Un ejército de Atagairas de Agarta yendo a la guerra era todo un espectáculo. A las mujeres de Acruria, Faretra o Fernoctán no se les habría ocurrido llevar ni varones de su raza ni de ninguna otra. Entre ellas, las pajes que todavía no habían recibido la marca de Iluanka o que aún la tenían sin cicatrizar servían a las demás. Las ayudaban a armarse, les echaban árnica en las heridas más leves, masajeaban sus músculos doloridos, les montaban las tiendas, almohazaban sus caballos y prácticamente se ocupaban de solucionar las pequeñas molestias cotidianas que, si no se resolvían bien, podían desgastar y acabar destruyendo a la hueste más aguerrida.
Las tropas de Teanagari, en cambio, llevaban tras de sí un varón por cada soldado para las labores manuales, más un auténtico harén de machos capturados en las Tierras Salvajes, que les servían para otros menesteres. Cuando las Atagairas de Tramórea partieron a la batalla contra el Martal, salieron solas de sus casas, de sus marcas y de su país. Eran mujeres crecidas y valientes que no necesitaban desfiles de despedida, aclamaciones ni lluvias de pétalos para saber que iban a la guerra, el asunto más serio del mundo para cualquier mujer cabal. Pero todo eso —flores, trompetas, vítores, sacrificios— lo habían visto en las calles de Narday, hasta el punto de que en lugar de partir parecía que regresaban y ya habían conseguido la victoria.
La reina cabalgaba delante de Kybes y Baoyim, a los que transportaban en un carro tirado por unos extraños animales grandes y cornudos como bueyes y escamosos como lagartos. Los habían amarrado a sendos postes, con las manos atadas por detrás, vestidos con sayos ásperos como lija. Llevaban en esas condiciones desde el primer día, después de la entrevista en la terraza de palacio. Les daban de beber cuando a sus captores les apetecía, metiéndoles por la boca el pitón de un odre y volcándolo; agua que no fueran capaces de tragar, agua que perdían. En la comida era mejor ni pensar, si es que se podía llamar comida a esas gachas de avena con cáscara y gorgojos: era como masticar polvo de ladrillo. En cuanto a otras necesidades físicas, si insistían mucho les traían una bacinilla, la misma para los dos. Por suerte, entre lo poco que comían y la cantidad de agua que transpiraban con aquel calor, en sus cuerpos apenas quedaba nada que evacuar.
Tras la salida triunfal, recorrieron una larga calzada hacia el este. A la derecha tenían el mar, a la izquierda el puente de Kaluza. De los dos lados, Baoyim prefería mirar al primero. Resultaba mucho más tranquilizador dejarse arrullar por las olas violáceas que rompían en la costa formando crestas de espuma teñidas de un crepúsculo perpetuo. En cambio, la inmensidad del puente era tan inhumana en su desproporción que bastaba con girar el cuello hacia él para sentir mareos y palpitaciones.
Prácticamente nadie le dirigía la palabra, pero una ventaja de que consideraran a Baoyim un animal era que sus guardianas o las guerreras que pasaban cerca de ella conversaban con toda libertad, como habla uno delante de su perro de caza o su caballo. Por eso sabía que la maldición más frecuente era «Que se te caiga el cielo sobre la cabeza» y que cuando a alguien le ocurría alguna terrible calamidad era «como si el cielo se le hubiera desplomado encima». Ante el abrumador panorama del puente de Kaluza y del Reino Celeste siempre colgando sobre ellas, se comprendía fácilmente.
Tras la primera jornada de viaje, vivaquearon a campo abierto. Excepto la reina, su plana mayor y las oficiales de mayor graduación, las guerreras dormían al raso. Allí no hacía frío nunca, y de hecho las noches eran más agradables que los días. El sol rojo no quemaba como el de Tramórea, pero su presencia constante en el cénit se acababa notando. Era como estar demasiado tiempo cerca de una parrilla, de manera que cuando por fin empezaba a oscurecer parecía que un enorme suspiro de alivio brotaba de la tierra.
—¿Tú crees que estos mosquitos también están adiestrados para picar sólo a los extranjeros? —le preguntó Kybes.
Los habían dejado atados a los postes y rodeados de luznagos. Baoyim ignoraba si para que no escaparan o para que su escarnio sirviera de diversión a la tropa. Las lámparas atraían a manadas de mosquitos grandes como libélulas —allí las libélulas semejaban gorriones— que, aburridos de posarse en los globos luminosos, se entretenían hostigando a los dos prisioneros y asestándoles picotazos que eran más bien estocadas.
