CERCANÍAS DE TÁRTARA

Derguín, El Mazo y los supervivientes de la flota de Kratos divisaron el Abismo Negro un día después que Togul Barok. Todos se quedaron tan sobrecogidos como los Noctívagos. Incluso Derguín, que había revivido los recuerdos de Zenort mientras leía su diario, respiró hondo al ver aquel horizonte vacío y oscuro.

Todo era tal como lo había contemplado en las visiones que se superponían sobre las páginas del libro. Ese camino lo había hecho Zenort cientos de veces. Pero en su época la calzada estaba recién reparada, los campos labrados, en lugar de manadas de onagros había rebaños de vacas y de caballos y se veían granjas y alquerías dispersas por el campo de las que ahora no quedaba ni rastro en aquellas tierras que se habían vuelto agrestes y salvajes.

Había un edificio que seguía en pie: la Torre de Sangre. Todavía se encontraban muy lejos de ella, pero desde allí el cono truncado de su silueta se perfilaba como un último desafío contra aquella negrura que devoraba el horizonte.

—¡Una Torre de Sangre! —dijo Aidé, estremeciéndose. No guardaba muy buen recuerdo de esos edificios. Kalitres la había hecho subir a la de Nidra para fingir un sacrificio humano y atraer a Molgru.

—Toda esta región pone los pelos de punta —dijo Ahri—. Hay más árboles y el aire es más húmedo, pero por alguna razón me parece un lugar más inhóspito y solitario que la meseta de Malabashi.

—¿Utilizas palabras de más por rellenar tus frases o es que te brotan como un espasmo verbal? Decir «por alguna razón» es un truco fácil para evitar la búsqueda de un auténtico motivo. La razón por la que este lugar parece solitario es que lo es, puesto que salta a la vista que en muchos kilómetros a la redonda no habita nadie.

El autor de la improvisada invectiva contra Ahri era Orfeo, al que El Mazo había sacado un rato de la alforja para que contemplara el panorama mientras seguían cabalgando por la calzada. Los Invictos que los acompañaban todavía lo miraban con asombro, pero poco a poco se iban acostumbrando.

Pese al tono cáustico, Ahri se tomó con buen humor las palabras de Orfeo. La verdad era que resultaba difícil sentirse ofendido por una cabeza calva desprovista de cuerpo.

—Tienes razón, amigo Orfeo —contestó—. Debería aprender a expresarme con números, que son mucho más precisos y nunca sobran.

—Con números también se pueden decir muchas necedades —respondió Orfeo—. Pero si quieres aprender a usarlos como forma de expresión, yo podría enseñarte. Uno cero dos cero nueve siete uno uno seis uno uno siete uno uno uno.

Tras espetar aquellos dígitos a toda velocidad, la cabeza sonrió satisfecha como si hubiera gastado una broma sumamente ingeniosa.

—No se me ocurre qué me puedes haber dicho —repuso Ahri.

—Una palabra de cinco letras en un antiquísimo código. A ver si descifras eso.

Ahri levantó las cejas, lo que agrandó todavía más sus ojos.

—Creo que durante una temporada me abstendré de descifrar más códigos secretos.

Derguín soltó una carcajada. Después de dormir unas horas más, se sentía de mejor humor esa mañana. La visión del abismo negro al que se dirigían no le imponía tanto temor como a sus compañeros y, además, tenía por fin un motivo para sentirse optimista. Había probado los números de Ahri y funcionaban.

Ahora bien, sin las energías extra que le brindaba Zemal debía aplicarlos con mucha precaución.

—¡Mirad ahí! ¡Creo que hay alguien! —exclamó Golario, un Invicto del batallón Jauría. En la pelea de la taberna de Gavilán, Derguín le había roto la nariz con la pata de un taburete, pero ahora ambos fingían que aquello nunca había ocurrido.

