El pequeño ejército aliado de Invictos y Atagairas entró en la ciudad adelantándose a las sombras de las montañas, que no tardarían en seguirlos. Teluria era un puerto comercial y pesquero de unos quince mil habitantes. En realidad, tenía dos puertos. El del norte era el más pequeño, construido en el estuario del río Telor, que daba nombre a la ciudad. En él atracaban gabarras que traían cereales, carne y madera talada para luego subir cargadas de pescado. Tras dejarlo atrás, se atravesaba una lengua de tierra que no debía pasar de quince metros en su punto más ancho.
—Si se molestaran en levantar una muralla aquí, la ciudad sería prácticamente inexpugnable —comentó Gavilán.
—Mucho me temo que sus amas albinas no se lo permitirían —repuso Kybes, aprovechando que Baoyim se encontraba en ese momento en otro punto de la columna de marcha.
—Por eso precisamente deberían hacerlo. ¡No es propio de hombres con los testículos bien puestos dejarse gobernar por esas viragos!
—Sin embargo, no parece que les vaya tan mal siendo vasallos —dijo Kratos, observando a su alrededor.
Pasado el istmo, entraron en el núcleo urbano, camino del puerto principal. Lo cierto era que se apreciaba cierta prosperidad en Teluria, aunque sin grandes alardes. Desde luego, comparada con la última ciudad en la que habían entrado hombres de la Horda, Malib, era poco más que una aldea. Pero Malib debía de ser la tercera urbe más poblada de Tramórea, superada tan sólo por Koras y, según decían, la lejana Âttim de Pashkri, y estaba sembrada de parques, pirámides y minaretes dorados.
En Teluria se veían pocos edificios destinados a la ostentación: ni templos, ni palacios. Los más lujosos eran la sede del consejo y la lonja de pescado. Tampoco había jardines: los pocos árboles que crecían en las calles estaban allí porque se las habían apañado para arraigar por su cuenta. La mayoría de las casas eran de piedra o ladrillo sin revocar, de aspecto sólido pero austero. Kratos sospechó que por dentro debían de ser más cómodas de lo que sus fachadas sugerían, y que los habitantes de Teluria intentaban disimular su opulencia para no despertar más la codicia de sus amas las Atagairas.
Después de un día de dudas entre sol y nubes, calor y viento fresco, la tarde se había serenado. Los habitantes de la ciudad se resistían a entrar a sus casas y aprovechaban las últimas horas de luz para pasear o comprar comida en puestos ambulantes. Otros se sentaban sin hacer nada y, con los ojos entrecerrados, se dejaban caldear por los tibios rayos de un sol ya domesticado por la hora. Todos ellos, aunque Kratos había enviado un cayán a la ciudad para avisarles de su llegada, se levantaban al paso de aquel pequeño ejército y miraban con una mezcla de curiosidad y recelo.
—Qué humedad —gruñó Gavilán, moviendo los dedos como un citaredo antes de un concierto. Luego añadió que el clima seco de Malabashi le venía genial para el reúma, mientras que ahora los dedos de las manos se le iban a poner tan gordos como otro apéndice que, por supuesto, no se privó de citar por su nombre más vulgar.
—Al menos, te vendrá bien para las quemaduras —dijo Kybes, que pese a la desconfianza inicial por sus ojos de Aifolu, había hecho buenas migas con la mayoría de los Invictos durante el viaje.
—Poco entiendes de medicina, rapaz —contestó Gavilán—. La humedad no es buena para nada si no viene en forma de vino o de cerveza. Sólo sirve para que se pudran las heridas y las quemaduras.
Kratos respiró hondo. Había comprobado hacía tiempo que los olores poseían un poder evocador mucho más profundo que las visiones y los sonidos. Los recuerdos recuperados al ver una imagen o escuchar una voz eran más concretos, más nítidos, y él los asociaba con la cabeza. En cambio, los que se despertaban al percibir un aroma, por tenue que fuese, salían de algún lugar entre el corazón, el estómago y las tripas, allí donde se guardaban las memorias más antiguas. Y al salir, como si fueran redes de trasmallo, arrastraban un sinfín de recuerdos más.
Ahora, al llenarse la nariz de olor a sal y a pescado, a redes mojadas y madera embreada, le asaltaron en tropel imágenes de Tíshipan, su ciudad natal. Vio a su padre Drofón, con la cara sumergida en un charco lodoso y la espalda acribillada a puñaladas. Contempló a Irdile, tan joven y hermosa, y por un segundo le pareció que su perfume a nardos se colaba entre los olores del puerto. Se vio a sí mismo discutiendo con ella, marchándose a la taberna por no oírla mientras Darkos lloraba en la cuna porque le dolía la tripa, y lloraba y lloraba, a todas horas del día, de la noche…
Se apartó una mosca de la cara, y al hacerlo trató de aventar también aquellos pensamientos inoportunos. Las desgracias y errores del pasado no tenían remedio. Casi sin pensarlo, se volvió sobre la silla y buscó con la mirada a Darkos. Su hijo venía detrás, hablando entre aspavientos con dos soldados, el joven Jisko y el veterano Ambladión. Ambos parecían divertirse con sus ocurrencias.
Pese a todo, el muchacho no había salido tan mal. Kratos le dio las gracias silenciosamente a Irdile. Te prometo que le cuidaré, se dijo.
