BEARNIA

Abajo, las cosas se veían de manera diferente. En realidad, no se veían. Darkos, que estaba en la tercera fila, tenía los escudos de las Atagairas enemigas a poco más de cuatro metros, pero los cuerpos de sus compañeros, más altos que él, se interponían. Sabía de sobra que lo habían metido entre los demás soldados porque de lo contrario tendrían que haberlo dejado con la impedimenta, en la retaguardia. Pero eran tan pocos que no había retaguardia, y todas sus provisiones y enseres habían quedado simplemente abandonados en el suelo, detrás de ellos. El ejército que venía por el sur no tardaría en llegar a esa posición y encontrarse con aquel regalo.

Sin embargo, ése no era el mayor problema.

Aunque el combate era brutal, había breves pausas en él. Las dos líneas fronteras chocaban, se asestaban lanzazos y espadazos y empujaban con los escudos, pero la violencia extrema se concentraba en apenas un minuto. Después los contendientes, sin que mediara tregua formal, reculaban un paso y tomaban resuello, apartaban a sus muertos o heridos si podían, siempre tan cerca del adversario que bastaba con que alguien volviera a dar el mismo paso al frente para que todo se desatara de nuevo.

En uno de esos respiros Jisko, que formaba en la cuarta fila, se apartó un poco para echar un vistazo, pues se oían gritos de alarma por su propio flanco izquierdo.

—¡Nos están rodeando!

—Claro que nos están rodeando —dijo Gavilán, volviéndose de medio lado.

—¡No me refiero a esos que vienen por el sur, capitán! ¡Hay enemigos por todas partes, a derecha e izquierda! ¡Es una maniobra envolvente!

Darkos volvió a mirar a Linar. El Kalagorinor estaba un poco pálido, pero parecía el mismo que había invocado los vientos durante su travesía y que había sido capaz de salvarlos del mohoga. ¿Es que no pensaba despertar de una vez?

—¡Mira que tiene cuajo el abuelo, seguir dormido con este escándalo! —dijo Gavilán, como si le hubiera leído el pensamiento.

Las primeras líneas volvieron a chocar. Ambladión, el soldado que se encontraba delante de Darkos retrocedió de golpe y casi lo arrolló.

—¡Han matado a Khremi! —gritó, levantando la lanza sobre el hombro—. ¡Hija de perra, toma!

Después asestó un golpe con todas sus fuerzas, y Darkos oyó un crujido y un grito. Ambladión avanzó, pisando las placas de la coraza de su propio compañero caído. Darkos descubrió que el hombre de la primera fila tenía un golpe en la cara que le había descuajado la mandíbula hacia un lado. ¿Qué clase de arma podía hacer algo así?

Lo comprobó enseguida, pues él mismo tuvo que avanzar para no quedarse separado de Ambladión. Abrió las piernas para esquivar al muerto de la cara destrozada, pero no pudo evitar pisarle la mano. «Lo siento», murmuró. El avance fue torpe y atropellado. De pronto todos ellos se encontraron dos o tres metros más adelantados, entre cuerpos caídos, la mayoría de Atagairas. Darkos vio en el suelo a la mujer a la que acababa de matar Ambladión. Era muy corpulenta, y llevaba en la mano derecha una maza rematada con pinchos, y en la izquierda un escudo que había quedado boca abajo. Por dentro era de varas de madera, cosidas a una piel curtida. La guerrera tenía la garganta destrozada. Un hueso roto asomaba por aquella raja que parecía una segunda boca. Darkos ignoraba qué tipo de golpe podía sacar un fragmento de hueso así; tal vez se había enganchado en la punta de la lanza de Ambladión.

—¡Pasa a la última fila, Darkos! —le dijo Gavilán—. ¡Cámbiale el sitio al chico, Garuff!

El avance continuaba a trompicones. Ahora Darkos veía mejor: la primera fila de las Atagairas, que en realidad a estas alturas debía ser ya la segunda, estaba rota. Algunas aguantaban en el sitio, pero otras reculaban y dejaban a sus compañeras con los costados desguarnecidos. Sus armas pintadas de amarillo eran muy bonitas, y las placas de madera resistían bastante bien los golpes cortantes como los que daban las espadas con el filo. Pero los Invictos sólo recurrían a la espada si la lanza quedaba inservible. Su táctica era lanzar continuamente rejonazos a la cara de las adversarias y, cuando éstas se cubrían con el escudo, les buscaban las piernas. Habían descubierto que, si el golpe era lo bastante fuerte, la punta de hierro se abría paso entre los pequeños huecos de las placas de madera y el empuje del resto de la moharra terminaba de separarlas.

Aunque fueran ataviadas con aquellos colores que distinguían perfectamente a los batallones, las Atagairas no parecían tan entrenadas como los Invictos para luchar como unidad. A cambio, eran temibles en el combate individual. Cuando alguna decidía no retroceder, poseída por el ardor de la refriega, le daba igual que sus compañeras recularan y la dejaran abandonada como un escollo solitario contra las olas: seguía peleando con denuedo, golpeando a diestro y siniestro con la espada de doble filo que llevaban todas ellas y que manejaban mejor que la lanza.

