Algo transformó en ti.
Derguín seguía dando vueltas a esas palabras; tantas como giros describía la escalera de caracol que ascendía por el interior de la Vieja Dama. Unos metros más abajo, los peldaños crujían por el peso del Mazo. Ambos subían alumbrados por la luz verde de sendos globos de luznago que el portero del templo les había alquilado junto a la reja de la puerta. Las únicas llamas que el dios permitía allí eran las de su altar. E incluso ésas, les había explicado el hombre, había que encenderlas y avivarlas con sumo cuidado, y siempre tenían a mano varios baldes de agua por si alguna brasa prendía en la tarima o en las ramas o el tronco de la faconia.
—Es paradójico que en el templo del dios herrero esté prohibido el fuego —había comentado El Mazo. En realidad, había dicho «parabólico», pero Derguín captó la idea.
Derguín llegó el primero. Apenas se había fatigado en la ascensión; una ventaja de haber perdido peso era no cargar con esos kilos extra al subir cuestas o escaleras. Cuando traspuso el hueco tallado en el tronco, entrecerró los ojos para acostumbrarse a la luz del exterior. Se detuvo un momento en el umbral para esperar al Mazo, cuyo pesado resuello se oía dos revueltas más abajo.
—¿Qué te parece? —preguntó a su amigo cuando éste llegó arriba.
Se hallaban sobre una pasarela de tablones de roble, protegida por una balaustrada. Al avanzar unos pasos y separarse del tronco, se abrió ante ellos un panorama espectacular. La Vieja Dama se alzaba en una suave ladera, lo que sumado a su propia elevación permitía que contemplaran Zirna desde ciento cincuenta metros de altura.
El Mazo se apoyó en el barandal y silbó admirado.
—¿Te puedes creer que es la primera vez que subo aquí? —confesó Derguín.
—¿Me tomas el pelo? ¿De verdad te habías perdido este paisaje? —El Mazo lo contemplaba sin parpadear, como si quisiera bebérselo con los ojos.
—No es tan raro. —Derguín se encogió de hombros—. Los lugareños nunca aprecian lo suficiente los tesoros de su propia ciudad. En Koras conocí a muchos Ainari que nunca habían visitado la gran biblioteca. Y la mayoría de los ciudadanos de los barrios bajos de Narak jamás subían a disfrutar las vistas del Nido o la Buitrera.
Desde allí arriba, encerrada en su muralla ovalada, Zirna parecía a la vez más grande y más pequeña. A Derguín le recordó la maqueta de la ciudadela de Alit que había en la academia de Uhdanfiún. Aquí y allá se alzaban pequeñas columnas de humo, blanco en las panaderías y negro en las herrerías. Debido a la perspectiva las calles más estrechas no se veían, sólo se intuían como ranuras entre los tejados; pero en las avenidas más anchas, en las plazuelas y en el ágora central ya se observaba mucha animación, y los toldos de los tenderetes que empezaban a montarse moteaban el conjunto con colores abigarrados.
En la parte del óvalo más cercana a ellos, Derguín reconoció la fachada oeste de su propia casa, encaramada a un peñasco, en el punto más alto de la ciudad. Pensó en cuán grande le había parecido de niño. En cambio ahora, desde aquella atalaya, se le antojaba una de esas casitas de miniatura que se ofrendaban como exvotos en los templos.
Había alguien en el terrado, pero por más que entrecerró los ojos siguió siendo una diminuta hormiga y no pudo distinguir de quién se trataba. ¿Sería su madre?
Algo transformó en ti.
—¿Por qué crees eso, madre? —le había preguntado antes, en su alcoba.
—Tu padre era un maestro severo…
—Lo sé. —Como profesor de Tahedo, Cuiberguín Gorión era incluso más exigente y parco en alabanzas que Kratos.
—…pero cuando no estabas delante se hacía lenguas de tu habilidad con la espada. Decía que en Uhdanfiún usaban una palabra para referirse a alguien como tú.
—Un natural… —murmuró Derguín.
—«Este muchacho es más bien sobrenatural», decía él. «No había visto nada igual en mi vida. Tiene más talento en un dedo que yo en ambos brazos».
—¿De verdad decía eso?
—Por eso se disgustó tanto cuando te expulsaron de Uhdanfiún.
No fue mi culpa, estuvo a punto de decir Derguín, pero se mordió la lengua. Aquella cuenta ya estaba saldada.
—Cuando conseguiste convertirte en Tahedorán y luego en Zemalnit, tu padre se sentía tan orgulloso de ti que no cabía por esa puerta. «¡Es lo que yo te decía, mujer! Sólo alguien con un talento sobrenatural podría convertirse en gran maestro en un solo mes, después de abandonar el Tahedo durante años, y conquistar la Espada de Fuego venciendo a los mayores Tahedoranes de Tramórea».
