Hablad con más respeto del amo y señor cuando estéis delante de Gamdu —dijo el demonio metálico.
Gamdu, repitió para sí Derguín. Según el diario de Zenort, aquella criatura montaba guardia en la puerta del Prates tras la destrucción de Baldru, pero cuando él y Taniar liberaron a Tarimán estaba aletargado.
Sin pensar más en la cuestión, Derguín echó mano directamente a la empuñadura de Zemal. Pero el monstruo ya lo tenía encañonado y disparó.
Algo incandescente voló hacia Derguín y lo golpeó en el pecho cuando se hallaba a mitad de la fórmula de la aceleración. La armadura absorbió lo peor del impacto, pero el Zemalnit salió disparado hacia atrás. Es mi sino, pensó tristemente mientras pasaba con las piernas en alto entre sus compañeros. Tras dar con el trasero en el suelo, resbaló varios metros por aquella superficie que parecía untada de cera.
Mientras tanto, Togul Barok y Kratos ya habían entrado en aceleración y se abalanzaban sobre el monstruo. Derguín, aturdido por el golpe, no había llegado a pasar a Tahitéi. Se levantó a duras penas, con el cuerpo dolorido. La armadura se había vuelto a hinchar por dentro y entorpecía sus movimientos.
Era la primera vez que veía a otros guerreros en Ahritahitéi sin estar él mismo acelerado. Las maniobras eran tan fulgurantes que dejaban trazas en el aire. Kratos fue el primero en atacar al monstruo, al que propinó un golpe en el pecho con el plano de la hoja. De la espada surgió un óvalo azul que se extendió a gran velocidad, como una onda de choque, y la criatura retrocedió trastabillando.
Después de la batalla, Kratos le había hecho una pequeña demostración con Talavãra. Según el plano de la hoja con la que golpeara, el efecto del cintarazo era distinto. En uno de ellos, la espada ejercía una fuerza de repulsión que, como habían comprobado, podía levantar por los aires el cadáver de un caballo. Pero Gamdu era tan masivo que Kratos apenas había logrado desplazarlo un metro.
Togul Barok, por su parte, dirigió la lanza contra el monstruo y le lanzó una bola ígnea como la que había hecho estallar entre Derguín y Taniar. La explosión reverberó en la sala, y Gamdu volvió a recular. El proyectil de la lanza lo había alcanzado en el pecho, pero no parecía haber afectado demasiado a su blindaje incandescente.
Derguín trató de dilatar el pecho todo lo posible para que la armadura reaccionase deshinchando el acolchado interior. Pero el golpe le había cortado la respiración.
Son tres contra la bestia, pensó. Seguramente podrían con él, aunque pasaran algunos apuros.
No, tres no, se corrigió. Sólo dos. Linar se había quedado quieto como una estatua y había cerrado el ojo. Qué buen momento para hacer meditación, pensó Derguín.
A una velocidad imposible, Kratos había rodeado al monstruo y ahora lo atacaba por detrás. Derguín vio una lluvia de chispas que saltaban hacia el techo, y la mitad del ala izquierda del monstruo cayó al suelo con estrépito. La criatura debía tener ojos en la nuca o algo similar, porque sin volverse lanzó hacia atrás el único de sus cuatro brazos provisto de dedos. El golpe alcanzó a Kratos sólo de refilón, pero lo mandó dando tumbos, y el Tahedorán no se clavó en la espalda un aguzado cono que sobresalía de la pared por centímetros.
Togul Barok corrió hacia la bestia y dio un salto que lo elevó más de cuatro metros en el aire. Derguín apenas pudo distinguir su movimiento, pero el emperador atinó a clavar la lanza en la cabeza de Gamdu, pasó por encima de él y cayó al otro lado. El ojo derecho del demonio soltó un chorro de chispas y se apagó.
Con un rugido, Gamdu se giró para encarar a sus dos atacantes, que ahora se encontraban detrás de él. Antes de que terminara de darse la vuelta, Kratos se tiró al suelo y, deslizándose sobre la espalda, se coló entre las piernas del demonio metálico y le golpeó allí con el filo de Talavãra. De nuevo saltaron chispas y se oyó un estridente chirrido de furia.
