LA MONTAÑA ESTRELLADA, AGARTA

Si a Kratos no se le escapaban las cuentas, en Tramórea era 26 de Bildanil. O quizá ya fuese 27. El tiempo volaba y las lunas corrían invisibles hacia su devastadora conjunción.

La víspera debería haber regresado con su ejército; mas no sólo no lo había hecho, sino que todavía no había encontrado la forja de Tarimán. La primera noche que le cayó encima ni siquiera había llegado a salir de la zona de espesura y se vio obligado a dormir entre los árboles. Los ruidos de la selva eran inquietantes, pero al menos no reinaba una oscuridad total. Había muchos luznagos, y también otras criaturas fosforescentes que no había visto jamás en Tramórea. Incluso las flores y los tallos de algunas plantas brillaban en la oscuridad, como si la selva estuviera poblada de diminutos espectros.

Kratos trepó a un árbol al que sus guías habían llamado milfo. Su madera era tan dura que las Atagairas la utilizaban para fabricar sus armaduras. Estaba prohibido darle otro uso, aunque los varones con los que habían hablado reconocían que habrían agradecido poder tallar herramientas con ese material.

Encontró una horquilla entre dos ramas y se ató a ella para no caer durante la noche. Esperaba que no lo atacara ninguna bestia salvaje. Al día siguiente, comprobó que los únicos que lo habían hecho eran los mosquitos. Uno de ellos le despertó, picándole en el antebrazo. Era largo y tan transparente que pudo ver cómo la sangre entraba en su cuerpo y lo llenaba, convirtiéndolo en una bolsa rosada. Lo espantó, pues le daba asco aplastarlo y mancharse. El picotazo le dolió como si le hubieran clavado un alfiler.

Al salir de la espesura, se encontró en una hondonada entre dos crestas. La que tenía más al norte —no había pérdida con la orientación, pues el puente de Kaluza se alzaba sobre su cabeza amenazando con aplastarlo bajo su masa— debía de ser el Espolón del Gallo. O eso creía él. A esas alturas, el mapa no le servía de nada.

Durante todo el día dio tumbos entre las rocas y se acordó de lo que le había dicho Gavilán: «En la montaña es muy fácil perderse». Lo que desde abajo parecía una simple ladera, al subir arriba se convertía en un mundo complejo, plagado de relieves que a su vez se dividían sucesivamente en otros relieves cada vez menores. Allí no había líneas rectas, sino senderos escabrosos plagados de aristas, grietas, peñascos que se atravesaban en el camino y obligaban a dar un rodeo o a retroceder para elegir otro sendero. La mayor parte del tiempo tenía que avanzar gateando, y en muchas ocasiones se veía obligado a trepar por crestones y losas de piedra tan inclinadas que más semejaban paredes.

Su segunda noche en la montaña lo encontró tan desorientado como al amanecer. Encontró una oquedad a la que casi podía llamarse cueva y encendió una pequeña hoguera. Allí arriba hacía frío, una sensación que pensaba que no experimentaría en Agarta.

Cada pocos minutos, se asomaba al exterior por ver si se encendía la luz de la fragua. Por fin, tal vez a medianoche, la distinguió al sur de su posición. La había pasado de largo en algún momento. En la oscuridad, era un resplandor rojo recortándose contra las tinieblas. ¿Cómo localizaría su posición de día? Se pegó a una roca que tenía varios salientes aguzados y se movió hasta que consiguió alinear dos de ellos con la luz. Después tiznó aquellos dos picos con un palo sacado de la lumbre.

Tras dormir unas horas, en cuanto amaneció, buscó las dos manchas de hollín y volvió a alinear la mirada con ambos salientes. ¡Sí! Allí estaba la cueva. La boca no era muy grande, o tal vez todavía la tenía demasiado lejos. Memorizó los accidentes que la rodeaban e incluso les puso nombres como el Cuerno de la Cabra o el Morro del Cerdo, pues sabía que volvería a perder de vista la entrada de la forja antes de llegar.

Por suerte, esta vez no se despistó. El sol llevaba rojo mucho rato cuando llegó a la boca de la cueva; por lo demás, como aquella enorme esfera de fuego estaba clavada en el cielo resultaba difícil calcular la hora. Tras una especie de túnel tallado en la roca, había una puerta de madera enmarcada en piedra. Kratos la empujó suavemente y la puerta se abrió.

Pasó caminando casi de puntillas, con la espada en la mano. El dintel estaba a tres metros, una altura tal vez excesiva para un humano. Al menos no se encontraría con criaturas de seis metros como la estatua viviente de Anfiún.

