Yo creo que esas montañas son incluso más altas que las de Atagaira —dijo Kybes.
—¿Cómo puedes saberlo si las de mi país sólo las has visto por debajo? —preguntó Baoyim—. No hay cimas más altas en Tramórea que las de Atagaira.
A babor de la Lucerna se divisaba una costa de montañas recortadas. Sobre los picos más cercanos se alzaban otros, y por encima de éstos una tercera fila de cumbres y luego otra más, cada una más elevada que la anterior, hasta que el blanco de la nieve se confundía difuminado con el azul del cielo.
—Según Linar, las montañas de Halpiam son más altas —informó Kratos, reuniéndose con ellos en la amura del castillo de proa.
—¿Y eso cómo lo sabe? —preguntó Baoyim.
—Porque ha estado en ambas cordilleras.
—¿Y qué? ¿Acaso tiene una plomada mágica para calcular alturas?
—¿La tienes tú, Baoyim? —preguntó Kybes.
—No digas bobadas —respondió la Atagaira.
—Empiezo a pensar que no sólo los hombres nos obsesionamos con el tamaño. ¿Creéis que por tener las montañas más altas del mundo sois mejores?
—¿Sabes que te digo yo? Que aunque te gusten los hombres, eres tan tonto como cualquiera de ellos.
Sin añadir más, Baoyim cruzó la cubierta dando zancadas. Los tacones de madera de sus botas resonaron como martillazos sobre la tablazón. Cuando llegó a la amura de estribor, se acodó junto a Darkos, que contemplaba el panorama desde allí.
Kybes y Kratos se miraron.
—Qué mal genio se gastan las Atagairas —dijo Kratos.
—¿Vamos con ella para hacerla rabiar un poco más? —preguntó Kybes—. Es de las pocas cosas divertidas que se pueden hacer en este barco.
Kratos se encogió de hombros. Ambos se dirigieron al otro lado del barco. A estribor empezaba a vislumbrarse el perfil de un litoral que poco a poco se iba definiendo. Playas de color claro alternaban con acantilados de un gris negruzco. Sobre ellos flotaban nubes bajas y espesas brumas blancas que le daban a aquella costa un aire misterioso y vagamente amenazador.
—Las Tierras Antiguas —les informó el capitán Mihastular—. Allí sólo hay pueblos bárbaros que en vez de vivir en ciudades se organizan en tribus y clanes. Pero son lo bastante refinados como para que les gusten la cerámica, el vino, la orfebrería y la ropa que les llevamos. A cambio nos venden marfil de tetradonte, pieles de pantera, pájaros que hablan y piedras preciosas.
Kratos observó divertido que Mihastular enumeraba los géneros con los que mercadeaba a toda velocidad; cuando hablaba de cuestiones comerciales se embalaba con sus retahílas como un charlatán de feria.
Empezaba a caer la tarde, pero todavía quedaban unas dos horas de sol. Con suerte, atracarían antes de anochecer. Kratos se preguntó si sería capaz de acostumbrarse a pisar de nuevo un suelo que no oscilase y crujiese bajo sus pies.
Frente a ellos, la costa montañosa que tenían a babor se prolongaba en un promontorio que se extendía hacia el sur y casi cerraba el estrecho. Kratos lo examinó con el catalejo del ojeador. Bran se había quedado en Nikastu, con una pierna rota por la batalla contra la estatua de Anfiún, pero le había dado de buena voluntad su mayor tesoro al general de la Horda.
—Es tuyo, tah Kratos —le había dicho el ojeador, tendido en un jergón y con la pierna entablillada—. Te vendrá muy bien allá donde vayas.
—Sólo se trata de un préstamo, Bran —respondió Kratos—. Pronto estaré de regreso y te lo devolveré.
Enfocando aquel tubo de cobre hacia el promontorio, Kratos pudo distinguir mucho mejor los detalles. Era un acantilado de roca oscura, con una ensenada. En ella parecía abrirse un puerto, pero sólo se veían dos barcos varados en la playa. Aunque todavía se encontraban lejos, a Kratos le dio la impresión de que estaban abandonados.
Por encima del puerto, sobre el farallón, había una ciudad rodeada por murallas.
—Zenorta.