Escoltados por el golpeteo de sus propias herraduras en el suelo empedrado, llegaron por fin al puerto. Allí los aguardaba un pequeño comité de recepción, formado por varios miembros del concejo de la ciudad, el jefe de la cofradía de pescadores y unos cuantos armadores. Todos ellos mostraban una actitud respetuosa con las Atagairas, casi sumisa, pero Kratos descubrió enseguida que, aunque agacharan la barbilla y ni se les ocurriera desafiar con la voz o la mirada, sabían defender sus intereses.
El jefe del concejo era un hombre alto, calvo y corpulento llamado Gudom. Hablaba en un tono suave y atiplado, pero se notaba que era afectado, y que seguramente en las reuniones del concejo sabía dar voces más acordes con su envergadura. Tras los saludos y zalemas de rigor, fue directo al grano.
—Tenemos veinte barcos preparados, señora —dijo, dirigiéndose a Kalevi, capitana de las doscientas Atagairas—. Doce son…
Kratos le interrumpió.
—Yo estoy al mando, así que me informarás a mí. Soy Kratos May, general de la Horda Roja.
—Sé quién eres, tah Kratos. Tu reputación te precede adonde vas. Pero como nuestro feudo es con Atagaira…
—Dilmaril, en nombre de la reina de Atagaira, está de acuerdo en que sea tah Kratos quien mande esta expedición —intervino Kalevi.
—Así sea, pues —respondió Gudom—. Os decía que ya tenemos aparejados y aprovisionados veinte barcos. De ellos, hemos preparado doce para transportar caballos.
—¿Agua y provisiones para cuántos días? —preguntó Kratos.
—El Gran Barantán nos dijo que necesitaríais víveres para trece jornadas. Hemos calculado lo suficiente para mil personas y otros tantos caballos.
Kratos asintió. Serían novecientos soldados; amén de las tripulaciones, pero eso no dependía de él. También había decidido quedarse con un caballo por persona, más cien de reserva.
Sin embargo, le seguía mortificando no saber adónde se dirigían. Una ignorancia que no quería confesar delante de Gudom y sus compañeros de comitiva. ¿Trece días de viaje? Eran justo los que faltaban para la conjunción de las lunas.
El barco más cercano a ellos era una nave de tres palos de unos treinta metros de eslora, adornada con un mascarón que representaba a una especie de híbrido entre hombre y pez. Las letras doradas pintadas sobre el costado de estribor rezaban LUCERNA. Kratos pensó que debía de ser uno de los barcos de la expedición, pues en la cubierta estaba Linar, alto y erguido como un mástil, y el hombrecillo con pinta de tonel que hablaba o discutía con él sólo podía ser el Gran Barantán.
Por más que buscó con la mirada, no vio señales de Derguín ni Mikhon Tiq por ninguna parte.
—… mil cien imbriales.
Al ver a los Kalagorinôr, Kratos se había distraído por un instante.
—¿Cómo has dicho?
—Que el monto total de los gastos asciende a mil cien imbriales, tah Kratos.
El jefe del concejo no añadió más, pero por la forma en que se frotaba las manos daba la impresión de que esperaba que le pagase ahí mismo. ¿Pensaba que Kratos llevaba en las alforjas más de diez kilos de monedas de oro?
Sobre todo, ¿a quién se le había ocurrido que, después de abandonar al resto de la Horda y cabalgar como posesos para embarcar hacia un destino desconocido, además tuvieran que pagar los gastos?
—Vaya, encima de putas nos va a tocar hacer la cama —comentó Gavilán, resumiendo lo que pensaba Kratos.
—No he entendido bien qué ha querido decir tu oficial, tah Kratos —dijo Gudom.
—Pues creo que ya hablo el Nesita bastante bien —replicó Gavilán.
—Esperad un momento —dijo Kratos—. Tengo que solventar ciertos asuntos.
Hirviendo de indignación, atravesó el muelle a zancadas en dirección a la Lucerna. Pese a lo que había asegurado el jefe del concejo, todavía no habían terminado de aprovisionar los barcos. Kratos tuvo que esquivar a un estibador que subía un barril rodando por la pasarela. Cuando se plantó en cubierta, le salió al paso un hombre grueso, de cabellos negros y rizados. Tenía anillos de oro en todos los dedos, y también pesados pendientes que descolgaban aún más los carnosos lóbulos de sus orejas.
—Soy Mihastular, capitán de la Lucerna. ¿Tú eres…?
Kratos se volvió hacia él. Al girarse, golpeó a un marinero con el batiente metálico que protegía el extremo de la vaina de su espada. Más adelante, cuando se calmó, pensó que mientras viajase en un barco atestado de gente convendría que llevase la funda sujeta por una sola trabilla y pegada a la pierna. Pero ahora estaba demasiado furioso.
El capitán levantó las manos en el aire. Tenía las palmas gordezuelas como un bebé.
—¡Ah, tah Kratos May, sin duda! Es un honor conocerte. Estamos algo ocupados con la carga, pero si lo deseas puedo enseñarte el barco. Es la mejor nave de la flotilla, así que supongo que nos harás el honor de viajar en ella.
Kratos trató de calmarse.
—Encantado, capitán…
—Mihastular.
—Mihastular. Con gusto visitaré la nave cuando tú estés menos ocupado y yo resuelva ciertos asuntos. Ahora, si me disculpas…
Linar y el Gran Barantán seguían conversando junto al palo mayor, ajenos al tráfago de marineros y estibadores a su alrededor. Al ver que Kratos se acercaba, el hombrecillo se volvió hacia él.