Allí estaba la forja, con los utensilios propios de un herrero. Pero todo, empezando por el mismo recinto, muy espacioso, era más grande de lo normal: el yunque y el tocón de olivo que le servía de peana, la fragua donde todavía relucían las ascuas, las cubas de templado, las mesas de trabajo, con tableros a metro y medio de altura, las herramientas colgadas de las paredes. Olía a ceniza, a carbón y a metal recalentado. El techo, una bóveda irregular tallada en la roca de la montaña, se veía sucio de hollín.

Sus ojos habían estudiado el lugar de un vistazo rápido, como hacía siempre que sospechaba que iba a luchar. Pues enseguida comprendió que tendría que hacerlo.

Al lado del yunque había una mujer más alta que él, una Atagaira de casi dos metros armada con una cota de malla que relucía como la plata. La luz del horno arrancaba reflejos de cobre de sus cabellos y tenía ojos fríos y brillantes como el hielo.

La mujer le habló en Ainari.

—¿Has venido a buscar tu espada, tah Kratos?

Él empuñó a Krima con ambas manos y adoptó una guardia baja, proyectando la espada adelante y con el filo hacia abajo. Se acercó lentamente a la mujer, hasta llegar a una distancia que le permitiera atacar sin quedar al alcance de su arma.

—Él me la prometió. ¿Dónde está?

—Aquí la tienes. Ven a quitármela.

Sólo entonces la espada que empuñaba la mujer brilló. No era como Zemal, cuya hoja quedaba tapada por el resplandor hasta el punto de que uno llegaba a preguntarse si existía hoja tan siquiera. En ésta, las luces corrían por las líneas de templado como diminutas hadas, llegaban a la punta y saltaban, pero a apenas medio palmo giraban en el aire trazando dos curvas de chispas azuladas y regresaban pegadas a la hoja hasta la cruz. Cuando la mujer la movía en el aire, se oía un zumbido tan grave que Kratos notaba su vibración en las costillas.

Era una espada preciosa. Kratos la deseó al verla como no había deseado nada en su vida.

—Debes luchar sin aceleraciones —dijo la mujer.

—¿Por qué?

—Así lo ha dispuesto él. Si no te atienes a sus reglas, no tendrás la espada.

La mujer levantó el arma sobre la cabeza, dio un paso y atacó con un mandoble vertical. Kratos no trató de interponer su acero, pues estaba seguro de que se quebraría en dos al primer golpe. En su lugar, se deslizó hacia la izquierda, fluido como el agua, y buscó con la kisha el cuerpo de su adversaria.

Ella retrocedió encogiendo la cintura para eludir la estocada y contraatacó. Kratos dio un brinco hacia atrás. La espada pasó cerca de su cara zumbando en el aire.

Se tocó las cejas. Las tenía erizadas. De no haberse afeitado la cabeza dos días antes, le habría pasado lo mismo con el cabello. Respiró hondo. Olía a ozono, un aroma que le pareció delicioso.

—Vamos, tah Kratos. Demuestra que eres el mejor Tahedorán. Así lo dicen todos. ¿Es que no eres nadie sin tus Tahitéis?

No pensaba dejarse arrastrar por las provocaciones, ni ablandarse por la belleza de aquella magnífica mujer. Quería la espada, y se sentía dispuesto a todo. Incluso a morir herido por su hoja.

Juntó un poco las piernas, lo que le hizo ganar altura, se puso de perfil y, empuñando a Krima con una sola mano, bajó la punta hacia el suelo, como si el combate estuviera en una pausa o se dispusiera a saludar al enemigo. Era una actitud relajada, confiada, destinada a provocar el ataque de su adversaria.

Y eso fue lo que ocurrió. Aprovechando su mayor envergadura, la Atagaira dio una zancada hacia él y le tiró un tajo lateral destinado a decapitarlo. Esta vez Kratos no retrocedió. Sin mover los pies del suelo, cimbreó los hombros sobre el eje de la cintura y vio cómo la hoja pasaba casi rozándole y sus chispas le dejaban un sabor picante entre los dientes. En el mismo movimiento de vaivén regresó, estiró el brazo y con la facilidad suprema que otorga haber dedicado la vida a un arte le asestó una estocada en el hueco que quedaba bajo la axila.

Cuando la punta tocó a la mujer, notó una leve resistencia y un cosquilleo que le recorrió el brazo. La guerrera se desvaneció en el aire, pero su voz quedó flotando un instante como rocío en las hojas.

—Has demostrado ser digno de tu espada, Kratos May.

Entonces descubrió la auténtica arma, que hasta ese momento había sido invisible para él. Estaba clavada en el yunque casi hasta los gavilanes, pero se veía un dedo de hoja, resplandeciendo con una intensa luz azul.

