DESIERTO DE GUINOS

Pensé que este lugar era un desierto en todos los sentidos —dijo El Mazo al divisar unas luces a lo lejos.

Era de noche. Sobre sus cabezas, el cielo brillaba como una inmensa joyería. Sin las lunas, se apreciaba con nitidez la gran banda lechosa de la Cascada Celeste. Pero las estrellas que tan rutilantes se veían clavadas en la cúpula negra del firmamento no lograban alumbrar el suelo que pisaban.

Habían encendido una hoguera para calentarse, pues en aquel yermo la diferencia de temperatura entre el día y la noche era notoria. Estaban asando panceta, y El Mazo además calentaba en un puchero de barro unas alubias con oreja de cerdo, cortesía de Mirika.

—¿Crees que es el plato más adecuado para cenar? —le había preguntado Derguín.

—No te preocupes, estamos al aire libre.

—Bueno, pero cuando te acuestes ponte a sotavento.

Ahora, al ver aquellas luces, fue El Mazo quien sugirió apagar la hoguera, aunque eso supusiera pasar más frío.

—Del mismo modo que nosotros los vemos, ellos nos pueden ver. Seguro que son bandidos.

—¿Por qué tienes que ser tan mal pensado? —preguntó Derguín.

—¿A qué demonios puede dedicarse nadie en un sitio perdido como éste?

—Precisamente por eso es más inverosímil que se trate de bandidos. ¿A quién pueden asaltar en estos andurriales si por aquí no viene nadie? Serán pastores nómadas, como los Khrumi de Malabashi.

—Mejor me lo pones. Los nómadas suelen tener el asalto como segunda profesión. Recuerda cómo tuvimos que huir de los Khrumi.

—Eso ocurrió porque tú te acostaste con la hija del jefe de la tribu.

El comentario de Derguín provocó que se enzarzaran durante un rato en una discusión sobre quién había tenido la culpa, si El Mazo o la joven, que lo había engañado. Mientras tanto, el antiguo forajido se dedicó a echar arena encima de las llamas para apagarlas.

—Deberíamos hacer guardias —dijo cuando terminó de extinguir el último rescoldo.

—Me parece bien —repuso Derguín—. Haré el primer turno.

—No. Mejor yo. Ya sabes que cuando me duermo no hay quien me despierte.

Derguín accedió, aunque sabía que le iba a costar conciliar el sueño. Desde que Ariel le robó la espada dormía muy mal. Lo hacía a saltos, sin distinguir a veces entre la vigilia, el sueño y el duermevela, y se despertaba con el corazón desbocado y tan agotado como si hubiera escalado una montaña.

Agotado. Así era como se encontraba ahora. Mientras se envolvía en la manta y se tumbaba mirando a las estrellas, se dio cuenta de que, desde que asaltaron su casa en Narak y a él lo encerraron por el asesinato de Krust, apenas había gozado de algún momento de reposo.

Se preguntó qué le quedaba por delante. Sospechaba que un camino tan largo y empinado como la mismísima Etemenanki. Sintió un cansancio infinito, una fatiga que ni cinco noches de sueño seguidas podrían remediar.

Estamos a veintiuno de Bildanil, pensó. Sólo faltaban siete días para la conjunción lunar, el momento en que se abrirían las puertas del Prates y horrores que apenas empezaba a intuir brotarían de él para destruir Tramórea.

Ojalá, deseó, pudiera cerrar los ojos ahora, permanecer ajeno a todo y despertarse el día 1 de Kamaldanil, si es que la amenaza no se cumplía. Y en caso contrario, simplemente no amanecer y hundirse en el olvido, ignorante y feliz, con el resto de los habitantes de Tramórea.

Mientras se adormilaba, la conversación con El Mazo giraba y se removía en su cabeza como las alubias en un puchero. Fuego. Luces.

Bandidos.

El propio Mazo había sido un Gaudaba, caudillo de una de las bandas de forajidos que infestaban la región de las Kremnas, cerca de las fronteras occidentales de Koras. Derguín había tenido la mala fortuna de internarse en su territorio y toparse con sus hombres en un puente. Cuando se negó a entregarse, los hombres del Mazo lo acribillaron a flechazos, y Derguín cayó a las aguas del río Arlahén.

Al recordar el silbido de las saetas, el impacto sordo de la flecha que se hincó en su muslo, el crujido de la punta de hierro que le rompió dos costillas, rechinó los dientes y se removió en el suelo.

No guardaba cicatrices de aquello gracias a los cuidados de Tríane. Pero antes de despertar a su lado en la cueva de Gurgdar, había tenido una extraña visión.

No. La estoy teniendo ahora otra vez. Se dio cuenta de que era un sueño, pero aun siendo consciente no podía salir de él.

En este sueño había detalles distintos. En el primero vagaba por una pradera sin horizontes, un vasto mar de hierba salpicado de asfódelos y lirios. Ahora no encontró plantas, tan sólo un suelo blanco que se curvaba hacia abajo cuando miraba a ambos lados. Estaba caminando sobre un gran cilindro, un larguísimo puente que se alejaba hacia un extraño horizonte que no era tal horizonte, donde flotaba un enorme sol rojo semihundido en un crepúsculo perpetuo.

Derguín se volvió. Muy lejos, a su espalda, se divisaba un paisaje imposible, girado noventa grados. Era como un mapa colgado de una pared, con mares, montañas y bosques, y nubes que proyectaban sombras sobre aquel terreno vertical.

En los sueños suelen aparecer imágenes de la vigilia. Pero Derguín sabía que nunca había visitado aquel sitio.

—Lo visitarás.

Se giró de nuevo para ver de dónde había salido la voz. No vio a nadie. Pero allí se alzaba el mismo árbol de la otra vez, un olmo de corteza blanca y hojas rojas. No, no eran rojas. Estaban hechas de cristal translúcido y atrapaban la luz de aquel sol extraño como si bebieran la sangre del aire.

En el primer sueño había un arroyo junto al olmo. Aquí también, pero éste no fluía por un cauce, sino que flotaba sobre el suelo como un cilindro de forma cambiante, una larga serpiente transparente cuya piel se rizaba y rielaba en reflejos violáceos.

