DIARIO DE ZENORT

«Soy Zenort Altayn, nacido en Tártara. Durante veinticinco años viví encerrado en una burbuja, conociendo el mundo exterior tan sólo por grabaciones y simulaciones virtuales…».

—¿Qué has dicho al final? ¿Simuqué?

—Simulaciones virtuales —respondió Derguín.

—¿Y eso qué es?

Cuando El Mazo le interrumpió por quinta vez para que le aclarara el significado de lo que, con cierto esfuerzo, intentaba traducir del Arcano al Ainari, Derguín dijo:

—Esta forma de leer no es nada práctica. Si te lo tengo que explicar todo, antes de que llegue al final del libro las lunas tendrán tiempo de entrar en conjunción tres veces. Te prometo que luego te resumo lo más importante, ¿de acuerdo?

Habían encontrado un banco de piedra a la sombra de un castaño, en un rincón de la plaza en ruinas. El Mazo decidió que era un buen lugar para estirar la manta y echar una siesta. Derguín siguió leyendo en silencio.

—¿De veras entiendes lo que lees? —le preguntó la cabeza de Orfeo.

—Ajá.

—Me resulta sorprendente que en esta época de barbarie todavía quede gente letrada.

—Puede que te sorprendas de más cosas. ¿Tú nunca duermes, Orfeo?

—¿Tu pregunta se debe a mera curiosidad o me estás sugiriendo que me calle como le has hecho a tu robusto amigo?

Derguín se encogió de hombros.

—Sé que en tu sabiduría me podrías responder a muchas dudas, pero preferiría leer esto cuanto antes y hacerte las preguntas después.

—Ya estoy dormido —respondió Orfeo, cerrando los ojos con cierto aire ofendido—. Te ruego que no me molestes en unas horas.

Derguín se quedó a solas con el libro, el rumor del aire en las hojas del castaño, los cantos de los petirrojos que se posaban en sus ramas y los ronquidos no tan armoniosos del Mazo.

Cuando vivía en Zirna había trabajado como copista en el taller de libros familiar. Desde entonces se había acostumbrado a concentrarse en las páginas de los libros y abstraerse del mundo exterior. Cuando leía, las palabras despertaban imágenes en su mente gracias a que él las construía a partir de la información del texto haciendo un esfuerzo consciente.

Pero en este momento le sucedió algo muy extraño. Las visiones acudían por sí solas a su cabeza y eran más vívidas que en el más realista de los sueños, hasta tal punto de que, en lugar de verlas superpuestas sobre las páginas del libro, oía las palabras que leía. Casi sin darse cuenta, se había convertido en el autor de aquel diario y estaba rememorándolo en vez de leerlo.

Lo que le resultó más sorprendente, hasta que se acostumbró y dejó de ser consciente de ello, era que comprendía palabras que deberían haberle resultado ininteligibles. Que conociera el idioma de los Arcanos era una cosa. Sin embargo, ahora iba mucho más allá. Mientras leía, asimilaba términos que nombraban objetos o conceptos que no existían en Tramórea y de los que jamás había oído hablar. Y no sólo los asimilaba: lo veía todo en su cabeza, como si alguien proyectara las imágenes en una ventana parecida a la que se había abierto en el pecho de la estatua de Tarimán.

Aún tardaría en comprender el motivo. Por el momento, se hallaba absorto en la lectura.

«Debo explicar en primer lugar por qué vivía en una burbuja. Todo empezó ciento cincuenta y tres años antes de que yo naciera según el calendario de Tártara y casi cuatro mil años según la cuenta del tiempo el mundo exterior…».

(¡Un tiempo que variaba según estuviera uno dentro o fuera! Lo mismo le había sucedido a Derguín en la cueva de Gurgdar).

En el año al que se refería Zenort, Tártara era una más entre muchas ciudades de una sociedad poderosa, floreciente, innovadora y audaz.

Quizá demasiado audaz. Para vencer en la guerra que libraban contra los dioses se atrevieron a manipular leyes fundamentales de la naturaleza, una magia que ni los más poderosos hechiceros —científicos, los llamaba el diario— eran capaces de dominar.

En un pasado lejanísimo, miles de millones de años atrás, una colosal fuerza expansiva había multiplicado de golpe el tamaño del universo. Ahora los humanos querían servirse de esa misma fuerza para fabricar el arma definitiva contra los dioses. Gracias a las partículas denominadas inflatones conseguirían desintegrar todas las naves y palacios flotantes del enemigo, incluyendo el gran Bardaliut del que tan orgullosos se sentían los Yúgaroi.

No todos los humanos estaban de acuerdo. En la ciudad libre de Tártara —llamada así, pero dirigida en realidad por una oligarquía a medias científica y a medias comercial— temían que el resultado del experimento provocase una catástrofe de dimensiones impredecibles. El consejo de notables que mandaba en la ciudad intentó evitar el desarrollo de aquella arma apelando a las autoridades del gobierno común del planeta, conocido entonces como Tierra, o en Arcano Kthoma.

(Aquel nombre no sorprendió a Derguín, pues todavía se mantenía. Sin embargo, casi nadie lo usaba aparte de los eruditos. La mayoría de la gente ni siquiera era consciente de que vivía en un planeta y se refería a su mundo como Tramórea).

Cuando vieron que era imposible detener la fabricación del arma y que los gobiernos empeñados en ella habían engañado a todos sus súbditos, el consejo de notables de Tártara decidió llevar a cabo su propio experimento. En una batalla librada en el cinturón de asteroides —un lugar que se asemejaba al Cinturón de Zenort, pero que orbitaba alrededor del Sol y cuyos fragmentos estaban mucho más dispersos— los humanos se apoderaron de una nave de guerra de los dioses junto con dos de sus tripulantes. Gracias a los tesoros que encontraron en la nave y a las torturas a las que sometieron a los prisioneros, obtuvieron el secreto de una nueva tecnología: los campos de estasis.

(Derguín recordaba aquel término. Cuando estuvo en Etemenanki, Barbán le había contado que el Rey Gris dormía en una cámara donde el tiempo se detenía. En aquel entonces Barbán no había querido que Derguín se acercara a dicha estancia, pues podía alterar el campo de estasis. Eso se contradecía con lo que acababa de leer en el diario.

«Los campos de estasis son prácticamente impenetrables, y cualquier cosa que haya en su interior es virtualmente invulnerable».

Si eran tan impenetrables, ¿por qué Barbán tenía miedo de que Derguín se acercara al Rey Gris?

Más adelante, leyendo el mismo diario, comprendería que la razón de ese temor era la Espada de Fuego. Pero de momento esos extraños recuerdos, las vívidas imágenes que acudían a su mente conforme leía el libro, llegaban poco a poco).

Por temor a una posible catástrofe, el consejo de Tártara decidió aplicar la tecnología robada a los dioses y crear un campo de estasis que rodearía toda la ciudad. Tártara era una de las urbes más ricas de la Tierra y poseía grandes recursos, pero no tantos como para producir las cantidades ingentes de energía que se precisaban para proteger a un millón de personas con una esfera impenetrable. De modo que decidieron robar esa energía al resto del mundo.

Hacerlo en la magnitud que pretendían era un delito gravísimo, y Tártara se arriesgaba a ser condenada por el resto de pueblos de la vieja Tierra. Sus gobernantes sabían que tendrían que pagar una multa tan alta que hasta los nietos de los nietos de sus nietos seguirían oprimidos por esa deuda. Sin embargo, no se arredraron y manipularon lo que se conocía como red mundial para desviar energía hacia su propia ciudad. Gracias a un apagón que afectó a todo el planeta durante diez minutos, pudieron activar un campo de estasis de nivel 5.

Desde ese momento, la ciudad quedó aislada del resto del universo junto con todo lo que contenía una esfera perfecta de veinte kilómetros de diámetro.

Los habitantes de Tártara ya no debían temer las represalias de las demás naciones de la Tierra. Pero una consecuencia indeseada de su aislamiento fue que nunca llegaron a saber si el experimento de los inflatones había tenido éxito o causado una catástrofe. Y esa ignorancia no tardaría en provocar otro tipo de calamidades.

En realidad, como Zenort averiguó en su momento gracias a Tarimán, los agoreros del consejo de notables tenían razón. Cuando los creadores del arma de inflatones la probaron, desencadenaron la destrucción total. Pero aquella devastación no se comportó como ellos esperaban, sino que fue de una índole muy distinta en su naturaleza y, sobre todo, en su objetivo. En lugar de aniquilar a los dioses, abrieron en el centro de la Tierra una gran grieta que rasgó el mismo tejido del espaciotiempo.

Aquella grieta empezó a absorber la materia que la rodeaba con la voracidad de un remolino. Luego se conoció que todo lo que absorbía aparecía en otro universo, un lugar al que sólo se podía llegar a través de esa puerta que la imprudencia de los hombres había abierto. Por el momento, lo único que sabían era que el planeta se estaba desgajando en terremotos y erupciones volcánicas de una violencia que superaba todo lo imaginable. A la Tierra sólo le quedaban días de existencia.

(¿Sólo días?, se preguntó Derguín. Según contaba el Mito de las Edades, «Los mares hirvieron y las tierras se abrieron en simas sin fondo que escupían fuego». Nada se decía de que el planeta entero hubiera desaparecido. Por un momento, Derguín apartó los ojos del libro. El suelo que tenía bajo sus pies, las nubes del cielo y el aire que respiraba parecían tan reales como los sonoros ronquidos del Mazo).

Paradójicamente, fueron los dioses contra quienes iba destinada el arma los que acudieron a rescatar a sus enemigos, los humanos. Pero cuando su magia —su ciencia— consiguió sellar la grieta del espaciotiempo, aquel sumidero cósmico había devorado ya la mayor parte de la vieja Tierra.

Al tiempo que todo esto ocurría, la burbuja de estasis que rodeaba Tártara flotaba en órbita junto con otros fragmentos del planeta destruido. Pero mientras que éstos habían perdido su atmósfera y el agua que contenían, los ciudadanos de Tártara seguían respirando y bebiendo, ajenos a todo.

