AL OTRO LADO DE LA PUERTA SEFIL

¿Qué demonios ha pasado? —preguntó El Mazo, mirando en derredor con los ojos como platos. Un minuto antes estaban abrasándose bajo el sol del desierto de Guinos. Ahora una suave brisa acariciaba su piel y las olas del mar bañaban una playa de arenas oscuras.

—El atajo… —murmuró Derguín.

—¿Cómo?

—Es lo que nos dijo Tarimán, ¿recuerdas? «Un atajo muy rápido que te acercará a tu destino».

Levantó la mirada. Asombrado, comprobó que no sólo no era el mismo lugar, sino ni tan siquiera la misma hora. El sol se hallaba mucho más alto en un cielo que se veía rasgado por algunas líneas de cirros. Por la posición del astro, Derguín dedujo que se hallaban mirando al este.

Desplegó en su mente el mapa de Tarondas. ¿Dónde podrían estar? En Guinos no, desde luego. Pero podían encontrarse en alguna de las islas de la Barrera, asomados al mar de Ritión. O en la orilla este del mar de Kéraunos. O quizá incluso —aunque le resultaba inconcebible haber llegado tan lejos— estaban asomados a la inmensidad del mar de los Sueños, en los confines orientales de Tramórea.

—Date la vuelta, Derguín —le dijo El Mazo.

Por encima de la cúpula se levantaba un acantilado de casi cien metros de altura que cerraba la playa por el norte y el oeste. La roca era oscura, de un gris negruzco. Pero lo más llamativo era su forma: la pared se corrugaba en tubos verticales, cilindros casi regulares de más de un metro de diámetro, apiñados como los tubos de un gigantesco órgano de Malirie. Si Derguín hubiera sido uno de los afamados paisajistas de Pashkri, sin duda habría sacado allí mismo sus carboncillos para dibujar un boceto.

Durante un rato se quedó extasiado contemplando el acantilado y preguntándose qué fuerzas o caprichos de la naturaleza podían crear aquel fascinante paisaje.

Un paisaje que también quedaría destruido cuando se desencadenaran las fuerzas del Prates. No sólo las obras de los hombres iban a caer en el olvido.

—Tú que eres una persona leída, ¿has oído hablar de este sitio? —preguntó El Mazo.

—Jamás en mi vida.

Volvió su atención a la cúpula. Los caballos, la armadura de Derguín, las mudas, las provisiones, los odres de agua ya casi vacíos: todo se había quedado en aquel cráter yermo.

—¡Mierda! ¡Somos estúpidos!

Corrió hacia la cúpula y empezó a palpar la pared con gestos nerviosos, mientras se maldecía por no recordar el lugar por donde habían salido. Luego cayó en la cuenta y se dio una palmada en la frente. ¡Las huellas!

Allí estaban las de ellos dos, mezcladas con las mismas que habían visto en el desierto. Derguín, pese a su adiestramiento en Uhdanfiún, no era un gran batidor. Pero resultaba casi imposible no distinguir los rastros de los dos grupos en la playa: ambos seguían el único camino posible, el que llevaba al sur. El resol que cabrilleaba en las olas deslumbraba un poco, pero daba la impresión de que la playa describía un recodo hacia el oeste. Si no era así, si el acantilado la cerraba por entero y no había salida de aquel paraje, ¿qué sentido tenía construir la cúpula en ese lugar?

—¡Eh! —le llamó El Mazo, que también había estado palpando la pared del domo—. ¡Se ha vuelto a abrir! ¡Rápido!

Sí, seguramente urgía más recuperar los caballos y la impedimenta. Después buscarían la salida. Si es que volvían a aparecer en esta misma playa: Derguín ya no se sentía seguro de nada.

Sin embargo, tras dejarse bañar por la luz fantasmal y salir por la puerta, se encontraron de nuevo en el desierto de Guinos.

Resultaba desconcertante. Unos segundos antes, recibían en el rostro la húmeda y fresca caricia de la brisa marina. Y ahora, de pronto, volvían a notar una bofetada de calor seco y a respirar el aire denso de la hondonada de Guinos.

La posición del sol había cambiado de nuevo. Aquí todavía no era ni media mañana, mientras que en aquella playa ya había pasado del mediodía.

El Mazo tomó de las riendas a ambos caballos, que no se habían movido de donde los habían dejado. Mientras tanto, Derguín se concentró en el enigma de la posición solar.

—¡Ya entiendo! —exclamó Derguín—. La salida de esta puerta se encuentra muy lejos de aquí, al este.

—¿Qué tienen que ver los testículos con los champiñones? —se extrañó El Mazo.

—¡Todo!

Usando la punta de un guijarro, Derguín trazó un amplio círculo en el polvo del suelo.

—Nosotros estamos aquí. Ésta es Kthoma.

—¿Kthoma? No había oído esa palabra en mi vida.