Kratos se acercó pisando como si él fuera un león y la espada una presa a la que pudiera espantar. Estiró la mano derecha, la giró con el pulgar hacia abajo y rodeó la empuñadura muy despacio.

Después tiró con suavidad.

La espada salió del yunque.

Nunca había blandido a Zemal. De lo contrario, habría muerto. Pero, por la razón que fuere, siempre había creído que la hoja era inmaterial, lo que debía convertirla en un arma muy liviana, sin más peso que el de la empuñadura.

Ahora, al sujetar esta espada, comprobó que su equilibrado era perfecto. Se notaba más ligera que un acero normal, pero pesaba suficiente para que las sensaciones de la mano y la muñeca fueran las adecuadas.

Lanzó un par de tajos y estocadas, y el aire zumbó con una vibración poderosa que se transmitió a su brazo como un masaje y sonó en sus oídos a música del paraíso. Después puso la hoja de plano y se la acercó a la cara. Olía a tormenta. Entrecerró los ojos para estudiar los detalles. Las líneas del templado formaban ondas rematadas por suaves picos, como olas rompientes. El acero se veía casi blanco, y los zarcillos de luz corrían muy cerca de su superficie, pero sin tocarla realmente.

No pudo resistir la tentación. Con mucho cuidado, acercó la palma a la hoja, siempre de plano. Cuando estaba a punto de tocarla notó una suave repulsión, una especie de barrera mágica sobre la cual su mano resbalaba a los lados. Giró la espada y probó con el otro lado. Esta vez su palma rozó la hoja de acero. Una extraña corriente atravesó su muñeca, iluminando sus venas como si por ellas corrieran luznagos. Apartó la mano al instante, pero la luz de su cuerpo tardó unos segundos en desvanecerse.

La empuñadura era negra, como la de Zemal, y de un material que se adhería a la mano sin ser pegajoso. Por un momento vio una inscripción en letras rojas que brillaban como ascuas que no han terminado de enfriarse, pero enseguida se borró. Le había parecido que estaban en Arcano, idioma que ni leía ni hablaba, y se acordó de Derguín.

Se dio cuenta de que ya no tenía por qué envidiar a su antiguo discípulo. Fue como si los últimos años volaran veloces ante sus ojos, mostrándole en fogonazos todo lo que había pasado y barriéndolo como un ventarrón. Su frustración y su amargura desaparecieron de golpe, disueltas como una bola de sal en el agua. Le invadió una cálida sensación de afecto por Derguín, y sintió deseos de verlo de nuevo, olvidar viejas desconfianzas y combatir juntos contra los dioses o contra las mismísimas Moiras de las que había hablado Linar. La emoción fue tan intensa que se le llenaron los ojos de lágrimas, y a través de ellos el resplandor de la hoja se convirtió en minúsculos arco iris.

Por senderos tortuosos, bajando al corazón de Tramórea o más bien hundiéndose en él, había conseguido su propia espada de fuego.

No, de fuego no. No se sentía calor al acercar la mano, sino el soplo de una brisa gélida, y su brillo era frío como la luz del sol tras atravesar un carámbano de hielo.

Tenía que probarla. ¿Dónde? Movido por un impulso, se volvió hacia el yunque y levantó la espada.

—¡Un momento!

Se volvió. Allí estaba el herrero de su sueño, dos cabezas más alto que él, con barba de fuego y unos músculos que habrían empequeñecido a los del Mazo. Llevaba un parche en el ojo derecho, igual que en su visión. No recordaba que según los mitos fuera tuerto.

En cualquier caso, los mitos en los que él siempre había creído ya no valían para nada.

—¿Te parece bien recompensar a tu anfitrión destrozándole la herrería?

—¿Eres tú de verdad o estoy hablando con otro fantasma, como esa mujer?

Tarimán se acercó a una pared, descolgó unas enormes tenazas y golpeó con ellas una chapa de hierro que tenía sobre la mesa. ¡¡KLANNNNGGG!!

Si aquello no era real, el hechizo era muy bueno.

Kratos retrocedió, bajando la punta de la espada hacia el suelo. Sentía su tenue vibración todo el rato en las palmas y en los dedos. Pero quizá era hora de pensar en guardarla, no podía pasarse el resto de su vida blandiéndola.

El dios pareció leerle el pensamiento.

—Tienes una vaina detrás de ti, colgada de la pared entre tenazas y leznas.

Kratos miró donde el dios le indicaba. La funda era de cuero repujado, reforzada con un brocal en la boca y un batiente en la punta. Ambas piezas eran de oro.

—Cuando forjé a Zemal no pude entregarla a su primer dueño tal como yo habría querido, así que él mismo se tuvo que fabricar una vaina. Esta vez he tenido tiempo de hacer mejor las cosas.

