En sólo veintiún años Derguín había visto prodigios como para colmar tres vidas, y si la suerte le sonreía esperaba contemplar muchos más. Pero cuando amaneció sobre Agarta supo que nada de lo que pudiera ver ni antes ni después se podría comparar con aquel espectáculo. Recordó aquel fragmento del diario de Zenort:
Ahora que me veo próximo a la muerte, lo que más lamento es no haber llegado a contemplar las maravillas de Agarta. Debería haberle pedido a Tarimán que me llevara por el puente de Kaluza para ver el interior del planeta, pero no lo hice, y luego ya no volvió a presentarse la ocasión.
Deseó que, del mismo modo que él podía compartir los recuerdos del primer Zemalnit gracias a su memoria genética, Zenort pudiera compartir ahora su visión.
Viajaban por uno de los larguísimos tubos cilíndricos que componían el puente. Desde lejos, esos tubos se antojaban ranuras y salientes en un fuste de piedra. Pero eran en realidad columnas embebidas en la superficie del puente, cada una de las cuales tenía más de trescientos metros de anchura.
A partir de la franja de transporte por la que se desplazaban, el suelo —que desde la superficie de Agarta parecía pared— bajaba en una suave curvatura a ambos lados hasta llegar a la línea de intersección con la siguiente nervadura. Si Derguín miraba a los lados, podía creer que estaba en el centro de una serie de lomas alargadas que se sucedían en un paisaje monótonamente ondulado hasta perderse de vista.
Al darse la vuelta, pudo ver de dónde venían. La llanura que habían dejado atrás empezaba a quedar tan lejos que parecía más un mapa que un verdadero paisaje. Lo sorprendente era que el escenario de la batalla ya no estaba abajo, sino colgado como un fresco pintado en una pared. Los detalles individuales no se apreciaban, salvo que destacaran tanto como la montaña Estrellada, un pico solitario coronado de nieve y rodeado de bosques y llanura. Pero incluso la montaña era tan pequeña desde allí que bastaba con poner delante la mano para taparla de la vista.
Alejando un poco la vista de los pilares del puente se veía a la derecha un gran mar. Según el mapa de la región, en una de sus bahías se hallaba Narday, capital de la difunta Teanagari. La reina se había hecho llamar Grande, pero la ciudad no era más que un borrón que apenas se intuía. Siguiendo la costa de ese mar se divisaban bosques y más bosques separados por ocasionales manchas pardas y surcados por cintas serpenteantes de color rojizo que debían ser ríos. Más allá, había una cordillera alargada de picos nevados, y otro mar sembrado de islas que se comunicaba con el primero por un estrecho canal.
El paisaje seguía en todas direcciones, pues en el puente no ocurría como en la superficie de Agarta, donde la turbidez del aire ocultaba de la vista la franja que los lugareños conocían como la Nada. Desde aquí Derguín podía contemplar la cúpula entera y corroborar con sus propios ojos que no existía ninguna separación entre la Tierra de Abajo y el Reino Celeste, que para ellos ya ni siquiera se hallaban arriba y abajo, sino a la espalda o al frente; pues los trucos y efectos de la gravedad artificial en el puente de Kaluza eran desconcertantes.
Unas horas antes Linar, Togul Barok, Kratos y él habían caminado hasta la base del puente, donde los cimientos se hundían directamente en el suelo. La pendiente en el primer tramo era de cuarenta y cinco grados. Si la superficie hubiese sido de granito habrían tenido que trepar a gatas, y aun así habría sido una ascensión dificultosa. Pero el puente estaba construido de un material perlado que no era piedra ni metal y que tenía un aspecto tan resbaladizo como el mármol pulido y encerado.
Sin embargo, cuando Derguín se acercó el primero y levantó el pie para plantarlo en el puente, había notado cómo fuerzas contradictorias tiraban de su cuerpo y sintió un vértigo similar al que había experimentado en el pozo que unía las dos escaleras entre Tramórea y Agarta. Para librarse cuanto antes de esa sensación, había dado dos pasos rápidos, y de pronto todo había cambiado.
