuviese pasando un acontecimiento que cambiaría el rumbo de la historia mundial para siempre. De hecho, en esos días los rotativos confiaban más en otros asuntos para aumentar su tirada. En Francia, por ejemplo, la opinión pública prestaba toda su atención al truculento «caso Caillaux», el procesamiento de la mujer del exministro de Finanzas Joseph Caillaux, que había atentado contra el editor del periódico Le Figaro disparándole en su propio despacho. El objeto de semejante acción fue intentar evitar que publicase las cartas de amor de la agresora con Caillaux cuando este estaba casado todavía con su primera esposa, pero lo que consiguió fue destapar un sabroso affaire que mezclaba amor, violencia y política; una golosina para periodistas sin escrúpulos y directores de diarios deseosos de aumentar las ventas. Pero a medida que las semanas avanzaron los franceses, como el resto de los europeos en general, fueron perdiendo interés en otros asuntos que no fuese la creciente tensión entre las dos alianzas diplomáticas rivales, la Triple Alianza y la Entente Cordiale. La tranquilidad de los primeros días del verano se fue para no volver, y los despreocupados lectores empezaron a sospechar que lo que se estaba fraguando iba a tener un calado mucho mayor del que habían supuesto. No tardarían mucho en comprobar en carne propia hasta qué punto habían cometido un error.

VIENTOS DE GUERRA

La crisis de julio de 1914 despertó fuerzas dormidas no sólo en la política internacional europea. La gestión política de la crisis de Sarajevo se fue complicando en una inusitada conjunción de precipitación diplomática e inercia política. Los originalmente afectados por el atentado, el Imperio austro-húngaro y el reino de Serbia, fueron implicando progresivamente a sus aliados reales o potenciales, que a su vez arrastraron en la deriva bélica a terceras naciones con las que habían firmado pactos o alianzas. Lo más llamativo de la crisis es que entre los factores que no permitieron desbloquear la situación, que empujaron a los respectivos gobiernos a no estar dispuestos a ceder un milímetro en sus exigencias, fue el de la presión de la opinión pública. De forma creciente se fueron concentrando multitudes en las calles de las grandes ciudades europeas, en muchos casos azuzadas por los periódicos que daban rienda suelta a mensajes ultranacionalistas que, alegando diferentes pretextos, impelían a poblaciones y gobiernos a lanzarse a la lucha armada. Todos estaban convencidos de que en unos meses la guerra habría acabado y que la justicia de las motivaciones que les empujaban a la lucha asegurarían una victoria inevitable.

Esta fiebre chovinista, imprudente y cada vez más demencial acabó por enloquecer a las poblaciones de las naciones más civilizadas. A modo de ejemplo, los historiadores británicos suelen recordar la anécdota de que un niño, atemorizado ante el inminente comienzo de los combates, preguntó preocupado a su madre por la institutriz alemana que se encargaba de su educación: «Oh Mummy, must we kill poor Fräulein?» («Oh, Mami, ¿tendremos que matar a la pobre Fräulein?»). Ni siquiera se salvaron aquellos de quienes se podía haber esperado que hiciesen una llamada a la sensatez y a buscar una solución pacífica a los problemas políticos. En todos los países contendientes literatos, científicos y pensadores se lanzaron en tromba a ensalzar los motivos que llevaban a la patria a las armas y a animar a sus compatriotas a que se aprestasen a combatir. En el Reino Unido, escritores de la talla y popularidad de Arthur Conan Doyle o Herbert G. Wells publicaron multitud de artículos a favor de la intervención británica en la contienda, haciendo gala de argumentos y posturas que podrían parecer impropios de personas letradas. Wells acuñó un lema que escogería como título del volumen recopilatorio de estos artículos: «La guerra que acabará con las guerras». No pudo errar más el pronóstico. Refiriéndose a una de las novelas que más celebridad le dio, La guerra de los mundos (publicada en 1898 y en la que Londres se ve arrasada por una terrorífica razia extraterrestre), el historiador británico Niall Ferguson ha señalado con ironía que «es sabido (y ahí reside su genialidad) que él [Wells] atribuyó todo aquello a los marcianos. Sin embargo, cuando más tarde aquellas escenas se hicieron realidad, los responsables no serían los marcianos, sino otros seres humanos, aunque a menudo justificaran sus matanzas calificando a sus víctimas de “ajenas” o “infrahumanas”». Porque una de las características que desde el comienzo iban a distinguir los discursos oficiales y periodísticos sobre la guerra en todos los países fue no ya la difamación del enemigo, sino su deshumanización como un medio para justificar las atrocidades que se iban a cometer.

Pocos fueron los que levantaron su voz para romper una lanza por la paz y la búsqueda de una solución diplomática. Uno de ellos fue uno de los más prestigiosos escritores austro-húngaros en lengua alemana, Stefan Zweig, que en los primeros meses de guerra se mostraba atónito ante el comportamiento público de sus colegas: «Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías científicas. […] A veces era como oír a una horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su actitud humana». Una lucidez y un estupor semejantes fueron los que afectaron a uno de los científicos más eminentes del mundo.

El Imperio alemán lucía con orgullo desde hacía décadas la excelencia de sus universidades y la calidad de los científicos y pensadores que estas producían. El medio intelectual alemán no fue una excepción en 1914 y también se entregó con pasión a la defensa de la causa nacional en la guerra. Una de sus primeras muestras colectivas fue un escrito, el Manifiesto al mundo civilizado, en el que noventa y tres intelectuales defendían a su país frente a las fuertes críticas internacionales que la invasión de Bélgica por Alemania en los primeros días de agosto de 1914 había levantado en la prensa internacional. En dicho documento, los intelectuales alemanes abogaban por la legitimidad de la causa de las potencias centrales, rechazaban las acusaciones sobre atrocidades cometidas en la invasión de Bélgica y ensalzaban el militarismo prusiano como una de las expresiones más elevadas de la civilización, la política y el genio cultural alemán.

Por aquel entonces Albert Einstein ocupaba una cátedra en la Universidad de Berlín, era miembro de la Real Academia Científica de Prusia y desde que en 1905 comenzó a dar a conocer públicamente su teoría de la relatividad era considerado uno de los más grandes científicos vivos. Su carácter pacifista y antimilitarista ya le había llevado cuando tenía dieciséis años a renunciar a la nacionalidad alemana, que tuvo que reasumir más tarde para acceder a su puesto en Berlín. Ahora no sólo no firmó el manifiesto de los intelectuales, sino que cuando el médico y pacifista alemán Georg Nicolai puso en circulación una réplica con el título de Manifiesto a los europeos, no dudó en estampar en él su rúbrica. En el escrito se criticaba sin ambages el apoyo del medio científico y académico a la invasión de Bélgica, la tolerancia que mostraba con el recurso a las armas como medio de solventar conflictos y abogaba por el europeísmo como solución a los problemas que dividían a las grandes potencias. En él se podía leer: «La guerra que ruge difícilmente puede dar un vencedor; todas las naciones que participan en ella pagarán, con toda probabilidad, un precio extremadamente alto. Por consiguiente, parece no sólo sabio sino obligado para los hombres instruidos de todas las naciones el que ejerzan su influencia para que se firme un tratado de paz que no lleve en sí los gérmenes de guerras futuras […] Nuestro único propósito es afirmar nuestra profunda convicción de que ha llegado el momento de que Europa se una para defender su territorio, su gente y su cultura. Estamos manifestando públicamente nuestra fe en la unidad europea, una fe que creemos es compartida por muchos; esperamos que esta manifestación pública de nuestra fe pueda contribuir al crecimiento de un movimiento poderoso hacia tal unidad». El manifiesto sólo logró el apoyo de dos personas más.

Similar sentimiento de soledad experimentó Bertrand Russell, que antes de que empezaran las hostilidades logró la adhesión de numerosos profesores de Cambridge a un manifiesto contra la guerra que publicó el Manchester Guardian, pero como cuenta en su Autobiografía: «El día en que se declaró la guerra casi todos ellos cambiaron de opinión […] Durante ese día y los subsiguientes descubrí para mi gran sorpresa que el común de los hombres y mujeres estaban encantados con la perspectiva de una guerra». Russell llegó a pasar seis meses en la cárcel y perdió su puesto en el Trinity College por su activismo antibelicista.

Pero además hubo otros ámbitos en los que el estallido de la guerra no fue saludado con tanto alborozo. A menudo se soslaya que aunque el desarrollo económico, político y social de Europa había sido deslumbrante, no había penetrado por igual en todos los territorios del continente. El historiador británico Richard Vinen es contundente al respecto: «Se suele olvidar con facilidad el hecho de que la mayor parte de la población europea pasó el verano de 1914 ocupada en la durísima faena de recoger la cosecha». En las regiones periféricas de Europa la mayoría de la población seguía viviendo en y del campo, y se mostró muy recelosa con lo que podría reportarles una contienda generalizada. Incluso en algunas de las naciones más industrializadas (como Francia y Alemania) el peso de la población que vivía de la agricultura seguía siendo importante, y compartía la misma inquietud que sus vecinos de las regiones más apartadas y atrasadas del continente. Muy pronto sus compatriotas de las ciudades comenzarían a experimentar la misma sensación, puesto que después de acabado el verano, a medida que avanzaba el otoño, iba quedando cada vez más claro que la tan ansiada victoria no llegaba… y nadie se había preparado para una guerra larga.