Kratos descolgó la funda y enganchó las trabillas en el lado derecho del cinturón, ya que en el izquierdo llevaba su otra arma. Después, con mucho cuidado, acercó la espada a la vaina. Temía que, si no acertaba a meterla bien, la hoja luminosa fundiera o rompiera el brocal de oro. Pero cuando la punta se hallaba a un dedo de distancia de la boca, notó una fuerza ajena, una especie de suave succión que guiaba a la espada. La guardó despacio, contemplando casi con tristeza cómo el brillo de la hoja desaparecía engullido por el cuero. Pero cuando los gavilanes chocaron con el brocal, comprobó que la empuñadura seguía transmitiéndole una leve vibración.

De pronto, era como si sus sentidos se hubieran embotado. No había sido consciente al blandir el arma; pero mientras lo hacía, lo había visto, escuchado y olido todo con más nitidez. Recordaba que Derguín le había hablado de aquella sensación y le contó que, cuando quería espiar una conversación lejana, desenvainaba un poco a Zemal y notaba cómo sus sentidos se aguzaban.

—Pero Derguín también te habrá advertido de los riesgos de empuñar una espada de poder —dijo Tarimán.

—¿Cómo sabes lo que estaba pensando? —preguntó Kratos. En otro momento de su vida se habría asombrado. Ahora casi nada lo sorprendía ya.

Por respuesta, el dios herrero se levantó el parche. Debajo tenía un ojo rojo de un tamaño exagerado. De niño, en el barrio de Kratos había un perro al que le habían reventado el globo ocular de una pedrada. Aquella bola sanguinolenta se lo recordó.

—Una comparación poco halagüeña. ¡Con un perro! —se quejó Tarimán, volviendo a colocarse el parche.

—Lo siento.

—No te preocupes. Sé que es desconcertante estar con alguien que te lee los pensamientos. Si fuera por mí me quitaría el ojo, es bastante incómodo estar recibiendo todo el rato el ruido caótico que reina en las mentes ajenas.

—Me lo imagino —dijo Kratos. En realidad, no tenía ni idea de cómo debía ser la sensación.

—No tienes ni idea de cómo es la sensación.

—En efecto. —Deja de pensar, se ordenó a sí mismo. No era tarea fácil.

—Te hablaba de los riesgos, tah Kratos. La espada que llevas al cinto, igual que Zemal, es una droga muy fuerte. No sé cómo reaccionarán ni tu cuerpo ni tu mente. Para Derguín Gorión, empuñar la espada supone a la vez un placer y un suplicio. Mas verse separado de ella es mucho peor. No digas que no te lo advertí.

Kratos buscó la espada, pero cuando iba a cerrar la mano sobre el pomo se arrepintió. Yo decido cuándo la toco y cuándo no. Soy el amo, no el esclavo, se intentó convencer.

—Sí, tal vez te conviertas en el amo y logres controlar la voluntad de Talavãra [3]. Eso está por ver.

¿Talavãra?

—Un nombre antiguo en una antigua lengua. De modo que tú serás conocido como el Talavãranit.

Kratos repitió el nombre. Talavãra. Le gusto su sonoridad, sencilla y abierta.

—Está bien —dijo—. Ya tengo el arma. Me he mantenido vivo hasta llegar a Agarta, como me dijiste en aquel sueño. ¿Qué debo hacer ahora?

—Lo que te dijo el otro tuerto, Linar.

—Subir al puente de Agarta y proteger las puertas del Prates. Pero ¿cómo lo conseguiremos? Lo llamáis puente, pero es una columna vertical.

—Comprobaréis que al llegar allí vertical u horizontal son orientaciones tan relativas como norte o sur. El camino es sencillo para las piernas, aunque puede hacer que flaquee el corazón.

De repente, el dios herrero miró a un lado, como si se concentrara en escuchar algo inaudible y no quisiera distracciones.

—Debes irte, tah Kratos. ¡Rápido!

—¿Qué ocurre? ¿No me dirás nada más?

—Aquí corres peligro. Hablando contigo me he distraído, y he olvidado por un momento a aquel cuyos pensamientos debía vigilar.

Kratos rodeó la empuñadura con los dedos.

—No tengo miedo. Puedo defenderme.

—De Tubilok podrías haberte defendido hace media hora, cuando era ciego a Zemal y a la espada que he forjado para ti. Pero ya no lo es. ¡Vete, te digo!

Kratos percibió un hedor a huevo podrido, tan intenso que anuló el olor a brasas y limaduras calientes.