Ya casi estoy, pensó Derguín. Ya casi estoy. Pero ¿por qué no intervenía Linar? ¿A qué estaba esperando?
Como si quisiera responderle, el Kalagorinor se volvió hacia Derguín y le señaló con el dedo.
El joven notó una presencia nueva y ominosa a su espalda. Fue como si algo robara la luz, pero no de las placas que alumbraban la sala, sino del aire y de sus propios ojos.
Sólo entonces reparó en que llevaba un par de segundos oliendo a azufre.
¡Reacciona!, se ordenó a sí mismo. Se dio la vuelta a tiempo de ver cómo en la puerta de salida de la cámara se materializaban dos figuras. Aún no habían terminado de concretarse sus formas cuando reconoció la armadura y el yelmo erizado de cuernos de Tubilok. El otro visitante, mucho más pequeño y delgado, sólo podía ser Mikhon Tiq.
¿Dónde está Taniar?, se preguntó. Al parecer, la diosa había faltado a su cita. Pero no era tiempo de lamentarse, sino de actuar.
Derguín entró en aceleración al mismo tiempo que Tubilok levantaba la lanza y un rayo verde brotaba de la contera. Se movió hacia la izquierda tan rápido que sus pies resbalaron, y al mismo tiempo desenvainó a Zemal.
Llegó el momento para el que me creaste, Tarimán, pensó.
El ataque de Tubilok no iba destinado a él. El rayo había alcanzado a Linar, formando a su alrededor una esfera luminosa de una extraña textura verde, a medias red y a medias espuma, que burbujeaba y despedía destellos como bengalas. El Kalagorinor intentó salir de ella, pero cuando ponía las manos en los tejidos de la red se oía un estridente restallido y saltaban descargas eléctricas que lo repelían y que hubieran matado en el acto a una persona normal.
La mirada de Derguín se cruzó con la de Mikha. Fue un instante tan sólo. A Derguín le pareció leer en los ojos de su amigo: «Es mejor que no te interpongas».
Mientras Linar se debatía en su jaula de energía, Kratos y Togul Barok seguían peleando contra el monstruo, que había desplegado una mano terminada en cadenas rematada por sierras circulares y lanzaba contra ellos latigazos que abrían grietas en las paredes y arrancaban chispas del suelo.
Tubilok no puede verme mientras tenga a Zemal, recordó Derguín. Se acercó al costado del dios y levantó la espada, dispuesto a cercenarle el brazo con el que empuñaba la lanza que ahora estaba apuntando hacia Togul Barok. Cuando se lo cortara, Tubilok ni siquiera sabría qué le había pasado.
Sin molestarse en girar la cabeza, el rey de los dises le lanzó un revés. El movimiento fue rápido y brutal como un trallazo. La contera de la lanza de Prentadurt golpeó a Derguín en el yelmo y lo derribó.
Resbaló de nuevo por aquel suelo traidor hasta topar con la pared más alejada de la entrada. Trató de controlar el pánico. El golpe había sido tan fuerte que por el lado derecho lo veía todo invadido por una niebla roja, y si le hubieran dicho que le faltaba esa parte de la cabeza se lo habría creído.
Tubilok ya estaba casi encima de él. Plantó ambas botas en el suelo, que retembló bajo su peso, levantó la lanza sobre el hombro y después descargó otro rejonazo dirigido al pecho de Derguín.
El joven rodó sobre sí mismo. La aguzada contera le rozó el espaldar, y a través del blindaje de la armadura sintió una corriente que contraía sus músculos. Trató de levantarse con rapidez, resbalando y a sabiendas de que le estaba dando la espalda al enemigo y el ataque podía llegar en cualquier momento.
Y llegó. Esta vez ni lo vio venir. Algo contundente, como una enorme bolsa llena de agua ultradensa, lo golpeó por detrás. Con un gruñido de dolor, volvió a caer.