—¡Garuff! ¡El sitio! ¡Cámbiale el sitio! —insistió Gavilán.

El soldado trató de meterse por delante de Darkos, aunque no era el mejor momento, porque estaban apretados y empujando de nuevo entre gruñidos. Una espada pareció caer del cielo y pasó rozando la mejilla de Darkos. El tajo iba destinado al hombro de Ambladión, y lo encontró, porque el veterano había tenido que bajar el escudo para detener otro golpe de su adversaria, que era una antagonista formidable de casi dos metros de estatura. La hoja resonó contra las placas de hierro como un martillo, y Ambladión se inclinó y clavó la rodilla en el suelo.

Por primera vez, Darkos se vio cara a cara con una enemiga que estaba a dos metros, aunque hubiera otro soldado interpuesto. La mujer le miró y le enseñó los dientes. Tenía la cara pintada de amarillo y un yelmo rematado por dos alas que la hacían parecer todavía más alta.

A Darkos le aterrorizó, pero su cuerpo reaccionó de la manera que menos esperaba. Con un chillido histérico, tiró un lanzazo a la cara de la Atagaira. Ésta no se lo esperaba en ese momento, como no se lo esperaba el propio Darkos: la punta de hierro le entró en la boca y le rompió los dientes.

—¡Aaaaaggg!

El grito fue de Darkos, que extrajo la lanza asqueado y horrorizado. La guerrera retrocedió con un gesto extraño, los ojos muy abiertos y un chorro de sangre brotándole por la boca.

No era la primera vez que Darkos mataba a alguien. En las catacumbas de Ilfatar, había agarrado del cuello a un oficial Aifolu y le había sostenido la cabeza bajo el agua mientras su amigo Toro le clavaba el cuchillo en la garganta. Había sido horrible, pero eso no le hizo sentir mejor ahora.

—¡Quita de ahí, muchacho! ¡Déjame a mí! —le dijo Garuff, arreglándoselas de algún modo para tirar de las correas de su coraza sin soltar la lanza.

Ambladión se enderezó, pero soltó el escudo y lo dejó caer al suelo. Después, con su lanza, remató a la guerrera Atagaira, que estaba de rodillas en el suelo vomitando más sangre y trozos de dientes.

—¡Qué haces, loco! —gritó Gavilán—. ¡Coge el escudo!

—¡Me ha roto la clavícula! —contestó Ambladión, ensañándose con la mujer caída—. ¡Tengo el brazo muerto!

Al mismo tiempo que decía «muerto», una lanza arrojada desde su izquierda se le clavó entre el cuello y el hombro, donde debería haber estado el escudo. Ambladión retrocedió y estuvo a punto de derribar a Darkos, que lo agarró como pudo. Pero era como querer sostener un saco de patatas con el fondo roto. El soldado resbaló sobre el cuerpo de Darkos y cayó al suelo.

Estaba en primera fila. A dos metros vio una pared de escudos y yelmos, y rostros pintados de ocre con los ojos y las bocas abiertos en un grito de guerra furioso. Por encima de los cascos alados de las guerreras ondeaba un gran estandarte amarillo en el que un águila extendía las alas. Más allá se levantaba una atalaya, a la que Darkos no habría prestado atención si no fuera porque allí arriba se encontraban Kybes y Baoyim, atados a sendos postes.

—¡Mira, Gavilán! —gritó—. ¡Ahí es…!

Una guerrera que le sacaba la cabeza saltó por encima de una camarada muerta y, con los pies en el aire, tiró un tajo con su espada a la cabeza de Darkos. El muchacho se encogió y levantó el escudo. La hoja chocó contra el ribete de metal con un sonoro tañido, y el escudo a su vez le golpeó en la cara. Desde detrás de la plancha de roble, Darkos tiró un lanzazo a ciegas y notó que la punta topaba en algo duro. Se oyó un grito de dolor. Al mismo tiempo, unos brazos tiraron de él hacia atrás. Era Garuff, y Darkos tardó un par de segundos en darse cuenta de que el soldado había arrojado su propia lanza para clavársela en un ojo a la Atagaira que lo había atacado.

—¡Atrás! ¡Ponte atrás! —le ordenó.

—¡Ya era hora de que lo hicieras, pazguato! —gritó Gavilán—. ¡Si le pasa algo te despellejo!

Darkos estaba ahora en la última fila, que en su caso era también la segunda, ya que habían perdido a dos de sus cuatro miembros. Retrocedió un poco y se apartó de Garuff para recuperar el aliento. El corazón le latía como si tuviera un martillo dentro que le aporreaba las costillas, y notaba la lengua hinchada y con sabor a sangre por el esfuerzo y la tensión.