Tras horas de cabalgar por la llanura árida, Derguín notaba sabor a polvo en la garganta. Caminó hacia el río volador y acercó una mano tentativa. La serpiente de cristal siguió fluyendo, pero cuando sus dedos se hundieron en su superficie, brotaron de ella cuatro pequeños surtidores que le salpicaron la pierna. El agua estaba muy fría, como recién fundida de un nevero, y su murmullo al romper contra la mano de Derguín sonaba limpio y fresco.

Se agachó para beber.

—Ya te dije una vez que no lo hicieras.

Derguín tenía la boca a medio palmo del arroyo cuando escuchó la voz. Qué fastidio, pensó, pero apartó la mano del agua y se incorporó.

En el otro sueño también había visto al gigante de barba roja. Entonces no sabía quién era. Ahora sí.

—Si bebes de esta agua lo olvidarás todo.

—El olvido es lo que busco —replicó Derguín.

—Aunque lo olvidaras todo, incluso quién eres, seguirías sintiendo el anhelo de la espada como una tortura. La hice para ti, del mismo modo que tú fuiste hecho para ella.

—Hubo otros Zemalnit.

—Ninguno como tú.

Derguín volvió a arrodillarse junto al río flotante y a clavar los dedos en él. El agua fluía tan rápida que sentía en su piel la presión de un cuerpo sólido.

—Quiero beber. Quiero renunciar a todo.

—No puedes renunciar al poder de Zemal.

—Ni siquiera la tengo conmigo. Su destino ya no depende de mí.

Los labios de Derguín rozaron la corriente.

—¡Te he dicho que no bebas!

Derguín se apartó sin querer. La voz del herrero había restallado como un látigo.

—¿Por qué insistes?

—Ya te lo dije entonces. El poder es tuyo, lo desees o no. Debes cumplir tu misión.

—Sí, eso ya me lo dijiste. Pero nunca he sabido en qué consistía mi misión.

—Simplemente en dejarte llevar por tu destino.

—¡Reniego de ese destino!

—No puedes renunciar a él. Está escrito en tu corazón desde que fuiste engendrado.

—¿Qué me hiciste, Tarimán? ¿Qué le hiciste a mi madre?

El gigante se inclinó, y una mano enorme se acercó al rostro de Derguín. Fue como si se hubiera corrido una cortina en el cielo.

La mano era real, y le estaba tapando la boca. El frescor del agua en sus dedos se había convertido en el frío del aire de la noche. Seguía teniendo la boca áspera y llena de polvo. Algo aguzado le pinchaba por debajo de la barbilla.

—¡Chsssss! Si te mueves sin que yo te lo diga te clavo la lengua al paladar.

A la luz de unas antorchas que Derguín no recordaba haber encendido, contempló un semblante de pesadilla. Toda la cara se hallaba cubierta de pequeñas costras pardas, separadas por finas grietas por las que asomaba la carne viva, y los lacrimales, el interior de las pestañas y las fosas nasales se veían tan rojos como si estuvieran a punto de sangrar.

Sin apenas mover el cuello, Derguín bajó la vista. Aquella extraña afección no se limitaba al rostro: también las manos y los brazos estaban llenos de postillas. La piel de aquel hombre parecía el lodo cuarteado que queda cuando un charco se seca al sol.

—Gírate despacio y ponte boca abajo.

Derguín se dio la vuelta. Aún se sentía aturdido por el sueño. Empezó a visualizar los números de la Tahitéi, pero antes de llegar al final y entrar en aceleración prefiró estudiar la situación.

Desde el suelo, vio que El Mazo estaba arrodillado junto a los restos de la hoguera, con las manos atadas a la espalda. Había dos hombres detrás de él amenazándolo con lanzas. En realidad, no eran más que palos largos con la punta aguzada y endurecida al fuego, pero contra un enemigo sin blindaje podían resultar tan letales como una pica guarnecida de hierro.

El tipo que lo había amenazado le ató las muñecas a la espalda, apretándole tanto las ligaduras que éstas le cortaban la circulación.

—Ponte de pie —le ordenó.

Derguín se incorporó. Sólo entonces descubrió que había más hombres, diez o doce. Todos iban armados, vestían pieles y trapos harapientos, y tenían la misma piel escamosa.

Y olían peor que las alcantarillas del Eidostar, el apestoso arrabal de Koras.

—Ahora os venís con nosotros —dijo el primer tipo.

Derguín observó que empuñaba un cuchillo de acero. Por la forma curvada y las ondulaciones que adornaban su único filo, parecía de Atagaira. Su hoja estaba impoluta, lo único limpio en aquel grupo de bandidos zarrapastrosos.

—¿Adónde nos lleváis?

—Al pueblo de los Ghanim —contestó él, en tono orgulloso. Hablaba un dialecto del Ritión muy nasal y con las vocales muy cerradas.

No debería haber dejado que me atara las manos, pensó Derguín. Pero ya era demasiado tarde. Rodeados de lanzas en todo momento, se pusieron en camino hacia lo que, a juzgar por la posición de las estrellas, debía de ser el suroeste. Eso los desviaba de la ruta que habían seguido durante el día, una carretera recta y cubierta por una superficie negra muy parecida a la que Derguín había encontrado en la isla de Arak. Sospechaba que ambas calzadas eran anteriores al año Cero y los tiempos de la oscuridad.

El Mazo y él caminaban en vanguardia, seguidos por los que se hacían llamar Ghanim. Dos de ellos llevaban de las riendas a los caballos, cargados con las provisiones, las espadas, la armadura de Derguín y el resto de la impedimenta.

—¿No estabas de guardia? —susurró Derguín en Ainari.

—Lo siento —respondió El Mazo—. No sé cómo, me quedé dormido.

—¡Pero si te ofreciste voluntario para el primer turno!

—¿Cuándo piensas hacer esa cosa que hacéis los Tahedoranes?

—Cuando se presente la ocasión. Desarmado y con las…

—¡Eh! ¿Qué es eso que habláis? —preguntó el tipo que había atacado a Derguín. Según les había informado, se llamaba Folgam y era el jefe de los Ghanim.

No entiende el Ainari, pensó Derguín. Interesante. Al menos, El Mazo y él disponían de un medio para comunicarse en privado.

