RUINAS DE DHAMARA

Cuando le robó la Espada de Fuego a su padre y navegó con Ziyam y su madre por aquel río subterráneo, Ariel pensó que las cosas iban muy mal, que su destino se había torcido. Pero después de despertar a Tubilok, todo había empeorado aún más.

Sobre todo desde que apareció Ulma Tor.

Ariel no lo había visto nunca, pero Derguín le había contado cosas aterradoras de él. Y no tardó en comprobar que se había quedado corto.

Para empezar, al día siguiente de conocerlo descubrieron que todos los tripulantes del barco habían desaparecido. Simplemente, cuando amaneció ya no se encontraban allí.

—Nos han abandonado —dijo Ulma Tor, con gesto serio.

¿Cómo iban a abandonarlos en altamar? Aquel barco tenía una pequeña chalupa, pero seguía en su sitio, a babor. La única forma de marcharse del barco era arrojarse al agua, lo que tan lejos de la costa significaba una muerte segura. Ariel estaba convencida de que el nigromante había asesinado a los nueve marineros, aunque no sabía cómo. Más adelante, cuando fue testigo de la manera de actuar de Ulma Tor, pensó que debía haber envenenado sus mentes para que ellos mismos se suicidaran tirándose al mar.

Desde entonces, viajaron empujados por un viento innatural. Ulma Tor se había convertido en el patrón y daba instrucciones a las demás. Básicamente, lo que tenían que hacer era mantener las vergas de ambos palos a estribor, las velas henchidas y el timón recto. El viento era constante, tan fuerte que debían ponerse a babor para compensar la escora de la nave. Iban dando botes sobre las olas, como si las cabalgaran, lo que hacía que muchas de ellas siguieran vomitando constantemente.

Así navegaron durante días, siempre dejando a estribor la costa del continente, tan rápidos como los delfines que a ratos los escoltaban haciendo cabriolas y saltando sobre la espuma. En una ocasión vieron un enorme karchar que nadaba hacia el sur en una trayectoria que lo llevaba a interceptar el rumbo del atunero. Entre las viajeras empezaron a oírse murmullos de temor, pero Ulma Tor no permitió virar a Neerya, a la que le había correspondido en suerte llevar el timón. Llegaron a acercarse tanto que pudieron oír el profundo gruñido que brotaba de aquella boca cuajada de dientes como espadas. Pero o bien el nigromante hizo algo o bien la bestia prefirió no chocar con el barco, porque se hundió con un potente aletazo y pasó bajo el casco, una enorme sombra gris deslizándose bajo la superficie.

En aquel momento todavía eran ocho mujeres. Estaban Ariel, Neerya, Tríane, la reina Ziyam y Antea, capitana de su guardia personal, más otras tres Atagairas: Gubrum, Bundaril y Radsari, la más joven de todas, que aún no había cumplido los veinte años.

La primera con la que se acostó Ulma Tor fue Ziyam. Empezó a hacerlo la noche siguiente a la desaparición de los marineros. Desde la cubierta se oían los gemidos que sonaban en la bodega, tan fuertes que Tríane le tapó los oídos a Ariel.

—No tienes por qué ver ni escuchar ciertas cosas a tu edad.

A la mañana siguiente, las heridas de Ziyam habían mejorado de forma asombrosa. Los surcos de las garras de Tubilok no habían dejado de sangrar y supurar, pero ahora sólo quedaban en sus mejillas unas cicatrices blancas, como si hubiera sufrido las heridas varias semanas antes.

A cambio, se la veía muy pálida y con la mirada perdida. A partir de entonces, sólo empeoró. Cada mañana estaba más blanca, con las ojeras más negras, los labios exangües y los dedos tan transparentes como el ópalo.

Al ver que Ziyam parecía cada vez más ausente y relajaba su vigilancia sobre ella, Ariel le insistió a Antea en que le devolviera la espada. La jefa de las Teburashi era una mujer honrada, que se debatía entre su fidelidad a la reina y la palabra que le había dado a Ariel: «No permitiré que te hagan daño». Debió llegar un momento en que pensó que Ziyam ya no era Ziyam y decidió hacer caso a la niña. En el sexto día de navegación, cuando ya se hallaban a la vista de su destino, el puerto de Tíshipan, le entregó el bulto de lienzo donde había liado a Zemal, cubriéndolo con su ancho cuerpo para que no la viera Ulma Tor.

Fue inútil. Apenas había empezado a desenvainarla cuando el nigromante, que estaba a proa, se volvió hacia ella y gritó:

—¡Suéltala!

La voz de Ulma Tor la aterrorizó tanto que soltó la empuñadura y la vaina. La espada resbaló, encajó en el brocal con un golpe metálico y cayó al suelo.

—Cógela, mujer —le ordenó a Antea—. Y te juro por las llamas del Prates que si vuelves a entregarle la espada a la niña, haré que arrojes tus propias tripas por la boca.

Antea se puso verde y vomitó, fuera por un conjuro o de puro miedo. Desde entonces, a Ariel no se le ocurrió volver a pedirle la espada. Sabía que el nigromante era capaz de cumplir su amenaza.

Sin saberlo, Ariel viajaba hacia el mismo destino que su padre. Pero ellas habían cobrado ventaja sobre él y El Mazo. Mientras que Derguín había pasado la tarde y la noche del día 18 en Zirna, de donde no partió hasta entrada la mañana, ellas alquilaron caballos en cuanto llegaron a Tíshipan, recurriendo también al sistema de postas de los Bazu. Así remontaron el curso del Trekos, siempre en paralelo a sus aguas, por las que bajaban gabarras cargadas de grano, leña de Corocín y productos del lejano norte.

A esas alturas, ya resultaba más que evidente que Ulma Tor no era alguien normal. No sólo por sus extraños poderes, sino por su desapego a cualquier principio ético. Urgido por unas prisas que no explicaba a nadie, obligaba a todas a galopar a un ritmo infernal. Cuando llegaban a las postas, los caballos entraban espumeando por los costados y por la boca, y a veces sudando sangre. En cuanto desmontaban, las pobres bestias se desplomaban y eran ya incapaces de levantarse, cuando no morían al momento. Los encargados de las postas protestaban, pero bastaba con una mirada de aquel ojo oscuro para que se callaran y les entregaran nuevos caballos sin exigir un pago extra ni otra fianza.

Para entonces, Ziyam casi no hablaba con las demás y los labios ya no se le distinguían apenas del resto de la piel. Aunque sus cicatrices estaban desapareciendo, se le caía el pelo y tenía las uñas quebradizas.

—Es un vampiro —le susurró Tríane a su hija, mientras cenaban junto a una pequeña hoguera.

Ulma Tor no consentía que pernoctaran en sitios poblados, y tampoco dejaba que descansaran demasiadas horas. Él no dormía nunca. Tal vez aburrido de Ziyam, esa noche había elegido a otra presa, la joven Radsari. Simplemente la había señalado con el dedo y ella lo había seguido, con la barbilla gacha.

El nigromante se la había llevado detrás de un olivo silvestre, a poca distancia de la fogata. Las demás mujeres comían en silencio, absortas en las llamas o en sus propios pensamientos. Desde que Ulma Tor, no sabían muy bien cómo, se había convertido en el jefe del grupo, apenas hablaban entre ellas y ni siquiera se miraban. Las únicas a las que no parecía afectar el extraño embrujo que ejercía el nigromante eran Ariel y Tríane. Pero eso no significaba que no le tuvieran miedo o que se atrevieran a oponerse a su voluntad.

Para Ariel, que nunca había visto asustada a su madre, era aún más preocupante. Ni delante de Tubilok la había visto tan sometida. Pero es que el dios loco estaba rodeado por un aura contradictoria. El siniestro poder y la amenaza de su tamaño y su negra armadura se atemperaban un poco gracias al noble rostro de ojos azules que se insinuaba bajo el yelmo.

En cambio, de Ulma Tor sólo emanaba maldad. Cuando se encontraba cerca, a Ariel le daba la impresión de que el sol alumbraba menos y el aire se oscurecía como una hoja de papel sobre la que se derrama un tintero. Eso era lo que brotaba del nigromante: una tinta fantasmal, que se colaba por la piel y por los huesos y llegaba al corazón, que hacía sentir que la vida no merecía la pena, pero que la muerte tampoco sería un descanso. A su lado sólo se sentían tristeza, miedo y desesperación.

Y eso lo pensaba Ariel, que resistía mejor su influjo. Los rostros de las Atagairas y de Neerya eran un poema fúnebre. Cada día que pasaban en compañía de aquel ser parecía envejecerlas un año.

—¿Qué es un vampiro? —preguntó Ariel.

—Un muerto que vuelve de la tumba y visita a los vivos por las noches para chuparles la sangre —le explicó Tríane.

—¿Existen criaturas así?

—Existieron. —Su madre se interrumpió un instante. Los gemidos de Radsari no parecían exactamente de placer, sino más bien espasmos mecánicos, obsesivos, punteados por los roncos gruñidos de Ulma Tor. Tríane, que ya había renunciado a taparle los oídos a Ariel, prosiguió—. Él es de una especie peor. No está muerto, pero tampoco ha estado nunca vivo. Al menos, con lo que nosotras consideramos vida. Y no chupa la sangre, sino algo más profundo y más importante.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo veo —dijo Tríane.

Su madre podía ser dura, incluso implacable, como Ariel había comprobado unos días atrás, cuando la vio apuñalar a la sacerdotisa del oráculo del sueño. Pero parecía resignada con Ulma Tor.

Al día siguiente, cuando montaron en los caballos, Radsari volvió grupas para alejarse de ellos, en dirección a Tíshipan. Pero bastó con que Ulma Tor dijera a media voz: «¿Adónde vas?» para que la joven se diera la vuelta y regresara al redil. Al verla de cerca, Ariel comprobó que tenía tantas ojeras como Ziyam, y marcas de dientes en el cuello. Lo curioso era que la forma del mordisco no se correspondía con la mandíbula de un ser humano, sino con alguna bestia de maxilar más estrecho y dientes más afilados.

El viaje sólo había empeorado desde entonces. Al menos, mientras atravesaban Áinar Ariel se entretenía viendo bosques y campos sembrados, o mirando a su izquierda para ver cómo bajaban las aguas del río. Pero al llegar a la Ruta de la Seda el paisaje se volvió cada vez más seco y monótono.

Al principio siguieron la gran calzada hacia el este, en dirección a Zirna, la ciudad natal de su padre. Pero no tardaron en abandonarla para desviarse hacia el sur, siguiendo las indicaciones de Neerya, que era quien había sugerido esa ruta. Según la cortesana Pashkriri, en el corazón del desierto había un atajo que los podía llevar en muy poco tiempo hasta la legendaria Zenorta. Desde allí, se dirigirían a Tártara.

—¿Has usado alguna vez ese camino? —le había preguntado Tríane antes de embarcar en el atunero y encontrarse con Ulma Tor.

—No —le había contestado Neerya—. Pero es conocimiento que los Bazu nos pasamos entre nosotros, de padres a hijos.

—¿Por qué no dices «de madres a hijas»? —preguntó Ziyam en tono despectivo. En aquellos días todavía hablaba con las demás—. Eres una mujer.

Neerya se había encogido de hombros, con una sonrisa que buscaba no despertar más hostilidad de la que Ziyam y Ariel ya sentían por ella.

—Es una forma de hablar.

