PABSHA

El viaje a través de los túneles que horadaban la tierra bajo las montañas fue tan agotador para los cuerpos como la cabalgata hasta Atagaira, y mucho más desazonador para los espíritus. Todas aquellas galerías eran iguales, conductos de sección circular y diez metros de diámetro. Las paredes no eran de roca viva, sino de un material tan liso y pulido como el cobre, pero sin la frialdad del metal. Setecientos Invictos y doscientas Atagairas que se habían unido a la expedición galopaban por aquel extraño sendero, alumbrados por una lámpara de luznago cada cinco personas. Cualquiera que hubiese presenciado el paso de aquella comitiva habría pensado que se encontraba ante una procesión fantasmal, de no ser porque miles de cascos herrados golpeteando el suelo sin cesar producían un ensordecedor estrépito que reverberaba entre las estrechas paredes del túnel. Aquel martilleo incesante se clavaba en los oídos, ahogando cualquier conversación, y acababa convirtiéndose en una obsesión, tan enloquecedora como aquella oscuridad que las lámparas apenas conseguían vencer o la monotonía inacabable de los túneles rectos.

Enclaustrado entre las paredes del pasadizo y aquella tormenta de herraduras, a uno sólo le quedaba refugiarse en sus propios pensamientos. Los muslos y la espalda de Darkos empezaban a endurecerse después de cientos de kilómetros, o tal vez se habían vuelto insensibles. Sin nada que hacer salvo mantenerse sentado en la silla y, de vez en cuando, parar los caballos para estirar las piernas unos minutos y cambiar de montura, su mente divagaba. Para su angustia, volvía demasiadas veces a otros subterráneos más húmedos y siniestros que estos túneles, las catacumbas donde los Aifolu habían encerrado a miles de Ilfataríes para sacrificarlos a su sangrienta divinidad. A ratos sacudía la cabeza para espantar las imágenes, como si despertara de una pesadilla.

Si sobreviviste a eso, puedes sobrevivir a todo, se animaba. En realidad, ni él ni nadie sabían demasiado bien el destino de aquella expedición. Pero los demás eran soldados, acostumbrados a que la guerra consiste en breves momentos de acción y de terror entre larguísimos periodos de aburrimiento. Darkos tenía sólo catorce años y, aunque empezaba a dejar atrás la niñez, su concepto del tiempo seguía siendo distinto al de los adultos. No lo descorazonaban tanto las incomodidades, las rozaduras o las agujetas como el hastío, las horas inacabables sobre la silla.

Pero incluso para un adolescente no hay nada eterno. Después de un día que a él se le antojó un mes, aparecieron al otro lado de las montañas.

Ya se había puesto el sol cuando salieron al aire libre. Pero, aunque el cielo estaba negro y las nubes apenas dejaban ver las estrellas, todos respiraron aliviados.

—¡Descansaremos esta noche! —anunció Kratos—. ¡Mañana saldremos al amanecer, y antes de que acabe el día llegaremos a Teluria, en el plazo convenido! ¡Quieran los dioses o no lo quieran!

Desde que habían declarado la guerra a las divinidades, las típicas expresiones piadosas se habían trocado en sus contrarias.

Al alba, Darkos se dispuso a ensillar a Mardalo, su caballo favorito de los tres que llevaba. Pero el animal, de natural dócil y trote suave, sacudió la cabeza, relinchó y se apartó de él.

—¿Qué te pasa, amigo? —preguntó Darkos.

Al tocarlo, descubrió que estaba empapado de sudor y muy caliente. Alarmado, acudió a Gavilán, que tenía buena mano con los caballos. Aunque el capitán de la compañía Terón andaba atareado con su propio equipaje, atendió a Darkos de buen grado y lo acompañó.

Mardalo se movía de una manera muy extraña. Tenía los remos delanteros extendidos, y las patas traseras encogidas y contraídas, casi como si quisiera sentarse. Gavilán lo acarició, le palmeó el cuello para tranquilizarlo, y luego le examinó una de las manos.

—Mira, Darkos.

El casco mostraba una grieta que casi lo hendía en dos, de tal manera que parecía la pezuña de una vaca. Gavilán acercó la nariz, lo olisqueó y puso cara de asco.

