CIELOS DE AGARTA

Kratos salió corriendo de la fragua de Tarimán. No se sentía demasiado bien retirándose así de una situación peligrosa, pero habiendo dioses y magos de por medio un simple mortal no podía acabar bien parado.

Encontrar la cueva le había resultado muy difícil, pero en el regreso no debería tener pérdida. Para reunirse con sus tropas, debía bajar de la montaña y dirigirse hacia el norte, un punto cardinal que en aquel mundo era imposible perder de vista. Incluso dándole la espalda al puente de Kaluza, sentía su inmensa presencia cerniéndose sobre él.

Por el momento decidió no descender, sino seguir el mismo camino que había tomado por la mañana. Había ordenado a sus hombres que se pusieran en marcha si él no aparecía al amanecer del segundo día. Desde la cresta del Espolón tendría un panorama más amplio y despejado para comprobar dónde se encontraba su ejército.

Todavía no había llegado allí cuando tuvo la intuición de que se avecinaba una amenaza. Corrió hacia la cresta saltando entre las piedras con riesgo de partirse la crisma. Entonces oyó el aire silbar a su espalda y notó una sombra que se cernía sobre su cabeza. Al momento, algo lo agarró por la casaca y lo levantó por el aire como un águila podría arrebatar a un polluelo.

—¡Gusano humano! —exclamó Anfiún. Su voz era inconfundible, aunque esta vez no brotara de ninguna estatua ni imagen fantasmagórica, sino de una garganta real—. ¿No eras tú el que iba a ensartar mis tripas en su lanza? ¿Creías que me iba a olvidar de ti?

En cuestión de segundos habían dejado la ladera muy abajo. Kratos miró al suelo y vio la sombra que proyectaba su captor sobre las peñas. La suya ni se distinguía, tapada por la mole de Anfiún. Si éste lo soltaba y caía desde ahí, moriría con todos los huesos rotos. Por otra parte, si desenvainaba a Talavãra y conseguía herir o matar al dios, también acabaría estrellándose.

Trató de provocar a Anfiún para que lo bajara a tierra.

—¿No vas a pelear en el suelo, como un hombre? —dijo. Pero en el mismo momento en que pronunció estas palabras, supo que su desafío no era el más adecuado.

—¡Ja ja ja! ¡Eso te lo dejo a ti! ¿Recuerdas cómo te ufanabas? ¡«Soy un hombre, un vulgar hombre que ha de morir, pero no sin ver antes tus huesos desparramados por el suelo»! ¿Quién va quedar desparramado ahora, hombrecito? ¿Quién, dímelo?

El aire silbaba en la cara de Kratos y agitaba su ropa. Aunque el sol había adquirido color naranja, allí en las alturas hacía frío. Por encima de su cabeza veía la del dios, poco más grande que la suya, el órgano más pequeño de esa mole de músculos. Anfiún sonreía mientras lo miraba con sus ojos rojos.

El dios se dejó caer en picado como un halcón. Kratos vio cómo su sombra, siempre en la vertical bajo ellos, se hacía cada vez más grande y se desplazaba a toda velocidad por las rocas.

A unos cinco metros del suelo, Anfiún corrigió el rumbo. Kratos, que había contenido la respiración, tomó aire. Pero el dios se dirigió ahora contra el borde de un crestón tan afilado como los dientes de una sierra. Por puro instinto, Kratos encogió las piernas, aunque sabía que era inútil y que se las iba a romper contra las rocas, si es que no quedaba partido en dos de cintura para abajo.

El dios esquivó el obstáculo en el último momento. Kratos se mordió los labios para no gritar. Moriría, pero al menos no le daría a Anfiún el placer de oír sus chillidos como si fuera una rata asustada.

Anfiún volvió a bajar y se dirigió hacia otro respaldón. Sin duda, el juego debía de resultarle muy divertido.

De pronto, algo cambió. Una luz intensa y blanca bañó las rocas y borró todas las sombras.

Se oyó un estampido ensordecedor, y un muro de aire caliente los empujó por detrás, acelerando todavía más su vuelo. El dios pareció a punto de perder el control, pero cuando tenían la pared tan cerca que se antojaba imposible no estrellarse, giró en ángulo recto hacia arriba. Kratos dio un tirón salvaje de sus músculos abdominales para encogerse, y subió las piernas por encima de la cabeza con tal fuerza que se golpeó con la rodilla en la frente.