—¿Es fiable esa tradición de tu clan? —preguntó Tríane.

—Os aseguro que encontraremos ese atajo. Si no está donde yo os digo, o si no funciona, podéis degollarme allí mismo.

—Tal vez lo hagamos aunque funcione —había dicho Tríane con una sonrisa que provocó un escalofrío a Ariel.

—¿Por qué la odias así? —le preguntó más tarde—. Neerya es muy buena. No quiero que le hagas daño.

—La odio porque me ha quitado el corazón de tu padre —dijo Tríane, acariciándole el pelo.

Cuando vivía en Narak, Ariel había visto cómo se miraban Neerya y Derguín. A ella se le dilataban las pupilas hasta casi tragarse los iris de color de ámbar, le temblaban las aletas de la nariz y se le dilataban las venas del cuello. Él, que solía andar cabizbajo y pensativo, enderezaba los hombros, y cuando ella lo observaba fijamente enrojecía, mientras que si Neerya apartaba la vista era él quien se la bebía con los ojos.

A Ariel le parecía bien. Los dos eran jóvenes y bellos, aunque Derguín lo habría sido más si dejara de fruncir el ceño y engordara un poco. Además, la trataban bien, y trataban bien al resto de la gente, y sabían muchas cosas del mundo por sus viajes o por los libros.

Sin embargo, ahora que veía cómo su madre sufría al hablar de Derguín, Ariel empezaba a pensar si, como buena hija, no debería desear que ambos estuvieran juntos. Ella se había criado a solas con Tríane, pero cuando escapó de la cueva de Gurgdar y empezó a conocer el mundo exterior se dio cuenta de que las madres y los padres solían vivir juntos. A veces incluso se amaban.

Como tantas veces en los últimos tiempos, Ariel se encontraba sumida en un conflicto que no era capaz de resolver. Quería a su madre, porque le era imposible no quererla, pero también se daba cuenta de que a veces hacía cosas que no le gustaban. Cosas que jamás haría Neerya, como intrigar para robarle la Espada de Fuego al legítimo Zemalnit o asesinar a una mujer.

De todos modos, el pavor que le tenía al nigromante hacía que aquel conflicto entre lealtades quedara tan embotado como la molestia de un padrastro en un dedo comparada con un dolor de oídos; un dolor lacerante que Ariel conocía por propia experiencia, ya que cuando usó a Zemal para fundir la roca donde dormía Tubilok, un agudísimo chirrido le había reventado el tímpano derecho.

En esos momentos, la mayor preocupación de Ariel no era librarse de Ziyam o convencer a su madre de que debían devolverle la Espada de Fuego a Derguín. Ahora su única obsesión era escapar de Ulma Tor.

La noche del día 20, mientras cenaban junto a una hoguera en pleno desierto de Guinos, las habían atacado unos desconocidos. Cuando más falta les habría hecho, el poder de Ulma Tor no las había ayudado, pues él estaba ocupado fornicando, como todas las noches.

El nigromante había elegido esta vez a Neerya. Ella se negó con la cabeza, lo que suponía más resistencia de la que habían opuesto Radsari dos noches antes o la musculosa Antea la víspera. Ulma Tor tuvo que acercarse y repetir su orden mientras clavaba en ella su ojo. Entonces Neerya se rindió, le tomó la mano y dejó que se la llevara detrás de unos arbustos espinosos. Mientras tanto, Radsari se había alejado de la hoguera para hacer sus necesidades.

Poco después empezaron los habituales gemidos. Ariel estaba convencida de que los de ella eran involuntarios, y se tapó los oídos para no escucharlos, pues al pensar en su padre sufría todavía más por la pobre Neerya.

Entre esos ruidos y el extraño estupor en que parecían sumidas las demás Atagairas, Ziyam más que ninguna, no se dieron cuenta del ataque hasta que tuvieron encima a los salvajes. Por lo que le dijeron luego las demás, debían de ser quince o veinte; a Ariel nunca se le había dado muy bien contar.

Antea fue la primera que salió de su aturdimiento, tomó la espada y se defendió del asalto. Bundaril y Gubrum la siguieron, y Ziyam despertó por fin de su letargo y agarró su propio acero. Tríane, por su parte, empuñó en una mano el cuchillo con el que había matado a la sacerdotisa y en la otra un palo ardiendo.

—¡Toma! —gritó Antea, arrojándole a Ariel el bulto de lienzo que envolvía a Zemal.

La niña desenvolvió el lío y desenvainó la Espada de Fuego. Lo hizo justo a tiempo, porque ya se le echaba encima a uno de aquellos salvajes, armado con un palo de punta renegrida y aguzada. Ariel no dudó y le lanzó un tajo a la mano. La hoja le cortó limpiamente la muñeca.

El atacante, que tenía un rostro de pesadilla, aulló de dolor, se agarró el muñón con la otra mano y huyó a toda prisa. Los demás atacantes estaban sufriendo estragos ante las tres Atagairas y Tríane. Al ver el brillo de Zemal debieron comprender por fin que se habían equivocado de víctimas y se perdieron entre las sombras.

Terminada la escaramuza, Antea limpió la hoja de su espada con un trapo y preguntó:

—¿Dónde está Radsari?

—Da igual dónde esté. ¡Nos vamos!

Quien había hablado era Ulma Tor, que sólo se había dignado aparecer como refuerzo a deshoras. Venía atándose el cinturón y ajustándose las calzas. Detrás de él, Neerya arrastraba los pies. Era la más morena de todas ellas, pero ahora se la veía casi tan pálida como una Atagaira.

Así pues, habían proseguido su camino en la noche, sin importarles el cansancio de los caballos ni el destino de la pobre Radsari, a la que Ariel, viendo el aspecto monstruoso de sus asaltantes, no le auguraba buen futuro.

Ariel apenas había disfrutado del contacto de Zemal. Cuando apareció Ulma Tor, se volvió hacia él empuñando en ambas manos el arma de los dioses, con gesto desafiante. El nigromante se limitó a reírse de ella.

—¡Guarda eso en su funda, cachorrilla, no sea que te cortes un pie sin querer!

Ariel se negó, pero tampoco se atrevía a atacarle. No porque temiese miedo de usar la espada, como acababa de demostrar. Era Ulma Tor quien le daba miedo, que se convertía en pavor al pensar qué represalias tomaría contra ella si su ataque fracasaba.

—Es mejor que la guardes —insistió él. Como si le hubiera leído el pensamiento, añadió—: Si no, te arrepentirás hasta de haber nacido.

—¡No le hables así a mi hija! —exclamó Tríane.

Ulma Tor se limitó a hacer un gesto con la mano. La madre de Ariel se desplomó como si le hubiera caído encima una roca de quinientos kilos. Desde el suelo intentó moverse, pero no era capaz de despegar ni un solo dedo de la tierra. Tampoco podía hablar, y por sus jadeos era obvio que se estaba asfixiando.

—¡Déjala! —gritó Ariel, pero ni así se atrevió a atacar al nigromante.

—Guarda la espada y la soltaré.

Con lágrimas de rabia y humillación, Ariel enfundó a Zemal y volvió a envolverla con el mismo lienzo.

—Devuélvesela a Antea —le dijo Ulma Tor.

Ariel no tuvo más remedio que obedecer. Por fin, el nigromante levantó el hechizo que mantenía a su madre aplastada contra el suelo. Ariel corrió para ayudarla a levantarse. Ella, siempre tan orgullosa, esta vez se dejó auxiliar. Todo su cuerpo temblaba como una hoja de álamo.

—Cometí un error, hija —dijo con voz feble—. Nunca debimos quitarle la espada a tu padre.

—¿Qué nos va a pasar?

—Saldremos de ésta, Ariel. Saldremos —respondió Tríane. Por su tono, ni ella misma debía creerse sus propias palabras.

Días después, en el otro extremo del mundo, Ariel seguía sin saber qué iba a ser de ella. Y ya ni siquiera estaba su madre para preguntárselo.

La noche anterior, Ulma Tor había elegido por fin a Tríane, la única mujer adulta con la que no había fornicado, y se la llevó a unas ruinas de piedra mientras las demás encendían una hoguera junto a la calzada. Ariel se tapó los oídos y pensó en huir. Pero no se atrevía a abandonar a su madre. Sobre todo, no se atrevía a escapar de Ulma Tor. Todas habían comprobado que si se alejaban mucho de él empezaban a sentir un malestar que empezaba en el estómago y subía rápidamente al pecho, y se convertía en un pinchazo agudo que les impedía respirar. Al aire libre, sin muros ni cadenas, eran sus prisioneras.

Para entonces, ya sólo quedaban cinco mujeres y Ariel. A Radsari la habían perdido en el desierto de Guinos, y la noche siguiente, después de acostarse con Ulma Tor, Gubrum se había dado muerte clavándose su propia espada bajo el esternón.

Por la mañana, tras acostarse con Tríane, el nigromante había bajado solo desde las ruinas y, sin decir nada, había ensillado a su caballo. Las monturas, las últimas que habían alquilado en una posta de la Ruta de la Seda, se hallaban en un estado penoso. Tenían los cascos abiertos y úlceras en las patas, se les contaban las costillas y se les caía el pelo a rodales. Ariel estaba convencida de que sólo seguían adelante porque la magia negra las mantenía en pie; en cuanto levantara su hechizo, las pobres bestias caerían muertas al instante.

—Tríane se queda aquí —anunció por fin Ulma Tor, encaramándose a la silla—. No está en condiciones de venir.

—¿Qué le has hecho a mi madre? —gritó Ariel—. ¡Quiero verla!

—No lo harás —contestó Ulma Tor con voz átona. Y Ariel descubrió que, simplemente, no podía hacerlo.

Así abandonaron a Tríane, y siguieron su camino hacia el inconcebible abismo negro que devoraba todo el horizonte norte. Allí flotaba una gran burbuja que lo reflejaba todo como un espejo. La víspera, justo antes de oscurecer, su madre le había dicho que dentro de la burbuja se encontraba Tártara, la ciudad prohibida.

—¿Tú la has visto? —le había preguntado Ariel.

—Sólo por fuera. Es imposible atravesar esa barrera que la rodea.

—¿Entonces para qué hemos venido hasta aquí?

—En tiempos desesperados hay que intentar lo imposible, hija.

Cada vez que se acordaba de Tríane, a Ariel se le llenaban los ojos de lágrimas, hasta el punto de que a través de ella la esfera perfecta que rodeaba la ciudad se deformaba y parecía un óvalo de mercurio.

Todo es culpa mía, se decía. Si no hubiera escapado de la cueva para conocer a Derguín, todavía seguiría en Gurgdar, allí donde el poder de su madre era más fuerte y las protegía a ambas de todo mal.

Y lo que más temía eran las miradas de reojo que le echaba Ulma Tor. Todas las demás habían pasado por el mismo trance. Ariel estaba segura de que esa noche le tocaría a ella.

Se equivocó. No era eso lo que el nigromante esperaba de Ariel. Aún no había oscurecido cuando empezó todo.

—Quiero que te pongas la máscara —le dijo Ulma Tor.

El sol caía ya hacia el oeste. Se habían detenido en las ruinas de una ciudad que, según el nigromante, se llamó en tiempos Dhamara. Ahora se encontraban en un patio sembrado de losas rotas que, por el tamaño de las columnatas que lo rodeaban, debió pertenecer a un templo o un palacio. Las columnas estaban talladas con acanaladuras espirales y sus capiteles se abrían imitando ramas de árboles con hojas en forma de corazón. También había árboles de verdad, cipreses que tenían aspecto de haber crecido allí por su cuenta. En el centro había una gran alberca llena de agua estancada en la que flotaban algunos lotos y cantaban las ranas.