UNIONES SAGRADAS

La nueva coyuntura bélica, unida al entusiasmo de la opinión pública y de la población urbana, planteó a los diferentes gobiernos la necesidad de aunar la mayor cantidad de recursos para garantizar el éxito de la empresa. Y el primer paso para conseguirlo era concentrar todos los apoyos posibles en torno a la acción política gubernamental. Los diferentes sistemas políticos europeos se habían visto a lo largo de las décadas anteriores contestados por diferentes sectores sociales que reivindicaban un mayor reconocimiento de su capacidad para participar en la política y que habían recurrido a la acción colectiva como forma de presionar para lograr sus objetivos. Los dos ejemplos más importantes eran el movimiento obrero y el feminista, el primero declaradamente internacionalista y ambos muy vinculados con el movimiento pacifista que desde finales del siglo XIX se había ido extendiendo por Europa. Sin embargo ninguno de los dos movimientos se resistió a la vorágine belicista del verano de 1914. Las feministas de todos los países no dudaron en posponer su lucha por los derechos de la mujer para después de la victoria y los socialistas, pese a que la Segunda Internacional (la organización que agrupaba a todos los partidos socialistas) hizo un llamamiento a trabajar para evitar una guerra que sólo beneficiaría a los capitalistas y al imperialismo, no fueron tampoco una excepción. La única personalidad política de relevancia que en aquellas semanas levantó su voz contra la guerra que se avecinaba fue el socialista Jean Jaurès, uno de los principales políticos de la Francia de preguerra, que cayó asesinado a tiros por un exaltado en un café de París cuando apenas habían pasado setenta y dos horas desde el comienzo de la Gran Guerra. Con este asesinato quedó prácticamente disuelto el movimiento de resistencia a la guerra en Francia, hasta entonces poderoso, y que dirigido por Jaurès amenazaba con una huelga general para detener la entrada en hostilidades que quizá hubiera cambiado la historia.

Todos los partidos políticos acudieron unánimemente a prestar su solidaridad a los gobiernos en lo que consideraban un momento amenazador para el futuro de sus naciones, aunque la respuesta en cada país fue distinta. Francia fue probablemente el ejemplo más claro de una sociedad fuertemente dividida políticamente que durante la guerra logró forjar una unidad duradera. El protagonista de los primeros momentos fue el presidente de la república, Raymond Poincaré, que ante las vacilaciones del primer ministro René Viviani decidió hacer un encendido llamamiento de todos los grupos políticos, desde la derecha monárquica hasta la izquierda socialista, para defender la nación. Era necesario construir una union sacrée («unión sagrada») de todos por encima de las diferencias que les separaban para garantizar la subsistencia colectiva ante el desafío más importante en décadas. Todos respondieron afirmativamente a la llamada aunque por razones muy distintas. En opinión del historiador británico Roger Price, la guerra «para la izquierda se trataba de una batalla defensiva contra el militarizado y depredador Imperio alemán, y su derrota llevaría al establecimiento de una república democrática. Por el contrario, la derecha tendió a interpretar la guerra como la lucha de dos pueblos que luchaban por su supervivencia…». Esta división de percepciones no fue obstáculo para que se uniesen en apoyo del gobierno. El hecho de que parte del territorio francés fuese ocupado por los alemanes en los primeros meses de lucha, convirtiendo la contienda en una guerra de defensa de la patria invadida, fue un acicate para que la unión pudiese sortear las numerosas dificultades internas que se le plantearon en los cuatro años siguientes.

El caso británico fue distinto, ya que en agosto de 1914 el Parlamento aprobó la Defence of the Realm Act («Ley de Defensa del Reino», conocida por sus siglas DORA), una ley que otorgaba al gobierno plenos poderes e independencia para actuar al margen de las cámaras legislativas, algo que nunca pasó en Francia. Allí el Parlamento se negó durante toda la contienda a entregar poderes excepcionales al ejecutivo, que tuvo que soportar la constante supervisión de su acción por la Cámara de Diputados y el Senado. Sin embargo, el caso en el que se llegó a una mayor concentración de poder fue Alemania, donde el Reichstag (cámara baja del Parlamento) dio carta blanca al gobierno al comienzo de la guerra, hecho que este aprovechó para ir concentrando cotas de poder mayor durante la contienda, acabando por imponer casi una dictadura que fue progresivamente monopolizada por los militares para hacerse con el control del país.

Pese a las diferentes circunstancias en cada Estado beligerante, todos los gobiernos se vieron sometidos a lo largo de la guerra a problemas parecidos, para los que se vieron obligados a implantar soluciones improvisadas que en la mayoría de los casos dieron como resultado una evolución similar. Desde el surgimiento de un consenso político general en los primeros meses de la contienda (casi una especie de luna de miel entre los diferentes partidos, que en Alemania recibió el nombre de «espíritu de 1914»), se pasó a una sucesión de problemas sobrevenidos por el alargamiento del conflicto, que en sus horas finales llevaron a los gobiernos a intentar reformas o hacer promesas sobre la reconstrucción de posguerra para evitar la división interna en el mejor de los casos o la revolución en el peor.

Por el momento, en los meses del verano y otoño de 1914, lo prioritario era conseguir hombres para la guerra. En los estados continentales esto fue fácil, puesto que la imposición del servicio militar obligatorio durante el siglo XIX permitió tener preparado un ejército con el que comenzar la lucha, que fue pronto reforzado con el llamamiento a filas de reservistas. En algunos casos se llegó a reclutar a población procedente de las colonias, como en el de Francia, donde los soldados africanos recibían el nombre de tirailleurs, «tiradores». El caso del Reino Unido era más complicado, ya que el grueso de sus fuerzas militares estaba acantonado en el virreinato de la India Británica. La razón de esta práctica carencia de un ejército profesional en la metrópoli era que la tradición política británica consideraba que la presencia de una fuerza militar estable era un elemento coercitivo que podía ser utilizado para intentar dar un golpe que quebrase la legalidad y la separación de poderes. Por ello el Parlamento había prohibido desde hacía siglos el mantenimiento de ejércitos estables en las islas, y en 1914 tan sólo se disponía de una pequeña fuerza de combate (la «Fuerza Expedicionaria Británica»), que había sido improvisada en los años anteriores ante la carrera de armamentos en la que se habían embarcado las potencias del continente y que fue enviada en agosto de aquel año a territorio francés.

Por esto fue básico para el gobierno británico desde el principio fomentar el alistamiento de voluntarios como medio de aumentar la disponibilidad de hombres para el ejército. En los primeros meses del conflicto la respuesta de la población civil fue masiva. El historiador estadounidense John H. Morrow Jr. señala que «la idea de reclutar un ejército de voluntarios gozó de una gran prosperidad en un principio, cuando los banderines de enganche se vieron a rebosar de varones a los que movía el desempleo, la sed de aventuras o el deseo patriótico de proteger a su nación del peligro que la acechaba. Más de uno debió de inscribirse para evitar a las mujeres que, siempre alerta, se dedicaban a agitar plumas blancas —símbolo de cobardía— a la cara de los civiles masculinos». Pero este entusiasmo inicial fue perdiendo fuelle a medida que la guerra, que todo el mundo había previsto corta y rápida, se fue alargando. Hasta mediados de 1915 el flujo de voluntarios fue suficiente para cubrir las necesidades militares, pero a partir de entonces comenzó a descender alarmantemente. El incremento de las necesidades bélicas y la disminución de efectivos disponibles acabó inclinando la balanza por la lógica más que por la tradición, y en enero de 1916 el gobierno se vio obligado a promulgar una Ley de Servicio Militar, por la que se imponía el servicio obligatorio a todos los varones entre dieciocho y cuarenta y un años. La inmolación de la sacrosanta tradición política (que en el Reino Unido tenía casi el carácter de ley no escrita) era tan sólo uno más de los sacrificios que a esas alturas los británicos se estaban viendo obligados a hacer en aras de una victoria que parecía lejana, y eso que no eran ellos los que se estaban llevando la peor parte.