—¡Tah Kratos! Has conseguido llegar en la fecha prevista. Supongo que estarás orgulloso.
En otras circunstancias, Kratos habría sonreído de satisfacción.
—Jamás un ejército ha cabalgado tan rápido como el nuestro.
—¿Y crees que con eso has conseguido algo? ¿Quieres que te ponga una condecoración? ¡Ni siquiera hemos empezado en esta guerra! Aún debemos viajar cuatro veces la distancia que habéis recorrido, y hacerlo antes de que las tres lunas se junten en el cielo.
Sólo la prudencia impidió a Kratos echarle las manos al cuello al Gran Barantán.
—Kalitres, no abuses de tu dudoso sentido del humor —dijo Linar con voz grave—. Kratos y sus hombres han hecho un esfuerzo sobrehumano para llegar aquí.
—«Sobrehumano» es lo mínimo que se exige cuando los enemigos pueden definirse precisamente con ese adjetivo.
—¿Quién demonios va a pagar esta expedición?
Ambos se volvieron hacia Kratos, con gesto perplejo.
—¿Pagar? —dijo el Gran Barantán.
—Barcos, tripulación, comida, agua dulce. Esas cosas no son gratis. —Kratos le clavó el dedo en el pecho—. Tú nos convocaste aquí. Me dijiste que me presentara en cuatro días en Teluria y trajera hombres de guerra. Eso ya lo he cumplido. Después añadiste que me dirías en persona lo que tengo que hacer.
—Pues… para empezar podrías pagar los gastos.
—¿Me tomas el pelo?
El Gran Barantán miró a Kratos por encima de la frente, y debió pasársele por la cabeza la idea de hacer un chiste. Pero se reprimió.
—¿De cuánto dinero se trata?
—Mil cien imbriales.
El Kalagorinor se llevó la mano a la talega que llevaba colgada en bandolera sobre la estrambótica túnica morada. La sacudió un par de veces. Por el tono del tintineo, las monedas de su interior eran ligeras y viajaban bastante holgadas.
—Debo llevar cincuenta radiales como mucho. Con tanto ajetreo, últimamente he vendido pocas pócimas, y además me dejé el carromato en la Roca de Sangre. Supongo que no os acordaríais de…
—Teníamos otras cosas que pensar —dijo Kratos, aunque en realidad se habían llevado el carromato a Nikastu.
—Una lástima. Guardo buenos recuerdos de él. ¿Cuánto dinero tienes tú, Linar?
—¿Yo? No lo sé. —Rebuscó bajo el manto y sacó una bolsa de piel. Por el tamaño y las arrugas, guardaba menos monedas aún que la del Gran Barantán.
Kratos recordó que en los días previos al certamen por Zemal, Linar le había entregado todo el dinero a Mikhon Tiq para que él lo administrase, alegando que era muy torpe en cuestiones crematísticas. En aquel entonces la suma que llevaba encima el Kalagorinor era considerable, aunque desde luego no como para sufragar el flete de veinte barcos.
Quién me mandará juntarme con magos, se dijo Kratos.
—¿No se os había ocurrido que habría que pagar por todo esto?
El Gran Barantán se volvió hacia su colega.
—¿Qué te parece, Linar? Pretendemos salvar el mundo para ellos, y nos piden que les paguemos. ¿Quién entiende a esta gente?
Mascullando algo así como «¡Brrrr! ¡Qué os pique un cuervo!», Kratos los dejó allí y bajó del barco. Que un guerrero y jefe de guerreros tuviera que regatear era algo impensable. En cierto modo, ya se lo había advertido Linar en aquel palacio de Atagaira. «Os ha tocado vivir momentos extraordinarios. Si queréis sobrevivir, tendréis que hacer cosas que jamás habríais soñado».
Empezando por aflojar los cordones de la bolsa.
—Necesito regatear. Tú eres un mercader.
Urusamsha le miró fijamente. Tenía la boca amordazada. Por encima de ella sobresalía su nariz, de anchas fosas y aletas carnosas que dilataba constantemente. Los ojos eran grandes, muy oscuros. Pero con la boca tapada su rostro perdía mucha personalidad. Era larga, y de labios gruesos, y cuando hablaba todos los demás rasgos orbitaban en torno a ella. No sólo los rasgos, pues también atraía las miradas de sus interlocutores, que se quedaban fascinados observando cómo sus labios se abrían y cerraban, descubriendo y ocultando unos dientes cuadrados que aún parecían más blancos por contraste con su piel cetrina.
Ésa era la virtud de Urusamsha, conseguir que quienes hablaban con él bajaran la guardia; que, hipnotizados por el magnetismo de su boca y la intensidad de sus ojos, sintieran mareos como si aspiraran el humo dulzón del narguile que solía fumar.
—Te voy a quitar la mordaza. Pero si tan sólo sospecho que intentas manipularme a mí o a alguno de mis hombres, yo mismo te decapitaré antes de que puedas ver cómo llevo la mano a mi espada. ¿Comprendes lo que digo?
Él asintió. Sus ojos brillaban como carbones en una hoguera, pero con la boca tapada era difícil saber si se trataba de una mirada de furia.
—Quitadle eso.
Uno de los soldados que vigilaba en todo momento al Pashkriri desató el nudo del pañuelo. Cuando se lo quitó, Kratos comprobó con malsana satisfacción que la prieta mordaza le había dejado marcas en la piel, dos rayas que enmarcaban sus labios como una segunda boca grotesca.
