BARDALIUT

Cuando Taniar y el Gran Barantán llegaron al casquete sur de Isla Tres, encontraron allí a Ziyam. Sin energía, el sarcófago médico se había abierto solo. Ahora la Atagaira flotaba delante de la escotilla, mirando perpleja a su alrededor. Aunque su aspecto había mejorado en los últimos días, tenía la mirada perdida de un cachorro abandonado, y el Gran Barantán se compadeció de ella.

—Vamos a llevarla con nosotros —dijo el hombrecillo.

—¿Por qué? —preguntó Taniar—. No nos hace falta.

—Está aquí, podemos salvarla y es una mujer hermosa. ¿Se necesitan más razones?

Taniar no contestó. ¿Qué podía decirle, «Me da miedo, creo que esa mujer está poseída por un demonio»?

La esclusa tenía un mecanismo de apertura manual para fallos de energía. Taniar lo abrió y los tres pasaron a la cámara intermedia. La diosa volvió a cerrar tras de sí, y la estancia giró ciento ochenta grados hasta mostrar la segunda escotilla. Alrededor de ésta había varias ventanas. Taniar se asomó y buscó el cilindro de la sala de control entre las estrellas.

—¡Allí está! Veo las luces.

—¿Tubilok no las ha cortado también? —preguntó el Gran Barantán.

—Necesita que la sala de control funcione para dominar la energía de las tres lunas. —Taniar entrecerró los ojos y lanzó un breve pulso de telemetría a través del cristal—. Estamos a diez kilómetros. ¿Crees que podrás?

—¿Dudas de mí? Desde Etemenanki hasta aquí había bastante más distancia que ésa, ¡oh diosa!

—Está bien, no tengo nada que perder. Prepara tu conjuro o como lo llames.

El Gran Barantán cerró los ojos, levantó su bastón y salmodió algo entre dientes. Cuando vio que alrededor de él y de Ziyam empezaban a orbitar unos minúsculos puntos de luz, Taniar abrió la siguiente esclusa.

El vacío del espacio absorbió la atmósfera interior de la cámara en menos de un segundo. Taniar ya se había abrazado al Gran Barantán. El empuje del aire los arrastró, y de pronto se vieron flotando fuera del gran cilindro central.

Taniar respiró. Podía respirar. A su alrededor se había formado una especie de burbuja blanquecina, lo bastante transparente para ver el exterior. Tocó las paredes con aprensión. Se movían y palpitaban como si fueran gelatina.

—No te preocupes, diosa de poca fe —dijo el Gran Barantán—. Las paredes resistirán.

—Pero no puedo empujar esto. Es demasiado elástico.

—Tú abrázame otra vez y vuela. La burbuja acompaña a mi cuerpo, así que si no te separas de él, cosa que dados mis indudables encantos no debe resultar difícil, nos moveremos todos juntos.

Taniar frunció el ceño.

—Estoy convencida de que conoces algún otro método en que no sea necesario que vayamos tan pegados.

—Tal vez lo conocía, pero encerrado en las cintas atrópicas se me han olvidado muchas cosas.

Taniar lo rodeó con un brazo, y dejó que el hombrecillo se encargara de agarrar a Ziyam. Podía parecer una superstición impropia de una humana acrecentada que se hacía llamar diosa, pero no quería tocarla.

Activó el anillo de vuelo y se dirigió hacia las luces que indicaban la posición de la sala de control. Tardaron un par de minutos en llegar. Tubilok no debía haber previsto que nadie saliese del Bardaliut en una burbuja mágica, de modo que no había cambiado la clave de apertura que Taniar conocía.

Atravesaron las esclusas y entraron a la sala. Una vez allí, el Gran Barantán pinchó la burbuja con su bastón y la hizo desaparecer. Taniar tiró de él hacia el suelo del cilindro, y los tres bajaron.

Una vez allí, Taniar activó varios tableros virtuales. Ziyam la miraba con una sonrisa bobalicona. La diosa pensó que el íncubo que la poseía debía haberle absorbido los sesos para luego abandonarla.

Se concentró en los controles. Un minuto después había encontrado la secuencia que iba a activar la ignición de las tres lunas. Faltaban quince minutos.