En cuanto empezó a amanecer, sonaron las trompetas y todo el campamento se puso en marcha. Baoyim observó de nuevo con ojo crítico. En su Atagaira, o en la expedición mandada por Kratos, entre el momento del toque de diana y la partida apenas transcurría media hora. Allí, el sol pardo del alba tuvo tiempo de enrojecerse antes de que se pusiera en marcha la vanguardia. No era porque estuvieran mal organizadas, sino quizá por exceso de organización. Antes de partir se ofrecían sacrificios al sol y a los espíritus del Reino Celeste. Después, las guerreras tenían que ataviarse. La armadura de cada Atagaira de Agarta era una obra de arte que había que colocar sobre el cuerpo de su dueña siguiendo un estricto ritual en el que empleaban casi media hora. Además, esa mañana se pintaron las caras con cruces de colores, cada una según el color de su batallón.
—Sospecho que hoy nos encontraremos con los nuestros —dedujo Kybes—. Por eso se maquillan para la ocasión.
—Poco deben confiar en su valor cuando tienen que pintarse con colores de guerra para infundir temor en el enemigo.
—Vamos, Baoyim. A mí me tratan incluso peor que a ti, pero reconoce que tienen un aspecto magnífico. No creo que lo hagan por falta de valor. Más bien es porque quieren competir entre ellas por parecer a la vez las más bellas y las más aterradoras.
Tal vez fuera así, pensó Baoyim. Todo lo que estaba viendo le daba que pensar. Del mismo modo que Agarta parecía un reflejo cóncavo de Tramórea, sus Atagairas eran una imagen deformada de las que vivían en el mundo exterior. Baoyim las encontraba agresivas, orgullosas, xenófobas y competitivas hasta extremos grotescos, y se preguntaba si ellas no eran iguales, sólo que en un grado algo más moderado.
La columna de marcha dejó detrás el mar. Al este, la montaña Estrellada se veía cada vez más grande, una cumbre solitaria de cabeza blanca que extendía sus brazos por la llanura. Justo cuando Baoyim perdió de vista la última bahía, allí donde la costa trazaba un ángulo recto y se dirigía al sur, divisó a la derecha, bajo las estribaciones septentrionales de la montaña, un ejército en marcha. Aquellas tropas aún estaban lejos, pero habían sobrepasado una línea de bosque y ahora no había nada que se interpusiera entre ellas y la hueste de la reina. Qué extraño e inquietante era hallarse en un mundo cóncavo y sin horizonte donde el único obstáculo a la visión lo ponían el relieve y la turbidez del aire. En Tramórea, Baoyim habría calculado a ojo de buen cubero a cuánta distancia se hallaba aquel ejército. Aquí no habría sabido si decir diez kilómetros, quince o incluso veinte.
—Yo diría que son los nuestros —comentó Kybes.
—Eso me parece a mí.
Baoyim se retorció como pudo y miró atrás. El ejército de Teanagari era una larga serpiente multicolor que ondulaba siguiendo las sinuosidades del camino hasta convertirse en un hilo muy fino que dejaba de distinguirse. Restándole criados y acompañantes de diverso jaez, no habría más de cinco mil guerreras, menos de las que las Atagairas de Tanaquil habían llevado a la Roca de Sangre.
El problema estaba en que el ejército que había traído Kratos era poco más que un batallón. Ellos dos lo sabían, pero desde la distancia se apreciaba aún mejor.
—Parece que los dos ejércitos marchamos en ángulo recto —dijo Kybes—. A este paso vamos a chocar casi sin querer.
No fue así. Al cabo de un rato la calzada describió una curva a la izquierda. A partir de ahí se dirigieron al nordeste, siempre con el puente de Kaluza llenándoles los ojos.
—Al final me voy a acostumbrar a verlo —dijo Baoyim.
—¿De verdad teníamos que subir allí arriba? —preguntó Kybes, tratando de señalar con la perilla hacia el sol rojo.
Baoyim miró al suelo de la carreta. Entre sus pies había un pequeño óvalo. A eso quedaba reducida su sombra, y ni siquiera mostraba unos bordes nítidos. «Este lugar no es natural», se repitió por enésima vez.
Poco después la calzada volvió a doblar a la izquierda. Todo su horizonte, ahora sí, lo ocupaba el puente de Kaluza. Ante los pilares, Baoyim se sintió como se sentiría un pulgón contemplando las raíces de un árbol. Entre cada una de ellas se veía una grieta negra, un alargadísimo triángulo isósceles que se perdía en las alturas y en la lejanía; pues los pilares subían y a la vez se alejaban hasta confluir en la base del inmenso cilindro que ya subía hasta el cielo. Pero para ver el punto de convergencia Baoyim tenía que torcer el cuello hacia atrás tanto que la nuca le chocaba con el poste.
