CIUDAD PROHIBIDA DE TÁRTARA

La nave se quedó suspendida a dos metros sobre el suelo. El anillo que rodeaba la ciudad de Tártara era de color gris, y de noche casi no se distinguía de la vasta negrura que los rodeaba. De no haber sido por las luces enfocadas por Taniar, habrían pensado que ahí abajo no había nada.

Derguín saltó desde la bodega del gran pájaro, y desde allí abrió los brazos para recoger a Ariel. Pero ella prefirió bajar por sus propios medios y cayó junto a Derguín con la flexibilidad de un gato.

—Muy bien, Ariel —dijo él, orgulloso.

La diosa descendió flotando con Neerya en los brazos y se posó con suavidad para no agravar su lesión. Antes de entregársela a Derguín, le echó una mirada a la cortesana. Sus iris verdes se iluminaron un segundo como dos luciérnagas.

—Está muy desmejorada, pero es muy guapa. Suerte, Derguín Gorión.

Sin añadir más, Taniar volvió a entrar en su nave levitando. Apenas un segundo después el gran pájaro se levantó sobre sus cabezas, viró hacia el oeste y empezó a ascender en una trayectoria cada vez más rápida y empinada. El zumbido que emitía al moverse se hizo más agudo, hasta que se oyó un trueno que retumbó sobre sus cabezas. Después, las luces de la nave se empequeñecieron hasta que pareció una estrella errante, y por fin se perdió de vista.

—¿Era una diosa de verdad, mi señor?

—¿Me llamarás padre algún día?

Ella debió sonreír, porque en la oscuridad a Derguín le pareció percibir el blanco de sus dientes.

—Claro que sí. Pero ¿era una diosa? —insistió Ariel.

En el vuelo desde las ruinas de Dhamara, que había durado menos que una carrera de cuádrigas, la niña había guardado silencio por orden expresa de Derguín. Sin embargo, era evidente que sentía curiosidad por todo lo que veía dentro de la nave. Cuando ésta se despegó del suelo, y sintieron cómo el estómago se les bajaba a los pies y vieron cómo los hombres de la Compañía Noche se encogían hasta parecer soldaditos de juguete, Ariel no había podido contener una exclamación de asombro.

—Sí, era una diosa. Al menos así llevan considerándola años.

—No parecía mala. ¿Por qué tenemos que hacer la guerra a los dioses, padre?

Padre, repitió Derguín para sí. La palabra sonaba dulce en los labios de Ariel, y también pesaba como un sillar de granito. Derguín siempre se había sentido responsable de ella, pero antes lo consideraba como un acto gracioso por su parte, casi una muestra de altruismo. Ahora era su deber cuidar de Ariel. Un padre de veintiún años con una hija de doce. ¿Se habría visto en el mundo una cosa así? Cuando pasaran unos años más, la gente pensaría que eran hermanos.

—Hay dioses y dioses, Ariel. Tienes razón en que no parecía tan mala. Pero no hay que fiarse demasiado de aquellos que tienen tanto poder que nos miran a los demás desde arriba como si fuéramos hormigas. La experiencia me dicta que al final acaban tratándonos como hormigas.

—Tú también eres poderoso, padre. Mataste a Ulma Tor. Ahora conoces una Tahitéi que no conoce nadie más. Eres el Zemalnit, y el mayor Tahedorán del mundo.

Derguín no lo había considerado desde ese punto de vista, en parte porque últimamente casi no le había quedado demasiado tiempo para reflexionar. Ariel estaba en lo cierto. Ahora mismo no tenía rival con la espada en toda Tramórea, al menos entre los humanos. Pero ese gran poder dejaría de ser monopolio suyo en poco tiempo.

Antes de partir en la nave de Taniar, Derguín había conseguido que Togul Barok accediera a esperarle con sus hombres al borde del Abismo Negro. Además, le había asegurado que no haría ningún daño al Mazo, Aidé o Ahri, ni a los Invictos que venían con ellos. No sólo eso, sino que, cuando aparecieran en Dhamara, se había comprometido a informarles de todo lo que había ocurrido y del paradero de Derguín.

Por mucho que su medio hermano lo odiara, Derguín estaba convencido de que respetaría su palabra. Lo que le había prometido a cambio valía más que cualquier tesoro: iba a revelarles a él y a sus hombres el secreto de las dos nuevas aceleraciones.

De momento, Derguín no había decidido cómo se llamaría la cuarta aceleración, tan sólo la quinta. Ahri se lo merecía. Cuando lo despertó a mitad de la noche, el ex Numerista parecía tan emocionado como un niño en el festival de las Fogatas de Verano.

—¡Qué mente tan matemática y a la vez tan retorcida la de quien inventó este algoritmo! —le había dicho.