—¡Aquí está! Sólo tengo que anular el proceso y la conjunción será tan anodina como cualquier otra.

—¿Estás segura de que Tubilok no puede hacerlo desde dondequiera que esté? —preguntó el Gran Barantán.

—Me imagino que se encuentra en el Prates. Desde allí Tubilok puede controlar algunas cosas, pero las tres lunas sólo obedecen a las órdenes que se envían desde aquí. Por eso ha dejado la secuencia en automático.

—No entiendo gran cosa de lo que me dices, así que me callaré para no distraerte.

—Es lo más inteligente que te he escuchado desde que te conozco, hombrecillo.

Taniar había guardado sus propios programas y claves para trampear en la sala de control. Ahora los activó y trató de abortar la secuencia.

Nada.

Insistió, hasta hallar una larguísima clave camuflada. Me la querías esconder, ¿eh?, pensó mientras introducía los números y las letras.

De nuevo, nada.

—¡Mierda!

—¿Qué vocabulario es ése para una diosa? ¿Con qué autoridad prohibiremos a los niños que digan palabrotas porque los dioses del Bardaliut lloran?

—¿Esas tonterías se dicen en Tramórea? —respondió Taniar—. A lo mejor no es tan malo que Tubilok la destruya.

Por lo que veía, para desprogramar la secuencia había que introducir al menos otra clave, y no conseguía encontrarla. Quedaban diez minutos.

—No lo voy a conseguir. No podemos evitar que las lunas manden el haz de energía al Prates.

—¿Sólo se puede hacer como lo haces tú? ¿Cómo se llama eso? —preguntó el Gran Barantán, moviendo los dedos en el aire.

—Se llama teclear. Y sí. Sólo se puede hacer así…

Tragó saliva.

—A no ser que…

—¿A no ser que?

—La orden tiene que partir de aquí en el momento preciso. Si el centro de control no existe, no habrá orden.

—¿Destruyendo este cilindro arreglaríamos la situación?

—Sí. —Taniar volvió a teclear y a abrir pantallas dentro de las pantallas. Tenía la sospecha de que no iba a encontrar nada, y no lo encontró—. Por desgracia, el centro de control no posee un mecanismo de autodestrucción —dijo Taniar.

—¿Qué harías si lo tuvieras? Si haces pedazos este lugar, tú también perecerás —preguntó el hombrecillo.

—Todo depende. Si pudiera programarlo para una explosión con retardo, podríamos salir de aquí en esa burbuja tuya y yo la llevaría de regreso a Tramórea.

—Pero no puedes hacerlo.

—¡No, porque no existe ese maldito mecanismo! Cuando construimos el Bardaliut, a nadie se le ocurrió que podría llegar un momento en que nosotros mismos quisiéramos hacerlo trizas.

—Es curioso —dijo el Gran Barantán—. Creo que conozco un dispositivo de autodestrucción que puede funcionar.

—¿Cuál?

—Yo.

El hombrecillo lo había declarado con toda solemnidad. Taniar estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se dio cuenta de que hablaba en serio.

—¿Cómo lo harías?

—Dentro de mí guardo mucho más poder del que incluso tú, una diosa, puedes imaginar. Si desato los nudos que controlan ese poder, todo este lugar se convertirá en cenizas.

Si el hombrecillo le salvaba la vida, decidió Taniar, podía perdonarle incluso ese tono tan pomposo.

—El problema es que, si me quedo aquí, no podré salir en la burbuja y te perderás mi irresistible abrazo.

—¡Espera! —dijo Taniar—. Hay una solución. El observatorio de Tubilok. Aquí casi todo tiene construcción modular y se puede separar por piezas.

—¿Ese observatorio puede volar por sí solo?

Taniar negó con la cabeza.

—El mecanismo de separación le daría una aceleración muy débil. Pero es una cámara relativamente pequeña y ligera, poco más que una esfera de materia transmutable. Puedo propulsarla empujando contra las paredes con mi anillo de vuelo. Serviría a modo de burbuja para llegar hasta la atmósfera de Tramórea.

—¿Cuán rápido puedes volar, oh diosa?

