SUBSUELO DE DHAMARA

Al principio, se habían tomado a broma descender al centro de Tramórea por una escalera. Después incluso Ahri se había aburrido de llevar la cuenta de los peldaños. Cuando dejó de hacerlo, llevaba doce mil trescientos cincuenta. Y ni tan siquiera habían llegado a la mitad del descenso.

Tal como les había indicado la diosa Taniar, el acceso a esa escalera se hallaba en la base de la Torre de Sangre; ésta se había construido mucho después precisamente en el lugar donde, según la tradición, se encontraba una puerta al inframundo. Para entrar, Derguín había tenido que ejecutar su propia magia. Ahora le divertía pensar en ello así: había pronunciado una orden en clave y después, al materializarse en el aire una pantalla virtual, había pulsado una serie de números que para los demás resultaban ininteligibles, pues los guarismos que se utilizaban en Tramórea eran muy distintos de los que usaban los dioses en la época en que construyeron el planeta artificial.

Al ver cómo invocaba aquel conjuro y conseguía que se abriera una trampilla en lo que parecía roca viva, todos lo miraron con más respeto. Derguín procuró parecer incluso más misterioso, pensando que si los demás, Invictos y Noctívagos mezclados, creían que el Zemalnit poseía poderes mágicos estarían más dispuestos a seguirlo a lo desconocido. Tan sólo su medio hermano había contemplado el presunto hechizo con una sonrisa desdeñosa.

A su pesar, habían dejado los caballos sueltos en las cercanías de la Torre de Sangre. Con ellos se había quedado Riamar. Derguín se habría sentido mucho más seguro cabalgando a la batalla, a cualquier batalla, con él. Pero la escalera era angosta y empinada, y también inacabable. A decir verdad, no parecía tan siquiera obra de los dioses. Taniar les había explicado que ese acceso se había construido para labores de mantenimiento de otros conductos que ellos no podían utilizar; al menos, si querían seguir vivos.

—Adiós, Riamar —dijo Derguín, acariciando la cabeza del unicornio junto a la Torre de Sangre—. Espero volver pronto y salir por este mismo sitio. ¿Me esperarás?

Riamar asintió con la cabeza.

—Qué tonterías digo. Siempre sabes dónde estoy y apareces cuando lo necesito. A veces pienso si tú no serás también… —Derguín le acarició el cuello, y notó pelo, carne y tendones vibrantes—. No, es una tontería.

Gracias al unicornio, había podido atravesar uno de los puentes que cruzaba el Abismo Negro en tres horas. Otro caballo habría necesitado una jornada entera, y habría quedado reventado. Aun así, Derguín había perdido un tiempo precioso en Tártara. Cuando emprendieron el descenso a Agarta, ya era la noche del 26. En dos días, las lunas entrarían en conjunción. Togul Barok se lo había reprochado con acritud.

—Por intereses personales nos has tenido esperando más de dos días. Si quieres ser un caudillo de hombres, debes aprender a pensar con la cabeza y no con la entrepierna.

La misma entrepierna a la que tú le has dado gusto con una diosa, pensó Derguín. Pero prefería evitar enfrentamientos con el emperador. No sólo tenía en su poder media lanza de Prentadurt, sino que disponía de ciento diez soldados capaces de entrar en aceleración. Ahora que les había revelado el secreto de la cuarta y la quinta, esa unidad valía por mil hombres. Como enemigos supondrían un grave problema para Derguín, pero como aliados podían significar la diferencia entre el triunfo o el fracaso.

—En Tártara también buscaba respuestas. Esa ciudad posee una ciencia que podría habernos ayudado contra los dioses.

—Tú lo has dicho, hermano. Podría. Pero lo cierto es que has vuelto con las manos vacías y ahora nos será muy difícil llegar a tiempo a nuestra cita. Por tu culpa.

Derguín agachó la cabeza y no respondió. Ciertamente, se sentía culpable. Por otra parte, saber que Neerya y, sobre todo, Ariel se hallaban a salvo compensaba esa desazón. Meditó en lo asombrosa que era la paternidad: en un platillo ponía la vida de Ariel y en el otro el destino de todo el mundo, y le parecía que la balanza estaba equilibrada. Una conducta irracional, pero de la que no pensaba renegar.

