Poco después del alba llegaron al auténtico corazón de Guinos. Hasta entonces, aquella región merecía más el nombre de estepa que de desierto, pues crecían en ella matorrales, árboles achaparrados e incluso una hierba rala que los caballos pacían durante los descansos, y también habían encontrado lagartos, jerbos, serpientes y halcones.
El primer indicio de que se acercaban a un paraje muy diferente lo vieron en el cielo. El día había amanecido encapotado, y a ratos les caía encima una lluvia sucia, impregnada de polvo y que dejaba sabor a ceniza quemada en los labios. Las nubes venían del oeste, la misma dirección en la que habían caído los dos bólidos de la noche anterior.
—Este polvillo asqueroso tiene que ver con el fuego del cielo —dijo Derguín.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó El Mazo.
Desde la alforja se oyó una voz ahogada por el lienzo que decía:
—Una inferencia razonable. Si me sacáis de aquí puedo explicaros por qué.
—Más tarde —dijo Derguín.
No tenía ganas de dialogar con la cabeza. Les había venido muy bien para escapar de los lunáticos Ghanim, pero ahora no sabía qué hacer con ella. Por suerte, pesaba poco —lo que puede pesar una cabeza— y no parecía necesitar bebida ni alimento. Pero era evidente que, si volvían a verse en la eventualidad de luchar, no iba a servirles de gran ayuda.
—¿Te has fijado en eso? —preguntó El Mazo, sacándolo de sus pensamientos.
Estaba señalando hacia el sur. Allí se abría un claro entre las nubes grises. Pero cuanto más se acercaban, más evidente se hacía que no se trataba de un fenómeno natural. Normalmente, los huecos entre las nubes se desplazan con ellas y cambian de forma al capricho del viento; al fin y al cabo, pensó Derguín, un claro no es un «algo», sino más bien una ausencia de algo.
Sin embargo, el que estaban contemplando poseía entidad propia. Desde donde se encontraban se veía ovalado, como un gran ojo azul en el cielo, pero Derguín supuso que su forma debía de ser circular. Los bordes eran nítidos, casi cortantes. Algo debía tener el aire allí que no dejaba penetrar a las nubes, como si fuera una gran mancha de aceite flotando en un estanque.
Poco después llegaron ante una hondonada. Se detuvieron en el borde, que cortaba el terreno como una arista. A partir de ese punto el suelo bajaba en un ángulo bastante pronunciado. Aquel cuenco natural era muy grande; la caldera de Narak habría cabido allí varias veces.
—Fíjate —dijo El Mazo, levantando la cabeza—. Estamos justo debajo del borde de las nubes.
El perímetro del claro en las alturas se correspondía exactamente con el de aquella enorme depresión. Aunque al acercarse se había redondeado un tanto, el hueco entre las nubes seguía teniendo forma ovalada, igual que la hondonada.
La carretera se interrumpía, justo al límite del gran cuenco.
En Guinos encontrarás un camino, le había dicho Tarimán. Un atajo muy rápido que te acercará a tu destino.
Ya no había más camino, así que el destino del que hablaba el dios herrero debía de estar allí abajo. Derguín entrecerró los párpados y se puso la mano sobre los ojos para avizorar mejor el paisaje. La hondonada no ofrecía ningún accidente llamativo o particular: tan sólo era un gran hoyo entre gris y amarillo plagado de rocas.
Desmontó para examinar el suelo. El material oscuro que cubría la calzada estaba roto, surcado por grietas más anchas y profundas que las que habían visto hasta ahora. Al acercarse al borde se veía deformado, como si un intenso calor lo hubiera fundido y después se hubiera vuelto a solidificar. También había piedras de una especie de obsidiana vitrificada y muy oscura, algunas con formas muy peculiares. Derguín recogió una que le gustó: parecía un botón, perfectamente redondo y convexo en el centro.
—Sospecho lo que ha pasado aquí.
—¿Qué? —preguntó El Mazo, que había aprovechado para descolgar el odre que les quedaba y darle un tiento al vino.
—Fuego del cielo. Este agujero lo ha abierto algo que se precipitó desde las alturas.
—¿Algo como qué?