Kratos apartó el catalejo y se dio la vuelta. Linar había abandonado por fin su plantón en el castillo de popa para unirse a ellos. Por detrás del Kalagorinor, las barandillas de ambas bordas se encontraban abarrotadas de soldados que contemplaban el paisaje. Tras seis días en altamar, ver pasar aquellas costas a ambos lados era para ellos como presenciar una exhibición de fuegos artificiales de Pashkri.
—Zenorta —repitió Kratos. El nombre de la ciudad evocaba relatos del pasado remoto, leyendas de brillantes caballeros y hermosas reinas, guerras épicas y oscuras traiciones—. ¿Qué encontraremos allí?
—Nada —contestó Linar—. Sólo el inicio de nuestra siguiente etapa hasta Agarta.
—¿Otra etapa? —se quejó Darkos. Por un momento Kratos pensó que iba a añadir su consabido «no tritures», pero el muchacho se lo debió pensar mejor—. ¿Es que vamos a viajar hasta el fin del mundo?
—Eso sería difícil. El mundo es una esfera. ¿Acaso una esfera tiene un lugar que puedas llamar fin y otro punto que puedas llamar principio?
—Era una forma de hablar —dijo Darkos, rascándose la cabeza.
—¡Mirad! —exclamó Baoyim, señalando hacia la proa.
Entre las dos hileras de barcos que dibujaban la V había aparecido de repente una ancha columna de luz, un inmenso cilindro azulado que bajaba desde el cielo. Kratos entrecerró los ojos para no deslumbrarse y miró hacia las alturas. Aquella luz subía y subía hasta perderse de vista más allá de las nubes que los cubrían.
Se oyó un trueno violento y prolongado y notaron en los rostros una bofetada de viento cálido y picante. Allí donde la columna luminosa había cortado las aguas se levantaron siseantes columnas de espuma y vapor. El asombroso fenómeno duró apenas unos segundos, y después desapareció.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el capitán de la Lucerna. Pero nadie, ni siquiera Linar, supo responderle.
El viento se calmó de golpe. Las velas, que llevaban siete días henchidas por el soplo del Soteral, empezaron a restallar y flamear, y poco a poco se desinflaron. Los barcos todavía conservaban impulso, pero empezaron a perder velocidad frenados por el agua.
—Esto no me gusta nada —murmuró Kybes—. ¿A cuánto estamos de la costa?
—No creo que haya más de ocho kilómetros —contestó Mihastular.
—Capitán —dijo Linar—. Diles a los tripulantes de los demás barcos que se agarren bien y que aseguren lo mejor que puedan la carga y los caballos. Vamos a tener mar muy revuelto.
—¿Así, de repente? Si el viento se ha encalmado…
—Mucho más de repente de lo que imaginas.
El capitán dio órdenes al contramaestre, que tomó la bocina de latón y desde la amura de babor repitió a gritos las instrucciones de Linar. No soplaba ya una brizna de aire y las velas colgaban flácidas, mustias. Seguía habiendo mar de fondo, olas largas que mantenían la inercia del viento y hacían cabecear los barcos, pero ellos se estaban quedando parados.
En el centro de la formación, donde había caído aquella luz del cielo, el mar empezó a picarse como si algo burbujeara por debajo de la superficie.
—¿Qué está pasando, Mihastular? —preguntó Kratos.
—No lo sé —respondió el capitán—. Que conteste tu amigo el mago. Esto no es un fenómeno natural.
Kratos miró a Linar. El Kalagorinor tenía su único ojo enfocado en las aguas.
—¿Qué hacemos? ¿Mando a los soldados que bajen a la bodega?
—No sé dónde estarán más seguros —respondió Linar—. Diles que se sujeten con fuerza y que estén preparados para cualquier cosa.
—Si va a haber problemas —dijo el capitán—, mejor que dejen la cubierta despejada. Necesito que mis hombres tengan las manos libres.
—Eso tal vez sirva de algo —repuso Linar.
—Unas instrucciones muy tranquilizadoras —dijo Kratos, tragando saliva. Le hizo un gesto con los dedos a Gavilán y éste bajó a la cubierta principal para dar órdenes a los Invictos.
Darkos miró a su padre con cara de temor. Delante de ellos se estaba formando en el agua una especie de ojo oscuro rodeado por espirales de espuma.
—¿Qué hago yo, padre?