Aunque los dioses no eran capaces de penetrar en la burbuja, sí estaba en sus manos moverla como un objeto sólido. Podrían haberla arrojado a la grieta espaciotemporal antes de cerrarla, y de ese modo habrían enviado a los humanos de Tártara a otro universo. También podrían haber propulsado la esfera lejos del Sol para que se perdiera entre las estrellas. Sin embargo, habían decidido aplicar la misma máxima que solía mencionar Kratos: «Ten a los enemigos en tu propia cama». De modo que mantuvieron orbitando el campo de estasis cerca de su alcance mientras utilizaban los fragmentos supervivientes de la Tierra para crear un planeta nuevo.

En realidad, en lo que no dejó de ser un experimento un tanto caprichoso, los dioses construyeron dos planetas en uno solo. Los artífices intelectuales del milagro fueron Tarimán, Tubilok y otra diosa de la que Derguín no había oído hablar, Pudshala. Pero la creación material requirió doce siglos y el esfuerzo de millones de máquinas y trabajadores autómatas con inteligencias creadas a imagen y semejanza de la humana.

(Al leer ese fragmento, Derguín no pudo evitar mirar a Orfeo. Empezaba a sospechar algo sobre su verdadera naturaleza, la razón de que una cabeza pudiera sobrevivir sin cuerpo y también de su asombroso parecido con los Pinakles. Pero siguió leyendo).

De modo que los mitos que decían: «Y Manígulat creó el mundo» mentían de forma bellaca. Cuando en muchas ciudades se celebraban sacrificios el día de Año Nuevo para conmemorar la creación, deberían haberle ofrecido al menos un tercio de las víctimas al siniestro Tubilok. Manígulat había predicho que el proyecto sería un fracaso. Después, cuando Tramórea estaba a punto de quedar terminada, se apoderó de él como si fuera algo suyo.

En ese punto, Derguín se sentía impaciente por averiguar a qué se refería Zenort al hablar de dos planetas. Por suerte, el primer Zemalnit había hecho un dibujo esquemático que lo explicaba. En él se representaba una esfera a la que le habían arrancado un cuarto de su superficie para que pudiera verse el interior.

Los planetas formados de manera natural eran de roca maciza. Pero los dioses no disponían de materia suficiente, de modo que fabricaron una especie de inmensa cáscara hueca. En la superficie exterior crearon continentes y mares, el mundo conocido como Tramórea, un planeta que podría haber pasado por normal si no fuera porque tenía dos grandes agujeros circulares en puntos opuestos. Precisamente sobre uno de ellos habían inmovilizado la burbuja que contenía Tártara, recurriendo a lo que el diario denominaba «pantalla osmótica».

(Derguín comprendió qué eran las dos manchas que había visto en la imagen fantasmal de Tramórea invocada por Orfeo. «Un error del mapa», las había llamado él. Obviamente, la cabeza parlante no contaba todo lo que sabía).

La parte más extravagante del proyecto era el mundo interior. Aprovechando la superficie interior de aquella cáscara, los dioses moldearon más océanos y continentes, una especie de versión invertida de Tramórea. El nombre que le dieron a aquel mundo era una broma sugerida por la diosa Pudshala. En tiempos remotos, antes de que aparecieran los dioses, había humanos que creían contra toda evidencia que en el corazón de su planeta había un inmenso espacio vacío, y habían puesto a ese mundo imaginario el nombre de Agarta. Ahora que el planeta estaba realmente hueco, y no por antojo de la naturaleza sino de los dioses, les pareció que llamar Agarta a su superficie interior era de lo más apropiado.

Tarimán le había explicado las inmensas dificultades técnicas a Zenort, pero éste sólo las comprendía en parte, y en la misma medida las entendió/recordó Derguín. El problema principal era la gravedad, algo que los humanos de Tramórea daban por supuesto. Para ellos, las cosas caían «por su propio peso», pero no se molestaban en averiguar de dónde salía esa fuerza que los mantenía pegados al suelo e impedía que volaran arrastrados como paja aventada por el bieldo.

La gravedad dependía de la cantidad de materia o masa. Puesto que Tramórea se encontraba prácticamente vacía, su masa era muy reducida. Debido a ello, la gravedad en su superficie habría sido tan ridícula que hasta el aire habría volado a la nada del espacio, convirtiendo el nuevo planeta en un lugar estéril.

En cuanto a Agarta, por alguna razón que ni Zenort ni Derguín alcanzaban a entender, dentro de una esfera hueca la gravedad se anulaba. De modo que los futuros Agartenos habrían volado de un lado a otro de su mundo sin notar ningún peso. Algo que podría haber sido divertido a corto plazo, pero les habría provocado grandes problemas a la larga.

La solución la dio el Prates.

El Prates cumplía varias funciones a la vez. En origen, era una barrera de contención, un muro construido en forma de esfera para encerrar en su interior la grieta del espaciotiempo. De este modo se evitaba que los últimos restos de la vieja Tierra se perdieran en otro universo y que las leyes físicas de universos distintos se mezclaran demasiado.

La clave estribaba en la palabra demasiado. El Prates no sólo era una barrera, sino también una puerta. Como el labrador que desvía agua de la acequia de su vecino, Tarimán, Tubilok y Pudshala se las ingeniaron para extraer energía de otros universos. Esa energía recorría un complejo camino y era explotada de muchas maneras. Parte de ella atravesaba la cubierta exterior del Prates, una esfera de trescientos kilómetros de diámetro fabricada en un material que se calentaba al rojo vivo y emitía luz y calor. Era una estrella en miniatura suspendida en el centro geométrico de Agarta, un sol que se encendía y apagaba siguiendo los mismos ciclos del día y la noche en el mundo exterior. Esos ciclos no sólo eran necesarios para que los futuros habitantes se aclimatasen. De no apagarse periódicamente el sol, el calor se habría acumulado hasta convertir Agarta en un infierno.

Otra parte de la energía escamoteada de otros universos bajaba —o subía: el punto de vista era arbitrario— por una inmensa columna, cuyo exterior se llamaba puente de Kaluza y cuyo interior era conocido como túnel de Klein. El puente conectaba con la cáscara de la esfera planetaria a través de los dos agujeros circulares, uno de los cuales se hallaba en la zona occidental de Tramórea —el abismo donde flotaba la ciudad de Tártara— y otro en la región antípoda, en pleno mar.

La propia cáscara cumplía dos funciones. Las dos capas exteriores, fabricadas en material de resistencia extrema, daban cohesión a toda la esfera planetaria. Entre ambas corría una finísima rejilla formada por hilos superconductores. Normalmente los superconductores se aprovechaban para crear campos magnéticos en los que podían levitar cuerpos de gran peso. Pero aquella rejilla tenía una estructura y una composición muy distintas. Cuando la energía extraída del universo que los dioses habían llamado Beth atravesaba los hilos que la formaban no producía magnetismo, sino que se convertía en un flujo de gravitones que creaban vectores de gravedad en ambas superficies de la cáscara, la interna y la externa. De este modo, los futuros habitantes de Tramórea podrían decir que tenían los pies bien pegados al suelo.

Quedaba el problema de Agarta, en cuyo interior se anulaba la gravedad. Aquél fue el toque maestro de Tarimán, el señor de la materia exótica y la energía negativa, los mismos trucos con los que mucho tiempo después encerraría en una prisión de lava a Tubilok. El sol artificial de Agarta estaba rodeado por los anillos de Escher. Por un proceso del que Tarimán se sentía muy orgulloso, una última parte de la energía extraída a través del Prates pasaba a esos anillos y se convertía en un campo de repulsión de alcance muy preciso que afectaba al centro vacío del planeta. De ese modo, la atmósfera, en lugar de dispersarse por todo el hueco interior, formaba una capa de varios kilómetros pegada a la superficie de Agarta, y en cada zona de aquel mundo interior sus habitantes tan sólo experimentaban la atracción de la rejilla gravitatoria más cercana y no de todos los puntos de la esfera.

Alrededor de esta rejilla y las dos capas que la rodeaban, los dioses construyeron continentes y vastos océanos sobre lechos marinos. Pero el mundo que estaban creando habría nacido muerto de no ser por los Arcaontes.

La antigua Tierra estaba viva gracias a inmensas corrientes de roca que subían desde el núcleo, desplazaban los continentes y devoraban el lecho marino. Gracias a esos movimientos tectónicos que creaban montañas, valles y mares, y que también provocaban terremotos y volcanes, la superficie se renovaba y regresaban a ella materias imprescindibles para la vida que, de lo contrario, se habrían perdido en las profundidades.

¿Cómo conseguir algo así en un planeta hueco que tenía de promedio veinte kilómetros de grosor? Los dioses crearon enormes criaturas en parte artificiales y en parte naturales, en parte seres vivos y en parte roca. Había Arcaontes de piedra, de fuego y de lodo, y también los había tan fluidos como el agua e incluso tan ligeros como el aire.

Del mismo modo que las lombrices airean y fertilizan los sembrados, Arcaontes de todos los tamaños recorrían el subsuelo de Tramórea y de Agarta abriendo y cerrando túneles, transportando minerales y nutrientes, levantando nuevas montañas cuando la erosión las aplanaba, creando lagos interiores y cambiando el curso de los ríos. Aquellas criaturas actuaban de forma ciega, como animales que siguen sus propios instintos, pero también podían ser controlados por los dioses para crear o destruir relieve a su antojo.

(De nuevo, Derguín tuvo una visión. Un sueño que había compartido con Togul Barok y que le había contado a Neerya. Su medio hermano viajaba por túneles interminables con un grupo de ciento diecisiete personas que vivían en la oscuridad y cantaban en lugar de hablar.

La Tribu.

Desde que podían recordar, los miembros de la Tribu buscaban un paraíso perdido, la luz de un sol que anhelaban recuperar. En esa búsqueda recorrían el laberinto de galerías que atravesaba el subsuelo de Tramórea. Paradójicamente, siempre intentaban bajar y no subir, pues estaban convencidos de que encontrarían la luz en las profundidades.