—Tah Kratos, ¿tanto temes a quien consideras un simple mercader que necesitas cinco hombres para vigilarme y tienes que amenazarme así?
—Sé que te gustan los rodeos, pero yo no me andaré con ellos. Sí, Urusamsha, te temo tanto como a una plaga de langostas o a un chancro en la entrepierna.
El Pashkriri sonrió. Su boca gobernaba de nuevo su rostro. Kratos se recordó que era mejor no mirarla, ni siquiera centrarse en sus ojos. Clavó los suyos un poco más arriba, en la frente del Bazu. Algo que sabía que le desconcertaría.
—Te he explicado el problema que tenemos. Podría resolverlo por la fuerza, pero no quiero derramar sangre. Mal principio sería para una guerra sagrada.
—¿Sagrada contra los dioses? Qué paradoja. Pero alabo tu gusto. La lengua puede ser más poderosa que la espada. Hace tiempo que no me ejercito en el noble arte del regateo. No obstante…
—No obstante, ¿qué?
—Demostraría muy poca dignidad si aceptara tus condiciones sin poner alguna por mi parte.
A Kratos se le pasó por la cabeza la más sencilla: dejarlo libre allí mismo y desembarazarse de él para siempre. Pero ¿quién impediría a Urusamsha regresar a Nikastu y utilizar sus dotes de intriga y manipulación para convertirse en gobernante de la ciudad en ausencia de Kratos? Además, allí estaba Aidé, por la que Urusamsha parecía sentir una morbosa atracción.
Volvió a recordar el proverbio: «Ten a los parientes lejos, a los amigos cerca y a los enemigos en tu propia cama». Mejor en la suya que en la de Aidé, desde luego. Y, si podía controlar a Urusamsha, tal vez le sería útil más adelante.
Si podía controlarlo, se repitió a sí mismo.
—Si me ayudas, no volveré a amordazarte —dijo Kratos—. Siempre que me prometas que no te aprovecharás de tener la boca libre para tus manejos.
—No sé a qué te refieres.
—Eres un hombre inteligente, Urusamsha. Más que yo, no me importa reconocerlo. A cambio, tengo la espada más rápida y el genio más vivo. Si sospecho que intentas manipular a uno solo de mis hombres, o a las Atagairas, o a los marineros, o incluso a las ratas del barco, no volveré a amordazarte. Simplemente te separaré la cabeza de los hombros.
Mientras decía «los hombros», Kratos ya estaba viendo los números de Urtahitéi en su cabeza. Al mismo tiempo que un latigazo de calor partía de sus riñones y recorría su cuerpo, llevó la mano izquierda a la vaina de la espada para sujetarla y con la derecha tiró de la empuñadura. Incluso para sus ojos acelerados, la hoja salió tan rápido que dejó un rastro de luz. Los demás ni siquiera debieron ver el movimiento.
La kisha quedó apoyada en la nuez de Urusamsha, pinchando la piel lo justo para no rasgarla. Kratos aguardó unos instantes, disfrutando de la mirada de sorpresa del Pashkriri. Después devolvió la espada a su funda, haciendo chocar con violencia la guarda contra el brocal. Sólo entonces se desaceleró.
—Así.
Los soldados se habían quedado con los ojos como platos, pero cuando reaccionaron cruzaron entre sí miradas de orgullo, como si ellos mismos hubieran realizado esa Yagartéi a la velocidad del rayo. Kratos no solía alardear, pero quería dejarle bien claro a Urusamsha que él también poseía poderes que no se hallaban al alcance de la mayoría de los mortales.
—¿Aceptas nuestro trato, noble Urusamsha?
El Bazu sonrió. Pero el sudor que de pronto humedecía el filtro, la depresión de la piel que unía la nariz y los labios, delataba que en su sonrisa no había tanta confianza como él quería sugerir.
—Tengo las manos atadas a la espalda. Si he de sellar un trato con un apretón o firmando un documento…
Kratos hizo un gesto con la barbilla, y el mismo soldado que había desatado la mordaza cortó las ligaduras de Urusamsha con un cuchillo.
—Estarás vigilado en todo momento —dijo Kratos—. Y te recuerdo que el castigo no será volver a la situación anterior.
—Como jefe de la Horda, deberías saber que cuando se repiten las órdenes o las amenazas pierden mucho efecto.
Kratos se permitió mirar a los ojos al Bazu y esbozar una sonrisa. Sabía por experiencia que cuando sonreía de aquel modo y entornaba sus párpados Ainari, ya de por sí rasgados, daba la impresión de peligro latente de un tigre sesteando.
—Agradezco tu consejo, Urusamsha. Seguro que contigo como asesor mi jefatura mejorará mucho. Ahora, acompáñame.
Como ocurría siempre con Urusamsha, a Kratos le fue difícil saber si estaba recurriendo a sus dotes naturales de mercadeo o utilizando su poder de influir en las mentes ajenas. Lo cierto fue que consiguió que los armadores y el concejo admitieran como pago los seiscientos caballos que la Horda iba a dejar en Teluria. Considerando que aquellos animales venían medio reventados por el viaje y que en los próximos días habría que sacrificar a bastantes de ellos, casi dos imbriales por cabeza era un precio más que ventajoso. Máxime cuando en Teluria no hacían falta, y a sus habitantes no les iba a resultar fácil vendérselos a las Atagairas, que apreciaban mucho más los grandes corceles de batalla.