Antes de llegar a los pilares, había una atalaya de unos veinte metros de altura levantada sobre pilotes de madera; sin embargo, la plataforma superior era de piedra, algo que extrañó a Baoyim. Luego averiguó, para su pesar, que se trataba de una almenara en la que se prendía fuego, y lo comprendió.
El terreno en esa zona era una gran pradera muy lisa. Allí pastaban grandes rebaños de antílopes que, cuando el ejército se acercó, huyeron hacia el oeste haciendo redoblar el tambor del llano con sus patas.
Las tropas de Teanagari empezaron a desplegarse bajo la atalaya. Más al este, la estribación conocida como el Martillo del Dios llegaba prácticamente hasta los pilares y cerraba el paso, y al oeste quedaba el mar y la calzada que llevaba a la capital. Si Kratos quería llegar al puente de Kaluza, no tenía más remedio que atravesar la llanura donde se había apostado el ejército de la reina.
Los batallones se organizaron con una rapidez que sorprendió a Baoyim; bien era cierto que todos los preparativos que habían hecho al levantar el campamento se los ahorraban ahora. Mientras tanto, el ejército de Kratos se había detenido a unos dos mil metros al sur de la posición de Teanagari.
El sol estaba pasando del rojo al anaranjado. Se acercaba el mediodía cuando un puntito negro se destacó de las tropas que formaban frente a ellos. Era un jinete solitario, que llevaba sobre su cabeza una bandera blanca.
Teanagari se aproximó a los prisioneros. Las placas de su armadura estaban forradas de oro. Al menos, eso pensó Baoyim: si hubiesen sido de metal macizo, la reina se habría desmoronado bajo tanto peso. Se había cubierto la cabeza con un gran yelmo coronado por alas emplumadas, imitando a un terón, y tenía dos escuderas a los lados que portaban sendas adargas para protegerla. Llevaba encima todos sus pendientes, aretes, zarcillos, ajorcas y anillos, lo que sugería que no pensaba entrar personalmente en combate.
—Tú, hembra animal —dijo, dirigiéndose a Baoyim—. ¿Qué es eso? ¿Es que vuestros machos atacan de uno en uno? Si es así, vamos a estar capando cerdos hasta dentro de tres meses.
Su propia ocurrencia le pareció lo bastante graciosa como para recompensarse a sí misma con unas carcajadas, y cientos de guerreras rieron con ella. Luego levantó la mano en un gesto brusco, y todas enmudecieron.
—Habla. ¿Por qué viene ese jinete?
—Querrá parlamentar. La bandera blanca es señal de tregua.
—¿Parlamentar? Los cerdos no parlamentan, sólo hacen así —dijo Teanagari, e imitó el gruñido del marrano con tal naturalidad que Baoyim estuvo a punto de hacer un chiste sobre ello, y sólo se contuvo pensando que todavía podía ocurrir algún milagro que le salvara la vida.
La reina volvió a apartarse de ellos. Los sirvientes acercaron el carro a la atalaya, y desde las alturas bajaron unas cuerdas con ganchos sujetas a unas grandes poleas.
—No sé qué pretenden hacer con nosotros, pero creo que nos vamos a divertir —dijo Kybes.
Cuando empezaron a rodear los postes con más cuerdas y a trenzar unos nudos muy complicados, Baoyim comprendió que pensaban izarlos a la atalaya. Pero antes de que lo hicieran, se desató un pequeño alboroto alrededor de la reina y su séquito, en el que no faltaba la obesa visir Kadmal: aunque no había armadura adecuada para su cuerpo, Teanagari jamás la habría dejado en la capital para que conspirara contra ella.
No tardaron en descubrir la razón de aquel jaleo. Por el pasillo entre dos de los batallones formados en el centro venía caminando un varón. Lo sorprendente era que las Atagairas se apartaban para hacer sitio a aquel macho animal en lugar de decapitarlo en el acto.
El hombre no vestía uniforme ni armadura, sino ropas que convenían más a un rico mercader que a un militar, aunque las traía ajadas y polvorientas por haberlas usado muchos días seguidos. Cuando estuvo más cerca, Baoyim lo reconoció.
—¿Quién es ese animal al que mis mujeres dejan pasar hasta mí? —preguntó Teanagari acercándose a Baoyim.
—Se llama Urusamsha —respondió ella—. Deben haberle encargado que parlamente contigo, ya que uno de sus oficios es el de diplomático.
—¿Tienen oficio las cabras, las ovejas o los antílopes? —La reina esperaba una respuesta y Baoyim le dio la única que parecía lógica.
—No.