—Estaba regañando a mi amigo por dejarse sorprender.

—¡Ja! Los Ghanim somos sigilosos como la noche. Grandes cazadores de bestias y de hombres.

Durante un rato guardaron silencio. Sólo se escuchaba el crujir de sus pisadas en aquel suelo seco y el sordo y rítmico golpeteo de las herraduras de los caballos. Después, Folgam debió aburrirse y empezó a hablar.

—Nuestro dios ha de estar contento con los sacrificios que le hacemos.

—¿Por qué lo dices?

—En dos días, es el tercer grupo de viajeros que se adentra en nuestros dominios.

Eso despertó la curiosidad de Derguín. ¿Conseguiría por fin noticias de Ariel? ¿Y si los Ghanim también habían apresado al grupo de Atagairas?

No le parecía muy probable. Acompañadas por Ulma Tor, era dudoso que una pandilla de andrajosos como ésa las hubiera sorprendido.

—¿Quiénes viajaban en los otros dos grupos?

—Ayer por la mañana vimos a un montón de soldados. Iban hacia el sur por el camino negro.

Derguín supuso que se referían a la antigua carretera que El Mazo y él habían seguido la víspera.

—¿Cuántos eran?

Otro de los Ghanim se había adelantado un poco para entrar en la conversación. Con aquella piel era difícil saber su edad, pero parecía joven. Llevaba una lanza en la izquierda, y tenía cercenado el brazo derecho casi a la altura del codo.

—Muchos. Veinte. Cuarenta. Treinta y tres —dijo. Había soltado las cifras a voleo. Era evidente que ni siquiera conocía el orden de los números.

—Había por lo menos mil —intervino otro que llevaba una antorcha en la mano. Las llamas lo iluminaban desde abajo y convertían su rostro cubierto de pústulas en la faz de una gárgola entre amenazante y grotesca.

—No serían mucho más de cien —dijo Folgam. No parecía ningún genio, pero debía de ser quien más luces tenía de todo el grupo.

Siguió explicando que habían acechado a aquellos hombres desde cierta distancia, sin atreverse a acercarse demasiado. No porque los Ghanim tuvieran miedo, se apresuró a añadir. Pero los viajeros eran demasiados e iban bien armados. Se movían con decisión, guiados por un hombre muy alto.

—Como tú —dijo Folgam, señalando al Mazo. Luego cambió de opinión y levantó la mano un palmo—. No, todavía más alto.

—¿Eran soldados de Áinar? —preguntó Derguín.

—¿Áinar? ¿Dónde está eso?

Increíble. Vivían casi en la frontera de Áinar, y no lo conocían. Debían llevar generaciones sin salir del desierto.

Por eso tienen así la piel, comprendió Derguín. Siempre se había dicho que en el corazón de Guinos existía una roca venenosa que emponzoñaba el aire y provocaba enfermedades y deformidades a los pocos seres vivos que habitaban aquellos parajes. Al parecer, aquella conseja era cierta. Tarimán les había asegurado que la maldición se había debilitado mucho; pero ahora, al ver la piel de los Ghanim y oír sus comentarios, Derguín lo empezaba a dudar.

Para averiguar si eran soldados Ainari, preguntó a Folgam por sus uniformes.

—Vestían de negro. Llevaban a la espalda unos bultos grandes, atados a los hombros.

—Macutos.

—Bultos. Iban muy cargados, con piezas de metal a la espalda. Uno de ellos llevaba un trapo amarillo atado a un palo, con un pájaro pintado en el centro.

—¿Un pájaro? ¿No sería un terón?

Folgam cruzó la mirada con un par de sus hombres. Después dijo:

—No, no era un terón.

Derguín comprendió que no quería confesar que ignoraba lo que era un terón. Pensó que aquella unidad debía estar formada por hombres de Togul Barok. Ya desde que era príncipe, los miembros de su guardia personal vestían casacas negras, la bestia alada era su estandarte personal.

En realidad, ahora todos los soldados de Áinar eran hombres de Togul Barok. Pero Derguín dudaba de que al subir al trono hubiera sustituido el emblema tradicional Ainari, un león de dientes de sable, por el suyo propio. Tenían que ser miembros de una unidad especial.

No obstante, la pregunta crucial no era ésa, sino otra. ¿Era Togul Barok el hombre alto que encabezaba a los soldados? Bastantes peligros presentaba el futuro, tanto el inmediato como el de medio plazo, como para añadirles además a su gigantesco medio hermano.

Mientras tanto, Folgam siguió hablando. De sus palabras se deducía que los miembros de su tribu o aldea eran muy pocos. Debían estar todos hastiados de la conversación, las manías y los tics de los demás, así que la llegada de unos forasteros suponía una variación en su rutina.

Lo que no acababa de comprender Derguín era por qué los habían hecho prisioneros. Lo normal habría sido robarles sus pertenencias, caballos incluidos, y matarlos después, no obligatoriamente en ese orden. Los Ghahim podrían estar pensando en pedir un rescate por ellos, pero ¿a quién se lo reclamarían, si no conocían nada del mundo exterior? ¿Pretenderían adoptarlos como miembros del clan? Según la Geografía de Tarondas, al oeste de Pashkri había tribus que apresaban extranjeros y los obligaban a aparearse con sus mujeres para mezclar su sangre con ellos y prevenir que el abuso de la endogamia degenerara su raza.

Pero si las hembras de los Ghanim eran como sus machos, Derguín esperaba con toda su alma que no le hicieran copular con ninguna.

No tardaría en averiguar que el motivo de su captura era mucho más siniestro. Mientras tanto, siguieron caminando en la oscuridad. El terreno empezó a ascender, más accidentado que antes, y encontraron algunos matorrales y arbolillos.

—Has hablado de tres grupos —dijo Derguín—. ¿Cuál era el segundo?

—Encima que el tipo no se calla ni con la boca llena de moscas, tú dale carrete —protestó El Mazo en Ainari.

Uno de los Ghanim que iba detrás le clavó un palo aguzado en las costillas.

—¡Tú! ¡No hables raro!

El Mazo se volvió y dijo en Ritión:

—Cuando me suelte te voy a arrancar la lengua y hacer que te la comas, y así verás quién habla raro.