—Como la roca que cayó en Trisia hace casi dos años y envenenó las cosechas, o como la que dicen que ha destruido Mígranz. —Tras unos segundos, añadió—: ¿Dónde habrán caído los bólidos que vimos anoche? ¿Qué habrán destruido los dioses esta vez?
—¿Crees que son ellos los que nos están tirando rocas desde el cielo?
—No me cabe la menor duda.
Por asociación de ideas, El Mazo se tocó la brecha que le había abierto la pedrada de la noche anterior.
—Me alegro de que a tu madre se le ocurriera darnos agujas e hilo. Pero también podría haberte enseñado a coser mejor.
Un borde de la herida se había solapado sobre el otro. Derguín sospechaba que en esa cicatriz se iba a formar una brida bastante fea.
—Lo siento. Parece que se me da mejor abrir heridas que cerrarlas.
—¿Podríais sacarme de aquí y enseñarme lo que estáis viendo? —gritó la cabeza desde su prisión de tela—. Poseo información muy útil sobre este sitio.
—Ya sabemos de sobra dónde estamos —contestó El Mazo—. En el mismísimo esfínter del mundo, donde Manígulat viene a aliviarse cuando tiene diarrea.
—¿Crees que es conveniente vocear esas cosas sobre los dioses? —preguntó Derguín, mirando de reojo a las alturas—. Si nos cae una piedra del cielo, me parece que no voy a tener hilo suficiente para coserte esta vez.
—Lo siento. Cuando me paso una noche entera sin dormir, están a punto de asarme a la parrilla y amanezco empapado de lluvia y masticando polvo, me suele dar por blasfemar.
Ya que habían llegado hasta allí, decidieron explorar el cráter. Mientras bajaban por la ladera, sujetando a los caballos por los ronzales, El Mazo señaló al suelo y exclamó:
—¡Huellas! No somos los únicos locos que han pasado por aquí.
Había muchas pisadas mezcladas, y también marcas de herraduras.
—Así que todos venimos a lo mismo —dijo Derguín—. Pero ¿qué puede ser?
Volvió a escudriñar el cráter. Por grande que fuera, desde allí habrían visto a un grupo de cien soldados o de diez mujeres. Pero no se divisaba nada.
Ahora que reparaba en ello, en el centro se adivinaba una forma negra, quizá una roca más grande y oscura que las demás. ¿Tal vez la hermana mayor de la que los Ghanim llamaban la Piedra del Origen?
La temperatura empezó a subir de un modo más abrupto incluso que la pendiente que descendían. Era como si de golpe los hubieran trasladado al verano en la meseta de Malabashi. Empezaron a sudar copiosamente, ya que apenas había humedad en el aire.
El Mazo volvió a mirar a las alturas. Se hallaban ya debajo del claro. Las nubes que lo rodeaban giraban en un lento remolino a su alrededor; ni un cúmulo solitario, ni tan siquiera un triste jirón algodonoso lograba atravesar la barrera invisible.
—¿Qué demonio infernal habita en este lugar, que hasta las nubes espanta? —preguntó El Mazo.
—Si hubiera algún demonio los caballos se negarían a seguir adelante. Confía en su instinto.
Era una excusa para animar a su compañero. Lo cierto era que los animales, aunque mansos y obedientes como buenos caballos de posta, se mostraban más remolones que el día anterior.
—¿En su instinto? Acuérdate de cuando bajamos por aquel río maldito más allá de la Sierra Virgen. Los caballos nos acompañaron sin un relincho, y bebieron de aquellas aguas. ¿Y qué pasó? En pocos días enfermaron y tuvimos que matarlos a todos.
Derguín suspiró.
—Fueron unos pocos días, como bien dices. Si nos damos prisa ahora, podemos llegar al centro de este cráter en poco más de dos horas. Espero que no sea tiempo suficiente para que nos afecte ninguna ponzoña que flote en el aire.
El Mazo se rascó los antebrazos.
—Mierda, prométeme que si empiezan a salirme costras como a esa gente me cortarás la cabeza.
—Descuida, que lo haré.
Ya habían llegado al fondo de aquel enorme cuenco. Volvieron a montar, y durante un rato marcharon callados. Tan sólo rompían el silencio los cascos de los caballos y la voz de Orfeo, que insistía en que lo sacaran de su encierro. Derguín husmeaba el aire en busca de olores sospechosos, pero tan sólo conseguía resecarse más la nariz; sus fosas nasales se estaban convirtiendo en pedregales. Por otra parte, el aire era tan denso que bastaba inspirar un poco para llenarse con él los pulmones.