—No lo sé, Darkos. Quizá deberías bajar.
—¿Tú te vas a quedar aquí?
—Sí.
—Entonces, prefiero estar contigo.
Kratos asintió. Si el capitán y su tripulación seguían en cubierta, él no pensaba esconderse.
Empezaron a notar un nuevo impulso, como una mano que los empujara por estribor. La nave se escoró y el capitán ordenó virar a babor para ponerse en línea con la corriente y disminuir las guiñadas y balanceos.
El ojo que se había formado en el centro de la V se abría más y más, como si un embudo invisible se estuviera hundiendo en el agua.
—El mohoga —musitó el marinero que vigilaba la proa y controlaba la mesana. Aquel hombre, el proel, estaba pálido de miedo.
—¿El mohoga? ¿Qué es eso? —preguntó Kybes—. No suena nada bien.
—El mohoga es una serpiente gigante que habita en el fondo del mar, allí donde nunca llega la luz del sol —contestó el proel—. Cuando tiene hambre abre sus fauces y se lo traga todo: peces, algas, ballenas, karchares, incluso los barcos más grandes. Luego cierra la boca y hace una digestión de diez años hasta que vuelve a tener hambre.
—Qué suerte —dijo Kybes—. Hemos acertado a pasar por aquí justo cuando le apetecía un tentempié.
Nadie se rió. Ni siquiera él. Tenía los ojos amarillos muy abiertos, clavados en aquel agujero que crecía delante de ellos.
El capitán los abandonó para impartir instrucciones a su tripulación. Pese a su cuerpo gordezuelo y su aspecto bonachón, ahora parecía poseído por las furias y corría de un lado a otro gritando y dando palmadas.
La boca del mohoga seguía creciendo. A su alrededor se había formado un cinturón de espuma, un círculo cada vez más amplio que no dejaba de ensancharse.
—Haz algo, Linar —dijo Kratos, mirando al mago, que continuaba impertérrito.
—Te escucho —dijo el Kalagorinor, con voz opaca.
Kratos se dio cuenta de que Linar no se había dirigido a él. Se acercó y se puso de puntillas para verle la cara mejor. Tenía la pupila tan dilatada como si se hubiera echado jugo de belladona en el ojo.
—¿Qué quieres decir, Linar? ¿A quién escuchas?
—Guardianes del destino. Centinelas del tiempo. Despídeme de Kalitres, Mikhon Tiq. Volveremos a vernos cuando…
Kratos le sacudió por los hombros. Era la primera vez que le ponía las manos encima al Kalagorinor. Notó su cuerpo duro y rígido como una talla de madera.
—¡Linar! ¡Vuelve! ¿Con quién demonios estás hablando?
El mago parpadeó, y su pupila encogió hasta enfocarse en Kratos.
—¿Con quién hablabas?
Linar apartó con una mano los brazos de Kratos. Éste se dio cuenta por primera vez de la fuerza que tenía el anciano. Había hecho el gesto como al desgaire, pero el movimiento fue tan irresistible como la caída de un árbol talado.
—No es cuestión que deba preocuparte ahora. Tenemos problemas más inmediatos.
Bajo ellos, la cubierta se sacudía en todas direcciones. Kratos había aprendido por fin la diferencia entre cabeceo, balanceo y guiñada. Ahora los tres movimientos se combinaban de una forma caótica. Bajo el casco, daba la impresión de que el agua se había vuelto sólida como la roca.
Kratos había comprobado que en el mar siempre se oían ruidos. El viento que hacía flamear las velas o silbaba en los oídos. El rumor constante de las olas, como un coro cantando un bajo continuo sobre el que destacaban los solistas: crestas de espuma que rompían con burbujeantes siseos, olas que azotaban los costados del barco tan curvadas que el aire que quedaba encerrado en su seno resonaba como un palmetazo. Los crujidos del maderamen, las cuerdas tensándose y destensándose, el giro de la rueda del timón.
Pero ahora empezaba a escucharse un sonido muy distinto, un fragor creciente, como si cientos de trompas de bronce llamaran al mismo tiempo a la batalla.
—¿Por qué no tendremos remos? —se lamentó Kybes.
—No nos servirían de nada —respondió el proel, con las manos agarrotadas sobre la amura—. Vamos de narices hacia el mohoga. Nada puede impedirlo.