Derguín agachó la mirada para disimular su rubor. Se le había erizado el vello de los antebrazos. Al oírlo en palabras de su difunto padre, cayó en la cuenta de que, pese a sus fallos, pese a la gente a la que había decepcionado y pese al incierto destino que le aguardaba, había vivido sus momentos de esplendor. Si muriera en este instante, nadie podría negarle que era el primer candidato a Tahedorán que había superado el examen derrotando a Ibtahanes de su mismo grado, y que en su único duelo a espada había derrotado a Togul Barok, el guerrero a quien todos creían invencible.
—Fue entonces, al oír a tu padre alabar con tanta pasión tus cualidades casi divinas, cuando recordé lo que había pasado esa noche en el templo de Tarimán, y pensé que…
Mirika se interrumpió y volvió a enrojecer.
—¿Qué pensaste, madre? Dímelo, por favor.
—Que quizá llevabas en ti la semilla de los dioses.
—¿Qué quieres decir? Todo el mundo ha comentado siempre que me parezco a mi padre. Tengo los ojos verdes como él, y los dedos largos, y siempre me han gustado los libros y las armas como a él…
—Yo te concebí con tu padre, de eso puedes estar segura, hijo mío —dijo Mirika, apretándole la mano—. Jamás le fui infiel, ni de obra ni de pensamiento. Pero los poderes de los dioses son incomprensibles para los mortales. Recuerda la historia de Minos.
Su madre se refería al gran Minos Iyar, el héroe que había llevado el imperio de Áinar a su mayor esplendor. Según las crónicas, era hijo de un caudillo Équitro y una prisionera Ainari. Pero algunas leyendas aseguraban que en su noche de bodas, cuando el caudillo dormía tras consumar el acto conyugal, Manígulat, encaprichado de la joven, había adoptado los rasgos del marido para yacer con ella. Nueve meses después nació Minos, en quien se habían mezclado las semillas de dios y mortal.
Si era cierto, o si la sangre inmortal de Manígulat había predominado sobre su sangre humana prolongando su vida, nadie lo sabía. Tras perder a su esposa Asheret, Minos había emprendido un viaje hacia el este, dispuesto a desafiar a la misma muerte, y jamás se había vuelto a saber nada de él.
—¿Crees que llevo en mí algo de sangre de los dioses, madre?
—Ya te lo he dicho. No pensé en ello hasta que tu padre usó la palabra «sobrenatural» para referirse a ti. Pero ¿qué debo pensar ahora, después de que Tarimán se me ha vuelto a presentar en sueños?
Precisamente para descubrir qué debía creer él mismo, Derguín había subido al santuario del dios herrero. Ahora entró en la cella, una capilla cuyas paredes de madera habían recibido tantas capas de barniz a lo largo de los años que se veían casi negras. Por su parte, El Mazo se sentó en el borde de la plataforma, con las piernas colgando entre los balaustres de la barandilla, para disfrutar del panorama y del segundo desayuno del día.
Dentro de la capilla había una estatua de Tarimán de tamaño natural, tallada en madera de la Vieja Dama. Los colores alegres con que la habían pintado cuadraban muy bien con la sonrisa casi pícara del dios.
—Es un honor tenerte aquí, Zemalnit —le saludó Maltar, el sacerdote. Era un octogenario achacoso que llevaba atendiendo el templo más de cuarenta años. Pese a la edad, conservaba una mata de pelo blanco y recio; seguramente habría empezado a tener canas poco después de los veinte, pero eso solía ser garantía de conservar el cabello hasta la tumba.
¿Por qué estoy pensando en su pelo?, se preguntó Derguín.
Porque el sacerdote del que me ha hablado mi madre era calvo. De hecho, su descripción le había hecho recordar a los Pinakles, los misteriosos monjes que custodiaban la Espada de Fuego a la muerte de una Zemalnit. ¿Sería un Pinakle el que había recibido a su madre?
Junto a la estatua había una forja muy pequeña; era casi simbólica, para evitar incendios. Maltar, que como todos los sacerdotes de Tarimán había sido herrero, alimentaba los carbones para que siempre hubiera brasas. Sobre los rescoldos se veía una barra de hierro. Aunque no había temperatura para que llegara a ponerse al rojo, todos los días el sacerdote la sacaba de la forja, la ponía sobre un yunque que más parecía de zapatero y le daba un par de martillazos rituales. Ahora lo hizo delante de Derguín, y luego le dijo:
—Tengo un pequeño reproche que hacerte, tah Derguín.