Por encima del pórtico que cerraba el lado norte se alzaba una Torre de Sangre. Más allá se extendía aquel inmenso agujero sobre el que flotaba Tártara, pero los restos de la columnata lo ocultaban de la vista.

Ariel se estaba fijando bien en aquel lugar porque sabía que iba a morir allí.

—He dicho que te pongas la máscara —repitió Ulma Tor—. Quiero que hables con él y le ofrezcas la espada en mi nombre.

Aquella horrible careta la miraba desde el suelo con los tres ojos rojos de pupilas triples. A unos pasos, Ulma Tor aguardaba con los brazos en jarras. Neerya y las tres Atagairas seguían de pie, tan rígidas como los caballos, como si a ellas también las sostuviera la misma magia que las consumía.

—Si quieres que me la ponga, dime qué has hecho con mi madre —dijo Ariel haciendo acopio de dignidad. Sabía que no podía exigir nada.

—Te empeñas en hacerme repetir las órdenes. No me gusta hacerlo, Ariel. Ya deberías haber aprendido.

—¡No voy a ponerme la máscara!

Ulma Tor se volvió hacia las demás mujeres.

—Antea, oblígala tú.

La jefa de las Teburashi se acercó arrastrando los pies, ella que siempre había caminado levantándolos como si quisiera aplastar la hierba bajo sus botas. Al llegar junto a la máscara, se arrodilló de espaldas a Ulma Tor y dijo:

—Esta vez no vaciles, Ariel. Mátalo.

Ariel comprendió que Antea había exagerado su marasmo para engañar a Ulma Tor. La Atagaira sacó de debajo de su capa el lienzo que envolvía a Zemal y se lo arrojó a Ariel.

—¡Maldita jaca frígida! —gritó Ulma Tor, y extendió la mano derecha.

Antea cayó de bruces al suelo, y una vez en el polvo extendió brazos y piernas como si alguien tirase de ellas. Horrorizada, Ariel vio cómo un peso invisible aplastaba el cuerpo de la Atagaira. Ésta trató de decir algo, pero no consiguió emitir más que un jadeo inarticulado. Su tórax empezó a aplanarse. Luego sonó un terrible crujido de huesos rotos y toda su espalda se hundió. Un chorro de sangre brotó de su boca como un manantial, y ya no se movió más.

Viéndola a través de sus propias lágrimas, Ariel se dio cuenta de que había desenvainado a Zemal. A pesar de que tenía en las manos el arma de los dioses, la misma Espada de Fuego que había destruido a un demonio y sembrado la muerte entre los pájaros del terror, no había sido capaz de ayudar a Antea.

—¡Atácale! —gritó Neerya—. ¡Úsala y mátalo!

Pero Ariel no podía hacerlo. Sentía tanto miedo que se había quedado paralizada. Sus manos perdieron fuerza y soltaron la empuñadura. La espada cayó al suelo. Su filo abrió una grieta en una losa, y después empezó a dar pequeños saltos, impulsada por las llamas que recorrían sus bordes.

Ariel cayó de rodillas, llorando y moqueando ante el cuerpo aplastado de Antea. Ulma Tor se acercó, levantó la máscara del suelo y la puso ante ella. La careta se quedó de pie, clavada sobre la barbilla de madera en un equilibrio imposible.

—Póntela. Habla con él. Dile lo que yo te voy a decir y no te haré daño.

—¡No se te ocurra, Ariel! —gritó Neerya, haciendo ademán de correr hacia ellos.

Ulma Tor se volvió y alzó la mano izquierda. Los pies de la cortesana se levantaron del suelo y su cuerpo salió despedido hacia atrás como si lo arrastrara un viento huracanado. Una columna interrumpió su vuelo. Se oyó un crujido, y Neerya resbaló hasta el suelo. En la columna se veía una mancha de sangre.

Vamos a morir todas, pensó Ariel. Morirían para nada, una muerte absurda y sin sentido, y nadie en el mundo se acordaría de ellas.

Zemal seguía moviéndose en el suelo como si poseyera vida propia. Ulma Tor se acercó a ella, se agachó y extendió la mano. Ariel se enjugó las lágrimas. Tal vez tenían todavía una esperanza.

—Se supone que no debo hacer esto —dijo Ulma Tor.

Cuando aferró la espada y la levantó del suelo, saltaron chispas incandescentes de la empuñadura. La manga de la casaca de Ulma Tor ardió con un fogonazo, y la piel de su mano empezó a arrugarse y ennegrecerse.

—Me alegro, hijo de puta —murmuró Ariel, tirando de la máscara. Era la primera vez que decía esa palabrota.

Las chispas continuaban saltando. Olía a barbacoa. Del brazo de Ulma Tor caían grandes pedazos de carne que humeaban en el suelo. Pero él seguía aferrando la espada, contrayendo la cara en un gesto de dolor y enseñando los dientes. Cuando todo su antebrazo era ya hueso desnudo, masculló:

—No me vas a vencer, espada del demonio.

A una velocidad increíble, sus huesos se recubrieron de músculos y tendones, y éstos de piel pálida y lampiña. Zemal contraatacó con más chispas, y la carne volvió a abrasarse y desprenderse a tiras. Por dos veces prevaleció la espada, y por dos veces Ulma Tor logró regenerar el brazo quemado. Cuando vio que sus dedos caían de nuevo al suelo, el nigromante pareció resignarse.

—No es necesario que te toque. Conozco otras formas.

Abrió la mano y soltó la espada. Zemal no cayó al suelo, sino que se quedó flotando a apenas dos dedos de distancia de la palma de Ulma Tor. Éste movió el brazo a un lado, y la espada siguió su desplazamiento.

—Todo es cuestión de practicar —dijo el nigromante, trazando círculos en el aire. Sus maniobras se notaban torpes e inadecuadas; pero si algo se hubiera interpuesto en el camino de la hoja ígnea, lo habría partido en dos.

De modo que ni esa esperanza le quedaba, pensó Ariel. El triunfo de Ulma Tor era total.

El nigromante se acercó a ella y con la puntera de la bota le dio la vuelta a la máscara. Por dentro estaba erizada de pinchos metálicos. Ariel se los imaginó clavándose en su nariz y sus mejillas, reventándole los ojos y atravesando su lengua.

—Póntela.

—No. Me da miedo.

—Más miedo debo darte yo.

Ariel levantó la mirada. El ojo de Ulma Tor era tan negro como el abismo de Tártara.

—Por favor, no me hagas nada —suplicó—. Por favor… No quiero morir.

—Pero te empeñas en ello. ¡Ponte la máscara!

—¡No puedo!

Ulma Tor contrajo los labios. De pronto, todos sus dientes se veían afilados como los colmillos de una bestia.

—Niña estúpida, quería que fueses tú quien le hablase de la espada. Tú, que puedes empuñarla. Él no es capaz de verla, ¿lo entiendes? Quiero que lo comprenda y me deba ese favor.

—No puedo hacerlo. —A Ariel ya sólo le salía un hilo de voz.

—Está bien. Tendré que recurrir a una de las otras dos. Ya no me haces falta.

—No me mates, por favor…

—Tu vida me es indiferente. Pero quiero ver si el filo de esta hoja es tan afilado como dicen.

Ulma Tor levantó el brazo. La espada siguió su movimiento sin llegar a rozarle la piel de la mano.

—Me lo merezco —sollozó Ariel—. Me lo merezco por haberla robado. Me lo merezco.

—No, pequeña Ariel —dijo Ulma Tor con voz suave—. No lo mereces. Y aun así te va a pasar. El universo, incluso este universo blando y sin nervio, es cruel.

Ulma Tor se dispuso a golpear. Su control sobre la espada no era perfecto, pero iba mejorando por momentos. Su idea era dar un tajo en la cabeza de la niña justo en el centro y abrirla hasta la entrepierna. Quería comprobar si era capaz de conseguir dos mitades exactamente iguales.

—No vas a hacerlo.

El nigromante se volvió hacia su derecha. Por el lado sur del patio acababa de aparecer un hombre ataviado con una armadura de color de obsidiana. El ventalle transparente del yelmo dejaba ver su rostro, pero Ulma Tor ya sabía de quién se trataba sin necesidad de examinar sus rasgos. La última vez que se habían encontrado, se protegía con la misma panoplia.

Sólo que en esa ocasión su enemigo empuñaba la Espada de Fuego. Ahora era él quien tenía a Zemal. Las tornas habían cambiado, y su ventaja sobre él se había acrecentado todavía más.

—¿Qué pretendes impedir, Derguín Barok?

—Puedes llamarme como quieras —respondió él. Su voz sonaba metálica—. Me da igual. Pero apártate de Ariel. Si dejas en el suelo a Zemal y te largas, te perdonaré la vida.

—¿Qué me perdonarás la vida? ¡Ésta sí que es una novedad! ¡Tú poniendo condiciones!

—No te pondré demasiadas. Con tal de que te marches, puedes hacerlo como quieras, incluso con tu estilo habitual, aleteando con tu capa y convirtiéndote en una criatura alada. Reconozco que es bastante espectacular.

—Estás muy nervioso, Derguín. En otras ocasiones no te he oído hablar tanto. Me dejabas los discursos a mí. ¿Será porque soy yo quien tiene esto? —dijo Ulma Tor, haciendo un floreo. La espada dibujó en el aire un 8 llameante que quedó flotando un par de segundos. Considerando que la manejaba con un campo de fuerza y no con los dedos, no estaba mal.

Mientras tanto, Derguín avanzaba lentamente en una espiral que lo acercaba cada vez más Ulma Tor. El nigromante se sentía intrigado. La última vez que se habían enfrentado en la tienda de aquel patético sacerdote que se hacía llamar el Enviado, él era quien caminaba en círculos alrededor del joven Ritión, y éste quien giraba sobre sus talones sin moverse del sitio. Y eso que tenía a Zemal. ¿Por qué ahora habían invertido la coreografía y Derguín parecía decidido a atacar en lugar de defenderse?

La niña, pensó. Hará lo que sea por protegerla. Una conducta lamentable, una de las rémoras de este mundo en el que se veía desterrado. Aquí no eran los individuos los que mandaban, sino los genes, que por perpetuarse imponían comportamientos suicidas a los humanos que les servían como vehículos. En el lugar de origen de Ulma Tor, el concepto de altruismo no existía. Si se le hubiera ocurrido a alguien, los demás Tíndalos lo habrían aniquilado por loco e inmoral. ¿Renunciar a uno mismo, cuando uno mismo es lo único que se tiene? Absurdo, herético y antinatural.

Patéticos humanos, se dijo Ulma Tor.

Aunque lo cierto era que Derguín, siendo humano, tenía algo distinto. Ulma Tor veía con el único ojo de su cuerpo material, mas poseía también otros sentidos que percibían ondas fuera del espectro visual, incluso radiaciones que ni siquiera eran electromagnéticas.

Para unas pupilas normales, el ser de Derguín se limitaba a su cuerpo. Para Ulma Tor, consistía además en el aura que lo rodeaba. Y esa aura era diferente, más amplia y poderosa. Estaba formada por zarcillos que se movían como pequeñas protuberancias solares. La mente de Ulma Tor, obligada a funcionar dentro de las limitaciones del universo Alef, los percibía como emanaciones violáceas. En realidad, no poseían ningún atributo que se pareciera al color.