—Es la forma de referirse al mundo que tienen los astrónomos. Pero para que te suene más familiar, digamos que es Tramórea. Toda Tramórea, incluido nuestro continente, el de los Aifolu, los océanos y las tierras desconocidas que pueda haber allende el mar.

—Ajá.

—Ten en cuenta que se trata de una esfera, no de un disco. Aunque la gente ignorante crea que Kthoma… que Tramórea es plana, en realidad tiene forma esférica. Si fuera lisa como un plato, el horizonte se extendería hasta el infinito, y puedes ver que no es así. Una hondonada como ésta no es el mejor sitio para comprobarlo, pero tú que has navegado puedes comprenderlo.

El Mazo se rascó la cabeza. Era un hombre inteligente para los asuntos prácticos, pero solía atollarse en el pensamiento abstracto.

—La verdad es que no se me había ocurrido preguntarme si Tramórea era como un plato o como una pelota —reconoció.

—Pues es como una pelota, créeme. Ahora mira.

Sobre aquella Tramórea a escala dibujó un minúsculo semicírculo.

—Ésta es la cúpula donde nos encontramos. —Después trazó un nuevo círculo, algo alejado de Tramórea, y una raya que los unía, de tal manera que caía sobre la cúpula con un ángulo de unos cuarenta y cinco grados—. Y éstos son los rayos del sol. Como ves, nos caen oblicuos. Eso es porque todavía no es ni media mañana.

—Ajá —volvió a asentir El Mazo, no muy convencido.

Derguín dibujó otro pequeño semicírculo sobre la superficie de Tramórea, y lo unió al sol con otra raya. Ahora, la línea caía perpendicular sobre ese segundo domo.

—¿Ves? Ésta es la cúpula por la que hemos aparecido en la playa. Allí los rayos de sol caen desde lo más alto, porque es mediodía. En realidad, tengo la impresión de que ya ha pasado el mediodía, pero es más fácil explicarlo así.

—Si tú lo dices…

—Lo que significa que allí hace más horas que amaneció. Y como el sol sale por oriente, de ahí se deduce que esa playa se encuentra al este de aquí. Incluso podría calcular a cuánta distancia si…

El Mazo se incorporó y, como si quisiera adelantarse a los dioses, destruyó la Tramórea creada por Derguín borrándola con sus botazas.

—Me importa un comino dónde se encuentra esa playa. Lo único que sé es que, aunque allí sea mediodía, prefiero mil veces estar al lado del mar que seguir achicharrándome aquí. ¡Vamos!

La cúpula se había cerrado, pero esta vez no les preocupó. Cuando palparon en su superficie en el mismo punto por el que habían salido, se abrió de nuevo. Los caballos se resistieron un poco a entrar, y El Mazo tuvo que tirar de ellos. Cuando los colocaron bajo el haz luminoso, la montura de Derguín, que era casi blanca, fosforeció como una visión fantasmagórica.

Volvieron a sentir esa fugacísima sensación de caída, y los caballos relincharon inquietos. Cuando se abrió la puerta de la cúpula, salieron de nuevo a la playa.

—¡Por Himíe, qué gusto librarse de ese asqueroso calor! —dijo El Mazo, dando una palmada de satisfacción. A Derguín le sorprendió la rapidez con que su amigo se había acostumbrado a viajar de aquella manera sobrenatural, sin preguntarse dónde habían ido a parar ni cómo dos puntos lejanos podían unirse de forma instantánea. Como ya había observado en otras ocasiones, El Mazo era un hombre práctico y adaptable.

Caminaron por la playa siguiendo el rastro de huellas, con el sol de cara. Derguín empezó a dudar. Debido precisamente a la posición del sol, estaba convencido de que el mar se extendía hacia el este. Pero ¿y si habían aparecido en el continente de Aifu, por debajo del ecuador? En tal caso el sol les quedaría al norte, y ellos tendrían el mar al oeste.

Mejor que no se lo explique al Mazo, pensó.

Mas, como aprendiz de Numerista que había sido, su mente no podía dejar de calcular. De vez en cuando se paraba y observaba la altura del sol, extendiendo los brazos y montando las manos una sobre otra para medir cuántos palmos había entre el horizonte marino y el astro rey.

—Te vas a quedar todavía más majareta de lo que estás —le dijo El Mazo, volviéndose para ver por qué su amigo se rezagaba.

Probablemente, pensó Derguín. Desde niño le habían dicho cosas así. Pero mientras se dedicaba a calcular dónde podían estar, no pensaba en cuánto necesitaba empuñar a Zemal, ni en el sueño aterrador sobre las Moiras, ni se preguntaba qué les estaría pasando a Ariel y Neerya, o a Kybes y Baoyim.

O incluso a Kratos.