VIDAS PLANIFICADAS

La necesidad de asegurar una cantidad suficiente de soldados para mantener la guerra sólo fue la primera eventualidad a la que se enfrentaron los gobiernos europeos en guerra. El efecto de detraer cantidades ingentes de hombres de su actividad diaria para enviarlos al frente no se hizo esperar mucho. Los primeros días de guerra se caracterizaron por una crisis financiera internacional ante la incertidumbre que se avecinaba para la economía capitalista mundializada que habían construido las potencias europeas en la segunda mitad del siglo XIX. De esta crisis se derivó en las semanas siguientes una disminución de la actividad productiva y un repunte del desempleo que fue un acicate más para que los que acababan de perder su trabajo buscasen una salida en el reclutamiento voluntario. Pero esta afluencia produjo pronto una carencia de mano de obra en los países beligerantes que nadie había previsto. Como la guerra tendría que durar sólo unos meses se presumió de forma generalizada que las turbulencias económicas durarían poco. Pero las semanas pasaron y la guerra continuaba, y los gabinetes no habían previsto cómo financiar una guerra larga, mucho menos cuando el crecimiento económico se estancaba inquietantemente por la falta de trabajadores.

Lo que iba a ser de necesidad corto y fulminante, de repente se tornaba largo y complicado. Inmediatamente los gobernantes se dieron cuenta de que, además de la actividad en el frente de batalla, era preciso librar la guerra en casa. Había que organizar la sociedad y la economía internas de tal modo que la situación bélica no produjese el desmoronamiento del país en la retaguardia. Fue así como surgió un frente interno además de los propiamente militares, cuya importancia se iba a demostrar decisiva a medida que la guerra avanzaba. Esta necesidad fue mucho más acuciante cuando se hizo patente que con el nuevo tipo de guerra industrializada que se estaba poniendo en marcha era imperativo aumentar la producción de municiones y material de guerra en la retaguardia para sostener la actividad bélica.

En este punto la pionera fue Alemania. Fue un industrial de origen judío, Walther Rathenau, máximo dirigente de la poderosa Sociedad General de Electricidad (AEG), quien se dirigió a las autoridades de su país alertando de la necesidad de movilizar todos los recursos económicos disponibles para ganar la guerra. Ante la receptividad de las autoridades, Rathenau presentó un plan de concentración de las iniciativas industriales para asegurar la supervivencia de Alemania en caso de que la guerra se alargase. El plan proponía la concertación, bajo dirección gubernamental, de los intereses de industriales, sindicatos y productores para administrar de manera óptima las materias primas y dirigirlas a aquellos sectores de la industria que eran básicos para el esfuerzo bélico. Tal fue el éxito de la propuesta que el Ministerio de la Guerra alemán creó ya en agosto de 1914 una Sección de Materias Primas para la Guerra, a cuyo frente puso al propio Rathenau. Este fue el comienzo de la economía de guerra alemana, que llevó a una intervención del Estado en todos los sectores de la economía para garantizar que las necesidades bélicas quedaban cubiertas.

En los países de la Entente se llegó al mismo resultado que en Alemania, aunque no se comenzó tan rápido. En los primeros meses de 1915 en Francia y Gran Bretaña se produjo una importante crisis política porque se había hecho patente que la actividad en las trincheras del frente occidental se estaba ralentizando debido a la escasez de municiones y los medios de comunicación lo criticaron públicamente. Aunque se habían tomado medidas para garantizar el suministro en el frente y una mayor eficiencia en la industria, como la nacionalización del ferrocarril, era evidente que el Estado debía intervenir enérgicamente, ya que el mercado no era capaz de garantizar las necesidades del momento. En Gran Bretaña la solución que se ideó fue crear una Comisión de Municiones dependiente del Ministerio de Hacienda, a cuya cabeza se puso el propio ministro, el liberal David Lloyd George; mientras que en Francia se creó una Subsecretaría de Artillería, dependiente del gobierno, con el mismo propósito y que fue encomendada al socialista moderado Albert Thomas. El surgimiento de estos políticos que, como Rathenau en Alemania, se convirtieron en las auténticas eminencias grises de la organización de la guerra, supuso en opinión del profesor Richard Vinen que «determinados funcionarios y dirigentes sindicales e industriales dieron a veces la impresión de amalgamarse en una nueva clase industrial dirigente y de defender unas políticas que no encajaban con las metas normales de gobiernos, trabajadores y patronal respectivamente. Hubo hombres […] que soñaron con un nuevo orden industrial basado en la coordinación y la cooperación».

De formas y a ritmos distintos ambos gobiernos fueron imponiendo soluciones similares: dictaron normas específicas y la administración pública intervino para organizar la mano de obra, distribuir las materias primas, encauzar la producción y el transporte. Se favoreció la concentración de las industrias para aumentar su eficacia y se fomentaron las innovaciones técnicas que pudiesen reportar ventajas en la batalla, como las mejoras en la fabricación de armas y municiones. En el caso de Francia se partía con la desventaja adicional de que una de sus principales regiones industriales, el nordeste del país, había sido ocupado por Alemania, que rápidamente aplicó los recursos de las zonas invadidas a su economía de guerra. El tipo de mano de obra que más se echaba en falta era la especializada en aquellos sectores vitales para la fabricación de material de guerra, como la industria metalúrgica y la química. Se fomentó la entrada en el mercado laboral de trabajadores no cualificados, como mujeres y jóvenes (y nativos de las colonias en el caso de Francia) para intentar concentrar a los más formados en los sectores claves, pero el éxito de la medida fue relativo. Ya para finales de 1915 ambos países se habían visto obligados a licenciar del frente a los obreros que hacían más falta (cincuenta mil en el caso de Francia), que eran reinsertados en la industria continuando bajo jurisdicción militar.

Para garantizar la producción en todos los países se aceptó negociar con los sindicatos (o arbitrar entre estos y los empresarios) en un intento de evitar que las huelgas u otros conflictos laborales comprometiesen las necesidades del ejército. Aunque en un principio los sindicatos proclamaron una tregua industrial llevados por la exaltación patria de los primeros momentos, diferentes cuestiones fueron agriando el ambiente laboral. El más importante fue el de la introducción de mujeres y adolescentes en las fábricas para sustituir a los obreros, puesto que se temía que los nuevos trabajadores arrebatasen su puesto a los que estaban en el frente (aunque se aseguraba que abandonarían el mercado laboral una vez acabada la guerra) o que al regreso de los obreros-soldados los empresarios les bajasen el sueldo, puesto que quienes les estaban sustituyendo cobraban mucho menos. Pese a todo los resultados fueron positivos y permitieron a cada contendiente prolongar el esfuerzo de guerra. El continente que había extendido por el mundo las ideas del liberalismo económico basadas en el libre cambio y en dejar actuar al mercado sin restricciones comenzó a aplicar con fuerza la intervención estatal amparándose en el principio de necesidad. Definitivamente, la economía de mercado había sido movilizada en el gigantesco intento de ganar la guerra.

Otro de los problemas básicos que surgieron con la prolongación de la contienda fue el de financiarla. En el año 1914 todos recurrieron a créditos extraordinarios de guerra que fueron unánimemente aprobados por los distintos parlamentos, pero este recurso pronto se agotó. En algunos casos pudieron aprobarse más recursos de este tipo o se lanzaron empréstitos de guerra para que fuesen suscritos por los ciudadanos; pero además de hombres, la guerra industrial consumía ingentes cantidades de dinero. Las necesidades comenzaron a ser tan grandes que todos recurrieron a todo: se subieron los impuestos, se imprimió papel moneda en cantidades desproporcionadas (lo que produjo una inflación galopante desde el comienzo de la guerra) y se pidió dinero a países amigos o neutrales.

Respecto a este último expediente los países más aventajados eran Alemania y, sobre todo, Gran Bretaña, que entonces era la capital financiera mundial. Los contendientes de las dos alianzas rivales acababan acudiendo siempre a ellos: Rusia pedía dinero prestado a Francia, quien a su vez lo hacía a Gran Bretaña; Bulgaria y el Imperio otomano se lo solicitaban a Austria-Hungría, que a su vez lo hacía a Alemania. En este punto la supremacía británica fue clara desde el principio, no sólo por la superioridad de los recursos propios, sino porque tuvo acceso ilimitado al mercado financiero norteamericano, y ya entonces Wall Street eran palabras mayores. Estados Unidos era desde comienzos del siglo la primera potencia industrial del mundo y la guerra parecía que podía ser un negocio rentable ya que disponía de medios financieros abundantes para prestar o invertir. El gobierno británico recurrió a uno de los principales bancos de Estados Unidos, el J. P. Morgan, que hábilmente organizó los préstamos masivos para las potencias aliadas. Entre 1914 y 1918 Estados Unidos pasó de ser un país deudor al puesto de principal acreedor mundial de deuda exterior. De hecho, el nivel de recursos comprometidos con los aliados fue una de las razones esenciales para que entrase definitivamente en la contienda en 1917 ya que si los aliados eran derrotados, las pérdidas para la economía norteamericana serían ruinosas. Pero el dinero era sólo uno de los factores que contaban en el mantenimiento de los frentes internos, había otros en los que los aliados quizá no fuesen tan afortunados.