Boca abajo, escupió sangre en el visor de la armadura. Toda su espalda era un bulto tumefacto que le enviaba señales contradictorias: frío, calor, dolor, embotamiento. Me ha reventado por dentro, pensó. Pero al tocarse con la punta de la lengua comprobó que en la caída se había clavado los dientes y se había roto el labio.
Se volvió, sintiéndose una tortuga dentro del caparazón. Tubilok se plantó de nuevo sobre él en dos zancadas. ¿Por qué he salido de la aceleración?, se preguntó Derguín al ver que el dios loco se movía a la velocidad normal.
Entonces comprendió que los dos se hallaban en Tahitéi.
El yelmo de su adversario se transparentó. Derguín contempló por primera vez su rostro y se quedó asombrado. Era el semblante de un hombre sabio, de cabellos plateados y profundos ojos azules, con una joya insertada en la frente que le daba aspecto de místico. ¿Ése era el dios loco? ¿Dónde estaba su locura?
La impresión duró apenas un segundo. Los ojos y la boca se contrajeron en un rictus de odio. El dios levantó el brazo para golpear de nuevo. Visto desde el suelo, parecía que midiera cinco metros y no tres.
—¡Ahora ya te recuerdo, mortal! ¡Tú partiste mi lanza! ¡Pero con esta mitad aún puedo condenarte a la perdición eterna!
De la contera brotó algo que Derguín sólo habría podido definir como agua oscura. Era como si alguien hubiera teñido de negro un estanque, hubiese arrojado una piedra en él y luego se las hubiera arreglado para rebanar tan sólo la fina película de la superficie y obtener una membrana que se comportaba como una onda. Sus crestas eran negras, pero sus senos eran aún más oscuros, como si en ellos anidasen tinieblas invocadas de todos los infiernos del mundo.
Derguín recordó el destino que había sufrido Bintra el Aifolu, hijo de Ulisha, y que había presenciado con sus propios ojos. De la lanza, manejada entonces por Ulma Tor, había brotado la misma oscuridad, que arrebató el alma de Bintra y redujo su cuerpo a una momia reseca.
Derguín trató de protegerse con Zemal. La hoja brilló con un color distinto, que era violeta sin serlo, una intrusión de otro universo que desconcertaba a los ojos. Alrededor de la espada se formó una membrana en forma de sombrilla. Las ondas mortíferas resbalaron sobre ella, y al hacerlo se deshicieron en un polvo negro que cayó a ambos lados de Derguín. El cristal del suelo humeó como si le hubieran arrojado un potente ácido, y Derguín escuchó un extraño coro de suspiros y gemidos que parecían brotar del vapor siseante.
Tubilok retrocedió, desconcertado. Seguían oyéndose ruidos del combate entre el demonio y los dos Tahedoranes. Una fuerte explosión hizo vibrar el suelo y oscilar las imágenes, pero Derguín apenas se atrevía a apartar la mirada del dios.
Por el rabillo del ojo izquierdo vio a Mikha, que se acercaba tan lento como la imagen de un sueño. Sigo acelerado, recordó Derguín. La espada le prestaba energías para resistir la Tahitéi, pero temía estar abusando de ella. Sólo ahora se empezaba a disipar la niebla del lado derecho de su visión, su espalda era un enigma a medias dolorido y a medias insensible y no había sido capaz de infligirle a su enemigo ni siquiera un arañazo.
La voz de Mikha sonó despaciosa y grave como si soplara a través de una larga tuba. Derguín no entendió sus palabras, no supo si pedía clemencia para él o incitaba a Tubilok para que lo rematara. El dios loco se volvió de medio lado. Cuando lo hizo, Derguín aprovechó para captar un atisbo rápido de la situación general.
El monstruo metálico había perdido un brazo, que se sacudía como si tuviera epilepsia y aporreaba el suelo, y también un ala entera. Kratos estaba en el suelo, pero ya se levantaba de nuevo algo aturdido, y Togul Barok volvía al ataque. Mientras, la jaula verde de Linar se había vuelto casi transparente. El Kalagorinor había conseguido sacar las manos por la malla y braceaba para librarse de la trampa.