Me da igual lo que le ocurra a Kratos. No se merece ni un barreño de agua sucia, trató de convencerse. Pero no dejaba de reconcomerse por la forma en que se habían despedido, y cuanto más pensaba en su propia conducta en la taberna de Gavilán, menos orgulloso se sentía. En particular, cada vez que recordaba el azote que le había propinado a Orbaida, se ruborizaba hasta las orejas.

Definitivamente, era mejor concentrarse en los cálculos.

Seguía enfrascado en ellos cuando vieron que la playa se terminaba. A su derecha se levantaba un escarpado promontorio de roca, tan oscuro como el acantilado que Derguín había bautizado «el órgano de Pashkri», aunque no tan pintoresco.

—Espero que haya una salida —dijo Derguín.

—Tiene que haberla. Si no, los dueños de todas estas huellas seguirían aquí —repuso El Mazo.

—Cierto.

Al final, la orilla doblaba a la derecha formando un estrecho pasillo de arena. Anduvieron por él unos cincuenta metros, hasta encontrarse con otro recodo que giraba de nuevo a la derecha.

Al llegar allí, se encontraron ante una amplia bahía cerrada en el otro extremo por un espigón natural y rodeada por paredes también de basalto. En su interior había un puerto, o más bien los restos de un antiguo puerto. Hacia el extremo más alejado de la ensenada se levantaba un malecón gris. La parte de él que sobresalía del agua estaba llena de algas y mejillones, y a unos quince metros del borde se veían las ruinas de lo que debieron ser cobertizos y almacenes.

Caminaron por la bahía. Sobre la arena de la playa, antes de llegar al malecón, yacían dos barcos medio escorados. No quedaba apenas más que la armazón; parecían grandes bestias devoradas por los buitres y reducidas a los costillares. Eran alargadas, como grandes canoas. Una de ellas conservaba parte del costado de babor. Al ver unas aberturas cuadradas, Derguín imaginó que eran portillas para los remos. Ambas quillas terminaban en espolones. Se acercó y se agachó para examinarlos. Había unos agujeros redondos que debieron albergar remaches. Seguramente los espolones estuvieron blindados con placas de bronce, pero se las habían arrancado.

—Eran naves de guerra —comentó Derguín—. Galeras de remos, más apropiadas para un mar interior como el de Ritión o el de Kéraunos.

—¿Sigues intentando deducir dónde estamos? —preguntó El Mazo.

—Averiguar algo así no se halla al alcance de bárbaros atrasados —opinó la cabeza de Orfeo, alzando la voz para hacerse oír.

—¿Y ahora qué ha dicho el calvito? —preguntó El Mazo.

—Que personas tan inteligentes como nosotros no tardarán en orientarse. Y ya verás como tiene razón.

Al fondo de la bahía, entre las dos paredes naturales que la cerraban, había un talud de tierra por el que subía una calzada en zigzag. Pero antes de emprender la ascensión por ella para descubrir adónde conducía, examinaron el lugar en busca de agua potable. Unos árboles que crecían detrás de los antiguos cobertizos les dieron la pista. Allí había un manantial que brotaba de una grieta en la pared de basalto, y que se colaba por un sumidero del malecón para, presumiblemente, desembocar en el mar. No era muy caudaloso, pero el agua sabía bien y estaba fresca. Abrevaron a los caballos, llenaron los odres y ellos mismos se saciaron.

—Mira qué bien —dijo El Mazo, pellizcándose la mano—. He dejado de tener piel de viejo.

Subieron a pie por el talud. Pese a los culebreos de la calzada, la pendiente seguía siendo bastante empinada, y además muchos adoquines faltaban y otros se movían como los dientes de un anciano.

Cuando llegaron arriba jadeaban por el esfuerzo. Pese a que la brisa era fresca y el cielo había empezado a cubrirse de nubes, estaban sudando. Se volvieron para contemplar la bahía y los barcos varados. Habían subido más de cien metros desde la playa.

Tras coronar la cuesta, la calzada continuaba recta, atravesando una gran explanada sobre los acantilados. En aquella planicie se alzaba una ciudad, rodeada por una muralla de grandes sillares negros.

—Al menos hemos llegado a un sitio civilizado —dijo Derguín.

—¿Tú crees? Yo diría que en esa ciudad no viven más que las lagartijas —contestó El Mazo.

—Para llegar a un sitio civilizado tendríais que haber nacido dos mil años antes. Ya no queda en este mundo nada que merezca el nombre de civilización —opinó la cabeza de Orfeo.

Derguín estuvo tentado de sacarle y preguntarle dónde se encontraban. Pero seguramente se negaría a contestar; además, tenía el prurito de averiguarlo por sus propios medios.

Para orientarse mejor, giró en derredor y examinó el panorama. Al sur, o más bien al suroeste, por donde empezaba a bajar el sol, había un estrecho de mar. A ojo de buen cubero, calculó que medía diez o doce kilómetros. Al otro lado se levantaba una costa de farallones oscuros y recortados entre los que se abrían tortuosas calas que parecían inaccesibles salvo por mar.