No era una creencia tan descabellada. Lo que buscaban era el mismísimo Prates, el sol interior de Agarta.

Mientras Togul Barok viajaba con ellos, habían atravesado un túnel mucho más ancho de lo habitual. Por allí pasó una inmensa criatura, un gigantesco gusano que aplastó a once miembros de la Tribu. Pero los supervivientes no imprecaron al gusano, sino que se arrodillaron para alabar a aquel dios de las profundidades.

Que era un Arcaonte.

Ahora comprendía Derguín la naturaleza del gigantesco gusano de lodo del que le había hablado Mikhon Tiq, la criatura que devoró a cuatro Kalagorinôr en los pantanos de Purk.

Arcaontes eran los gusanos de fuego que habían arrasado Narak. Creados para construir, pero también para destruir. Como decía el diario, obedeciendo al antojo de los dioses. En este caso, al del más loco de todos ellos, Tubilok.

Siguió leyendo).

En todas estas obras dignas de auténticos demiurgos creadores transcurrieron doce siglos. Mientras tanto, en Tártara pasaron menos de cuarenta años. Pero en ese tiempo, mucho antes de que naciera Zenort, se produjeron grandes cambios.

En una ciudad encerrada en una burbuja surgían muchos problemas. Por muy bien que funcionaran los métodos que purificaban el agua y el aire, los moradores de Tártara descubrieron que resultaba imposible que un millón de personas sobrevivieran indefinidamente en una burbuja de veinte kilómetros de diámetro aislada por completo del mundo exterior.

En el concejo de notables y entre el resto de la población aparecieron diversas facciones. Unos propugnaban seguir como estaban. Otros proponían congelar a nueve de cada diez personas en tanques de hibernación. El problema era elegir quiénes hibernarían y quiénes seguirían despiertos.

Un tercer grupo sostenía que había que abrir la burbuja de estasis. Los timoratos se oponían, alegando:

—Si el experimento destruyó la Tierra, entonces nos encontraremos flotando en medio del espacio y moriremos en cuanto abramos el campo. También puede ocurrir que el experimento haya funcionado, pero que los acrecentados —así era como llamaban a los dioses— hayan ganado la guerra y nos estén aguardando para aniquilarnos. O que hayan vencido los naturales, y estén esperando para castigarnos por haber creado el campo de estasis de modo ilegal.

—Cualquiera de esas tres cosas puede ocurrir —argüían los partidarios de la apertura—. Sin embargo, siguiendo vuestra lógica, nunca podremos salir de la burbuja, pues no sabremos lo que ocurre en el mundo exterior hasta que abramos el campo. Lo hagamos cuando lo hagamos, siempre tendremos que correr un riesgo.

—¡Pues entonces no saldremos nunca! —contestaban los defensores de la precaución—. Una vez creado el campo, no hace falta energía para mantenerlo.

—¡Pero sí para mantenernos vivos a nosotros! La central de fusión no aguantará hasta el fin de los tiempos.

—Ahorraremos recursos. Debemos ser más austeros en todo y reducir nuestra población.

Fue esta última la solución que prevaleció, aunque no de forma voluntaria. En el año 42.º de encierro estalló una guerra civil entre los partidarios de abrir la burbuja y los que querían seguir dentro.

En la ciudad libre no había ejércitos, pero eso no significaba que no dispusieran de medios de destrucción. Durante meses los moradores de Tártara lucharon con armas que disparaban proyectiles de todos los tipos, y también con cuchillos y piedras, e incluso con los puños desnudos. Finalmente, un loco diseñó una enfermedad, una plaga selectiva que detectaría la forma de opinar de cada persona y sólo mataría a los miembros de un bando. ¡El arma definitiva para los líderes políticos!

En tiempos de Zenort ya se había olvidado a cuál de las dos facciones debía afectar la plaga, si a los aislacionistas o a los partidarios de abrir la burbuja. Como fuere, el plan de aquel lunático fracasó. O la enfermedad no era tan selectiva como él pensaba o el auténtico fallo se hallaba en la inteligencia de su creador. El mal se extendió por toda la ciudad y contagió a todos sin discriminar. Cuando se encontró la cura, sólo quedaban en Tártara treinta mil personas vivas.

Desde entonces la situación cambió. Las máquinas se encargaron de convertir los cientos de miles de cadáveres en materia aprovechable, con lo cual solucionaron dos problemas al mismo tiempo. Los pisos más altos de los grandes edificios, torres de carbono y cristal que se alzaban hasta los tres mil metros de altura, quedaron desiertos. Ya había sitio para todos.

Aun así, el temor siguió señoreando Tártara. Ya no se trataba sólo del miedo al exterior y a las amenazas infernales que podían acechar tras aquel espejo que les devolvía una imagen deformada de su ciudad. Ahora se temían también a sí mismos y al daño que podían hacerse.

Se decretó que el número máximo de ciudadanos que podrían vivir en Tártara sería de cincuenta mil. Por encima de esa cifra, únicamente nacerían niños de forma natural o artificial cuando algún ciudadano muriera o aceptara la hibernación.

Pasaron décadas así, que en el exterior eran milenios. Mientras Tártara se limitaba a subsistir, en Tramórea se libraban guerras entre humanos y humanos, humanos y dioses e incluso dioses y dioses.

Yo nací en el año 153 de la estasis de Tártara. Mis padres me impusieron el nombre de Zenort Altayn. En aquel momento yo era el ciudadano número cincuenta mil. Llegué a la vida ocupando el lugar de una mujer de ochenta años. Esa mujer gozaba de perfecta salud, pues los habitantes de Tártara no eran inmortales, pero sí longevos. Los males a los que había sucumbido ella eran el hastío y la desesperación, endémicos en Tártara; vencida por ellos, se había arrojado desde el piso 327º de un rascacielos.

(De modo, pensó Derguín, que el que con los años se convertiría en el Libertador, la esperanza de Tramórea, había nacido de un acto de desesperación. Tal vez allí se encerraba una lección. O quizá sólo era una de las muchas paradojas casuales en las que se complace el azar).

Zenort fue un niño fantasioso. Nunca gozó de demasiada popularidad entre sus compañeros de colegio. Le gustaba más jugar por su cuenta, inventándose mundos imaginarios más allá de esa cúpula bajo la que habían crecido casi todos. Por aquel entonces quedaba un superviviente de los viejos tiempos, Onziles Ydor, un anciano que había pasado de los doscientos años. A Zenort le gustaba preguntarle cómo era el mundo cuando no existía la cúpula y en el firmamento nocturno brillaban las estrellas, el Sol y la Luna, y además se veían las explosiones lejanas de la guerra que libraban dioses y hombres en el cielo.

(¡La Luna!, pensó Derguín. De modo que también había existido una vieja Luna, un solo satélite. Tal como él había visto en la ilustración de aquel libro prohibido en la biblioteca de Koras).

A la familia de Zenort no le hacían ninguna gracia esas entrevistas entre el chico y el anciano. Los habitantes de Tártara se habían resignado a quedarse encerrados para siempre bajo la burbuja. Pensar en el mundo exterior era torturarse en vano, como imaginar un universo paralelo. De hecho, se había desarrollado una filosofía que negaba de modo tajante que existiera un mundo exterior, el Monismo. Tártara era el universo y el universo era Tártara. Algunos lo creían sinceramente y otros fingían creerlo. Los Monistas eran tan drásticos que proponían destruir todos los registros del pasado donde se demostraba que antiguamente Tártara había sido tan sólo una pequeña comunidad más dentro de una civilización mucho mayor.

Esa discusión seguía alborotando al consejo de notables cuando Zenort cumplió veinte años. Por aquel entonces Onziles Ydor había muerto. Zenort pasaba solo la mayor parte del tiempo, contemplando grabaciones, escuchando música antigua y aprendiendo lenguas olvidadas. Cuanto más remoto fuera el pasado, más le gustaba. Le atraían las eras pretecnológicas, épocas en que los hombres usaban sus propias manos para trabajar, viajaban a pie o a caballo y combatían con armas que a él se le antojaban nobles y caballerosas, casi románticas. Por aquel entonces, todavía no había comprobado los estragos que un lanzazo o una estocada podían causar en los intestinos de un hombre.

Sobre todo, Zenort era un fanático de las espadas. La ciudad conservaba un museo de armas antiguas que nadie visitaba. Cuando alguien propuso fundir aquellas armas y aprovechar el metal para otros fines más prácticos, Zenort se horrorizó, y empleó su asignación económica de un año entero para comprar todas las espadas que se pudo permitir. Por aquel entonces, trabajaba en las granjas hidropónicas que producían alimentos para toda la ciudad.

Una vez que tuvo en su poder aquella colección, Zenort se dedicó a practicar diversos tipos de esgrima. Para ello, rebuscó toda la información posible en los archivos de la ciudad, ya que los Monistas no habían conseguido aún que fueran borrados.

Lo que leyó a continuación fue lo que más sorprendió a Derguín. Zenort no tenía rivales con quienes practicar, de modo que aprendió las diversas técnicas de espada de forma mental. Era un adiestramiento imaginario, con aparatos que engañaban a su cerebro y le hacían creer que se hallaba en una auténtica academia, combatiendo contra rivales reales.

Lo sorprendente era que el procedimiento, al que denominaban «simulación» y «realidad virtual», funcionaba. Gracias a él y a un entrenamiento físico real para acondicionar su cuerpo, Zenort había aprendido a manejar todo tipo de armas: sables curvos como los de Tahedo, espadas rectas y de doble filo como las que usaban los soldados de la Horda, armas de mano y media, pesados mandobles y finos estoques que sólo herían con la punta.

De mi aprendizaje virtual de aquella época más mi experiencia con guerreros reales en Tramórea nacería el Tahedo, el arte de la espada.