Por allí atrás el panorama no era bueno. El ejército del sur se acercaba tanto que ya se distinguían figuritas en sus filas. Pero lo peor venía por la izquierda. Una cuña de caballería embestía directamente contra ellos. Las amazonas vestían atuendos parecidos a sus compañeras de infantería, pero los caballos blindados con petrales negros y rojos eran una visión de pesadilla.

¡No eran caballos! Unas alas postizas decoraban sus testeras, pero los cuernos marfileños en la frente eran auténticos. ¡Las Atagairas cabalgaban unicornios!

Sonó un toque de cinco notas vibrantes, repetido por otras dos trompetas. Darkos no sabía que significaba, pero de algún modo lo intuyó.

—¡Última fila al frente! —gritó Gavilán, y los soldados que estaban en la retaguardia junto a Darkos giraron sobre los talones para afrontar la nueva amenaza.

—¡Rodilla a tierra! —exclamó alguien.

Darkos imitó el ejemplo de los demás. Plantó la rodilla derecha en el suelo y con la espinilla izquierda apuntaló el escudo, protegiéndose detrás de él como si fuera una barricada. Después clavó la contera de la lanza en el suelo y la inclinó hacia delante, apuntando con la moharra a los hocicos de los unicornios.

—¡Los caballos no atacan una formación cerrada! —le dijo el soldado que ahora tenía a su derecha—. ¡Aguanta!

—¿Y los unicornios? —preguntó Darkos. La punta de su lanza temblaba como una caña de pescar cuando pica un pez grande.

El prado retumbaba bajo los cascos de aquellos corceles. Cargaban con un trote pausado, grandes y oscuros como nubarrones de tormenta. Las guerreras que los montaban levantaron sus jabalinas sobre los hombros, dispuestas a lanzarlas. Estaban a menos de quince metros.

—¡Aguanta, chaval! ¡Aprieta el culo y aguanta! —insistió el soldado.

Entonces, como suele ocurrir en el caos y el frenesí de la batalla, ocurrió lo imprevisto.

Se oyeron agudos silbidos en el aire. La mujer que embestía al frente de la cuña gritó y levantó los brazos. Del pecho le salía más de medio metro de lanza. Sin querer, la Atagaira tiró de las riendas de su unicornio, que se revolvió hacia un lado y recibió el topetazo de la cabalgadura que venía detrás. Ambos animales cayeron en un alboroto de patas y petrales, y sus jinetes rodaron por el suelo.

Detrás de ellas se había desatado un caos parecido. Había lanzas asomando de los cuerpos de las guerreras y también de sus monturas, atravesándolos como si fueran flechas arrojadas por una catapulta.

Después vinieron las sombras negras. Se movían entre los corceles como fantasmas oscuros arrastrados por un torbellino, y a su paso mujeres y unicornios caían fulminados. Por el aire volaban manos, cabezas, los animales se desplomaban con los remos cercenados, todo a tal velocidad que la vista apenas podía seguirlo.

Eran hombres, sí, no espíritus. Darkos había visto a su padre y a Derguín moverse muy rápido, pero estos guerreros los superaban.

—¡Ahri! ¡Las aceleraciones que buscaba! —gritó Darkos, comprendiendo de súbito que aquellas Tahitéis de las que habló el Gran Barantán no eran un mito, que sí existían.

—¿Qué estás diciendo, chaval?

La carga de caballería era ya crónica del pasado. Habían caído cientos de guerreras, como si un huracán hubiera soplado sobre un bosque tronchando y derribando todos los árboles a su paso. Las supervivientes huyeron, cada una donde su criterio le daba a entender. Aquellas siniestras figuras negras que dejaban borrones en el aire se materializaron frente a Darkos. Entre ellas se veía una luz brillante que conocía muy bien y que le hizo levantarse y dar un brinco de alegría.

Los fantasmas se habían convertido en soldados ataviados con corazas y uniformes negros, armados tan sólo con espadas de Tahedo. Durante un momento se detuvieron, formando dos filas de cuarenta o cincuenta hombres, y al salir de la aceleración fue como si se hubieran vuelto a materializar en el mundo de los humanos.

Delante de ellos había un hombre muy alto, casi un gigante, vestido también de negro y armado con una lanza roja que parecía demasiado corta para su estatura.

Y a su lado, protegido con aquella siniestra armadura erizada de crestas y pinchos, estaba el Zemalnit, Derguín Gorión.

Y el arma que empuñaba en ambas manos sobre el hombro derecho era otra vez Zemal, la auténtica Espada de Fuego.

—¡Invictos! —gritó Derguín, con la voz amplificada y deformada por el yelmo—. ¡Abrid las filas y dejad que cortemos la hierba para vosotros!

Gavilán comprendió, y dio órdenes a toda velocidad, pero los soldados de la Horda ya se abrían a ambos lados, apretándose y empujando para dejar un pasillo.

El gigante levantó la lanza sobre su cabeza y gritó:

—¡Noctívagos, con vuestro emperador! ¡Ahritahitéi!