El Ghanim se rió con carcajadas estentóreas que hicieron dudar a Derguín de su salud mental.

—¡Ja, ja! A mí me encanta comer lengua, pero no me como la mía. ¡Me pido tu lengua! ¡Ja, ja, ja!

Después volvió a clavarle el palo al Mazo, esta vez con tanta rabia que le hizo sangre. El antiguo forajido optó por callarse; pero Derguín pensó que no le arrendaba la ganancia a aquel Ghanim si se acercaba al alcance de los puños del Mazo.

Bajaban ahora por un sendero angosto y algo escabroso. Sus sombras, proyectadas por las antorchas, bailaban en las laderas como gigantes de miembros alargados. Folgam contestó a la pregunta de Derguín sobre el segundo grupo.

—Anoche, fue anoche —dijo—. Vimos una fogata en el desierto. Eran mujeres, muchas mujeres. Tenían caballos y armas. Nos acercamos a su hoguera y capturamos a una.

¡Ariel y las Atagairas!, pensó Derguín. Se preguntó cómo las Atagairas, que eran nictálopes, no habían visto aproximarse a los Ghanim en la oscuridad. Pero los detalles que añadió Folgam le dieron la explicación. Soplaba mucho aire, así que las guerreras estaban sentadas a barlovento de la hoguera. Así la protegían con sus cuerpos y de paso evitaban que las brasas y las llamas aventadas las quemasen. Los merodeadores, en cambio, se habían acercado desde sotavento para evitar que los olfatearan; algo que no habría sido difícil, pensó Derguín, tal como hedían sus cuerpos podridos de roña y escaras. De ese modo, el resplandor del fuego los había ocultado de la vista de las Atagairas.

—Capturamos a una mujer. Se había alejado del fuego para defecar. ¡Ja! La pillamos con las calzas en los tobillos.

—¡Yo la derribé de una pedrada! —dijo el Ghanim que se dedicaba a pinchar al Mazo—. ¡Con esta mano! —añadió orgulloso, levantando un brazo lleno de pústulas.

Qué heroico, pensó Derguín, imaginándose la sórdida escena.

Dos de ellos, prosiguió Folgam, ataron a la Atagaira y se la llevaron a rastras como si fuera una novilla capturada, mientras el resto del grupo atacaba a las que creían indefensas mujeres.

—¡Putas, malvadas! ¡Traidoras! Estaban armadas con espadas.

—¿Qué os hicieron?

—Mataron a muchos Ghanim. ¡Cinco murieron!

—¿Sólo capturasteis a una?

—Una. ¡Pero pagó por todas!

Que no sea Ariel, rogó Derguín.

—¿Era una mujer adulta?

—¡Ja! ¡Y más adulta fue cuando todos pasamos entre sus piernas! Pagó por todas esas traidoras.

Derguín sintió náuseas. El Mazo, esta vez en Ritión, exclamó:

—¿Cómo os atrevéis a llamar traidor a nadie vosotros, que nos habéis atacado mientras dormíamos?

Su torturador particular volvió a asestarle otro puyazo.

—¡Ja, ja, ja! ¡Cómo voy a disfrutar cuando me coma tu lengua, tipo grande!

A Derguín empezaba a escamarle tanta referencia a la comida. Pero ni él mismo se atrevió a seguir el sendero de aquel pensamiento.

—Una de esas putas tenía una espada que brillaba en la oscuridad —siguió Folgam—. ¡Le cortó la mano a Bertru!

—¿Esa espada la manejaba una niña?

—¡Una niña! ¿Cómo una niña iba a matar a mis valientes guerreros? ¿Era una niña la que te cortó la mano, Bertru?

El manco frunció el ceño y se rascó la frente con la misma mano que llevaba la lanza. Al hacerlo se arrancó una de las postillas, y una gota de sangre le cayó sobre la ceja. Se limpió con un dedo, se lo chupó como si fuera un sorbete y dijo:

—No era alta, no.

Derguín observó que llevaba el muñón sin venda. El corte era plano y limpio, el que podría haber dejado la hoja de Zemal, cauterizando de paso la herida. ¡Bien por Ariel!

—¿Y esas mujeres no vinieron a buscar a su compañera?

—No, esas cobardes no se atrevieron a perseguirnos —contestó Folgam—. ¡Sabían que los bravos Ghanim les darían una lección!

A Folgam no parecía preocuparle la incoherencia de su relato. Era obvio que los bravos Ghanim habían huido con el rabo entre las piernas, y si habían conseguido apresar a una Atagaira era sólo porque la habían pillado haciendo sus necesidades. Aun así, a Derguín le extrañaba mucho que las demás guerreras no hubieran intentado rescatar a su compañera.

Estando Ziyam al mando, todo es posible, se dijo. Tanaquil habría sido capaz de poner en pie de guerra a todo el reino antes que perder a una sola de sus mujeres, pero su hija no obedecía más código de honor que el de su propio interés.

Poco después llegaron a la aldea de los Ghanim. Estaba situada en una hondonada en forma de V. No se veían casas ni chozas: sus habitantes moraban en cuevas excavadas en la arenisca de las paredes que cerraban la cárcava. En el centro se abrían varios pozos. Aquel pequeño oasis en medio de la árida extensión de Guinos había nacido gracias a las aguas freáticas. Allí crecían palmeras datileras, tamarindos y, algo apartados, como si no quisieran tratos con los demás, unos cuantos eucaliptos. Derguín habría agradecido prepararse una infusión con sus hojas para aspirar los vahos, pues el hedor que reinaba en el lugar era insoportable: una combinación a sudor revenido, queso agrio, carne podrida y excrementos. Para colaborar a la mezcla de aromas, cabras y ovejas correteaban por todas partes mezclándose con los humanos. Por comparación, el cubil de un corueco habría parecido una perfumería.

Folgam dejó los caballos junto a uno de los pozos, y ordenó a dos de sus hombres que se encargaran de ellos y les dieran de beber.

—Éste nos lo comeremos mañana —dijo, palmeando las ancas de la montura de Derguín—. Éste dentro de cuatro días —añadió haciendo lo mismo con el caballo del Mazo.