¡Increíble! ¡Qué no habría dado alguien como Mikha, a quien se le daba tan mal la esgrima, por aprender de forma tan sencilla y tan poco dolorosa!

La magia de los antiguos no obraba milagros completos. El discípulo tenía que poner de su parte. Zenort proseguía explicando con un orgullo mal disimulado que, según el diagnóstico de las máquinas que le enseñaban y ponían a prueba su técnica y sus músculos, había descubierto que poseía un talento natural para la espada por su coordinación física, sus reflejos e incluso su agresividad.

(Natural, pensó Derguín con una intensa emoción. Así lo habían llamado a él en Uhdanfiún cuando creían que no les escuchaba, y así se había referido a él su padre, aunque sólo se lo hubiese confesado a su madre).

Por aquel entonces, mientras Zenort se aislaba del resto de una ciudad aislada de por sí y soñaba con el mundo exterior, en éste habían caído las tinieblas. Los descendientes de los cien mil humanos rescatados de las ruinas de la vieja Tierra languidecían en Tramórea añorando el sol y caminaban hacia su extinción.

Fue entonces cuando Tarimán forjó la Espada de Fuego.

(Y fue al leer sobre ella cuando Derguín volvió a sentir esa dolorosa ausencia que le subía como un calambre insoportable por el brazo).

Tarimán, como buen jugador de ajedrez, podía manipular muchos elementos y manejar a los hombres e incluso a los dioses como piezas de su tablero. Pero en esta ocasión el destino le hizo un regalo inesperado.

El dios herrero había decidido forjar una espada porque pensaba que Tubilok la vería como un arma pretecnológica y por tanto inofensiva. Pero en su hoja y en su empuñadura, Tarimán aplicó todo su conocimiento y su arte.

Descubierto por Tubilok, o más bien por un esbirro de Tubilok, Tarimán no tuvo más remedio que entregarle la espada a Ónite, su mensajera alada, ordenándole que la llevara a Tártara.

Si actuó así, no fue porque sospechase que en la ciudad prohibida encontraría a alguien capaz de empuñar una espada. Únicamente quería esconderla en un sitio al que Tubilok no pudiese llegar, pues sólo Tarimán conocía el secreto para atravesar un campo de estasis sin destruirlo.

Y, entre los diversos poderes con que había dotado a Zemal, también estaba ése. Romper lo irrompible, penetrar lo impenetrable.

Unas alarmas que llevaban más de siglo y medio sin sonar alertaron a toda la ciudad. Era de noche en Tártara, una noche artificial que caía sobre la ciudad cuando los sistemas automáticos apagaban las luces de calles y edificios. Pero ahora todas se iluminaron de golpe. Muchos habitantes se asomaron a las ventanas o a las pantallas, o incluso salieron a las calles, mientras que los más temerosos bajaron a los refugios excavados bajo el suelo y cerraron sobre sus cabezas enormes trampillas de acero y plomo con cierres retardados.

Por primera vez, algo había penetrado en el campo que protegía Tártara. La burbuja volvía a estar intacta, pero un objeto la había atravesado. ¿Acaso los dioses, los humanos o las criaturas evolucionadas que los hubiesen sustituido en el mundo exterior habían desarrollado un arma capaz de romper la estasis? Si era así, estaban perdidos.

Examinando grabaciones de imagen, las autoridades descubrieron que el objeto había caído en una zona situada al sur de la ciudad (aún mantenían los puntos cardinales como una convención útil). Allí se hallaba el parque de la Esperanza, muy cerca de la granja hidropónica donde trabajaba Zenort.

Fue allí donde encontré a Zemal. Sobre la loma había una escultura de granito, una combinación de bloques geométricos que no se parecían a nada concreto, pero que poseían una belleza abstracta y al mismo tiempo poderosa.

La espada se había clavado en uno de esos bloques. La mitad de la hoja estaba incrustada en el granito y la otra mitad sobresalía de la piedra. Sus filos de acero refulgían bajo el resplandor de los focos flotantes que la alarma había encendido por toda la ciudad.

(¿Filos de acero?, se preguntó Derguín, y al momento supo o recordó la respuesta a su propia pregunta).

Al joven le gustaba ejercitarse corriendo entre los árboles y subiendo una y otra vez la pequeña loma cubierta de césped que se levantaba en el centro del parque. Lo hacía cuando los demás dormían, pues como quedó dicho era un hombre solitario. Tan sólo se relacionaba con Iborne, una joven de su edad. Llamar a esa relación «amorosa» no habría sido del todo exacto, si bien era cierto que Iborne estaba enamorada de él y hacía planes de futuro.

En Tártara, con tanto tiempo por delante y tan poco espacio vital, el tedio y los rencores acumulados acababan rompiendo casi todas las parejas y matrimonios, que se rehacían y recombinaban sin cesar. Pero cuando Iborne tomaba de la mano a Zenort y paseaba con él por el parque de la Esperanza o por el Bulevar Ralfa, entre los pináculos de las torres más altas, o cuando hacían el amor y le miraba a los ojos, solía decirle:

—Nosotros seremos distintos. Lo nuestro será eterno.

Ella era una romántica, mas de una manera diferente a la mía. El pasado no le interesaba, ni tampoco el mundo exterior. Quería creer en un paraíso bajo la burbuja, un futuro en el que todo fuera seguro y previsible. Un futuro en el que llegado el momento tendríamos un hijo, tal vez dos si el sorteo de la Lotería Genética nos sonreía. Un futuro en el que envejeceríamos juntos.

—Quiero morir a tu lado —me decía—. Si tú me sujetas la mano, la muerte no me da miedo.

Zenort se sentía culpable cuando la oía hablar así. Le gustaba mucho Iborne y le tenía cariño, pero el corazón no le saltaba en el pecho cuando oía su voz ni se quedaba horas embelesado mirándola. Tampoco pensaba en la muerte, ni para bien ni para mal. No quería un futuro previsible, sino salir fuera de aquella maldita burbuja que los encerraba a todos y descubrir un mundo nuevo, vasto y desconocido. Anhelaba vivir aventuras inesperadas, como un caballero del pasado armado con su espada.

Y ahora el destino le estaba ofreciendo esa espada.

Cuando vi a Zemal hundida a medias en el bloque de granito, no pude evitar el recuerdo de una leyenda de la vieja Tierra. En ese relato, muchos caballeros intentaban sacar una espada mágica de una piedra, pero era un joven inexperto llamado Arturo quien lo conseguía y se convertía en rey.

Yo no quería que otros se me adelantaran. Mientras los vigilantes de la ciudad acudían con vehículos voladores para averiguar qué había pasado, aferré con fuerza la empuñadura, dispuesto a tirar de ella.

Si lo haces, atente a las consecuencias.

Miré a mi alrededor. Los vigilantes estaban a punto de posarse sobre la loma y me alumbraban con sus focos de luz. Pero no eran ellos quienes habían hablado, sino la espada.

¿Qué consecuencias? —pregunté—. Dímelo rápido. ¿Moriré si te empuño?

Correrás peligros y tal vez morirás, pero no seré yo quien te mate.

Explícate. ¡Rápido, vienen a por mí!

Debes sacarme de aquí, destruir a un tirano, liberar a la humanidad y también al herrero que me forjó.

¿Puedes salir de esta ciudad?

Puedo.

¡Destruir a un tirano y liberar a la humanidad! ¿Qué mejor señuelo podía haberle tendido Zemal a un joven sediento de aventuras como yo?

¡Acepto!

Cuando tiré de ella, la espada salió limpiamente.

¡No te muevas! —me dijeron los vigilantes, apuntándome con sus armas.

Me volví hacia ellos empuñando a Zemal. Fue entonces cuando la hoja se iluminó. Por primera vez los ojos de los hombres contemplaron el brillo de la Espada de Fuego.

Las autoridades le confiscaron la espada para examinarla y averiguar cómo había logrado atravesar el campo de estasis. Pero Zemal se negaba a revelar sus secretos. Al principio se limitó a soltar descargas dolorosas cuando alguien que no era Zenort intentaba cogerla. Pero como insistían en no devolvérsela a quien ella había elegido como legítimo propietario, Zemal acabó fulminando e incinerando a un ingeniero que pretendía abrir la empuñadura para examinar su interior.

La espada suponía un problema para los habitantes de Tártara. Les recordaba que había un mundo exterior. Los Monistas propusieron, cómo no, destruirla. Tal vez lo habrían conseguido (Derguín sudó frío al imaginárselo). Pero Zemal también era una ocasión que las autoridades no podían desperdiciar. Si la espada había conseguido entrar en Tártara sin destruir el campo de estasis, del mismo modo podría salir de ella.

El burgrave de Tártara, que presidía el consejo de notables, anunció formalmente a Zenort que era el elegido para salir de la ciudad, explorar el mundo exterior y descubrir qué había ocurrido durante los cuatro mil setecientos años que, según sus cálculos, habían transcurrido en el resto del universo.

—En cuanto tengas datos suficientes, regresa a informar, muchacho —dijo el burgrave, estrechándole la mano.

Zenort asintió sin decir nada. Tenía sus propios planes, que eran los planes de Zemal.

Muchas personas lo acompañaron hasta el borde de la cúpula. Hubo más que se escondieron de nuevo en los refugios, pues temían que al abrirse un mínimo resquicio en el campo protector pudieran colarse amenazas insospechadas del mundo ignoto que acechaba al otro lado.

Entre quienes despidieron a Zenort se encontraban sus padres, Ilme y Maturán. Su madre lloraba y su padre lo miraba con gesto severo.

—Eres un insensato, hijo —dijo él—. ¿Sabes cuántos formularios tuvimos que rellenar para que el consejo nos autorizara a concebirte? ¿Sabes cuánto tiempo tuvimos que esperar? ¡Todo para nada!

—Lo siento —respondió él—. Me duele haberos decepcionado. Pero debo cumplir con mi destino.

(Así que Zenort también decepcionaba a las personas más cercanas, pensó Derguín. Como yo).

