Llegaba la hora del sol marrón y la luz rojiza que bañaba Agarta empezaba a debilitarse. Como casi todas las tardes, había caído un aguacero sobre Narday, capital de las Atagairas. La lluvia había refrescado el ambiente y reducido la humedad que saturaba el aire. En los pináculos dorados de las trece torres del palacio y las tres cúpulas de baldosas esmaltadas los reflejos se opacaban. Era la hora de encender antorchas y luznagos en las ventanas y las terrazas. Así, cuando las mujeres de Narday levantaran la mirada hacia el complejo de edificios levantados sobre el peñón que se alzaba sobre la bahía y vieran todas esas luminarias encendidas en la negra noche, sabrían que su reina era feliz y que quería compartir su dicha con ellas.
En cuanto el sol terminara de apagarse en las alturas, se celebraría un banquete al que asistirían novecientas invitadas, todas ellas guerreras Atagairas de menos de treinta años y procedentes de familias ajenas a la nobleza. La cifra de comensales la había decidido la reina en persona por motivos relacionados con la satisfacción que la colmaba aquel día, séptimo de su glorioso reinado.
Teanagari la Grande acababa de cumplir cuarenta años. Una edad que, según rezaban los proverbios, suponía la plenitud de una Atagaira. Ella no estaba tan segura. Desde hacía un tiempo se levantaba por las mañanas con los dedos dormidos, algo que no le había ocurrido nunca cuando era más joven. También tenía las digestiones más pesadas y sufría otras molestias corporales relacionadas más con la evacuación de los alimentos que con su ingesta.
Pero en otros sentidos sí se hallaba en su apogeo[1] personal. Cuando recapitulaba sobre su pasado, no se habría cambiado por la princesa Teanagari de hacía diez años. Por aquel entonces tenía que contemplar cómo su madre, la reina Teanidil, acababa de cumplir los cincuenta y cinco mientras gozaba de una frustrante buena salud. ¿Por qué Teanidil había tenido la nefasta idea de alumbrar una hija siendo tan joven? ¿Para humillarla ante la corte, que veía cómo Teanagari entraba en una edad apropiada para gobernar y, sin embargo, debía permanecer de pie y en silencio junto al trono de su madre mientras ésta recibía a las embajadoras de otros reinos y se dedicaba a transigir con sus exigencias?
No, Teanagari no cometería el error de engendrar una hija que pudiera cultivar ambiciones propias. Cuando ella muriera —si es que no le quedaba otro remedio que morir—, que las Atagairas lucharan entre sí para buscarle una sucesora. De ese modo, cuando se debilitaran en guerras intestinas, echarían la vista atrás y recordarían con añoranza la época dorada de Teanagari la Grande.
Mientras los sirvientes preparaban la sala para el banquete, Teanagari disfrutaba de las últimas horas del día en su lugar favorito del palacio, un gran balcón que dominaba el puerto de Narday. Dicho balcón estaba orientado hacia el sur, de tal manera que el puente de Kaluza quedaba a su espalda. Ella lo prefería así. El tamaño de aquella estructura era un recordatorio de que existían cosas más grandes que la propia Teanagari. Por supuesto, si levantaba la vista lo suficiente podía ver cómo, más allá del sol, el puente seguía subiendo hasta alcanzar el Reino Celeste. Pero no tenía la costumbre ni la afición de torcer tanto el cuello como para eso.
En un rincón de la terraza, una niña tocaba un arpa y otra la acompañaba con una flauta doble. Varios incensarios quemaban barras de resinas aromáticas mezcladas para la ocasión por la maestra perfumista. Teanagari estaba sentada en un diván tallado en madera de silandro, contemplando cómo una patrulla de galeras entraba en el puerto. Desde allí las naves de remos, pintadas de vistosos colores, parecían escolopendras gigantes agitando sus patas en el agua.
A la reina le bastaba extender la mano cargada de anillos para que el esclavo blanco, un soberbio ejemplar capturado allende las fronteras, le tendiera un batido de anilada espolvoreado con canela y servido en copa de electro. Mientras, el macho negro, otro magnífico espécimen, la abanicaba con un flabelo de plumas de terón azul. Ambos estaban depilados y ungidos de aceite; la luz de las lámparas arrancaba reflejos untuosos a su piel y resaltaba sus músculos. Tan sólo vestían unos sucintos taparrabos, tan ceñidos que revelaban que el verdadero motivo de Teanagari para escogerlos como esclavos personales no era la habilidad con que manejaban el abanico o le servían la copa. Un tercer varón atendía a la reina, pero éste no era de raza animal, sino Atagairo. Arrodillado ante la tumbona, el hombrecillo terminó de hacerle la pedicura en el pie izquierdo y pasó a las uñas del derecho.
Todo era perfecto. Sin embargo, cuando la visir Kadmal se presentó ante ella para anunciar que una capitana del 13er batallón solicitaba audiencia, aquel estado de beatitud se estropeó.
Para siempre.
—¿Ahora recibimos a capitanas? —preguntó Teanagari.
La madre de Kadmal había sido visir de la anterior reina. Para demostrar su lealtad a Teanagari, Kadmal la había estrangulado con un pañuelo de seda. Tenía treinta y cinco años, pero parecía mayor por una afición a los dulces que la había hecho engordar como un manatí.
—Majestad, se trata de un asunto grave e inesperado.
—¿No puede esperar hasta mañana? Estoy muy ocupada.
Era difícil saber si Kadmal la estaba mirando, porque tenía los mofletes tan gordos que le apretaban hacia arriba los ojos y los convertían en dos rendijas.
—El 13er batallón ha sido aniquilado, majestad.
—¿Aniquilado? —El corazón de Teanagari dio un vuelco.
—Sólo han sobrevivido veinte guerreras y la capitana que quiere informarte.