—Tiene el casco podrido por dentro. La verdad, no sé cómo ha aguantado hasta aquí. Es un caballo muy bravo.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Darkos, temiéndose la respuesta, pues había visto ya cómo muchos animales quedaban en el camino.

—Lo sabes perfectamente. Tenemos que sacrificarlo.

—¡Pero aquí hay hierba y agua de sobra! Si lo dejamos, seguro que se cura él solo.

—No, Darkos. Sin atención, no se curará. Habría que cortar y limar parte del casco para eliminar la parte putrefacta, alimentarlo bien y limpiarlo constantemente. No tenemos tiempo para eso.

—¡No! Seguro que se puede hacer algo.

—No siempre se puede hacer algo, Darkos. La vida es así de cabrona. —Gavilán le revolvió el pelo. Solía molestarle cuando se lo hacían, pero en el rostro del capitán había auténtica compasión—. Vete a dar un paseo, anda. Yo me encargo.

Darkos meneó la cabeza.

—No. Me quedo.

A decir verdad, si por él fuera se habría alejado, dejándolo todo en manos de Gavilán. Pero se sentía culpable. Precisamente por ser su montura preferida, había utilizado a Mardalo más que a sus compañeros. Si ésa no era la causa de su lesión, seguro que la había acelerado.

Además, si había sido capaz de asestarle el golpe de gracia a su amigo Asdrabo cuando los Aifolu le perforaron el vientre con una lanza, ¿cómo iba a acobardarse ahora? Se llevaron al infeliz caballo lejos de los demás, y al pie de un roble solitario Gavilán lo mató de un certero golpe de espada.

—Que tu espíritu galope libre por los prados celestiales, buen amigo —dijo Gavilán—. Si logramos arrebatárselos a los dioses, a lo mejor volvemos a verte allí.

Darkos se sorbió las lágrimas y volvió con el veterano capitán al campamento. Era hora de partir de nuevo.

El día amaneció más primaveral que otoñal, a ratos nublado y a ratos con sol. El país de Pabsha era fértil y húmedo, todo lo contrario que la meseta de Malabashi que se extendía al otro lado de las montañas. En uno de los escasos momentos en que cabalgó junto a su padre, Darkos le preguntó el porqué de ese contraste tan llamativo. Kratos se encogió de hombros.

—Pregúntale a Ahri. Si no conoce ninguna explicación, seguro que se inventa una.

Darkos tiró de las riendas de Ablea. La yegua baya refrenó su trote y Kiji, su otra montura, imitó su ejemplo.

—Prometo cuidaros mejor que a Mardalo —dijo Darkos, que seguía culpándose, pese a que Gavilán le había dicho que era milagroso que la expedición conservara todavía tantos caballos.

Cuando llegó a la altura de Ahri, o más bien al contrario, se dio cuenta de que tres jinetes que cabalgaban cerca del Numerista taloneaban a sus monturas y se apartaban a toda prisa. A dos de ellos los conocía; pertenecían a la antigua compañía de su padre. El otro, pálido, pelirrojo y más bien pequeño, no le sonaba de nada.

Sería casualidad, pero le dio la impresión de que querían evitar su compañía. ¿Qué les habré hecho?, pensó. En general, era bastante popular en la Horda por ser hijo de Kratos, y más desde que había participado en la batalla contra la estatua viviente. «Los tienes tan gordos como tu padre» era el comentario más habitual que escuchaba últimamente.

Se encogió de hombros y se dijo que no tenía importancia. Mientras, Ahri cabalgaba embebido en sus pensamientos, algo habitual en él. Cuando Darkos se dirigió a él parpadeó muy rápido, como si saliera de un trance.

—Bufff. Casi te agradezco esta interrupción. Si sigo dándole vueltas y revueltas a esos números, creo que voy a enloquecer.

¿Más todavía?, pensó Darkos, pero se calló. Esa broma se la habrían gastado su padre, Gavilán, Kybes o incluso el Zemalnit si siguiera con ellos. En su boca no habría quedado muy apropiada.

Aquel pensamiento lo sorprendió incluso a él. Se dio cuenta de que el Darkos de Ilfatar, que se escapaba por las noches con Toro y Hyuin para ver cómo las parejas ensartaban en el bosquecillo de Pothine y se dedicaba a tirarles piedrecillas en plena labor, no se habría privado de hacer un comentario mordaz contra Ahri. Si sus antiguos amigos lo hubiesen visto ahora, seguro que le habrían dicho: «Tío, te estás triturando tú solo».