—¿Satisfecho de mi negociación, tah Kratos? —preguntó el Bazu con una sonrisa que, por una vez, parecía sincera. Saltaba a la vista que había disfrutado regateando… y ganando.
—Muy satisfecho. Ahora, si me disculpas, tengo que llevar a cabo otras negociaciones.
—¿Necesitas mi ayuda?
Por un momento, Kratos se sintió tentado de contestar que sí. ¿Sería capaz Urusamsha de manipular las voluntades de los Kalagorinôr? Mucho se temía que eso se hallaba fuera de su alcance, y que en caso de conseguirlo lo haría buscando sus propios intereses. De modo que dejó al Bazu bajo la custodia de sus hombres, con la orden de no trabar conversación con él, ni siquiera el palique más intrascendente.
Se había hecho de noche. A esas alturas del mes, Kratos ya no sabía si tendría que lucir una luna, dos o las tres. Ya se estaba acostumbrando a aquella oscuridad en la que sólo brillaban las estrellas y algunos fragmentos del Cinturón de Zenort —según Ahri, aquellos que por su posición quedaban fuera de la sombra de Tramórea y reflejaban la luz del sol—. El puerto se veía iluminado por antorchas y los barcos por luznagos verdes, los más abundantes y, por tanto, más baratos.
Volvió a subir a la Lucerna, mientras los casi mil miembros de la expedición aguardaban pacientes en el muelle a recibir instrucciones.
Linar y el Gran Barantán aún seguían donde los había dejado, al pie del mástil. La estiba parecía haber terminado, y la mayoría de los marineros que permanecían en cubierta se encontraban cenando, jugando a los dados o simplemente dormitando.
La discusión entre los dos magos continuaba. Linar estaba algo encorvado, con ambas manos apoyadas en la cabeza de serpiente de su bastón, mientras que Barantán no dejaba de agitar el suyo, una rama oscura rematada por un grueso nudo. Cuando Kratos lo conoció en Malabashi, dicho nudo tenía un agujero rodeado por un anillo de metal. Ahora todo el puño estaba tapado con un pañuelo negro.
Los Kalagorinôr hablaban entre sí en un idioma que Kratos no entendía, aunque sospechaba que se trataba de Arcano.
—Maese Linar y maese… ¿Cómo prefieres que te llame, Kalitres o Gran Barantán?
—Elige tú el que prefieras, tah Kratos —respondió el hombrecillo—. Cada uno posee su encanto. El primero evoca tiempos de esplendor pasados. El segundo recuerda que no sólo soy mago, sino también médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante.
—En ese caso —dijo Linar— te sugiero que uses el de Kalitres. Así al menos nos privaremos de escuchar a todas horas esa frívola retahíla.
—Sea Kalitres, pues. Os comunico a los dos que he solucionado ya esas cuestiones prácticas que a vosotros no parecían preocuparos.
—Nos congratulamos de ello, tah Kratos —dijo Kalitres.
—De modo que podemos reanudar nuestra conversación anterior.
—Ah. ¿Teníamos una conversación?
—Quiero saber adónde nos dirigimos.
—De eso estábamos discutiendo, precisamente.
Linar dijo algo en Arcano, a lo que Kalitres contestó con una larga perorata en el mismo idioma. Kratos los interrumpió.
—Señores magos, dejaos ya de urdir vuestras tramas en lenguajes que no conozco. No vais a jugar conmigo más. Ya cumplí de sobra con mi juramento de fidelidad a los Kalagorinôr.
—Ahora no se trata de ser fiel a nosotros, sino a tus congéneres los humanos —repuso Linar.
De nuevo había dicho «tus». El mago cada vez se distanciaba más de los mortales, algo que preocupaba a Kratos.
—Me da igual a quién deba ser fiel. En ningún caso lo seré a ciegas. Si he de llevar a mis hombres a la batalla, debo saber dónde se librará. Necesito toda la información que me podáis dar para que el combate se celebre en las condiciones que yo elija.
—Nadie puede escoger las condiciones en esta guerra, tah Kratos —respondió Kalitres—. Iremos brindándote la información que pides, pero tenemos que hacerlo como los galenos que suministran un medicamento con cuentagotas para evitar que una dosis demasiado abundante mate al enfermo.
—¿Creéis que la verdad puede matarme?
—O enloquecerte —dijo Linar.
—En poco me tenéis, señores magos. Nada de lo que oiga o vea podrá sorprenderme más que los prodigios que he presenciado en los últimos tiempos. Estoy curado de espanto.
—¿Estás seguro de ello, señor guerrero? —preguntó Kalitres—. Cotejándolos con lo que aún verás, esos prodigios son como uno de mis meñiques comparados con el resto de mi cuerpo.
Que no es que sea demasiado grande, pensó Kratos con malicia.
—Estaré preparado para todo.
—Cuando veas el firmamento y la nada reflejarse en la ciudad de Tártara, cuando por primera vez contemples el cielo de Agarta, cuando camines por el puente de Kaluza y arriba se convierta en abajo y abajo en arriba… Entonces ya veremos si estás preparado, tah Kratos.
—¿De qué sitios me estáis hablando? ¿Tártara, Agarta? ¿Ka…?
—Kaluza —completó Linar—. No te tomes demasiado en serio la pomposidad de Kalitres.
—¿Pomposo me llamas tú, que eres tan rígido como una vara reseca?
—En realidad, Kalitres no te puede hablar con claridad de esos sitios porque no los conoce tanto como quiere dar a entender.