Teanagari se retrepó en el diván y bajó los pies al suelo. El varón se apresuró a apartarse a un rincón, cerca de las niñas que tocaban, y adoptó la actitud callada e inmóvil de un mueble. Los dos machos animales retrocedieron unos pasos.
—Ese batallón se encontraba acantonado en la frontera de Surdumbria —dijo la reina—. ¿Cómo ha podido ocurrir?
Lo que Teanagari quería decir era que Surdumbria había sido uno de los primeros reinos en caer bajo su égida, y estaba más que pacificado. Otra cosa bien distinta habría sido que el incidente ocurriera en las fronteras exteriores con las Tierras Salvajes.[2]
Precisamente por su labor como pacificadora se la conocía como Teanagari la Grande. Una labor que había durado siete agotadores años. Todo había empezado cuando, a los treinta y tres, la entonces princesa decidió solucionar la enojosa cuestión de la salud de su madre llenándole la boca y la nariz de algodón y pegándolo con esparadrapo, todo ello mientras dormía. Aquella forma de ascender al trono tuvo su pizca de originalidad: más de una monarca Atagaira había fallecido ahogada en el lecho, pero lo más habitual era recurrir a una vulgar almohada. Teanagari siempre había destacado por una inteligencia inventiva y audaz, nunca entorpecida por las cortapisas de la moral o los escrúpulos, y no le complacía en absoluto recorrer senderos ya trillados por otras mentes.
Después del matricidio, su primer acto de gobierno había sido invitar a su palacio a la reina de Surdumbria, aliada en su guerra contra Ristal. Una vez allí, la había asesinado. No como sugería Kadmal, recurriendo al viejo procedimiento del accidente de caza, sino ejecutándola en la plaza mayor de Bearnia.
Desde ese día, Teanagari había iniciado una larga serie de campañas contra los demás reinos de las Atagairas. Primero cayó Surdumbria, luego Uliria, Ristal y, por fin, el levantisco Yr. Siete años de guerras para convertir los Cinco Reinos en uno solo.
Por eso se celebraba esta noche el banquete: para festejar que Teanagari se había convertido en soberana absoluta de las Atagairas. Eso venía a significar que era la única gobernante verdadera de Agarta, puesto que el resto de sus habitantes eran animales, escoria que sólo servía para recibir latigazos y llevar una argolla al cuello.
Las jóvenes convocadas a la cena se convertirían esa noche por edicto real en la nueva aristocracia de Atagaira. El número de asistentes no era azaroso. Esa misma mañana, Teanagari había hecho ahorcar a novecientas mujeres, tantas como invitadas debían sustituirlas.
La ejecución había resultado un éxito. Todas las condenadas habían sido ahorcadas a la vez en un enorme cadalso y de una forma innovadora. En el método tradicional, se abría una trampilla en el patíbulo para que la caída repentina de la víctima le partiera el cuello por su propio peso. Pero Teanagari había dispuesto que, tras ceñirles el dogal al cuello, izaran a las condenadas mediante poleas. Eso había exigido una verdugo por cada reo. Pero el espectáculo de tantas mujeres pataleando en el aire había merecido la pena. Además, había proporcionado una diversión más prolongada a las miles de súbditas que se agolparon en la plaza para presenciar la justicia de la reina.
El delito de aquellas novecientas mujeres consistía en tener algún grado de parentesco con las casas reales y nobles de los cuatro reinos conquistados por Teanagari. Lo habían pagado deleitando a la concurrencia con sus rostros purpúreos, sus gorgoteos, sus lenguas tumefactas y, en muchos casos, los chorros de orina que habían caído por sus piernas desnudas. Pues, por supuesto, Teanagari había ordenado que las despojaran de todo ropaje antes de la ejecución, como si en lugar de Atagairas fueran carne de argolla.
—Majestad…
El carraspeo de Kadmal sacó a Teanagari de sus pensamientos. A veces se quedaba abismada en ellos durante unos segundos, pero en otras ocasiones sus lapsus podían durar varios minutos sin que ella fuera consciente, y sin que nadie de la corte real osara decírselo.
—Sí, Kadmal.
—Te contaba que lo sucedido con el 13er batallón es de lo más extraño. Tal vez prefieras que la misma capitana te lo cuente. Trae prisioneros con ella. Son un macho carne de argolla y una hembra que habla el idioma de las mujeres.
Aquello llamó la atención de Teanagari.
—¿Una hembra que habla como una Atagaira? Eso sí que es algo inusitado. ¡Tráelos a todos ahora mismo!
Minutos después, quince guardias con capas y armaduras verdes subieron la escalinata que conducía a la terraza desde el nivel inferior del palacio, y se unieron a las cinco que vigilaban junto a la balaustrada. Con ellas traían a los cautivos, vestidos con túnicas de arpillera. Los dos venían descalzos, con las manos atadas a la espalda y argollas de hierro en el cuello. El macho animal tenía el blanco de los ojos tan amarillo como la yema de un huevo, una peculiaridad que Teanagari no había visto jamás. La hembra era alta, de piernas y brazos musculosos como una Atagaira; pero no podía ser una de ellas, pues tenía la melena negra y la piel morena.
Las guardias hicieron arrodillarse a los prisioneros. La captora de éstos se presentó como la capitana Zíndira. Al cuadrarse ante la reina, las placas de madera lacada que formaban su armadura resonaron como un xilófono. Era una mujer joven, de estatura mediana y ojos entre azules y verdes, con los brazos tan delgados que los bíceps se le marcaban como pequeñas manzanas.
—¿Qué tienes que decirme, capitana Zíndira? —preguntó la reina sin más preámbulos.
—Majestad, es mi triste deber informarte de que el 13er batallón ya no existe. Tan sólo quedamos vivas las veinte guerreras que me han acompañado hasta aquí y yo.
—El deber es el deber, capitana, y no tiene nada que ver con la tristeza. Ese batallón era mío. Es a mí a quien toca consternarse por su suerte, no a ti.
