Taniar comprobó en la pantalla que la prisionera que le llevaba a Tubilok seguía viva. Pero tenía mucha fiebre, estaba deshidratada y deliraba. Por desgracia, no llevaba equipo médico a bordo. ¿Para qué iba a tenerlo una lanzadera orbital tripulada por una diosa cuyo organismo estaba plagado de elementos autorreparadores? Lo único que podía hacer era darle agua.
En condiciones normales la mujer debía de ser muy guapa. O haberlo sido: Taniar dudaba que pudiera recobrar su belleza. Si la piel se le seguía estirando así sobre los huesos, acabaría rasgándose como papel de seda. Los ojos estaban a punto de hundírsele en las cuencas, tenía los labios surcados de grietas y sus dedos, flacos como patas de gorrión, parecían garras.
El azul del cielo se oscureció conforme el aire perdía densidad, hasta que la lanzadera voló silenciosa rodeada de estrellas. Fue entonces cuando Taniar se dio cuenta de que la prisionera no dejaba de murmurar en su delirio.
Lo más curioso era que discutía consigo misma y, aunque su voz resultaba casi inaudible, se apreciaban dos inflexiones e incluso dos tonos distintos. Taniar amplificó su percepción y escuchó. Si Tubilok le había ordenado llevar a aquella mujer a su presencia, sería porque tenía algo interesante que decirle. Y, tal como andaban las cosas, era muy conveniente que ella se enterase antes. Taniar estaba haciendo equilibrios sobre un alambre muy fino. Cualquier fallo la arrojaría al abismo por uno u otro lado.
Por desgracia, no conocía el idioma en que hablaba la mujer. Antes de atacar a los soldados de Togul Barok los había espiado durante unos minutos y grabado sus conversaciones. Con eso le había bastado para que sus implantes idiomáticos captaran los rudimentos más bastos de su idioma. Pero lo que hablaba la Atagaira no tenía nada que ver con el Ainari.
Un momento, pensó. Antes de la oscuridad y del primer regreso de Tubilok, cuando los dioses todavía podían inmiscuirse en los asuntos de Tramórea, las Atagairas le rendían culto como si fuera su madre. Cierto era que quizá ella no les había pagado muy bien al activar el waldo y destruir su hermoso palacio de Acruria, amén de matar a su reina y a casi toda su guardia personal; pero en aquel momento Taniar había preferido seguirle la corriente a Manígulat y actuar del mismo modo que los demás dioses.
Su waldo había permanecido inmóvil durante siglos en aquel palacio, bajo la apariencia de una gran estatua de madera policromada. Inmóvil, pero no del todo dormido, pues la batería de su interior le permitía registrar todo lo que acontecía a su alrededor. Ahora el waldo se encontraba aislado en el mismo lugar que había destruido, la torre de Iluanka. Le resultaría difícil sacarlo de allí, puesto que no poseía mecanismos de vuelo. Pero no le hacía falta en este momento.
Se puso en contacto con el waldo por radio; no la de la lanzadera, sino la que llevaba inserta en su cuerpo. Una vez que la estatua respondió, Taniar le solicitó las grabaciones. No necesitaba las de mil trescientos años: le bastaba con un mes. Aun así, eran demasiados datos para las ondas de radio, y ella tenía prisa. El waldo emitió varios pulsos láser codificados que le transmitieron toda la información en menos de un segundo. Al obrar así, Taniar corría cierto riesgo; pero aunque Tubilok acabara interceptando esa comunicación, ¿qué sacaría de ella? No eran más que cotilleos e intrigas de palacio, historias de venganza, celos y mezquindad con algún destello ocasional de nobleza. Para los dioses, resultaban tan trascendentes como el baile nupcial de las abejas.
Pero era justo lo que precisaba Taniar. Activó el programa idiomático y lo aplicó a las grabaciones. Un minuto después sus implantes de memoria disponían ya de una gramática básica de la lengua de Atagaira y un diccionario bastante extenso. La prisionera había dejado de hablar, pero Taniar había grabado toda la conversación en su cerebro. Ahora empezó a escucharla.
Justo a tiempo, porque había abandonado ya la órbita de Tramórea y volaba a más de ciento cincuenta mil kilómetros por hora hacia el Bardaliut. La morada de los dioses se veía ya como un pequeño tubo brillante más allá del Cinturón de Zenort. Taniar podría haber reducido velocidad para ganar tiempo, pero si no acudía con la suficiente diligencia, Tubilok podía sospechar.