En el centro de la herrería apareció una sombra extraña, un círculo negro que empezó a crecer en espiral como una imagen a escala del vórtice que había engullido los barcos para transportarlos a Agarta. El remolino de oscuridad se hinchó a gran velocidad y empezó a condensarse en formas materiales.

Eran tres figuras, una de aspecto normal y dos de tamaño sobrehumano, tan grandes que empequeñecían incluso a Tarimán. Sin duda se trataba de dioses. Uno de ellos cubría su cuerpo con una armadura oscura que, sin embargo, reflejaba la luz como si fuera de mercurio, y llevaba un yelmo sin ranuras coronado de largas espinas que se movían por sí solas.

Las manos, extendidas ante su cuerpo, empuñaban un asta negra que a Kratos le resultaba muy familiar. Aunque ya no tenía las esmeraldas con que la había adornado, era la vara de Mikhon Tiq, que antes había pertenecido al Enviado.

Para asombro de Kratos, era precisamente Mikha quien agarraba con la mano izquierda un extremo de la vara. El otro lo aferraba un coloso casi tan alto como el dios de la armadura oscura, pero mucho más ancho y musculoso. Kratos lo había visto unos días antes flotando en el centro del remolino. Era Anfiún.

—¡Corre, Kratos! —le apremió Tarimán.

Esta vez no necesitó que le diera la orden. Que, por el momento, los dioses lucharan contra los dioses. Tal vez su nueva espada acabaría enfrentándose a los Yúgaroi, pero antes sería mejor que se familiarizase con ella.

Los recién llegados ya habían terminado de materializarse cuando Kratos salió por la puerta de la forja. No pudo evitar una última mirada atrás. Mikhon Tiq no parecía haber reparado en su presencia.

Pero Anfiún sí. Lo último que vio Kratos de él fue un enorme dedazo que lo señalaba, como diciendo: «Te he reconocido».

Tal vez aquel gesto no hizo que huyera, pero sí que se moviera mucho más rápido.

El yelmo de Tubilok dejaba distinguir su rostro. Era casi el de antaño, con los dos ojos azules que Tarimán le había extirpado, más una joya encastrada en la frente que le confería cierto aire místico.

El ojo rojo que el herrero se había injertado en la órbita derecha empezó a palpitar, y lo que recibía pasó al cerebro de Tarimán como un flujo de sangre. Eran pensamientos mezclados, difíciles de interpretar. Se contempló a sí mismo a través de la mirada de Anfiún: para él era pequeño, feo, cojo y para colmo tuerto. Yo jamás tendría ese cuerpo, pensaba el dios de la guerra, sin pararse a reflexionar que el que él había elegido era una caricatura hipermusculada. Pero en un segundo plano Anfiún tenía otro pensamiento que era más bien un resquemor: el humano, Kratos. Lo había dejado en ridículo delante de los demás dioses al destruir su waldo. Debía pagar.

La mente de Tubilok era mucho más complicada. Para su gusto, Tarimán llevaba demasiado tiempo asomándose a ella. Resultaba agotador. Su flujo de pensamientos jamás cesaba. Estaban las ecuaciones dimensionales, siempre las ecuaciones, como el tictac de un reloj que nunca se detenía, arrojando datos, revolviéndose sobre sí mismas, ramificándose para llegar a callejones sin salida, retrocediendo, simplificándose, volviéndose a ramificar, entrando en bucles que se reproducían en ángulos distintos, bifurcándose…

¡Basta!, se dijo a sí mismo, y bloqueó aquel ruido incesante y obsesivo. Si Tubilok llevaba tanto tiempo conviviendo con aquello dentro de su cabeza, lo compadecía en verdad.

Sobre aquella base, que era como el fondo de un cuadro, Tarimán percibió el odio y el despecho. ¡He sido engañado! Pero al mismo tiempo, no expresado en palabras, el odio se entreveraba con la admiración. De haberlo verbalizado, cosa que Tubilok no quería hacer por no escucharlo en su propia mente, habría dicho algo así como: Es más astuto de lo que pensaba. ¡Ha sido más listo que yo! Eso hizo sonreír al herrero. Era una pequeña compensación tras miles de años de condescendencia y complejo de superioridad.

«Eres inteligente, Tarimán», le decía ya desde los tiempos remotos en que preparaban su viaje a las estrellas. «Pero a tu pensamiento le falta grandeza. Resultas el complemento perfecto para mí: la tecnología que concreta las elevadas ideas de la ciencia, la artesanía que materializa los sueños del verdadero arte». Pues Tubilok siempre había tenido un alto concepto de sí mismo.

Debo resolver esto rápido. Estoy perdiendo tiempo aquí, pensaba Tubilok. Pero al mismo tiempo quería tomarse un rato para regodearse en su última victoria.