La estructura negra hacia la que se dirigían aumentaba de tamaño, aunque todavía no lograban distinguirla bien. Allí abajo el aire era más turbio y emborronaba la visión. No es que hubiera mucho que contemplar. El suelo estaba cubierto de una capa de polvo ocre muy fino, tan ligero que la estela azafranada que dejaban tras de sí se quedaba colgando en el aire durante largo rato.
Derguín empezó a darse cuenta de que le dolía la cabeza y se apretó las sienes. No solía ser aprensivo, pero todo lo que había ocurrido desde que entraron en Guinos le hacía temer que algo en el aire pudiera estar envenenándolo.
Tal vez era el cansancio. Apenas había dormido esa noche.
—Párate —le dijo El Mazo.
Derguín tiró de las riendas. El Ainari acercó su montura y le miró atentamente a la cara.
—Tienes mal aspecto. Te veo ojeras, y es como si se te estuvieran hundiendo las sienes.
—Es curioso que me lo digas —respondió Derguín, que empezaba a marearse.
—¿Por qué?
—Porque a ti te pasa lo mismo. ¿Te duele la cabeza?
—Sí. Sobre todo tengo sed.
El Mazo echó mano al odre de vino que les quedaba, pero Derguín le agarró la muñeca para impedírselo. Era como tratar de rodear con los dedos la pantorrilla de otra persona.
—Espera un momento —dijo—. Quiero comprobar algo que me enseñaron en Uhdanfiún.
Le pellizcó en el dorso de la mano sin apretar demasiado, usando sólo las yemas de los dedos.
—¿Por qué haces eso? ¿Así os castigaban en tu academia por beber vino a escondidas?
—Mira.
La piel de la mano del Mazo había formado una especie de cresta, como el pellejo arrugado de un anciano.
—Esto no me gusta —gruñó El Mazo—. Esos cerdos de los Ghanim me han contaminado con su ponzoña.
—No, no es eso. En Uhdanfiún hacíamos ejercicios de supervivencia y nos explicaron por qué pasaba.
—¿Ejercicios de supervivencia?
—Sí. Nos soltaban en algún paraje perdido sin comida ni agua y teníamos que buscarnos la vida por nuestra cuenta.
—¿Y qué pretendían con esa insensatez?
Derguín se encogió de hombros.
—La idea era endurecernos. Pero los instructores nos explicaron que lo primero que necesitábamos era agua. Un hombre puede estar varias semanas sin comer…
—Será un hombre de tu tamaño, no yo.
—… pero no puede pasar más de cuatro o cinco días sin beber.
—Pues eso era lo que iba a hacer.
—¡Beber agua! Precisamente nos explicaron que, si bebíamos vino, tan sólo conseguiríamos tener más sed.
Derguín se dio un pellizco en su propia mano. El pliegue de piel tardó un rato en desaparecer.
—¿Ves? Me ocurre igual que a ti.
—¡Se llama deshidratación, ignorantes! —exclamó Orfeo desde la alforja.
—¿Qué dice ahora el primo enclenque de Kratos? —preguntó El Mazo.
—Nada interesante —respondió Derguín, que no había entendido la palabra clave—. Lo que tenemos que hacer es beber agua. Y ahora mismo.
El Mazo cogió uno de los odres y lo levantó en el aire. La mitad superior de la piel de cabra se veía hundida, como si el propio pellejo estuviera pasando tanta sed como ellos.
—Yo voy dando sorbos de vez en cuando, pero como ves no nos queda mucha agua. Los Ghanim no sólo nos robaron vino.
—Da igual. Si no quieres desmayarte y caerte del caballo, bebe una buena cantidad.
Para dar ejemplo, Derguín tomó el odre que llevaba su montura y dio un largo trago. Luego comprobó que lo había dejado casi vacío. Sólo les quedaban otros dos pellejos, pero ésos eran para los caballos. Al menos en teoría. Si alguien tenía que desfallecer primero de sed, prefería que fuese su montura.
—¿Nos quedará suficiente para salir de aquí? —preguntó El Mazo.