—No sigas por…
—Déjame ahora —replicó Linar, y añadió dirigiéndose a Kratos—: Ya te dije en Atagaira que estoy recuperando recuerdos sepultados en lo más profundo de mi syfrõn. No diré más, tan sólo que yo mismo temo desenterrarlos demasiado rápido.
—Estás hablando más de la cuenta, Linar —dijo Kalitres.
—No se puede mantener la venda en los ojos siempre.
Kratos no podía creer lo que oía. Pero ¿qué recuerdos podían asustar a alguien como Linar? «Camináis por un sendero rodeado de sombras», había dicho en una ocasión. ¿Realmente Kratos quería alumbrarlas, estaba dispuesto a contemplar los horrores que acechaban al borde del camino?
Si he llegado hasta aquí, la respuesta es sí, se dijo.
—Está bien, está bien —concedió Kalitres—. Linar y yo discutíamos por saber quién de los dos acompañará a la flota y quién irá allí.
Kratos siguió la dirección que indicaba el mago con la punta de su bastón. A lo lejos, entre el bosque de jarcias, se divisaba la línea de luz de Etemenanki.
—¿No nos acompañaréis los dos?
—Nuestro plan es dividir fuerzas. ¿No decía Bolyenos «Divide y vencerás»?
—Creo que eso se aplica a las fuerzas del enemigo, no a las propias.
—Tendré que redactar una nueva versión mejorada del Táctico —aseguró Kalitres con toda seriedad—. Sea como fuere, uno de nosotros dos ha de viajar a Etemenanki —añadió, frotando el pomo de su bastón mientras lo miraba pensativo.
—¿Es prudente que sigas conservando el ojo? —le preguntó Linar.
—Él podía verlo todo cuando tenía los tres. Precisamente gracias a que los perdió no puede saber lo que hacemos.
—Cometerás un error si lo subestimas. Puede ser un loco, pero no un necio. Estoy seguro de que, ahora que está despierto, tiene medios de localizar los ojos que fueron suyos. Por eso me desprendí del mío.
¿De qué demonios estaban hablando? Kratos miró a Linar fijamente, tratando de adivinar si debajo del parche había una órbita vacía o alguna otra cosa.
Recordó la historia de Zenort, el primer Zemalnit. En los tiempos de la oscuridad, el héroe se había enfrentado al dios loco Tubilok y con la Espada de Fuego le había arrancado los ojos. Sin duda los dos Kalagorinôr se referían a ellos. ¿Había llevado Linar todo ese tiempo uno de aquellos ojos bajo el parche de cuero?
—¿Qué te desprendiste de él? —preguntó Kalitres.
—En realidad, lo destruí.
—¡Un objeto como ése no se destruye tan fácilmente!
—Sí, si lo hace la lanza.
Los ojos, la lanza, él… Cada artículo y cada pronombre parecían preñados de significados ominosos, insinuaciones que para los dos magos debían de quedar muy claras, pero que a Kratos empezaban a sacarlo de quicio.
—¡La lanza! ¿Acaso la otra mitad ha salido a la luz? —preguntó Kalitres.
Linar asintió con un solo movimiento de barbilla.
—¿Quién la tiene?
—El emperador de Áinar —respondió Linar.
—¿Togul Barok? ¿Y has consentido que alguien como él tenga en su poder un arma tan peligrosa?
—Togul Barok también ha de desempeñar un papel en el desenlace de esta contienda.
—¡Bonitas y pomposas palabras para decir que no tienes ni puñetera idea de cuál va a ser ese papel! —estalló Kalitres—. Por lo que sabemos, podría aliarse perfectamente con los dioses y ofrecerle la media lanza al loco.
A Kratos empezaba a dolerle la cabeza. Se sentía agotado y la discusión lo estaba mareando. Además, sospechaba que había en toda ella algo de representación teatral, que los dos magos repetían argumentos que ya habían debatido, y mientras tanto, a un nivel que no podía captar, intercambiaban información que jamás compartirían con él.
—¿Podríais decirme por qué uno de los dos tiene que subir a Etemenanki?
—Por lo que contó tu amigo el Zemalnit —respondió Kalitres—, en Etemenanki hay un personaje llamado Barbán que era sirviente del Rey Gris. Aunque éste haya muerto, Barbán debe saber cómo manejar los ingenios mágicos que guarda la vastísima torre. No podemos desaprovechar la ayuda de la ciencia humana.
—Sobre todo si es ciencia de una época en que los humanos poseían conocimientos no soñados en esta era de ignorancia y oscuridad —añadió Linar.
Aquel comentario no le hizo demasiada gracia a Kratos, pero prefirió obviarlo.
—Está bien, así que uno de vosotros nos acompañará. Pero ¿dónde vamos? ¿Tendré que traer a un sacamuelas para que me lo digáis?
Por alguna razón, aquel comentario tan simple hizo soltar la carcajada a Kalitres e incluso Linar levantó las comisuras de la boca.
—No será necesario, tah Kratos —dijo Kalitres—. Éstas son las instrucciones que te prometí: debes zarpar con tu flota esta misma noche.
—¿De noche? ¿Sin tan siquiera la luz de las lunas?
—El práctico del puerto asegura que no correréis peligro. Pasada la bocana, el fondo baja de golpe. No hay escollos ni rompientes, ni ningún otro peligro. Las naves llevarán fanales encendidos a proa y a popa para no descarriarse unas de otras.