Y había algo más. Tubilok decía ser un idealista, y seguramente tenía razón, pero no le faltaba instinto utilitario. La mente de Tarimán le vendría muy bien para ayudarle en sus cálculos finales.

Me quieres convertir en un vulgar procesador, como has hecho con tantos otros, pensó el dios herrero. Pero eso no iba a ocurrir.

Después estaba el humano que no era humano, Mikhon Tiq. Esa mente no se hallaba al alcance del ojo rojo, pues había algo en ella que dimanaba del Onkos, el mismo lugar del que procedían los ojos de los Tíndalos.

En el pasado, Tarimán había pactado con las entidades llamadas syfrõnes, y con los Kalagorinôr que habían nacido como resultado de su simbiosis con seres humanos. A modo de prueba de buena voluntad, a dos de ellos les había entregado el ojo que veía en el espacio y el que escrutaba las bifurcaciones del futuro. Por supuesto, él se había reservado para sí el que leía las mentes, pues se negaba a sufrir nunca más la torturante experiencia de tener que doblepensar y engañarse a sí mismo para no delatarse ante otros.

Pero ese ojo jamás le había permitido asomarse a los procesos mentales de los Kalagorinôr, a los que había tenido que espiar recurriendo a otras herramientas. En general, aquellos magos que mezclaban en sí naturalezas de dos universos distintos se habían agazapado durante siglos, expectantes, contemplando los asuntos de los humanos sin intervenir demasiado en ellos.

Ahora todo había cambiado. El joven Mikhon Tiq había decidido participar en el juego entre dioses y mortales, y no sólo se había manchado las manos, sino que todo él estaba embarrado hasta las cejas. ¿Qué planes se escondían tras esos ojos tan grandes y oscuros? A través de las mentes de otros, Tarimán sabía que había atacado a su propio compañero Kalitres y lo había convertido en prisionero de los dioses. También había sugerido a Anfiún que abriera un agujero en el lecho del océano para engullir la flota donde viajaba el otro Kalagorinor que aún vivía, Linar. ¿Se había vuelto realmente contra ellos para abrazar el bando de Tubilok o había una trampa dentro de la trampa?

—Mi señor Tubilok —dijo Anfiún con su voz grave y espesa—. Ese mortal que ha huido de la fragua nos ha ofendido. Fue él quien profanó y destruyó mi imagen, y quien dijo que nuestras tripas adornarían sus lanzas. Te pido permiso para castigar su insolencia.

Tubilok contestó sin mirarlo. Sus ojos no se apartaban de Tarimán.

—Puedes ir. Ya que el herrero está solo, no preciso de tus servicios por el momento. Pero procura darte prisa, porque cuando reclame tu presencia no admitiré demoras.

—Gracias, mi señor.

Anfiún salió de la herrería dando zancadas, y apenas había asomado por la puerta cuando activó su anillo de vuelo y desapareció.

Mientras, Tubilok y Tarimán se seguían mirando.

—Sé lo que estás pensando —dijo el dios herrero.

—¿A tus años un escéptico como tú ha recibido el don de la adivinación? —preguntó Tubilok.

—Piensas que vas a hacer otra vez que me arrodille ante ti y te suplique perdón. Que he jugado a ser un dios de verdad, pero que nunca he tenido agallas para los auténticos juegos de poder y cuando llega el momento del enfrentamiento doblego la cerviz. Y que ahora voy a llorar y a arrastrarme, y tú vas a fingir que me das una segunda oportunidad para ver hasta dónde puedo ser de rastrero y cobarde. Y entonces, y sólo entonces, me convertirás en uno más de los prisioneros de tu lanza.

Tubilok entrecerró los ojos, y al mismo tiempo oscureció el visor del yelmo, como si creyera que Tarimán estaba interpretando sus gestos. Pero enseguida debió caer en la cuenta de que las frases que había pronunciado eran una transcripción demasiado literal de sus pensamientos.

—Te quedaste con el tercer ojo, ¿verdad? —preguntó.

Tarimán asintió. Después se levantó el parche, hurgó con los dedos en la cuenca y, tras aprisionar bien el globo ocular, lo sacó de un fuerte tirón. Al salir de su encierro, el ojo se dilató. Tarimán extendió el brazo y se lo mostró a Tubilok, con las tres pupilas negras mirándole.

—Esto ya sería distinto, ¿verdad? Si te ofrezco el ojo, me perdonarías y me devolverías el puesto que en justicia merezco en el Bardaliut.

—Ese ojo es muy valioso para mí —reconoció Tubilok—. Lo haría, sí.

Tarimán se acercó de nuevo el ojo a la cuenca vacía. Bastaba con eso para recibir imágenes y sonidos de las mentes ajenas.