Iborne le abrazó y le besó, clavándole los dedos en la espalda como si quisiera fundirse en un solo cuerpo con él.

—¿Volverás?

Zenort no respondió, pero su mirada lo dijo todo. Iborne rompió a llorar con una congoja tan profunda que el joven, pese a la emoción de aquel momento, estuvo a punto de decirle que había cambiado de opinión y ya no se iba. Pero ella se apartó, se enjugó las lágrimas y le dijo:

—Está bien. Marcha hacia tu destino. Yo nunca he formado parte de él.

Así se despidió Zenort de la ciudad de Tártara.

(Derguín apartó la mirada del libro. El Mazo se había girado de costado en el banco de piedra y al menos había dejado de roncar. Orfeo le estaba mirando fijamente, pero al darse cuenta de que Derguín le había pillado cerró los ojos.

Aún quedaban horas de luz. Derguín bebió un trago de agua del odre y siguió leyendo).

La sensación de atravesar la cúpula fue muy extraña. Cuando acercó la punta de la espada al campo de estasis, éste proyectó una especie de apéndice, una protuberancia que engulló a Zenort.

Un instante después, la protuberancia desapareció.

Y él estaba fuera.

¡Fuera!

Era de noche. Sobre su cabeza lucían las estrellas. ¡Estrellas de verdad! Entre ellas destacaban luces de mayor tamaño, una magnífica constelación blanca que se arqueaba como un puente de horizonte a horizonte. Años más tarde la bautizarían en su honor como Cinturón de Zenort, algo que andaba muy lejos de sospechar entonces. Pensó que parecían rocas, restos de algún antiguo desastre. ¿Tal vez el experimento de los humanos había destruido la Luna? La buscó en el cielo y no la localizó. Pero en su lugar encontró otros dos satélites, uno verde y otro azul. Le sorprendió su color, y también que brillaran con más intensidad que la Luna que él había visto en las grabaciones. Se preguntó si era casualidad que las dos estuvieran en fase de plenilunio.

Más tarde se enteraría de que aquellos satélites eran artificiales, esferas huecas construidas en material transmutable que absorbían la energía del Sol y la emitían en forma de luz propia. Descubriría además que existía una tercera luna, la roja Taniar. Pero en aquel entonces Tubilok la había sacado de su órbita para interponerla entre el Sol y la Tierra.

Una Tierra que ya no era el planeta original, sino Tramórea, sumida en una noche perpetua por el dios loco Tubilok.

A su espalda, el campo de estasis se levantaba como una inmensa pared que reflejaba la negrura de la noche y el brillo de los astros. Zenort empezó a caminar.

—¡Cuidado! —le advirtió la espada—. Mira bien por dónde pisas.

El joven miró abajo. Alrededor de la cúpula había un anillo sólido de diez metros de anchura. Más allá se abría el vacío de un inmenso abismo.

Zenort se agachó al borde de la sima y extendió la mano. Al nivel del suelo notó una leve resistencia, pero apretó más y sus dedos la vencieron. Al otro lado de aquello, fuera lo que fuese, hacía más calor. Era la pantalla osmótica que cubría el enorme agujero sobre el que se sostenía Tártara. De haber caminado sobre ella, se habría hundido para precipitarse al vacío.

Rodeó el anillo hasta encontrar una pasarela. Había ciento veintiocho que rodeaban la burbuja como los radios de una rueda. Empezó a andar. El puente era tan oscuro que apenas se distinguía de la negrura que lo rodeaba, y sólo medía un metro de ancho. Aquélla fue la primera prueba que tuvo que superar Zenort: caminar sin desfallecer ciento cuarenta kilómetros por una estrecha pasarela que cruzaba el abismo.

Pero la espada le infundía valor y energías. Mientras recorría el puente, Zemal le explicó su historia y le puso al corriente de la situación en Tramórea, Agarta y el Bardaliut. Zenort comprendió que había dicho «Acepto» con demasiada alegría, y que se había embarcado en una misión que superaba sus fuerzas. Pero se sentía más vivo que nunca. Aunque aquel mundo era frío y oscuro, allí se respiraba un aire mucho más puro y estimulante que la atmósfera reciclada de Agarta.

Por fin llegó a tierra firme. No sabía cuánto tiempo había pasado, pues el sol no brillaba y él ignoraba a qué velocidad se movían las dos lunas visibles.

Allí, al sur del abismo que rodeaba Tártara, encontró al primer ser vivo, que en realidad no era un ser vivo. Al principio le pareció una sombra más, una roca de las que sembraban el lugar. Pero al desenvainar a Zemal, la luz de ésta alumbró la cabeza escamosa de un dragón de vivos colores.

Sólo la cabeza. El resto del cuerpo no estaba. Al sentir la cercanía de ambos, el dragón, que era una dragona, abrió los ojos. Sus grandes iris fosforecían en la oscuridad, rodeando unas pupilas alargadas y estrechas.

¿Qué te ha ocurrido, Ónite? —preguntó la voz de la espada—. ¿Quién ha podido hacerte esto?

Después de arrojarte sobre la ciudad, Gandu me alcanzó —contestó la cabeza de la dragona—. Peleé con él, pero ese demonio metálico me venció.

Me agaché y toqué las escamas doradas que rodeaban los ojos. Parecían tan reales como las de un reptil auténtico.

Mis baterías se destruyeron con el resto del cuerpo —dijo la dragona—. He ahorrado la poca energía que me quedaba para ver si salíais. ¿Rescataréis a mi señor Tarimán?

Lo rescataremos —prometí sin pensármelo.

Gracias. Decidle que le quiero.

La luz de sus ojos se apagó. A Ónite no le quedaba energía ni siquiera para cerrar los párpados. Allí la dejamos, inerte. Yo sólo la había visto durante apenas un minuto y además sabía que se trataba de un artefacto, una inteligencia artificial. Y, sin embargo, cuando me alejé de ella sentí una tristeza inexplicable.

El joven aventurero siguió caminando hacia el sur, donde encontró humanos que sacrificaban a otros humanos en la Torre de Sangre que acababan de erigir. Pensaban que así conseguirían el favor del dios cruel que había envuelto el mundo en un sudario de tinieblas. Fue la primera vez que Zemal entró en acción. Armado con ella, Zenort acabó con los victimarios y salvó a las víctimas. Nunca antes había matado, y ahora no lo hizo con placer; pero la emoción de la lucha le enardeció el corazón.

El despliegue de energía de la Espada de Fuego llamó la atención en el Bardaliut. Cuando Zenort bajó por la rampa de la Torre de Sangre, se encontró ante una mujer negra de casi tres metros de altura, y comprendió que era una diosa. Se trataba de Taniar, divinidad de la guerra.

—¿Quién eres, mortal?

—Me llamo Zenort.

—¿De dónde has salido? ¿Cómo es que tienes una espada llameante?

—Vengo de Tártara.

Aquello interesó a la diosa, que pensó que ganaría influencia ante Tubilok si llevaba a su presencia a aquel extranjero que decía proceder de la ciudad prohibida. Los dioses ignoraban qué había podido ocurrir durante todo ese tiempo tras el campo de estasis, y temían que los humanos encerrados en la burbuja hubiesen desarrollado nuevas armas o se hubieran acrecentado a sí mismos hasta convertirse en una nueva raza más poderosa que ellos.

Con buenas palabras, Taniar embarcó a Zenort en una nave voladora. Aunque el joven había viajado por todo el sistema solar en realidad virtual, pero aquello era muy distinto. Bajo la nave, Tramórea no era más que una sombra, pero cuando se alejaron del planeta pudo ver el sur del continente de Aifu y el inmenso océano iluminados por el Sol.

La maravilla mayor era el Bardaliut, un cilindro de cuarenta kilómetros de largo rodeado de espejos y anillos que lo hacían parecer una flor orbitando alrededor de Tramórea. Taniar atracó la nave y lo condujo por el interior de Isla Tres, el cilindro principal, a través de una vía magnética. El viaje fue breve. Sin embargo, Zenort disfrutó contemplando los palacios de los dioses, entre jardines, colinas y lagos.

—Cuando llegues ante mi señor Tubilok, te arrodillarás y le ofrendarás tu espada. Ten en cuenta que es omnisciente, de modo que si albergas malos pensamientos lo sabrá y te castigará con justicia y severidad.

—Tu palabra es mi voluntad, mi señora —dijo Zenort, imitando el estilo pomposo de los relatos de aventuras caballerescas que había leído.

Según le había explicado Zemal, gracias al campo magnético que la rodeaba Zenort no tenía que temer que el dios loco leyera su mente. Pero ahora la espada estaba callada y reposaba apagada en su vaina, y Zenort no se sentía tan seguro de nada.

Tubilok se encontraba en el salón del trono del Bardaliut, un cilindro mucho más pequeño que Isla Tres, donde la gravedad era muy débil. En aquel momento estaba rodeado por otras divinidades que le rendían pleitesía mientras él les explicaba grandiosos planes para el futuro. Todos se apartaron para dejar paso a Taniar.

¿Qué ocurre? —preguntó Tubilok—. ¿Por qué os movéis así?

Todo ocurrió muy rápido. El dios loco leyó las mentes de los demás dioses y comprendió que ellos estaban contemplando a Taniar y a otra persona. «¿Dónde está Taniar?», exclamó. «¡Yo no la veo!». Pero al momento lo olvidó, pues los hechizos de Tarimán eran tan potentes que no sólo no era capaz de ver a Zemal y lo que se hallaba en su inmediata cercanía, sino que ni tan siquiera podía captarlo a través de los ojos de otros.

La espada gritó con su vocecilla:

¡Es el momento!

Pero no fue la única. Taniar, cuya mente era rápida como el azogue, comprendió lo que ocurría, se volvió hacia mí y me dijo:

¡Atácale! ¡La lanza y los ojos son su poder!

Yo estaba muerto de miedo. Una sola diosa intimidaba. Un grupo de ellos resultaba imponente. Pero Tubilok, embutido en su siniestra armadura y con aquellos tres ojos desproporcionados y sanguinolentos, me infundía pavor.