DESGASTAR AL ENEMIGO

El dinero no era la única arma disponible para la guerra económica. En la economía mundial integrada de comienzos del siglo XX, en la que los diferentes países dependían del comercio con otras zonas del planeta para mantener su economía, la interrupción del tráfico comercial parecía un medio ideal para intentar dañar al enemigo. Existía un serio precedente histórico, pues más de un siglo antes Napoleón había querido acabar con la potencia británica decretando el bloqueo continental, un sistema de embargo comercial que durante algunos años logró imponer en toda Europa —menos Portugal— la prohibición de comerciar con Inglaterra. Ya antes de la guerra, en los primeros años del siglo, la alarma del gobierno británico ante la construcción por parte de Alemania de una marina de guerra que pudiese interrumpir el comercio naval fue uno de los motivos básicos para que saliese de su tradicional aislamiento y se acercase progresivamente a los aliados Francia y Rusia. Gran Bretaña disponía de la mayor flota militar del mundo y su marina mercante superaba asimismo a la de los demás países, pero la ambición del proyecto alemán y la modernidad de los equipamientos de sus flamantes acorazados sembraban de inquietud el espíritu de los dirigentes británicos. El abastecimiento de alimentos para la población del archipiélago dependía de las importaciones por mar y la amenaza alemana podía llegar a estrangular a la potencia insular en caso de guerra.

Fue posiblemente este sentimiento de inseguridad el que llevó rápidamente a los británicos a poner en marcha un bloqueo naval sobre Alemania y sus aliados, que adquirió forma oficial mediante un decreto de marzo de 1915. La situación había sido prevista por las autoridades germanas, que por el momento optaron por no recurrir a una acción naval de incierto resultado. Prefirieron intentar obtener las importaciones que les eran indispensables mediante el comercio con las naciones neutrales y desarrollar sucedáneos (los célebres ersatz) de los materiales que necesitaban por parte de su potente industria química. Alemania estaba rodeada de países que se habían declarado neutrales: los Países Bajos, Suiza, Dinamarca, Suecia y Noruega. Para su tranquilidad, el mar Báltico se convirtió en el único cerrado al control británico durante la contienda. En 1909, en la llamada Declaración de Londres, se había regulado el tráfico de artículos considerados de contrabando destinados a territorio enemigo en tiempos de guerra. Pero el Reino Unido no había suscrito el acuerdo y en consecuencia aplicó una política de presumir el fraude generalizado en las mercancías transportadas por barcos de países neutrales si no podían demostrar que su cargamento no iba destinado a las potencias centrales. En la práctica esto supuso que miles de toneladas de carga fueron requisadas y cientos de barcos de bandera neutral inmovilizados. En un principio Alemania y sus aliados lograron seguir recibiendo los materiales que necesitaban desde Escandinavia, pero con la declaración por parte de los británicos del Mar del Norte como área de guerra el bloqueo quedó extendido a las costas noruegas y danesas. Desde ese momento los países que rodeaban a Alemania no podrían comerciar con ella con ningún género que no hubiesen producido en su propio suelo.

El perjuicio para las potencias centrales era evidente, y la respuesta alemana fue la primera declaración de guerra submarina. El resultado de una acción de la flota de guerra alemana para romper el bloqueo parecía incierto, pero su flota submarina era la más importante del mundo, muy por delante de la británica. Pero la tentativa acabó fallando. El hundimiento de los navíos de pasajeros Lusitania y Arabic (en mayo y agosto de 1915, respectivamente) ocasionó una protesta diplomática estadounidense de tal virulencia que las autoridades alemanas temieron la entrada en la guerra de aquel país y prefirieron dejar en suspenso la medida. Un año más tarde, cuando por fin las flotas de superficie británica y alemana se vieron las caras en la batalla de Jutlandia, el resultado del lance fue incierto y en ningún caso supuso la ruptura del bloqueo que mantenían los británicos. Todo ello hizo que las importaciones alemanas disminuyesen drásticamente y que la población civil comenzase a experimentar en carne propia el golpe de la guerra económica.

En los primeros meses de la contienda se había podido mantener en buena medida la sensación de que la vida continuaba en la retaguardia como antes del estallido de la guerra. En aquellos momentos iniciales, los visitantes que llegaban a las grandes ciudades procedentes del frente experimentaban una fuerte impresión por el contraste del infierno que se estaba desarrollando cerca de los campos de batalla y las trincheras mientras que en casa todo parecía «permanecer igual». El escritor Stefan Zweig, tras volver a Viena desde una visita que había realizado en el frente oriental, escribía: «Con el hedor de yodoformo del transporte de heridos todavía en la ropa, la boca y la nariz, observé cómo [los viandantes] compraban violetas para obsequiar con ellas galantemente a las damas, cómo coches impecables recorrían las calles, llevando a caballeros bien afeitados y con trajes igual de impecables. ¡Y todo a ocho o nueve horas en tren del frente! Pero ¿tenía derecho alguien a acusar a aquellas gentes? ¿Acaso no era la cosa más natural del mundo que vivieran y trataran de disfrutar de la vida? […] Una profunda grieta recorría el pueblo de arriba abajo; el país se había desintegrado, por decirlo así, en dos mundos diferentes; en el frente, los soldados que combatían y sufrían las más terribles privaciones; en la retaguardia, los que se habían quedado en casa, los que seguían llevando una vida despreocupada, llenaban los teatros…». Algunos soldados del frente occidental describieron la misma impresión al llegar de permiso a Londres o París procedentes del frente, con la diferencia de que en esta parte del continente la distancia entre las líneas de trincheras y las grandes ciudades de la retaguardia apenas llegaba a doscientos kilómetros.

Pero el espejismo de que la vida «seguía igual» pronto iba a desvanecerse. En realidad no era cierto que los habitantes de las ciudades viviesen ajenos a los cambios que estaba produciendo la guerra e insensibles a los horrores que se sucedían en el frente. La partida de la mayoría de los varones jóvenes (y después de reservistas de mayor edad) afectó prácticamente a todas las familias, que se veían separadas de algún familiar y muchas de su principal sostenedor económico. Además su desaparición no sólo afectó a la industria, ya que del campo también desaparecieron los encargados de trabajar en las explotaciones agrarias. Inmediatamente la producción de alimentos comenzó a disminuir en todo el continente, sin que este hecho gozase de la atención urgente de los gobiernos. A estos les parecían prioritarias las industrias productoras de material militar y sólo interesaba la producción agrícola para que el frente estuviese bien abastecido de alimentos para los soldados; las ciudades y pueblos se tendrían que sacrificar para conseguir la victoria.

A comienzos de 1915 se había impuesto ya en todos los países contendientes el racionamiento de alimentos y combustible (tanto de calefacción como para transporte). Además se comenzaron a dejar sentir algunos perjuicios de las medidas adoptadas hasta entonces. La inflación era ya una pesadilla para la gente corriente. Las clases acomodadas de toda Europa, que habían disfrutado desde finales del siglo anterior de una vida desahogada y placentera gracias a las rentas que les proporcionaban sus propiedades, vieron cómo su modo de vida se desmoronaba en cuestión de meses, ya que sus ingresos permanecían estancados mientras que el valor del dinero no dejaba de disminuir. Las mujeres que vivían del escaso salario que les proporcionaba su trabajo fabril o las que tenían que sobrevivir con la asignación que les había otorgado el Estado por ser esposas o viudas de combatientes, vieron asimismo cómo cada mes que pasaba era más difícil dar de comer a sus familias. La subida generalizada de los impuestos no hizo sino recortar todavía más sus escasos recursos.

Los habitantes de todo el continente se familiarizaron con el acto cotidiano de hacer cola ante el despacho de alimentos para obtener la ración que les correspondía. Para intentar cortar esta espiral que amenazaba con envenenar la organización que se había improvisado para los frentes internos, los gobiernos recurrieron a la solución de fijar unos precios máximos si no de todos los productos, por lo menos de los agrarios, así se intentaría estabilizar la inflación. Pero como ha sucedido en otras circunstancias históricas, ante la imposibilidad de rentabilizar su cada día más difícil trabajo, los granjeros y agricultores optaron por no poner en el mercado la cosecha o directamente no cultivar, puesto que muchos no cubrían ni siquiera lo que les costaba producir. La otra consecuencia fue el surgimiento y crecimiento incontrolado del mercado negro, en el que se podía conseguir casi de todo a precios astronómicos. Pronto fue evidente que había acaparadores que aprovechaban los momentos de mayor escasez de un producto para obtener el mayor beneficio por su venta en el mercado negro. En medio de la guerra y la miseria colectiva no faltaron quienes se enriquecieron. El propio Zweig escribió en sus memorias que «todo el mundo empezó a cuidar de sí mismo lo mejor que podía, sin escrúpulos. Los artículos de primera necesidad eran cada día más caros debido a un vergonzoso comercio de intermediarios, los víveres escaseaban y, por encima de la sombría ciénaga de la miseria colectiva, brillaba como un fuego fatuo el provocador lujo de los que se aprovechaban de la guerra. Una irritada desconfianza fue apoderándose poco a poco de la población; desconfianza hacia el dinero, que perdía valor cada vez más, desconfianza hacia los generales, los oficiales y los diplomáticos, desconfianza hacia los comunicados oficiales y del Estado Mayor, desconfianza hacia los periódicos y sus noticias, desconfianza hacia la guerra misma y su necesidad». La estrategia de dañar al enemigo ahogando a su población civil comenzaba a dar resultados, sobre todo en Alemania y Austria-Hungría.