Como había supuesto, los aparentes balbuceos de la mujer eran en realidad un diálogo interior. ¿Un caso de doble personalidad? Tras unas frases carentes de interés —«Déjame», «No puedes dominar»—, cuando estaba a punto de desechar la grabación, llegó a un meollo mucho más suculento.
Tienes que dejarme que le hable yo. Tú no vas a saber explicarte.
Es mi cuerpo. Es mi mente. Déjame ya.
No. Es demasiado importante.
Tú me has dicho que seré la reina de Tubilok.
Taniar dio un respingo en el asiento de mando. Sólo las correas impidieron que se levantara, pues en ese momento había dejado de acelerar y no había gravedad en la nave.
¿La reina de Tubilok? ¿Qué locura era ésa?
Lo serás, pero deja que yo te venda como un mercader vende su producto. Además, ¿cómo le vas a explicar lo de la inducción magnética?
¡Furias del Averno! Había oído su conversación. Dudaba mucho que la Atagaira conociera el Arcano, así que en lugar de doble personalidad iba a tener que diagnosticarle un caso de auténtica posesión diabólica. ¿Qué extraña entidad estaba intentando apoderarse de su mente y de su cuerpo?
En realidad, era irrelevante. A la diosa le daba igual si Ziyam empezaba a patalear, espumear por la boca o proclamar que era la reina del mal. Lo importante era que lo que se agazapaba dentro de ella había oído hablar a Tainar de la inducción magnética que impedía a Tubilok captar o recordar nada que tuviese que ver con Zemal.
Ahora sí que la he fastidiado bien, pensó. Con el Gran Barantán había salido del paso gracias a su capacidad de improvisación, y a la ayuda de la suerte. Si Mikhon Tiq no hubiera envuelto a su presunto aliado en una malla irrompible, el hombrecillo, ciego y todo, podría haberla delatado ante Tubilok.
Improvisación, ésa es la clave, se dijo. Mientras, la conversación entre la hembra humana y su íncubo proseguía.
Yo lo solucionaré todo. Soy experto en arreglar mentes.
En manipularlas dirás.
Sé manejarlas a mi antojo, pero también arreglarlas. Detectaré esa anomalía en el cerebro de Tubilok y la haré desaparecer. Así nos vengaremos de Derguín.
Eso es bueno.
Cuando se acerque a Tubilok con esa patética espada suya, creyendo que no lo ve… Imagínate su cara cuando se dé cuenta de que su astucia ha fracasado.
Él le matará.
O lo torturará para siempre. Apuesto más por lo segundo.
Te dejaré hablar. Estoy muy cansada.
Pues reserva tus fuerzas, mujer. Ahora, duerme…
Ahí terminaba el diálogo. El Bardaliut ya ocupaba la mitad del visor, y desde el anillo exterior llegaban las coordenadas de amarre.
Taniar suspiró de alivio. Era posible que se salvara para contemplar un día más, pero sería por los pelos.
De modo que el huésped de Ziyam se consideraba experto en manejar mentes a su antojo. Bien, tal vez no lo fuera tanto como él creía. El debate que debía haber sido silencioso había escapado al exterior por los labios de la mujer. Tal vez fuera un efecto de la extremada debilidad de Ziyam, o tal vez se debiera a que la víctima de la posesión quería, en el fondo, hacer daño al íncubo que la poseía.
Lo siento, Derguín Gorión, avatar de Zenort, pensó Taniar. Si alguien tenía que revelar a Tubilok en qué consistía su problema con esa maldita espada y cuál era la posible solución, sería ella.
El inconveniente era que si Tubilok empezaba a ser consciente de las cosas que habían ocurrido por culpa de aquella arma, recordaría también que había sido Taniar quien le dijo a Zenort: «¡Atácale!».
En realidad, si Tubilok tuviera que vengarse de todos, dejaría el Bardaliut vacío. Que era lo que iba a hacer tarde o temprano. Pero Taniar quería conservar opciones de supervivencia hasta el último minuto. De modo que, si quería que Tubilok le perdonara la vida, no le quedaba más remedio que arrastrarse hasta conseguir que su actitud servil del pasado pareciese casi orgullo.