De nuevo los soldados se convirtieron en borrones. El gigante, que no podía ser sino el legendario Togul Barok, pasó corriendo junto a Darkos a más de cien kilómetros por hora, haciendo silbar el aire a su paso. A medio metro de él cargó el Zemalnit, y detrás de él los llamados Noctívagos. Entraron como una tromba por el hueco que les habían abierto y se arrojaron sobre las filas enemigas. Fue como ver un maremoto embistiendo contra un embarcadero de madera.

—¡Ahritahitéi! —exclamó Darkos, apoyando el escudo en el suelo—. ¡Ahritahitéi!

—¿Qué quieres decir, muchacho? —le preguntó Gavilán.

—¡Qué Ahri es un genio! ¡Al final encontró los números!

En ese momento fue cuando el dios pasó volando sobre sus cabezas.

Anfiún volvió a lanzarse en picado. Cuando estaba a unos cinco metros del suelo, corrigió su trayectoria y voló rasante y reduciendo la velocidad hacia la retaguardia del ejército de Kratos. Éste seguía aferrado como podía al brazalete el dios, temiendo que lo soltara sobre las lanzas de los enemigos. El aire silbaba en sus oídos. Pasaron sobre un montón de bultos apilados en el suelo. Provisiones e impedimenta, pensó por un instante, pero se olvidó de aquel detalle enseguida.

A la derecha cabalgaban las amazonas de la reina, formando una punta de flecha que iba a embestir en oblicuo contra la retaguardia de los suyos. Los Invictos de la infantería pesada podían repeler cualquier carga de caballería, pero la fila que veía Kratos ahora se hallaba tan quebrada y ondulada como el cuerpo de una serpiente, y muchos de esos hombres, le constaba, eran arqueros y jinetes que no estaban acostumbrados a resistir formando una muralla de escudos y apretando los dientes.

Algo extraño ocurrió en aquella cuña de jinetes. De pronto volaron proyectiles oscuros a una velocidad imposible, que causaron estragos instantáneos entre las Atagairas y abortaron la carga. Era como si una plaga repentina se hubiese desatado entre ellas. A los proyectiles les siguió un grupo de soldados que se movían mucho más rápido que los unicornios a los que perseguían y desjarretaban al pasar.

Están en Tahitéi, comprendió. ¿De dónde habían salido? ¿Era acaso otra extraña raza de Agarta, guerreros que dominaban como rutina los secretos que sólo se revelaban a los Tahedoranes después de muchos años de estudio y prácticas?

Ese brillo, pensó. Una línea de fuego se movía como un relámpago, barriendo en un arco de destrucción de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. A su paso sólo quedaban cuerpos caídos y miembros cortados.

Es Derguín, comprendió.

Pasaron por encima de aquellos hombres y de los Invictos, y después de Atagairas con armaduras amarillas que levantaban las manos y señalaban a su paso. Volaban tan bajos que Kratos tuvo que encoger las piernas para no toparse con ninguna lanza. Iban directos a la atalaya.

Rozaron las cabezas de mujeres que debían ser burócratas y funcionarias, y también de varones que huían espantados. El pie de Kratos golpeó el yelmo de una mujer ataviada con una armadura dorada y le arrancó una de las alas que lo adornaban.

El dios frenó casi de repente en el aire y lanzó el brazo adelante. Kratos trató de aferrarse, pero salió disparado como el proyectil de una catapulta. Pasó entre los postes que sostenía la atalaya, y milagrosamente no se abrió la cabeza contra ninguno de ellos.

Mientras volaba entró en Urtahitéi. Todo se hizo mucho más lento y pudo ver adónde caía. Se preparó, y cuando se estrelló sobre la hierba lo hizo con las manos por delante, pero sin tratar de parar el impacto con ellas. Se revolvió sobre la cabeza y dio una voltereta. La aceleración era engañosa. Aunque él pensaba que no iba tan rápido, el resto del universo no lo sabía, y su cuerpo llevaba una inercia que, cuando cayó de espaldas, le hizo rebotar un metro. Volvió a encogerse, dio una nueva voltereta y esta vez se puso de lado y empezó a rodar por el suelo haciendo trompos sobre sí mismo.

Por fin, se detuvo. A través del jubón almohadillado, notaba cada una de las anillas de su cota de malla clavadas en la espalda y en el pecho, pero estaba vivo.

Besó el suelo y se levantó, saliendo de la aceleración. Se encontraba a más de diez metros de la atalaya, detrás de las líneas de las Atagairas. Había una especie de cercado simbólico, formado por estacas espaciadas sobre las que habían clavado aspas pintadas de rojo. Al parecer, nadie debía pasar de allí para no profanar el puente de Kaluza.

Bien, pues él ya lo había hecho.

Frente a Kratos, la batalla continuaba. Pero las tornas empezaban a cambiar, al menos por esa zona. La pradera donde estaba Kratos se hallaba sobre una suave ladera, lo que le permitía ver por encima de las cabezas de las Atagairas y comprobar que aquella unidad de negro se había abierto paso entre ellos como lobos famélicos en un rebaño de ovejas. Ya no parecían moverse tan rápido; debían haberse desacelerado para no abusar de sus propios cuerpos, pero el caos que habían sembrado en el batallón central de la reina ya no tenía remedio.