Derguín lo ignoraba. Si debían volver por donde habían venido, tan sólo recordaba haber visto algunas charcas que, a juzgar por su color marrón, seguramente les producirían disentería si bebían de ellas.
—Sí, yo creo que sí. Lo mejor es que lleguemos a ese pedrejón negro cuanto antes. ¡En marcha!
Cuando estaban a medio kilómetro de su destino, Derguín dijo:
—Eso no es una piedra. Al menos, no es una piedra natural.
—Tienes razón. Demasiado perfecta.
Volvieron a beber, porque el aire de aquel lugar era como una sanguijuela que chupaba el agua de sus cuerpos. Derguín se sentía impaciente por llegar, pero no quiso azuzar a su montura; era evidente que los caballos se hallaban más cansados y sedientos que ellos.
Por fin llegaron junto a la roca. En realidad, se trataba de una cúpula achatada de unos treinta metros de diámetro y diez de altura. Mientras El Mazo abrevaba a ambas monturas, lo que agotó toda el agua que les quedaba para ellas, Derguín se acercó a examinar aquella curiosa construcción.
No era de piedra. Su superficie negra no presentaba poros ni rugosidades; a Derguín le recordó a los extraños materiales que había visto en Etemenanki. Pese a su lisura, cuando deslizó la mano por encima notó una sorprendente adherencia.
Rodeó todo el perímetro buscando una puerta, pero no encontró ninguna abertura, inscripción o relieve. La superficie de la cúpula era tan igual a sí misma que podría haberle dado varias vueltas sin percatarse de no ser porque El Mazo le servía de punto de referencia.
—¿Será aquí donde nos ha mandado Tarimán? —preguntó El Mazo.
—Tiene que ser. Ahora, ¿qué hacemos? Quizá haya algo importante ahí dentro, pero no hay puerta para entrar.
Se quedó pensativo un rato.
—Yo creo que los Ghanim tuvieron que sacar de aquí esa piedra que adoraban —dijo por fin.
—¿Y qué hacemos, volver y preguntarles si saben cómo entrar en la cúpula? Seguro que les encantaría cenar con nosotros.
—No. Estaba pensando más bien en nuestro amigo Orfeo. Apuesto a que lo encontraron aquí.
—¿Por qué?
—Presiento que toda la «rareza» de Guinos dimana de este lugar. Y no me negarás que no hay nada más raro que una cabeza decapitada que habla.
Derguín se acercó al caballo, dispuesto a sacar a Orfeo de la alforja.
—Os he oído —dijo la cabeza.
—¿Aunque estuviéramos hablando en Ritión?
—Si esperáis que os ayude después del ultrajante trato al que me habéis sometido haciéndome viajar a ciegas en un receptáculo que no ha mucho cobijó un queso que ya había pasado sus mejores días, vuestras expectativas van a quedar defraudadas.
—¿Qué dice ahora? —preguntó El Mazo.
—Creo que está algo ofendido y no quiere colaborar. Pero me da igual.
Derguín estuvo a punto de agarrar la cabeza de las orejas para sacarla. Luego pensó que Orfeo se lo tomaría como un nuevo agravio, de modo que colocó ambas palmas sobre las sienes y tiró, tratando de no apretarle demasiado.
Por desgracia, la cabeza se le escurrió de entre las manos y voló por los aires. Consiguió atraparla cuando iba a chocar con el suelo, pero a costa de aplastarle un poco la nariz y darle una palmada en la nuca. Por su parte, Orfeo gruñó y trató de morderle. Derguín le dio la vuelta para poder mirarlo a los ojos.
—Escucha, Orfeo. Ha sido un accidente. No es fácil agarrar una cabeza calva sin hacerle daño ni que se resbale.
—Debo contradecirte. La anciana Ghanim llevaba toda la vida haciéndolo y jamás me dejó caer. Los accidentes son la excusa de los torpes.
Derguín volvió a girarlo de modo que pudiera ver la cúpula.
—¿Conoces este lugar?
La cabeza no respondió.
—Ha cerrado los ojos —dijo El Mazo—. Creo que se niega a colaborar. ¿Me dejas que le convenza?