Por culpa de esa corola, sólo podía percibir a Derguín cuando lo tenía delante de él. Durante el certamen por la Espada de Fuego, Ulma Tor había localizado a distancia a cinco de los seis rivales de Togul Barok. En aquel momento prefería que éste se convirtiera en Zemalnit, pues pensaba que podría dominarlo a través de su gemelo colérico, y por eso le había servido a sus adversarios en una bandeja sazonada y lista para el horno.

Pero a Derguín no había podido encontrarlo, fracaso que le recriminó Togul Barok. Luego, cuando lo halló por fin en aquella selva gracias al rastro que dejaban sus compañeros, comprendió el motivo. Su aura emitía interferencias, oleadas de indeterminación que en este universo en el que se encontraban sólo deberían afectar a partículas subatómicas. Un fenómeno así no podía ser natural.

Debía de ser cosa del herrero. Con el tiempo, Ulma Tor había comprendido que Tarimán era un intrigante nato y tramaba sus propios planes. Sospechaba que era él quien se ocultaba detrás de la aberrante combinación genética que constituían Togul Barok y el homúnculo que habitaba en su cráneo. Y estaba seguro de que era él quien protegía con sus hechizos a Derguín.

Pero ahora Derguín estaba a su alcance. Sólo tenía que entornar los párpados inmateriales de los demás sentidos y concentrarse en lo que veía con su ojo. El Zemalnit sin Zemal había seguido acercándose en círculos, y ya se hallaba a una distancia lo bastante corta para lanzar un ataque.

O para recibirlo.

—¡Qué ironía, Derguín! ¡Vas a morir por tu propia espada!

—Cometes un error. Pero inténtalo si quieres.

—Ya que lo pides, lo haré. Lo que me gusta de esta arma tuya es que puedo avisar de lo que voy a hacer, y aun así no conseguirás evitarlo.

Cuando la sílaba de la última palabra todavía no se había extinguido en el aire, Ulma Tor se abalanzó sobre Derguín levantando el brazo y le tiró un tajo desde arriba. Su esgrima tal vez no era perfecta, pero confiaba en que resultase eficaz. Además, no se molestó en protegerse, ya que no temía a la hoja de acero de su rival: cualquier herida que le pudiese infligir se cerraría rápidamente.

La Espada de Fuego silbó en el aire buscando la cabeza de Derguín. Ulma Tor esperaba que su rival se apartase, pero lo que hizo fue interponer su propio acero.

¡Patético!, pensó.

Cuando esperaba que la espada de Derguín se partiese limpiamente en dos, Zemal resonó con un clangor de acero contra acero. La mano de Ulma Tor pasó de largo, llevada por el impulso de su golpe. Como el campo de fuerza seguía atrayendo la empuñadura, mientras que la hoja se había quedado trabada contra la de Derguín, la espada hizo un movimiento extraño en el aire, se revolvió contra él y le hirió bajo el párpado derecho.

Ulma Tor retrocedió, perplejo. La herida, un rasguño superficial, se restañó al instante. Pero se dio cuenta de que la espada que flotaba junto a su mano había dejado de brillar y llamear. Tan sólo era un acero normal, una hoja pulida con un surco en el centro y ondas de templado junto a ambos filos.

¡La Espada de Fuego se había apagado!

—Te dije que cometías un error —dijo Derguín, reculando—. Zemal no herirá a su legítimo dueño.

Ulma Tor notó un tirón en la palma de la mano. ¡La espada intentaba escapar de su presa! Para evitarlo, aumentó la tracción del campo que retenía la empuñadura.

Ocurrieron muchas cosas de repente.

La condenada arma dejó de resistirse, lo que hizo que el campo tirase de ella hasta la palma de Ulma Tor. Una corriente abrasadora le quemó la mano y subió hasta su codo.

Mientras el nigromante luchaba contra el dolor y la destrucción de huesos y tejidos, Derguín, que se había retirado a cinco pasos, se materializó junto a él.

Ulma Tor había visto las aceleraciones de los Tahedoranes y se había enfrentado al propio Derguín cuando éste entraba en Mirtahitéi e incluso en Urtahitéi.

Ahora, sin embargo, se había movido el doble de rápido que si hubiera entrado en la tercera aceleración. De haberlo sospechado, Ulma Tor tal vez habría podido anticiparse. Pero simplemente no se esperaba una maniobra tan fulgurante.

La espada de Derguín le entró por el vientre y subió por sus entrañas, rompiendo pliegues de intestinos, perforando el estómago y penetrando hasta los pulmones y el corazón. Ulma Tor notó perfectamente cómo el filo rascaba los bordes de las costillas, del mismo modo que sintió cada rotura de cada tejido.

Con la misma rapidez de relámpago, Derguín se apartó de él. Le había dejado la espada clavada hasta la cruz.

Un vulgar humano habría muerto al instante. Él no. Sin embargo, con un metro de acero dentro del cuerpo y la punta incrustada en la aurícula derecha, necesitaba al menos unos segundos para reaccionar.

Durante un instante, perdió el control de Zemal. La espada que ya no era de Fuego dio otro tirón y voló por sí sola a la mano derecha de Derguín, que ya la esperaba con los dedos abiertos.

—¡Te cambio la espada! —dijo Derguín, ralentizando la voz.

Ulma Tor comprendió que había sido demasiado confiado y arrogante queriendo vencer a su enemigo con armas materiales y en una lucha cuerpo a cuerpo. Debía utilizar recursos que no implicaran contacto físico, pero antes necesitaba sacarse el hierro que le atravesaba las entrañas. Aferró la empuñadura y tiró de ella. La espada se le atrancó en las costillas.

Derguín aprovechó ese instante para atacar de nuevo. La hoja de Zemal se inflamó en el aire. Ulma Tor trató de esquivarla, mas su rival se movía demasiado rápido y el acero que tenía clavado en el cuerpo lo entorpecía. Cuando se agachó para eludir el golpe destinado a su cuello, la hoja llameante penetró por encima de su oreja, le atravesó limpiamente el cerebro y salió por el otro lado sin apenas dispersar masa cerebral.

Ulma Tor se esforzó por desmaterializarse y materializarse de nuevo para unir los dos fragmentos de cabeza. Pero Zemal dibujó un bucle en el aire, se hundió en su hombro y penetró hasta la ingle. Mientras le golpeaba con la mano derecha, Derguín usó la izquierda para agarrar la otra espada y arrancarla de su cuerpo de un tirón.

Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. Derguín actuaba siempre una fracción de segundo por delante de él. Ulma Tor no podía contraatacar, porque bastante tenía con reconstruir los estragos que le infligía su rival.

La Espada de Fuego se clavó de nuevo en su cuerpo, desde el ombligo hasta la nuca. Pero esta vez Derguín tuvo la osadía de agarrarlo del cuello con el guantelete y acercarse tanto a él que pudo ver el brillo de sus iris verdes a través del visor del yelmo.

—Cuando vayas al infierno, dale recuerdos a tu señor Tubilok.

—Yo no tengo señor —silabeó a duras penas Ulma Tor. El calor de la hoja era cada vez más intenso, como una estrella condensada dentro de su cuerpo.

—Explícaselo a él cuando lo envíe a hacerte compañía.

Ulma Tor sintió cómo todos sus tejidos se incineraban de dentro afuera a una velocidad que no podía controlar. Ese cuerpo del que se había servido durante tantos siglos lo había traicionado.

Pensó: En este asqueroso universo no puedes confiar en nada. Y en ese momento se acabó la lucha.

A los pies de Derguín sólo quedaba un pequeño montón de pavesas. ¿Tan poco abultaba al final el cuerpo de un hombre? Mientras Ulma Tor se abrasaba con la llama de Zemal, Derguín había visto a través del yelmo nubes de vapor blanco que se desprendían de él entre siseos. Agua y ceniza, a eso se reducía todo.

Pateó las brasas para dispersarlas. ¿Había acabado con Ulma Tor? Le había visto sufrir derrotas parciales antes, cuando huyó de la selva herido llevándose el espíritu de Mikhon Tiq y en la tienda de Yibul Vanash. En ambas ocasiones se había recuperado para seguir obrando el mal.

Pero ahora parecía distinto. No quedaba más rastro material de él que esas cenizas ya frías que no se distinguían del polvo del suelo.

Esta vez se acabó, pensó.

Ariel esperaba de rodillas, con la cabeza gacha.

—Necesito la vaina, Ariel.

Sabía que su voz debía sonar metálica y deformada por el yelmo. Temblando como una hoja, la niña recogió la funda de cuero del suelo. Pero no se levantó para dársela, sino que caminó arrastrando las rodillas por las losas rotas. Después extendió los brazos, hundiendo la cabeza entre ellos hasta rozar el suelo.

—Toma, mi señor —dijo con voz débil.

Derguín abrió los cierres del yelmo y se retiró la visera hacia atrás. Sólo entonces cogió la vaina que le ofrecía Ariel. Pero antes de guardar la espada, besó suavemente la cabeza tallada en el pomo. Le dio la impresión de que aquella carita diminuta le sonreía.

—No volveremos a separarnos. Te lo prometo —dijo, y volvió a besarla.

Una corriente de calor bajó por su cuello y recorrió su cuerpo hasta llegar a los dedos. El esfuerzo de la quinta aceleración, Ahritahitéi, había sido intenso. Pero la energía que atravesaba sus miembros parecía reparar todos los daños, incluso las heridas del pasado.

Nunca más vería a aquella espada como una tortura ni una obsesión. Era más bien una mujer impetuosa y ardiente con la que tenía que aprender a convivir.

La guardó en la funda, y se colgó ésta del cinturón que rodeaba el faldar de la armadura. Después soltó los broches que cerraban la coraza y se la quitó. Tal vez corría un riesgo, pero no quería que su primer abrazo como padre estuviera erizado de pinchos y crestas.

Ariel seguía sin mirarlo, postrada de hinojos y con la frente clavada en el suelo, como si quisiera hundir la cabeza aún más abajo. Sus costados se movían en convulsiones casi rítmicas. Estaba llorando en silencio, tratando en vano de contener unos sollozos tan profundos que le contraían todo el cuerpo.

Derguín clavó la rodilla izquierda en el suelo, la agarró de los hombros y tiró de ella para levantarla. La niña se resistió.

—Mírame, Ariel.

—No.

—Mírame, por favor.

—No soy digna de mirarte a la cara, mi señor.

Derguín hizo más fuerza y logró enderezarla. La niña le miró a los ojos por fin. Él sintió un calor menos intenso pero más dulce que el de Zemal, que se derramaba lentamente por su cuerpo, un calor que nunca había sentido antes. De pronto veía a Ariel como si fuera otra persona. El cabello negro, ahora polvoriento, era el de su madre. En cambio, los ojos verdes como malaquita, hinchados de tanto llorar, se parecían a los de Derguín. Tenía la cara llena de churretes y ojeras de cansancio, pero nunca la había visto tan guapa.

—No me llames más «mi señor».

La barbilla de Ariel tembló.

—¿Me vas a… abandonar? —preguntó con voz trémula, y volvió a bajar la cabeza y cruzó los brazos, abrazándose sus propios hombros—. Me lo merezco, me lo merezco.

—No me has entendido, Ariel. No quiero que lo hagas, porque no es forma de llamar a tu padre.