—¿Y cuál es, maese Maltar?
—Que no te hayas dignado venir hasta ahora para ofrendar la Espada de Fuego a su creador. Pero nunca es tarde para cumplir con los dioses.
No pretenderá que desenvaine a Zemal, se agobió Derguín. Había logrado ocultarle el robo a su familia, incluso a su madre, que sabía leer sus gestos como si fueran un tratado de caligrafía. Si el anciano descubría que la espada que llevaba al cinto era de pega, no tardaría en pregonarlo, aunque para ello tuviera que bajar los cuatrocientos peldaños tallados en el hueco de la faconia.
Para salir del paso, Derguín se arrodilló delante de la estatua, con los talones en los glúteos, se colocó la espada envainada encima de los muslos, agarró la funda por debajo con las palmas abiertas y los pulgares bien separados de los demás dedos, estiró los brazos y agachó la cabeza.
—Mi señor Tarimán, divino herrero, tu humilde servidor el Zemalnit se postra ante ti para ofrecerte la espada que tú mismo forjaste y de la que no es poseedor, sino sólo un humilde prestatario.
—¿No vas a desenfundarla ni siquiera un poquito? —preguntó Maltar. Sus ojos, que empezaban a añublarse por las cataratas, brillaban de emoción.
—Me es imposible, maese Maltar. Cuando los Pinakles nos revelaron el paradero de la espada, nos hicieron jurar que sólo la sacaríamos de su vaina para matar en combate.
Una mentira tan grande como el Kimalidú, pero ¿qué podía saber un viejo sacerdote de un santuario tan modesto sobre las reglas que debía obedecer un Zemalnit? Al menos, ésa era la apuesta de Derguín.
—Oh, qué lastima —dijo el sacerdote con voz temblorosa—. Tenía la esperanza de ver la luz de Zemal antes de morir.
A Derguín le dio pena del anciano y se sintió un poco miserable por engañarlo así. Aguanta con vida, y te prometo que vendré aquí a enseñarte a Zemal.
Tras dejar la espada en el suelo, Derguín se apoyó las manos en los muslos y levantó la mirada hacia la imagen del dios. Se preguntó si Tarimán podría ver por sus ojos y hablar por su boca, como había hecho con la enorme estatua que encontraron en la playa.
Mientras tanto, el sacerdote avivó las brasas con el fuelle. El esfuerzo hizo que su respiración sonara más trabajosa que el propio aventador.
—La gente se ha vuelto impía —comentó, de espaldas a Derguín—. Por tal motivo nos castigan los dioses.
—¿Qué noticias te han llegado?
—Muchas y malas —respondió Maltar, incorporándose entre quejidos, y repitió—: Muchas y malas, tah Derguín. Dicen que una lluvia de fuego celeste ha caído sobre Mígranz y ha aniquilado a la Horda Roja.
Imposible, porque está en Pasonorte, pensó Derguín, pero prefirió no corregir al anciano.
—Esa lluvia de fuego ha destruido también al grueso de los ejércitos de Áinar. Por eso, los más belicosos proponen que la Confederación Ritiona aproveche para invadir y conquistar todas las tierras al norte del bosque de Corocín.
—¿En serio?
El sacerdote se encogió de hombros.
—Son los mismos ignorantes que creen que al septentrión hay tierras de labranza que dan cuatro cosechas al año, primaveras perpetuas, mujeres con tres pechos y rarezas así. ¡Gente que en su vida se ha alejado a más de diez kilómetros de Zirna!
Algo adormecido por la voz del anciano, Derguín contemplaba las brasas. Las zonas más calientes dibujaban trazos rojos, y por un momento le pareció que éstos se unían para formar un rostro barbudo.
¿Qué me hiciste, herrero? ¿Qué estás haciendo ahora conmigo? Por las palabras de su madre, estaba convencido de que, cuando no era más que el germen de un homúnculo, Tarimán había manipulado algo en su carne, en su sangre. ¿Sería algún don aletargado en su interior, esperando el momento de salir a la luz? ¿O una maldición, o ambas cosas a la vez?
La cara desapareció. Derguín suspiró. Desde niño había observado que las nubes, las olas, las llamas de la hoguera, incluso los diseños del sol en la pared al atravesar una gruesa cortina podían formar dibujos caóticos que la imaginación convertía en figuras humanas o animales. Sólo había sido una ilusión de sus ojos y su mente.
He perdido el tiempo, se dijo. Aquí no encontraré respuestas.
Mas, para su sorpresa, cuando se levantó del suelo y se disponía a irse, el anciano le dijo:
—¡Ah, sabía que se me olvidaba algo!