Tubilok devolvió toda su atención a Derguín. Levantó la pierna y se la plantó en el hombro, frenando el golpe en el último instante para no aplastarlo. Todavía quiere divertirse conmigo, pensó el joven. Intentó herirlo con la espada, pero la bota del dios le inmovilizaba el brazo hasta el codo y el juego de la muñeca no le bastaba para que el filo de Zemal le rozara siquiera la pierna.
—Qué distinto es luchar contra un enemigo que no te ve. Siempre se ha dicho que no hay nada más miserable que golpear a un ciego. Pero también se dijo que cuando llegue el Hijo del Hombre los ciegos verán y los que ven quedarán ciegos.
—Yo no fui —masculló Derguín—. Yo no te ataqué.
—El mismo rostro, la misma espada. Si camina como un pato, grazna como un pato y nada como un pato, ¿no será que es un pato?
La bota pesaba cada vez más. Tubilok debía de estar jugando con la gravedad. La armadura de Derguín empezó a brillar frenética, dibujando líneas y figuras de luz por el peto y los brazales. No me falles ahora, suplicó.
Mikha volvió a decir algo. Derguín quería salir de Arhitahitéi para entenderlo, pero no se atrevía. Tubilok meneó la cabeza y dijo:
—Cada enemigo en su momento.
De pronto, Derguín sintió que una vibración recorría todos los átomos de su ser. Fue como si lo pasaran por una criba de hilos afilados como navajas, lo convirtieran en pedacitos y luego los volvieran a juntar.
Y todo cambió.
Ya no estaba en la sala del puente de Kaluza. Seguía tirado en el suelo, pero ahora sobre él había un cielo negro en el que no brillaba ni una sola estrella. Había luz, sin embargo, una luz que brotaba de los objetos sin que éstos brillaran. Simplemente se veían, sin sombras, pero con perfiles nítidos y cortantes, como grabados a buril en una plancha.
Tubilok le quitó el pie de encima y retrocedió unos pasos. Sus botas hicieron crujir el suelo. La naturaleza de los sonidos también era rara. Llegaban opacos, sin resonancias, como si los hubieran secado bajo una luz descarnada.
Derguín se incorporó. Una vez sentado en el suelo, aprovechando que el dios parecía concederle una tregua, se levantó apoyando las manos en las rodillas como un anciano.
Se encontraban en una llanura. A través de la armadura sintió la gelidez de un viento que no estaba hecho de aire, sino de otra cosa indefinible. Al norte —sin saber por qué, intuía que era el norte— se alzaba una cordillera de picos afilados y oscuros, como una dentadura podrida que alguien hubiera roto a martillazos.
Era la misma llanura de sus pesadillas. Derguín alzó la mirada hacia aquel firmamento de tinta, esperando encontrar el ojo ponzoñoso formado por las tres lunas. Pero no vio nada.
—¿Dónde estoy?
Tubilok se quitó el yelmo y lo dejó caer al suelo. Sonó un breve tañido metálico, que se cortó a mitad de la vibración.
—No hemos ido a ninguna parte. Estamos en el mismo sitio.
—No puede ser.
—Mira.
Tubilok se apartó. Detrás de él había unas presencias fantasmales, siluetas azules formadas de humo. Las reconoció. Eran Kratos y Togul Barok, luchando contra la bestia. El monstruo Gamdu estaba tirado de espaldas, y ellos lo golpeaban con sus armas. Más allá se intuía a Linar, levantando su vara.
Derguín se volvió a la izquierda y vio otra figura. Debía de ser Mikha, pero resultaba difícil reconocer unos rasgos tan difusos. Era como contemplar un teatrillo de humo y sombras sin oír nada.
Estiró el brazo para tocar a Mikha. Su mano lo atravesó. Pero el humo, o lo que fuese aquella sustancia que parecía la telaraña de la que se tejen los sueños, no se disipó ni se movió. Derguín siguió viéndolo dentro de su brazo, a través de la armadura y de su propia carne, pero no sintió nada.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó, volviéndose hacia Tubilok.