Mientras los improvisados caballerizos ataban a los animales a un tamarindo, el resto de la comitiva se acercó al centro de la aldea. Los demás Ghanim debían de estar esperando su llegada, pues el lugar estaba iluminado por antorchas y fogatas y nadie dormía. Salieron a recibir a la expedición entre gritos y alharacas. Mujeres y niños se acercaban para tocar o pellizcar a los dos prisioneros, y después se retiraban con carcajadas tan destempladas como las que Derguín y El Mazo habían venido oyendo durante todo el camino.

Una aldea entera de locos, pensó Derguín. Una de las escenas que vio se lo corroboró. Una mujer estaba acuclillada junto a un fuego, revolviendo algo en un puchero. Uno de los miembros de la partida de merodeadores, precisamente Bertru el manco, se acercó a ella por detrás, la puso de rodillas, le levantó la ropa sobre las nalgas y sin más preámbulos la penetró allí mismo. Varios críos, algunos de los cuales no podían tener más de dos años, formaron un corro alrededor de la pareja copuladora y empezaron a saltar, a chillar y a tirar de los pelos a la mujer, que no parecía demasiado sorprendida por el asalto.

Al menos, aquellos lunáticos no eran demasiados. Allí debían vivir como mucho cien personas. Todos ellos, incluso los niños, mostraban la piel cuarteada por las mismas pústulas pardas, y los bordes de los ojos y el interior de la nariz tan rojos como si se los hubieran despellejado. Derguín se imaginó que aquella enfermedad tenía por fuerza que ser muy dolorosa, pero los Ghanim debían de estar acostumbrados.

Por cómo trataban y saludaban a Folgam, era evidente que se trataba del jefe de la tribu, no sólo de la banda de salteadores. Folgam agarró a Derguín del codo, como para demostrar que se trataba de su botín personal, y tiró de él abriéndose paso entre la gente para enseñarle algo.

—¡Mira, mira! ¡Nuestra presa!

Allí estaba la Atagaira. La habían atado a una gran estaca clavada en el suelo. La cabeza se hallaba casi intacta, salvo por un pegote de sangre que manchaba su melena casi blanca. Folgam tiró de los cabellos para que Derguín pudiera verlos bien.

—¡Aquí, aquí le di! ¡Dónde Folgam pone el ojo, allí llega su piedra!

Los brazos también seguían enteros, pero le habían arrancado la carne y las vísceras del tórax, de tal manera que se veía todo el costillar, desnudo salvo por algunos restos que no habían conseguido mondar con los cuchillos y que ahora se disputaban bandadas de moscas y avispas. Las piernas habían desaparecido.

—Creo que esos hijos de puta piensan comerse mi lengua de verdad —masculló El Mazo, recurriendo de nuevo al Ainari.

—Y todo el resto —respondió Derguín.

Folgam corroboró sus temores al explicarles que iban a sacrificarlo a su dios, y que después se comerían su carne y sorberían el tuétano de sus huesos. Él, personalmente, se reservaba los testículos de ambos como manjar.

—Ahora, ¡venid! Quiero que el dios vea cuánta carne traemos.

Una mujer más audaz que las demás se acercó al Mazo y le clavó un palo en la pierna. El gigante Ainari se revolvió y le tiró una patada, pero la mujer se escurrió como una lagartija. Todos rieron de nuevo en ese disonante coro de carcajadas que resultaba casi lo más espeluznante de aquel lugar de pesadilla.

—¡Dejad a los prisioneros! —exigió Folgam, levantando el cuchillo como si fuera un cetro para poner orden—. Cuando los pongamos sobre las brasas todos podréis pincharlos. Y les arrancaréis tiras de carne. Y os haréis túnicas con su piel. ¡Y les reventaréis los ojos entre los dientes! —A cada nuevo comentario, los Ghanim respondían con una ovación—. ¡Pero antes tenemos que descubrir la piedra y ofrecer plegarias al dios!

A unos veinte pasos de la estaca donde habían colgado los restos de la Atagaira había una hoguera rodeada de piedras, y sobre las brasas al rojo una gran parrilla de metal. Varias mujeres abanicaban las ascuas con hojas de palma para avivarlas.

Derguín y El Mazo cruzaron una mirada. Yo no me voy a dejar, decían los ojos del Ainari.

Derguín estaba de acuerdo. Si los Ghanim querían matarlos, tendrían que hacerlo luchando.

Dejaron atrás la parrilla, al menos de momento, y siguieron caminando hacia el vértice de la V. El suelo en esa zona se veía lleno de huesos humanos. Había cráneos de diversos tamaños, pero la mayoría eran tan pequeños que Derguín habría podido abarcarlos con ambas manos.

Son calaveras de bebés, pensó con un estremecimiento. Los bebés de los propios Ghanim.

Comprendió que aquello poseía su lógica, aunque fuese una lógica bárbara y salvaje. Un lugar tan miserable no daba para alimentar muchas bocas. Por lo que estaba observando —una pareja más se había puesto a fornicar delante de todos, mientras que a otra mujer la compartían dos hombres—, los Ghanim no eran adeptos de la abstinencia sexual. ¿Cómo controlar su población para no sufrir hambruna?

Muchos otros pueblos practicaban el infanticidio como herramienta para reducir la natalidad. Algunos lo reconocían, como los Abinios, o lo hacían de forma clandestina, como los Ainari y los Ritiones. Los Ghanim habían ido un paso más allá. Ya que mataban a los niños que no podían alimentar, debían de haber pensado, ¿por qué no aprovechar su carne para complementar la parca dieta de los vivos?

Llegaron por fin al corazón del poblado. Donde las dos paredes de arenisca convergían, en el extremo de la cárcava, había una tarima de madera medio podrida, y sobre ella un objeto cubierto por una manta harapienta. Al parecer, los Ghanim no eran capaces de mantener la mínima higiene ni tan siquiera con los objetos que adoraban.

Folgam retiró la manta.

—¡Contemplad, extranjeros, nuestro orgullo! ¡La Piedra del Origen!

Lo que había sobre aquel tosco pedestal de tablas era, en efecto, una piedra. Debía pesar doscientos o trescientos kilos, y era negra como la noche. Pero por sus poros brotaban brillos fosforescentes, de un tono enfermizo, a medias verdoso y a medias violáceo. Derguín experimentó una repugnancia instintiva al ver la roca, y un extraño escalofrío penetró en sus huesos, como si unos dedos fantasmales le rozaran la médula.