La prisionera que traía Taniar venía tumbada en una especie de sarcófago de materia transmutable. Ahora la mayor parte estaba programada como cristal que dejaba ver su cuerpo, pero en los costados se iluminaban numerosos sensores e indicadores que mostraban su estado.
Aunque se hallaba tan deteriorada que parecía otra persona muchos años mayor, Mikhon Tiq la reconoció. Era Ziyam, la bella y pérfida reina de las Atagairas. Según Derguín, había sido ella la inductora del robo de Zemal. ¿Cómo había llegado a ese estado de consunción?
—Mi señor —dijo Taniar, arrodillándose ante Tubilok. Mikhon Tiq había observado que, con el transcurrir de los días, los dioses se mostraban cada vez más rastreros ante su rey.
—Esa mujer tiene algo que decirme —respondió Tubilok—. Tú, mi fiel Iris, mi mensajera divina, ya has hecho suficiente por hoy. Puedes retirarte.
—Mi señor, es posible que esa mujer tarde en estar en condiciones de hablar contigo. Si me permites…
Tubilok hizo un gesto de impaciencia. Conforme se acercaba la conjunción lunar, se mostraba cada vez más nervioso y apremiante, y consideraba que cualquier segundo que le robaba a sus cálculos lo alejaba más del éxito en su megalómana empresa. Mikhon Tiq y él no habían vuelto a tener relaciones carnales, pero el dios loco le había dicho: «Ten paciencia. Cuando trascendamos de este mundo limitado podremos amarnos y disfrutar del placer en formas jamás antes soñadas en ningún universo».
—Habla rápido, diosa de la guerra. Josué consiguió que se detuviera el sol en pleno día, pero las lunas no se van a parar en sus órbitas por ti.
—Tres palabras, mi señor. Inducción cerebral magnética.
—¿Qué quieres decir?
—Cada vez que te he mencionado esa arma forjada por Tarimán, tu mente rechaza la información. Es como si no te hablara de nada.
—¿De qué me estás hablando ahora?
—De un plan para impedirte tus propósitos, mi señor, y tal vez para… Me duelen los labios de pronunciar tal blasfemia.
—¡Habla!
—Un plan para matarte, mi señor. Lo sorprendente es que sean mortales quienes lo traman.
—¿Unos mortales se atreverían a atentar contra mí? ¡Tú deliras!
—Mi señor, ya lo hicieron en el pasado. Por culpa de un humano dormiste tu largo sueño.
Taniar se tumbó y se arrastró por el suelo, que para esta ocasión imitaba el aspecto y la textura de mármol jaspeado. Al llegar junto a los pies de Tubilok, levantó su pesada bota, labor que incluso en la bajísima gravedad de la sala de control pareció requerirle cierto esfuerzo, y la puso sobre su cabeza.
—¡Perdón, mi señor! ¡Perdón!
—¿A qué viene eso ahora? —Tubilok retiró el pie, pero la diosa siguió tendida en el suelo.
—¡Yo misma atenté contra ti junto con mis hermanos cuando ese mortal te atacó! ¡Mil vidas que viviera no bastarían para arrepentirme de ese error!
Mikhon Tiq empezaba a pensar que Taniar podría haber hecho carrera en los teatros de Koras. Si no fuera porque Koras ya no existía, claro.
Tubilok movió la cabeza a los lados. Su yelmo se había oscurecido, lo que significaba que estaba furioso o perplejo. Mikhon Tiq ya empezaba a conocer un poco sus cambiantes estados de ánimo.
—Dices eso y sin embargo… Quiero recordar de qué me hablas y no puedo.
—Aunque sirva para que me condenes a la perdición, mi señor, deja que te ayude a librarte de esa maldición del herrero. Si modificó algo en los patrones de tu cerebro, esa alteración se puede detectar y corregir. No olvides que Tarimán es taimado y perverso, y que siempre ha compensado su cobardía y su debilidad jugando con trampas.
—¡Basta de desatinos! Saca a esa mujer del sarcófago. Ya está lo bastante fuerte para hablar conmigo.