—Ahora estás en un mundo de materia oscura del tamaño del sol de Agarta, que coincide con él en el espacio porque así lo dispuse yo para mis fines. Es un planeta pequeño: esas montañas se encuentran mucho más cerca de lo que crees.
—¿Cómo puede ser que estemos en el mismo sitio que ellos y no nos podamos tocar? ¿Ellos nos ven a nosotros?
—Mikhon Tiq nos intuye, y supongo que el otro Kalagorinor también. La materia oscura y la normal no interactúan más que por la gravedad. La atracción que sientes bajo tus pies es la del puente de Kaluza, donde seguimos estando y a la vez hemos dejado de estar.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Mira tu mano derecha.
Derguín hizo lo que le decía Tubilok. Ni siquiera se había dado cuenta, pero las llamas de Zemal se habían apagado. Ahora era una espada de acero bien pulida y de hermoso templado, pero una espada normal al fin y al cabo.
En realidad, «normal» no era la palabra adecuada. Zemal se había convertido en materia oscura como él.
¿Seguía acelerado? Pronunció la fórmula de Ahritahitéi y no ocurrió nada. Ni entró ni salió de la aceleración. Al parecer, allí los nanos tampoco funcionaban.
—En este estado ciertas formas de energía no sirven para nada —explicó el dios—. Mi lanza sólo es una vara de metal terminada en una punta afilada. Pero con ella me basta para matarte.
Sin previo aviso, Tubilok dio dos pasos hacia él y descargó un golpe sobre Derguín. Éste interpuso la espada a tiempo de desviarlo, pero el impacto fue tan brutal que la vibración le recorrió todo el brazo y le entumeció el codo.
Tubilok volvió a retroceder.
—Tarimán era ladino y experto en artimañas. No sé qué más trampas podría esconder tu espada. Por eso, prefiero el riesgo de perder el poder de mi arma a cambio de privarte a ti de la tuya para que luchemos en igualdad de condiciones.
—¿Igualdad de condiciones? —dijo Derguín, reculando también—. ¡Tú mides tres metros y pesas media tonelada!
—No voy a encoger por igualar fuerzas, pequeño mortal. Cada uno es lo que es, y debe conocer sus limitaciones antes de inmiscuirse en combates que no le atañen.
—¿Qué no me atañen? Quieres destruir nuestro mundo.
—El tiempo corre incluso aquí. No voy a discutir más contigo.
El dios volvió a avanzar hacia él. Cada zancada suya cubría casi dos metros. Derguín empezó a retroceder, prácticamente brincando para mantenerse alejado de él, pero era muy difícil evitar que aquel gigante le comiera la distancia.
El arma de Prentadurt volvió a caer desde las alturas. Si hubiera sido una lanza normal con astil de madera, Derguín habría bloqueado el golpe y luego habría tirado un tajo para partirla en dos. Pero estaba forjada toda ella en metal o algo parecido al metal, y medía medio metro más que Zemal. Aunque no tenía filo, sólo un pincho al final de la contera, ya había comprobado que golpeaba con la contundencia de un martillo de guerra.
Derguín esquivó el golpe hurtando el cuerpo a un lado, y aprovechó el movimiento para lanzar su propio ataque. La hoja de Zemal impactó contra la armadura de Tubilok con un sordo klagg. Fue como dar un espadazo a una columna de mármol.
Derguín se apartó otra vez. La cabeza, se dijo, debía atacar a la cabeza aprovechando que se había quitado el casco.
El problema era que esa cabeza se encontraba a tres metros de altura.
Derguín adoptó otra guardia. Levantó el brazo derecho y dirigió la punta de Zemal hacia el rostro de Tubilok. No se hallaba a la distancia ni a la altura adecuadas, pero al menos amenazaba. Sabía que cualquier rival se siente menos tranquilo cuando ve el acero cerca de los ojos.
—Esto va a terminar ya, hombrecito —dijo el dios—. De veras que no tengo tiempo.