ASFIXIA

En el caso de las potencias centrales el bloqueo británico empezó a producir un hondo efecto entre la población civil desde mediados de 1916. Las privaciones comenzaban a llegar a niveles preocupantes y la inquietud amenazaba con hacer mella en la moral de la población. En Alemania se habían depositado grandes esperanzas en la industria química desde que el bloqueo naval británico había privado al país de muchos de los productos que importaba por mar. Aunque a principios de la contienda se había centrado en la obtención de hidrógeno y glicerina, necesarios para la fabricación de explosivos, pronto tuvo que dedicar parte de sus esfuerzos a buscar sustitutos para los fertilizantes agrícolas que se importaban desde Sudamérica y que ya no llegaban. La búsqueda de abonos sintéticos se fue volviendo más apremiante cuanto más disminuían las cosechas. Además otras materias primas habían desaparecido prácticamente por el mismo motivo, sobre todo las del sector textil y especialmente el algodón. Para sustituirlo se experimentó con papel y vegetales, que dieron como resultado fibras sintéticas que entraron a formar parte de los tejidos cada vez en mayor proporción, por lo que la calidad de estos disminuía.

También se había tenido que introducir sucedáneos en los alimentos racionados. Ya en enero de 1915 se distribuyó el conocido como «pan de guerra». Se llamaba oficialmente K-Brot («pan K»), nombre que hacía referencia a Kartoffeln, «patatas», ya que estas se mezclaban en su composición con harina de varios cereales. Pero la población entendió que dicha letra correspondía a Krieg, «guerra», de donde surgió su nombre común. En principio no fue mal aceptado, pero su calidad, como la del resto de los alimentos, comenzó a disminuir en los años posteriores. La cosecha de 1916 fue desastrosa y a principios del año siguiente la ingesta diaria de alimentos de los alemanes estaba por debajo de las mil calorías, cuando al empezar la guerra las autoridades habían establecido el consumo normal en dos mil doscientas cuarenta. De hecho, antes de la guerra la dieta media alemana era de las más abundantes y variadas de Europa, por lo que la dureza del golpe para la población era psicológicamente aún mayor.

El invierno de 1916 a 1917 fue climatológicamente terrible en Europa continental, y los habitantes de Alemania y Austria-Hungría pasaron auténticas penalidades. A la drástica bajada de la presencia de cereales en el mercado se sumó la desaparición de las patatas, que se habían convertido en la base de la alimentación. Las autoridades las sustituyeron en el racionamiento, cada vez más menguante, por nabos, que los alemanes consideraban alimento para el ganado. De ahí que ese fuese conocido popularmente como el «invierno de los nabos». La calidad de los alimentos racionados empeoró sensiblemente. El café, que se distribuía más por su efecto psicológico que por el físico, ya ni siquiera estaba hecho de achicoria o remolacha, como había sido hasta entonces. Los sucedáneos químicos comenzaron a ocupar la mayor parte de la composición de muchos alimentos, como las salchichas, que en su mayor parte eran agua y apenas contenían carne ni grasa. Al finalizar la guerra había más de diez mil alimentos elaborados a partir de sucedáneos en circulación en el país, y la aversión de la población por ellos llegó a ser visceral. El profesor Morrow recuerda que «cierta mujer aseveró que, si bien no le importaba comer ratas, le resultaba desagradable tener que consumir sucedáneo de rata». El panorama cotidiano de las ciudades alemanas era aterrador. Como recuerda el propio Morrow, «quienes percibían ayudas gubernamentales, ya fueran esposas e hijos de soldados, ya ancianos, no podían permitirse los precios a que habían llegado las necesidades más básicas de la vida. La gente se moría de hambre de manera paulatina: se desplomaba en las colas en las calles, ante las listas de fallecidos en el frente… En cierta ocasión en Berlín cayó al suelo un caballo aquejado de inanición, y al instante surgió de los apartamentos una horda de mujeres con cuchillos de cocina que, a gritos y empellones, dejaron al animal en el esqueleto y aún recogieron con tazas la sangre que derramaba».

Una testigo de excepción de las penurias que pasó la población civil fue Caroline Ethel Cooper. Se trataba de una ciudadana australiana nacida en 1871 en el seno de una familia acomodada de Adelaida. Había viajado ya a Alemania durante la primera década del siglo para completar su formación musical, fascinada por la cultura alemana y por la importancia que en aquel país se daba a las expresiones artísticas. Su destino favorito era la ciudad de Leipzig (una de las capitales culturales del país, en la que había ejercido la mayor parte de su carrera Johann Sebastian Bach), donde hizo un círculo de buenos amigos y consiguió trabajo en su orquesta como fagotista. El estallido de la guerra la sorprendió allí, donde pudo permanecer gracias a un salvoconducto militar obtenido por un conocido (al estallar la guerra los extranjeros residentes en Alemania fueron obligados a desplazarse a plazas militares). Desde el 31 de julio de 1914 hasta el 1 de diciembre de 1918 fue escribiendo una carta a la semana a su hermana Emily, completando un número total de doscientas veintitrés. Pasó grandes apuros para poder enviarlas, ya que el correo estaba sometido a una férrea censura, viéndose obligada a mandarlas de contrabando a Suiza, desde donde eran remitidas hasta Australia. En ellas, sus comentarios sobre la degradación paulatina de la situación en Leipzig son demoledores. En octubre de 1916 le contaba a su hermana cómo, al advertir que unas amigas habían perdido mucho peso, cayó en la cuenta de que ella misma se había quedado en treinta y nueve kilos, informando además de que «es tan poco nutritiva la comida en estos días que una tiene siempre una sensación de vacío una hora después de haber comido». Ya en 1917 informaba: «El carbón se ha agotado. La luz eléctrica está cortada en la mayoría de las casas (tengo gas, ¡gracias al cielo!), los tranvías no circulan o tan sólo lo hacen de madrugada, todos los teatros, las escuelas, la ópera, la Gewandhaus [el gran auditorio], los conciertos y cinematógrafos, están cerrados. Ya no cabe esperar más patatas ni nabos, que eran nuestro último recurso, se ha acabado el pescado; y Alemania ha cesado de proclamar el hecho de que no es posible matarla de hambre. Añádele que el termómetro que tengo fuera de la ventana de la cocina señala 24 grados Fahrenheit bajo cero [equivalente a -31,1° C.]. Nunca había visto esto antes». Poco después comentaba que la desesperación por obtener alimento se había extendido entre todos los habitantes de la ciudad: «Todo el que puede permitírselo soborna a su tendero. A aquellos que no quieren, o no pueden sobornar, se les dice que no queda carne, y los otros se llevan una ración cuatro veces mayor de la que les corresponde».

No habían pasado todavía tres años desde que había comenzado la conflagración y Alemania comenzaba a padecer los efectos de la guerra de desgaste. A esas alturas estaba claro que la derrota del enemigo podía llegar no de una victoria militar que decidiese la balanza hacia alguno de los dos bandos, sino del desgaste interno. La respuesta alemana a los terribles efectos del bloqueo británico fue el planteamiento de una nueva estrategia, la declaración a finales de enero de 1917 de la guerra submarina sin restricciones. La decisión provocó a corto plazo la entrada de Estados Unidos en la guerra, pero el alto mando alemán había pensado que sería una forma de devolver el golpe a Gran Bretaña y de evitar que las tropas norteamericanas llegasen a territorio europeo para incorporarse a la lucha en el frente occidental. Desde ese momento cualquier barco que se acercase a las islas Británicas sería atacado y hundido sin contemplaciones. El objetivo era dejar al enemigo desabastecido y que su población comenzase a sufrir lo mismo que la población alemana. Su puesta en marcha fue un éxito a corto plazo, ya que el tonelaje de barcos hundidos por los alemanes alcanzó cifras astronómicas durante la primera mitad del año. Sin embargo no logró su objetivo último. El gobierno británico había desviado con anterioridad parte de sus recursos a la agricultura para intentar asegurar por lo menos un abastecimiento mínimo y la introducción durante el verano de un sistema de convoyes hizo que la ofensiva submarina germana comenzase el reflujo. A principios de 1918 aunque esta seguía activa estaba claro que el plan no había resultado y que habría que seguir librando la guerra en tierra para ver quién ganaba finalmente. Todavía quedaba terreno en el que jugar la partida, entre otras cosas porque el aguante de las poblaciones y por tanto el sostenimiento del esfuerzo bélico dependía además de factores distintos a la guerra económica. Las estrategias que se desarrollaron en el campo de la información y la propaganda fueron buen ejemplo de ello.