La niña levantó la cabeza y abrió los ojos de par en par.

—¿Lo sabes?

—Lo sé.

Derguín tiró de ella, y Ariel se rindió. De rodillas, se abrazaron con tanta fuerza como si alguien estuviera intentando separarlos, y ambos derramaron lágrimas que empaparon las mejillas del otro.

—Todo ha sido culpa mía —sollozaba Ariel—. Mi madre ha muerto, lo sé. Por mi culpa, todo por mi culpa.

—Chssss. Cálmate, ya se acabó todo. —Derguín no quiso confirmarla de momento qué había pasado con su madre. Pero Ariel seguía con su letanía.

—Soy muy mala persona. Te robé la espada. El Mazo murió por mi culpa. Antea ha…

Derguín la apartó un poco para mirarla a la cara.

—Ariel, El Mazo no está muerto.

El gesto de la niña cambió de golpe.

—¿Es verdad entonces? ¿Ziyam lo resucitó?

Así que fue eso, pensó Derguín. Confirmando su sospecha, Ziyam había utilizado el sentimiento de culpabilidad de Ariel para conseguir que le robara a Zemal.

—Ziyam no lo pudo resucitar, porque tampoco lo mató. Lo que le clavó era una espina de inhumano. ¿Recuerdas lo que te pasó a ti? El Mazo pronto llegará. Yo me he adelantado con Riamar en cuanto he sabido que estabais aquí.

Ariel volvió a abrazarle y rompió a llorar más fuerte, pero esta vez eran lágrimas de desahogo. Derguín dejó que lo hiciera unos segundos, y después la ayudó a levantarse.

—Tenemos que atender a Neerya, Ariel.

—¡Sí! —exclamó ella. Su voz volvía a sonar más aguda, tan vivaz como la del supuesto chiquillo al que había conocido en Narak. Corrió hacia el extremo del patio donde yacía Neerya.

Derguín la siguió, apremiado por la misma urgencia. Al ver la mancha de sangre en la columna y la posición desmadejada del cuerpo de Neerya, temió lo peor. Pero cuando se agachó junto a ella comprobó que todavía seguía viva, aunque su respiración era débil.

—Neerya —susurró, casi a su oído. El semblante de la joven estaba demacrado, los pómulos tiraban de la piel como si quisieran rasgarla y su tez morena se veía cetrina—. Neerya, soy Derguín.

Ella no abrió los ojos. Derguín se acercó más y la besó en los labios, tan sólo un suave roce. Era el contacto más íntimo que habían tenido nunca. Ahora que estaba seguro de que Tríane ya era incapaz de hacerle daño, Neerya no podía verle ni oírle.

Con mucho cuidado, miró detrás de su cabeza. Tenía una herida en la parte posterior, por encima de la nuca, casi en el mismo sitio donde él se había herido cuando lo atacó Tubilok. Había dejado de sangrar, pero por dentro podía tener una lesión grave. Derguín apenas se atrevía a moverla. Sabía que había soldados que por golpes así quedaban paralíticos para siempre.

—Quédate con ella, Ariel.

La niña asintió moviendo la barbilla con vigor. Derguín se incorporó y se acercó a la Atagaira que acompañaba a Ziyam.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó en Nesita.

Ella no contestó. Sus ojos parecían empañados por un velo y no parpadeaban. Cuando Derguín la tocó en el hombro, se desplomó como un árbol talado.

Derguín se agachó sobre ella. Su rostro de por sí pálido se veía envejecido, exprimido como un odre vacío. No comprendía cómo había aguantado de pie, porque había dejado de respirar, estaba rígida y ya empezaba a enfriarse.

Se levantó de nuevo. Ziyam se acercaba a él arrastrando los pies.

—Derguín… Derguín… —murmuró, levantando las manos para intentar abrazarlo. Se había convertido en un espectro desvaído. No sólo se le transparentaban las venas de las muñecas, sino también los tendones, y sus dedos se habían convertido en garras afiladas. Tenía las pupilas apagadas y unas ojeras negras como la noche, y el cabello que antes brillaba como el fuego ahora parecía de arena descolorida.

Pese a su aspecto, Derguín era incapaz de sentir lástima por ella. Tan sólo la apartó de sí, sin brusquedad pero con firmeza. Ziyam estaba tan débil que cayó al suelo sentada, y allí se quedó, mirando a la nada y revolviendo con el dedo un bucle que empezaba a crecerle sobre la oreja.

No había nadie más, aparte del cadáver de Antea, la jefa de las Teburashi. Los caballos que habían traído Ariel y las Atagairas yacían junto a un ciprés, reducidos a costillares de aspecto sarnoso.

El patio se había convertido en un lugar de muerte.

Derguín oyó un ruido que lo alertó. Venía de detrás de la columnata que cerraba el patio por su parte norte, la única que se conservaba intacta. Eran pasos rítmicos, como los que produce un ejército al desfilar.

Aunque todavía sonaban lejos, Derguín se apresuró a recoger la coraza y ponérsela de nuevo. Ariel corrió hacia él para ayudarle con los cierres.

—Gracias, Ariel. Pero tú debes quedarte al lado de Neerya.

—¿Quién viene ahora?

Mis amigos no, pensó Derguín. Les había tomado demasiada ventaja, y además lo más lógico era que llegaran por la parte sur.

—No lo sé, hija. Pero no te preocupes, no va a pasar nada.

Se caló el yelmo y cerró la visera. Después le hizo un gesto a Riamar. El unicornio blanco se acercó trotando. Derguín se agarró a sus crines, puso el pie izquierdo en el estribo y subió. Solía montar a Riamar a pelo, pero había observado que cuando llevaba la armadura al unicornio le salían rozaduras, así que lo había convencido para que se dejara ensillar.

Se dirigió hacia la esquina noroeste y salió del patio cruzando bajo un arco de medio punto. Después movió la rodilla izquierda ligeramente, y Riamar torció hacia la derecha interpretando su gesto.

Al otro lado de la columnata el panorama estaba más despejado, pues apenas había paredes que superaran los dos metros de altura. Mirando hacia el norte, la calzada que habían seguido hasta allí pasaba entre dos edificios ruinosos y después, a unos treinta metros de donde se hallaba Derguín, cruzaba entre unos escombros blanquecinos que debían ser los restos de la puerta de la muralla. A partir de ese punto la vía pavimentada se convertía en una carretera negra como la de la isla de Arak o el desierto de Guinos que conducía directamente al borde del abismo donde flotaba la burbuja de estasis.

Pero antes de llegar allí, la carretera se abría en un ramal que giraba a la izquierda y subía por una cuesta hasta llegar a la Torre de Sangre. Por la intersección venía un grupo de soldados con uniformes negros que marcaban el paso con sus botas. Uno de ellos llevaba un estandarte, una bandera amarilla con un terón negro.

Aunque no hubiese reconocido el emblema, el hombre que caminaba al frente de la compañía descollando sobre las cabezas de todos era inconfundible. La última vez que Derguín había visto a su medio hermano, éste manoteaba en el aire con gesto de rabia mientras se precipitaba por aquel pozo en la torre de Arak.

Desenvainó la Espada de Fuego y aguardó.

Cuando atravesaron la entrada de la ciudad, Togul Barok hizo un gesto y sus hombres se detuvieron, clavándose en posición de firmes con un último pisotón colectivo que levantó ecos entre las piedras abandonadas.

—¡Esperad aquí, Noctívagos!

El nuevo emperador de Áinar se adelantó, mientras sus manos buscaban algo en su espalda, por debajo de la capa. Cuando vio aquel objeto, Derguín lo reconoció al instante. Lo había contemplado en los sueños que compartía con Togul Barok, y también en las visiones evocadas por el diario de Zenort.

Era la otra mitad de la lanza de Prentadurt. Punta y asta parecían fundirse, tan negras como la sima inconcebible que se extendía detrás de los hombres de Togul Barok.

Derguín desmontó. No quería arriesgar la vida de Riamar, y si tenía que entrar en aceleración de nuevo, de poco le serviría hacerlo cabalgando al unicornio.

Togul Barok señaló con la lanza hacia él. Por debajo del yelmo, Derguín tragó saliva. Conocía el poder de aquella arma, pero ignoraba si la Espada de Fuego podría protegerlo. En la tienda del Enviado, Ulma Tor había dirigido contra él la otra mitad de la lanza. Derguín suponía que, si no la había utilizado para matarlo, era porque algo lo protegía.

Por el momento, no lo supo. Togul Barok giró la muñeca y la moharra negra dejó de apuntarle.

—¿Tú conoces a un viejo tuerto y alto llamado Linar?

Qué forma tan extraña de saludar, pensó Derguín. Cualquier otra reacción le habría parecido más lógica, empezando por abalanzarse sobre él con furia homicida.

—¿Por qué lo quieres saber?

—No es una pregunta difícil de contestar —respondió Togul Barok.

—Lo conozco, sí.

—¿Fue él quien te dijo que vinieras aquí?

—No. ¿Y a ti?

Togul Barok asintió, y añadió:

—Me ha hecho cruzar el mundo de un lado a otro, y no sé por qué.

—Creí que estabas muerto.

—Siento decepcionarte, pero los subsuelos de Tramórea esconden muchas sorpresas.

—No me refería a eso. Cuentan que la lluvia de fuego que cayó del cielo la noche en que se apagaron las lunas destruyó Mígranz, y también aniquiló a tu ejército.

Togul Barok se volvió hacia sus hombres y los miró. Luego se giró de nuevo.

—De momento, éste es mi ejército y puedes ver que estoy vivo. Pero es cierto que Mígranz ya no existe. Fue allí donde Linar se presentó ante mí y me dijo que viajara al desierto donde encontré una cúpula negra que nos ha trasladado aquí por algún extraño sortilegio.

Derguín asintió. Mientras tanto, no dejaba de pensar que si pronunciaba la fórmula de la quinta aceleración, se plantaría frente a su medio hermano en una fracción de segundo y podría partirlo en dos con Zemal y arrebatarle la lanza. No deseaba su siniestro poder, pero tampoco se sentía tranquilo mientras Togul Barok pudiera utilizarlo contra él.

Sin embargo, no lo hizo. La actitud del emperador parecía muy distinta que en sus demás encuentros. Se le veía extrañamente calmado y razonable. ¿Sería el peso de la púrpura?, se preguntó con cierta ironía.

—Yo también he llegado usando esa cúpula. Su verdadero nombre es portal Sefil —dijo Derguín. Al momento se dio cuenta de que había pronunciado el nombre con orgullo un tanto pueril.

Pero Togul Barok le sorprendió.

—Lo sé.

—¿Es que te lo dijo Linar?

—No. Fue otra… persona.

Guardaron silencio un momento, como si ambos fueran reacios a seguir brindándose información. Derguín decidió que era absurdo seguir así. El tiempo corría contra ellos, y Neerya podía estar agonizando en aquel patio.

—¿A qué has venido aquí? —preguntó.

—Eso es lo que quiero averiguar —respondió Togul Barok—. Ese viejo excéntrico debería haber estado aquí para explicármelo.

—No me refiero a eso. Lo que quiero es saber tus intenciones. ¿En qué bando estás, hermano?

Togul Barok sonrió. En las otras ocasiones en que Derguín le había visto hacerlo, se trataba de un gesto cruel o irónico. Ahora la sonrisa relajó sus rasgos. Tenía las facciones duras como si las hubiera tallado un cantero, pero poseían cierta belleza rocosa. Su mandíbula, ahora que se fijaba bien, se parecía mucho a la de su padre. A la de nuestros padres, precisó.