La ocasión era seria y a la vez triste, pues no sabían si triunfarían en su empeño o si volverían a ver a los que dejaban allí. Pero cuando Derguín subió al puente, los amigos que los habían acompañado hasta allí no pudieron evitar las risas. Al darse la vuelta para mirarlos, el joven Zemalnit comprendió su jolgorio: él los veía a ellos sobre una cuesta de cuarenta y cinco grados, inclinados de tal manera que parecía imposible que no cayeran de bruces al suelo. Se dio cuenta de que si se acercaba a Kratos, que estaba a punto de trepar al puente, se daría un cabezazo con él mucho antes de que sus pies se tocaran. Al imaginarse la escena él mismo soltó una carcajada.
Una vez reunidos los cuatro sobre el puente, Kratos y Derguín se habían despedido con un último gesto de la mano. Después habían emprendido la marcha siguiendo a Linar y Togul Barok, que no miraron atrás.
—¿A qué distancia está el Prates? —había preguntado Kratos, que hasta entonces no pareció preocuparse por esa cuestión práctica.
—A seis mil trescientos kilómetros —respondió Derguín.
—¿Seis mil trescientos?
Derguín disfrutó un momento del cómico gesto de desconcierto de Kratos. Después le contó lo que sabía por la lectura del diario y su memoria genética, y también por las instrucciones de Taniar.
Aunque visto desde abajo el puente de Kaluza parecía una gran columna que apuntalaba toda Agarta, su función principal no era sustentar la estructura, sino proveerla de gravedad. Sin explayarse en conceptos físicos abstrusos, Derguín le explicó a Kratos que, para aprovechar el flujo gravitatorio como modo de viajar, los creadores del puente habían diseñado unas franjas de desplazamiento tanto en el exterior como en el interior.
Para llegar a la primera franja tuvieron que caminar una hora, ya que los constructores no habían querido que esas vías celestes se encontraran demasiado cerca del suelo. Cuando llegaron allí seguía siendo de noche, pero los ojos de la vara serpentígera de Linar iluminaban sus pasos.
Derguín se volvió una vez más. Las hogueras del campamento que habían dejado atrás parecían flotar en el aire como un enjambre de luznagos rojos.
—Es aquí —dijo Linar—. Viajaremos a gran velocidad, pero no os asustéis. El viento nos acompañará.
Eso también se lo había explicado Taniar en las ruinas de Dhamara.
—Vais a alcanzar los trescientos kilómetros por hora. A esa velocidad, el aire de cara os derribaría. Pero la franja de transporte crea un túnel de viento que os acompañará todo el trayecto, de tal manera que como mucho notaréis una suave brisa.
Al llegar a la franja que buscaban, la reconocieron fácilmente. Salía de la superficie del puente, pero la ranura de la que brotaba era tan fina que no habrían podido meter la punta de un cuchillo. Era una especie de senda de dos metros de anchura, de un material más blanco que el resto del puente y que emitía una fosforescencia muy tenue.
De nuevo, Derguín fue el más atrevido y puso el pie encima el primero. Notó el tirón enseguida, pero como había dejado la otra pierna atrás estuvo a punto de caerse. Reaccionó a tiempo, saltó y braceó para recuperar el equilibrio. Cuando se dio la vuelta, vio que se estaba alejando de sus compañeros. Saltó a un lado y casi tropezó de nuevo. Recordó que más adelante, cuando viajaran a toda velocidad, no debía abandonar aquel sendero si no quería romperse todos los huesos.
En realidad, la franja no se movía, y ni siquiera la pisaban, aunque era difícil percibirlo, pues sus pies levitaban a un milímetro sobre su superficie. Era el flujo gravitatorio artificial el que los desplazaba, cada vez más rápido hasta llegar a los trescientos kilómetros por hora que les había dicho Taniar.
La diosa también les había aconsejado la mejor hora para partir. Si lo hacían en las últimas horas de la noche, les amanecería al sobrepasar la intersección entre el pilar y el puente.