Zíndira se ruborizó, algo que complació a la reina. La capitana había entrado con los hombros muy altos y zancadas demasiado largas para su gusto. Sin duda su seguridad había sufrido un buen revolcón con aquella reprimenda.
—¿Y bien, capitana? ¿Piensas informarme de cómo ha podido ocurrir algo así?
—Fue ayer mismo, majestad, por la mañana, horas antes del sol naranja. Yo me encontraba en las caballerizas cuando apareció una luz extraña en el centro del campamento. Era como un gran cilindro azulado que brotaba del suelo y subía a las alturas.
—¿No podría ser que esa luz bajara de las alturas? La luz tiene esa costumbre, venir del cielo.
—Es posible, majestad, pero si lo interpreto así es por lo que ocurrió luego. Ese cilindro era muy grande, medía más de cien metros de diámetro. Cuando se apagó la luz, descubrimos que donde antes se hallaba el pabellón de mando sólo quedaba un agujero enorme, tan ancho como el cilindro de luz. Todo lo que había en ese perímetro había desaparecido.
Aquello despertó el interés de Teanagari, aunque fuera a su pesar. Observó a la hembra morena. Ésta, en lugar de tener los ojos gachos como correspondía, la estaba mirando. Es guapa la condenada, pensó Teanagari. Pero ¿acaso esa inepta de Zíndira no la había amaestrado para que se presentara ante una reina de Atagaira con la actitud dócil que cabía esperar de la carne de argolla?
—Desaparecido. ¿Quieres decir que había ardido, se había derrumbado?
—No, majestad. Simplemente ya no estaba allí.
—Explícate.
—Fue de lo más extraño. Había edificios y barracones partidos en dos: las partes bañadas por la luz del cilindro faltaban, mientras que el resto seguía intacto. Lo mismo había ocurrido con varias guerreras. Encontré a una compañera, la capitana Guwe…
—Los nombres no me interesan, capitana. Remítete a los hechos.
Zíndira volvió a enrojecer y sus ojos de aguamarina destellaron de rabia. Esa Guwe era amiga tuya, ¿verdad?, intuyó la reina.
—Esa oficial estaba de pie cuando la alcanzó la luz. Su mitad derecha desapareció. La vimos en el suelo, al borde del pozo, partida en dos desde la cabeza hasta el vientre.
—Qué espectáculo más desagradable —dijo la reina—. Espero que no tuviera los intestinos muy llenos, por bien de vuestras narices. ¿Tenía también la cabeza partida?
De nuevo ese destello furioso. La reina sospechó que Zíndira y la tal Guwe habían sido incluso algo más que amigas.
—Sí, majestad.
—Tengo una curiosidad. ¿Los sesos se le habían esparcido por el suelo?
—No me fijé demasiado, majestad, pero diría que el cerebro seguía en su sitio.
—La mitad del cerebro, dirás. Sigue, capitana.
—Me asomé al pozo. Era tan profundo que no se alcanzaba a divisar el final. Entonces se oyó un sonido grave que provenía de allí abajo y que se acercaba poco a poco. Pensé que podía ser un Arcaonte, así que me alejé y ordené a todas las guerreras a las que encontré que me siguieran.
Teanagari asintió. Todas sabían que bajo la superficie de Agarta moraban los Arcaontes, criaturas de fuego o de lodo que removían la tierra y que de vez en cuando provocaban terremotos como el que había destruido la ciudad de Bindurâh cuando ella era niña.
—Muchas mujeres del batallón se negaron a seguirme, pues querían saber si sus conocidas habían desaparecido en aquel pozo o estaban en alguna otra parte. Yo, acompañada por unas cuantas guerreras, corrí a las caballerizas. Allí tomamos nuestras monturas, las ensillamos a toda prisa y nos alejamos a una distancia prudencial.
—Continúa.
—El suelo había empezado a trepidar. No era un temblor tan fuerte como para derribar edificios, pero se sentía bajo los pies como un rumor sordo que inquietaba a los unicornios. Subimos a una colina cercana, y desde allí presenciamos todo lo que ocurrió.
Zíndira se interrumpió.
—¿Sucede algo, capitana?
—No, majestad. Sólo trato de ordenar los hechos en mi cabeza para contártelos mejor. Lo que sucedió luego fue un caos. El ruido del que te había hablado sonaba cada vez más fuerte. De pronto, por el pozo brotó agua.
—Suele ocurrir con los pozos —dijo la reina, y durante un rato se rió de su propia ocurrencia. Por supuesto, la visir y las guardias acompañaron sus carcajadas. Zíndira también lo hizo, aunque no con la convicción que debería demostrar una súbdita leal.
—Sí, majestad. Pero es que las dimensiones de ese pozo no eran normales. Medía más de cien metros de ancho, así que cuando empezó a salir agua fue impresionante. Los surtidores de espuma saltaban por encima de los árboles más altos y rugían como una tempestad. El agua se esparció en todas direcciones, formando olas que arrastraron los barracones y la empalizada y lo inundaron todo. Ahora el valle donde estaba el campamento se ha convertido en un lago de tamaño considerable.
—¿Qué más pasó? ¿Qué tiene que ver lo sucedido con esos animales? —dijo la reina, señalando a los prisioneros.
La hembra morena, que miraba al suelo sin tener la cabeza lo bastante agachada, hizo un rictus al oír la palabra «animales». De modo que era cierto que entendía el idioma de las Atagairas. Otro hecho singular.
—Mientras seguía brotando agua de aquella sima, apareció una especie de… burbuja gigantesca. Era como un globo de luznago azul, pero…
La capitana hizo un gesto en el aire con las manos, como si moldease algo. Al reparar en que estaba infringiendo el protocolo, volvió a pegar los brazos a los costados. Las placas lacadas de su peto rojo tintinearon.