Se volvió a la izquierda, el este. A sus pies se hallaba la playa en la que habían aparecido. Acercándose al borde del acantilado, pudo ver la cúpula desde arriba. Su parte superior no mostraba nada particular, ni remate ni grabados, y era tan negra como las paredes.

Más allá se extendía un vasto mar, limitado tan sólo por un horizonte recto en el que no se vislumbraba la silueta de ninguna isla.

Derguín giró sobre sí mismo, se acercó al otro borde del promontorio y se asomó al oeste. Pasado el espigón que cerraba el puerto, la costa sobre la que se encontraban seguía recta en dirección norte. Muy a lo lejos, borroso por la distancia, se intuía un litoral montañoso que giraba hacia poniente.

Aquel mar se veía más oscuro y revuelto que el otro. Derguín sospechaba que se trataba de un mar interior, mientras que el que habían dejado a su espalda era un océano. Pero antes de comunicar sus sospechas al Mazo quería inspeccionar la ciudad.

En el cielo, los cirros que venían del oeste presagiaban que el tiempo iba a cambiar. Ahora que se habían parado, el viento en lo alto del promontorio empezaba a enfriarles el sudor. Ambos se envolvieron en las capas y se dirigieron hacia la ciudad. Como no distaba más de quinientos metros, decidieron seguir caminando por dar más descanso a las bestias.

La muralla estaba reforzada por baluartes circulares en las esquinas y varias torres defensivas. Muchas de ellas estaban derruidas y buena parte de las almenas del adarve se veían desmochadas.

No tardaron en llegar a las puertas, o más bien al hueco donde en un tiempo se alzaron las puertas. Al caminar bajo el dintel, un enorme bloque de piedra que debía pesar al menos cien toneladas, El Mazo miró arriba con recelo.

—Si se nos cae eso encima, nos va a dejar como hojas de plátano.

—Tranquilo —dijo Derguín—. Si ha aguantado mil años, no creo que vaya a desplomarse ahora.

—¿Mil años? ¿Lo dices por decir o es que sabes dónde estamos?

Por el momento, Derguín no contestó.

Si las murallas se hallaban deterioradas, el estado de las calles y casas del interior era ruinoso. De la mayoría de los edificios quedaba poco más que la planta, rodeada de cascotes. Aunque la piedra predominante era el basalto, había también losas y sillares de granito y de mármol. Al ser más claros, se apreciaba en ellos la señal del fuego.

—Esta ciudad fue destruida y saqueada —dijo El Mazo. Él mismo tenía experiencia de saqueador: años atrás había tomado al asalto el castillo del noblezuelo que había raptado y violado a su esposa Tarbe, allá en las tierras de Áinar.

—Eso parece —repuso Derguín—. Y debió ocurrir hace mucho tiempo. Me recuerdan más a las ruinas de Nidra que a las de Nikastu.

—¿Qué tiene que ver eso?

—Que Nidra lleva seis siglos abandonada, y Nikastu sólo ochenta años.

Apenas había muros que superaran el metro de altura, por lo que la vista estaba despejada y podía contemplarse toda la ciudad y el perímetro de las murallas. En el lienzo norte de éstas se abría una gran brecha rodeada de cascotes. Los invasores, fuesen quienes fuesen, debían de haber entrado por allí.

—Yo diría que este recinto es mayor que el de Zirna —dijo Derguín—. Según el censo oficial, del que no hay que fiarse mucho porque hay gente que trampea para no pagar tributos, Zirna tiene quince mil habitantes. Así que aquí podrían vivir unas veinte mil personas.

—¿Es que nunca dejas de calcular? Deberías haberte hecho contable en lugar de guerrero. ¡Me mareas!

—Pues si conocieras a Ahri te volverías loco.

Llegaron a una plaza central, un cuadrado de cincuenta metros de lado rodeado por restos de soportales. En el centro se alzaban dos estatuas que representaban a un hombre y a una mujer; era lo único intacto que habían encontrado hasta ahora en la ciudad.

Derguín examinó primero a la mujer. Medía unos cinco metros y estaba esculpida en un mármol rosado que, por contraste con el basalto que predominaba en toda la zona, parecía tan claro como alabastro. Sus rasgos eran rectos, de una belleza austera, tenía el pelo recogido por una diadema y llevaba un vestido largo ceñido por debajo de los pechos que caía hasta los pies con un fino drapeado. Su mano derecha, extendida, ofrecía algo; tal vez un presente de paz, a juzgar por la serena sonrisa de su rostro. Fuese lo que fuese, había desaparecido.

—Eh, ¿qué haces tú aquí? —preguntó El Mazo.