Sin embargo, la orden de Taniar me hizo reaccionar al momento. En Tártara había practicado una antigua arte marcial llamada iaido que luego incorporé al Tahedo con el nombre de Yagartéi.

(Derguín notó que se le ponía la carne de gallina al leer esos nombres y se vio a sí mismo lanzando una Yagartéi).

Esos ejercicios de los que hablaba Zenort le salvaron la vida, y de paso salvaron Tramórea.

Confuso por las reacciones de los demás dioses, Tubilok aferró su lanza con ambas manos y la dirigió hacia aquel vacío en el que intuía una amenaza. Zenort agarró la vaina con una mano y con la otra desenfundó a Zemal. La Espada de Fuego centelleó en el aire, y el crepitar de las llamas ahogó el chillido de júbilo de la cabeza tallada en el pomo.

La hoja, bañada en el corazón de una estrella que ardía en otro universo, penetró la capa de materia transmutable que rodeaba la lanza y al hacerlo su energía entró en vibración armónica con la materia exótica de su interior. Los campos de contención que mantenían dentro de la lanza la cuerda cósmica se separaron por sí solos y ocurrió lo impensable.

La lanza de Prentadurt se partió en dos.

Aprovechando la sorpresa, los demás dioses se abalanzaron todos a una sobre Tubilok. Éste, acostumbrado a que nadie le rechistara ni siquiera en sus más íntimos pensamientos, no supo reaccionar a tiempo. Las manazas de Anfiún le arrebataron la mitad de la lanza y Shirta le quitó la otra.

Según muchas leyendas, fue Zenort quien le sacó los ojos a Tubilok con la Espada de Fuego. Otros mitos, como el que reflejaban los relieves del acantilado de Narak, aseguraban que había sido Manígulat.

La historia que contaba el diario era muy distinta. Fueron sus propios hermanos de raza quienes quitaron el yelmo a Tubilok, en una lucha salvaje en la que volaron rayos ardientes, chispas eléctricas y globos de fuego. De no haber sido por Taniar, que lo protegió con su cuerpo, Zenort habría muerto calcinado o electrocutado. Cuando volvió a mirar, Tubilok manoteaba en el aire, buscando sus ojos. Los dioses se los habían arrancado con los dedos, y ahora se los pasaban de uno a otro como críos jugando a la pelota para burlarse de su monarca. Éste seguía captando su presencia gracias a los sensores de su cuerpo y su armadura, pero los demás tenían una gran ventaja sobre él.

—¡Estúpidos! —gritó Taniar—. ¡Acabad con él!

Cuando lo intentaron, fue demasiado tarde. A los ojos de Zenort, Tubilok simplemente desapareció. Luego supo que se había convertido en un ser de materia oscura, una especie de fantasma detectable tan sólo con instrumentos muy refinados. No podía hacer daño a los demás, pues la materia oscura no interactuaba con la normal. A cambio, ellos tampoco podían dañarlo a él.

Mientras los dioses debatían entre sí qué hacer a continuación, Himíe decidió liberar a Manígulat. Cuando el antiguo rey de los dioses salió de su encierro y quiso recuperar su antiguo puesto, hubo un par de dioses que se lo disputaron. El violento tratamiento al que los sometió el dios del rayo los convenció de que continuaba siendo el más poderoso. Aun así, no pudo hacer nada contra Tubilok, del mismo modo que éste no podía hacer nada contra él. Estaban en tablas.

Zemal habló entonces.

—Zenort, diles que si quieren derrotar del todo a Tubilok deben sacar a Tarimán del Prates.

Zenort hizo lo que le pedía la espada. Los dioses, sobre todo el soberbio Manígulat, eran reacios a seguir las instrucciones que les dictaba un simple mortal. Pero Taniar los convenció de que le debían un mínimo agradecimiento, y además el consejo del humano parecía razonable. Para deshacer el empate en esa partida, necesitaban al mejor jugador de ajedrez.

De modo que Zenort volvió a ver la cúpula de Tártara, ahora bajo la luz del sol, pues los dioses se compadecieron lo bastante de los humanos como para devolver la luna roja a su órbita. La nave que los llevaba a él y a Taniar atravesó la pantalla osmótica y voló miles de kilómetros por el túnel de Klein hasta llegar a las puertas del Prates.

Allí montaba guardia Gandu. Pero Tubilok, convertido en fantasma, ya no podía mandarle instrucciones y el monstruo sólo era una estatua inerte de metal.

Gracias a la clave que le dictó Zemal, Taniar pudo abrir una de las puertas del Prates, la que llamaban «cámara de descompresión». Zenort conoció por fin al creador de la Espada de Fuego, y Tarimán conoció al primer Zemalnit.

Al ver al dios herrero, Taniar le dijo:

¿Qué te ha ocurrido ahí dentro? Parece que hubieras envejecido cien años.

Tarimán no contestó. Ni siquiera pareció reparar en nuestra presencia. Se le veía muy demacrado, con el rostro chupado y surcado de arrugas. No era la imagen que me esperaba de un dios. Su gesto me recordó a imágenes de la vieja Tierra que mostraban prisioneros de campos de concentración donde encerraban a pueblos enteros para exterminarlos.

Entonces tenemos un pacto —murmuró Tarimán—. Si él lo intenta de nuevo tendréis las manos libres. Pero debéis conocerlos antes de destruirlos.

¿Con quién estás hablando, herrero? —le preguntó Taniar.

Tarimán pareció reparar por fin en nosotros y levantó la mirada.

En ese mismo momento, noté que algo atravesaba mi cuerpo. Sentí un escalofrío que no era físico ni mental, un temblor que estremeció la misma esencia de mi ser, y percibí un poder inconcebible y amenazador flotando en el aire.

Fue una sensación muy breve, pero me hizo doblarme sobre mí mismo de revulsión y dolor, y tuve que hacer grandes esfuerzos para no vomitar.

Yo también lo he notado —murmuró la diosa de la guerra. Su rostro oscuro se había puesto verde como una aceituna—. Algo ha entrado desde el Prates. ¿Qué has dejado pasar a nuestro universo, herrero?

Allí no había gravedad. Pero Tarimán poseía el poder de volar, como todos los dioses, y flotó hacia nosotros. A su espalda, la puerta que cerraba la cámara de descompresión se cerró.

No está en mi mano dar entrada ni negársela a ciertas entidades —dijo con voz débil.

(Derguín se estremeció al leer estas páginas. La sensación de la que escribía Zenort la había experimentado en sus propias carnes mientras leía. Ahora mismo notaba en la garganta la acidez del vómito que había logrado regurgitar antes de arrojarlo por la boca. También había visto el pavor en los ojos de Tarimán, y supo que era el mismo terror cósmico que había encogido su corazón en el sueño en que intuyó a las Moiras.

Pero lo peor era la sospecha que lo asaltaba y en la que no quería ni pensar, una intuición sobre la verdadera naturaleza de esas entidades que habían atravesado la puerta del Prates con Tarimán.

Somos los que esperan a los dioses.

¿En qué había dejado Mikha que lo convirtieran?

No, no podía ser. No quería que fuese).

Tarimán poseía una mente poderosa. Pese a la aterradora experiencia de su paso por el Prates, enseguida comprendió la nueva situación y decidió aprovecharla.

—Sé cómo derrotar a Tubilok —le dijo a Taniar—. Pero tendréis que aceptar mis condiciones.

Allí mismo, delante de Zenort, se llevó a cabo la negociación. El joven mortal apenas se enteró, pues sólo captaba palabras sueltas que intercambiaban Tarimán y Taniar. Pero ambos estaban en contacto con el Bardaliut y los demás dioses gracias a dispositivos incrustados en sus cabezas. El debate se prolongó durante horas. Sin darse cuenta, Zenort se quedó dormido, flotando en el centro del túnel de Klein.

Despertó cuando una enorme mano lo sacudió por un hombro. Al abrir los ojos, vio ante sí el rostro barbudo y ojeroso de Tarimán.

—Despierta, amigo. Éste no es sitio para un humano, ni tal vez para nadie. Vámonos de aquí.

Taniar había desaparecido. Fue Tarimán quien lo llevó de vuelta a Tramórea por el interior del túnel de Klein.

Ahora que me veo próximo a la muerte, lo que más lamento es no haber llegado a contemplar las maravillas de Agarta. Debería haberle pedido a Tarimán que me llevara por el puente de Kaluza para ver el interior del planeta, pero no lo hice, y luego ya no volvió a presentarse la ocasión.

El pacto de Tarimán era el siguiente: los dioses se mantendrían en el Bardaliut, donde disponían de espacio y recursos de sobra. No volverían a utilizar a los humanos como piezas en sus siniestros juegos de poder ni como juguetes sexuales. Si querían abandonar las cercanías de Tramórea o incluso el sistema solar, estaban en su derecho de hacerlo.

Por supuesto, no trastearían con el Prates. La interfase entre dimensiones seguiría aprovechando el flujo de energía, pero no se abriría más. De lo contrario, el peligro era la destrucción total de todos ellos.

—¿Y tú qué, Tarimán? —le habían preguntado los dioses—. ¿Vas a quedarte en Tramórea manipulando como es tu costumbre?

No, había respondido él. Sería uno más en el Bardaliut. Además, después de pasar una temporada en el Prates, prefería estar lo más lejos posible de aquella puerta al infierno.

—Está bien. —Manígulat habló en nombre de todos los demás—. Aceptamos tus condiciones. Tramórea para los humanos. Pero sólo si consigues librarnos de Tubilok.

Mientras Tarimán le explicaba todo esto a Zenort, la nave que los llevaba dejó atrás el túnel de Klein, atravesó la pantalla osmótica y salió al aire libre. Ante ellos, la cúpula que cubría Tártara reflejaba un cielo sin nubes, mientras la parte inferior de la esfera era una sombra negra entre tinieblas.

El joven humano, sin desenvainar la espada, se la tendió a Tarimán.

—Toma. Te pertenece.