—Esa burbuja era elástica —continuó—. Se aplastó sobre el agua y empezó a flotar alejándose del agujero. Dentro había sombras muy grandes, pero no se distinguían bien.
—¿Sueles beber cuando estás de servicio, capitana? —dijo la reina, y celebró su gracia con nuevas carcajadas, coreadas por las demás mujeres.
—Jamás se me ocurriría, majestad. —La capitana había enrojecido ya hasta el cuello—. Mientras esa burbuja aplastada flotaba sobre el agua, salió de la sima una criatura monstruosa. Debía de ser un Arcaonte, pero no era de lodo ni de fuego. Era transparente, como si estuviera hecho de agua, y al mismo tiempo parecía sólido. Tenía la cabeza tan ancha como el pozo, tan grande que podría haber engullido la mitad de este palacio.
—¿Es que no te gusta mi palacio?
—Claro que me gusta, majestad. Es una maravilla.
—¿Es que deseas verlo destruido?
—¡No, majestad! Jamás se me ocurriría algo…
—Entonces, ¿por qué quieres que se lo trague un Arcaonte?
La capitana se miró la punta de los pies. ¡Ah, cómo me odias en este momento!, pensó Teanagari. Se le ocurrió que esa noche, después del banquete, podía hacer que se la mandaran a la alcoba. Así conseguiría llevar ese odio al extremo.
Obedeciendo a un impulso, la reina miró de reojo a la hembra prisionera. Luego se dio cuenta del motivo. Había pensado en sexo, y la cautiva le atraía más que la capitana. Era… distinta.
¿Cómo puedo ser tan pervertida?, se preguntó. Que una Atagaira fornicara con un macho extranjero se consideraba una debilidad sin importancia, un placer primario como alimentarse o beber, ya que los varones de su raza resultaban tan insulsos como el vino aguado o la comida sin sal. Pero hacerlo con una hembra no Atagaira era pura zoofilia.
—Majestad, de nuevo he sido muy torpe al utilizar una comparación inapropiada —dijo la capitana.
—Estabas hablando de un Arcaonte —repuso Teanagari. De pronto se había dado cuenta de que el asunto era grave. La aparición de una criatura así se consideraba presagio de grandes males, cuando no era una calamidad en sí. Pero nadie había oído hablar hasta ahora de Arcaontes de agua.
—El Arcaonte abrió la boca, dio un rugido ensordecedor y vomitó… perdón, expulsó un chorro de agua que debió subir doscientos o trescientos metros. Era como una catarata al revés, majestad.
—¿Qué más ocurrió?
—El Arcaonte volvió a meterse en su agujero. Él mismo debió taparlo con su cabeza, o empujando tierra, o de algún otro modo. Lo cierto es que las aguas no volvieron a bajar por el pozo. Ahora toda la zona es un lago.
—Ya lo habías dicho. Continúa.
—Como todas estábamos mirando a esa criatura, no nos dimos cuenta de que la burbuja había desaparecido. Pero en su lugar había barcos.
—¿Barcos?
—Sí, majestad. Eran barcos sin remos y con muchas velas, más anchos y altos de lo normal. Comprendí que las sombras que habíamos visto dentro de la burbuja tenían que ser por fuerza esas naves.
—¿Qué hicieron esos barcos?
—Durante más de una hora no pasó nada, majestad. Supongo que, como no llevaban remos, no podían moverse. Luego se levantó algo de viento y empezaron a desplegar las velas. Algunas estaban rotas, como si hubieran sufrido una tormenta.
—No es necesario que seas tan prolija, capitana. A este paso el sol se pondrá negro y tú seguirás hablando. ¿Qué más pasó?
—Los barcos se acercaron a la orilla, pero los hombres… los animales que viajaban en ellos no los vararon, como habríamos hecho nosotras. Esas naves debían ser más panzudas por abajo, así que las anclaron y luego desembarcaron con botes de remos. Cuando terminaron, empezaron a organizar un campamento a unos trescientos metros de donde estábamos. Eran casi todos machos, pero había también… mujeres.
—¿Quieres decir hembras de animal como ésta? —preguntó la reina, caminando por detrás de la prisionera morena y poniéndole una mano en el hombro. Lo tenía duro y musculoso, y al mismo tiempo suave. Sintió el deseo de deslizar la mano más abajo y comprobar el tacto de los pechos, pero se contuvo.
—Majestad, no eran hembras. Eran mujeres.
—¿Mujeres?
—Atagairas, majestad. Incluso desde donde estábamos se podía ver el contraste entre su piel blanca y la de los machos. Además, iban armadas, algo que no ocurre…
—¿Por qué te interrumpes?
—Perdón, majestad. Quería decir que es algo que no ocurre entre las hembras de los animales, pero eso ya lo… ya lo sabías.
—¿Cuántos eran?
—Contamos diecinueve barcos, la mayoría bastante grandes. De ellos bajaron muchos machos armados. Eran incluso más que guerreras había en el 13er batallón. También traían monturas.
—¿Unicornios?
—No, majestad. Eran caballos vulgares y corrientes. Muchos iban cojeando, y los apartaron para matarlos entre los árboles.
—¿Cuántas de esas supuestas Atagairas había?
—Eran menos que los machos, pero había más de cien.
¡Una invasión en el corazón de su territorio! Era de una osadía intolerable. ¿De qué rincón de Agarta procedían? A orillas del mar de Windria no había pueblos que usaran barcos como ésos.
La reina levantó la cabeza y contempló el Reino Celeste. Según las leyendas, allí vivían los espíritus de las Atagairas muertas, que algún día bajarían de las alturas para reconquistar Agarta. ¿Serían ellas las invasoras?
Recordó otra fábula que todavía corría en tiempos de su madre. La Otra Atagaira, una tierra fría y montañosa en la que las remotas antepasadas de las Atagairas vivían bajo una luz cegadora que les quemaba los ojos y la piel. Por eso habían abandonado aquella tierra hostil y habían atravesado largos túneles entre las montañas para llegar a Agarta.