Al oír la pregunta de su amigo, Derguín se volvió. El hombre retratado llevaba una diadema parecida a la de la mujer. Una corona, pensó Derguín. ¿El rey de aquella ciudad? Vestía también una túnica, aunque no tan larga. Por debajo de las rodillas llevaba calzas y botas de caballero. Sobre la túnica, un almófar le cubría los hombros; el escultor había representado de forma meticulosa cada uno de los pequeños anillos que componían la malla.

La mano izquierda del hombre se apoyaba sobre el borde de un gran escudo ovalado, en cuyo broquel se alzaba un unicornio rampante. Tenía el brazo derecho adelantado, como la mujer, pero él todavía conservaba el objeto que empuñaban sus dedos, una espada de doble filo. Curiosamente, los bordes no eran rectos, sino que estaban tallados con un aserrado irregular.

En el pedestal había una inscripción. Derguín se agachó para leerla. Los caracteres parecían Arcanos, pero alguien los había borrado a golpe de cincel. Qué extraño, pensó, que hubieran respetado las estatuas, pero no las leyendas que sin duda explicaban quiénes eran.

Se incorporó y examinó de nuevo el rostro de la escultura.

—¿De verdad se parece a mí?

—Eres tú, si comieras como es debido y no tuvieras las mejillas tan hundidas.

Aquel rey, si es que lo era, tenía la nariz recta, los ojos grandes y los labios carnosos, como él. Incluso la complexión era similar a la suya, aunque algo más corpulenta.

Los filos de la espada. ¿Eran así realmente, o el aserrado pretendía representar otra cosa?

Tal vez el escultor quería simbolizar de ese modo llamas y arcos de plasma que brotaban de la hoja. ¿No pretendería esa espada ser…?

Zemal, pensó. Y añadió para sí: Ojalá fuera la auténtica, mientras se clavaba las uñas en la palma derecha. A ratos olvidaba la ausencia, pero ahora le subió la sangre a la cabeza, la vista se le nubló y notó un zumbido en los oídos.

Quizá aquel mareo no se debía tan sólo a la ansiedad, sino al vértigo que produce asomarse a un abismo. Por un momento, se preguntó si, del mismo modo que la cúpula les había permitido trasladarse mágicamente en el espacio, no les habría hecho viajar también en el tiempo.

¿Habrían llegado a un lejano futuro en el que Derguín, tras recuperar la Espada de Fuego, conquistaba un reino? No pudo evitar mirar a la mujer y buscar en ella rasgos conocidos. ¿Neerya? No, las facciones de la estatua eran bellas, pero más cuadradas que las de la joven cortesana Pashkriri.

No. No podía ser. El tiempo no era un lugar al que se pudiera viajar. El tiempo era… otra cosa. ¿Qué demonios era el tiempo? Esa pregunta tenían que responderla los filósofos, no los Tahedoranes.

El parecido entre aquel rey y Derguín debía de ser casualidad. Además, nunca había que fiarse demasiado del aspecto de una estatua: los escultores tendían a idealizar a los personajes que retrataban, sobre todo cuando eran nobles y monarcas.

Pero, aunque aquel hombre no fuese Derguín. —Por supuesto, añadió para sí, pues ¿cómo podía serlo?—, los filos de la espada seguían siendo demasiado peculiares. Y si en verdad pretendían representar las llamas de Zemal, eso corroboraba su sospecha.

Cerró los ojos, respiró hondo hasta que se le pasó lo peor del mareo y, por fin, le dijo al Mazo:

—Creo que sé dónde estamos.

—¿Dónde?

—En la legendaria ciudad de Zenorta.

El Mazo no pareció tan impresionado como esperaba Derguín. Volvió a levantar la mirada para examinar el rostro del supuesto rey y dijo:

—Entonces, este tipo tiene que ser…

—Zenort el Libertador, sí. El primer Zemalnit. Y esa espada de filos irregulares que empuña debe de ser Zemal.

—Pues te digo yo que ese Zenort podría haber sido tu padre, o más bien tu hermano gemelo.

—No me hables de hermanos gemelos, por favor.

—¿Por qué?

—Debo felicitarte por tu acertada conjetura —intervino Orfeo—. ¿En qué te has basado?

Ahora ya podía librarlo de su encierro por un rato. Sacó a Orfeo de la alforja, se sentó en el pedestal del presunto Zenort y se puso la cabeza sobre las rodillas.

Los ojos casi negros le miraban con curiosidad.

—¿De qué datos has conseguido deducir que ésta es la ciudad de Zenorta? —preguntó. Por una vez, su tono no sonaba condescendiente ni agraviado.

—Te lo diré, si… —Derguín hizo una pausa dramática.

—¿Piensas completar la prótasis para que sepa si vas a poder cumplir la apódosis?

—Si pretendes apabullarme con tus términos, te advierto que, aunque lleve espada, he copiado más de un tratado de sintaxis y retórica. Y sí, voy a terminar de explicarte mis condiciones.

—Adelante pues.

—Hablarás en Ritión para que mi amigo pueda entenderte.