Desde allí se veían unas ruinas a poca distancia de la calzada, sobre la ladera de una loma. Tal vez era un templete de planta circular, o quizá los restos de una atalaya. Resultaba difícil saberlo, pues tan sólo quedaba parte de una pared curvada. En el interior se vislumbraba algo que parecían unas piernas.

—Esperadme aquí —dijo Derguín, echando pie a tierra—. Voy a investigar.

Los demás aguardaron en la calzada y aprovecharon para descansar. El Mazo, como era habitual en él, abrió el zurrón y tomó un tentempié, acompañado por Ahri, que pese a lo flaco que estaba comía, según el dicho Ritión, como un incendio.

Conforme avanzaba por el empinado camino que trepaba la cuesta, Derguín vio que, en efecto, lo que asomaba por el hueco abierto entre las ruinas eran unos pies. Cuando llegó, comprobó que se trataba de una mujer, recostada sobre un poyo de piedra que corría a lo largo de la pared. Quedaba parte del techo del primer piso, por lo que el interior del edificio se encontraba en sombra. Pero había luz suficiente para comprobar que la mujer era anciana.

De hecho, Derguín no había visto una mujer más vieja en su vida. Su rostro era un mapa de arrugas caóticas, como un campo arado por un labrador ciego. Los ojos estaban velados por las cataratas, los lóbulos de las orejas colgaban grotescamente gruesos y los cabellos blancos raleaban tanto como los matojos de aquella región desolada. Una túnica demasiado grande para ese cuerpo cubría sus formas como una lona tirada al descuido sobre un cajón de mercancías.

La mujer canturreaba algo en un idioma muy antiguo. La lengua de los Arcanos. Derguín se sentó en el poyo junto a ella y acercó el oído para escuchar su débil voz.

Princesa de las Niryiin, hija de los grandes bosques,

reina en la profunda arboleda y en la fronda húmeda,

tú que peinas tus cabellos bajo los rayos del sol,

tú que haces crecer la hierba bajo tus manos de agua…

¡Él conocía aquellos versos! Tríane los cantaba mientras le curaba las heridas provocadas por las flechas de los secuaces del Mazo.

Aquello le evocó más recuerdos que ahora cobraban nuevo sentido gracias al diario de Zenort y las visiones que había recibido mientras lo leía. Derguín había escuchado la canción en la cueva de Gurgdar, donde los días transcurrían a un ritmo más rápido: una burbuja de estasis de campo invertido. No servía como aislamiento ni protección, pero tenía otras utilidades. Por ejemplo, conseguir que Derguín sanara a tiempo para no rezagarse demasiado en el certamen por Zemal.

Tríane le había curado las heridas tapándolas con una película blanca. Bajo ella, Derguín notaba un picor y una ebullición constantes. «Son sastres y albañiles diminutos que remiendan tus tejidos y reconstruyen tus huesos», le había explicado Tríane. Ahora Derguín comprendía que eran nanos, artefactos microscópicos similares a los que infestaban su cuerpo desde que bebiera la Mixtura.

—El olor —musitó la anciana—. Acércame tu mano.

La mujer le tomó los dedos entre los suyos, que estaban torcidos por el reúma y con las articulaciones tan hinchadas como nueces. Se acercó la mano del joven a la nariz y la olisqueó.

—Derguín. Derguín Gorión. Eres tú. Mi campeón.

Derguín retrocedió como si le hubiera picado una avispa.

—¿Tríane?

Ella sonrió débilmente y asintió. Al hacerlo, los colgajos de piel que unían su barbilla y su cuello se movieron como cortinas agitadas por el viento.

Imposible. ¿Cómo podía ser esa anciana ajada y ciega la bella ninfa a la que Derguín había salvado del sacrificio? Hacía tan sólo dos meses la había visto, tan joven y hermosa como siempre, y la había amenazado con Zemal para obligarla a jurar que no volvería a hacer daño a las mujeres que se le acercaban.

Recordó que esa noche había tocado la hoja ígnea de la espada, y las llamas encendieron tanto su cuerpo que al agarrar la muñeca de Tríane le había dejado cinco quemaduras rojas, una por cada dedo.