—Acabas de pensar: «Que a este bastardo no se le ocurra volver a utilizar el ojo para darse cuenta de que miento».

—Una trampa infantil la tuya —dijo Tubilok—. ¿A tu edad te satisface tanta puerilidad?

—Has reconocido que el ojo es muy valioso para ti. Para saber que en eso eres sincero no necesito leerte la mente. Pues bien…

Tarimán entró en aceleración y, antes de que Tubilok pudiese reaccionar, colocó el globo ocular sobre el yunque, cogió el martillo Takoa que tenía apoyado en la base de olivo, lo levantó sobre su cabeza y descargó un tremendo golpe. El ojo reventó, esparciendo su fluido sanguinolento, y en el centro quedaron nadando las tres pupilas negras.

El dios herrero salió de la aceleración y terminó:

—… ahí lo tienes. Es todo tuyo.

El yelmo de Tubilok volvió a transparentarse. Sus ojos se habían vuelto de hielo. El odio estaba abajo, ardiente como magma, pero de momento lograba controlarlo para que no asomara a la superficie. Nunca le había gustado perder el control, lo que no quería decir que no le pasara a menudo: Tarimán lo conocía bien.

—Se acabó —dijo Tubilok.

—Ha sido una larga vida —repuso el dios herrero al ver cómo la contera de la lanza apuntaba hacia su pecho—. He visto otros mundos y los he creado. Una vez amé. No puedo quejarme.

—Bonito y patético testamento —contestó Tubilok—. Pero no debes perder la esperanza. En realidad, tu vida no ha hecho más que empezar. Cuando estés aquí —añadió, palmeando el astil con la otra manodescubrirás que el lema es: «El trabajo os hará libres».

—Creo que ya he trabajado bastante para ti —dijo Tarimán.

—¿Qué quieres decir?

Por miedo al tormento eterno en la lanza de Prentadurt, Tarimán había asesinado a la mujer que amaba. Por pánico al Prates, se había arrodillado y suplicado que Tubilok absorbiera su alma con esa misma lanza. No quería seguir viviendo con miedo ni ponerse de rodillas nunca más. Si para los inmortales el valor de la propia vida era infinita, él había decidido que por una vez pondría por encima de ese infinito la dignidad.

Desde que supo que Tubilok estaba libre de nuevo, Tarimán había manipulado su propia batería de fusión interna para convertirla en un explosivo de cinco kilotones. El equivalente a una cápsula de cianuro en otros tiempos.

Ahora, antes del final, envió un último mensaje a uno de sus sirvientes, un recado que debería entregarle al Zemalnit. Con suerte, ese mismo recado acabaría llegándole a Tubilok.

El dios loco le había hecho una pregunta. Pero Tarimán no pensaba contestarla. Sería darle tiempo para usar la lanza, y él no iba a correr ese riesgo. De paso, tal vez se llevara por delante a Tubilok, aunque no confiaba mucho en ello.

En el preciso instante en que activaba el detonador, pensó que si en verdad existía el punto omega, ese momento en que el universo se recapitularía entero antes de colapsar y todos los seres sentientes que habían vivido en él regresarían a la existencia, allí podría reunirse con Zemal, y ella quizá le perdonaría como le había perdonado la simulación que había creado para la espada.

Ojalá, pensó. Y ese pensamiento tan sencillo fue el último de Tarimán el herrero.

Mikhon Tiq vio algo en el ojo de Tarimán, una dilatación sospechosa en las pupilas dobles, una especie de sonrisa interior, como si disfrutara de una broma privada. Eso le alertó de que algo iba a ocurrir.

Tubilok, que conocía a Tarimán desde hacía miles de años, también debió detectar esa chispa maliciosa, porque una fracción de segundo antes de que se produjera la explosión agarró el brazo de Mikhon Tiq. Éste sintió una extraña disgregación en todo su cuerpo, como si cada partícula hubiera empezado a vibrar en armonías desafinadas.

De pronto, todo a su alrededor había desaparecido. Él y Tubilok flotaban en una vasta negrura. No había fuentes de luz, y sin embargo se veían a sí mismos como si algo los iluminara. Aparte de ellos dos, lo único que había a la vista era una esfera de roca parda a lo lejos, una especie de satélite oscuro que sólo se distinguía porque la nada que lo rodeaba era aún más tenebrosa.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —preguntó, aunque lo sospechaba.

—Seguimos en el mismo espacio que ocupa la fragua de Tarimán, pero ahora nos hemos convertido en criaturas de materia oscura —contestó Tubilok—. Hace tiempo comprobé que era más rápido que teleportarme. No resulta útil para viajar porque nos deja en las mismas coordenadas espaciales, pero al encontrarnos en otro estado de materia no podemos recibir ningún daño.