—Es curioso que me llames hermano sin sarcasmo —dijo Togul Barok—. Cada vez que pronunciabas esa palabra en la torre de Arak, te goteaba sangre por los labios.

—Lo mismo podría decir yo. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿En qué bando estás?

—La pregunta que me hago yo es quiénes están en mi bando. ¿Lo estás tú?

—Si tu intención es seguir vivo y salvar tu reino, sí.

—Sé un poco más explícito.

—Cuando las tres lunas entren en conjunción, el Prates se abrirá de par en par y Tramórea será destruida. Pretendo impedirlo.

Al pronunciar esas palabras en voz alta, le sonaron al mismo tiempo ingenuas y pretenciosas. Pero había sido sincero.

—¿Pretendes impedir la conjunción de las tres lunas? —preguntó Togul Barok—. ¿Cómo lo harás, tendiendo una escalera al cielo?

—No creo que eso esté en mi mano. —Ojalá esté en la de Kalitres, pensó para sí—. Voy a intentar que el Prates siga cerrado.

—Para eso tendrías que saber dónde se encuentra.

—Y lo sé.

Derguín apuntó con la espada hacia el norte. Togul Barok se dio la vuelta y miró en esa dirección.

—¿Te refieres al Abismo Negro? Parece una puerta demasiado grande para cerrarla.

—No. Debajo de ese abismo hay un túnel que desciende a las entrañas de la tierra y conduce hasta Agarta.

—¿Agarta? Ella mencionó ese nombre. ¿Qué es?

—¿Quién es ella?

—No importa. Tú háblame de Agarta.

—Pides información, pero escatimas la tuya.

—Puedo imponer mis condiciones.

—¿Estás tan seguro de ello?

—Tengo más de cien hombres, y tú sólo un caballo blanco.

—Es un unicornio.

—No lo parece, pero que sea un unicornio si a ti te complace. No obstante, la balanza sigue inclinándose de mi lado.

—Yo tengo a Zemal.

—Y yo tengo esto —dijo Togul Barok levantando la media lanza—. Sospecho que sabes lo que es.

Derguín asintió.

—Te diré qué es Agarta, y tú me contarás quién es esa mujer cuyo nombre no quieres desvelar. ¿De acuerdo?

—Tú habla y ya veremos.

La discusión podría haberse prolongado tanto como una negociación entre embajadas de la Confederación Ritiona. Pero algo los interrumpió. Una luz brillante se encendió de pronto en el cielo del este. Todos levantaron la vista, y aunque los hombres del emperador eran disciplinados, Derguín percibió en ellos signos de temor.

—¡El fuego del cielo! —exclamó uno.

Derguín sintió un estremecimiento. Había llegado al confín del mundo conocido, matado a Ulma Tor y recuperado a Ariel y a Zemal. ¿Iba a perecer ahora aplastado por una roca celeste?

Es lo que pasa cuando uno cree que puede oponerse al poder de los dioses, pensó.

Pero aquella luz no se movía en línea recta como las estrellas fugaces y los bólidos, sino en una trayectoria curva que la llevó por encima del abismo y la burbuja espejada. Allí viró en un ángulo recto imposible y se dirigió hacia ellos.

Conforme se acercaba, Derguín sintió que esa situación ya la había vivido antes. La luz no era una sola luz, sino varios puntos brillantes en la superficie de una especie de ave metálica de alas inmóviles que aminoró su velocidad hasta quedar suspendida en el aire a veinte metros sobre sus cabezas. El único ruido que emitía era un tenue zumbido casi inaudible.

La panza dorada metálica de la criatura se abrió. Por ella salió una mujer negra ataviada con una extraña armadura escarlata que cayó como una piedra casi encima de Togul Barok. El suelo retembló bajo sus pies, pero ella tan sólo se agachó ligeramente para amortiguar el impacto y después se enderezó.

—¡Es la diosa! —exclamaron los soldados del emperador, con gestos que mezclaban odio y temor.

Así que ésa es la «ella» a la que se refería Togul Barok, comprendió Derguín. No era extraño que la situación le resultase familiar. Había presenciado una escena parecida el día anterior —en realidad mil años antes—, y prácticamente en el mismo sitio donde se encontraban. Era la misma nave que había recogido a Zenort junto a la Torre de la Sangre, y también la misma divinidad: Taniar, patrona de la guerra.

Pero la reacción de la diosa fue muy distinta en esta ocasión. Con gestos fluidos, levantó la mano por encima del hombro y tiró de una vara que llevaba enganchada a un arnés de la espalda. Cuando la aferró con ambas manos, de los extremos brotaron sendas cuchillas metálicas largas como espadas.

Derguín volvió a visualizar la matriz que había deducido Ahri.

De nuevo sintió la inyección de energía que brotaba de su espalda. Si en las demás Tahitéis la notaba como un latigazo, en ésta era una cuchillada dolorosa y brutal que, al mismo tiempo, producía una euforia tan intensa que le dieron ganas de lanzar un grito de guerra.

Todo se había vuelto muy lento, como si el aire se hubiera transformado en miel solidificada. Menos para él.

Y tampoco para ella. La diosa levantó los pies del suelo y se abalanzó sobre Derguín volando como una flecha. Él aguantó un instante que para la percepción temporal de quienes lo miraban ni siquiera debió existir, y se apartó en el último momento para no recibir el impacto. Al mismo tiempo lanzó un tajo con Zemal. No notó nada en la muñeca, pero vio cómo saltaban chispas y supo que había partido por la mitad el mango de la espada doble.

Taniar pasó de largo en su vuelo con un grito de frustración. Después se dio la vuelta en el aire y sus ojos se iluminaron. Derguín interpuso la mano. Notó calor a través del guantelete, y el entramado de líneas y estrías que recorrían su armadura se encendió con una luz roja. Derguín comprendió que el blindaje estaba repartiendo y disipando el calor de los rayos mortales que despedían los ojos de Taniar.

Skatós!

Aunque fuese en Arcano, ‘mierda’ era lo último que esperaba oír Derguín en boca de una diosa. Taniar se había posado en el suelo, tenía las piernas abiertas y flexionadas y una hoja de acero en cada mano y se disponía a atacar.

—¡Baasssstaaaa!

Al mismo tiempo que sonaba aquella voz grave como el retumbar de un trueno, una bola de fuego cayó entre los dos combatientes. Derguín sintió cómo el aire se volvía sólido y lo empujaba hacia atrás a una velocidad relativamente lenta, pero con una fuerza irresistible. Cayó sentado en el suelo y resbaló un metro sobre una losa de piedra hasta chocar con los restos de un muro.

Al otro lado de la antigua calle, la diosa también había caído en una postura no mucho más digna que la suya. Togul Barok se interpuso entre ambos. Se movía más despacio que Taniar y Derguín, pero más rápido que sus soldados, lo que indicaba que debía de haber entrado en Urtahitéi. La punta de la lanza brillaba con un fulgor rojo y de ella salía una voluta de humo.

Sin soltar en ningún momento la espada, Derguín se levantó. La diosa hizo lo mismo al otro lado de la calle.

—¡Baajaad laass aarrmmaass! —ordenó Togul Barok.

Derguín y Taniar se miraron un instante. De pronto, el gesto de ella cambió.

—¡Eres tú! —exclamó.

¿Quién soy yo?, se preguntó Derguín. Pero levantó la espada en el aire y, exagerando la lentitud de sus movimientos, la envainó.

—Ssaaliidd dee laaaazzeeleeraazzióoonnn.

Dispuesto a entrar en Ahritahitéi al menor indicio de peligro, Derguín volvió a visualizar los números. Abandonar la quinta aceleración era una experiencia casi tan brusca como entrar en ella. Todo alrededor se apresuraba de golpe, los sonidos se volvían tan agudos que herían los tímpanos y una sacudida recorría el cuerpo de la cabeza a los pies.

Taniar dejó caer las hojas de acero, que tintinearon unos segundos sobre las losas. Sé que tienes más armas, pensó Derguín. A través del yelmo, notó un olor a cenizas quemadas flotando en el aire. La bola de fuego lanzada por Togul Barok había dejado en el suelo un boquete rodeado de manchas negras esparcidas en forma radial.

El emperador seguía entre ambos, asiendo la media lanza con las dos manos de tal manera que la punta señalaba a Derguín y el otro extremo a Taniar. Creo que me ha tocado la peor parte, pensó el joven Ritión.

—Acercaos —dijo Togul Barok.

Los dos obedecieron con movimientos cautelosos, y cada uno se detuvo a pocos pasos del emperador. Ahora que estaban cerca, Derguín se fijó en el rostro de la diosa. No había envejecido ni un año, ni siquiera parecía tener edad. Pero se apreciaban cambios ligeros que le daban un aire distinto a su semblante. Tal vez los pómulos eran más redondos y los ojos más grandes, lo que hacía sus facciones menos agresivas. Sin embargo, su conducta había demostrado que no había dejado de ser tan beligerante y rápida para entrar en acción como en el golpe que derrocó a Tubilok.

A juzgar por los movimientos de sus dobles pupilas, ella también lo estaba estudiando a él. Aquellos ojos esmeralda eran inquietantes. Derguín se preguntó si el visor resistiría el rayo de fuego que despedían. Láser, lo llamaba el diario de Zenort. En cualquier caso, no pensaba alzarse el ventalle mientras ella anduviera cerca.

—Casi no has cambiado —dijo ella en Arcano—. ¿Cómo es posible?

—¿Acaso le conoces? —preguntó Togul Barok.

—Cree que me conoce, pero no es así —respondió Derguín.

Un segundo demasiado tarde, pensó que tal vez le habría favorecido hacerse pasar por Zenort. En realidad no lo sabía, y como decía un refrán Ritión, «a las palabras que escapan de la cárcel de la boca es imposible devolverlas al redil».

—Tú eres Zenort —dijo la diosa—. Tú viniste conmigo al Bardaliut, y después al Prates, donde liberamos a Tarimán.

Derguín reparó en que Taniar se había cuidado mucho de no mencionar el ataque a Tubilok, lo cual le hizo pensar que la política en el Bardaliut había cambiado desde la época de Zenort.

—No lo soy —respondió—. Mi nombre es Derguín Gorión.

—Yo puedo dar fe de ello —dijo Togul Barok—. ¿O escondes alguna otra sorpresa, hermano?

—¿Hermano? —preguntó Taniar, sorprendida.

—Nuestros padres eran gemelos —respondió Derguín.

—Eso os convierte en primos, no en hermanos.

—Los hijos de gemelos son medio hermanos —se empeñó Derguín. Había una leyenda popular en Ritión, la de los amantes Delmo y Nihma, que después de casarse descubrieron que eran hijos de hermanos gemelos. La ley les obligaba a disolver el matrimonio por incesto, pero ellos estaban tan enamorados que prefirieron cortarse las venas juntos antes que separarse.

—La verdad es que tiene sentido —dijo Taniar—. Vuestros padres tienen los mismos genes, así que desde el punto de vista reproductivo es como si fueran la misma persona.

—Nuestro parentesco no es la cuestión que más nos apremia en estos momentos —dijo Togul Barok.

—Cierto. Yo he venido a por esa espada —dijo Taniar señalando la empuñadura de Zemal.