Las marcas seguían allí, cinco cicatrices mal curadas en una piel seca y áspera como arpillera.

—¿Puedes verme? —preguntó Derguín, con el corazón encogido.

—No me hace falta verte con los ojos. Al olerte, te veo en mi recuerdo. ¿Me das la mano otra vez?

Tríane —sí, debajo de las cataratas y de aquel mar de arrugas era en verdad Tríane— volvió a olfatear.

—Cuando te fuiste, me quedé con una prenda tuya. La túnica rota por las flechas. En las largas noches, la apretaba contra mi pecho y la olía. Era lo único que tenía de ti. —Sonrió. Apenas le quedaban dientes—. Luego tuve otra cosa.

—Te refieres a esas quemaduras. Lo lamento, de verdad —dijo Derguín. Había deseado a Tríane, se había obsesionado con ella y después había llegado a aborrecerla. Ahora sólo sentía compasión.

—No, Derguín, no. ¿Es que no te has dado cuenta?

—¿De qué tengo que darme cuenta?

La comprensión destelló en su mente antes de que ella se lo explicara. Recordó a Agmadán, con el rostro quemado por las llamas de los gusanos de fuego que habían arrasado Narak. El politarca, para demostrarle que había matado a Ariel, le dijo: «La niña vino con unas Atagairas y con su madre. Ella te conoce».

«Y se llama Trí…».

El Mazo lo había amordazado con su manaza y lo había asfixiado casi sin querer. Pero una consonante nasal había quedado flotando un instante en el aire, aplastada por los dedos de su amigo.

Tríane.

De modo que Tríane era la madre de Ariel.

La Espada de Fuego podía reconocer a su dueño leyendo las diminutas bibliotecas insertadas en su cuerpo, lo que los habitantes de Tártara llamaban «genes». Por eso Ariel había empuñado a Zemal sin sufrir daño: la espada, más sabia que él, había descubierto lo que Derguín ignoraba.

—Ariel es nuestra hija, Derguín.

Se apartó de ella. Le faltaba el aire. Empezó a respirar en pequeñas bocanadas tan rápidas que apenas le llenaban los pulmones.

No, así no vas a conseguir nada. Tranquilízate.

Volvió a inclinarse sobre Tríane y le tomó las manos. Tenía que averiguar qué le había ocurrido, por qué de pronto había envejecido tantos años, como si hubiera perdido el control sobre la magia de la cueva de Gurgdar.

Pero había algo que le urgía más.

—¿Dónde está Ariel?

—Con ellas. Con él.

—¿Quién es él? —Se acordó de la visión del barco—. Ya. Es Ulma Tor.

Ella asintió débilmente. Tenía un labio caído a un lado, como si hubiera sufrido una hemiplejía. A Derguín le daba la impresión de que envejecía segundo a segundo y en cualquier momento podía desmoronarse en sus manos como madera carcomida.

—¿Es Ulma Tor quien te ha hecho esto?

Tríane volvió a asentir.

—No es una criatura de este mundo. Nos quita. —Tríane hablaba cada vez de forma más entrecortada, con voz tan débil que ya no era capaz de dar inflexión a sus palabras—. La vida. De pronto todo el tiempo. Ha caído sobre mí. De golpe.

—¿Está Ariel con él?

—Se ha. Acostado. Con todas. También Neerya. —Tríane sonrió con lo que le pareció a Derguín una chispa de malicia.

—¿Con Ariel también?

—Después de mí. Sólo queda ella. Lo intentará.

A Derguín se le llenaron de sangre los ojos y se puso de pie. Su mano buscó por sí sola a la empuñadura de Brauna. ¡Iba a matar de una vez a ese bastardo! No sabía si por Neerya, por Ariel o por la propia Tríane. Pero iba a liberar al mundo de esa infección.

No puedes dejarla así, pensó. Sin embargo, cada minuto que Ariel —¡su hija!— pasaba con ese engendro del demonio era un minuto más de peligro.