—La roca emponzoñada de la leyenda —murmuró El Mazo, que debía estar notando las mismas sensaciones que él.

—Eso me temo —respondió Derguín.

—Los padres de los padres de nuestros padres la trajeron del desierto, del centro del desierto —salmodió Folgam.

—¡Del centro del desierto! —corearon los demás en una cacofonía de voces desacompasadas y desafinadas.

—¡Con ella llegó nuestro dios!

—¡Nuestro dios! ¡Nuestro dios!

—¡Desde entonces somos los bienaventurados Ghanim!

—¡Los Ghanim! ¡Los Ghanim!

—Y ahora, ¡traed a nuestro dios para que vea las víctimas que le ofrendamos!

Al parecer, las sorpresas no habían terminado. De la cueva más cercana a la piedra espectral salió una mujer que debía de ser muy anciana. Las escaras del rostro no dejaban distinguir si tenía arrugas, pero caminaba con la parsimonia de los muchos años, y las pocas guedejas de pelo que le quedaban se adivinaban blancas bajo la grasa que las apelmazaba. Entre ambas manos sujetaba un objeto envuelto en un paño mohoso.

Folgam se acercó a ella y tiró del trapo.

—¡Contemplad al dios!

Derguín no pudo evitar un respingo. Lo que la mujer traía en las manos era una cabeza humana.

Con todo lo que habían presenciado en aquella aldea enferma, no debería haberse asustado ni sorprendido.

Excepto por el intrascendente detalle de que la cabeza estaba viva.

—¿Qué magia del infierno es ésta? —preguntó El Mazo en Ainari.

Mientras los Ghanim repetían «Nuestro dios, nuestro dios», la cabeza parpadeó. Como no tenía cuello que girar, movió los ojos a uno y otro lado para contemplar a Derguín y al Mazo.

Dhaumazo horaen duo sómata kadhará.

«Me asombra ver dos cuerpos limpios», tradujo Derguín. La cabeza había hablado en Arcano.

Tengo que estar soñando otra vez, pensó. Sí, era la única explicación. Todo era delirante, onírico. Lo más desconcertante era que conocía al dueño de esa cabeza calva y enjuta, surcada por venas que parecían latir con vida propia.

Era uno de los Pinakles. Los sacerdotes que custodiaban la Espada de Fuego a la muerte de un Zemalnit y que revelaban su paradero a los candidatos. Derguín había visto a los tres juntos en el templo de Tarimán en Koras, y después a uno de ellos por separado a orillas del mar Ignoto, justo antes de embarcar para la isla de Arak.

Lo cierto, recordó, era que los tres Pinakles eran idénticos, indistinguibles entre sí. ¿Y si había más de tres? ¿Y si el que tripulaba el balandro que lo llevó a la isla era otro, un cuarto Pinakle, y el que estaba viendo ahora mismo era el quinto de los hermanos?

Se trataba de una posibilidad tan absurda como cualquier otra.

Los Ghanim se habían prosternado en el suelo y hacían reverencias a la cabeza a la vez que repetían las antífonas que les proponía Folgam. Éste, aparte de la anciana, era el único que seguía de pie.

—¿Entiendes la lengua de estos hombres? —preguntó Derguín en Arcano.

—Por supuesto que sí —contestó la cabeza—. Llevan tanto tiempo torturando mis oídos con ella que sería imposible no haberla aprendido.

Al darse cuenta de que Derguín estaba dialogando con su dios, todos se callaron y miraron expectantes, aún postrados de hinojos en el suelo. Ahora que se había hecho el silencio, Derguín ya no tenía que desgañitarse para seguir hablando con la cabeza.

—Entonces, podrías sugerirles que nos suelten. Su intención es asarnos a la parrilla y comernos.

—Para eso tendría que dirigirme a ellos en su idioma.

—Lo conoces, tú lo has dicho.

—Que lo conozca y que quiera rebajarme a utilizarlo son dos cosas bien distintas.

Eh, que el Ritión también es mi idioma, pensó Derguín. Pero, por absurdo que pareciese, se dijo que no le convenía malquistarse con la cabeza.

—¿Puedo preguntarte cómo te llamas?

—Puedes hacerlo, sin duda. Entiendo, incluso, que ya lo has hecho.

—¿Me lo dirás?

—Por muchos nombres me han llamado. Puesto que me veo en esta situación, puedes dirigirte a mí usando el de Orfeo.

Derguín no entendía qué tenía que ver el nombre con la situación de la cabeza parlante, pero dijo:

—Bien, Orfeo. Yo soy Derguín, y mi compañero El Mazo. Ahora que has conocido a dos personas limpias, una de las cuales sabe hablar contigo en tu mismo idioma, ¿no te parece un fastidioso inconveniente perder la posibilidad de seguir conversando con nosotros?

—Que hables mi idioma no significa que tu conversación sea interesante. Eso tendrías que demostrarlo.

—¿Cómo voy a demostrarlo si estos salvajes se comen mi lengua, aparte de todo lo demás? Supón que mi conversación sí que es interesante.

—Es una posibilidad. Exigua, debo añadir por mi experiencia.

—Pero si me devoran, perderás esa posibilidad.

—Tu argumento no carece de lógica. Tienes razón, tal vez sea un inconveniente.

—En ese caso, quizá podrías hacer algo por evitar que nos maten y nos coman.

—Esa proposición no se colige de la anterior.

Derguín se estaba desesperando. Miró a los lados. Los Ghanim miraban embobados, mientras que Folgam tenía entrecerrados sus ojillos sanguinolentos, como si sospechara algo. Debe de estar escamado, pensó Derguín, y se dio cuenta de que sin quererlo le había salido un chiste. Pero, o las tornas cambiaban, o no iba a tener tiempo de contárselo a nadie.

Entonces los dioses, sin saberlo ellos mismos, favorecieron a Derguín.

La noche se convirtió en día. Todos levantaron la cabeza entre murmullos. Por un momento las paredes de la cárcava se recortaron como dientes afilados contra el cielo. Un sol en miniatura cruzaba el cielo, dejando tras de sí una larga estela blanca.