—Una condición fastidiosa, pero aceptable. Explícame cómo…

Derguín le puso un dedo en los labios.

—Chssss. He dicho «condiciones». Yo satisfaré tu curiosidad, pero tú tendrás que hacer lo mismo con la mía.

—Me parece un trato harto injusto. Yo conozco muchas más cosas de este mundo y de cualquier otro que tú. Que me expliques por qué has llegado a la conclusión de que esta ciudad en ruinas es Zenorta no compensa el inagotable tesoro de información que podrías obtener de mí.

—Bueno, para compensarte puedo añadir algo al trato. Si empiezas a mostrarte más comunicativo…

… no te daré una patada y te arrojaré rodando por el acantilado.

No, eso no era demasiado diplomático. Tal vez Orfeo fanfarroneaba sobre sus conocimientos; pero, si en verdad los poseía, les vendría muy bien que los compartiera con ellos. Normalmente, los que tenían en monopolio la información, como Tarimán, Kalitres o Mikha, la repartían entre los demás con una exasperante tacañería. Y Derguín ya estaba más que harto de ser un peón manipulado por ellos.

—… te trataré con el respeto que alguien de tu noble condición se merece y atenderé con diligencia tus deseos y necesidades, siempre que esté en mi mano.

—¿Cómo puedes saber cuál es mi condición? ¿Y si fuera un vulgar plebeyo?

—Imposible en alguien que domina el Arcano y lo habla con tan refinada dicción.

La cabeza esbozó una sonrisa.

—Aunque seas un bárbaro debo decir que tienes posibilidades de progresar. ¿Me explicarás ahora cómo has descubierto que estamos en Zenorta?

—Si empiezas a hablarme en mi idioma, sí.

Orfeo repitió la pregunta en Ritión. El Mazo se había sentado junto a ellos y aprovechaba el descanso para embaular algo de queso, cecina y un pan casi tan duro como el pedestal donde había aposentado el trasero. Al oír a Orfeo, exclamó:

—¡Por fin le he entendido algo! No me lo puedo creer.

Derguín se preparó para disfrutar de su pequeño momento de gloria.

—Os explicaré cómo he averiguado dónde estamos. Primero, he dado por supuesto que seguimos en el continente de Tramórea, y no de Aifu.

—¿Y si no fuera así? —preguntó Orfeo.

—He de reconocer que me descabalaría el razonamiento, pero en todo momento he pensado que seguíamos en el hemisferio norte. Partiendo de eso, he calculado la diferencia de hora entre Guinos y este lugar utilizando las manos a modo de sextante para medir el cambio en la posición del sol. Es un truco que me enseñó mi amigo Narsel.

—¿Por qué a ti te enseñaba esas cosas y a mí no? —preguntó El Mazo.

—¿De verdad te habrían interesado? El caso es que la diferencia es de unas cuatro horas. Lo cual significa que nos encontramos a unos sesenta grados al este de Guinos.

—«Unos» sesenta grados es una medida que permite un enorme margen de error —objetó Orfeo.

—Sí. Pero conozco casi de memoria el mapa de Tarondas, y sé por dónde pasan sus meridianos. El único lugar que se halla a una distancia así de Guinos y que, al mismo tiempo, tiene una topografía parecida a la de este lugar es el estrecho que separa el mar de Kéraunos del mar de los Sueños. Justo donde Tarondas escribió entre interrogaciones el nombre de Zenorta.

—Lo único que he entendido de todo lo que has dicho es «lugar» —dijo El Mazo.

—Me has impresionado, mi bárbaro amigo —dijo la cabeza.

—Preferiría que me llamaras por mi nombre, si no supone un grave inconveniente para ti.

—Lo intentaré.

Derguín dejó la cabeza sobre el pedestal, entre El Mazo y él, y cogió queso del zurrón. Por cortesía, le ofreció a Orfeo, que lo rechazó, como era de esperar.

—Ahora es tu turno de compartir conocimientos —dijo Derguín.

—Espero que demuestres tener inteligencia suficiente para asimilarlos.

—Yo también. En primer lugar, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué magia poseen esas cúpulas de las que nunca había oído hablar?

—Se llaman puertas Sefil —explicó la cabeza—. Hace miles de años, en un mundo donde todavía no existían dioses, un visionario imaginó un sistema para viajar de forma instantánea sobre la superficie de un planeta uniendo los vértices de un sólido perfecto.

—¿Un sólido perfecto? ¿Es que hay sólidos imperfectos? —preguntó El Mazo.

—Los sólidos perfectos son cuerpos geométricos…

—Ni siquiera sé qué es un cuerpo geométrico.

Orfeo carraspeó, algo irritado, pero intentó explicarse.

—Un dado, por ejemplo. Incluso un bárbaro con exceso de musculatura como tú sabe lo que es un dado, ¿me equivoco?

El Mazo rezongó algo que sonaba parecido a un no.