«La tendrás sobre mi cadáver» habría sido una buena respuesta, pero tratándose de una diosa que escondía en su cuerpo armas mortales no le pareció demasiado prudente. Derguín se limitó a decir:

—¿Para qué la quieres?

—Necesito llevarle algo a Tubilok cuando regrese al Bardaliut. De lo contrario pensará que me estoy dedicando a conspirar contra él aquí abajo.

Aquí abajo, pensó Derguín. Una manera curiosa de referirse a lo que para él siempre había sido todo su mundo.

—¿Y no estás conspirando? —preguntó Togul Barok con una sonrisa irónica.

—En cualquier caso, me llevaré la espada o la lanza. Algo tengo que presentarle.

Derguín retrocedió, cauteloso.

—Dime una cosa, diosa de la guerra —intervino Togul Barok—. ¿Quieres que Tubilok abra el Prates, aunque eso pueda acarrear también tu destrucción?

—Aún quedan varios días para que lo haga. Si Tubilok me mata ahora, me da igual que después de mí haya un diluvio universal o explote una supernova. Tengo que sobrevivir.

Por tu aspecto, es lo que mejor se te da, pensó Derguín. Calculó que, si entraba en aceleración, tal vez podría lanzar una Yagartéi y partirla por la cintura antes de que ella reaccionara. Pero sentía una extraña renuencia a hacerlo. No sólo era temor a la reacción de la diosa. Taniar era muy hermosa y tenía proporciones de escultura. Derguín no acababa de encontrar en su interior suficiente impulso asesino para matar a una mujer tan bella si ella no lo agredía primero.

—Además —prosiguió Taniar—, si me entregas tu arma, puedo hacer lo que hiciste tú en el pasado: acercarme a Tubilok y aprovechar que es incapaz de percibir lo que rodea a la espada.

—Ya te he dicho que no fui yo —insistió Derguín.

—Eres igual que Zenort.

—Pero no soy Zenort.

—No nos embrollemos de nuevo con parecidos y parentescos —les interrumpió Togul Barok—. Supongamos que mi medio hermano es también la reencarnación de Zenort. Eso da igual. Lo que dice la diosa parece razonable, Derguín.

—¿Por qué no le entregas tú la lanza para que mate con ella a Tubilok?

—Sospecho que esa arma no funcionará contra quien fue su dueño, y no pienso arriesgarme —dijo Taniar.

Tiene sentido, pensó Derguín. Lo mismo había ocurrido cuando Ulma Tor intentó atacarlo a él con Zemal.

—Tú no puedes empuñar esta espada —dijo Derguín, acariciando la cabeza del pomo con gesto posesivo—. Te abrasaría. Tarimán dispuso que sólo pueda utilizarla el legítimo Zemalnit.

Y, al parecer, su hija, añadió para sí.

La diosa se impacientaba.

—No pienso regresar al Bardaliut con las manos vacías.

—En ese caso, llévame a mí —propuso Derguín—. Como has sugerido antes, puedo repetir lo que hizo Zenort. Si consigo acercarme a Tubilok sin que me vea…

—Tubilok no está solo en el Bardaliut.

—Lo sé. Pero los demás dioses ya apoyaron la rebelión en el pasado.

—No me refiero a eso. Hay alguien más con él. No se separan prácticamente nunca. Es un joven de aspecto humano, pero tiene poderes que no había visto antes.

El corazón de Derguín dio un vuelco.

—¿Cómo se llama?

—Mikhon Tiq.

—¡Mikha!

—¿Lo conoces?

Debería haberme callado, pensó Derguín.

—Es amigo mío —dijo, aunque distaba mucho de saber qué juego traía entre manos Mikhon Tiq—. Si me llevas al Bardaliut, me ayudará.

—Eso mismo creía ese hombrecillo, el Gran Barantán. También decía ser su amigo. Pero la forma en que lo trató Mikhon Tiq no parece muy amistosa.

—¿Qué ha pasado con Kalitres?

—¿De quién me hablas ahora?

—Es otro alias del Gran Barantán.

—Veo que sus nombres miden bastante más que él. Ahora está prisionero en el Bardaliut, si es que sigue vivo debajo de la momia que le tejió Mikhon Tiq.

¿Qué has hecho, Mikha?, pensó Derguín. ¿Tan poco humano te sientes ya que te es indiferente nuestro destino?

—Dime, mortal. ¿Estás tan seguro de que quieres venir conmigo? —preguntó Taniar.

Derguín no lo había estado en ningún momento. ¿Quién querría meterse en la guarida del lobo sólo porque mil años antes alguien lo había hecho y había conseguido escapar de allí con el pellejo intacto? Además, no se fiaba de Taniar. Sospechaba que, si surgía cualquier dificultad, la diosa se revolvería contra él para ofrecérselo a Tubilok como trofeo de caza.

—Se me ocurre otra cosa —dijo de repente—. En aquella ocasión, Zemal partió en dos la lanza de Prentadurt, y parece que ambos fragmentos conservan su poder. Si ahora rompo otro trozo…

—Interpongo mi veto —dijo Togul Barok.

—… un fragmento muy pequeño, apenas cinco dedos, podrías enseñárselo a Tubilok y decir que sigues buscando el resto de la lanza.

—No pondréis la mano en ella. —El emperador retrocedió dos pasos y volvió a señalar a Derguín con la punta. Después se arrepintió y la volvió contra la diosa.

Era absurdo, pensó Derguín. Mientras siguieran desconfiando unos de otros, el tiempo correría a favor de Tubilok.

—¡Esperad! —dijo la diosa, levantando una mano.

Luego bajó la vista al suelo y se apretó el trago de la oreja con el dedo índice, como si quisiera oír a algún espíritu susurrando en su oído. Pasó un rato largo. Taniar asentía ante un interlocutor invisible y a veces movía los labios subvocalizando una respuesta.

Derguín miró de reojo a su derecha. Los soldados Ainari seguían firmes en el sitio. Intentó ponerse en el lugar de aquellos hombres. ¿Qué estarían pensando? Acababan de ver cómo su emperador usaba una lanza mágica para terciar en una pelea entre una diosa brotada de la tripa de un ave de metal y un Zemalnit ataviado con una armadura que lo hacía parecer más bien un demonio del averno. Seguro que en el campamento de instrucción no los habían adiestrado para eso.

Por fin, Taniar dio una última cabezada de asentimiento y volvió a mirar a Derguín y Togul Barok.

—Parece que podéis conservar esos objetos que tanto valoráis —dijo con gesto grave—. Tubilok reclama mi presencia inmediata.

—¿Con las manos vacías? —preguntó Togul Barok.

Ha dicho que podemos conservarlos, no la tientes, pensó Derguín.

—No del todo. Quiere que me lleve a una mujer llamada Ziyam que está con vosotros.

—¿Ves que vengan mujeres conmigo? —dijo Togul Barok, señalando a sus soldados.

—Sé que se encuentra aquí cerca. Hay un objeto que señala su presencia, y ese objeto está a menos de cincuenta metros de aquí, en esa dirección.

Taniar señaló a la parte posterior del pórtico que los separaba del patio, y al mismo tiempo se puso en marcha. Togul Barok la agarró del codo. Derguín contuvo el aliento. Por muy emperador que fuese, parecía una temeridad tocar así a una divinidad. Pero ella no pareció tomárselo a mal, y Derguín se dio cuenta de que el contacto entre ambos se mantuvo durante unos segundos de más.

Al parecer, la diosa de la guerra y Togul Barok no sólo se habían dedicado a hablar de Agarta y otros lugares exóticos. Había que reconocer que formaban una pareja magnífica, digna de ser esculpida en el frontispicio de un templo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Taniar.

—No quiero que te marches como la otra vez. Ahora que estoy aquí, necesito saber qué voy a hacer a continuación.

—Qué vamos a hacer —puntualizó Derguín.

—Tengo prisa —respondió la diosa—. Tubilok es de natural impaciente. Hablemos mientras caminamos. Seguro que sabéis hacerlo.

—Sugiero que hablemos aquí —dijo Derguín—. No creo que sea conveniente delante de Ziyam.

—¿Crees que esa mujer entiende el Arcano? —preguntó Togul Barok.

—Lo ignoro. Lo que sé es que lleva la traición metida en la sangre. ¿Dormiríais tranquilos al lado de una cobra?

—Supongo que no —respondió el emperador.

—En ese caso, hagamos nuestros planes rápido —dijo la diosa.

Por fin, pensó Derguín. Necesitaba oír la palabra «plan». Aunque sólo quedaran cinco días para el fin del mundo que él conocía, era un avance.

En toda su vida, Ulma Tor sólo había pasado dos momentos de auténtico pánico. No eran demasiados, considerando que su existencia tenía tres pasados distintos (en el Onkos las líneas temporales podían bifurcarse y confluir de nuevo como hacían los senderos en este universo).

El primero fue cuando las Moiras descubrieron sus planes para arrebatarles el poder aprovechando que los actos de Tubilok habían desviado su atención. En aquel tiempo, Ulma Tor había huido de ellas siguiendo los pasos de Tubilok. Para ello había usado los finísimos resquicios por los que el Prates absorbía energía de otros universos. Desde entonces, no se atrevía a regresar. No pensaba hacerlo hasta que contara con un aliado tan poderoso, al menos, como el dios loco. Sabía que, en cuanto desparramara sus diez dimensiones por el Onkos, las Moiras lo aniquilarían.

El segundo momento de auténtico miedo se produjo cuando sin querer absorbió la syfrõn de Mikhon Tiq. Aunque la syfrõn estuviera encerrada en un universo que no le pertenecía, como le ocurría a él, tenerla en su interior era muy peligroso, algo así como si una cobra se tragase a una víbora. No obstante, aquel pánico no había sido tan intenso como el primero.

Ahora, cuando el cuerpo que ocupaba se convirtió en cenizas y vapor de agua, Ulma Tor volvió a experimentar el terror en su forma más pura. El día en que absorbió la syfrõn de Mikhon Tiq también estaba herido, pero había podido convertirse en una criatura alada gracias a que conservaba su sustrato material. Sin embargo, en este momento, no tenía materia que transformar. Tan sólo quedaba su estructura, muy aplanada y simplificada por la limitada geometría de esta Brana, y además muy inestable. En menos de un minuto se disgregaría, lo más parecido a la muerte que podía experimentar un ser como él, o sus dimensiones extra se desenrollarían, lo que significaría aparecer en el Onkos y ser aniquilado por las Moiras. Desesperado y casi ciego, extendió sus zarcillos inmateriales por los alrededores, buscando algún nicho material donde asentarse.

Y entonces encontró a las dos mujeres.

La mente más vacía de ambas era la de Bundaril. También era la menos agraciada de todas las Atagairas, pero ése era un problema menor. Ulma Tor penetró en ella, ya que la estructura consciente de Bundaril se hallaba tan debilitada que dejaba huecos abundantes en los que acomodar sus propias redes de información. Pero antes de que pudiera tomar por completo el control, los últimos restos de conciencia de la mujer se difuminaron como una niebla matutina.

Estaba muerta. Ya no le servía.

No le quedaban más que cuatro o cinco segundos. Invisible a los ojos humanos, Ulma Tor saltó a la cabeza de Ziyam. La reina de las Atagairas poseía una voluntad fuerte. Aunque Ulma Tor la había utilizado a conciencia física y mentalmente durante las primeras noches del viaje, todavía mantenía un último bastión de resistencia.