Alrededor de aquella boca se había levantado una especie de tapia de agua coronada por un hirviente bardal de espuma que no dejaba ver el agujero abierto en el mar. Uno de los barcos que iban por delante de la Lucerna subió aquella barrera blanca. Durante un rato cabalgó la cresta de esas olas innaturales y después, entre violentos zarandeos, desapareció. Poco después pasó lo mismo con una segunda nave, y con una tercera.
¿Para eso habían recorrido medio mundo? ¿Para convertirse en la cena de una gigantesca serpiente de mar?
Tenían ya muy cerca la pared de agua y espuma. Medía cuatro o cinco metros de altura y les impedía ver lo que había al otro lado, aunque algunas olas levantaban tanto la proa que, antes de bajar de nuevo, llegaban a vislumbrar por un segundo la oscuridad que se abría más allá.
Kratos se había agarrado con una mano a una de las jarcias muertas que sujetaban el trinquete, y con el otro brazo rodeaba los hombros de Darkos. Volvió la mirada hacia el palo mayor. El vigía de cofa gritaba y señalaba hacia el frente, pero el fragor de las olas ahogaba su voz.
—¡Allá vamos! —gritó Kybes con voz aguda. Tenía los cabellos empapados y pegados a la cabeza, y al hablar le salía espuma por la boca. Todos mostraban el mismo aspecto, aterrorizados, calados, con los párpados entornados para evitar que les entrara sal en los ojos y los nudillos blancos de aferrarse a cualquier cabo o madero que tuvieran a mano.
La proa de la Lucerna llegó al borde de la pared y empezó a levantarse. Kratos notó el peso de Darkos contra su pecho. Sus botas empezaron a resbalar por las tablas hasta que su talón topó con algo, un taco clavado en el suelo o algo similar. Por un momento pensó que el barco no iba a ser capaz de coronar aquella cresta que ya medía cerca de siete metros, pero el impulso que habían adquirido los llevó hasta las alturas.
—¡Santas Shirta y Taniar! —exclamó Baoyim.
Por fin vieron lo que los aguardaba. A babor se abría un gigantesco embudo de más de un kilómetro de diámetro. Sus paredes bajaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y el agua giraba en ellas formando una vertiginosa espiral hasta hundirse mucho más abajo en un abismo insondable y oscuro del que emergían chorros de espuma disparados hacia las alturas como si un volcán submarino escupiese agua en lugar de lava.
El colosal torbellino ya se había tragado a varios barcos que descendían por las paredes de aquel embudo, tan escorados que parecía milagroso que no zozobraran. A una velocidad asombrosa, la Lucerna dio una vuelta completa a aquel círculo que no dejaba de crecer. Kratos volvió la mirada a estribor. A través de rociones tornasolados, divisó la costa y aquella ciudad que nunca llegaría a conocer.
Aunque había nacido junto al mar, siempre se había mantenido apartado de él. Ahora, en sus últimos momentos de vida, el mar lo reclamaba.
Perecer ahogado no es muerte para un guerrero, se dijo rechinando los dientes.
La Lucerna empezó a descender hacia el abismo, inclinándose a babor para adaptarse a la superficie interior del embudo. En la bodega se oyeron gritos y golpes, ahogados por el mugido ensordecedor del vórtice. Con el rabillo del ojo, Kratos vio algo que pasaba volando sobre su cabeza. Al levantar la mirada descubrió que era el vigía, que se había caído de la cofa y se precipitaba al mar. Durante unos instantes las manos del marinero asomaron entre la espuma. Después desapareció, engullido por las aguas o tal vez aplastado por el casco.
Curiosamente, tras sobrepasar la cresta, la nave se había estabilizado un poco. La superficie dentro del remolino se veía más lisa que en el exterior. El barco estaba tan ladeado que en circunstancias normales habrían volcado; pero ahora las referencias habían cambiado, pues el agua tenía la misma inclinación que ellos. De no ser porque su peso tiraba de él hacia la amura de babor, Kratos habría llegado a creer que navegaban derechos.