Derguín estaba aturdido, pues se encontraba en lo más profundo del sueño. Pero cuando vio a Ahri tan convencido de que había hallado la solución, se espabiló enseguida. Como él mismo le había dicho en más de una ocasión: «En este mundo existen pocas certezas. Las que hay son siempre matemáticas».

—¿Cuáles son los números?

—Aquí están. Te los he puesto por escrito para que los veas mejor y no los olvides.

—Ahri, ¿tan malo fui como alumno que crees que no puedo memorizar dos series de nueve números?

—¡No pretendía insinuar eso!

—Es broma, no seas tan literal. Enséñame lo que has escrito.

Ahri le tendió el papel. Derguín acercó el luznago para verlo mejor y se encontró un batallón de números dispuestos por pelotones.

—¿Qué significan todas estas cifras?

—Son los ciento noventa y siete primeros decimales del número pi. Los que ves subrayados son aquellos que ocupan posiciones correspondientes a números primos, salvo el uno. Compruébalo tú mismo. Los primeros nueve números primos son 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19 y 23. Ahora empieza a contar.

Derguín siguió con el dedo y comprobó que en las posiciones que correspondían a esos nueve números se veían subrayados, precisamente, los dígitos de Protahitéi.

—¡Es cierto! —exclamó, tan emocionado como Ahri.

Se fue directamente al final de la lista, contó nueve dígitos hacia atrás, y después los repitió en su orden correcto en voz alta.

—Cuatro, uno, cero. Dos, cinco, seis. Cinco, nueve… y ocho.

En el mismo instante en que pronunciaba el último número, Derguín sintió aquel pinchazo brutal y el calor que incendiaba sus venas. Desenvainó su espada a una velocidad que a él le parecía normal, pero que desde fuera debió verse tan sólo como un borrón en el aire de la noche. Al ver que lo habían conseguido, Ahri empezó a saltar y a dar brincos de alegría. Sus saltos eran tan lentos como si flotara en el agua, y sus gritos sonaban más graves que el mugido de un toro semental.

Sí, sin duda era justo que el nombre de Ahri quedara inmortalizado en la quinta aceleración.

Derguín regresó al presente. El tiempo corría contra todos, en particular contra Neerya. Volvió a acercar el oído a la boca de la joven para comprobar si respiraba, y cuando lo hizo contuvo su propio aliento. Llevaba haciéndolo así desde que embarcaron en la nave voladora.

Seguía viva.

—Ha llegado el momento de entrar, Ariel. Usarás tú la espada. Yo tengo que llevar en brazos a Neerya.

Ariel asintió muy seria, y con sus finos dedos abrió la trabilla que sujetaba la funda de Zemal al cinturón.

—No tengas miedo, padre. Estoy contigo —le dijo, y le apretó la mano.

Incluso a través del guantelete, a Derguín le pareció notar el calor que transmitía Ariel. ¿Cómo había podido captar lo que él sentía? Sí, tenía mucho miedo, un miedo extraño y difícil de definir. No era el mismo que había experimentado antes de enfrentarse con Togul Barok o Ulma Tor, o cuando vio desplegados al pie del Maular a cien mil enemigos. Este nuevo temor no lo notaba en las tripas, sino en un lugar aún más profundo, ilocalizable. Si su propia existencia poseía un centro, debía de ser en ese punto donde había anidado ese miedo. Pues sospechaba que de su misma existencia se trataba, y que en los próximos minutos averiguaría más sobre sí mismo de lo que deseaba saber.

—Vamos allá, Ariel.

La niña desenfundó la Espada de Fuego. Su luz se reflejó en el campo de estasis, un espejo más perfecto que cualquiera que hubiese visto Derguín. Ahí estaban los tres. Una niña delgada, de ojos vivos y cabellos negros, armada con una espada flamígera. Una hermosa mujer de largas pantorrillas que parecía dormir entre los brazos que la sujetaban. Y un joven de rostro flaco y mirada febril, ataviado con una armadura casi tan oscura como la noche que los envolvía.

Ariel empuñó la espada con la diestra, y con la izquierda tomó la mano de Derguín, arrimándose todo lo posible a él.

—Adelante.

Ambos dieron un paso al mismo tiempo. Ariel acercó la punta de Zemal a la barrera. La niña simétrica que se hallaba frente a ellos hizo lo mismo. Derguín agachó la cabeza sobre la frente de Neerya y la besó dulcemente.

—Suerte —musitó.

Las dos espadas se juntaron. El espejo se hinchó como una burbuja de mercurio. Derguín se sintió como si le dieran la vuelta, y por un momento se vio como si él fuera el reflejo y Ariel empuñara la espada en la mano izquierda y no en la derecha.

Estaban mirándose de nuevo al espejo. Ariel volvía a ser diestra, y la cabeza de Neerya reposaba en el hombro derecho de Derguín, como antes. Por un instante fugaz, tuvieron la impresión de que no había pasado nada.