—Mi amigo es más drástico que yo —susurró Derguín a la oreja de Orfeo—. Te sugiero que cooperes con nosotros si no…
—Sería propio de bárbaros como vosotros torturar a alguien que no puede defenderse. Pese a lo cual, me temo que recurriendo a la violencia no conseguiréis nada conmigo.
Seguro que si te saco los ojos dices algo, pensó Derguín. Pero sabía que no sería capaz de hacerlo, así que volvió a meter la cabeza en la alforja.
—De vuelta a prisión. Cuando entres en razón, llévate los dedos a la boca y dame un silbido.
—Tu humor demuestra una lamentable falta de elegancia y…
La tela de la alforja ahogó el resto de su frase.
—¡Derguín! ¡Mira esto!
El Mazo había clavado una rodilla en tierra para examinar el suelo junto a la pared de la cúpula. Cuando Derguín se acercó, vio lo mismo que había llamado la atención de su amigo. Había muchas huellas mezcladas en el polvo.
—Observa ésta. Se ve más clara, ¿verdad? —dijo El Mazo—. ¿Te das cuenta?
Era una marca de bota, que por la forma del tacón debía ser de una Atagaira. Fijándose bien, las pisadas de las guerreras se superponían a las otras, lo cual tenía su lógica si habían sido el segundo grupo en cruzar el desierto.
Pero lo más llamativo de aquella huella era que se cortaba a la mitad justo en la pared negra del domo. La puntera de la bota debía haber pisado dentro, lo que significaba que allí había algún tipo de entrada.
Derguín apoyó la mano en la cúpula y comprobó que su conjetura era correcta. Sin un ruido, se abrió una ranura de unos tres metros de altura que empezó a ensancharse a los lados. No había bisagras, no era una puerta que se abriera hacia dentro ni hacia fuera: la materia parecía desintegrarse en la nada dejando un hueco.
El Mazo retrocedió, aprensivo.
—Esto es cosa de magia.
—Más bien ciencia de los antiguos. Vi prodigios similares en Etemenanki. Y volví vivo.
Derguín pasó al interior del domo, pisando con cautela. Estaba muy oscuro, salvo en el centro, donde un haz de luz bajaba del techo y alumbraba un círculo violeta en el suelo.
Se volvió. La silueta del Mazo se recortaba contra la luz moribunda de la tarde. Al ver cuánto le faltaba para llegar al dintel, Derguín pensó que aquella entrada la habían construido para alguien aún más grande que su gigantesco amigo. No tenía por qué ser ésa la razón, se veían puertas mucho más altas en las murallas de cualquier ciudad; pero no pudo evitar acordarse de los dioses.
—Puedes pasar —le animó—. Como ves, sigo vivo.
El Mazo entró tras él. El suelo amortiguaba el sonido de sus pisadas; sin embargo, cuando hablaban la cúpula reverberaba con tantos ecos que en lugar de dos hombres parecían una multitud.
Derguín se acercó al cilindro de luz. Con mucha cautela, extendió la mano izquierda.
—No quema. Voy a entrar.
El círculo violeta medía unos seis metros de diámetro. Derguín entró entornando los párpados, pero la luz no deslumbraba.
—¡Qué raro se te ve! —dijo El Mazo, con una carcajada.
—¿Por qué?
—Mírame a mí.
Su amigo penetró también en el círculo. De pronto, los dientes y el blanco de los ojos le relucían como si tuviera luznagos dentro, mientras que su piel se había teñido de violeta.
En ese momento, la puerta se cerró. Derguín notó que algo se le movía en las entrañas, como si cayera por un barranco. Fue una sensación muy breve, pero inquietante.
El Mazo salió corriendo hacia la pared y empezó a aporrearla.
—¡Nos hemos quedado encerrados! ¡Hay que ser idiotas para entrar en un sitio sin saber si se puede salir!
La pared volvió a abrirse. Derguín tuvo la impresión de que lo hacía más por propia voluntad que obedeciendo a los golpes del Mazo. Éste se apresuró a salir.
—¡Por las sagradas tetas de Pothine! —exclamó.
Derguín le siguió y se quedó tan pasmado como él.
Cuando entraron, la cúpula estaba clavada en el centro de un cráter desolado.
Ahora se encontraban en una playa rodeada por acantilados negros, a la orilla del mar.
Detrás de ellos, la puerta de la cúpula había vuelto a cerrarse.