Las dos ideas eran absurdas. Las muertas, muertas estaban. En cuanto a la Otra Atagaira, al convertirse en reina había prohibido incluso mencionarla. Sólo podía existir Una Atagaira, el glorioso reino de Teanagari la Grande en la Tierra de Abajo.
—¿Qué hicieron después los invasores? —preguntó, desechando la cuestión del origen de esas otras Atagairas. Si para algo tenía un don Teanagari era para borrar de su mente, y no sólo de su mente, objetos, conceptos y personas.
—Lo mismo que habríamos hecho nosotras en una situación similar, majestad.
—¿Comparas a mis guerreras con la carne de argolla?
La capitana llevaba tanto rato con el rostro enrojecido que ya no podía ruborizarse más.
—También había guerreras entre ellos, majestad. Tal vez ésa era la razón, aunque…
A la reina le pareció ver una leve sonrisa en los labios de la hembra morena. ¿Qué le hacía tanta gracia? Veremos si sonríe cuando la marquen con el hierro, se dijo.
—¿Aunque?
—Quien estaba al mando era un hombre. Quiero decir, un macho.
—¿Atagairas dejándose mandar por un animal?
—Tah Kratos May no es un animal. Es uno de los mayores guerreros de Tramórea.
Teanagari se volvió hacia la prisionera. No había levantado la mirada para hablar, pero era inconcebible que se atreviera a tomar la palabra cuando por ser de una raza inferior ni siquiera merecía poseer el don del lenguaje.
Una de las guardias desenvainó la espada, agarró a la cautiva de los pelos y tiró de su cabeza hacia atrás, dispuesta a degollarla. Teanagari la contuvo con un gesto. Sin duda la insolencia de esa criatura merecía la muerte inmediata, pero tenía curiosidades que debía satisfacer antes.
—La próxima vez que esa hembra hable, córtale una oreja. Prosigue, capitana.
—A la vez que montaban su vivac, enviaron grupos de exploradores para reconocer el terreno. Supongo que buscaban leña, agua dulce y comida. Uno de esos grupos, formado por cinco machos y esta mujer, subió a la colina donde nos encontrábamos. Cuando se acercaron a nuestra posición, decidí que lo más apropiado era hacerlos prisioneros para averiguar las intenciones de los intrusos.
—Traes sólo dos cautivos. ¿Qué pasó con los demás?
—No éramos muchas, así que me parecía que seis prisioneros serían demasiados para manejarlos. Abatimos a dos machos con flechas y a otros dos con nuestras espadas. La pelea nos costó algunas bajas. Luego, cuando empecé a interrogar a estas criaturas, pensé que el asunto era lo bastante urgente como para galopar hasta aquí e informarte personalmente, majestad.
Zíndira levantó la barbilla al decir eso y la miró a la cara durante un instante. Una joven ambiciosa, pensó Teanagari. Ya decidiría qué hacer con ella, si castigarla o ascenderla. En cualquier caso, aunque la promocionara, tarde o temprano tendría que ejecutarla. Las mujeres con iniciativa podían ser útiles durante un corto tiempo, pero a la larga se volvían peligrosas.
—Está bien, capitana. Retírate unos pasos. Quiero interrogar a esta hembra que por algún extraño misterio habla el idioma de las mujeres.
La guardia que sujetaba a Baoyim tiró de sus cabellos para obligarla a levantarse. Pagarás por esto, se prometió ella.
Desde que aquellas extrañas Atagairas los capturaron, Baoyim comprendió que se hallaban en un buen aprieto. Razonar con Zíndira había resultado imposible. No era sólo que ella y sus subordinadas consideraran a Baoyim y Kybes como enemigos: lo desesperante era que ni siquiera los juzgaban seres humanos. Que ambos vistieran como tales, que hablaran o que poseyeran armas debía de parecerles algo accidental, como si se hubieran topado con unos monos o unos loros parlantes.
Obviamente, aquellas mujeres sabían de sobra que sus cautivos eran tan humanos como ellas. Fingir lo contrario debía ser, más que una costumbre, una norma impuesta por ley y destinada a convencerlas de su superioridad total sobre el resto del mundo. A menudo, Derguín le había dicho a Baoyim que admiraba a las Atagairas, pero que no podía evitar que le ofendiera su xenofobia. Si ellas eran xenófobas, ¿qué podría decirse de estas otras amazonas que moraban bajo un sol rojo?
Durante el viaje a la capital, Zíndira y sus guerreras los habían tratado con distante frialdad, como animales domésticos por los que no se siente demasiado cariño, pero a los que no se maltrata. Sin embargo, cuando los condujeron a presencia de su soberana, Baoyim se dio cuenta de que corrían un peligro mortal.
La reina Teanagari vestía con un lujo que en Acruria se habría considerado de mal gusto. Prácticamente todo lo que llevaba encima era de oro: la túnica de escamas que sonaba como una lluvia de metal cuando se movía, el pectoral labrado que representaba una escena de batalla, los pendientes y los aretes que perforaban de arriba abajo los cartílagos de sus orejas y las aletas de su nariz, la diadema que ceñía sus cabellos blancos. No faltaban ajorcas en muñecas y tobillos, anillos en las manos e incluso en los pies. Del cinturón que ceñía la túnica colgaba una vaina de piel de la que asomaba una empuñadura dorada con rubíes y zafiros engastados. Baoyim se preguntó si la hoja de la daga sería también de oro.
Pese a todo el brillo que adornaba su cuerpo, era el rostro de Teanagari lo que llamaba la atención. Su piel era demasiado blanca incluso para ser una Atagaira. Tenía el rostro surcado de venillas, y los iris eran tan transparentes que se veían rojos por los vasos sanguíneos del interior del ojo.