—Un dado tiene forma de cubo, que es precisamente uno de los cinco sólidos perfectos. Dichos sólidos se llaman así porque sus caras son polígonos regulares iguales, todas sus aristas miden lo mismo y en cada uno de sus vértices se unen el mismo número de caras y aristas.

El Mazo miraba a Orfeo de hito en hito. Derguín sospechaba que términos como «polígonos» o «vértices» significaban tanto para él como «abracadabra» o «surtunumbur».

—Vale. Casi prefiero que no me sigas explicando nada —se resignó.

—Pero yo sí —dijo Derguín—. Prosigue, por favor.

—Mucho tiempo después de que el mencionado visionario describiera el sistema de transporte basado en los sólidos perfectos, los dioses lo construyeron, aprovechando la relación entre la geometría y el espaciotiempo, o más bien el hecho de que geometría y espaciotiempo son lo mismo.

»Los sólidos perfectos son cinco: el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro. De ellos, el más útil para los propósitos de los dioses era el dodecaedro, pues era el que más vértices ofrecía: veinte. Eso les permitió crear una red de transporte con veinte nodos de entrada y salida.

—Me avergüenza confesarlo —dijo Derguín—, pero yo tampoco estoy entendiendo gran cosa.

Ante los ojos asombrados de Derguín y El Mazo, una esfera de tres palmos de diámetro se materializó en el aire. Ambos dieron un respingo. Orfeo dijo con una sonrisa un tanto malvada:

—Tranquilos, mis semicivilizados amigos. Lo que estáis viendo es obra de una magia muy elemental.

Derguín adelantó el brazo e intentó tocar la esfera. Su dedo la atravesó. Sólo era una imagen, un fantasma inmaterial. Se tranquilizó. Al fin y al cabo, tan sólo era una más entre muchas maravillas. Había subido a Etemenanki, visto una ventana abierta al Bardaliut en el pecho de una estatua que hablaba y atravesado miles de kilómetros en un suspiro. Sin olvidar que estaba conversando con una cabeza desprovista de cuerpo.

Sobre la esfera apareció el mapa de Tramórea. Al sur había otra masa de tierra menor que no podía ser sino Aifu. Derguín se levantó para examinar la imagen por el otro lado y comprobó que, aparte de los dos continentes, sólo había mares. O más bien, un único e inmenso océano azul. Derguín jamás habría sospechado que la mayor parte del mundo consistiera en agua.

—¿Qué son estas dos manchas? —preguntó. Había dos círculos negros, uno al norte de donde se hallaban y otro en el punto opuesto de la esfera, en el hemisferio sur. Eran del tamaño del bosque de Corocín, o tal vez un poco más pequeños.

—Un error del mapa —respondió Orfeo—. Carece de importancia.

Los círculos negros desaparecieron. Después, todo el mapa se transparentó. Seguían viéndose los mares, las montañas, los bosques y los ríos, pero también podía distinguirse lo que había debajo. En el interior del globo, unas líneas blancas y brillantes dibujaron un dodecaedro cuyos vértices tocaban la superficie de la esfera.

—En cada uno de los vértices hay una cúpula como la que nos ha traído aquí —explicó Orfeo—. Gracias a la red Sefil, se puede viajar entre todos esos puntos instantáneamente.

Derguín siguió dando vueltas a la imagen flotante.

—Pero la mayoría de los vértices están en el mar. ¿Para qué quiere alguien aparecer en mitad del océano?

—Por desgracia, esa red de transporte nunca llegó a ser tan útil como se había proyectado. El problema es que los dioses sólo tuvieron tiempo, recursos o voluntad para crear dos continentes. Por eso la mayoría de los puntos Sefil están en el océano, construidos sobre altísimas columnas que se levantan desde el fondo abisal. Pero al menos estas dos puertas os han sido útiles ahora para llegar hasta aquí.

Dos de los vértices brillaron como estrellas titilantes. Uno estaba situado en el desierto de Guinos. El otro en el estrecho de Zenorta. Habían atravesado casi todo el continente de Tramórea sin sentir más que un ligero vértigo.

Pero ¿para qué?

—Vinimos aquí por consejo de Tarimán —dijo Derguín—. Según él, un atajo nos acercaría a nuestro destino. Ya sabemos en qué consistía ese atajo. Pero es evidente que estas ruinas abandonadas no son nuestro destino. Aquí no hay nada de interés.

—¿Tan seguro estás? —preguntó Orfeo.

La esfera se esfumó en el aire. Derguín se puso en cuclillas ante el pedestal para mirar a los ojos de la cabeza desde su misma altura y le dijo:

—En los últimos tiempos están ocurriendo demasiadas cosas extrañas que podrían parecer coincidencias. Pero no creo que lo sean. Por ejemplo, no puede ser casualidad que te encontráramos en la aldea de los Ghanim, precisamente a ti, que conoces la magia de esas cúpulas.