Pero en el reflejo ya no veían a sus espaldas la noche estrellada ni el Cinturón de Zenort. Ahora el paisaje era el de una ciudad plagada de torres de oro y de plata e iluminada por miles, tal vez millones de luces.

Se dieron la vuelta y disfrutaron de su primera visión directa de Tártara.

Según el diario de Zenort, la burbuja de estasis había aparecido alrededor de la ciudad. Sin embargo, la impresión que recibió Derguín desde allí era la contraria: que aquella vasta cúpula ya existía antes y que los habitantes de Tártara la habían construido para que encajara en su interior. Pues los edificios parecían formar círculos concéntricos adaptándose a la forma de la bóveda. Los primeros, a un kilómetro de la pared, eran casas bajas, de uno o dos pisos, rodeadas de árboles y jardines. Por detrás se levantaban construcciones más altas, de entre tres y seis plantas, de formas variadas, coronadas por domos, tejados a dos aguas o terrazas inclinadas. Allí también se veían árboles, y calzadas que subían y serpenteaban en el aire sustentadas sobre delgados pilares, y en ellas había gente que caminaba a gran velocidad.

No, en realidad eran las calzadas y las aceras las que se movían bajo sus pies, recordó Derguín. La imagen de sus visiones se superpuso sobre la que tenía ante sus ojos, y ambas encajaron como una mano en un guante de seda. La ciudad no había cambiado en mil años.

Recordó que para sus habitantes habían sido muchos menos. Poco más de tres décadas, si era cierto que en Tártara el tiempo transcurría treinta y dos veces más lento que en el mundo exterior.

Más allá del segundo círculo se hallaba el centro de la ciudad. Allí los edificios eran cada vez más altos. Los había gigantescos en todos los sentidos, moles grises de doscientos metros de altura surcadas por líneas horizontales y coronadas por vastas cúpulas achatadas. Otros eran más estilizados, torres de hasta medio kilómetro de altura construidas en formas y colores abigarrados. Había cilindros cobrizos, conos truncados que brillaban como el oro y hexágonos verdosos. También había torres que parecían mazorcas de maíz, otras que se inclinaban a un lado como si fueran a caerse y algunas que se retorcían sobre sí mismas en complicadas volutas.

En el centro, bajo el punto más elevado de la cúpula, se alzaban las Agujas, rascacielos rectos y afilados como espadas, que se erguían orgullosos a más de tres mil metros y rasgaban las nubes interiores con sus aguzados pináculos. Entre éstos se divisaba una cinta plateada que flotaba en el cielo, el imposible Bulevar Ralfa donde Zenort había paseado con Iborne mientras contemplaba a sus pies toda la ciudad.

Y por todas partes brillaban luces: blancas, azules, rojas, verdes, tornasoladas. Las había fijas, intermitentes y móviles, luces en el suelo, en los árboles y en las alturas, y focos que apuntaban hacia el techo, dibujaban círculos de colores en la panza de las nubes y se reflejaban en las alturas de la bóveda.

Allí en lo más alto, y también en las paredes, Tártara se repetía a sí misma como una urbe infinita. No era extraño que los Monistas hubieran llegado a concebir la ilusión de que no existía en el universo nada más que Tártara, pues con los reflejos del campo de estasis resultaba difícil distinguir los edificios reales de sus gemelos especulares y encontrar los límites que cercaban la ciudad.

—¡Es preciosa! —exclamó Ariel, con los ojos tan abiertos como si quisiera devorarlo todo con ellos.

Derguín meneó la cabeza para sacudirse el embrujo en que había caído. Como había ocurrido en tiempos de Zenort, empezaron a sonar alarmas cuyo ululato era tan potente que habrían enmudecido a la gran Bukala de las Atagairas.

—¿Qué está pasando?

—Es su forma de recibirnos, Ariel. Envaina la espada. Caminemos.

La niña le obedeció. Avanzaron por un camino liso y gris, separados apenas medio metro el uno del otro. Poco después llegaron a una pradera muy verde en que cada brizna de hierba se veía cortada a la misma altura, como los cabellos de un recluta de Uhdanfiún. Estaba rodeada de arboledas, y había bancos de madera, fuentes de surtidores que se movían como coros de bailarinas, paseos de arena blanca y extrañas estructuras de colores donde jugaban algunos niños. Columpios y toboganes, recordó Derguín. A cada paso que daba todo le resultaba más familiar. Lo que más le preocupaba era que no se debía a que hubiera leído el diario.

Él había estado allí.

Ahora, habría podido señalarle a Ariel cada lugar y decirle que aquél era el edificio Mercurio, y aquél el puente de Zardoz, y la aguja dorada que descollaba sobre todas las demás era la torre Cordwainer, desde la que se había arrojado al vacío la mujer cuya muerte permitió que Zenort fuera concebido.