LAVADO DE CEREBRO

En muchos campos la Primera Guerra Mundial fue la primera guerra contemporánea, algo que se debe fundamentalmente a que se trató del primer conflicto en el que se enfrentaron estados desarrollados basados en una economía industrial, una sociedad urbana y una cultura de masas. En este último campo las posibilidades que se abrían a la acción de los beligerantes eran espectaculares. Ya durante el verano de 1914 las campañas patrióticas protagonizadas por los principales rotativos europeos llamaron la atención de los gobiernos sobre las ventajas que podía reportar el uso de los medios de comunicación en el contexto bélico. Gran Bretaña fue uno de los primeros países en exprimir este recurso, y lo hizo desde el primer momento. La decisión del gobierno del liberal Herbert Henry Asquith de entrar en la guerra se vio rodeada de un inmenso debate público. La tradición del país era la de mantenerse al margen de la política continental a no ser que surgiese una potencia con aspiraciones hegemónicas que pusiese en peligro la seguridad de las islas.

A lo largo de la crisis de julio el gobierno británico se había convencido de que Alemania era la encarnación de la tan temida amenaza continental, pero parte de los sectores conservadores del país se negaban a romper con la política aislacionista tradicional. La invasión de Bélgica por los germanos el día 3 de agosto de 1914 fue la línea que decidió a Asquith a dar el paso. Pero debía cimentar su posición interna frente a los que se habían mostrado reacios y, de paso, alimentar el ardor patriótico de los jóvenes cuyo alistamiento iba a ser vital para poder formar un ejército. Se organizó entonces la primera gran campaña de propaganda sistemática de la contienda en la que se explotaron en profundidad los recursos de la prensa y el cartelismo para presentar la invasión del pequeño reino belga como la demostración del carácter tiránico, sanguinario y expansionista del Imperio alemán. En opinión del profesor Morrow, «la representación, con todo tipo de detalles escabrosos, de la crueldad alemana (esposas violadas, mutiladas y asesinadas, niños con las manos cercenadas, lactantes muertos a bayoneta…) abundaba en diarios, en carteles y aun en grabados. Las sugestivas imágenes y relatos de la “violación” de Bélgica y de sus mujeres, así como la necesidad de proteger a una Bélgica “femenina” del desenfreno de una Alemania “masculina”, llevaron a muchos a alistarse».

El resto de los países se aprestaron a imitar a los británicos y comenzaron a organizar de forma centralizada una política de propaganda destinada en última instancia a mantener inflada la moral de la población, tanto en el frente como en la retaguardia. La alemana Kriegspresseamt (Servicio de Prensa de Guerra) o la francesa Maison de la Presse (Casa de la Prensa) fueron las instituciones desde las que se difundieron los mensajes, que siempre incidían en que el país había sido atacado, por lo que la guerra era defensiva y estaba justificada. Stefan Zweig, que vio con espanto los frutos de esta política, comentó que «es propio de la naturaleza humana que los sentimientos arrojados no se prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo ni en el pueblo, cosa que sabe perfectamente la organización militar. Por eso le hace falta un estímulo artificial, un dopping constante de excitación, y esta labor de incitación les correspondía a los intelectuales, los poetas, los escritores y los periodistas […] Casi todos servían obedientemente a la “propaganda de guerra” en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla. Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella época, cuando la propaganda nunca se había utilizado en tiempos de paz, los pueblos creían a pies juntillas —a pesar de los mil desengaños— todo cuanto salía impreso. […] Los letreros franceses e ingleses desaparecieron de los comercios […] Comerciantes probos y honrados sellaban sus cartas con la frase “Dios castigue a Inglaterra” […] Shakespeare fue proscrito en los escenarios alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos francesas e inglesas; los profesores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven era belga…».

Desmanes de este calibre no eran acciones espontáneas realizadas por una población enardecida. Obedecían a un programa premeditado y ejecutado por las autoridades de cada país que, en su aplicación, no dudaban en implicar a las más altas instituciones del Estado. En el Reino Unido la misma casa real decidió cambiar el apellido de la dinastía, ya que casa de Sajonia-Coburgo-Gotha era demasiado germánico, adoptando el mucho más inglés nombre de Windsor. Parece ser que el emperador alemán Guillermo II, al tener noticia de que su primo Jorge V había arrumbado su apellido alemán, comentó con guasa que, casualmente, él estaba deseando ver una representación de «Las alegres comadres de Sajonia-Coburgo-Gotha» (en alusión a la comedia de Shakespeare Las alegres comadres de Windsor). El ejemplo real fue imitado por numerosas familias aristocráticas, que obraron del mismo modo. Así los Battenberg pasaron a ser los Mountbatten (berg y mount significan «monte» en alemán e inglés respectivamente, por lo que se cambiaba la raíz alemana del apellido por su equivalente en lengua inglesa). Además el príncipe Louis de Battenberg fue cesado de su puesto de Primer Lord del Mar (comandante en jefe de la Flota) por su apellido, y comentaba con amargo humor la necesidad de cambiar su nombre a lord Mountbatten: «Llega el príncipe Hyde, sale lord Jekill».

A Jorge V, que además de ser de estirpe germánica estaba casado con una alemana, la princesa María de Teck, de la casa de Würtenberg, le preocupaba que también pudieran «cesarle» a él de su puesto de soberano, sobre todo cuando leía en los periódicos ataques a la falta de genuino patriotismo inglés de la familia real, como el que expresaba el periódico socialista Daily Worker, criticando a una «alien and uninspiring Court» (una corte poco animosa y extranjera). Este tipo de erradicación de cualquier mínimo vestigio que sonase a alemán se cebó hasta en los perros, ya que los británicos rebautizaron a los pastores alemanes como pastores alsacianos. Y en Rusia alcanzó al reino vegetal, pues la Iglesia ortodoxa prohibió los árboles de Navidad por considerarlos una tradición alemana. La zarina Alejandra, que también era una princesa germana llamada Alicia de Hesse-Darmstadt, pero que se había convertido a la religión ortodoxa, se había cambiado el nombre desde que llegó a Rusia y pretendía ser una patriota rusa, criticó la ridícula prohibición, lo que contribuyó a la leyenda de que «la alemana» era un agente del enemigo, uno de los factores que contribuyeron a la caída del zarismo.

Aunque pueda parecer trivial, la batalla de la propaganda resultó vital durante la guerra, y algunos de sus virajes importantes se debieron en buena medida al trabajo desarrollado en los medios de comunicación. Los alemanes, aunque jugaron bien sus cartas a este respecto en el interior, fueron claramente inferiores a los aliados en lo que a propaganda exterior se refiere. Como señala el profesor Niall Ferguson, «los alemanes no supieron ver que, cuando bombardeaban los puertos británicos u ordenaban a sus submarinos que hundieran barcos mercantes sin advertencia previa, estaban haciéndose tanto daño a sí mismos como a sus enemigos». El exministro alemán de Colonias, Bernhard Dernburg, llegó a afirmar poco después del hundimiento del Lusitania que «el pueblo estadounidense no es capaz de visualizar el espectáculo de cien mil […] niños alemanes muriendo de hambre poco a poco como resultado del bloqueo británico, pero sí puede visualizar el lastimoso rostro de un niñito ahogándose en el naufragio causado por un torpedo alemán». Si esto fue así se debió a que mientras los alemanes no tomaban en consideración la interpretación que de sus acciones se podían hacer en Estados Unidos, los británicos desarrollaron allí desde 1914 campañas de propaganda favorables a su causa. De hecho una vez que Estados Unidos entró en la guerra experimentó el mismo proceso de uso intensivo de la propaganda y exaltación de la opinión contra el enemigo. En palabras del profesor Morrow: «La cultura alemana se convirtió en sinónimo de barbarie, militarismo, autoritarismo y ansias de dominación mundial. Los propagandistas convirtieron en demoníaco todo lo germano, y espolearon la violencia de las masas contra ello…».

Uno de los medios principales usados en estas campañas de propaganda fue la censura, que fue elegida como el método más eficaz para evitar que determinados contenidos llegasen a la población. Lo que se pretendía es que no se difundiese ninguna noticia que pudiese ser interpretada como un revés y que por tanto pudiese minar la moral en la retaguardia. Un funcionario francés que pasó toda la guerra en París, Michel Corday, llevó un diario de sus vivencias durante la misma, y en 1915 anotaba sorprendido cómo «o bien la vanidad o bien la vergüenza impiden que ciertos aspectos de la vida diaria sean reflejados en nuestras gacetas ilustradas. Así que la posteridad encontrará grandes huecos en la documentación fotográfica de la guerra. Por ejemplo: no nos muestran el interior de las casas, que están prácticamente a oscuras debido a las restricciones de luz, ni las calles lóbregamente oscurecidas donde las verdulerías se iluminan con bujías, ni los cubos de basura tirados por las aceras hasta las tres de la tarde a causa de la falta de mano de obra, ni las colas de más de tres mil personas que esperan frente a las mayores tiendas de ultramarinos para obtener sus raciones de azúcar. Y, viceversa, tampoco enseñan las grandes multitudes que abarrotan los restaurantes, los salones de té, los teatros, las revistas de variedades y los cinematógrafos».