—¿Una forma de huir del peligro?

—Así es. —Tubilok estaba furioso—. Ese traidor ha hecho algo raro, lo sé aunque no lo vea. Percibo que hay más neutrinos. Se ha producido una explosión muy fuerte. Podría habernos matado si no me adelanto.

Mikhon Tiq pensó que, de haberse destruido su cuerpo, eso habría provocado una segunda explosión aún más catastrófica. Tal vez habría sido lo mejor. Eso le hubiese evitado tomar muchas decisiones.

Tubilok dijo que iba a esperar un tiempo prudencial, pero la impaciencia le venció y no tardó en regresar al estado de materia normal. En el mismo momento en que se transformaron, cayeron al vacío como dos piedras, pues la explosión había abierto un tremendo agujero en la roca. Tubilok, que ya lo había previsto, activó su propio anillo de vuelo y salió velozmente de allí cargando con Mikhon Tiq. Éste miró abajo y vio el boquete que todavía humeaba. Era como si un gigante de dimensiones colosales hubiera arrancado una cucharada de la ladera.

Tras un breve vuelo, se posaron en una atalaya vacía, al sur de la montaña. Mikhon Tiq miró en derredor. Entre los recuerdos que el joven Kalagorinor había recuperado en los últimos tiempos se encontraban el del fabuloso mundo de Agarta, pero verlo con sus propios ojos era mucho mejor que rastrear la imagen en su memoria.

—¿Estás bien? —preguntó Tubilok, poniéndole las manos sobre los hombros. Cuando quería, sus guanteletes podían transmitir calor.

A Mikhon Tiq le parecía enternecedor que alguien que amenazaba con confinar y atormentar las almas de los demás, y que además cumplía sus amenazas, se preocupara por él de manera tan solícita.

—Sí, estoy bien —contestó—. Es interesante este recurso de la materia oscura. ¿Cómo has conseguido que yo también me transforme?

—La clave para ello es estar en contacto físico —explicó Tubilok—. Al alterar la vibración de las supercuerdas que forman mis partículas, extiendo esa resonancia por simpatía a la persona o al objeto que deseo y lo llevo al otro lado.

—¿Podrías explicarme cómo se hace?

—¿Y tú podrías hacerlo?

Mikhon Tiq pensó: Un ser multidimensional y yo vivimos en simbiosis. ¿Te parece que no podríamos conseguir por nuestra naturaleza lo que tú has aprendido a dominar gracias a la ciencia? Pero se limitó a decir:

—Creo que sí.

—Te enseñaré, pero sólo si lo aprendes muy rápido. El tiempo es un bien que no se atesora, sino que se consume, y nunca da intereses.

—Soy un buen alumno. —Y el truco me puede resultar muy útil, pensó para sí.

Tubilok debía estar llamando por frecuencia privada a Anfiún, pero el dios no le contestaba. Furioso, cerró los dedos sobre el pretil de piedra de la atalaya y arrancó un trozo.

—¡Estúpido orangután que se hace llamar dios! No da señales de vida y no tengo tiempo de buscarlo. Cuando vuelva al Bardaliut le ajustaré las cuentas.

—Estás muy enojado, ¿verdad?

—¿Cómo no iba a estarlo? Tarimán me ha privado del placer de la venganza dándose muerte a sí mismo.

—¿Es la venganza propia de un dios?

—Precisamente cuando se es un dios se llama justicia. La diferencia entre ambas la decide el poder.

—Creo que deberías olvidarte ya del herrero.

—No es fácil. No soporto que me haya burlado.

—¿Realmente crees que era un enemigo a tu altura?

Tubilok se quitó el yelmo, cosa que nunca hacía en presencia de sus hermanos de raza, y tomó aire, respirando los aromas del bosque. Poco a poco se calmó. Bajo aquella luz roja, observó Mikhon Tiq, sus ojos se veían violetas. Tubilok debió notar su mirada, porque lo agarró de la cintura y lo encaramó al pretil. Allí, Mikhon Tiq pudo acariciarle la mejilla. Tenía la piel muy suave; no suponía demasiado mérito siendo un dios, pero resultaba agradable.

—Llevas razón —dijo Tubilok—. La talla de alguien se mide por la de sus enemigos, y si me empeño en considerar a ese cojo que ya pasó a mejor vida como mi adversario es que me estimo en poco a mí mismo. Tengo otros rivales mucho más poderosos que pronto pondrán a prueba el verdadero valor de Tubilok el Pionero. ¡En menos de dos días lo comprobaremos, cuando las puertas que dan paso a la gloria se abran de par en par!