El herrero abrió la palma de su enorme mano y empujó la espada hacia el pecho de Zenort.

—No. Yo no soy hombre de armas. —Había dicho hombre, observó Zenort—. Has sabido empuñar a Zemal con coraje y honor.

Tarimán preguntó a Zenort si quería que lo llevara de vuelta a Tártara, ya que gracias a la espada podía atravesar de nuevo el campo de estasis. El joven se lo pensó tan sólo unos segundos. Teniendo un mundo tan vasto que explorar y que además se parecía tanto al pasado remoto que él amaba, un mundo en el que un hombre armado con una espada podía ser un rey, ¿cómo iba a encerrarse de nuevo bajo aquella cúpula y respirar aquella atmósfera triste y decadente?

«Lo siento, Iborne», pensé, y me dije que más adelante, cuando pasaran los años, regresaría. Había muchas personas en Tártara que se habían convertido en caracoles, lentos, timoratos, encerrados en su concha y apegados al suelo. Pero también había otras que merecían saber que el mundo exterior ya no era tan peligroso para ellas.

Además, por cada treinta y dos años del mundo exterior, en Tártara sólo pasaba uno. Encontraría a todo el mundo prácticamente igual. Bien distinto, sin embargo, me verían ellos a mí.

Me quedo en Tramórea —contesté.

¿Dónde quieres que te deje?

Me encogí de hombros.

Donde me encontró Taniar.

Así hizo Tarimán. Su nave se posó al lado de la Torre de Sangre, y allí nos despedimos. Pero antes de irse, él se inclinó y habló en susurros con la empuñadura de la espada. No pude distinguir las palabras que pronunciaba Tarimán, pero me pareció que eran de amor. ¡Tanto debía querer el herrero a sus creaciones!

Durante muchos años, Zenort no volvió a saber nada de Tarimán. No recibir noticias era una buena noticia en sí misma. Las lunas siguieron su curso habitual, las plantas volvieron a florecer y los campos dieron frutos y grano en abundancia. Al sur de la Torre de Sangre, lo bastante lejos de Tártara como para no tener a la vista el inquietante horizonte del abismo que la sustentaba, Zenort fundó una ciudad, Zenorta. La ciudad prosperó y sus habitantes lo nombraron rey. Zenort se casó con Igrandir, una joven rubia de hermosos ojos azules, y tuvo cuatro hijos con ella, algo que en Tártara habría sido impensable y casi blasfemo. Siguió practicando con la espada y creó una nueva arte marcial, el Tahedo, en la que instruyó a jóvenes seguidores.

Y en ningún momento se le pasó por la cabeza regresar a su ciudad natal.

(Derguín pasó páginas rápidamente. En otro momento leería la historia de los primeros años de Zenorta para enterarse de cómo civilizaron las tierras del este, navegaron por el mar de Kéraunos y colonizaron el sur de la isla de Bornelia. Pero ahora quería averiguar más sobre Tarimán y su lucha contra Tubilok. ¿Acaso Zenort no sabía nada más?

—¡Ah, aquí está! —exclamó Derguín en voz alta. Había encontrado el nombre de Tarimán, ya muy cerca del final del diario).

Zenort tenía ya setenta años y la barba y el cabello blancos cuando una noche de verano salió a pasear por el adarve de la muralla que rodeaba la ciudad. Cada vez dormía peor. Con la edad, el sueño de los ancianos suele volverse más ligero. Él, además, sufría de insomnio por culpa del poder de Zemal, que le producía una especie de estado eléctrico que alteraba sus nervios y aceleraba tanto sus pensamientos que le resultaba casi imposible no ya dormirse, sino incluso cerrar los ojos.

(¡Es lo mismo que me ocurre a mí!, pensó Derguín).

Quien no debía tener problemas de desvelo era el soldado que montaba guardia en aquel tramo del muro. Se había sentado con la espalda apoyada en una almena y dormía a pierna suelta. Zenort iba a reprenderlo cuando oyó una voz grave a su espalda.

—Su sueño es innatural, majestad. No lo castigues. Quería un poco de intimidad para charlar con un viejo amigo.

Zenort se volvió, y tuvo que levantar la cabeza para mirar a los ojos al gigantón de barba roja que le sonreía.

—¡Tarimán!

—Así me siguen llamando.

Se dieron un abrazo que casi le costó una costilla rota a Zenort. Después, el dios herrero le brindó muchas explicaciones sobre todo lo que había acontecido desde la última vez que se vieron.

Tal como le habían pedido los demás dioses, Tarimán había logrado encerrar a Tubilok. Lo había hecho rodeándolo con anillos de energía negativa de los que no podría huir mientras su cuerpo fuera de materia oscura, y derramando después sobre él toneladas de lava fundida para que no pudiera revertirse a materia normal.

Tarimán había cumplido su palabra. Pero, como se temía, los demás dioses no lo hicieron.

—¿Creías que yo, señor supremo de los Yúgaroi, me iba a considerar atado por una promesa hecha a un tullido como tú? —se jactó Manígulat.

Tarimán nunca había sido el más valiente de los dioses, pero la imagen que ofrecía desde su estancia en el Prates era la de alguien cuyo espíritu se había roto. Fingiendo humildad, abandonó la presencia de Manigulat cabizbajo y arrastrando los pies.

En realidad, no había pies que arrastrar. Lo que Tarimán había dejado en el Bardaliut era un fantasma lo bastante sólido como para engañar a todos los demás. Para darse cuenta tendrían que haberlo tocado con cierta insistencia. Pero los dioses evitaban el contacto físico entre ellos, a no ser que se tratara de sexo. Como a nadie se le pasaba por la cabeza acostarse con Tarimán, no se dieron cuenta de que no era más que un montón de partículas magnetizadas flotando unidas en el aire y proyectando sonidos.

Como puedes observar —me dijo Tarimán—, ahora tengo mucho mejor aspecto que cuando salí del Prates. Pero ellos no lo saben.

Las mejillas del dios volvían a estar llenas, sus hombros y sus bíceps abultaban como calabazas y sus pectorales llenaban el mandil de cuero.

Es cierto —le dije. Señalando a la pierna tullida, pregunté—: ¿Y eso?

Tarimán se frotó la rodilla con un rictus de dolor.

Hay heridas que ni siquiera los dioses pueden curar.

Hablando de los dioses, ¿cómo es que no hemos sabido nada de ellos, si no han respetado su promesa?

La razón era que Tarimán se había asegurado de que sí la respetaran. Para ello había llegado a un acuerdo con un viejo enemigo de los dioses, el único mortal en Tramórea que, protegido en la torre de Etemenanki, se mantenía a un nivel tecnológico equiparable al de los Yúgaroi: el anciano Undraukar, que durante los siglos posteriores sería conocido como el Rey Gris por el color plateado de la servoarmadura que protegía su cuerpo.

Durante los últimos años, Tubilok había dejado tranquilo a Undraukar a cambio de que no saliese de su encierro en Etemenanki, pues lo consideraba inofensivo. Pero Tarimán procuró que no lo fuese. Para hacerle más peligroso, le reveló conocimientos secretos con los que Undraukar podría acceder a ciertos sistemas del Bardaliut. No a todos ellos, pues no quería que llegara a convertirse en un nuevo tirano mundial como Tubilok. A cambio, el propio Tarimán se guardó algunos trucos, mecanismos y conjuros escondidos en Etemenanki para asegurarse de que su nuevo aliado no se desmandaba mucho. Lo que deseaba el dios herrero era un equilibrio de poder en que los bandos no se hiciesen la guerra y dejasen a los simples humanos en paz.

En el Bardaliut se recibió un mensaje amenazante de Undraukar:

—Tramórea es de los humanos. No pongáis vuestras zarpas en ella o lo lamentaréis.

Los dioses no se tomaron la amenaza demasiado en serio. Aun así Manígulat, que era más jactancioso que valiente, decidió enviar por delante a tres de sus súbditos —Ubshar, Kéraunos y Hamart— con la misión de destruir Etemenanki. Undraukar rechazó sus ataques con las armas de la torre y los dioses tuvieron que regresar con el rabo entre las piernas. Lo peor fue que los nanos que infestaban sus organismos se rebelaron contra ellos, y los tres murieron consumidos desde dentro, convertidos en montones de carne descompuesta y maloliente.

Al mismo tiempo, los sistemas del Bardaliut dejaron de ver el planeta, como si lo hubieran borrado de la existencia, y perdieron incluso el control del Cinturón de Zenort. A partir de entonces, los dioses dejaron de inmiscuirse en los asuntos de los humanos y se encerraron en sus propias existencias.

(Hasta que aparecí yo, causé la muerte del Rey Gris y lo estropeé todo, pensó Derguín con amargura).

Cuando le pregunté a Tarimán qué había ocurrido con los ojos del dios loco, él me contestó:

Los repartí entre criaturas que no eran dioses, pero tampoco humanos del todo. En eso también buscaba el equilibrio de poder.

(¡Los Kalagorinôr!, pensó Derguín. El ojo que veía en el tiempo había acabado en poder de Linar, y el que escrutaba el espacio en manos de Kalitres. ¿Quién se había quedado con el ojo que leía los pensamientos?).

¿Y los dioses te lo permitieron?

Les obligué a que me los entregaran antes de encerrar a Tubilok. Sabía que, cuando ya no fuese un peligro para ellos, se olvidarían de todo lo que me habían prometido. Por eso me aseguré de que ninguno de mis hermanos se apoderaba de los ojos de los Tíndalos.

¿Y qué pasó con la lanza?

Era demasiado peligrosa. La destruí.

¡Eso no era cierto! Derguín apartó la vista del diario, y la imagen de Tarimán hablando en el adarve desapareció de su mente. En su lugar, recordó la parte inferior de la lanza de Prentadurt en manos de Ulma Tor, y luego de Mikhon Tiq. La otra parte la había visto en sueños en manos del Sabio Cantor de la Tribu, a quien se la quitó Togul Barok.