El dios de la guerra describió un giro inverosímil en pleno vuelo. Por un instante Kratos se vio por encima de él y perdió toda sensación de peso. Estaban mirando hacia el sur. Allí, en la ladera meridional, se había levantado una gran llamarada que subía hacia las alturas, coronando una nube de humo en forma de seta.

Anfiún se detuvo suspendido en el aire, y Kratos volvió a quedar colgado bajo él. Esta vez había conseguido al menos retorcerse lo suficiente para aferrarse al antebrazo del dios. El blindaje que lo recubría tenía algunas muescas y salientes, pero no se hacía muchas ilusiones. Si Anfiún quería librarse de él, lo haría. Eso si no decidía aplastarle el cráneo con la otra mano. Su tamaño era tan desproporcionado que habría podido coger la cabeza de Kratos en la palma y juntar los dedos debajo de la barbilla.

El dios dijo algo con su voz retumbante. Luego debió darse cuenta de que Kratos no lo entendía y añadió en Ainari:

—O Tarimán ha muerto, o lo han hecho Tubilok y ese marica humano. Como sea, bueno para mí y malo para ellos.

Levantó a Kratos y lo puso delante de su cara. Él siguió aferrado a su antebrazo, procurando no herirse con los pinchos del guantelete.

—No le contarás a Tubilok lo que he dicho, ¿verdad?

—No me vas a dejar con vida para que se lo cuente.

Él sonrió. Tenía una doble hilera de dientes de metal, todos ellos terminados en punta. Sus iris brillaron, y un segundo después dos hilos de luz roja se materializaron entre él y Kratos. Ocurrió tan rápido que apenas los llegó a ver, pero en su casaca se abrieron dos agujeros humeantes y notó cómo los anillos de metal que llevaba debajo se calentaban.

—Podría abrasarte los ojos y el cerebro —dijo Anfiún—. Seguro que no notarías la diferencia.

Kratos le aguantó la mirada, pero tomó nota. Si los iris volvían a iluminarse, debía apartarse lo antes posible.

—¡Vamos a divertirnos antes de que Tubilok me reclame! —dijo el dios de repente, y se puso en movimiento a tal velocidad que Kratos notó cómo se le removían los sesos dentro del cráneo.

Volvieron a volar hacia el norte. Al sobrepasar la estribación oriental, señalada en el mapa como el Puñal, Anfiún se dejó caer en otro picado, tan pegado a la ladera que las cornisas y agujas de roca pasaban rozando los pies de Kratos. El dios volaba tumbado, como si nadara, y bajo su corpachón Kratos, empujado hacia atrás por el viento, iba prácticamente igual.

Dame una oportunidad, bastardo. Sólo una y te arreglaré las cuentas, pensó.

Por fin, dejaron atrás las rocas de la montaña y sobrevolaron la llanura.

—Parece que se va a librar una batalla, hombrecito —dijo Anfiún—. Vamos a mirar.

El dios se quedó clavado en el aire, a unos quinientos metros de altura. Kratos nunca había contemplado un campo de combate desde aquella perspectiva. Había dos ejércitos, uno frente al otro. El que se encontraba más al sur era el suyo, estaba casi seguro. Los Invictos y las Atagairas habían avanzado más de lo que él esperaba. De hecho, no debían hallarse a más de una hora de camino de los pilares del puente. Pero se habían topado con un obstáculo que les impedía llegar hasta allí y habían adoptado formación de batalla. Se habían alineado de este a oeste en una línea delgada y a la vez corta, la peor combinación posible, pero también la única factible con tan pocas tropas. Frente a ellos, cortándoles el paso al puente de Kaluza, había un ejército cuyo frente ocupaba el triple de extensión y al menos el doble de profundidad que el de los Tramoreanos.

Por el número de tropas, Kratos pensó que debía de tratarse de la propia reina. Le había ordenado a Abatón que, si se encontraban con algún contingente numeroso, mantuviera la posición y enviara a Urusamsha a negociar. Esperaba que lo estuviera haciendo, porque si sus hombres intentaban abrirse paso a la fuerza les iba a resultar imposible. En la batalla de la Roca de Sangre Kratos había aprovechado que el terreno era lo bastante estrecho para impedir el despliegue del Martal al menos durante la primera fase del combate. Allí Abatón no tenía esa posibilidad.