Miró a su izquierda. Algo rojo bajaba del cielo hacia él. Otra vez.

Desenvainó a Talavãra y apretó su empuñadura con rabia, mientras giraba sobre sus talones para encarar a Anfiún.

El dios de la guerra se dejó caer pesadamente delante de él. Con un sordo TUDDD, sus botas troncharon la hierba.

—¿Qué dijiste de pelear en el suelo, hombrecillo?

El dios desenvainó su propia espada. Debía medir dos metros del pomo a la punta, la hoja tenía un palmo de anchura y Kratos prefería no calcular cuánto podía pesar.

Respiró hondo y aferró a Talavãra con ambas manos. La profunda vibración recorrió su cuerpo, resonó en sus costillas y le devolvió las fuerzas. Le pareció que sus músculos se hinchaban, que todo él se dilataba. Tal vez fuera sólo una ilusión, pero era magnífica.

La empuñadura quemó su mano derecha. Fue un segundo, como si le hubieran clavado un ascua sacada de una hoguera. ¿Una broma de Tarimán? Abrió los dedos un instante. Donde había aparecido brevemente aquella inscripción roja ahora se veían unos números legibles, tres filas de tres.

Gracias, herrero, pensó Kratos, al mismo tiempo que un chorro de fuego líquido se derramaba por su cuerpo. Levantó la espada sobre la cabeza y saltó sobre su enemigo, lanzando un tajo vertical contra su pecho.

El dios abrió la boca en un gesto de desconcierto, mostrando sus colmillos de metal. Talavãra, rodeada de zarcillos de energía, golpeó con el filo su armadura de gruesas bandas rojas. Kratos sintió cómo el blindaje cedía con un chasquido, y unos relámpagos azules recorrieron el enorme cuerpo de Anfiún y lo hicieron sacudirse como si sufriera un ataque de epilepsia.

El dios retrocedió, con una grieta negra y humeante en la placa que le cubría el pecho. Kratos volvió a atacar. Esta vez Anfiún detuvo su acometida con el filo de su propia espada. Saltaron más chispas y el dios volvió a sacudirse, pero sacó fuerzas para empujar a Kratos y mandarlo al suelo.

Él también ha entrado en aceleración, comprendió Kratos, que se revolvió en el suelo. Se encontraba tendido de espaldas todavía cuando vio cómo esa mole se le echaba encima. No era un salto, el dios estaba volando de nuevo, aunque fuera a metro y medio del suelo, para caer sobre él y aplastarlo.

Kratos apenas tuvo tiempo de interponer la espada. Lo hizo con el plano de la hoja, por la parte que se correspondía al interior de su muñeca, una postura forzada que tuvo que improvisar.

Cuando la enorme espada de Anfiún cayó sobre la suya, las dos hojas no llegaron a chocar. Un óvalo azul apareció alrededor de Talavãra, y se convirtió en una onda que creció a gran velocidad y se proyectó como un cono de energía contra el dios. Hubo un instante de silencio extraño, como si bajara la presión del aire, y Kratos notó que los tímpanos se le comprimían. De pronto toda esa presión se liberó en un sonoro estallido, y Anfiún voló, esta vez involuntariamente, empujado por una fuerza que Kratos sintió como la repulsión que separa dos imanes.

Kratos se puso en pie. Su espada guardaba muchas sorpresas, pero no le habría venido mal conocerlas antes de enfrentarse al mismísimo dios de la guerra.

—¿Por eso estabas en la fragua de Tarimán, verdad? —dijo Anfiún—. El herrero te ha forjado esa espada.

El dios le miró a los ojos. Sus iris brillaron como dos brasas.

Kratos se cubrió los suyos con la hoja. La espada volvió a vibrar más fuerte, cosquilleándole las palmas, y a través de los párpados cerrados le pareció ver un resplandor rojo.

—¡¡AAARRRRGGGG!!

El grito sonó como una mezcla de cerdo acuchillado en la matanza y karchar herido por unos arponeros. Kratos abrió los párpados y vio que el dios trastabillaba, con las manos tapándose la cara. De entre los dedos le salían volutas de humo.

Anfiún apartó las manos y se enderezó, como si el dolor se hubiera esfumado de golpe. Sus ojos habían desaparecido, sustituidos por dos amasijos negruzcos que seguían humeando.

Al parecer, Talavãra le había hecho probar su propia purga.

Kratos volvió a lanzarse sobre Anfiún, y le atacó por la derecha, buscando el costado con un revés. Para su sorpresa, el dios interpuso su enorme espada; debía tener algún sentido sobrehumano que compensaba la pérdida de los ojos. Las dos armas chocaron con un resonante tañido. Una nueva red de chispas recorrió la espada de Anfiún, que se quebró en dos. La enorme mano del dios se convulsionó alrededor de la empuñadura, y soltó el arma como si quemara.