Habría podido, pero no lo hacía porque no quería asustarla y porque él mismo se sentía asustado. Incluso podía definir lo que le ocurría con una expresión antiquísima de una de las mil lenguas de la vieja Tierra: dejà vu.

Algunos de los ocupantes del parque huían al verlos, mientras que otros se acercaban curiosos. Aunque había niños y parejas jóvenes, predominaban los mayores. Teniendo en cuenta lo avanzada que estaba la medicina de Tártara, muchas de las personas que en Tramórea habrían pasado por cincuentonas debían de ser en realidad centenarias.

—¡Es él! —decían señalando a Derguín—. ¡Ha regresado! ¡Al final ha regresado!

Pronto se vieron caminando entre dos hileras de gente que se acercaba a ellos y les preguntaba cosas del mundo exterior. Derguín entendía el idioma en que le hablaban, pero lo estaban aturullando. Para colmo, empezaron a aparecer personas de la nada. Algunas flotaban sobre sus cabezas, y otras se acercaban tanto que sin querer pasaban a través de ellas.

—¡Fantasmas! —exclamó Ariel, a medias asustada y a medias divertida.

—No te preocupes, Ariel. Son hologramas —dijo Derguín. Se dio cuenta de que esa palabra no significaba nada para la niña. En el fondo, ¿qué eran aquellas presencias intangibles enviadas por sus dueños desde lugares lejanos sino fantasmas?

Dos de aquellos hologramas aparecieron frente a ellos en mitad del camino, y siguieron flotando hacia atrás acomodándose a su paso. Derguín los reconoció. Habían envejecido, pero no parecía que por ellos hubieran pasado treinta años.

—¡Has vuelto, hijo! —exclamó la mujer, llevándose las manos a la boca y formando con ellas un triángulo sobre su nariz para tapar las lágrimas. Derguín recordó que se llamaba Ilme, y su esposo era Maturán. El gesto de él era tan severo como siempre, aunque la ligera papada que le había crecido le restaba contundencia a sus rasgos.

Derguín contestó sin dejar de andar. No podía olvidar que por cada hora que pasaba allí, en Tramórea transcurrían más de treinta.

—Lamento deciros que no soy vuestro hijo. Me llamo Derguín Gorión y ésta es mi hija Ariel. Vengo del mundo exterior.

—Pero… ¡tú eres Zenort! —insistió Ilme.

—¿Qué tonterías estás diciendo? —gruñó Maturán—. ¿No te parece que ya has hecho sufrir bastante a tu madre?

—Mi madre se llama Mirika y vive en Zirna, y mi padre era Cuiberguín Gorión. Vuestro hijo Zenort murió hace casi mil años, siendo Zemalnit y rey de Zenorta —respondió Derguín en tono cortante.

Seguían rodeados de curiosos que ya se atrevían a tocarles, a pasar los dedos por su armadura y a tirar de la ropa de Ariel. El guirigay de voces resultaba enloquecedor. Si alguien roza a Neerya le arranco la mano, pensó Derguín.

—¿Qué tonterías estás diciendo, hijo? —preguntó Maturán—. ¿Y por qué llevas esa pinta tan absurda? ¡Sabía que tus aficiones acabarían volviéndote loco!

Se oyó un aullido muy fuerte y prolongado que hizo que Ariel diera un respingo y se agarrara al brazo de Derguín. Era una sirena. Una voz amplificada ordenó a los ciudadanos que se dispersaran. A regañadientes, la gente se apartó de ellos dos, e incluso los hologramas se hicieron a un lado.

Un vehículo blanco de silueta estilizada se había detenido frente a ellos. En la parte superior llevaba unas luces que cambiaban de color.

—¿Qué es eso? —preguntó Ariel, sin añadir ningún nombre genérico al demostrativo. El coche no debía parecerse a nada que ella conociera.

—Tranquila, hija. Es la guardia urbana. No nos harán daño.

Eso espero, añadió para sí.

De la parte derecha del vehículo bajó un hombre ataviado con una especie de armadura negra y brillante, más lisa que la de Derguín. Éste comprendió que debían considerarlo una amenaza, porque desde la guerra civil los guardias de Tártara se limitaban a llevar uniforme de tela y no usaban ningún tipo de blindaje.

—¿Zenort Altayn? —preguntó el hombre.

—Mi nombre es Derguín Gorión. Esta mujer se está muriendo. Necesita ayuda urgentemente.

El hombre se acercó la muñeca a la cara. Llevaba un brazalete negro que proyectó una pequeña imagen en el aire, una mujer de apenas un palmo de altura con la que mantuvo un rápido diálogo en voz baja.

—La burgrave quiere veros —dijo por fin—. Pero está dispuesta a hacerlo en el hospital. Montad.

Ariel se agarró del brazo de Derguín.