—Mira, hombrecito —dijo Anfiún, girándose en el aire—. Se oyen tambores. Parece que hay más gente que se une a la fiesta.

Un tercer ejército venía desde el sur. Por si faltaba algo, los Invictos y las Atagairas iban a quedar atrapados entre dos frentes.

Y yo aquí, pensó Kratos. ¿De qué le servía la espada de Tarimán si no podía ayudar a su gente con ella?

Abatón debió pensar que la situación era insostenible, porque su ejército empezó a avanzar hacia el enemigo. Es lo que hubiera hecho yo, reconoció Kratos. Desde abajo, el trote de la infantería seguramente parecía rápido, pero desde allí arriba eran como hormigas arrastrándose. La línea oscura del frente empezó a ondularse por varios puntos mientras se acercaba a los batallones de Teanagari. No era fácil mantener las filas rectas al paso ligero, máxime con soldados de diversas unidades que formaban un ejército improvisado. Pero el frente no se rompió.

La primera fila no tardó en chocar con los batallones de la reina. De momento, era imposible confundir las dos líneas. Las unidades centrales de Teanagari lucían colores vivos, verde, amarillo y blanco, mientras que a los Invictos y las Atagairas se los veía como figuras plateadas o directamente grises.

Los hombres de Kratos lo estaban haciendo bien. Pese a que con sólo cuatro filas de profundidad les faltaba empuje, habrían abierto huecos en el frente de Teanagari. En cuanto a la caballería de Kalevi, de momento se mantenía sin entrar en la liza, un poco retrasada para proteger los flancos de los suyos.

La táctica de Abatón parecía sencilla: entrar como una flecha por el centro y buscar a la reina. Kratos pensó que Teanagari debía estar al pie de la atalaya, pues allí, detrás del batallón amarillo, se alzaba un gran estandarte, y en lugar de guerreras apretadas en filas compactas se veían caballos, carros y personas que se movían de un lado a otro de forma poco marcial. Por lo visto, la reina Teanagari no era de las que arriesgaban el pellejo por dar ejemplo a sus tropas.

La atalaya era una almenara como las que les habían servido como punto de observación durante el viaje. Sobre la plataforma de piedra habían plantado dos altos postes de madera, y había un prisionero atado a cada uno de ellos. Kratos no podía distinguir sus rasgos, pero tuvo la intuición de que eran Kybes y Baoyim, encaramados allí por sus captores para que contemplaran la derrota de los suyos.

Los batallones situados en ambas alas del ejército real, que tenían campo libre por delante, empezaron a avanzar con cierta parsimonia. Una vez que adelantaron a sus compañeros de formación, giraron y se dirigieron hacia el centro. Desde allí arriba, la maniobra de pinza era evidente. En pocos minutos, esos batallones entrarían en contacto con la caballería de Kalevi, que protegía los costados vulnerables de la pequeña falange Tramoreana. Tal vez Kalevi lograría contener un rato el ataque enemigo y evitar esa tenaza; pero la Atagaira sólo disponía de ciento treinta jinetes para proteger ambos lados, mientras que cada uno de los batallones reales debía de constar al menos de quinientas guerreras.

Por si fuera poco, uno de los escuadrones de caballería de la reina, situado en el flanco izquierdo, se había puesto en movimiento y estaba pasando por detrás de sus propios batallones. La intención parecía clara: dar un rodeo para situarse a la espalda de los Invictos y atacarles desde allí. De esta manera, la C que se estaba formando se convertiría en una O, o más bien una Θ, con el ejército expedicionario atrapado en el interior.

Ahora sí que están perdidos, pensó Kratos.

Mientras tanto, el choque en la primera fila seguía adelante. Los Invictos, con un pequeño contingente de Atagairas a pie, habían logrado abrir dos brechas en los batallones amarillo y blanco. Era curioso ver su avance, como olas que azotaban la playa y que, al retroceder, en vez de espuma dejaban cuerpos caídos que desde la altura parecían muñequitos de madera.

Ya entiendo por qué los dioses son tan distantes, pensó Kratos. Desde allí arriba se oía redoblar de tambores, algazara de gritos, relinchos y golpes metálicos, pero llegaban mezclados en una batahola confusa que despertaba una extraña indiferencia.

—Bueno, hombrecito —dijo Anfiún—. Ya hemos mirado bastante. ¡Ahora toca participar!