Mas lo que hizo que Baoyim sintiera un gélido escalofrío era cómo miraban esos ojos. La suya era una mirada vacía, opaca, propia de alguien que no escucha más que lo que quiere escuchar y que jamás ha sentido emociones compartidas con otros seres humanos. Las inflexiones y el ritmo de su voz también eran extraños, desacompasados. Cuando reía, lo hacía con carcajadas discordantes que no se correspondían con su gesto; era una risa que sonaba a ladrillo roto y producía la misma grima que la punta de una espada deslizada sobre una teja de pizarra. Desde el momento en que la vio, Baoyim comprendió que la amenaza que emanaba de aquella mujer era inmediata, que la muerte aleteaba a su alrededor como la sombra de un buitre de pico ensangrentado.
A pesar de eso, su orgullo la había vencido. Aunque se había repetido mil veces que no debía mirarla a la cara ni hablar a menos que se le preguntara, había acabado saltando. No podía evitarlo; ella era una Atagaira, y de las de verdad. Las Atagairas de Tramórea, las que vivían bajo un sol hostil, no se arrodillaban ante nadie ni reían como hienas los estúpidos chistes de su reina.
Para colmo, Baoyim había estallado por defender a un varón, un macho animal. Pero desde que conocía a Kratos May había aprendido a respetarlo. La estima en que lo tenía había crecido todavía más al ver con qué serenidad y eficacia había organizado a Invictos y Atagairas tras su llegada al extraño mundo que sus habitantes llamaban Agarta.
Pensó en qué ocurriría si de pronto apareciera allí Kratos, armado con su espada. Entonces, cuando lo viera moverse a una velocidad imposible y sembrar la muerte entre sus guardias, habría que ver si esa reina demente insistía en llamarlo «animal» y «carne de argolla».
Por desgracia, Kratos no aparecería. Tan sólo podía contar con Kybes, que manejaba muy bien la espada, pero no estaba iniciado en las Tahitéis.
—¿Quién te enseñó a hablar nuestro idioma, hembra? —preguntó la reina.
—Mi madre, Tildra.
—¿Y quién la enseñó a ella?
—Su madre, Baoglind.
—¿De dónde venís este animal y tú?
Baoyim miró de reojo a su compañero. Kybes seguía de rodillas y mirando al suelo, tratando de mostrarse tan inexpresivo como las losas de mármol que contemplaban. Se preguntó si debía contarle la verdad a la reina. No creía que fuera ninguna traición. Al fin y al cabo, ¿qué podían hacer esas mujeres? ¿Invadir Tramórea por el mismo túnel por el que habían caído ellos?
—Venimos de Tramórea —respondió por fin.
—No conozco ese país.
—No es un país, majestad. Es…
—No eres mi súbdita. Ni siquiera eres una persona. No tienes derecho a llamarme majestad.
Baoyim tragó saliva. No le tenía mucho cariño a su prima Ziyam, pero comparada con aquella mujer empezaba a parecerle razonable.
—Tramórea es nuestro mundo.
—Eso es absurdo —intervino la mujer gorda, que debía de ser la única con licencia para hablar sin que la reina le preguntara—. Agarta es el mundo. La Tierra abajo, el Reino Celeste arriba, el sol en medio. El puente de Kaluza uniéndolo todo. No existe nada más, salvo la propia Nada.
—Está bien, Kadmal —dijo Teanagari—. Imaginemos que esta hembra no estuviera loca, aunque sólo sea por divertirnos. ¿Dónde está ese mundo, esa… Tramórea?
—Fuera de éste.
—¿Cómo que fuera de éste?
Baoyim no sabía muy bien cómo explicarlo. Cuando aparecieron en el lago, el primero que había comprendido la extraña geografía de aquel lugar fue Darkos. Él había recurrido a la metáfora de los luznagos. Al ver que había lámparas de tela con insectos violetas, una variedad que no conocía, Baoyim dijo:
—Imagina que vosotras sois como luznagos y vivís dentro de ese globo. Nosotros seríamos como los mosquitos que acuden atraídos por el brillo y se posan en la parte exterior del globo.
—¿Mosquitos y luznagos? ¡Qué comparación tan absurda! He sido demasiado generosa al imaginar que no estás loca.
Su propio comentario hizo reír a la reina a carcajadas, como ya había ocurrido un par de veces durante la conversación con la capitana. Su risa tenía algo de escalofriante; era demasiado exagerada para una gracia tan anodina. Pero todo el mundo se desternilló con ella, salvo Zíndira. Y cuando dejó de reír, todas las demás interrumpieron sus carcajadas de súbito.
—Dice la capitana que habéis llegado en barcos, pero sin remos. ¿Es que sois tan ignorantes que no conocéis los remos?
—Los conocemos. Pero las naves en que hemos viajado son comerciales, y requieren bodegas más grandes para transportar las mercancías. Por eso no llevan remos. De todos modos, no puedo informarte mucho de esas cuestiones. Nosotras las Atagairas no navegamos, usamos las naves de nuestros súbditos de Pabsha.
—¿Qué has dicho? ¿Te has llamado Atagaira?
—Soy Atagaira, de la marca de Acruria, y tengo rango de capitana. Primero serví a la reina Tanaquil y luego… a la reina Ziyam.
Teanagari volvió a reírse, y en esta ocasión las carcajadas duraron más. Después le hizo un gesto a la guardiana. Ésta soltó los prendedores que sujetaban a los hombros la túnica de Baoyim. La prenda resbaló sobre su cuerpo y cayó a sus pies. Debajo no llevaba nada, porque sus captoras les habían requisado ropas y armas.
No hacía frío. Allí en Agarta no parecía hacer frío nunca. Pero a Baoyim se le puso la carne de gallina al verse desnuda y observada por tantos ojos.
—¿Desde cuando se ha visto una Atagaira con ese pelo y con esa piel? —preguntó la Reina, deslizándole los ojos por el cuerpo como si fueran dedos. Baoyim conocía de sobra ese tipo de mirada, y no le gustó.