—¿No deberíamos viajar cuando el sol esté apagado? —había preguntado Derguín.
—Es imposible cruzar el puente en sólo doce horas —había contestado Taniar—. Las franjas de transporte no alcanzan suficiente velocidad. El viaje os ocupará algo más de un día y una noche. Llegaréis a vuestro destino al amanecer.
—¿No nos quemará el sol?
—Su luz no es como la del sol de Tramórea. Emite en radiaciones de menos energía. Además, el aire viajará con vosotros en dirección al centro. Si fuese al contrario y el viento soplara desde allí, os abrasaríais. Pero no correréis ese peligro.
Así pues, viajaban sin tener que caminar y sin apenas sensación de movimiento una vez que su velocidad se estabilizó. Durante la primera hora de luz Derguín disfrutó del paisaje como un niño. Después, por asombroso que le pareciera, empezó a hacérsele tedioso, como a los demás. La mañana transcurrió y llegó el sol naranja, un sol que se veía ya bastante más grande que desde el suelo. Pese a lo que había dicho Taniar, se notaba más calor. Kratos y Togul Barok empezaron a sudar, y se despojaron de las armaduras. Derguín no lo hizo, pues la suya amortiguaba no sólo los golpes, sino también los cambios de temperatura.
Conversaban a ratos, pero la mayor parte del tiempo iban sumidos en sus pensamientos. Derguín no dejaba de acordarse de Tarimán. Aunque sólo había hablado con él en sueños, visiones o por medio de estatuas parlantes, enterarse de su muerte le había causado una gran tristeza. Por otra parte, le guardaba cierto rencor por haberle manipulado genéticamente.
—Tu resentimiento es absurdo —le había dicho Orfeo en una breve conversación que mantuvieron antes de la partida—. Si Tarimán no hubiera sometido a manipulaciones a tu embrión, serías otra persona, no el que eres. Le debes tu existencia actual a él, te guste o no.
—Al menos podría habérmelo contado antes y no dejar que lo descubriera leyendo un diario y conociendo a una antigua amante.
—¿Y no es la mejor manera de averiguarlo. —Un sabio antiguo decía que todo el conocimiento es recuerdo, y que aprender no es sino traer a la memoria todo aquello que uno ha olvidado.
Orfeo estuvo relativamente amable en aquella charla. Justo antes de despedirse, Derguín comprendió la razón.
—Antes de morir, Tarimán me envió sus últimas voluntades. Entre ellas había dispuesto algo para ti. No te emociones pensando en herencias, con la espada que llevas al cinto tienes más que suficiente.
—¿Qué es lo que quiere de mí?
—Cuando llegue el momento, deberás transmitirle un mensaje de su parte a Tubilok.
—¡Oh, muy bien! Mientras estoy luchando por mi vida con él, detendré el combate como un árbitro de Tahedo y le diré: «Señor Tubilok, si no te importa debo darte un recado de parte de tu amigo Tarimán».
Orfeo había curvado la boca en un gesto de escepticismo.
—No creo que sea la mejor ocasión para ello, pero tú eres el guerrero.
—¿Las inteligencias artificiales no captáis la ironía?
—Sólo la que es realmente ingeniosa.
Tras aquel comentario, Orfeo le había contado por fin cuál era el mensaje de Tarimán. Ahora, pensando en él, Derguín desenganchó la trabilla de la vaina y examinó la espada de cerca.
—De modo que fuiste una mujer de verdad —le dijo a la cabecita del pomo—. ¿Por qué nunca me has hablado, Zemal?
En realidad sí lo había hecho, aunque fuese sin palabras. Mientras estaban separados se había comunicado con él en visiones. Y le había manifestado que él era su legítimo dueño cuando sus llamas se apagaron en manos de Ulma Tor.
—Aun así, espero que algún día me hables de verdad y me cuentes cosas de ese viejo zorro —dijo Derguín—. Para tratarse de un dios era un tipo decente. Me habría gustado conocerlo más.