Tubilok volvió a levantar la lanza y a descargar un golpe desde arriba. No buscaba variedad, sabía que la pura potencia de su ataque infundía pavor y que si impactaba otra vez derribaría a Derguín y lo tendría a su merced.
Derguín brincó a un lado, y la lanza le pasó rozando el brazo izquierdo. Aprovechando el pequeño rebote en el suelo, saltó hacia arriba y tiró una estocada. La punta de Zemal arañó la mejilla de Tubilok y le arrancó la primera sangre. De haber sido un adversario de tamaño normal, la pelea se habría terminado allí, porque Derguín le habría atravesado la cabeza.
—¡Maldito mortal, cómo te atreves a herir a tu dios! —rugió Tubilok, y una furia homicida contrajo sus rasgos.
El siguiente ataque vino de costado, un mandoble asestado con todo el recorrido de aquellos larguísimos brazos y apoyado por una masa de cientos de kilos. En su posición, Derguín no podía esquivarlo, tan sólo interponer la espada. Lo hizo, pero la potencia que llevaba el golpe era tal que su propio acero chocó contra su brazo izquierdo y él cayó al suelo de nuevo.
Tubilok le pisó la mano derecha, se agachó sobre él y le clavó la rodilla en el pecho. Su peso era abrumador. El dios agarró el yelmo de Derguín con una sola mano, tiró de él y se lo quitó.
Se vieron cara a cara los dos por primera vez, sin cristales transmutables de por medio.
—Fuiste tú. No lo niegues.
—Fue mi antepasado Zenort quien te derrotó, no yo. —La armadura aguantaba bien los golpes, pero la presión la estaba deformando. Derguín sentía cómo se le aplastaban las costillas. Aunque apenas podía respirar, masculló a duras penas—: Pero lo habría hecho gustoso.
Tubilok sonrió casi con pena y levantó la lanza de nuevo para destrozar la cara de Derguín.
Lo intenté, pensó el Zemalnit. Pero de nada habían valido las argucias de Tarimán.
Tubilok apretó los dientes. Su gesto de serenidad se transmutó en otro de vesania en un mismo latido del corazón.
Derguín no quería, pero sus reflejos lo dominaron y cerró los párpados.
Se oyó otro sordo klaggg.
Abrió los ojos. La contera de la lanza se hallaba a un palmo de su cara. Un objeto metálico había interceptado el ataque, chocando contra el brazo blindado de Tubilok.
Derguín miró a su izquierda. Togul Barok empuñaba la mitad superior de la lanza de Prentadurt con ambos brazos y, apretando los dientes, hacía fuerza para evitar que Tubilok rematara su estocada. Las venas de su cuello y sus sienes se hincharon como sogas, pero consiguió apartar el arma de Tubilok. Después, sin esperar medio segundo, llevó los brazos hacia la derecha para tomar impulso y descargó un golpe tremendo en la cara del dios con el astil rojo.
Tubilok dio un grito de dolor, se levantó de un salto y retrocedió. Derguín se levantó por fin y trazó un par de círculos con la espada. Milagrosamente, el brazo no estaba roto.
Togul Barok lo miró con una sonrisa salvaje.
—La profecía decía «Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz», pero ahora somos tres.
—¿Qué quieres decir?
—Mi hermano Quimera lucha con nosotros —dijo el emperador tocándose la sien.
Tubilok tenía una herida en la cabeza. La joya que llevaba en la frente había desaparecido. Un reguero de sangre le caía sobre la ceja y el ojo derecho, tapándole la visión. La hemorragia no era mortal, pero no mostraba trazas de parar.
Al parecer, en el mundo de la materia oscura los nanos de autorreparación de los dioses tampoco funcionaban.
Con un grito de rabia, Tubilok se abalanzó sobre Togul Barok. Éste detuvo el golpe como pudo y, aunque retrocedió ante el peso de su enemigo, aguantó el impacto mejor de lo que lo habría hecho Derguín. Las dos armas se quedaron trabadas.
Ambos empezaron a empujar con las lanzas dibujando una X entre sus cuerpos. Tras ellos, Derguín intuyó dos fantasmas, uno de pie y otro caído, pero no prestó atención. La batalla que a él le atañía se estaba librando allí.