Kratos se puso de lado y volvió a golpearle en el pecho, usando de nuevo el plano de la hoja por la parte interior de su muñeca. Alrededor de la espada volvió a aparecer el cono de ondas azules y, con un estallido, el hechizo de repulsión de Talavãra empujó la enorme mole del dios hacia atrás, levantando sus pies del suelo.

Anfiún cayó sobre su divinal trasero y resbaló dos metros sobre la hierba. Kratos le siguió a la carrera y, sin darle tiempo a que se repusiera o utilizara su poder de volar, aprovechó que estaba sentado y le lanzó un tajo a la altura de los ojos empleando en ello todas sus fuerzas.

Notó una leve resistencia, pero fue como si cortara un queso fresco con un cuchillo bien afilado. El impulso del golpe le hizo girar sobre sus talones y describir una vuelta completa. Cuando terminó la maniobra, el dios seguía sentado. Le faltaba la mitad de la cabeza a partir del puente de la nariz. Del corte, tan limpio que ni el mejor cirujano de campaña podría objetarlo, salían chorritos de sangre, pero también unos breves chisporroteos y pequeñas espiras de humo negro.

¿Qué tendrán estos dioses en la cabeza? Las manos de Anfiún todavía se movían, abriéndose y cerrándose como enormes tenazas que poseyeran vida propia. A Kratos le habían enseñado sus abuelos y sus padres que los dioses eran inmortales. Para comprobarlo, levantó la espada, la llevó atrás hasta tocarse casi los riñones y golpeó poniendo todo el peso de su cuerpo.

Talavãra hendió el cráneo ya abierto de Anfiún y abrió una brecha en su armadura de un palmo de longitud. Kratos sacó la hoja y vio que había rajado al dios de la guerra hasta la mitad del tórax. Después le puso el pie en el pecho y empujó. Era como mover el yunque de Tarimán, pero finalmente el dios cayó hacia atrás, de espaldas en la hierba, tan rígido que las piernas se le quedaron en alto.

Kratos miró el filo de Talavãra. Pese a los golpes salvajes que había propinado y recibido, no se veía ni una mella, y la hoja estaba limpia como si acabara de pasar por las manos del pulidor.

Salió por fin de la aceleración, y sólo entonces se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se dejó caer al suelo, cerca del tetradóntico cadáver del dios. Le dolían todos los músculos, en parte por la caída en la pradera y en parte por la aceleración. Pero era diferente a otras veces. Si hubiera pasado en Urtahitéi tanto tiempo como había hecho ahora en esta nueva aceleración, estaría inconsciente. La espada le brindaba nuevas fuerzas, un vigor que no había tenido ni con quince años menos.

Volvió a mirar la empuñadura. Sobre la superficie negra habían vuelto a aparecer letras rojas, pero esta vez eran caracteres Ainari y los pudo leer.

Soy la espada Talavãra

última obra de Tarimán,

a quien llamaron dios herrero,

pero no era más que un hombre.

Pertenezco a Kratos May

y a quien la herede de él.

Kratos besó la empuñadura y volvió a susurrar:

—Gracias Tarimán. En verdad eras un hombre de palabra.

Los Noctívagos se habían detenido para descansar, y se limitaban a mantener el terreno. Pero ya habían hecho suficiente. Su avance cegador había abierto un sendero de destrucción en los batallones amarillo y blanco. En su camino no quedaba nadie con vida, y entre la montonera de cadáveres tan sólo sobresalían lanzas, espadas clavadas en el suelo o miembros alzados al Reino Celeste en el rigor de la muerte.

Derguín y Togul Barok todavía tenían fuerzas para seguir luchando. Los dos salieron de la aceleración casi hombro con hombro. Las enemigas se apartaban a ambos lados, dejando un amplio pasillo.

Caminaron hacia la atalaya. Al pie, treinta o cuarenta guerreras vestidas de verde formaban un semicírculo alrededor de un gran estandarte amarillo con un águila. Bajo él se congregaban varias mujeres y algún hombre con ropajes civiles, incluida una Atagaira gruesa como un barril de cerveza, algo que Derguín nunca había visto en su raza. Al lado de la mujer obesa había otra más alta, cubierta por una armadura de oro y tocada con un yelmo que antes de la batalla debió tener dos alas en el penacho en lugar de una.

—Esos de arriba son amigos míos —comentó Derguín, señalando a la atalaya. Atados a dos postes, como si fueran comida para los Ghanim, estaban Kybes y Baoyim. Al lado había una guerrera de armadura roja con una antorcha en la mano.

—Pues me temo que vas a tener que despedirte de ellos —dijo Togul Barok—. Esa mujer está a punto de prenderles fuego.

—¿Considerarías un abuso que, en nombre de nuestra reciente camaradería, te pida que los salves del apuro?

—Si piensas que cortar unas cuantas cabezas hombro con hombro basta para olvidar viejas rencillas, es que sigues siendo el mismo joven iluso al que conocí.