—Mucho.

—Entonces, debes partir ya.

Ella se acercó y le dio un beso en los labios. Esta vez fue un beso de verdad. Cuando se separaron, él sonreía.

—He vivido una buena y larga vida en este mundo —dijo—, y reconozco que me he divertido. Pero me llevaré sobre todo el recuerdo de que fui besado por Taniar, la hermosa diosa de la guerra. ¡Vete ya!

Desde los tableros de control, Taniar desbloqueó el cierre de la escotilla que llevaba al conducto de unión, un tubo de tres kilómetros que conectaba la sala de control con el observatorio. Después programó los explosivos de desacoplamiento para poder activarlos desde allí. Todo ello lo hizo en estado de aceleración y no empleó más de cinco segundos. Cuando terminó, volvió al ritmo normal. Ahora se trataba de volar, y los nanos aceleradores no afectaban a la potencia del anillo de vuelo.

Antes de irse, se volvió y agarró la mano de la mujer. Hasta ese momento no le había importado nada su vida, y le había chocado que el hombrecillo se empeñara en llevarla con ellos. Pero sentía un súbito arrebato de altruismo; o tal vez era culpabilidad por salvarse huyendo y permitir que el Gran Barantán muriese por ella.

—¿Qué haces? —preguntó el hombrecillo, tirando del otro brazo—. Ella se queda conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Taniar.

—Mi última voluntad es disfrutar de un rato agradable con esta hermosa mujer —dijo el Gran Barantán, agarrando a la Atagaira por un hombro y apretándola contra él.

Ella puso cara de pánico y, con más energías de las que parecían quedar en aquel cuerpo consumido, exclamó:

—¡No, por favor! ¡Llévame contigo!

¿Ahora hablaba Arcano?

Taniar comprendió. El íncubo seguía dentro. Sin mirar atrás, voló hacia la escotilla de salida.

Cuando Taniar abandonó el cilindro giratorio de la sala de control, Ulma Tor comprendió que sus problemas no habían hecho sino aumentar. El estúpido de Kalitres se iba a suicidar colapsando su syfrõn. Lo que tanto había temido cuando engulló sin querer la de Mikhon Tiq iba a ocurrir ahora.

La única solución era correr el riesgo de abandonar el cuerpo de la mujer y desenrollar sus diez dimensiones. Así aparecería en el Onkos y se salvaría de este desastre.

La contrapartida era que se mostraría ante los ojos implacables de las Moiras. Y ellas lo destruirían.

Las probabilidades de perecer aquí eran de cien entre cien. Las probabilidades de ser aniquilado por las Moiras eran de cien entre cien.

Ulma Tor sufrió el cuarto momento de pánico de su existencia. Se debatió entre las dos opciones, incapaz de tomar una decisión.

El contador de la sala de control se acercaba al cero a toda velocidad.

Las Moiras. Elijo las Moiras, pensó. Pero cuando quiso abandonar el cuerpo de Ziyam y desplegarse, el miedo volvió a atenazarlo.

Kalitres le sonrió.

—Querido Rothmal, mi antiguo discípulo. ¡Qué buenos momentos hemos pasado juntos!

—Me has reconocido —musitó Ulma Tor a través de los labios resecos de la mujer.

—Al Gran Barantán no se le escapa una. ¿Sabes? Creo que vamos a disfrutar aún más del futuro.

Me voy, pensó Ulma Tor. Se arriesgaría con las Moiras. Pero ya era demasiado tarde.

Taniar voló a toda velocidad por el conducto semitransparente que unía la sala de control con el observatorio, y no frenó hasta llegar a las membranas osmóticas que lo cerraban. La deceleración a la que ella misma se sometió fue tan brusca que por un momento lo vio todo blanco, pero sus mecanismos internos compensaron la circulación y bombearon rápidamente sangre a su cerebro.

Pasó al observatorio. La burbuja era invisible. Taniar tuvo la impresión de que flotaba en el vacío y sintió un instante de pánico. Hasta entonces se había sentido muy a gusto en esas situaciones, pero ahora morir por descompresión se había convertido en una posibilidad muy real.