—¿Y qué puede ser, maese Maltar? —preguntó Derguín, pensando que se trataría de algún chismorreo o fruslería.
El anciano entró al fondo de la cella. Allí, en un rincón sumido en penumbras, había baúles, vasijas y estantes donde se almacenaban las ofrendas de los fieles. Abrió un pequeño cofre y sacó algo de él.
—Lo trajo un pájaro mensajero ayer. Está dirigido a ti.
Era un pergamino, doblado varias veces y sellado con cera. Por fuera se leía: Para el Zemalnit.
Derguín despegó el lacre. Con demasiada facilidad: al parecer, Maltar había abierto la carta y luego la había vuelto a cerrar. Pero cuando desdobló el pergamino, Derguín pensó que el anciano no debía haber entendido gran cosa. El mensaje estaba escrito en los misteriosos caracteres de los Arcanos.
Hace tiempo aprendiste que no hay dos sin tres. La suma de ambas cifras da algo que tú posees en parte y los dioses del todo, algo que te puede destruir si lo ignoras y salvarte si lo averiguas.
T.
—¿Algo importante, tah Derguín? —preguntó el anciano, mirando por encima de su hombro.
—Lo ignoro, maese Maltar. Lo ignoro.
¡Condenado Tarimán y sus enigmas! No hay dos sin tres. ¿Se refería a los supervivientes de la Jauka de la Buena Suerte? Sólo quedaban Kratos, él y, quizá, Togul Barok.
No, no podía ser eso. La suma de ambas cifras. Dos y tres daban cinco. Cinco. Cinco…
Al menos, mientras bajaba la escalera de caracol y le daba vueltas al enigma, dejó de obsesionarse con otras preocupaciones.
—Por favor, no juegues más conmigo.
—El juego es todo lo que me queda. No alcanzas a hacerte idea de lo larga que es la eternidad. Sólo la incertidumbre y la emoción de apostar pueden aderezarla.
—¿Aunque la apuesta sea el destino de un mundo?
—Mucho más si es el destino de un mundo. Y tú eres uno de los alfiles, tah Derguín. Una pieza importante.
Mientras dejaban atrás el valle de Zirna, Derguín no dejaba de pensar en las manipulaciones de Tarimán. Por ejemplo, el dios le había dicho que al llegar a Zirna no saludara a su familia y que ni tan siquiera se detuviese a sacudirse el polvo de las suelas. Sin duda, sabía que al ordenarle eso tan sólo conseguiría que Derguín hiciera lo contrario. Por eso Tarimán había avisado a su madre, por eso le había enviado una carta al templo.
Cada vez era más consciente de que su libre albedrío era una fantasía, una entelequia. Él no pasaba de ser una pieza en una inmensa partida de ajedrez. Sospechaba quiénes eran los dos jugadores, y los nombres de ambos empezaban por T. ¿Un alfil había dicho Tarimán? Derguín era un peón, como mucho.
Y a los peones se los sacrifica.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó El Mazo.
Los dos viajeros y un nuevo postillón se habían internado en una larguísima garganta, rodeada por montes afilados y terrosos en los que apenas crecían algunos brezos. Las laderas se veían surcadas de profundas torrenteras que se bifurcaban como las ramas de un árbol.
—Es el desfiladero de Agros. Aquí se libró una gran batalla.
El Mazo giró el cuello en derredor.
—Pues no veo cadáveres, ni trofeos, ni túmulos.
Derguín soltó una carcajada.
—Raro sería que quedara algo. Fue hace casi seiscientos años. De todos modos, por allí —dijo, señalando un angosto sendero que subía por la ladera izquierda— hay un monumento funerario. Nada especial.
—¿Quién combatió en esa batalla? —preguntó el postillón, un chico que no tendría más de quince años y que parecía aficionado a entrometerse en conversaciones ajenas.
—Fueron Ainari y Ritiones aliados contra los Aifolu. Algo poco habitual —respondió Derguín.
—¿El Martal estuvo aquí? —preguntó El Mazo.
—No, por aquel entonces no existía el Martal. Los Aifolu eran como cualquier otro pueblo, ávidos de conquista y botín, pero no obsesionados con exterminar a los demás. Bajo el mando de su rey Bmorg-na-Mianram llegaron a conquistar prácticamente todo Ritión, salvo las islas, y se disponían a invadir también Áinar. Pero aquí les plantaron cara veinticinco mil Ainari y quince mil Ritiones exiliados de sus propias tierras.
—¿Había guerreros de nuestra ciudad? —preguntó el mozo de posta, que era natural de Zirna.