El Gran Barantán habría opinado de otro modo. Se imaginó al hombrecillo muy ufano diciendo: «Gracias al hambre que te hice pasar y a los garbanzos que te hacía meterte entre los dedos de los pies, casi te has convertido en un hombre de provecho». La imagen que él mismo invocó era tan real que se le escapó una carcajada.

—¿Y bien, Darkos? ¿Qué querías decirme? —preguntó Ahri.

Darkos le planteó su curiosidad. Ahri se frotó la barbilla, pensativo, mientras los cuerpos de ambos subían y bajaban al ritmo del trote de sus cabalgaduras. Después miró hacia atrás. Ya estaban a más de veinte kilómetros de los túneles, lo suficiente para tener un panorama más amplio de la cordillera que dejaban a su espalda.

—Mira, Darkos. ¿Ves las cimas de las montañas?

—Algunas sí y otras no. Están nubladas.

Aquellas nubes blancas trepaban por las laderas, se rompían en jirones escondidos en las grietas y los valles y se confundían con la nieve de las cumbres.

—El aire que sopla aquí es más húmedo, porque viene de allí, del mar —dijo Ahri, señalando hacia el este. De momento, el mar no se veía, sólo un horizonte de llanuras y colinas—. Pero al subir por las montañas, se convierte en nubes y deja toda su humedad en forma de nieve. Así que, cuando baja al otro lado y cae sobre Malabashi está más seco que la cecina. Se me acaba de ocurrir, la verdad. ¿Qué te parece?

—No está mal —reconoció Darkos.

Si se lo hubiera contado su antiguo maestro Baelor, que también había sido Numerista, se lo habría creído. Zanjado ese asunto, y ya que había pillado a alguien que le hacía caso, aprovechó para preguntar:

—¿Qué números son esos que te están volviendo loco?

—¿Eso he dicho? —La nuez de Ahri subió y bajó. En él equivalía a sonrojarse—. Bueno, los números habituales que llevo siempre. Las raciones de comida por persona y día, y el pienso para los animales, y cuánto nos durará el dinero según lo gastemos…

—¿Y eso te está volviendo loco? ¡No tritures! Te he visto machacarte todos esos números en la cabeza en menos de esto —dijo Darkos, chasqueando los dedos—. Venga, ¿qué andas calculando?

De pronto se le iluminó el rostro.

—¡Ya lo sé! ¡Estás intentando adivinar los números de las aceleraciones!

—¿Cómo lo sabes? Quiero decir… ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan absurda? Esos números son un secreto que sólo conocen los Tahedoranes.

—¿No te acuerdas? Fui yo quien os dijo que existen más Tahitéis.

—En realidad, era el Gran Barantán hablando por tu boca.

—Tú lo has dicho: por mi boca. Así que también pude oírlo por mis orejas —dijo Darkos, tocándose una para remachar su argumento.

Ahri estiró la mano, agarró las riendas de Darkos para refrenar a su caballo e hizo lo propio con su montura.

—No se te ocurra decir nada de esto a nadie —dijo el Numerista. Aunque hablaba en susurros, lo hacía vocalizando de una forma tan exagerada que cualquiera de los jinetes que los adelantaba podría haber pensado que estaba conspirando.

—Claro que no. —En bastantes líos me he metido por bocazas, pensó Darkos. Si él no le hubiera dicho a Rhumi que Derguín había perdido la Espada de Fuego, Rhumi no se lo habría chivado a una amiga y ésta no se habría dedicado a contarlo por todas partes.

—Estoy intentando averiguar qué lógica tienen los números de las tres primeras Tahitéis.

—¿Mi padre te los ha revelado?

—¡Chsss! Claro que lo ha hecho. Si no, no podría deducir los siguientes.

—Entonces, ¿eres capaz de entrar en aceleración? ¡Cómo alapanda! ¿Me puedes decir los de la primera? Te juro que no se lo contaría a nadie, y sólo entraría en Tahitéi a escondidas.