Por alguna razón, Tarimán no la había destruido. Pero no debía tener la conciencia tranquila cuando le había mentido a Zenort.

Quedaban muy pocas páginas en el diario. Derguín no pudo con la impaciencia y buscó el final. El último párrafo escrito parecía interrumpido.

No lo leas, pensó. Estaba viendo todo lo que había visto Zenort, reviviendo sus sensaciones. ¿Qué ocurriría si leía la descripción de su muerte? ¿Pasaría por el mismo trance, del mismo modo que había pasado por el terror que experimentó Zenort en la puerta del Prates? ¿Moriría con él?

¡Qué estúpido soy!, se dijo. ¿Cómo iba a escribir Zenort sobre su propia muerte? Para eso estaban los cronicones escritos por los amanuenses palaciegos. No obstante, volvió atrás sin leer las últimas líneas.

¿Dónde había dejado a Tarimán y Zenort? Despidiéndose.

No sé si volveremos a vernos en vida —dijo Tarimán.

Yo me reí.

¡Qué eufemismo! Te refieres a que no sabes si yo estaré vivo la próxima vez que me veas.

Me parecía poco delicado decirlo.

No me voy a ofender por eso, Tarimán. Sé que soy mortal, y siempre lo he sabido, aunque nací en una ciudad que renunció a su alma por convertirse en eterna.

Tarimán debió pensar que me iba a poner a filosofar sobre la fugacidad del tiempo y la vida, y es posible que fuera así, porque en los últimos años me he vuelto muy propenso a soltar largos discursos. Debe ser cosa de la edad, supongo.

Lo cierto es que me interrumpió para decirme:

Quiero hacerte un regalo.

¿Te parece poco Zemal? —dije tocando la empuñadura de mi espada.

(Mi espada, pensó Derguín. Zenort debía ser el único que había pensado en la Espada de Fuego como suya. Los demás Zemalnit eran conscientes de que Zemal era un préstamo. De por vida, pero préstamo al fin y a la postre).

Sé que ese regalo acarrea complicaciones. La energía de un arma de poder puede causar alteraciones en el cuerpo y en la mente.

No tienen importancia —le dije, y en verdad no habría renunciado a Zemal por nada, pues sabía que sin ella me sentiría mucho peor y a la larga me volvería loco.

En cualquier caso, quiero que te quedes con esto.

El dios me entregó una garrafa de cristal recubierta de mimbre.

¿Ahora te dedicas a fabricar vino? —le pregunté.

Esta bebida sabe mucho peor y no alegra el espíritu, lo siento. Es una mezcla de proteínas, azúcares y metales.

¿Una poción mágica para que este viejo recupere su lozanía?

No exactamente. Está llena de nanos, pero no son rejuvenecedores.

No se lo confesé, pero lo cierto es que me sentí decepcionado. Sin embargo, cuanto Tarimán me explicó el efecto de aquellos nanos despertó mi interés. Ahora bien, pensé, ya podría haberme regalado esa curiosa mixtura, cuando yo era joven. Mucho me temía que si a mi edad aceleraba mi organismo dos o tres veces, sólo iba a conseguir romperme los huesos o sufrir un ataque al corazón.

—¡La Mixtura! —exclamó Derguín. En Uhdanfiún le habían contado que su secreto y el de las aceleraciones eran herencia de Áscalos. Otra mentira o error de los historiadores Ainari, siempre dispuestos a atribuir a su país todos los grandes logros.

En ese momento sonó un trueno que retembló entre aquellas paredes y muros en ruinas. Derguín cerró el libro y dio un respingo. Con el rabillo del ojo había visto un relámpago muy intenso que resplandecía a lo lejos. Pero el cielo se hallaba despejado, salvo al oeste, donde se divisaba una extraña formación de nubes que formaban una línea tan recta y alargada como si siguieran una calzada celeste. No obstante, no tenían aspecto de nubes de tormenta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó El Mazo, levantándose del banco.

—Algo muy ruidoso para que incluso tú te despiertes —respondió Derguín.

—Sigue sonando mucho ruido —dijo la cabeza de Orfeo.

—Yo no lo noto —dijo El Mazo.

Derguín aguzó el oído. Sólo escuchó el soplo del aire y el rumor de las olas lejanas. Luego se dio cuenta de que los pájaros habían dejado de cantar y de que el arrullo del mar sonaba más fuerte que antes, como si se hubiera desatado una tempestad.

—Observo que debéis tener los tímpanos llenos de cera —dijo Orfeo—, pues de lo contrario resulta inaudito, y espero que captéis el juego de palabras, que no os percatéis de que ese ruido que llega del mar no puede ser natural teniendo en cuenta las actuales condiciones atmosféricas.

—Para lo que te he entendido, puedes seguir hablando en Arcano —repuso El Mazo.

—Vamos a investigar —dijo Derguín, guardando el diario de Zenort en las alforjas.

Entraron en la plaza, la atravesaron y se dirigieron hacia la muralla por una calle que en tiempos, cuando había casas a ambos lados, debió de ser un pasaje angosto. La mayoría de las escaleras que subían al adarve estaban tan ruinosas que inspiraban muy poca confianza, pero al fin encontraron una que parecía más sólida y treparon a la muralla.

Desde las almenas no se veía el mar, porque al otro lado se levantaba un peñasco negro y afilado que tapaba la vista. Caminaron hacia la izquierda hasta llegar a una torre de vigilancia que estaba casi intacta. Subieron por la escalera de caracol y salieron a la azotea de la torre.

—¿Qué diantres es eso? —exclamó El Mazo.

Desde allí arriba tenían una perspectiva muy clara de las aguas del estrecho. Al oeste, a seis o siete kilómetros, navegaba una flota de entre quince y veinte veleros. Derguín pensó que seguramente se dirigían a Zenorta; para su desgracia, les iba a resultar muy difícil llegar.

Entre las dos líneas de barcos que componían la flota se había empezado a formar un remolino tan grande que no podía tratarse de un fenómeno natural. A su alrededor se divisaban largas líneas de espuma que convergían hacia el centro como los radios de una rueda y que poco a poco se curvaron hasta convertirse en una especie de espiral.

—¡No deja de crecer! —dijo El Mazo—. ¡Es imposible!

—¿Viste alguna vez algo así cuando navegabas con Narsel? —preguntó Derguín.

—¿Cómo eso? ¡Jamás! Si nos hubiéramos topado con algo así, no te lo estaría contando.

El centro del remolino se estaba hundiendo, formando un monstruoso embudo cuyo diámetro no cesaba de aumentar. Desde allí los veleros parecían tan pequeños e indefensos como barquitos de papel de seda, y el vórtice jugaba con ellos como si en realidad lo fueran. El fragor del agua sonaba cada vez más fuerte, como miles de vacas mugiendo a la vez. Cerca del torbellino debía de resultar ensordecedor.

—¿Y tú, nuestro erudito amigo? —preguntó Derguín, dirigiéndose a Orfeo—. ¿Puedes explicarnos qué está pasando?

—Es evidente que se ha producido una turbulencia giratoria en las aguas, conocida por el vulgo como remolino —contestó la cabeza.

—Eso podría haberlo dicho yo, amigo —dijo El Mazo.

—Si te percataras de que las pausas retóricas en el discurso no significan que te corresponde el turno de palabra, habrías oído el resto. Esa turbulencia creciente sólo puede deberse a que en las profundidades está ocurriendo algún fenómeno violento que produce un efecto de succión.

—¿Y qué fenómeno puede ser? —preguntó Derguín.

—A pesar de que a mí mismo me parece un símil harto absurdo, es como si alguien hubiera abierto el desagüe de una pileta, pero a una escala mucho mayor.

Como bien decía Orfeo, sonaba absurdo. Sin embargo, la impresión que daba el remolino desde aquella distancia era exactamente ésa.

Los barcos giraban ya muy cerca del borde interior del torbellino. El vórtice no tardó en engullir al primero, y después al segundo, al tercero y a todos los demás. Al principio no desaparecían, sino que se los veía dando vueltas en el interior del embudo, pero al cabo de un rato se perdían de vista entre las sombras y la turbulencia.

—Parece que ése va a tener mejor suerte —dijo El Mazo.

Uno de los barcos había conseguido capturar un viento propicio. Durante un rato permaneció clavado en el mismo sitio; las aguas pugnaban por arrastrarlo a su seno y el aire por empujarlo hacia la costa. Derguín se descubrió a sí mismo con los puños apretados y diciéndole «Ánimo, ánimo» al velero.

—¡Lo va a conseguir! —exclamó El Mazo—. ¡Vamos, vamos! ¡Bravo por el capitán de esa nave!

Poco a poco, el viento ganó la batalla y el barco se alejó de la influencia del vórtice. Éste ya había dejado de crecer, aunque durante un rato siguió teniendo el mismo tamaño monstruoso y rugiendo con tanto estrépito como la peor de las galernas.

—Bajemos al puerto —dijo Derguín—. Vamos a ver qué motivo puede haber traído a una flota a un lugar tan solitario como éste.

Cuando llegaron al puerto con los caballos, el barco ya había atracado en la ensenada y se encontraba amarrado a uno de los dos bolardos que quedaban sobre el malecón. El pabellón amarillo que ondeaba en el palo mayor tenía bordado un karchar, y así se llamaba la nave: Karchar Gris.

La tripulación de la nave estaba desembarcando por la pasarela. Sobre todo, bajaban caballos, muchos caballos.

—No entiendo nada —dijo El Mazo mientras se acercaban—. ¿Tratantes de caballos en este lugar perdido? ¿A quién demonios pretenden vendérselos?

—Me temo que no son tratantes. ¿Ves a ese tipo larguirucho que abraza al joven pelirrojo que llora?

—Lo veo.

—Pues es mi amigo Ahri, el antiguo Numerista.

—¿Y eso que significa?

—Que me temo que en esos barcos que se ha tragado el abismo viajaba gente de la Horda.

Derguín añadió para sí: Y seguro que con ellos iba Kratos.