—Pero ¿cómo nos orientaremos en la oscuridad?
—Deja eso en nuestras manos y en las de los pilotos. Cuando levéis anclas, viajaréis al este, cruzando todo el mar de Kéraunos hasta el estrecho de Zenorta.
Kratos silbó entre dientes. ¡Todo el mar de Kéraunos! Si no recordaba mal las proporciones del mapa de Tramórea, eso equivalía a la distancia que los separaba de Áinar.
—¿Y una vez en Zenorta?
—Os dirigiréis al norte —contestó Kalitres—, hacia la ciudad prohibida de Tártara. El camino que tendréis que seguir a partir de ese momento os será revelado allí.
—¿Allí? Cuando estudiaba en Uhdanfiún, hacíamos concursos en los que había que caminar de un punto a otro buscando pistas que nos condujeran hasta un premio. Pero ya no soy un cadete. Quiero saber adónde me dirijo.
Los dos magos intercambiaron una mirada.
—¿Te parece poco tener que cruzar más de dos mil kilómetros de mar en unos días? —preguntó Linar—. Es mejor hacer cada etapa sin pensar en la siguiente. Cuando uno se encuentra ante una tarea casi irrealizable, la única manera de no rendirse al desánimo es dividirla en otras tareas más pequeñas.
—Además —dijo Kalitres—, hay otra cuestión. Me mortifica confesar mi ignorancia, aunque sea parcial, mas lo cierto es que ni nosotros mismos conocemos todos los pormenores.
Kratos creyó a Kalitres. Era consciente de que tal vez estuviese bajo el influjo de una magia persuasiva más poderosa que la de Urusamsha, pero le creyó. Y eso le hizo pensar algo más.
Del mismo modo que los Kalagorinôr le iban dando instrucciones poco a poco, alguien se las estaba dando a ellos.
Cuando meditó sobre la identidad de ese alguien, le vino a la cabeza una idea tan peregrina que la desechó al instante. ¿Mikha, un jovenzuelo de la edad de Derguín, dirigiendo a dos tipos de colmillo tan retorcido como Linar y Kalitres, dos magos cuya edad debía de medirse en siglos más que en décadas?
Absurdo, sí. Pero la idea se quedó allí, germinando en su mente.
—Ahora, hemos de dirimir la última cuestión —dijo Linar.
—¡Quién viajará a Etemenanki y subirá hasta las alturas del cielo y quién navegará con la flota hacia los confines del mundo conocido! —declamó Kalitres como si anunciara las lociones contra la impotencia del Gran Barantán.
Después se llevó la mano a la boca, hizo un gesto de prestidigitación con los dedos y, cuando los abrió, ¡Hid-dalá!, tenía en la palma un pequeño objeto con numerosas caras triangulares.
—Lo jugaremos a los dados —anunció.
—¿Eso es un dado? —se extrañó Kratos.
—No todos tienen seis caras. Los sólidos perfectos son muy apropiados para tallar dados de todos los tipos. Éste es un icosaedro de veinte lados.
Veinte, nada menos. ¡Cómo para que los soldados de la Horda, la mayoría de los cuales sólo sabían contar con los dedos, apostaran con ellos! En cada una de esas caras había tallado un símbolo extraño.
Kalitres lanzó al aire el dado. Éste se quedó flotando unos segundos, y sus caras se iluminaron con luces verdes y rojas intermitentes, como si en su interior albergara un enjambre de minúsculos luznagos. Después, de repente, cayó como un plomo.
Linar extendió el brazo con la rapidez de una cobra, pero no puso la palma de la mano, sino el dorso. El dado se quedó allí, sin rodar ni una sola vez. El signo que quedó arriba brillaba en verde, pero era ilegible para Kratos.
—Yo acompañaré al ejército y tú subirás a Etemenanki —dijo Linar—. Sólo el futuro dictaminará cuál de nosotros dos ha sido el más afortunado.
—Si es que alguno lo es.
Kratos estaba convencido de que se había perdido algo y se dijo, y no por primera ni última vez: Malditos brujos.
—Somos los que esperan a los dioses —dijo Kalitres, con voz repentinamente seria. Su mirada se había perdido en una lejanía que Kratos no alcanzaba a adivinar.
—Que la Hermosa Luz ilumine el sendero que hemos de seguir en este mundo —dijo Linar.
—Y que nos guíe en nuestro retorno al otro si así lo deciden las Moiras —completó Kalitres.
Para sorpresa de Kratos, ambos magos se abrazaron. La cabeza de Kalitres quedaba a la altura del esternón de Linar, que palmeó los hombros del hombrecillo mientras éste rodeaba la cintura de su colega Kalagorinor. A Kratos le subió un escalofrío que le puso la carne de gallina. Tenía la impresión de que estaba presenciando una despedida mucho más definitiva que la misma muerte.
Los Invictos recibieron con gruñidos la orden de embarcar en plena noche. A menos de cien metros, las luces de las tabernas del puerto los llamaban como el brillo de un luznago atrae a los mosquitos.
—Pero ¿es que no vamos a descansar ni una noche? —protestó el joven Jisko.
—Si por descansar entiendes ponerte hasta las trancas de comida y cerveza y acostarte con la cabeza entre las tetas de una guapa camarera, no —respondió Gavilán.
—¡Maldita sea mi suerte!
—Ahora bien, si lo que entiendes por descansar es dormir, podrás hacerlo en el barco, y cuando te mezan las olas sólo faltará que venga tu madre a darte el besito de buenas noches.