Cuando el rastro de luz se hubo desvanecido, los Ghanim volvieron a hacer reverencias y a salmodiar.

—¡La Piedra del Origen! ¡La Piedra del Origen!

Un segundo bólido surcó el cielo. Al contemplar el primero, Derguín se había quedado tan extasiado como los demás, pero ahora decidió actuar.

En esta ocasión no se trataba de una pelea de taberna, como en Nikastu. Se olvidó de la segunda aceleración y pasó directamente a la tercera. Al entrar en Urtahitéi, sintió el latigazo familiar que partía de sus riñones, y su cuerpo, aterido por el relente de la noche, entró por fin en calor.

Años atrás se había encontrado en un trance similar, cuando El Mazo lo llevaba prisionero con las manos atadas a la espalda. En aquella ocasión se había pasado los brazos por detrás de la nuca, pero al hacerlo se dislocó ambos hombros. Desde entonces, había buscado nuevas formas de librarse de esa situación, y era una maniobra que había practicado con los Ubsharim, los alumnos de su academia.

Ahora, felicitándose a sí mismo por su previsión, Derguín se tiró al suelo, encogió las piernas hasta tocarse con las rodillas en la frente y pasó las manos atadas por debajo de los glúteos. Los kilos que había perdido le facilitaron la labor.

Habían pasado unos segundos en su percepción, pero desde el punto de vista del resto del mundo todo debía haber ocurrido en un instante. Se puso de pie de nuevo y, todavía con las manos atadas, se abalanzó sobre Folgam.

—Quéeee haaazzz…

Antes de que el jefe terminara la pregunta, Derguín le arrebató el cuchillo de acero y se lo clavó debajo de la barbilla. Lo extrajo de un tirón y, mientras Folgam se desplomaba tan lento como un pino talado, se volvió hacia El Mazo. Éste ya había comprendido sus intenciones y le dio la espalda para ofrecerle sus muñecas maniatadas.

Las ligaduras eran de tiras de cuero. Estaban tan secas que el filo de acero las cortó a la primera. El Mazo se dio la vuelta de nuevo. Esforzándose por hablar despacio para que le entendiera, Derguín le ordenó:

—¡Suéltame a mí!

El Mazo cogió el cuchillo y, con lo que a Derguín le pareció una lentitud desesperante, empezó a cortarle las ataduras. A su alrededor se oían graves ululatos, los gritos de los Ghanim que habían visto caer muerto a su jefe mientras el plato principal de la noche se movía a una velocidad imposible. Muchos de ellos se levantaban del suelo y señalaban a Derguín con dedos llenos de postillas y miradas de odio.

—¡Yyyaaasssstáaaaa! —exclamó El Mazo.

Derguín le quitó el cuchillo y pasó a la siguiente fase de su improvisado plan. De un salto se plantó junto a la anciana. Ésta, al comprender sus intenciones, trató de darse la vuelta y huir. A los ojos de Derguín lo hizo con la lentitud de un cetáceo moviéndose en el agua.

Habría cogido a Orfeo por los pelos, pero era tan calvo como los poetas imaginaban a la fortuna, de modo que tan sólo se le ocurrió agarrarlo de la oreja. Él chilló, indignado.

Derguín se acomodó la cabeza en el hueco entre su codo izquierdo y su pecho y acercó el cuchillo a uno de los ojos. Sólo entonces salió de Urtahitéi. Todo había ocurrido tan rápido que aún conservaba fuerzas por si debía recurrir de nuevo a la aceleración.

Dudó si amenazar con arrancarle los ojos a la cabeza, o decir que le iba a hundir el cuchillo hasta llegar al cerebro. Al ver los rostros embrutecidos y llenos de costras de los Ghanim, pensó que más le convenía ser claro y tajante para evitar malentendidos.

—¡Apartaos todos si no queréis que mate a vuestro dios!

—¡Esto es un ultraje! ¡Una indignidad! —protestó Orfeo, siempre en Arcano.

Derguín le habría tapado la boca con gusto, pero tenía una mano ocupada sosteniéndolo y la otra amenazándolo con el cuchillo. Acercó los labios a su oído y susurró:

—Échanos una mano por la cuenta que te trae. ¿Es que quieres seguir en este nido de piojos?

Como no veía el gesto de la cabeza, no pudo saber qué opinaba, ya que Orfeo no contestó. Por el momento, la amenaza había surtido efecto. Alrededor de Derguín se abrió un círculo. Había algunos Ghanim, hombres y mujeres, que se agazapaban como fieras y amagaban con saltar sobre él, pero no se decidían a hacerlo.

En parte era por la presencia del Mazo. No debía haber perdido de vista en ningún momento al merodeador que había venido azuzándolo todo el camino, porque lo primero que hizo tras cortar las ligaduras de Derguín fue acercarse a aquel tipo, darle un puñetazo con la mano izquierda y quitarle la lanza con la derecha.

El Ghanim se desplomó con la boca convertida en una pulpa de sangre y dientes rotos. Derguín no llegó a saber si el mojicón había bastado para dejarlo fuera de combate, porque antes de que pudiera rebullirse en el suelo El Mazo le clavó aquel palo aguzado en la garganta, justo entre ambas clavículas, y lo removió hasta cerciorarse de que estaba muerto.

—¡Si alguien se me acerca, me hago un collar con sus tripas! —rugió el gigante Ainari.

—Nos vamos —le dijo Derguín—. Tú cúbreme la retaguardia.

Empezaron a dirigirse hacia la salida de la hondonada, Derguín delante y el Mazo detras de él, caminando de espaldas y volviendo la mirada y la lanza a todas partes.

Los separaban cien metros de sus caballos, tal vez menos. Derguín no confiaba demasiado en que los volubles y enloquecidos Ghanim aguantaran esa distancia antes de lanzarse sobre ellos como una jauría.