A la izquierda, la oscuridad del abismo central se acercaba cada vez más, mientras que a estribor aquel extraño mar inclinado parecía crecer. La sensación se debía a que el embudo seguía haciéndose más ancho, y también a que bajaban arrastrados en una espiral que los alejaba cada vez más del borde exterior del torbellino. Más arriba y al otro lado del vórtice se veían más barcos a los que ya había devorado. ¿Cuántos eran? ¿Doce, quince? ¿Los veinte? Kratos intentó contar, pero todo era demasiado cáotico y vertiginoso. Se preguntó si alguna de sus naves habría logrado escapar de aquella boca inmensa y voraz.
El panorama a babor daba espanto; sin embargo, Kratos no podía apartar la mirada de aquella sima oscura y cada vez más cercana. Al principio la pared frontera del embudo se veía muy lejos, pero ahora los barcos que giraban frente a ellos lo hacían a menos de quinientos metros. ¿Qué ocurriría cuando el remolino se cerrase?
Que nos ahogaremos como ratas, se contestó a sí mismo.
—¿Vamos a morir? —le preguntó Darkos.
El ruido era infernal, una mezcla de un bramido grave que hacía retemblar los huesos, silbidos de aire y agua, gritos agudos, ásperos crujidos. Kratos inclinó la cabeza para contestar a su hijo gritándole al oído. Al abrir la boca, le entró en ella un chorro de agua. Tosió y echó espuma y sal por las narices, y por fin respondió:
—¡Tú no te separes de mí pase lo que pase!
Al oír gritos redoblados de desaliento y temor, dirigió la mirada de nuevo a babor.
Allí, en el centro del abismo, había aparecido un gigante.
—¡Es el cabrón de Anfiún! —exclamó Gavilán.
El dios, de más de cuarenta metros de altura, flotaba en el aire, girando sobre sí mismo para acompañar el movimiento de las naves. La cabeza del coloso se hallaba a la altura de la cofa de la Lucerna y sus ojos buscaban algo en la cubierta.
Ha venido a por mí, comprendió Kratos.
Aquel Anfiún tenía unos rasgos parecidos a los de su estatua, pero sus proporciones eran mucho más hercúleas. Las manos, los hombros y los bíceps eran desproporcionados, y la armadura ceñía unos pectorales que no parecían adornos tallados como en las corazas ceremoniales de Malabashi. La cabeza no habría entrado por las grandes puertas de las murallas de Koras. Sus iris eran rojos y las pupilas dobles destellaban como ascuas.
La voz del dios retumbó en el abismo sobreponiéndose al bramido del vórtice.
—¡Yo te saludo, Kratos May! ¡Patético Tahedorán, señor de un hatajo de harapientos, maestro de un don nadie, esposo de una furcia y padre de dos lombrices que no verán la luz de otro día! ¡Un hombre, un vulgar hombre que ha de morir ahogado como una rata, pero no sin conocer antes la gloria y el poder de Anfiún, señor de la guerra y brazo derecho de su señor Tubilok el Glorioso!
Aquellas palabras eran una burla deformada del desafío que Kratos le había lanzado a Anfiún antes de que el empuje de cientos de Invictos destruyera su estatua arrojándola por un acantilado. Qué mezquino para ser un dios todopoderoso, pensó.
Con una sonrisa cruel, Anfiún extendió una mano monstruosa hacia la cubierta del barco. Todos los que viajaban a proa se agacharon o huyeron arrastrándose hacia la cubierta principal.
Mientras Darkos se agarraba a la jarcia soltando a Kratos, éste desenvainó la espada. Si el gigante pensaba aplastarlo entre esos dedazos, antes le cortaría uno.
Cuando su mano ya había pasado por encima de la borda y parecía que iba a coger a Kratos, el gigante cambió de opinión, apartó el brazo y cerró el puño. Después, con una carcajada estruendosa, se elevó volando hacia las alturas. Sus pies pasaron por encima de la Lucerna y la colosal figura se desvaneció confundida con la bóveda azul de un cielo cada vez más lejano.
—¡No era el verdadero Anfiún! ¡Sólo una imagen! —gritó Linar.
Aun así, se preguntó Kratos, ¿qué poder se necesitaba para crear una imagen más grande que un barco?
Seguían bajando, siempre tan escorados que Kratos temía que volcaran en cualquier momento.
—¡No es tan fácil conseguir que la Lucerna zozobre! —gritó el proel.
—Pero ¿qué pasará cuando lleguemos ahí abajo? —preguntó Darkos.