—Las mujeres de mi raza son blancas como vosotras. Yo nací así, pero no soy la única. Hay más casos. Seguro que entre vosotras también nacen niñas morenas.
—Entre nosotras, cuando aparece una abominación así la matamos en el acto —la interrumpió la visir.
La reina se acercó aún más a Baoyim y se quedó mirándola al pecho. Después la tocó en el borde inferior del tatuaje, que nacía justo en la areola. Baoyim sintió como si la hubiera rozado una culebra, pero el pezón se le puso erecto a su pesar.
—¿Qué es esto?
—Ese caballo me lo tatuó la gran dragona Iluanka. Es la marca que demuestra que soy una guerrera Atagaira.
—Dices absurdos sobre absurdos, hembra. Ahora recibirás la marca que demuestra lo que eres en realidad.
Dos guardias sujetaron a Baoyim por los hombros, aunque con las manos atadas a la espalda poco habría podido hacer para resistirse. Otra se acercó a un brasero donde ardían maderas aromáticas ya casi carbonizadas e introdujo una barra de hierro en él.
—Dame eso —le ordenó la reina cuando sacó la barra del brasero. La punta estaba retorcida para formar una T que relucía al rojo vivo.
No voy a gritar, se prometió Baoyim.
Cuando Teanagari puso el hierro candente sobre su pecho, justo encima del tatuaje, Baoyim apretó los dientes y resistió. Pero después la reina sonrió y le clavó la barra con saña. Un dolor insufrible le subió hasta la nuca y los ojos. Lo vio todo blanco, olió su propia carne quemada, y entonces no pudo resistirlo y aulló de dolor.
—Ahora ya sabes lo que eres —dijo la reina cuando retiró el hierro—. Una bestia rastrera, vulgar carne de argolla.
Baoyim se dio cuenta de que se había desmayado durante unos instantes. Si no se había caído era porque las dos mujeres la sostenían. Lo veía todo borroso a través de las lágrimas y de una neblina luminosa. El dolor de su pecho no era tan agudo como cuando el hierro la abrasaba, pero se hallaba justo en el límite que podía tolerar sin perder el sentido.
Kybes exclamó:
—¡Sois muy valientes contra enemigos atados y sin armas!
—¿Qué ha dicho el animal de los ojos amarillos? —preguntó la reina.
—Nada —musitó Baoyim. Apenas tenía fuerzas para hablar. Sólo quería dejarse caer al suelo, doblarse sobre sí misma y llorar hasta perder el sentido. El dolor iba y venía en oleadas, pero subía más que bajaba. «Me quiero morir», murmuró, «me quiero morir».
La reina le acercó el hierro candente hasta que Baoyim sintió su calor en la mejilla.
—¿Qué ha dicho el animal?
—Que hacéis esto porque estamos atados y no tenemos armas.
—¿Es que las bestias las usan? —La reina se apartó y se dirigió a la capitana Zíndira—. ¿Qué armas traían estas criaturas?
La capitana se volvió hacia una de las guardias, que llevaba un saco con algunas de las pertenencias confiscadas a los prisioneros. Tras rebuscar unos segundos, sacó la espada de Tahedo de Kybes y se acercó a la reina para enseñársela.
—Qué arma tan extraña y absurda —dijo Teanagari, examinando la hoja—. Curvada y con un solo filo. No sirve para nada.
—Es un algo propio de animales, majestad —opinó la obesa visir—. Tan tosca como los cuernos de un búfalo.
Las Atagairas de Agarta usaban espadas rectas y de doble filo, al igual que sus parientes de Tramórea. Pero Baoyim conocía bien los estragos que podía causar una hoja curva en las manos apropiadas. Y, desde luego, considerar tosca una obra de artesanía como la espada de Kybes tan sólo demostraba ignorancia.
La propia reina, pese a su comentario despectivo, debía de sentir cierta curiosidad por constatar las prestaciones del arma.
—Vamos a averiguar si este hierro torcido sirve para algo. ¿Quién de vosotras está dispuesta a destripar a este animal de ojos amarillos?
Todas las guardias levantaron la mano. Baoyim observó que la capitana Zíndira era la única que no lo hacía. No era extraño, pues en la emboscada había visto cómo Kybes mataba a dos de las suyas con ese mismo acero.
Teanagari eligió a una guerrera de más de uno noventa, de piernas largas y hombros cuadrados. La mujer se despojó de la capa y se quedó ataviada tan sólo con la coraza y el faldar. Las armaduras de aquellas Atagairas fascinaban a Baoyim. Las fabricaban con láminas de una madera muy dura, recubiertas de laca y cosidas con hilos endurecidos con resina. El conjunto era mucho más ligero que una coraza de metal y se veía resistente, aunque Baoyim se preguntaba si aguantaría el impacto directo de una lanza pesada o de la punta de una espada.
A Kybes le cortaron las ligaduras, pero también le quitaron la túnica. La reina parecía sentir un placer especial en contemplar a sus prisioneros desnudos, fuera por humillarlos más, por lujuria o por ambas razones a la vez. Pero Kybes no se encogió ni trató de taparse, sino que enderezó los hombros y ensanchó el pecho. Tenía un cuerpo fibroso, elástico y no demasiado velludo que despertó comentarios en voz baja entre Teanagari y su visir.
Cuando le entregaron la espada, Kybes la empuñó con la mano izquierda y usó los muñones de la derecha para equilibrarla asiendo el pomo. Después adoptó una guardia a media altura, proyectando adelante la punta de su arma, y aguardó.
La Atagaira desenfundó su propia espada, que rechinó pesada sobre el brocal. La hoja era casi un palmo más larga que la de Kybes. La mujer la levantó sobre la cabeza en guardia superior y se acercó a su rival con cierta cautela. Mientras tanto, sus camaradas la jaleaban y la animaban a cortar primero a Kybes por donde más se diferenciaba de ellas.