Los Noctívagos bajaban por delante, marcando el paso de todos los demás. Eran jóvenes y fanáticos de su emperador, estaban convencidos de que tenían un destino que cumplir y de que la muerte era el mejor premio para su valor, y no conocían el cansancio. Detrás de ellos venían los veinte Invictos del Karchar Gris, rezongando entre dientes. Llegado el momento de la batalla eran valientes y disciplinados como el que más, pero hasta entonces tendían a remolonear. Y, salvo cuando la arenga previa a la batalla y unos sorbos de vino enardecían sus corazones, veían los asuntos de la guerra con cierto cinismo.

Con ellos bajaban Ahri y Aidé. El Numerista no era el hombre más belicoso del mundo, pero sabía combatir y, aunque sus tareas fueran más administrativas que tácticas, poseía rango de capitán en la Horda.

Sin embargo, llevar con ellos a Aidé era una carga que atormentaba a Derguín. Si Kratos había sobrevivido y a Aidé le ocurría algo malo… Prefería no pensar con qué cara podría darle aquella noticia. La joven, para colmo, estaba embarazada. Ella se lo había ocultado a todos los demás, excepto a Ahri. Lo cual significaba que Ahri se lo había contado a Derguín en uno de sus típicos lapsus.

—Sabía que ese bocazas no iba a mantener el secreto —dijo Aidé cuando Derguín le preguntó qué tal se encontraba. Ahora que tenía una hija, sentía un interés insólito por los embarazos.

—Entonces, ¿por qué se lo contaste? Tú le conoces tan bien como yo.

Ella meneó la cabeza. Hablaban casi sin mirarse, pendientes de los escalones. Llevaban muy pocas luces para todos, así que bajaban casi en tinieblas. Por suerte, los peldaños eran tan regulares que los pies se acostumbraban a calcular solos las distancias. Veinte escalones, rellano, giro a la izquierda. Veinte escalones, rellano, giro a la izquierda. Siempre era igual.

—Tú no lo entiendes —respondió Aidé—. Eres un hombre.

—Él también lo es.

—No me refiero a eso. Para una mujer, es muy difícil no poder hablar de cómo te sientes, y menos estando embarazada. Además…

La joven se mordió el labio.

—¿Además qué?

—Tuve una discusión terrible con Kratos. Ni siquiera nos despedimos. Pero no podía soportarlo, y por eso me disfracé y cabalgué con los demás, aunque podría haberme provocado una hemorragia y perder al bebé. ¡Si supieras lo mal que me sentía durante el viaje, viéndolo todos los días, sin poder acercarme a él para hablarle! Dioses, y en el barco era peor. Estaba tan triste sabiendo que viajaba en otro barco y ya no podía verle… Perdona, no creo que te importe ni que lo entiendas.

—Claro que me importa —dijo Derguín. Y además lo entendía. Durante meses había estado cerca de Neerya, muriéndose de deseo y sin poder tocarla por temor a la venganza de Tríane. Cuando llegó el momento en que se confesó a sí mismo que estaba enamorado de ella, la conjura de Agmadán los había separado. Y ahora, cuando por fin se reunían de nuevo y nada impedía que se amaran, ella se encontraba lejos, tras una barrera que la aislaba del resto del mundo, tal vez para siempre.

Sí. Entendía perfectamente a Aidé. Pero era incapaz de hablar de esos sentimientos con nadie, y menos con una mujer.

—Debería haber esperado por ti y haberte llevado a Tártara. Allí estarías segura.

—No soy una princesita delicada, tah Derguín. Mi padre era un guerrero y un Zemalnit como tú. Sé manejar las armas que llevo.

En aquella bajada eterna daba tiempo a charlar, discutir y bromear, y también a guardar silencio largos ratos y dejarse adormilar por el ruido de las pisadas y el tintineo de las cotas de malla, que a cada paso sonaban como bolsas llenas de monedas agitada en el aire. Casi todos empezaban a sentir cuchilladas en los muslos, pero las pocas quejas que se oían eran más o menos bienhumoradas.

Eso ocurría en la retaguardia de la comitiva. Por delante, los Noctívagos bajaban tan erguidos y silenciosos como su jefe.