—¡Pronto lo sabremos, rapaz! —le contestó el marinero.
Linar había cerrado el ojo y movía los labios como si salmodiara. ¿Tenía miedo acaso? ¿Se estaba despidiendo de sus propios dioses, si es que en el universo existía alguna deidad que no fuera una criatura caprichosa y homicida?
Kratos ignoraba cuánto tiempo llevaban descendiendo por el torbellino. El cielo se hallaba a casi mil metros sobre sus cabezas, el cabrilleo de los rayos de sol en las olas era cada vez más débil y las sombras empezaban a adueñarse de todo. Era como encontrarse en el fondo de un extraño valle mágico rodeado por laderas vivas que formaban intrincados dibujos de agua y espuma.
El rugido no dejaba de crecer. Se acercaban al borde interior del vórtice. Kratos pensó que, si Ahri hubiera viajado con ellos, se habría dedicado a calcular la relación entre las vueltas que daba la Lucerna y las que describían las naves que se hallaban más abajo. Cuando el primer velero desapareció tragado por el abismo, se oyó un lamento, débil como el chillido de una rata. Kratos imaginó que era el grito colectivo de cien gargantas ahogado por el rugido de las olas.
El final era inminente. Uno tras otro, los barcos que precedían a la Lucerna fueron engullidos por esa garganta monstruosa. Ahora que se encontraban tan cerca, podían ver que el borde donde las aguas se volcaban finalmente era una inmensa catarata circular.
Kratos estrechó a su hijo contra su cuerpo.
—¡Quiero que sepas que no me arrepiento de haberte traído conmigo, Darkos! ¡Nos hemos atrevido a luchar contra los dioses, y ellos nos han vencido! ¡Pero al menos nos hemos atrevido!
—¡Bien dicho, padre!
Linar se volvió hacia ellos. ¿Era una ilusión suya o les sonreía?
—¡Estáis con Linar el Kalagorinor! ¡Llevo siglos esperando la llegada de los dioses! ¡No van a asustarme con una vulgar galerna!
—¿Llamas vulgar galerna a eso? —preguntó Baoyim señalando adelante.
La nave giró hacia el enorme pozo central y empezó a cabecear de la proa. Kratos y Darkos se apretaron contra la amura mientras la nave seguía inclinándose. Las aguas saltaban entre enormes borbotones de espuma sobre el borde de la catarata.
—¡Pase lo que pase y veáis lo que veáis, aguantad juntos! —gritó Linar.
El Kalagorinor abrió los brazos. La cabeza de serpiente de su bastón pareció cobrar vida y los ojos de rubí se convirtieron en dos luces incandescentes. Mientras la Lucerna se inclinaba hacia el precipicio, los pies de Linar se separaron de la cubierta.
El mago voló. Fue como si se quedara clavado en el aire, mientras la nave continuaba girando en el tramo final del torbellino antes de hundirse en el abismo.
Un repentino viento silbó sobre sus cabezas e impulsó a Linar al centro del embudo. Allí adoptó una postura extraña, con el cuerpo horizontal y los brazos y las piernas extendidas, y gritó con una voz que llegó a todas las naves:
—¡Permaneced unidos! ¡No dejéis que el miedo os venza!
La espuma barría la cubierta. Por encima de la amura, tras el borde de la catarata, no había nada.
Kratos resistió la tentación de encomendarse a los dioses. Eran ellos quienes iban a matarlos.
La nave atravesó una pared de agua y espuma que les entró por la boca y los oídos.
Y entonces cayeron.
El grito que habían oído antes brotó ahora de sus gargantas, una larga y desesperada O de espanto. La Lucerna se puso vertical. Kratos apretó las rodillas contra la amura y miró a sus compañeros de pesadilla. Darkos, Kybes, Baoyim y el proel tenían los ojos abiertos en un gesto de pavor congelado.
De pronto nada tenía peso. Kratos notó cómo se le encogía el estómago mientras se precipitaban hacia la nada. Las paredes de agua formaban un cilindro negro de unos doscientos metros de ancho, en el que sólo se veían algunas líneas de espuma, como canas en una melena. Kratos torció el cuello hacia las alturas. El cielo era una cúpula azul que poco a poco se estrechaba hasta convertirse en una claraboya.