Derguín había perdido la noción del tiempo. Las tierras de las que procedían se encontraban ya tan lejos que los accidentes se mostraban tan reducidos como en la cúpula que pendía sobre sus cabezas. Resultaba difícil saber si habían llegado a mitad de su trayecto o aún les faltaba mucho.
Cuando el sol se puso marrón, Linar les dijo:
—Ya nos queda menos distancia de la que hemos avanzado. ¡Ánimo!
Al anochecer, se quedaron de nuevo a oscuras salvo por la vara de Linar. Toda Agarta desapareció de su vista. Las hogueras, candiles y velas que pudieran encender los habitantes de aquel mundo eran demasiado débiles para vislumbrarlas desde allí. Derguín se imaginó que en la vieja Tierra habrían visto gruesos puntos de luz en los lugares donde se alzaban ciudades tan grandes como Tártara o aún mayores.
—Deberíais dormir un rato —dijo Linar.
—¿Crees que seremos capaces? —preguntó Derguín.
—Intentadlo. Tenéis que estar lo más frescos posibles cuando lleguemos.
Kratos fue el primero que se tumbó, y como buen soldado no tardó en dormirse. Derguín le imitó un poco después. Al principio pensó que no lograría conciliar el sueño. El campo invisible que los transportaba tenía la dureza de una tabla. Además, no dejaba de pensar en todo lo que había ocurrido hasta entonces y, sobre todo, en lo que los aguardaba. Aun así, en algún momento se durmió profundamente y, por una vez, no tuvo sueños.
Cuando se despertó, era todavía de noche. Kratos seguía dormido, y Togul Barok también. No había ninguna referencia que le informara de cuántas horas de oscuridad quedaban. Linar, que debía de tener un reloj interno, le dijo que no amanecería hasta dentro de cuatro horas, y que en el exterior la conjunción se produciría en seis horas.
¡Seis horas!, pensó Derguín. Una eternidad para averiguar qué ocurría por fin, si los planes de Tubilok tenían éxito y Tramórea y sus habitantes se hundían en el olvido. Apenas un latido para prepararse ante el enfrentamiento que se avecinaba. La aprensión se agarraba como un garfio a su vientre. A los doce años, cuando se preparaba para los exámenes de Uhdanfiún y sentía ese mismo dolor, pensaba que al hacerse mayor se le pasaría. Ya había comprobado que no.
El resto de la noche se le hizo eterna. Pero todo tiene un final. Estaba tumbado otra vez boca abajo cuando oyó a Togul Barok exclamar:
—¡Se está encendiendo!
Él y Kratos no notaban nada, pero Togul Barok era nictálope como una Atagaira merced a sus pupilas dobles. Derguín se puso el yelmo y se bajó el visor. El emperador tenía razón. La negrura hacia la que avanzaban se había convertido en una pared azul. Debían estar ya tan cerca del sol que ocupaba todo el campo de visión.
Cuando el azul pasó a verde, Derguín se levantó el ventalle y contempló aquel astro interior con sus propios ojos. La luz que emitía era muy tenue, pero bastaba para distinguir vagamente la superficie del puente.
El pardo del sol empezaba a adquirir un tinte púrpura, Kratos dijo:
—Es como acercar la cara a una chimenea.
Derguín no sentía apenas el calor gracias a su armadura, pero los rostros de Kratos y Togul Barok se empezaban a perlar de sudor.
Estaban llegando al primero de los dos anillos de Escher que circundaban el sol. Desde su posición, se levantaba prácticamente vertical sobre ellos.
—Espero que lleguemos pronto o nos vamos a cocer —masculló Kratos, secándose el sudor con la manga de la casaca.
El anillo, que desde lejos parecía fino como una lámina, ahora se había convertido en una pared de varios metros de anchura que subía como una torre plateada. Era tan grande que, al igual que ocurría con el propio puente, de cerca no se apreciaba su curvatura.