Después de amagar un par de ataques, la guerrera dio una larga zancada y lanzó un tremendo tajo desde arriba. Aquella espada debía pesar al menos tres kilos, y si hubiera alcanzado a Kybes le habría reventado la cabeza como una sandía madura. Pero el mestizo ya no estaba allí. En lugar de retroceder, interpuso su propia espada lo justo para que el golpe de la mujer resbalara por su hoja, al mismo tiempo que él se desplazaba a la derecha y avanzaba un poco, ganándole distancia a su rival. Después movió la espada en una maniobra muy difícil de seguir, como si quisiera desembarazarla del contacto con el otro acero, y se alejó de la Atagaira con un rápido salto.
Durante unos instantes pareció que no había ocurrido nada, que no se trataba más que de un ataque fallido de la guerrera y una defensa de su enemigo para salir del paso. Pero luego la mujer se llevó la mano izquierda a la garganta y empezó a toser. Un chorro de sangre brotó de su boca y salpicó las losas. La espada cayó de sus dedos y rebotó en el suelo con estrépito. Al arma la siguió su dueña, que se desplomó de espaldas entre angustiosos gorgoteos. Sacudió la pierna derecha dos o tres veces y después se quedó quieta. Ahora que la mano había dejado de cubrir el cuello, se podía apreciar que el único filo de la hoja de Kybes le había abierto una raja de lado a lado por la que todavía manaban borbotones de sangre.
Un gemido de consternación corrió entre las compañeras de la guerrera caída. Una de ellas desenvainó su propio acero e hizo ademán de abalanzarse sobre Kybes, pero la reina la contuvo.
—¡Alto! Se acabaron los duelos. —Teanagari se volvió hacia Baoyim y le dijo—: Ordénale al animal que deje su espada en el suelo y se ponga de rodillas.
—Dudo que me haga caso.
—Mejor será para él, si no quiere que mis guardias os hagan picadillo a ambos.
Por muy buena que fuera su esgrima, Kybes no era rival para veinte guerreras a la vez. Baoyim se lo dijo, y añadió:
—Ya llegará nuestro momento, Kybes. Te lo prometo.
El mestizo dejó la espada en el suelo con sumo cuidado, retrocedió unos pasos y se arrodilló. Con una sonrisa triste, miró a Baoyim y contestó:
—No tienes por qué prometerme nada. Sabes que no saldremos vivos de este lugar. Esta mujer está loca.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Teanagari.
—Que sólo ha matado a tu guerrera porque tú le has ordenado combatir —respondió Baoyim—, pero que jamás se atrevería a levantar su espada contra una mujer verdadera por propia voluntad.
—Un animal dócil. Y como tal hay que marcarlo. ¡El hierro!
Cuando la propia reina le clavó el metal al rojo, Kybes tan sólo emitió un gruñido. Baoyim no se sintió por eso menos valiente que él. Sin duda a su amigo debía dolerle, pero no era comparable quemar a un varón en un hombro que a una mujer en un pecho. Volvió a mirarse la herida, que tenía cada vez peor aspecto, y se dijo: Por todos los dioses juro que me vengaré. ¡Vaya que si me vengaré!
Por desgracia, ni los dioses eran ya buenos testigos ni Baoyim se encontraba en disposición de cumplir su palabra. Como bien había dicho Kybes, sospechaba que no iban a salir vivos de allí.
—Bien, hembra que se atreve a llamarse Atagaira —dijo la reina tras entregar el hierro al rojo a una guerrera—. Ahora quiero saber la verdad. ¿De dónde venís?
—Ya te lo he dicho. Venimos de Tramórea.
—Veo que insistes en tu absurda patraña. ¿Por qué habéis invadido mi país? No queda una sola mujer miembro de las familias reales de los Cinco Reinos. ¿Quién os ha sobornado para que vengáis a destronarme?
—Nadie nos ha sobornado, ni somos invasores. Llegamos aquí casi por accidente, y no pretendemos hacerle mal a nadie.
—Pero algo pretenderéis. Todo el mundo, incluso los animales, se mueve por intereses. ¿Cuáles son los vuestros?
—Nuestro mundo está en peligro. —Baoyim dudó. Decir que se hallaban en guerra contra los dioses no parecía muy prudente. No sabía a qué divinidades adoraban aquellas Atagairas subterráneas—. Se nos ha dicho que debíamos ir al puente de Kaluza y subir por él.
Para evitar que se abran las puertas del infierno, completó mentalmente. Eso no lo diría de momento.
—¡El puente de Kaluza! —exclamó la visir.
—De modo que tu lastimosa horda de machos animales y Atagairas renegadas se dirige al puente de Kaluza —dijo la reina.
Baoyim comprendió que había cometido un error, pero ya era tarde para rectificar. Teanagari sonrió y se relamió los labios. Por primera vez, Baoyim se dio cuenta de que tenía los colmillos afilados como un carnívoro y un adorno de oro atravesándole la lengua.
—Pensé que mis ejércitos se aburrirían en la paz —dijo la reina—. Pero ahora nos divertiremos cazando. Cuando tus amigos se acerquen al puente, encontrarán a miles de guerreras esperándolas. Y descubrirán que las verdaderas Atagairas jamás toman como aliados a los animales.
Teanagari la agarró de la barbilla y se acercó tanto a ella que Baoyim pudo oler su aliento dulzón.
—Pero no creo que aprovechen la lección. En Agarta no hay sitio para más Atagairas que las mías. Cuando llegue la batalla y cacemos a los invasores, a los machos los castraremos y les haremos comer sus testículos, y a las prisioneras las despellejaremos, y tú oirás sus gritos antes de morir.
Después de decir eso, la reina le dio un beso fugaz en la boca. Cuando su lengua se coló entre sus labios, Baoyim tuvo la impresión de que la había lamido una serpiente.