—¿Tienes miedo? —preguntó él.

—No. Bueno, sí. Un poco.

—No va a ocurrir nada malo, ya verás. Conseguiremos que Neerya se ponga bien.

Entraron por una portezuela que se deslizaba a los lados por sí sola. Dentro había unos asientos marrones blandos como cojines de plumas en los que se hundieron. El guardia ayudó a Derguín a entrar con Neerya, y luego entró por la parte delantera. A su lado había una mujer que manipuló unos mandos virtuales en un tablero de cristal para dar instrucciones al vehículo.

Derguín se dio cuenta de que estaba pensando con toda naturalidad usando conceptos que no debería conocer. Al principio había sentido una vaga familiaridad, pero ahora era como si llevara toda la vida en Tártara, viendo y manejando aquellas maravillas que para Ariel resultaban incomprensibles.

He vivido dos vidas, la mía y la de Zenort. ¿Cómo podía ser? Al intentar decidir cuáles eran sus recuerdos y cuáles los del primer Zemalnit, sentía que todos se mezclaban, y la confusión hacía que la cabeza le diera vueltas en vertiginosas espirales. Era mejor dejar de pensar y aceptar lo que pasaba; de lo contrario, las náuseas mentales le harían vomitar.

Con un zumbido más suave que el de la nave de Taniar, el vehículo se elevó del suelo y dejó atrás el parque. Aunque era ya su segundo vuelo, Ariel seguía maravillándose de todo y se pegó al cristal de la puerta para asomarse al exterior.

Derguín pensó que su llegada debía haber desatado toda una revolución. Los habitantes de Tártara habían decidido hacía años ahorrar recursos para subsistir el mayor tiempo posible dentro del campo de estasis. Aunque muchos de sus vehículos podían desplazarse por el aire, las ordenanzas lo prohibían, pues era una forma de viajar muy costosa.

Volaron hacia el centro de la ciudad. Allí la mayoría de los edificios estaban vacíos desde que la población quedó diezmada tras la guerra civil. El consejo procuraba mantenerlos limpios y en buen estado por fuera, pues permitir que moles tan grandes se deteriorasen a la vista de todos habría hundido la moral de la ciudad. Pero por dentro eran auténticos mausoleos.

El vehículo se posó en la azotea de un edificio blanco de planta hexagonal. Era uno de los tres hospitales de la ciudad. Los guardias abrieron las puertas, y el hombre se apresuró a ayudar de nuevo a Derguín. Para entonces, ya había una médico y varios enfermeros esperando con una camilla en la azotea.

Derguín depositó suavemente a Neerya. La camilla incluía un sistema de diagnóstico. En el cabecero no tardó en aparecer una imagen que mostraba el interior del cráneo de la joven. La médico señaló con un puntero.

—Ahí es donde tiene la fractura. Y las esquirlas se han introducido en el tejido cerebral aquí, aquí y aquí.

La serenidad con la que hablaba tranquilizó a Derguín. Sí, había hecho bien en acudir a Tártara. Ya te lo dije. La voz interior que le había hablado era la suya, pero al mismo tiempo no lo era. Tengo que evitar esto o me volveré loco. Esa voz sí era suya, exclusivamente suya.

Soy Derguín Gorión. Soy Derguín Gorión, se repitió. Por algún motivo tenía en su cabeza los recuerdos de Zenort, pero no era Zenort.

Bajaron de la azotea en un ascensor. Después atravesaron a toda velocidad un pasillo de paredes blancas y verdes que relucían como espejos. Las personas con que se cruzaban se apartaban para abrirles paso, pero no dejaban de mirar con asombro a Derguín y Ariel.

Llegaron ante una puerta de cristal variable. En aquel momento se transparentaba y dejaba ver lo que había al otro lado. Era un quirófano.

—Hay que operar cuanto antes —le dijo la médico a Derguín—. No debes tener miedo, todo va a salir bien.

Derguín se sintió tan aliviado que casi rompió a llorar. El equipo médico se llevó la camilla con tal rapidez que ni siquiera le dio tiempo a darle un beso de despedida a Neerya.

Espero volver a verte, pensó. Ahora era más fácil que sobreviviera ella. A él le esperaban peligros mayores.

Se quedó mirando la puerta hasta que ésta se volvió opaca.

Ariel le tendió la espada envainada, y Derguín enganchó las trabillas a su cinturón.

—¿Se va a curar? —preguntó la niña.

—Eso creo. Confía en esta gente. Conocen una magia poderosa.

—Al parecer, dices que no eres Zenort. ¿Cómo puede ser? —preguntó una mujer.

Derguín recordaba esa voz, aunque el tono y el timbre habían cambiado ligeramente. Se volvió hacia ella. Era Iborne. Tenía el pelo más corto, rojo en vez de moreno, y se le veían algunas arrugas más. Pero seguía siendo muy guapa y conservaba el talle estrecho y los hombros bien levantados. ¿Cuántos años debía tener? Cincuenta y seis o cincuenta y siete, pero en Tramórea habría podido asegurar que eran veinte menos sin pasar por embustera.