La franja de transporte se desvió a la derecha en una curva muy amplia y pasó al lado de aquella estructura. Tenía varios kilómetros de ancho, pero no tardaron en dejarla atrás.
Empezaron a notar que algo invisible los empujaba suavemente hacia delante. Era la franja, que estaba reduciendo la velocidad, mientras que sus cuerpos querían mantener la inercia del movimiento. Se aproximaban al anillo interior, donde debía estar la entrada.
Viajaban ya a la velocidad de un galope tendido, que pronto se convirtió en un trote y por fin en un tranquilo paso. Tras dos intersecciones más, la franja llegó a su final y se hundió en una ranura bajo la superficie del puente. Cuando saltaron fuera, apenas notaron el frenazo.
Allí, junto a la pared del anillo, había una gran abertura en el suelo del puente, o en lo que ellos veían como suelo. Taniar les había avisado para que no se aferraran demasiado a las perspectivas, pues en aquel lugar podían cambiar con rapidez.
Pese a saber lo que les aguardaba, todos agradecieron que el viaje casi hubiera terminado. Se hallaban a menos de cinco kilómetros del sol, que ya empezaba a verse incandescente. Taniar les había dicho que no irradiaba tanta energía como una estrella de verdad, pero la temperatura empezaba a ser insoportable. Derguín se sentía algo culpable al ver a Togul Barok y a Kratos sudando a chorros y con los rostros enrojecidos de calor, pero pensó que quitarse el casco para compartir sus penalidades sólo tranquilizaría su conciencia y no contribuiría para nada a su misión.
—Ya estamos cerca —dijo Linar—. A partir de ahora, debemos andar alerta.
Taniar no les había ofrecido indicación precisa de cómo entrar. Lo que tenían bajo ellos era un pozo de forma rectangular, de unos seis metros de ancho. Al fondo se advertían luces blancas, pero era complicado precisar qué les esperaba más adelante; parecía un dédalo de tuberías y enrevesadas estructuras geométricas.
—¿Qué profundidad tiene eso? —preguntó Kratos—. Yo diría que es una caída como para matarnos.
—Recuerda que aquí el arriba se vuelve abajo y las paredes se convierten en suelo con mucha rapidez —respondió Derguín, aunque él tampoco se decidía a bajar. Los diez primeros metros de paredes eran lisos; no había escaleras ni nada remotamente parecido a un asidero.
Fue Linar quien primero se aventuró. Simplemente dio un paso adelante y se dejó caer. Tras resbalar pegado a la superficie interior del pozo un par de metros, se detuvo y se levantó. Ahora lo veían torcido noventa grados con respecto a ellos, como un enorme insecto con los pies adheridos a la pared.
—¡Venid! Es fácil —les dijo.
Los tres imitaron a Linar a la vez, ya que había sitio de sobra para todos. Derguín volvió a experimentar esa peculiar náusea, como si las tripas buscaran mejor acomodo dentro del cuerpo y al hacerlo todos sus contenidos se removieran. Durante un instante sintió que caía, pero antes de que pudiera invadirle el pánico notó cómo su peso lo apretaba contra la pared y la caída se convertía en deslizamiento.
Se levantaron los tres también a la vez. De pronto, lo que habían estado viendo como un pozo rectangular se había convertido en un amplio pasillo. Caminaron por él hasta el punto en que empezaban las tuberías y las estructuras extrañas. Ni Derguín, pese a los recuerdos de la tecnología de Tártara, sabía interpretar sus formas. Siempre había un camino expedito entre los tubos y la maquinaria, pero a veces cambiaba de pared, o pasaba a recorrer lo que hasta entonces era el techo, de modo que los cambios de orientación eran constantes. Llegó un momento en que Derguín se acostumbró a la sensación de recolocación dentro de su cuerpo, y ya le resultaba incluso divertido adelantarse a los demás o rezagarse para caminar durante unos segundos en ángulo recto con respecto a ellos o verlos colgados del techo como moscas.