—Darkos, ni tú ni yo podemos entrar en Tahitéi. ¿No te das cuenta de que no hemos pasado el Trago?

¡Qué tonto soy!, pensó Darkos. Se había emocionado tanto imaginando la posibilidad de acelerarse como su padre que se había olvidado de aquel pequeño detalle.

No era justo. Para poder convertirse en Tahedorán tenía que ir a Koras y beber aquel brebaje. ¿Cuándo iba a poder visitar Koras, que se encontraba tan lejos, si además sus viajes lo llevaban cada vez más al este?

—Qué rabia —dijo en voz alta. Luego trató de ser maduro y pensar en su padre, y añadió—: ¿Qué tal vas con esos números? ¿Has descubierto algunos, la mitad…?

—Cuando deduzca la fórmula para obtenerlos, los conoceré todos de golpe.

—O sea, que aún no sabes ninguno.

—Me temo que no.

—Pero seguro que lo consigues. Ni siquiera mi maestro Baelor era tan bueno en aritmética como tú.

—Gracias, Darkos. —Ahri sonrió, y sacudió las riendas para acelerar un poco el trote, porque se estaban rezagando demasiado. Incluso allí, donde el suelo era más húmedo, los que se quedaban atrás masticaban el polvo que levantaba toda la expedición—. De haber seguido en la orden, estoy seguro de que con el tiempo habría llegado a Primer Profesor.

De pronto entró en trance otra vez. Durante unos segundos sus ojos se movieron a un lado y otro, como si siguieran el vuelo de un insecto invisible. Después chasqueó la lengua y soltó un taco entre dientes.

—¿Qué pasa, Ahri?

—Creo que lo he tenido ahí, delante de mis ojos. Algo… una intuición… Pero se me ha escapado.

—Ánimo. Estoy seguro de que lo conseguirás.

—No le digas esto a nadie, Darkos, y menos a tu padre.

—¡Te lo juro!

—Sé que hay una clave detrás de esos números, que no son arbitrarios. Pero creo que quien inventó esas series era más listo que yo.

—¿Qué quieres decir?

—Que me temo que es un secreto que nunca averiguaré.

Conforme se alejaban de las montañas, atravesaron zonas de pastos de un verde esmeralda, en los que pacían rebaños de vacas y grandes manadas de caballos. Baoyim le explicó a Kratos que era allí donde las Atagairas adquirían los impetuosos corceles de batalla con los que habían cargado contra los pájaros del terror.

—También sacamos de aquí buena parte de los cereales. Cultivamos trigo y cebada en nuestros valles, pero hace tanto frío que perdemos muchas cosechas y nunca les obtenemos un gran rendimiento.

—¿Pagáis por esos cereales? —preguntó Kratos con una sonrisa irónica. Había visto que los habitantes de la comarca tenían un temor casi reverencial a las Atagairas. No eran tan serviles como los varones de su propio país, pero se acercaban a ello.

—Un precio razonable.

—¡Ja! Habría que ver qué piensan los Pabshari.

—Ellos están contentos con la situación. Gracias a nosotras, no tienen que mantener un ejército.

—Tengo entendido que más bien no les dejáis mantener un ejército —terció Kybes, que cabalgaba junto a ellos. El Aifolu seguía llevando una venda en el brazo derecho, pero ya se había quitado el cabestrillo. Era afortunado, teniendo en cuenta que había recibido el golpe de una espada de tres metros de longitud; el escudo, aunque se partió en dos, se había llevado la peor parte y le había salvado la vida.

—¿Para qué lo quieren? Un ejército cuesta mucho dinero. Tah Kratos lo sabe mejor que nadie. —Mientras Kratos asentía, Baoyim prosiguió—. Gracias a nosotras, que tenemos confinados a los inhumanos tras la muralla de Iyam, no sufren amenazas desde el norte, y al sur nuestras montañas los separan del país de Murdra.

—A lo mejor preferirían tener su propio ejército y ser libres —dijo Kybes.

—¿Tú crees?

—Yo lo preferiría a estar doblando la cerviz delante de vosotras durante toda mi vida.

A la Atagaira morena no debió de hacerle gracia la conversación, porque se apartó de ellos para unirse a la columna que cabalgaba en paralelo a los Invictos. Allí viajaban doscientas Atagairas, voluntarias que habían decidido unirse a la guerra contra los dioses. Las mandaba una oficial llamada Kalevi, joven y menuda en comparación con las demás mujeres de su raza.