Oyó un ladrido a su derecha. Se volvió alarmado, dispuesto a entrar de nuevo en Tahitéi. No era un perro, sino una mujer que se abalanzaba sobre El Mazo con una piedra en la mano mientras profería un alarido inhumano. Su amigo, que pese a su tamaño poseía unos reflejos excelentes, reaccionó lanzando una patada a su atacante. La punta de su bota impactó con un sordo crujido en el pecho de la mujer, que voló hacia atrás levantándose un palmo del suelo y cayó sobre otros dos Ghanim vomitando bocanadas de sangre.

No muy caballeroso, pero sí eficaz, pensó Derguín.

Poco a poco, los Ghanim fueron quedándose atrás, aunque no dejaban de insultarlos. Derguín empezaba a pensar que saldrían con bien de aquella ratonera, cuando a un niño se le ocurrió la brillante idea de lanzarles una piedra. El proyectil pasó volando junto a la oreja de Derguín, sin llegar a acertarle. Por el efecto que tuvo en los demás Ghanim, fue como si hubiera roto la quietud de un estanque tan liso como un espejo.

De pronto empezaron a lloverles piedras de todas partes. Derguín decidió que poner como escudo la cabeza de Orfeo no le iba a servir de mucho, de modo que encogió la suya entre los hombros, volvió a entrar en aceleración y corrió hacia los árboles donde estaban atados los caballos. Confiaba en que El Mazo se salvase por sus propios medios, pues le era imposible protegerlo de la pedrea.

Una de aquellas peladillas le golpeó en la espalda, otra en un muslo y una tercera le golpeó de refilón en la coronilla. Notó que la piel le ardía, pero no se detuvo a comprobar si era por el roce del golpe o por el calor de la sangre.

A pesar de la algarabía de la persecución, los dos merodeadores a cargo de los caballos se habrían sentado en el suelo, ajenos a todo. Sólo al ver cómo Derguín irrumpía como un ciclón entre los tamarindos se volvieron hacia él con los ojos vidriosos y las bocas entreabiertas. Habían sacado un pellejo de vino de las alforjas, y estaban tan borrachos que incluso sentados les costaba mantener el equilibrio.

Derguín ni les prestó atención. Mientras una piedra destinada a él le acertaba entre las cejas a uno de los dos beodos, siguió corriendo hasta los caballos. Las albardas seguían en su sitio: como mozos de cuadra, aquellos dos Ghanim demostraban ser muy negligentes, pero su dejadez resultó muy conveniente para Derguín. El hueco donde iba el odre de vino se encontraba vacío. Allí, sin más contemplaciones, metió la cabeza, encajándola hasta el fondo.

—¡Hmmmpfffff! —protestó Orfeo.

Por un momento, Derguín pensó que quizá se había excedido y que su prisionero podía asfixiarse. Luego cayó en la cuenta de que no tenía pulmones.

Sin salir de Urtahitéi, cortó las ataduras de los caballos, montó en el suyo y sacó de la funda a Brauna. Entretanto, El Mazo ya llegaba, acosado por una lluvia de piedras y perseguido por decenas de Ghanim que gritaban y agitaban palos contra él.

Por suerte, aquella extraña enfermedad debía afectar a la condición física de todo el cuerpo, y no sólo a la piel, porque los salvajes se habían quedado bastante rezagados. El Mazo trepó a su caballo con más agilidad que cualquier otro día, sacudió las riendas y clavó los talones en los ijares de su montura. Derguín observó que tenía una brecha en la sien, junto a la ceja izquierda, y la sangre le chorreaba hasta perderse en la espesa barba.

—¡Vámonos de este infierno! —exclamó El Mazo.

No hizo falta azuzar demasiado a los caballos. Ellos mismos, al ver la turbamulta que se les venía encima, volvieron grupas hacia la salida de la cárcava y huyeron al galope.

Pese a que cabalgaban en una oscuridad casi total, Derguín y El Mazo no refrenaron a sus monturas hasta media hora después. Por puro azar, habían llegado a la carretera que habían seguido el día anterior, el Camino Negro de los Ghanim. De éstos ni se adivinaba el rastro.

—Como no nos persigan montadas en sus cabras… —dijo El Mazo.

Descabalgaron, y sacudieron una pequeña lámpara de luznago que habían traído de Zirna. El insecto se despertó y empezó a zumbar y a brillar con una luz azulada.

Aún les quedaba otro pellejo de vino. El Mazo sacó el corcho que lo tapaba, dio un buen trago y luego se lo pasó a Derguín. Empezaron a reírse, de pura histeria y pavor, y a comentar las escenas delirantes que habían presenciado.

—¡Hmmmpffff!

Derguín recordó que llevaba algo en las alforjas. Por un momento se le ocurrió que todo había sido una pesadilla, que cuando metiera las manos en la albarda sacaría un coco o un melón, no una cabeza.

Pero allí estaba Orfeo, mirándolos con ojos grandes y oscuros que apenas parpadeaban. Derguín tenía que sujetarlo poniéndole las manos bajo las orejas, lo cual no le parecía demasiado digno, pero no se le ocurría otra forma mejor de hacerlo. ¿Tal vez ensartando la cabeza en un palo? Por curiosidad, la giró un poco para mirar el cuello.

No encontró ninguna herida, ni una tráquea o un esófago cortados, como esperaba. La garganta se apoyaba en una especie de tapón redondo, de algún material negro que no era ni metal ni piedra ni madera.

—¿Piensas tratarme con algo de respeto en algún momento? —preguntó la cabeza.

Derguín la enderezó y la levantó a la altura de su frente.

—Disculpa, Orfeo. Tenemos por delante un largo viaje, y no sé muy bien cómo colocarte para que estés más cómodo.

Al resplandor del luznago, Orfeo torció los ojos para ver sus alrededores. Derguín le ayudó girándose en círculo completo.

—Vais al centro del desierto.

—Así es.

—Entonces vuestro viaje va a ser mucho más largo de lo que sospecháis.

—¿Qué quieres decir?

—Los acontecimientos os darán la respuesta. ¿Por qué voy a hacerlo yo?

Por más que insistió en sonsacarle información, Orfeo se negó. Al comprobar que la cortesía no funcionaba con aquella cabeza parlante, Derguín volvió a meterla en la alforja. Después, como estaban demasiado nerviosos para dormir y querían alejarse lo más posible de la aldea Ghanim, prosiguieron camino hacia el sur a un paso tranquilo para no agotar más a los caballos.