—No lo sé —reconoció Derguín—. Sé que te llamas Iborne y que eras la novia de Zenort. Sé que él encontró esta espada —añadió, tocando la empuñadura de Zemal—. Sé muchas cosas de él, quizá todas las que se puedan saber. Pero no soy él.

Iborne se le acercó y le miró a los ojos. Los suyos eran de color miel. Después de un rato, su gesto cambió y se apartó de Derguín.

—Tienes razón. Eres él y no eres él. Los ojos de la gente nunca engañan.

—Lo siento mucho. Debes haberte llevado una desilusión.

Ella soltó una carcajada.

—¡Oh, no te pienses que soy una Penélope! —Derguín comprendió que se refería a una historia muy antigua, el paradigma de la mujer fiel que aguarda el regreso de su marido—. Cuando te… Cuando Zenort se fue lloré mucho y pasé dos años muy triste. Pero luego comprendí que era lo mejor. Él no estaba enamorado de mí.

Es cierto, pensó Derguín. No se lo dijo, por supuesto.

—Desde entonces, me he casado dos veces y tengo un hijo.

—Yo también tengo una hija —dijo Derguín, acariciando la cabeza de Ariel. Era la primera vez que lo decía en voz alta, y al hacerlo notó una calidez líquida en el estómago.

Luego recordó que cada minuto de allí valía un tesoro fuera de la burbuja, y añadió:

—Perdóname. Me han dicho que la burgrave de la ciudad quiere verme.

Yo soy la burgrave.

La sorpresa de Derguín duró sólo un instante. Iborne era una mujer muy metódica a la que le gustaba planear su futuro y el de los demás. No era extraño que se hubiera dedicado a la política y se hubiese convertido en gobernante.

—Ven, busquemos un sitio con más intimidad —dijo Iborne, agarrándolo del codo para guiarlo.

Entraron en una sala de visitas. Había una pareja de ancianos que protestaron cuando los guardias de la ciudad les pidieron que salieran, seguramente porque de esa manera no podrían cotillear la conversación. Pero al final se resignaron y dejaron a solas a Iborne con Derguín y Ariel.

—Tienes que contarme qué fue de Zenort, y qué ha sido del mundo exterior todos estos años —dijo la burgrave, cruzando las piernas de una forma que en Tramórea ninguna mujer habría considerado apropiada.

—Lo siento, Iborne. Apenas tengo tiempo. Necesito que escuches lo que voy a contarte sin interrumpirme. Desde que he entrado aquí, debe haber pasado casi un día en el exterior.

—Te escucho.

Derguín le expuso de forma muy concisa la situación. El resumen era que el experimento que temían los habitantes de Tártara había destruido la Tierra. Ahora su lugar lo ocupaba un planeta artificial hueco, construido en torno a una especie de puerta dimensional. Uno de los dioses se había empeñado en abrir del todo esa puerta, lo que iba a desencadenar un cataclismo que destruiría el planeta.

—Suena increíble —dijo Iborne—. A veces me llega a pasar como a los Monistas. He visto películas, he leído libros del mundo exterior anteriores a la cúpula. Pero ya nací aquí, y no he conocido otro universo que el de Tártara.

—Pues existe, y es mucho más grande. Aunque no estamos tan adelantados como vosotros. Necesitamos vuestra ayuda.

—¿Para qué?

—Para hacer la guerra contra los dioses.

Ella enarcó ambas cejas. Derguín pensó que tal vez había sido demasiado abrupto o dramático, pero el tiempo apremiaba. Como si le hubiera leído la mente, ella preguntó:

—¿Cuánto queda para ese desastre del que hablas?

—Cinco días. —Derguín se dio cuenta de que había entrado de noche, y el tiempo corría—. Cuatro.

—¿Cuánto tiempo es eso en nuestras horas? —preguntó Iborne.

—¿No lo sabes automáticamente?

—No somos acrecentados, Derguín. Nos negamos a tener implantes en el cuerpo. Por eso hicimos la guerra contra los que se hacen llamar dioses.

—Cierto. Debería recordarlo —dijo Derguín, agachando la cabeza—. Mis recuerdos se confunden.

Iborne se levantó.

—Escucha. Mientras hablamos, me gustaría que me acompañaras a un laboratorio del sótano. Quiero comprobar algo.

Salieron de nuevo al pasillo.

—Menos de tres horas —dijo Derguín.

—¿Cómo?

—Ése es el tiempo que queda en horas de Tártara.

—¿Y pretendes que nos preparemos para una guerra en ese plazo?