Orfeo hizo un gesto con las cejas y las comisuras de las bocas tan expresivo que Derguín casi creyó ver cómo encogía unos hombros inexistentes.

—Ignoro de dónde extraes esa conclusión.

—Tampoco puede ser casualidad que tu rostro sea exactamente igual que el de los tres Pinakles que, en el templo de Tarimán, me revelaron dónde estaba la Espada de Fuego.

—Una interesante cuestión la de los parecidos.

—Sí que lo es —dijo Derguín, mirando hacia arriba. Desde abajo tan sólo veía la barbilla y la punta de la nariz de la estatua, y desde luego no se reconocía a sí mismo. Volvió a mirar a Orfeo—. Creo que eres un servidor de Tarimán.

—Al menos, lo fui mientras tuve manos y piernas para servirle.

—En ese caso, ha llegado el momento de que tu señor nos diga qué debemos hacer a continuación. Según él, estamos más cerca de nuestro destino. Pero ¿cuál es? El tiempo apremia.

Orfeo le aguantó la mirada sin parpadear un buen rato. Por fin, contestó:

—¿Has observado que en el pedestal hay una inscripción?

—Sí, pero está borrada.

—Es una lástima. ¿No se reconoce ninguna letra?

—Me temo que no.

—Déjame que la vea yo.

Derguín agarró la cabeza por la base y la acercó al pedestal. Orfeo entrecerró los ojos y no dijo nada durante un rato. Mientras la cabeza examinaba la inscripción, Derguín sintió una tenue vibración que se transmitía a la punta de los dedos. ¿Estaría notando el sonido de los pensamientos de Orfeo?

—Creo que ya he reconstruido la leyenda. «Zenort el Libertador, héroe inmortal que», y etcétera, etcétera. Pero lo importante no está en lo que dice, sino en la clave que esconde.

—¿Una clave?

—Sí. Vas a necesitar las manos libres, así que puedes dejarme en el suelo mientras te doy instrucciones.

Derguín limpió de polvo una losa y colocó en ella la cabeza.

—Gracias por tu delicadeza —dijo Orfeo—. Ahora, pon el dedo sobre el trazo transversal que está en línea recta debajo de la punta del pie derecho. No, ahí no, más a la izquierda… Aprieta. Bien. Ahora…

El procedimiento fue complicado y tedioso. Había que pulsar ciertas letras en un orden determinado; pero la inscripción que tan clara parecía a los ojos de Orfeo no era más que un amasijo indescifrable de líneas para Derguín, que tuvo que empezar de nuevo varias veces.

—La impresión de sagacidad que me habías causado antes empieza a deteriorarse —dijo Orfeo—. Observo que eres incapaz de cumplir con una sencilla tarea mecánica.

Derguín, al que le dolían las rodillas de estar agachado, contestó:

—Si tan fácil es, ¿por qué no lo haces tú? ¡Ah, claro! ¡Porque no tienes dedos!

—Ése es un comentario muy ofensivo —dijo El Mazo, para sorpresa de Derguín.

Por fin, logró apretar las letras en la secuencia correcta, que al parecer era ZEMAL. Algo sonó dentro del pedestal, como si algún mecanismo se hubiese disparado.

—Ahora pon la palma de la mano encima y empuja —dijo Orfeo—. Creo que ésa sí que es una instrucción sencilla.

Derguín hizo lo que se le pedía. El mecanismo en cuestión debía estar atorado, porque no consiguió nada, ni siquiera apretando con ambas manos.

—Déjame a mí —sugirió El Mazo. El gigante Ainari plantó la manaza en el pedestal y empujó. Con un chirrido de piedra sobre arena, parte de la losa se deslizó hacia dentro.

—A ver… Sigue cediendo… —Se oyó un golpe—. ¡Ah! Se ha caído. Esto está hueco por dentro.

—Si palpas en el fondo deberías encontrar algo —dijo Orfeo.

El Mazo metió el brazo hasta el codo y tanteó durante unos segundos. Sus ojos se iluminaron.

—¡Aquí está! Creo que es una caja de metal.

Cuando la sacó, comprobaron que se trataba de un pequeño cofre plateado. La tapa tenía un botón negro. Al pulsarlo, se abrió. Dentro había un libro.

—Si lo lees —dijo Orfeo—, encontrarás información muy valiosa sobre el pasado y quién sabe si sobre el futuro.

Derguín sacó el libro de la caja y acarició las tapas de cuero negro, dudando. Después lo abrió. Las hojas eran de pergamino muy fino y raspado, seguramente vitela. Habían amarilleado con el tiempo, pero seguían siendo legibles. En la primera página, escrito en caracteres Arcanos, rezaba:

Diario de Zenort de Tártara,

fundador y rey de Zenorta,

también llamado el Libertador.

De cómo llegó a sus manos Zemal,

la Espada de Fuego,

y de otros acontecimientos

en los que participó.