Poco a poco, Urusamsha, con sonrisas y muchos cabeceos gentiles y gestos efusivos, se abrió paso entre los escalafones que daban acceso a la reina. Baoyim lo había conocido ya prisionero de Kratos y amordazado, pero sabía que aquel hombre de tez oscura y rasgos marcados poseía unas dotes persuasivas que más que un don semejaban un poder mágico. Por ello debía haberlo elegido Kratos como embajador. Gracias a su capacidad de sugestión había conseguido que no sólo no lo mataran, sino que finalmente lo llevaran ante la propia reina.
El Pashkriri se quitó el turbante morado con que se cubría la cabeza e hizo una profunda reverencia ante ella.
—Yo te saludo, divina Teanagari —dijo en una aceptable versión del idioma de Atagaira—. La fama de tu poder y tu magnanimidad ha llegado a Tramórea y por eso hemos acudido a tus dominios como suplicantes para impetrar tu favor.
Tras la zalema, se enderezó y miró a los ojos de la reina sin pestañear. Baoyim, que no estaba en su línea visual directa, sintió sin embargo el embrujo de su seducción. No era tanto lo que decía sino una cualidad escondida que envolvía sus palabras, una armonía oculta en ellas y en cada pausa que entraba por el estómago y acariciaba la piel. Cuando regateó el precio de los barcos con las autoridades de Teluria, Urusamsha no había utilizado su poder de convicción con tal vehemencia. Pero entonces su vida no corría peligro, y ahora saltaba a la vista que sí.
La respiración de Baoyim se aceleró. Como las demás, ella deseaba seguir escuchando aquella voz que sonaba tan cantarina y dulce como el primer chorro de una botella de vino descorchada al derramarse en una copa de plata. Pero también empezaba a concebir esperanzas de que la reina permitiera el paso a la expedición de Kratos y, sobre todo, los liberara a ella y a Kybes.
—Sólo te pedimos que nos dejes pasar hasta llegar al pie del puente de Kaluza, donde queremos rendir sacrificios en tu honor para jurarte vasallaje eterno —proseguía Urusamsha—. Al conocer la gloria de tus conquistas, el anhelo de pertenecer a tu creciente imperio nos ha hecho presentarnos ante ti para suplicar que nos acojas en él como los más humildes de tus súbditos.
—Cállate ya.
Entre los rostros que rodeaban a la reina hubo muecas de estupefacción y cuchicheos consternados. ¿Por qué su majestad las privaba del placer de oír esa voz de seda y tafetán?
La reina caminó alrededor del embajador, que apretó los puños junto a los costados. Baoyim vio preocupación en el rostro de Urusamsha, una expresión inusual en alguien tan seguro de sí mismo como él. No era para menos. Mientras que las demás mujeres que lo rodeaban lo miraban arrobadas, el gesto de la reina era distante y su mirada gélida.
Baoyim comprendió que con Teanagari el encanto de Urusamsha era inoperante. Su embrujo se basaba en la capacidad de compartir las emociones ajenas, la misma simpatía que hace que la cuerda de un laúd vibre sin tañerla al recibir la nota adecuada de otra cuerda cercana.
No había notas que hiciesen vibrar el alma de Teanagari, no existían en ella sentimientos humanos que compartir. Urusamsha habría tenido más éxito intentando convencer a las paredes de roca de la montaña Estrellada.
—La reina de las Atagairas no tiene súbditos varones —dijo Teanagari—. La reina de las Atagairas sólo posee caballos en sus establos, vacas en sus prados, cerdos en sus chiqueros…
Teanagari se paró detrás de Urusamsha y desenvainó su espada tan despacio que el chirrido de la hoja al salir de la vaina sonó como el lento quejido de unos goznes oxidados. El Pashkriri levantó la mirada al cielo, entornó los ojos y musitó algo. Baoyim se preguntó si les estaría rezando algo a sus dioses, pero luego la miró a ella directamente y le dirigió una enigmática sonrisa.
—Tranquila, mujer —le dijo—. Tah Kratos nos vengará.
A Teanagari se le contrajo el rostro de furia, porque Urusamsha había utilizado su pausa dramática para hablar. Ahora, mientras descargaba un tajo con todas sus fuerzas, completó la frase:
—¡… y abono en sus campos!
La espada se hundió en el cuello de Urusamsha. El brazo de la reina debía haber perdido el vigor que le atribuían sus panegiristas, porque la hoja se enganchó en el hueso y no llegó a decapitarlo de un golpe como sin duda habría querido. No obstante, bastó. Cuando Teanagari logró sacar la espada de la carne, el Pashkriri se derrumbó sobre la hierba del prado sin emitir un solo estertor.
—Retirad esta basura —ordenó la reina.
Baoyim y Kybes se miraron. El mestizo solía sonreír o bromear animoso, pero ahora en sus ojos había algo muy parecido a la desesperación.