Volvió a entrar en aceleración. Tocó el cristal y usó el cuadro de control que apareció para activar una retícula de líneas blancas que recorrían las paredes. Ahora seguía viendo todo el firmamento a su alrededor, pero también podía distinguir dónde estaban los límites de aquella esfera de diez metros de diámetro.

El tiempo corría. Cuando salió de la sala de control, quedaban cuatro minutos y medio.

Detonó los explosivos. Con una pequeña sacudida, la esfera y se separó del conducto de unión. Taniar dudó si desprender también la sombrilla que protegía el laboratorio de los rayos del Sol, pero luego pensó que podría hacerle falta. Se acercó a una pared, apretó las manos contra ella y, al mismo tiempo que salía otra vez de la aceleración, encendió el anillo de vuelo a plena potencia.

Tenía que haber soltado la sombrilla, pensó. Peso demasiado.

Su disco inercial interno la informó de que la velocidad era de seiscientos kilómetros por hora. Ochocientos, mil… Siempre empujando, miró atrás. El Bardaliut era una mole oscura que sólo se distinguía porque bloqueaba la luz de las estrellas. Mil quinientos, dos mil kilómetros por hora. Ya no era hora de mirar atrás. Tres mil, cuatro mil… Los sistemas internos avisaron de que la materia híbrida del anillo estaba llegando al punto de inestabilidad. Si pasaba de allí, la explosión se produciría en sus tripas, y aunque no fuese tan fuerte como la que vaticinaba el Gran Barantán, bastaría para matarla.

Redujo la aceleración. Volvió a mirar atrás. Ahora la sombra del Bardaliut tapaba parte de la luna verde, pero el ángulo de firmamento que cubría era de quince grados. Se encontraba a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

Entonces ocurrió.

Una estrella en miniatura se encendió a diez kilómetros de Isla Tres. Adiós a la sala de control, adiós al Gran Barantán, adiós a esa mujer y al demonio que la poseía.

La bola de fuego creció a toda velocidad y alcanzó la sombra oscura de Isla Tres. La masa del Bardaliut fue devorada por la explosión, y se produjeron varios estallidos dentro de la conflagración principal. El silencio del espacio inducía a creer que aquello era sólo un espectáculo de luz, pero Taniar se imaginó unas llamaradas rugientes que atravesaban el Bardaliut de sur a norte vaporizándolo todo a su paso, incluidos sus moradores, los orgullosos dioses.

Taniar siguió empujando. Estaba a ciento setenta kilómetros. El poder que guardaba el Gran Barantán era enorme, mucho más de lo que su rechoncho cuerpo de metro y medio aparentaba, suficiente para destruir la morada de los dioses y para cegar momentáneamente las retinas naturales de Taniar. Pero mucho antes de que alcanzara el observatorio empezó a disiparse.

Taniar se había quedado embobada viendo la explosión. El cristal programable absorbía las partículas más energéticas, pero pensó que debería haber girado el observatorio para interponer la sombrilla protectora. Ahora lo hizo, usando pies y manos.

Los sistemas decían que había recibido una dosis de radiación alta, pero nada que los nanos reparadores no pudieran solucionar.

Las tres lunas habían llegado a su conjunción y seguían luciendo. El momento de la singularidad que tanto ansiaba Tubilok no se había producido. De momento, el Hijo del Hombre tendría que esperar. Mientras tanto, los simples humanos y una mujer que durante miles de años se había hecho llamar diosa seguirían teniendo un mundo donde vivir.

Taniar curvó su trayectoria y se dirigió hacia el planeta. Apagó el anillo de vuelo. Convenía que el mecanismo de materia híbrida descansara: Taniar ya podía ver la atmósfera de Tramórea como una fina y hermosa cinta azul perfilada contra el negro del firmamento. Cuando entrara en ella, tendría que usar el anillo para frenar si no quería que el roce del aire desintegrara el observatorio.

Durante un rato, Taniar se limitó a flotar en el centro de la esfera, contemplando el planeta. Era de noche en la parte oriental del continente, pero el sol todavía alumbraba Áinar y las islas Ritionas.

Era un planeta hermoso.

Y ahora iba a ser su hogar.