Caían cada vez más rápido, entre gritos de terror renovados. Sus estómagos parecían querer quedarse atrás. El agua descendía con ellos, pero a menos velocidad, por lo que se antojaba que lloviera hacia arriba. El viento aullaba en sus oídos y los ojos les lloraban. Kratos quiso decirle algo a su hijo. El aire entró en su boca y le separó las mejillas como si hurgara en ellas con dedos de hierro. La cabellera de Baoyim ondeaba furiosa. Sobre sus cabezas la vela de mesana, a medio recoger, se hinchó tanto que acabó rajándose con un sonoro estallido.
Kratos pensó que si no dejaban de acelerar en su caída, el mismo aire iba a convertirse en un muro sólido y ellos morirían asfixiados, aplastados o ambas cosas a la vez. Sin embargo, no llevaban mucho rato cayendo cuando, para su sorpresa, su velocidad se estabilizó y la sensación de vacío en el estómago desapareció. Ahora no daba la impresión de que caían, sino de que viajaban contra un viento muy fuerte.
Tumbado sobre la amura, Kratos giró tentativamente el cuerpo. El cielo era un ojo azul cada vez más pequeño. Sobre sus cabezas se veían más barcos, con las proas por delante. Al principio temió que se precipitaran sobre la Lucerna y la destrozaran en el choque, pero enseguida comprendió que todos caían a la misma velocidad. Linar seguía volando entre las naves; pero pronto dejó de ver al mago, pues los ojos de la serpiente brillaban cada vez con más intensidad, alumbrando el inmenso pozo como un sol en miniatura, y Kratos tuvo que apartar la mirada para no deslumbrarse.
Abajo, en la negrura del abismo había aparecido un punto de luz. Poco a poco fue creciendo y se convirtió en un pequeño círculo rojo.
—¡Estamos cayendo al infierno! —gritó el proel.
¿Qué les aguardaba ahora? ¿Precipitarse dentro de un volcán llameante? ¿Acaso iban a morir abrasados en lugar de ahogados?
—¿Qué va a pasar, padre? —le gritó Darkos al oído—. ¿Qué vamos a encontrar allí abajo?
—¡No tengas miedo, hijo! ¡No sé lo que va a ocurrir, pero tú y yo estaremos juntos! —respondió Kratos, y descubrió que aquellas palabras pronunciadas para tranquilizar a su hijo también lo consolaban a él. Pensó en Aidé, y una súbita añoranza por su amante se le clavó en el pecho como una puñalada. Pero ella y nuestro hijo vivirán, se animó.
Todavía caían más rápidos que el agua, de modo que las paredes del cilindro, alumbradas por la vara de Linar, semejaban una catarata invertida. Por debajo del agua y la espuma se vislumbraban extrañas luces, como culebras incandescentes que recorrían las paredes.
Habían transcurrido unos cinco minutos de aquella caída sobrenatural. Kratos oyó una carcajada y miró a su derecha. Kybes le gritaba algo a Baoyim y se reía. Era una reacción absurda, pero no le extrañó del todo. La sensación de volar, aunque fuera hacia abajo, era embriagadora como un licor espiritoso.
De pronto notó algo raro en las entrañas, como si el cuerpo se le revolviera de dentro afuera. No debió ser el único, porque todos emitieron un extraño gemido, a medias entre un grito y un ataque de hipo. Habían notado una leve resistencia, como si atravesaran una membrana invisible, la superficie de una enorme burbuja.
Entonces todo se invirtió. Kratos notó una presión muy fuerte en la nuca y la vista se le nubló durante unos segundos.
Ya no caían. Ahora estaban subiendo.
No tardaron en perder impulso. Kratos se agarró fuerte a la amura, temiendo precipitarse hacia la popa, pero el barco compartía su movimiento. Así siguieron unos doscientos metros, y entonces quedaron inmóviles, suspendidos en el aire durante un instante que pareció eterno.
Y volvieron a caer.
—¡Padre! —gritó Darkos—. ¡Padre, mira eso!
Kratos se volvió hacia popa. Más allá de los barcos que los acompañaban en su caída había aparecido algo, un ser indescriptible, una especie de gusano inmenso que llenaba todo el túnel y venía hacia ellos.
Finalmente, el mohoga había venido a devorarlos.