El lugar parecía un laberinto por aquellos cambios de gravedad y por lo enmarañado de la red de tubos. Sin embargo, Linar se orientaba perfectamente. Según él, iba recordando que había estado allí en una ocasión, pero Derguín sospechaba que no les contaba toda la verdad.
—Nos encontramos cerca ya —dijo Linar—. ¿Tenéis las armas preparadas?
Se pararon un momento para ajustarse las protecciones. Kratos llevaba su coraza de placas y el yelmo con carrilleras. Había desechado las grebas y el escudo porque si había lucha no pelearía en el seno de una formación, sino de forma individual, como Tahedorán. Llevaba al cinto su nueva espada, Talavãra, y el cuchillo de diente de sable. También se había cruzado al hombro un tahalí del que colgaba por detrás su sable de Tahedo.
Togul Barok se cubría con una larga cota de malla que, dada su envergadura, debía pesar cerca de cuarenta kilos. Sin embargo, él se movía con ella con tanta soltura como si vistiera una túnica de seda. Llevaba una espada al cinto, pero en la mano derecha aferraba la lanza roja, con la punta dirigida siempre adelante. Por algún comentario que había hecho, Derguín sospechaba que no conocía todos sus poderes. Esperaba que no se equivocara y disparara algún rayo mortífero contra sus propios compañeros.
En realidad, no acababa de fiarse de Togul Barok, aunque no tenía más remedio que fingir que lo hacía. Resultaba muy difícil interpretar sus gestos, y más sus miradas con esos extraños ojos de dios. Tan sólo se traicionaba algunas veces cuando se tocaba la sien con los nudillos y movía los labios como si dialogara con una presencia interior.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Linar en un par de ocasiones. Su tono daba a entender que sabía qué le pasaba al emperador.
Derguín recordó la profecía. Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz. Lo cierto era que aquel verso no especificaba si habrían de combatir aliados o enfrentados. Siempre había dado por supuesto lo segundo, pero ahora quería convencerse de que la primera interpretación podía ser la correcta. Sin embargo, no dejaba de recordar leyendas que hablaban de personajes que intentaban manipular o esquivar oráculos adversos, y que invariablemente fracasaban en su intento de burlar al destino.
Esperaba que a él no le ocurriera eso. Togul Barok siempre era un mal enemigo. Armado con la lanza se convertía en mucho peor.
Las paredes del túnel se abrieron de repente. Se hallaban en una sala muy grande, cuyo techo se curvaba en un extraño diseño. La parte derecha —la más cercana al Prates, si Derguín no se había desorientado mucho— era cóncava como una cúpula, mientras que la izquierda era convexa. La zona donde ocurría la transformación no se distinguía con claridad, porque en el centro se formaban unos extraños espejismos visuales que provocaban cierto vértigo.
Las paredes estaban plagadas de tubos que se cruzaban en direcciones caóticas. Entre ellos había artefactos con estructuras geométricas, como tetraedros, cubos, esferas deformadas, toroides, y otras más irregulares que otorgaban al conjunto un aspecto casi orgánico. El suelo era transparente y resbaladizo. Por debajo, a unos veinte centímetros, corría una red de líneas plateadas y doradas tan laberíntica como los tubos de las paredes, aunque al menos sólo se cruzaban en dos dimensiones.
Derguín se agachó y tocó aquel suelo. De pronto había sufrido la ilusión de que esas líneas, que parecían circuitos impresos, no estaban por debajo del suelo, sino encima, como imágenes en relieve flotando en el aire.
—Este sitio es de locos —comentó.
—Supongo que por eso dicen que Tubilok es el dios loco —respondió Kratos.
—Hablad con más respeto del amo y señor cuando estéis delante de Gamdu —dijo una voz chirriante.
Cuando se volvieron a mirar, descubrieron que tenían compañía. Un demonio metálico de cuerpo incandescente había aparecido a su espalda.
—¿No habíamos acabado con todos? —preguntó Kratos.
—No —respondió Derguín—. Se me olvidó decirte que Gankru, Molgru y Aridu tenían otro hermanito.