Entraron al ascensor. Derguín resopló. Ya había previsto esa respuesta. Aunque hubieran dispuesto de más tiempo, su otro yo conocía de sobra a los habitantes de Tártara. No abandonarían su seguridad para arriesgarse por personas desconocidas.

Intentó un argumento desesperado.

—En ese desastre vosotros también moriréis.

—Estamos dentro de un campo de estasis. Sabes que no hay forma de penetrarlo.

—Yo lo he conseguido.

—Pero sigue intacto.

—Los dioses podrían tener tecnología suficiente para romper el campo.

—Ya lo habrían hecho. En cualquier caso, si poseyeran esa tecnología, razón de más para no enfrentarse a ellos. Sería una locura.

El ascensor se detuvo. Recorrieron otro pasillo. Éste tenía las paredes azules y llenas de paneles que ofrecían informaciones cambiantes. Cruzaron dos puertas, un recibidor y otra puerta de cristal, y entraron al laboratorio.

—Aquí estamos, Derguín. —Iborne se rió y sacudió la cabeza a los lados—. Perdona, me resulta extraño llamarte así. Es que… eres igual que él cuando partió. Sólo estás más flaco. Te presento a la doctora Zaidán.

La médico en cuestión era una mujer muy menuda y delgada, de ojos oscuros y sonrisa agradable.

—Quiero hacerte una prueba de ADN, Derguín —dijo Iborne—. ¿Te importa?

Sí que me importa. No quiero saber quién soy, pensó él, pero contestó.

—No, en absoluto.

—¿Puedes poner la mano aquí? —le dijo la doctora Zaidán—. Vas a notar un pinchazo muy leve, pero no te pasará nada.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Ariel.

—Es algo inofensivo, hija. No te preocupes.

Cuando Derguín hablaba con Iborne o la médico, Ariel movía los ojos de uno a otro, perpleja. Derguín se había dado cuenta de que no entendía el idioma de Tártara. Tratándose de cualquier otra persona habría sido normal. No así con Ariel, que parecía dominar de forma infusa las lenguas de toda Tramórea.

De toda Tramórea. Ésa tenía que ser la clave. Tríane debía de haber recurrido a algún tipo de ciencia o magia para imbuirle ese conocimiento sin que la propia niña se diera cuenta. Pero no podía enseñarle la lengua de Tártara, puesto que era un idioma que jamás se había hablado en Tramórea, sino que se remontaba a los días de la vieja Tierra.

Derguín se quitó el guantelete y metió la mano en una especie de caja abierta por un lateral. La punzada fue rápida y casi indolora. Después notó un chorro de líquido y un roce. Cuando sacó el dedo índice, sobre la minúscula punción de la aguja se veía una fina película blanca. Qué delicados son en Tártara, pensó su mente Tramoreana. Si se tomaban tales molestias para curar el pinchazo de una aguja, ¿qué harían al ver un lanzazo o una herida de espada?

Precisamente porque se toman tantas molestias van a salvar a Neerya, se recordó.

—Espera un momento —dijo la doctora Zaidán—. Esto será muy rápido.

Sobre la mesa llena de aparatos apareció un holograma, una doble hélice de colores que empezó a girar en el aire. Al lado, en una pantalla virtual, corrían a gran velocidad series de números. Apenas habría pasado un minuto cuando apareció un mensaje escrito.

SECUENCIA DE ADN COMPLETADA. IDENTIDAD DEL SUJETO: DESCONOCIDA.

—Esto sí que no me lo esperaba —dijo Iborne.

—Espera, aún hay más información —respondió la doctora.

COINCIDENCIA DE ADN CODIFICANTE: 100% CON CIUDADANO ZENORT ALTAYN, NACIDO EN 153, NÚMERO DE IDENTIFICACIÓN 912.171.555, PARADERO DESCONOCIDO.

—¿Qué significa eso? —preguntaron a la vez Derguín e Iborne.

—Que todo tu ADN que codifica proteínas coincide con el de Zenort.

—¿Y el resto de mi ADN? —Es increíble que yo esté preguntando esto, pensó Derguín. Hasta que leyó el diario de Zenort ignoraba que existía algo llamado genética.

—Es lo que antes se llamaba ADN basura. Lo cierto es que tiene sus funciones, pero en tu caso parece haber sido alterado. El ordenador sigue estudiándolo…

La doctora guardó silencio un rato, mientras movía cifras y gráficos de una pantalla a otra empujándolos con los dedos. Derguín se impacientaba. El tiempo volaba. ¿Estaría respetando su palabra Togul Barok, o se le habría ocurrido tomar como rehenes a sus amigos? ¿Qué andarían tramando los dioses en el Bardaliut?

Pero había otra cuestión que le urgía más ahora.

¿Qué le había hecho Tarimán cuando se hallaba en el útero de su madre?

La doctora contestó a su última pregunta.