Los pies de Togul Barok se arrastraban por el suelo, pero seguía resistiendo. Derguín aprovechó para atacar, dio un salto en el aire y tiró una estocada a Tubilok.
La punta de su espada penetró por la oreja, pero al topar con el hueso resbaló y no pasó más allá. Tubilok volvió a aullar de furia y dolor y retrocedió, dejando libre a Togul Barok.
—¿De qué tiene hecho el cráneo? —preguntó Derguín a su medio hermano.
—¡No lo sé, pero Quimera dice que averigüemos de qué tiene hecha la carne!
Los dos se abalanzaron sobre él al mismo tiempo, uno por cada lado, y empezaron a descargar una lluvia de golpes. La técnica había desaparecido, todo era furia y deseos de machacar al enemigo y romperle los huesos. Tubilok tenía un ojo tapado por la sangre, lo que lo hacía parecer más loco que nunca.
Togul Barok golpeó con el filo de la moharra en el pecho de la armadura de Tubilok. A otro enemigo lo habría partido en dos, pero el blindaje del dios resistió. Rabioso, Tubilok le tiró un codazo a la cara. Se oyó un sordo chasquido, y la nariz rota de Togul Barok escupió un chorro de sangre. Pero el emperador agarró el brazo de Tubilok, le puso la zancadilla con ambas piernas y tiró de él para arrastrarlo al suelo.
El dios cayó sobre Togul Barok, que resopló cuando sus costillas crujieron bajo el peso combinado de su rival y su armadura.
La cabeza de Tubilok había quedado a la altura de la espada de Derguín, y su postura casi tumbada hacía que entre el borde de la coraza y la barbilla quedara un hueco de poco más de medio dedo.
Si en verdad era un natural, Derguín no necesitaría más que eso.
Con ambas manos, lanzó una estocada apoyada por todo el impulso de su cuerpo. La punta de Zemal atinó en el resquicio, rasgó la piel, rompió los tejidos, desgarró las venas y atravesó los cartílagos de la tráquea. Cuando por fin topó con el hueso reforzado y se detuvo, había causado graves estragos en la garganta del dios.
Derguín sacó la espada y retrocedió. Al hacerlo, del cuello de Tubilok brotó un borbotón de sangre, y después otro, y un tercero más. El dios se apartó de Togul Barok y trató de incorporarse, pero las fuerzas lo abandonaron y cayó de rodillas, tratando de contener la hemorragia con el guantelete.
Genuflexo, era poco más alto que Derguín. El joven se acercó de frente a Tubilok y lo miró a la cara. Sus ojos, uno azul y otro cubierto de sangre, le devolvieron la mirada con odio.
—Tengo un recado de un viejo amigo —dijo Derguín, preparándose para la estocada final—. Tarimán se lo dio a Orfeo para que él me lo diera a mí, y ahora yo te lo entrego a ti, su destinatario.
Tubilok quiso decir algo, pero de sus labios sólo salió un gorgoteo ininteligible.
—Desde el reino de la muerte, Tarimán te recuerda que la mujer a la que asesinaste, la madre de su hija, se llamaba Zemal. Como esta espada.
Tubilok tosió. El chorro brotó con tal fuerza que salpicó el peto de Derguín.
—Eso no es todo —añadió el Zemalnit—. También me dijo que eras muy aficionado a citar frases de otras personas y otras épocas, pero que él tenía su propia frase favorita y quería que te la dijera.
Derguín echó el brazo atrás, y después lanzó otra estocada con la precisión de un bisturí. La punta de Zemal penetró justo entre las dos pupilas del ojo izquierdo de Tubilok, reventó el globo ocular y siguió camino por la cuenca. Derguín había puesto tanta rabia y fuerza en el golpe que incluso la lámina que reforzaba el hueso del cráneo cedió, y el acero que Tarimán había extraído de los restos de una supernova se hundió en su cerebro.
—Sic semper tyrannis!! —gritó Derguín Gorión, el Zemalnit.