La diosa se incorporó y, con una mirada de reojo a Mikhon Tiq que éste no supo cómo interpretar, puso la cápsula de cristal en posición vertical y la abrió. Ella misma ayudó a Ziyam a salir. Los sirvientes del Bardaliut habían desnudado a la Atagaira para aplicarle todo tipo de sondas y electrodos. Unas semanas antes, Mikhon Tiq habría apreciado la oportunidad de contemplar sus formas, pero ahora no encontró nada de bello o erótico en aquel cuerpo consumido.
A la mujer no parecía infundirle ningún temor aquel entorno tan ajeno a su experiencia, ni siquiera la imponente presencia de Tubilok en su amenazante armadura. Su voz sonaba débil, pero su discurso era decidido.
—Mi señor Tubilok, he venido a servirte de nuevo y a deshacer equívocos del pasado. —Ziyam, que ya no era Ziyam, miró a Mikhon Tiq y sonrió, o más bien trató de sonreír—. Veo que está aquí el aprendiz de brujo. Ya te dije que un muchacho de ojos tan bonitos no debía meterse en peleas de hechiceros, cuanto menos de dioses.
¡Ulma Tor! ¿Cómo había acabado dentro del cuerpo de esa mujer? Mikhon Tiq extendió un zarcillo de su syfrõn para tantear a su alrededor con mucha cautela. Respiró un poco más tranquilo. Alrededor de Ziyam se captaba una vibración que indicaba un poder aletargado, pero era muy inferior al aura que en otras ocasiones había percibido cerca de Ulma Tor. Algo le había ocurrido que menoscababa sus fuerzas.
—Te recuerdo, Ulma Tor —dijo Tubilok—. Y mi recuerdo de ti no es dulce como la miel. Para empezar, te dirigirás a Mikhon Tiq con respeto.
—Así haré, mi señor. Por supuesto. —Ziyam inclinó la cabeza con torpeza. El control imperfecto que Ulma Tor ejercía sobre su cuerpo sugería que, en efecto, estaba muy debilitado.
No obstante, pensó Mikhon Tiq, debía ser precavido. Incluso el más débil puede hacer daño sirviéndose de una lengua venenosa.
Tubilok volvió a hablar.
—Dijiste que querías ayudarme, criatura multiforme que ahora ocupas ese cuerpo de mujer. Declara, pues, en qué consiste esa ayuda.
—Es algo muy sutil. Existe un arma forjada por Tarimán cuya misma existencia se te escapa.
—¿De qué estás hablando? Te he dicho que te expliques, y balbuceas palabras sin sentido.
Mikhon Tiq suspiró. Tarde o temprano, Taniar o Ulma Tor conseguirían que Tubilok comprendiera lo que le querían decir. Si el rey de los dioses lograba librarse de aquel peculiar bloqueo que cegaba su mente para todo lo relativo a Zemal, le debería el favor a la diosa de la guerra, cosa que a Mikhon Tiq no le convenía, o a Ulma Tor, lo cual podía resultar directamente desastroso.
En cualquier caso, Tubilok se acabaría enterando de que había un arma diseñada específicamente contra él. Era mejor que ese favor cayese en el haber de Mikhon Tiq. La única vez que ambos hicieron el amor, el joven había explorado sutilmente la actividad magnética que emanaba del cerebro de Tubilok. Sin penetrar en su mente, algo a lo que no se atrevía, había estudiado el patrón externo y había encontrado una peculiar anomalía, que para la percepción de su syfrõn resaltaba como un hilo azul en un tapiz amarillo. Ahora comprendía de qué se trataba y quién era el tejedor que había cosido aquel hilo.
Lo siento, Derguín, pensó.
—Mi señor…
Tubilok se volvió hacia él.
—Espero que tú me digas algo sensato, Mikhon Tiq. Llevo aquí un tiempo demasiado largo oyendo cosas que no tienen sentido.
—Si me lo permites, yo puedo hacer que lo cobren. Tan sólo tienes que dejar que ponga las manos sobre tu cabeza.
El yelmo oscuro giró hacia Taniar.
—Vete de mi presencia, diosa de la guerra. Ya te haré llamar.
—Cuando tú lo desees, mi señor —dijo ella, y se retiró flotando hacia atrás como podría haberlo hecho el mejor cortesano de Pashkri.
Sólo cuando Taniar abandonó la sala de control, Tubilok se despojó del yelmo. Aunque pueda regenerar sus heridas, teme al láser, pensó Mikhon Tiq. Si era posible algo así en un dios, tenía cara de cansancio.