No le quedaba más remedio que negociar. El diálogo se produjo en fogonazos instantáneos, apenas expresables en palabras.

Déjame entrar y te lo daré todo.

Mientes.

Te llevaré con Tubilok. Serás su reina. Yo puedo conseguirlo.

Mientes.

Te daré a Derguín. Juntos lo atormentaremos hasta el final de sus días.

Entra.

Ella cedió justo a tiempo. Como un perro que se acomoda junto a la chimenea, Ulma Tor extendió la compleja malla de nodos de su ser en los huecos que le dejaba Ziyam. De ese modo no disponía de control absoluto sobre ella ni podía alterar la materia de su cuerpo, lo que significaba que, por el momento, había perdido los poderes que le ganaron el título de nigromante. Tendría que renunciar a la fuerza bruta y usar sólo la baza de la astucia.

Para un jugador nato, representaba un desafío interesante.

Debes hacerme caso, Ziyam. Yo sé lo que has de hacer.

Cállate. Déjame en paz.

El cuerpo de Ziyam se hallaba al borde de la consunción y su mente se perdía en delirios, pero se empeñaba en resistirse a sus órdenes. Ulma Tor miró por sus ojos y vio cómo se acercaba a Derguín.

No seas estúpida. No vas a lograr nada.

—Derguín… Derguín… —murmuró ella. Apenas le salía la voz. Estaba prácticamente deshidratada. Ulma Tor tendría que convencerla de que bebiera. Durante el viaje le había sido indiferente, pero ahora necesitaba ese cuerpo en condiciones aceptables.

Derguín la apartó. Apenas hizo fuerza, pero Ziyam se encontraba tan débil que fue como si hubiera recibido un violento empellón. Trastabilló y cayó al suelo, aterrizando sobre las nalgas. Las tenía tan escurridas que apenas amortiguaron el impacto en el espinazo. Ulma Tor compartía sus sensaciones, y por un momento lo vio todo blanco.

No te muevas ahora. Debes disimular.

Por qué.

Si te mata, también me matará a mí. Pero no le des motivos y no lo hará. Es demasiado blando.

Ziyam le hizo caso, tal vez porque apenas le quedaban energías para levantarse. Vieron cómo Derguín se acercaba a la maldita niña, que seguía atendiendo a Neerya, y después salía del patio.

Deprisa, antes de que vuelva. Levántate y coge la máscara.

No.

Cógela y póntela.

No quiero hablar con él.

Lo haré yo.

Aquello pareció convencerla. Ziyam se levantó como si fuera una octogenaria y caminó hasta la máscara. Miró —miraron— de reojo a Ariel, que le(s) estaba dando la espalda.

Cuando se puso la careta, Ulma Tor notó cómo las agujas de metal penetraban en el rostro de Ziyam. Fue un dolor intenso, pero momentáneo.

Aquella máscara era una ventana abierta a la mente de Tubilok. Cuando éste visitó el Onkos y Ulma Tor le ofreció su ayuda —que luego no le prestó; esperaba que no le guardara demasiado rencor por ello—, también memorizó su patrón de conciencia. Lo había hecho sin apenas esforzarse: para los Tíndalos era tan natural como para un depredador de la sabana acechar a su presa. Ulma Tor y sus congéneres eran depredadores de información.

Siguiendo ese patrón, había diseñado la máscara. Con ella no podía leer ni invadir la mente del dios loco, que además era demasiado poderosa para dejarse dominar, pero sí comunicarse con él. Hasta este momento no se había atrevido a hacerlo directamente y había recurrido a intermediarios. Pero su situación era desesperada.

Las otras comunicaciones a través de médiums habían sido muy imperfectas. Confinado en la roca en estado de materia oscura, los pensamientos de Tubilok llegaban tan tenues y deshilachados como la sustancia de los sueños. Ahora Ulma Tor los recibió altos y sonoros.

¿Quién eres?

Alguien que quiere ayudarte.

No estás usando radio ni onda corta.

Es otro canal. Ulma Tor decidió que era mejor mostrarse sumiso y añadió: Mi señor.

Conozco ese canal. Perturbaba mi letargo en la roca.

Pero te sirvió para liberarte, mi señor.

¿Qué quieres?

Es peligroso que siga hablando así, mi señor. ¿Recuerdas a la mujer pelirroja que te liberó de la roca? Ahora ocupo su cuerpo. Se llama Ziyam.

¿Quién eres?

Eso no importa. Si haces que lleven a esa mujer a tu presencia, te diré más cosas. Yo puedo ayudarte a conseguir lo que tu majestad se merece.

¿A qué te refieres?

Al trono de las Moiras.

Hubo un silencio prolongado.

Eres Ulma Tor.

Se acordaba de él. Eso no era bueno. Pero ya no tenía remedio.

Lo soy, mi señor. Y quiero servirte lealmente.

Vendrás a mi presencia y hablaremos. Enviaré a alguien a buscarte. Ahora, guarda silencio. Tengo cálculos que hacer.

Ulma Tor pidió a Ziyam que dejara la máscara en el suelo y volviera donde estaba antes. Ella lo hizo, pero en lugar de quedarse sentada se desplomó y perdió la conciencia. Su cuerpo ya no aguantaba más.

Poco después se oyeron ruidos de pelea, gritos y una fuerte explosión. Lo último hizo suponer a Ulma Tor que había dioses de por medio, pues ninguna arma humana podía producir un estruendo tan potente y repentino.

Pasaron unos minutos más, y se oyeron pasos que se acercaban.

Abre los ojos, le ordenó al cuerpo de Ziyam. Quiero ver.

El cuerpo obedeció, pero la mente no volvió en sí. Tanto mejor para él.

Tres personas se acercaban. Desde su posición, Ulma Tor sólo podía verles las piernas. Dos de ellas las reconoció por las grebas y musleras de color obsidiana: eran de la armadura de Derguín. Las otras cuatro eran mucho más largas. Dos eran piernas de hombre, enfundadas en unas calzas negras. El andar, decidido y arrogante, como si cada pisada aplastara una cabeza, le resultaba familiar. Habría jurado que era Togul Barok. Las otras dos piernas estaban embutidas en algo que debía ser una armadura, pero que se ceñía a los muslos y las pantorrillas como una segunda piel. Pese a que eran musculosas, las curvas delataban que pertenecían a una mujer. Tan alta como Togul Barok o más, lo que implicaba que era una diosa.

Se dijo que debería estar emocionado. ¡Iba a ver a su primera divinidad del Bardaliut! Sabía mucho de la orgullosa estirpe de los Yúgaroi, pero el único al que había conocido en persona era Tarimán.

Hablaban en Arcano. Cuando conoció a Togul Barok, el que era entonces príncipe no dominaba esa lengua. Por lo visto, en los últimos tiempos todos habían aprendido mucho. Togul Barok, idiomas nuevos, y Derguín aceleraciones por encima de Urtahitéi.

Los pies se alejaron de Ziyam y dejó de verlos. Su panorama se reducía al cadáver de Bundaril, que parecía mirarla con los ojos cubiertos por una telaraña opaca, y al de Antea. ¡Ah, qué tiempos felices cuando podía trampear con la gravedad y aplastar cuerpos como quien pisa a una hormiga!

—Está inconsciente. ¿Puedes hacer algo por ella? —dijo Derguín. Por un instante pensó que se refería a Ziyam, pero enseguida comprendió que hablaba de Neerya.

—Tiene una fractura en el hueso occipital, y las esquirlas se le han introducido en el cerebro. Ha entrado en coma —dijo la mujer. Si podía ver eso, era obvio que tenía que ser una diosa.

—¿Qué quiere decir «en coma»?

—Un sueño del que sólo saldrá para morir.

—¿No hay solución? —La voz de Derguín sonaba angustiada.

—En el Bardaliut podría curarse, pero aquí…

—¡Tienes que llevarla!

—No puede ser.

Venga, estúpido, pensó Ulma Tor. Atrévete a atacar a la diosa para que te arranque la cabeza.

—Entonces la llevaré a Tártara. Allí debe de haber buenos médicos y tantos medios como en el Bardaliut.

—Lo dudo mucho, pero puedes probar —respondió la diosa.

Derguín dio un silbido, y se oyó el golpeteo de los cascos de un caballo. Pero en lugar de relinchar, la bestia emitió un curioso gorjeo, como si fuera un pájaro gigante.

—¿Piensas transportarla en ese unicornio? —preguntó la diosa—. Sólo conseguirás agravar su lesión y matarla.

—Entonces llévame en tu nave. Yo me las arreglaré para entrar en la ciudad.

—Si te llevo, Tubilok se enterará por las imágenes de la lanzadera. Está plagada de cámaras.

—¿A qué os referís? —preguntó Togul Barok.

—Ojos que ven a distancia —explicó Derguín—. Pero, aunque me vea, no sabrá que Neerya y yo estamos allí. Su mente es incapaz de captar nada que esté en contacto con Zemal.

—¿Es posible eso? —dijo Togul Barok.

—Por algún tipo de inducción magnética, sí —respondió la diosa.

—Vuestras explicaciones equivalen a nada.

—¡Basta ya! Coge a la mujer entonces y ven. Yo me encargo de Ziyam.

—También me llevo a la niña.

—Mi nave no es un barco de pasajeros.

—Es mi hija y vendrá conmigo. Si no, no cumpliré mi parte del plan.

La voz de Derguín sonaba terminante. Por desgracia, no siguieron discutiendo sobre aquel plan del que a Ulma Tor le habría encantado enterarse. Unas piernas enfundadas en rojo se acercaron a Ziyam, y unas manos la levantaron del suelo como si fuera una pluma. ¡Qué sorpresa! La diosa tenía la piel tan oscura como un T’andri.

Con el movimiento, Ziyam recuperó el sentido y empezó a parpadear. Sus ojos llevaban tanto rato abiertos que se le habían llenado de lágrimas.

Me da asco que me toque esa negra, pensó.

No te recomiendo que se lo digas si quieres vivir, contestó Ulma Tor.

—Está semiinconsciente, y a punto de deshidratarse —dijo la diosa—. Traed agua, rápido.

Por los ojos de Ziyam, Ulma Tor vio cómo el flamante emperador de Ainar apoyaba su propia cantimplora en los labios exangües de la Atagaira y la inclinaba para verter agua en ellos.

Traga, mujer, si quieres seguir viva, le ordenó Ulma Tor.

—¿Crees que habrá oído algo? —preguntó Togul Barok.

—Si lo ha hecho, esperemos que no lo haya entendido —respondió la diosa—. ¿No decías que casi nadie habla el Arcano en Tramórea? Basta. Vamos a la nave.

Tenían razón en que Ziyam no se había enterado de nada, ni lo habría hecho aunque estuviera despierta. Pero Ulma Tor sí. Así que el herrero diseñó la espada para que Tubilok fuese incapaz de percibirla, pensó. «Inducción magnética» la había llamado la diosa.

Era una información muy valiosa. Gracias a ella, podría negociar con Tubilok. Con la tecnología del Bardaliut o sus propios poderes, esa inducción se podría revertir.

Ya se imaginaba a Derguín acercándose sigiloso a Tubilok con su maldita espada llameante, creyendo que el dios loco no lo veía. Esperaba tener la oportunidad de presenciarlo.

Los habitantes de aquel patético universo solían decir que quien ríe el último ríe mejor. Por una vez, estaban en lo cierto.