Los gobiernos comenzaron por controlar el flujo de información que llegaba a las redacciones y siguieron por supervisar lo que se iba a publicar antes de que arribase a los puestos de venta. El resultado más pernicioso de esta estrategia fue que los pocos periodistas que no estaban de acuerdo con este sistema acabaron por autocensurarse para evitar problemas con las autoridades. La población se dio cuenta de que la información que les proporcionaba estaba manipulada o era incompleta, y pronto comenzó a cansarse de que se les engañase. Corday apuntó en su diario en septiembre de 1916: «La prensa francesa nunca ha revelado la verdad, ni siquiera la verdad que es posible desvelar pese a la censura. Por el contrario, se nos ha sometido al bombardeo pesado de la palabrería elocuente, del optimismo desenfrenado, de la sistemática difamación del enemigo, de una férrea determinación de ocultar los horrores y desgracias de la guerra, ¡y después lo han tapado todo bajo una máscara de idealismo moralizante!». La sensación comenzaba a ser general en Francia, donde se popularizó una expresión para dar a entender la insistencia agotadora de la prensa en sus mentiras y medias verdades como forma de controlar a la población: bourrage de crâne (que se suele traducir por «lavado de cerebro»).

Pero esto no era algo exclusivo de Francia. Las potencias centrales practicaban una censura tan férrea como la de sus enemigos. La opinión de Stefan Zweig es buena muestra de ello: «… por desgracia el servicial camarero me trajo un periódico vienés. Intenté leerlo, pero entonces me asaltó una sensación de asco en forma de auténtica ira. Estaban ahí todas las frases sobre la irreductible voluntad de victoria, sobre las pocas bajas de nuestras tropas y las muchas del enemigo. ¡Desde aquellas páginas me acometió, desnuda, enorme y desvergonzada, la mentira de la guerra! No, los culpables no eran los paseantes, los indolentes y los despreocupados, sino única y exclusivamente aquellos que con sus palabras instigaban a la guerra. Pero también lo éramos nosotros, si no dirigíamos contra ellos las nuestras». Este hartazgo no se tradujo en una contestación popular contra los gobiernos. Probablemente la razón de ello es que la prensa no fue el único medio que explotaron los gobiernos para intentar influir en el ánimo de sus ciudadanos, al contrario, el desarrollo tecnológico e industrial ponía a su alcance otros resortes más inmediatos y directos.

IMÁGENES PARA CONVENCER

Los gobiernos de los países en guerra demostraron una sorprendente facilidad para improvisar nuevos canales mediante los que hacer llegar la propaganda de forma más efectiva. Se fueron aplicando nuevas técnicas y lenguajes, de modo que el mensaje probélico podía aparecer en el arte comercial, el cine, objetos de consumo (como ceniceros con la efigie del mariscal francés Foch o jarras de cerveza con la del ministro británico Kitchener) e incluso cuentos infantiles. Francia llevaba en esto ventaja, pues desde la pérdida de Alsacia y Lorena en 1870 se había desarrollado un revanchismo que tenía una expresión en la literatura infantil, con grandes dibujantes como Job o Hansi cuyos libros ilustrados para niños eran violentamente germanófobos.

Sin embargo, uno de los géneros más explotados desde el comienzo de la guerra fue el cartelismo, que se convirtió en el medio estrella para promover el alistamiento de voluntarios. Los ejemplos de carteles que salieron de la industria gráfica fueron innumerables y tocaban todo tipo de temas, siendo especialmente preferida la plasmación de acontecimientos que debían motivar la implicación del espectador, como la invasión de Bélgica o casos célebres de «crueldad alemana». El éxito de la fórmula fue tal, que algunos de ellos fueron imitados y copiados durante todo el conflicto. Uno de los ejemplos más notorios fue el diseñado por el británico Alfred Leete para el ejército de su país, en el que aparecía un contundente dibujo del ministro de Guerra (el general lord Kitchener) sobre un fondo blanco, con su cabeza de inconfundibles mostachos flotando en el vacío y su mano derecha apuntando al espectador sobre la frase «Tu país te necesita». En otra versión se formaba un jeroglífico con las palabras Britons y wants you y la imagen de Kitchener, que se leía como «Británicos, Kitchener os necesita». Su impacto fue inmenso por lo novedoso de la imagen y el lenguaje plástico empleado, que estaba encaminado a resaltar la vinculación entre lo público (el ministro) y lo individual (el espectador).

Al entrar en la contienda en el año 1917 el ejército de Estados Unidos hizo su propia versión de la exitosa fórmula. El encargado de realizarla fue el ilustrador James Montgomery Flagg y el personaje seleccionado para representar al país que llama al reclutamiento fue en este caso la encarnación de Estados Unidos en su cultura popular, el Tío Sam. Era al tiempo la personificación de la unidad del Estado y del norteamericano prototípico (varón, blanco y de edad madura). La figura, un busto en esta ocasión, se alza ataviada con sus ropajes distintivos de forma autoritaria para señalar al espectador sobre la frase «Te quiero a ti para el ejército de Estados Unidos». El éxito de la obra fue de nuevo formidable, usándose otra vez el cartel durante la Segunda Guerra Mundial. También se hicieron del original versiones italiana y alemana y en una fecha más tardía, en 1920, el artista ruso Dimitri Moor repetía el acierto con su propia versión para el Ejército Rojo, en la que el soldado de la nueva Rusia se erguía señalando sobre el lema «¿Te has hecho voluntario?». Este es sólo un ejemplo de cómo las posibilidades de un nuevo medio de comunicación eran usadas durante la coyuntura bélica por diferentes gobiernos, que podían incluso copiar fórmulas e iniciativas para emplearlas en su propio provecho.

Pero si había un medio de información realmente moderno que había aumentado de forma exponencial su público en los años de preguerra, ese era el cine. La proyección de imágenes en movimiento mediante el cinematógrafo era un medio de comunicación ya asentado desde finales del siglo XIX en los ambientes urbanos y desde que estalló la guerra se demostró como el vehículo idóneo para satisfacer la curiosidad de los ciudadanos sobre lo que estaba pasando lejos de sus hogares. En 1914 ya existía una sólida industria de noticiarios que estaba dominada por el francés Charles Pathé que, como gran parte de la industria cinematográfica de su país (por entonces una de las más importantes a nivel mundial), vio cómo su negocio entraba en crisis nada más empezar las hostilidades. Pese a ello su modelo de producción fue muy imitado por los gobiernos para realizar sus propios noticiarios con destino a las salas de proyección, que por supuesto estaban censurados y sólo mostraban lo que las autoridades querían con el tono patriotero que buscaban. Junto con estas cintas informativas se rodaron otras de ficción que situaban la acción durante la contienda y que lograron una mayor aceptación entre el público. Sin embargo, el ejemplo más ilustrativo de cómo la cinematografía podía influir en la propaganda bélica fue protagonizado, al otro lado del Atlántico, por un actor británico que se había desplazado a Estados Unidos unos años antes para intentar hacer fortuna en la prometedora industria norteamericana.

Charles Spencer Chaplin había nacido en Londres el 16 de abril de 1889, hijo de dos actores y cantantes de music hall y opereta. La muerte de su padre a los diez años y la enfermedad de su madre le obligó a ganarse la vida por sus propios medios. Debutó muy pronto sobre las tablas, destacando como bailarín, y su primer papel como actor no le llegó hasta los doce años. Comenzó entonces una carrera de comediante de vodevil, que le llevó por primera vez a Estados Unidos en 1910, encandilando a su audiencia. Cuando volvió en el otoño de 1912 le fue ofrecido por primera vez un papel en una película, aunque su debut cinematográfico se pospuso hasta noviembre del año siguiente. En 1914 debutó en las pantallas como Charlot, el personaje que le reportaría mayor fama, y unos años después intentó hacer carrera como productor independiente en busca de una mayor libertad y tiempo para sus películas. A principios de 1918 llegó a un acuerdo con el National Exhibitors Circuit, una organización para la explotación comercial de películas, que aprovechó para dar la máxima difusión posible al proyecto en el que estaba embarcado: apoyar la causa de los aliados en la guerra que se estaba librando en Europa.