No le extrañó. Aparte de que Tubilok estaba explotando su mente al extremo, desconfiar siempre de todos era agotador. Mikha lo sabía por propia experiencia.
—Serán unos segundos nada más, Tubilok. —Ahora que Taniar se había ido, Mikhon Tiq no tenía por qué mantener las apariencias. De hecho, quería que Ulma Tor supiera que él y sólo él llamaba al rey de los dioses por su nombre. Ándate con mucho cuidado, nigromante, se dijo. El muchachito de los ojos lindos ha espabilado.
Y era el mismo Ulma Tor quien le había ayudado a despertar al dejarlo encerrado en su syfrõn, lo que había obligado a Mikhon Tiq a explorar sus más recónditos rincones. Qué paradoja que tú, mi enemigo, me hayas hecho más fuerte.
Levitó suavemente hasta ponerse a la altura del rostro de Tubilok. Los ojos de ambos se encontraron. Mikhon Tik trató de infundir a su mirada calor y confianza. El dios loco esbozó una sonrisa. Está asustado, pensó. En el fondo él mismo debía darse cuenta de que había algo dentro de su mente que no podía controlar, un vacío que no acababa de captar y al que sólo se acercaba en rodeos. Algo así tenía que dar miedo por fuerza. El problema de un sistema como la mente humana —o divina— estribaba en que era incapaz de estudiarse, diagnosticarse y repararse a sí mismo. Una incompletitud propia de este universo y de muchos otros que no afectaba a las entidades del Onkos.
Bajo la mirada hostil de Ulma Tor a través de los ojos de Ziyam, Mikhon Tiq posó las manos en las sienes del dios. Esta vez tampoco penetró en su mente. Detectada la anomalía, era sencillo repararla. La corriente que necesitó el joven Kalagorinor para ello podría haberla obtenido frotando durante un rato una barra de ámbar contra la manga de su túnica.
Cuando terminó, se apartó unos metros. Ignoraba cuál podía ser la reacción de Tubilok.
—¡Ese bastardo ha estado siempre conspirando contra mí, incluso cuando fingía amistad! —exclamó. Al parecer, la comprensión y los recuerdos habían entrado en su mente como un maremoto—. ¡Pero se acabó! Aquel que intenta descansar mientras recorre los senderos de la traición ignora que pisa arenas movedizas que en cuanto se detiene lo engullen.
Qué gran verdad, pensó Mikhon Tiq. Una vez que uno cometía la primera traición, era imposible detenerse.
Tubilok se volvió hacia Ulma Tor.
—Tu información ya es irrelevante. Te quedarás aquí por el momento, hasta que decida qué hacer contigo.
—Pero mi señor Tubilok…
Seguramente Ulma Tor había intentado que las palabras de Ziyam sonaran a protesta o exclamación, pero de aquellos labios resecos y exangües sólo brotó un gemido átono. Tubilok levantó la mano, y el cuerpo de la mujer voló hacia atrás y entró en el sarcófago médico con cierta brusquedad. La tapa se cerró con un sonoro chasquido.
Tubilok hizo ademán de ponerse el casco, pero antes de hacerlo se volvió hacia Mikhon Tiq y le dijo:
—¿Podrás creer que hace dos días estuve en la fragua de ese traidor y le vi forjando una espada, y él se rió de mí en mis narices? Sólo ahora lo recuerdo, como recuerdo también a aquel mortal que partió en dos mi lanza.
Por fin se caló el yelmo. La visera se iluminó formando tres ojos tan rojos como los que había perdido, y los cuernos que lo decoraban a modo de penacho se agitaron como serpientes.
—Pero los días de Tarimán se han terminado. ¡Me corrijo a mí mismo! Sus días acaban de empezar. Su alma penará por toda la eternidad en la prisión de mi lanza y el intelecto del que tanto alardea trabajará para mí como un vulgar ábaco.
»Sólo por vengarme de esa sabandija merece la pena perder una hora de cálculos. ¡Es hora de visitar Agarta de nuevo!
—¿Me vas a llevar contigo? —preguntó Mikhon Tiq.
Tubilok asintió.
—No voy a cometer el error de subestimar dos veces a ese zorro viejo. Tú contribuirás con tu percepción y tu inteligencia. Ya he avisado a Anfiún. Él pondrá la fuerza bruta.