—Con que nos lo des tú nos conformamos, capitán —dijo Ambladión, el otro soldado con el que había hecho amistad Darkos durante el viaje.
—Pues entonces aféitate antes.
—Pensé que me darías el beso en la frente.
—¡A eso me refiero!
Los demás soltaron la carcajada. Pese a que ya se acercaba a los cincuenta años, Ambladión tenía un cabello híspido que le arrancaba casi del entrecejo, dibujando un pico de viuda que le daba un aspecto demoníaco cuando sonreía.
Para sorpresa de Darkos, Ahri se despidió de él hasta el próximo puerto.
—¿No vas a subir a la Lucerna con nosotros?
—No, yo viajaré en el Karchar Gris.
—¿Y eso?
Ahri desvió la mirada.
—Eh… Se lo he pedido a tu padre. Teniéndolo cerca me siento muy agobiado. —Bajó la voz—. Ya sabes, nuestro secreto.
—Los números de…
—Los números, a secas. Prefiero estar aislado. Si lo veo a todas horas, siento que no puedo fallarle, y así no logro concentrarme.
—¿Y él qué te ha dicho?
Ahri se encogió de hombros.
—Que lo entendía, y que así él también se libraría de mi verborrea. No me ofende. Sé que lo dice en broma y que aprecia conversar conmigo.
—Claro, claro —respondió Darkos, que sabía de sobra que su padre estimaba a Ahri, pero no tanto su conversación.
—Que tengas buena travesía, Darkos.
—Y tú también, Ahri.
Se estrecharon la mano. Luego Ahri se dirigió a la cola de embarque del Karchar Gris. Allí se puso a hablar con aquel soldado pelirrojo, que al cruzar la mirada con Darkos se movió para ocultarse detrás del Numerista.
Algo trama Ahri, pensó Darkos. Algo que seguramente no tenía que ver con los números de las Tahitéis. ¿Qué sería?
—Diría que has dado un estirón desde la última vez que nos vimos.
Darkos se volvió. Ante él estaba el Gran Barantán. Cuando lo vio en la cubierta del barco, había pensado en acercarse a saludarlo. Pero parecía tan enfrascado en la conversación con su padre y con Linar, aquel tipo tuerto y tan alto de aspecto algo siniestro, que prefirió dejarlo para luego.
—Tampoco han pasado tantos días —insistió el hombrecillo—. ¿Cómo tienes la desfachatez de crecer? Me haces parecer más bajito de lo que soy.
—¡Vamos, yo te veo igual, así que no debo estar más alto!
—Bueno, era una manera cortés y a la par ingeniosa de saludarte y al mismo tiempo despedirme. Te pido disculpas por haber tomado prestado tu cuerpo. Por cierto, no deberías beber agua antes de acostarte. Cuando te levanté de la cama, tuve que hacer maravillas para conseguir que tu vejiga no se vaciara delante de la divina Samikir.
—Vaya, pues te agradezco mucho que no me dejaras orinarme encima.
—No seas tan sarcástico, muchacho. No es buena forma de decirse adiós.
—Tampoco será para tanto, ¿no? Cuando lleguemos a nuestro destino, seguro que nos vemos.
—Yo no voy a llegar a ninguna parte con vosotros, Darkos. —El mago curvó las cejas en un gesto que teñía su mirada de una tristeza inusitada en él.
—¿Qué quieres decir? ¿Después de organizar esta flota…?
—Sí, soy como el célebre capitán Taranto, que los embarcó a todos y se quedó en tierra. Tengo otra misión que cumplir. Así que, mi joven aprendiz, toma esto.
El Gran Barantán abrió la mano. Dentro de ella habría un diamante tallado, tan grande como un huevo de codorniz. Darkos lo recordaba de sobra. El mago lo guardaba en su boca, en una bolsa que se había practicado haciendo una raja en el interior de la mejilla.
—Lo he limpiado, por si vas a andar con escrúpulos.
—Pero… Esto vale muchísimo dinero. ¿Por qué me lo das?
—Para que te acuerdes de tu viejo maestro, que te enseñó a ir por el mundo con los ojos bien abiertos y a sujetar garbanzos entre los dedos de los pies. ¡Una habilidad que puede resultarte de gran provecho en el futuro! Y si alguna vez te ves en un aprieto, no dudes en venderlo o empeñarlo.
—Barantán, yo…
Darkos se dio cuenta, para su enojo, de que tenía los ojos empañados. ¿Cómo iba nadie a tomar en serio al hijo de Kratos May si seguía siendo un mocoso llorón?
—Venga, muchacho. ¡No tritures más y dame un abrazo!
Darkos lo hizo, y apretó con fuerza al hombrecillo. Durante su viaje por Valiblauka y Malabashi en aquel carromato pintado de estrellas, había pensado en matarlo más de cien veces. Pero ahora se dio cuenta de que iba a echarlo de menos.
Cuando se separaron, el Gran Barantán lo aferró por los hombros y le dijo:
—Cuida de ese calvo testarudo que tienes por padre. Es importante para todos.
—Lo sé, Gran Barantán.
Cuando ya se alejaba, caminando con pasitos cortos y golpeando con su bastón en el suelo, Darkos le llamó.
—¡Gran Barantán!
Él se detuvo y miró atrás.
—¿Volveremos a vernos? —gritó Darkos.
El Gran Barantán sonrió.
—Quién sabe, mi joven aprendiz. ¡Hid-dalá!