No obstante, Togul Barok apuntó con la lanza a la mujer de la antorcha.

Antes de que llegara a hacer nada, una flecha silbó sobre ellos y se clavó en la garganta de la Atagaira. Ésta se tambaleó unos segundos, dobló la cintura sobre el antepecho de piedra y cayó de cabeza desde la atalaya.

Derguín se volvió para ver quién había disparado. Era Gavilán. Tras hacer blanco, el capitán devolvió el arco al hombre que se lo había prestado y se acercó a ellos, seguido de unos cuantos soldados. Los demás Invictos estaban tomando posiciones en el campo por si las enemigas volvían. Pero las únicas que quedaban en las inmediaciones eran aquellas guerreras de verde que protegían a quien debía de ser su reina.

—Buena puntería, Gavilán —dijo Derguín, subiéndose la visera—. No conocía tus habilidades con el arco.

El capitán se acercó a él y le tendió la mano. Derguín se la estrechó.

—Lleva uno tanto tiempo en la milicia que aprende de todo. Me alegro de verte, tah Derguín, y sobre todo de verte como Zemalnit. Si no hubierais llegado a tiempo, habríamos estado bien jodidos.

—Controla tu lengua, Gavilán. Este hombre que está a mi lado es Togul Barok, emperador de Áinar.

El veterano capitán se quedó sorprendido, y luego se cuadró por instinto. Togul Barok se limitó a aceptar su homenaje con una mayestática y casi imperceptible inclinación de barbilla. Después, el emperador se dio la vuelta y se acercó al grupo de guardias.

Mientras tanto, Derguín trepó a la atalaya. Estaba muy cansado y los quince metros de escalera vertical se le hicieron muy largos, pero quería liberar por sí mismo a Kybes y Baoyim, de los que tan mal se había despedido la última vez que los vio.

Sin complicarse, clavó la hoja de la espada en la parte trasera de ambos postes y cortó las ligaduras. Los dos le abrazaron a la vez, lo que les costó algún pinchazo con la armadura, y Baoyim le dio un sonoro beso en la mejilla.

—¡Has recuperado a Zemal! —dijo la Atagaira, frotándose las muñecas para recuperar la circulación—. Pensé que ya no volveríamos a verte nunca.

—¿Por qué? ¿Tan poca fe tenéis en el Zemalnit? —preguntó Derguín.

—Yo nunca perdí la fe en ti, tah Derguín. Pero cuando te cuente cómo llegamos a este lugar de locos —añadió, mirando al océano colgado sobre sus cabezas—, comprenderás que pensé que jamás volveríamos a ver a nadie conocido.

—Por no añadir eso —dijo Kybes, señalando a la leña y la fajina empapadas en aceite acumuladas al pie de cada poste—. La reina Teanagari había ordenado a la capitana que nos prendiera fuego en cuanto ella diera la señal de la victoria.

Desde la atalaya se veía cómo el ejército de Atagairas se había dividido en dos cuerpos. Uno huía hacia la dirección que, según explicó Baoyim, era el oeste en aquel extraño país. El otro grupo, más reducido, se retiraba hacia el sur. Por allí había otra hueste en perfecto orden de combate, estacionada a unos tres kilómetros de ellos. Cuando la vanguardia de las tropas en retirada se puso en contacto con su primera línea, debió producirse un rápido cambio de impresiones, porque al poco rato el ejército de refuerzo empezó a alejarse.

—No parece que haya sido una gran victoria para la tal Teanagari. ¿Por qué se ha empeñado en que os quemen?

—No conoces a Teanagari la Grande. Si la realidad y lo que ella piensa no coinciden, es de las que dicen: «¡Peor para la realidad!».

La definición de Baoyim se ajustaba bastante a la reina. Aunque no se agotaran con ésa todas las excentricidades de Teanagari, quizá era una de los rasgos más llamativos de su peculiar idiosincrasia.

Ahora mismo, rodeada de su guardia de élite, no veía ante sí a un ejército de invasores victoriosos, dispuestos tal vez a conquistar su reino; y, por supuesto, ni recordó los argumentos de Baoyim y Urusamsha, que tan sólo habían pedido paso libre hasta el puente de Kaluza. Para Teanagari, lo que tenía delante era una manada de animales en el que algunos machos destacaban por ser más vistosos que otros. Pero no eran más que bestias.

Si un rebaño de bueyes se hubiese acercado a ella y el ejemplar más grande y fuerte le hubiese pedido audiencia asegurando que era su rey, no le habría sorprendido tanto como cuando aquel macho vestido de negro que le sacaba la cabeza a todas sus guardias, elegidas precisamente por su estatura, pretendió acercarse a ella.

—¡Domesticad a ese animal! —ordenó Teanagari.

—Majestad —susurró la visir Kadmal—, no creo que estés en situación de imponer tus condiciones. Parece un hombre muy peligroso.

—¿Cómo has dicho, Kadmal?

—Perdona, quería decir animal, por supuesto.