A Orfeo se lo repartían entre Derguín, El Mazo y Ahri, y lo llevaban sobre el antebrazo para evitarle la humillación de viajar en un saco. En uno de sus turnos, Derguín se rezagó con él.

—Es un buen momento para hablar —le dijo.

—Hablar es un término muy genérico, un verbo que sin complementos que especifiquen su significado puede servir para referirse a casi cualquier actividad que involucre sonidos articulados.

—Pues especifiquemos. Es un buen momento para que hables. Estoy cansado de evasivas, Orfeo. Quiero respuestas claras, y no sobre algunas dudas, sino sobre todas ellas.

—Exigir y amenazar no es la mejor forma de obtener conocimientos. ¿Hacías lo mismo con tus maestros?

—Me debes cierto agradecimiento, en mi opinión, así que podías pagarme compartiendo conmigo tu indudable sabiduría.

—No recuerdo en qué momento te he solicitado algún favor, pero si me refrescas la memoria…

—Sé que tu memoria es perfecta, aunque quizá un poco ingrata. ¿Acaso no te saqué de la aldea de los Ghanim?

—No me parece muy delicado por tu parte recordarme mi larga estancia en ese estercolero —respondió Orfeo, con gesto de dignidad ofendida.

—Eso significa que reconoces que ahora estás mejor, luego no te trato tan mal, ¿no?

—Eso significa estrictamente que prefiero que no me recuerdes mi larga estancia en ese estercolero, no pretendas extraer más sentido de una frase muy clara para tu propio provecho.

—Como quieras. —Derguín decidió cambiar de táctica. Una pregunta de sopetón tal vez lo desconcertaría—. Sigues en contacto con Tarimán, ¿no es cierto?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Sé quién eres, o al menos sé qué eres.

—Poseyendo tal omnisciencia, deberías pedir que te admitieran en el Bardaliut como un dios más.

—Puede que lo haga algún día. De momento, prefiero seguir con nuestro descenso a los infiernos. Es curioso, ahora tengo el recuerdo de haber aprendido que hace miles de años alguien llamado Orfeo, como tú, también bajó al infierno. ¿Por qué lo he recuperado?

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—Reconociste que eras servidor de Tarimán. Y he sabido que él implantó en mí una memoria genética.

En realidad, nadie le había dicho tal cosa. Pero si su madre recordaba haber sufrido unos extraños manejos en su útero la misma noche de su concepción, sólo tenía que sumar dos y dos.

—De hecho —prosiguió—, me convirtió en una copia del primer Zemalnit. Eso quiere decir que no soy hijo de mis padres ni tengo parentesco alguno con Togul Barok. ¡No me extraña que mi hermano y yo nos parezcamos tan poco!

—En realidad, estás emparentado con Togul Barok y también con tu padre. Los Barok, incluida esa rama tuya que ahora se ha convertido en Gorión, son descendientes del primer Zemalnit. En cierta medida, eres antepasado de tu propio padre, una ironía que no sé si sabrás apreciar.

¡Por fin Orfeo había dicho algo concreto! Como sospechaba, si en lugar de limitarse a hacerle preguntas directas Derguín se dedicaba a hablar y expresar sus propias conjeturas, Orfeo parecía sentir el prurito de intervenir en la conversación. Era obvio que le gustaba más repartir peroratas que recibirlas.

—Me temo que no la aprecio —respondió Derguín—. Has reconocido que tu señor Tarimán manipuló mi embrión para convertirme en otra cosa. ¿Acaso hizo lo mismo con Togul Barok? Esas pupilas dobles dan mucho que pensar.

—Esa pregunta deberías hacérsela a él.

—No creo que vaya a contestar. Sé que puedes hablar con Tarimán, ya te lo he dicho. Pregúntale ahora, o pídele que se ponga en contacto conmigo a través de ti.

—Mucho me temo que eso no será posible.

—No me gusta decir esto, pero creo que tengo formas de obligarte a hablar —dijo Derguín, y al instante se dio cuenta de que como torturador no tendría porvenir. Ni las palabras ni el tono habían sonado convincentes.

—Una vez más no sabes interpretar los enunciados que escuchas por simples que sean. No he dicho que no quiera hacerlo. He dicho que no es posible.

—¿Por qué?

—Tarimán el herrero ha dejado de existir.