—Tríane —le dijo, agarrándole las manos otra vez—. Tengo que ir a rescatar a nuestra hija.

—Cuidado. Ulma Tor. Es poderoso. Más que tú.

—Lo sé. Pero tengo que hacerlo. Te bajaré conmigo y le diré a Aidé que cuide de ti. Es una buena mujer.

—¡No! —exclamó Tríane con su último hilo de voz—. Me quedan. Tres hálitos. Apenas. —Tomó fuerzas unos segundos y añadió—. No quiero. Me vea nadie. Así.

A Derguín se le empañaron los ojos, y en su memoria la vio desnuda, con los negros cabellos sueltos sobre los hombros, tan bella como sólo podía serlo una ninfa de las aguas. De pronto se había olvidado de Tylse y las serpientes, y también de Haushabba, aquella pobre muchacha del pueblo de los pescadores a la que atacó un cocodrilo. Ahora sólo recordaba los besos de Tríane, su piel, sus dedos curándole las heridas.

«¿Cuál es tu edad?», le había preguntado él, pues su canción hablaba de razas antiguas y tiempos remotos.

«Tengo más años de los que parezco y menos de los que te temes. Soy joven, ¿no te basta con eso?».

Obviamente no lo era. El tiempo había decidido cobrarle en un solo plazo la factura de su larga existencia.

Derguín se inclinó sobre ella, cerró los ojos y la besó en los labios. Por un instante, le pareció captar el perfume de enebro, ese olor que le había hecho levantarse y seguirla en plena noche, cuando él también era siglos más joven. Antes de ser Tahedorán, antes de ser Zemalnit, antes de dejar de ser Zemalnit.

Quizá ese aroma fue el último conjuro de Tríane. Cuando se apartó, ella sonreía, pero volvía a oler a años y a enfermedad, y su mirada se había quedado fija. Derguín acercó el oído a su boca.

Ya no respiraba.

Le cerró los párpados y se incorporó.

—Cuidaré de Ariel, Tríane. Ya la amaba antes de saber que era nuestra hija. Te juro que no dejaré que nadie, sea dios o demonio, le haga ningún daño.

Cuando bajó de nuevo a la calzada, los demás le miraban expectantes.

—¿Quién era esa mujer con la que hablabas? —le preguntó El Mazo.

—Alguien del pasado. —De un pasado muy lejano, añadió para sí Derguín, y luego levantó la voz—. ¡Riamar!

El unicornio se acercó y emitió uno de sus curiosos gorjeos. Derguín le puso las manos en la grupa y subió de un salto. Brauna se sacudió dentro de la vaina con un ruido metálico.

Hoy probarás sangre, le prometió Derguín.

—¿Adónde vas? —insistió El Mazo.

—Tengo que ver a un viejo conocido.

El Mazo agarró a Riamar del cuello y las crines, ya que no podía sujetarlo por las riendas.

—¡Espera! No sé de qué estás hablando, pero no vas a ir solo.

—Créeme, tratándose de ese individuo es lo mejor.

Ni siquiera la fuerza del Mazo podía frenar al unicornio blanco, así que se rindió y lo soltó. Los demás se separaron en dos filas para dejarles paso, y jinete y montura partieron a galope tendido hacia la ciudad que se perfilaba contra la oscuridad del abismo.

Pero esa oscuridad no podía compararse con la que llenaba su ánimo, la sombra negra del odio y del miedo. Trató de serenarse. Ninguna de esas dos emociones le ayudaría a luchar contra aquel enemigo que había demostrado hasta tres veces que era más poderoso que él.

—¡Cambiaremos el refrán, Riamar, y diremos que a la cuarta viene la victoria! ¡Ulma Tor ignora que conocemos un truco nuevo!

Riamar levantó la cabeza sin dejar de galopar y emitió un trompeteo de desafío que resonó en la llanura. El unicornio blanco no conocía las tinieblas del miedo.