Las mujeres de la guardia cerraron filas. Pero el macho gigante, al que Teanagari había etiquetado mentalmente como semental, extendió su lanza roja ante sí y la movió a los lados. Por puro temor o por algún embrujo que emanaba de aquella arma, las guerreras se apartaron a ambos lados y le dejaron paso libre.

Lo más desconcertante para la reina fue que ninguna de ellas aprovechó para situarse a su espalda y clavarle la espada en la nuca, como era su deber.

El hombre se plantó ante ella, separó las piernas, enlazó las manos a la espalda y rebuznó algo en una jerga animal incomprensible.

Tras él apareció una mujer que tenía aspecto de Atagaira pero no podía serlo, pues no vestía como una Atagaira y además no era súbdita de Teanagari. Aquella hembra albina dijo en un idioma que no merecía conocer:

—Majestad, soy Kalevi, capitana del batallón de Atagairas a las órdenes de Kratos May. El emperador Togul Barok quiere saber a quién debe escribir para pedir un rescate por tu augusta persona.

Teanagari dejó de parpadear, y sus guardias se miraron entre sí consternadas. El brevísimo discurso de aquella mujer contenía casi más herejías y barbaridades que palabras. ¿Atagairas a las órdenes de un macho? ¿Un emperador de animales?

—Hembra insolente, dile a este animal que se aparte de nuestra vista, pues su aliento a caries y el hedor de su cuerpo nos producen náuseas.

—Majestad, ¿estás segura de lo que dices? —preguntó Kalevi—. Este hombre gobierna en Áinar, una nación muy poderosa, y él mismo es un guerrero formidable, pero no tiene fama de ser el hombre más compasivo del mundo.

—Repítele exactamente lo que te he dicho, y después lárgate con él a refocilarte sobre el lodo, que sin duda es lo mejor que sabes hacer.

La mujer frunció el ceño y levantó la barbilla. De modo que las palabras de la reina la habían herido. Así aprendería modales.

Por otra parte, la imagen de aquellos dos animales, el macho y la falsa Atagaira, revolviéndose en el barro la excitó. En cuanto pudiera los marcaría y haría que los encadenaran para ella. La monarca era optimista. Sus tropas habían emprendido una retirada estratégica, pero no era la primera vez que un contratiempo así acaecía en el reinado de Teanagari. Además, a lo lejos se veía al ejército que había convocado desde las tierras de Surdumbria. No tardaría en caer sobre ellos y dejar las cosas en el sitio donde siempre habían estado y donde volverían a estar.

La mujer y el macho gruñeron un rato, y luego ella tradujo a la lengua de las verdaderas mujeres:

—Majestad, el emperador dice que se conformará como rescate con todo el oro que llevas encima, y que tus guardias tendrán la amabilidad de entregárselo después de despojar tu cadáver.

La reina soltó una carcajada desdeñosa. Cuando era más joven, tal vez habría percibido la amenaza, pero llevaba demasiado tiempo siendo ella el peligro para las demás. Como un karchar que no posee impulso de huida porque no conoce depredadores naturales en el océano, Teanagari había perdido el instinto de conservación.

—¿Y en qué momento de sus sesteos animales dice que va a ocurrir eso?

—Asegura que ahora, majestad.

El hombre se acercó un paso más y la señaló con aquella ridícula lanza roja que por su longitud parecía más apropiada para una niña jugando a la guerra. Entonces reparó Teanagari por primera vez en que el macho tenía una mirada muy extraña, con dos pupilas en cada ojo. La leyenda decía que el dios de la montaña, el que castigaba con severidad a quien se atrevía a pisar el puente de Kaluza, también poseía esos ojos dobles.

Empezó a sentir una comezón parecida al miedo. El macho dijo una sola palabra:

Géraske!

Un polvillo blanco brotó de la lanza, se levantó sobre Teanagari y cayó en su cabeza. En ese mismo instante notó que se le adormecían los dedos, le dolía el vientre y se le movían los dientes. Las guerreras de su guardia se apartaron con gestos de horror y también de asco. Teanagari se miró las manos, que de pronto estaban surcadas de arrugas. Las articulaciones se le hincharon, los dedos se le torcieron. La garganta le picaba. Tosió, y al hacerlo escupió dos dientes que cayeron a sus pies. Al notar algo raro en el pelo, se lo tocó, y sólo con rozarlo se arrancó un mechón de cabellos quebradizos. Después sintió algo extraño en la sien izquierda, un fogonazo, y cayó al suelo. Quiso hablar pero sólo le salieron balbuceos, y descubrió que no podía mover el lado derecho de su cuerpo. No tuvo tiempo de lamentarse mucho, porque otro destello en la cabeza la dejó sin habla, sin memoria y prácticamente sin conciencia. Cuando el corazón empezó a darle pinchazos como puñaladas, ni se enteró.

Las crónicas de las Atagairas de Agarta podrían decir en verdad que la reina Teanagari la Grande había muerto de vejez.