—Sí, novecientos soldados. Los Aifolu eran setenta mil, casi el doble. Pero ya podéis ver cómo es este lugar. En un espacio tan estrecho, la superioridad numérica no vale de mucho. Entre los Ainari y los Ritiones encerraron a Bmorg y sus hombres entre dos frentes, y luego los masacraron. Según los eruditos, fue la mayor matanza de la historia de Tramórea.
—Cuentan que en la batalla de la Roca de Sangre murió más gente —comentó el postillón.
—¿Eso dicen?
—Sí. Y que tú estuviste ahí, tah Derguín, y cargaste solo contra los enemigos con tu Espada de Fuego. —Con los ojos muy abiertos, el joven señaló al cinturón de Derguín—. ¿Puedo verla?
—Ahora no tengo tiempo —dijo Derguín.
Taloneó a su caballo para avivar la marcha, lamentándose de que, para un rato que se olvidaba de que había perdido a Zemal, alguien tuviera que recordárselo.
Tras cruzar el desfiladero, siguieron cabalgando por la Ruta de la Seda. Paraban apenas en cada posta para refrescarse la cara, comer un poco y seguir camino.
—Tengo ya el culo pelado —se quejaba El Mazo.
—Tú siempre tan fino.
—Pues de otros sitios ni te cuento. Hace días que no siento nada entre las piernas. Si me caparan como a un eunuco, ni me daría cuenta.
El día 20 llegaron a los límites del desierto de Guinos. Allí se despidieron del último postillón, un tipo de unos cuarenta años con cara de comadreja.
—Ya no vamos a seguir por la Ruta —anunció Derguín—. Vuelve a tu posta. Cuando podamos, regresaremos con los caballos.
—¡Eso no se puede hacer! Si estáis tan locos de adentraros en el desierto, devolvedme las monturas.
Derguín miró al Mazo, como diciéndole: Por favor, esta vez discute tú. Su amigo pescó la sugerencia y dijo:
—Escúchame bien. Puedes volver a la posta y contar que te hemos amenazado con romperte todos los huesos, o no volver, echarte al monte y asaltar viajeros. Nos da igual. —El Mazo señaló a la comarca baldía que se extendía al sur de la calzada—. ¿Crees que nos meteríamos ahí si no fuera por una razón importante?
—Vuestras razones me dan igual. ¡Esos caballos valen un dinero!
Derguín echó mano a la bolsa, pero El Mazo le agarró la muñeca con sus dedazos.
—No tan rápido. ¿Recuerdas que pagamos una fianza por los caballos en Lantria? Pues que la reclamen en la última estafeta. —Dirigiéndose al postillón, añadió—: ¿O es que las fianzas no se pagan para eso?
—¡No! Obligamos a los clientes a abonarlas por si se producen accidentes o imprevistos.
—Pues como no te largues ahora mismo, a ti te va a ocurrir un accidente de lo más previsible. ¡Márchate con viento fresco!
—¡Esto es un ultraje!
—Voy a contar hasta diez. Cuando acabe, te apearé del caballo de un puñetazo, te quitaré las botas, te ataré las manos a la espalda con tus propios cordones y te daré tal patada en el culo que vas a aparecer de cabeza en los pesebres de tu puñetera posta.
—No te atreverás…
—Uno. Dos. Tres.
El postillón pareció sopesar la situación, comparando los músculos del Mazo y su espada con sus propios miembros más bien escuálidos y con el cuchillo que llevaba al cinto. La cuenta aún no había llegado al siete cuando tiró de las riendas para volver grupas a su caballo y, tras dirigirles una última mirada de reprobación, se marchó por donde había venido.
—¡Esto no quedará así! —gritó desde una distancia prudencial.
—Me habría quedado más a gusto pagando por los caballos —dijo Derguín.
—Ya. A partir de ahora, tú encárgate de salvar al mundo y deja que yo me encargue de salvarte a ti la bolsa. ¿Vamos?
El Mazo hizo ademán de talonear a su montura, pero se dio cuenta de que Derguín seguía parado y lo miraba con una sonrisa y los ojos empañados.
—¿Por qué pones esa cara de bobo? ¿No teníamos tanta prisa? ¡Venga!
—Creo que no te he dado las gracias.
—Ni ahora ni nunca, me parece a mí. Pero ¿por qué?
Derguín meneó la cabeza, espantando algún pensamiento, y sacudió las riendas del caballo.
—¡Adelante! ¡A la aventura!
El Mazo hizo lo propio, y ambas monturas emprendieron el trote por aquella planicie desolada que se extendía hacia el sur hasta perderse en un horizonte borroso y polvoriento.