Realizó una película a favor del esfuerzo de guerra estadounidense: The Bond («El bono»), cuyo propósito era popularizar el empréstito de guerra que el gobierno había lanzado para recabar fondos entre los ciudadanos del país (era el conocido como Liberty Loan, «el préstamo de la libertad»). La película tuvo un gran éxito y su protagonista fue requerido para emprender una gira por todo el país con el mismo objetivo. En abril de 1918 reunió en Nueva York a treinta mil personas y dio un encendido discurso contra los alemanes, que por entonces estaban en plena ofensiva sobre Francia: «En este momento los alemanes tienen una posición de ventaja, y nosotros tenemos que conseguir esos dólares. Deberían servir para echar a ese viejo diablo, el káiser, fuera de Francia». Unos días más tarde, en Washington, añadía: «¡Los alemanes están en tu puerta! ¡Debemos detenerles! ¡Y les detendremos si compráis “bonos de la libertad”! Recordad, cada bono que compréis salvará la vida de un soldado, el hijo de una madre, y convertirá esta guerra en una pronta victoria». El resultado de la iniciativa fue mucho más que positivo, y Chaplin fue recibido por el presidente Wilson, que le agradeció en persona su labor.

Sin embargo por encima de todas estas acciones, la que tuvo más éxito y le dio reconocimiento internacional fue la realización de una segunda película en torno a las circunstancias de la guerra. Se trataba de Armas al hombro, que fue estrenada unos meses más tarde y que obtuvo un clamoroso recibimiento desde el primer momento en Estados Unidos y Europa. En ella el actor volvía a enfundarse en su personaje de Charlot, que esta vez era un recluta norteamericano que había de pasar innumerables sinsabores en un campo de entrenamiento. Cuando cae dormido por agotamiento sueña con que es trasladado milagrosamente al frente occidental, donde se enfrenta a todo tipo de situaciones, entre ellas capturar a toda una unidad alemana armado sólo de una cuerda y apañárselas para hacer prisionero al káiser. La comedia satirizaba de forma brillante sobre las miserias de la guerra y era capaz de dar un registro cómico, humano y esperanzador a la vez, sobre lo que había sido el escenario de uno de los mayores horrores que había vivido la humanidad hasta entonces. La interpretación de Chaplin estaba dirigida a conseguir el apoyo del espectador a una determinada causa política, sí, pero no era la retórica vacía que desde los gobiernos se difundía y que había saturado las fatigadas mentes de los que a diario tenían que bregar con la amargura de las consecuencias de la guerra. A esas alturas, la situación interna de los países ya no estaba tan consolidada.

EXTENUACIÓN

Privaciones, racionamientos, pérdida de poder adquisitivo por la inflación, escasez de alimentos y materiales… La vida cotidiana cada vez se hacía más difícil en las naciones en conflicto. En Francia el clima de unidad se estaba resintiendo debido a que todas las iniciativas para desbloquear el frente occidental fracasaban. La población se sentía especialmente harta con la insensibilidad de los políticos hacia ellos y sobre todo hacia quienes se encontraban en las trincheras. Los historiadores británicos Asa Briggs y Patricia Clavin opinan al respecto que «la tendencia de los gobiernos a comportarse como ludópatas con una mentalidad de “doble o nada” fue dañina para las esperanzas de acabar con la conflagración. Una vez comenzada la guerra, […] tenían que decidir si lanzar otra ofensiva con la esperanza de lograr un éxito decisivo y hacerse así con la victoria, o bien poner punto final a sus pérdidas y negociar la paz. La guerra anestesió la sensibilidad de los gobiernos, de modo que resultaba más fácil sacrificar cincuenta mil vidas más después de haber perdido las primeras». Y el sacrificio se alargaba sin que hubiese resultados.

A lo largo del año 1917 comenzaron a experimentarse los primeros síntomas de agotamiento en los dos bandos. En Francia la primavera de aquel año supuso el inicio de una serie de huelgas y protestas que pondrían en jaque al gobierno, mientras que en Alemania y Austria-Hungría la información del desmoronamiento del Imperio ruso con el estallido de la revolución hizo que el descontento hacia la gestión de los políticos y los militares creciese. El invierno de 1917 a 1918 apenas fue mejor que el anterior. El funcionario Corday apunta en su diario a comienzos de 1918: «El 31 de enero los trabajadores de los astilleros de Clyde emprenderán una huelga “si antes de esa fecha no se han iniciado negociaciones de paz”. Vemos aquí, sin duda, un nuevo desafío en la lucha entablada entre los pueblos y sus dirigentes: los pueblos exigen saber por qué los dirigentes les obligan a combatir. Se han necesitado cuatro años para que este legítimo deseo pudiese emerger a la superficie. En Rusia ya ha alcanzado su objetivo. En Inglaterra está haciéndose oír. Irrumpe ahora en Austria. No sabemos nada de lo fuerte que pueda ser en Alemania o Francia. Pero la guerra ha entrado en una nueva fase: la lucha entre los rebaños y sus pastores». Finalmente el desgaste interno jugaría en contra de las potencias centrales, que se desfondaron rápidamente a partir del verano de aquel año, haciéndose de repente más cercana la posibilidad de una paz que todos esperaban para más tarde.

Precisamente en ese ambiente de descomposición interna, sobre todo en Europa oriental, los últimos momentos de la guerra fueron especialmente duros para los civiles, y muy particularmente para un colectivo que surgió con fuerza durante esta contienda y que pasó a ser característico de los conflictos del siglo XX: los refugiados. Desde el comienzo de la guerra la invasión de Bélgica en el frente occidental y la movilidad de las líneas en el oriental, junto a la composición multiétnica de las comunidades de esa parte de Europa, hizo que los movimientos de personas desplazadas a la fuerza fuesen muy importantes. Y en los meses finales, con la caída sucesiva de los imperios ruso, austro-húngaro y alemán, ni la violencia ni la huida de población disminuyeron. Durante toda la guerra fue especialmente castigada la minoría judía, que en Rusia tradicionalmente había sido víctima de abusos y pogromos. Florence Farmborough, una enfermera británica que servía con el ejército ruso, observó en 1916 cuando se hallaba en la zona austríaca de Galitzia (en la actual Ucrania, una zona de mayoría judía): «La situación de los que viven en Chortkov es muy lamentable. [Los rusos] los tratan con una animosidad vengativa. Como ciudadanos austríacos disfrutaban de una casi total libertad y no tenían que padecer la cruel represión a que se ve sometido el judío ruso constantemente. Sin embargo ahora, con este nuevo régimen, sus derechos y libertades han desaparecido, y resulta evidente que aborrecen el cambio con toda su alma […] parece que la mera palabra “judío” es un insulto para los soldados rusos». El desplazamiento de masas de población muchas veces ocasionaba separaciones de familias y abandono de niños, que andaban vagando por los caminos y carreteras hasta caer exhaustos si nadie se hacía cargo de ellos. Una aristócrata rusa, la baronesa Tolstói, creó un servicio de patrullas para recoger niños abandonados, acogiendo sólo a comienzos de 1916 a cinco mil de ellos.

Sin embargo la mayor ayuda para civiles en situación de necesidad vino de entidades internacionales, como la Cruz Roja, que durante la Primera Guerra Mundial pasó de ser una pequeña entidad a una gran organización. Aunque su propósito original era velar por el respeto y cuidado de los heridos en el campo de batalla, la magnitud de la tragedia bélica y la multitud de casos de desamparo que estaba produciendo llevó a la organización a plantearse aumentar su espectro de actividades. Su carácter neutral y la nacionalidad suiza de sus delegados ayudaría mucho a disipar posibles recelos de las autoridades de las potencias beligerantes cuando les dirigiesen una petición. Además, a partir de este momento la organización también asumió la asistencia de prisioneros de guerra, al crear en Ginebra una Agencia Internacional de Prisioneros de Guerra. Sus cometidos fueron visitar las instalaciones en las que estaban retenidos, gestionar su correspondencia y atender a las demandas de información de los familiares que ignoraban si su pariente estaba vivo ni en qué estado. Además, esta agencia asumió el cuidado de aquellos civiles que se hubiesen quedado atrapados en territorio enemigo, para los que se realizaban tareas similares a las de los prisioneros de guerra. Pero la Cruz Roja no fue la única organización que desplegó una importante labor asistencial. El movimiento religioso cuáquero había intervenido ya en conflictos anteriores desempeñando actividades humanitarias. En 1917 se fundó en Estados Unidos la American Friends Service Committee, conocida generalmente como Socorro Cuáquero Internacional, que con la ayuda de su organización hermana británica (el Friends Service Council) se desplazó a algunas de las zonas devastadas por la guerra para desarrollar su labor asistencial. Se trataba en cualquier caso de buenos samaritanos en tiempos difíciles, hombres y mujeres que antepusieron la humanidad y la solidaridad a los valores que desencadenó la guerra en 1914. Quizá ellos fuesen la promesa para sus contemporáneos de que un mundo mejor era posible… si algún día acababa aquella guerra interminable.