—Qué curioso. Es evidente que este ADN es artificial.

Derguín tragó saliva. ¿Era una más de las criaturas mecánicas que creaba Tarimán, como Orfeo? Ahora que había recobrado los recuerdos de Zenort y de pronto estaba familiarizado con la ciencia del pasado, comprendía claramente cuál era el secreto de la cabeza parlante, y por tanto de los Pinakles. Eran androides, cuerpos que imitaban a seres humanos provistos de inteligencias artificiales. Orfeo debía haberse estrellado en el desierto de Guinos o sufrido algún otro accidente del que sólo había salido indemne su cabeza. Dentro de ésta debía de esconder algún tipo de batería que le surtía de energía.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Derguín—. ¿Qué soy un engendro de laboratorio?

—No pretendía afirmar algo así —respondió la doctora—. Pero alguien ha codificado información en tu ADN.

—Para eso sirve el ADN, ¿no? —dijo Iborne.

—Me refiero a otro tipo de información. Memoria genética.

—¿Qué es eso?

—Un concepto antiguo y descartado. Los conocimientos y habilidades que adquirimos a lo largo de nuestra vida se pueden transmitir a nuestros descendientes por medio del aprendizaje. Pero según la teoría de la memoria genética, esos conocimientos podrían quedar grabados en el ADN, y de este modo pasar a las siguientes generaciones.

—Eso significaría que compartimos todos los recuerdos de nuestros antepasados —dijo Derguín. ¿Quién estaba hablando por su boca, él o precisamente su ancestro Zenort?

—Ya he dicho que es un concepto abandonado. La naturaleza no actúa así, no existe la herencia de los caracteres adquiridos en el ser humano —respondió la doctora Zaidán.

—¿Entonces? —preguntó Iborne—. No entiendo.

—He dicho «la naturaleza». Alguien ha utilizado parte del ADN no codificante de este joven para grabar información en él. Una información que, al activarse en un determinado momento, se transforma en proteínas que a su vez se almacenan como enlaces en tus neuronas. En resumen, que aparecen en tu mente como recuerdos.

—Esos recuerdos son los de Zenort —murmuró Derguín. Maldito cojo, bastardo manipulador, añadió para sí.

—En ese caso, quien haya alterado tus genes ha conseguido una copia casi exacta de Zenort —dijo la doctora—. Tu ADN codificante se asegura de que físicamente seas igual que él, y el no codificante hace que compartas su memoria. Virtualmente, eres Zenort Altayn.

—No puede ser. —Claro que podía ser, pero no quería reconocerlo—. ¿Por qué esos recuerdos no han visto la luz hasta ayer, cuando…?

—¿Cuándo qué? —preguntó la médico.

—Cuando leí el diario de Zenort.

La mujer asintió.

—Necesitaría más tiempo para estudiar estos códigos, pero en ellos debe haber una instrucción para mantener latentes esas memorias, y otra para activarlas al recibir determinado estímulo exterior.

Memoria genética, repitió Derguín para sí. De pronto volvía a su mente otro recuerdo enterrado, y éste le pertenecía a él.

Había ocurrido hacía tres años, prácticamente en las mismas fechas. Kratos, Mikha, Linar y él viajaban a Koras. Habían encontrado a Tríane, y ella lo había seducido. Derguín se levantó en la noche, hechizado por su perfume, y la siguió hasta una cueva.

—Éste es un antiguo oráculo de la Tierra —le dijo ella, y luego le preguntó—: ¿Qué quieres saber tú?

Él deseaba interrogar al oráculo sobre el ojo triple que atormentaba sus sueños; sueños que ahora comprendía que provenían de los recuerdos de Zenort, el mortal que se había atrevido a enfrentarse a Tubilok.

Antes de que terminara de formular su pregunta, había respirado los vapores que emanaban de la grieta abierta en el corazón del oráculo. En aquel momento, Tríane prácticamente lo asaltó e hicieron el amor por primera vez.

Mientras ella cabalgaba desnuda sobre el cuerpo de Derguín, éste recibió visiones de tiempos remotos. Ahora comprendía que eran los recuerdos de Zenort, la memoria genética que despertaba antes de tiempo.

Esa memoria había vuelto a aletargarse. Después de copular en la cueva, Tríane desapareció y Derguín despertó en el exterior, desnudo junto a un remanso del río, con la vaga sensación de que en su cabeza tenía enterrada una semilla oscura plagada de visiones fantásticas.

Por lo que decía la doctora, esas visiones no estaban en su cabeza, sino grabadas en todas y cada una de las células de su cuerpo. Él era Derguín Gorión. Pero, de alguna manera difícil de comprender y más difícil de aceptar, a la vez era Zenort el Libertador.

El círculo del tiempo se cerraba. Si no conseguían impedir el experimento de Tubilok, el primer Zemalnit sería también el último Zemalnit.