—Parece que a las Atagairas no les sientan demasiado bien las críticas —comentó Kybes, con una sonrisa burlona.

—Te diré una cosa —respondió Kratos—. Me arrancaría dos muelas sin probar una gota de licor antes que volver a negociar con Dilmaril o cualquier otra Atagaira. Pero me siento más seguro yendo a la guerra con esas doscientas mujeres que si me ofrecieran un batallón de soldados imperiales de Áinar.

—¡Vaya! Viniendo de un Ainari como tú, es todo un elogio. Se lo diré a Baoyim cuando se le pase el enfado. O mejor díselo tú: seguro que le gusta más oírlo de tu boca.

Kratos miró al frente y no dijo nada. Aunque tuvieran sus discusiones, con Baoyim se sentía tan a gusto como al lado del mejor de los camaradas. Era animosa, valiente, nunca se quejaba por estúpidas pejigueras…, y además era guapa.

Eso era lo que le preocupaba. Por la noche había tenido un sueño en el que aparecía la Atagaira. No lo recordaba, porque era tan absurdo como la mayoría de los sueños, pero le había dejado un sabor agridulce. La parte dulce se debía a que en él se habían besado. La parte agria a que se sentía culpable por Aidé.

Ha sido sólo un sueño, se recordó. En sueños había hecho cosas impensables para él en la vida real. Había robado, violado, asesinado a personas indefensas, desertado ante el enemigo. Ése no era él; como mucho, el demonio del Kratos que podría haber sido si cediera a sus instintos más rastreros.

Por otra parte, sabía bien que muchos otros varones no habrían sentido remordimientos similares; no ya por soñar con otras mujeres que las suyas, sino incluso por acostarse con ellas. Ni siquiera estaba casado con Aidé. Habían planeado celebrar su matrimonio con los rituales debidos, sacrificando una ternera recental delante del altar de Himíe, pero los continuos viajes e incidentes se lo habían impedido. Kratos incluso había pensado en llevar a cabo la boda antes de partir hacia Pabsha. La discusión con Aidé le había disuadido de proponérselo.

Se preguntó quién querría casarse ante los dioses a partir de ahora. ¿Qué voto, qué contrato, qué juramento serían sagrados desde que habían descubierto que los dioses eran sus enemigos mortales?

Delante de ellos, destacado como el espolón de una galera, Linar galopaba a Riamar. Kratos pensó que, si las peores predicciones del mago no se cumplían, si Tramórea se salvaba, habría que llegar a nuevos pactos, crear nuevas leyes y costumbres. No les quedaría más remedio que construir una sociedad que fuera tan sólo humana, ya que las presencias poderosas que supuestamente protegían a los hombres los habían abandonado.

Y en esa sociedad, cada uno tendría que ser garante de su propia palabra. Por eso, por si sobrevivían a la conjunción de las tres lunas, Kratos debía olvidarse de aquel sueño y de cualquier tentación con Baoyim o con cualquier otra mujer. Había elegido a Aidé, y tah Kratos May era hombre de una sola palabra. Si había renunciado a ser el Zemalnit por cumplir una promesa, no fallaría ahora.

O eso quería creer.

Los pastos fueron dando paso a sembradíos y bosquecillos dispersos. Los campos ya estaban arados, y los campesinos recorrían los surcos sembrándolos a voleo. Llevaban al hombro grandes espuertas de mimbre donde guardaban las semillas, mezcladas con arena para que les dieran más peso al caer. Detrás de ellos, otros pasaban rastras para aplastar las sementeras.

Cuando veían pasar a aquella tropa a caballo, todos interrumpían sus labores y se quedaban mirando. Kratos comprendió que era la primera vez en su vida que contemplaban un ejército formado por varones. Si eso les producía alarma o regocijo era imposible saberlo: al ver que también venían Atagairas, agachaban la cabeza entre los hombros y seguían trabajando.

Descrestaron una pequeña elevación herbosa, y por fin vieron el mar. A partir de allí, el terreno descendía en un suave declive, hasta un promontorio que parecía casi una isla, unido al continente por una estrecha lengua de tierra. En aquella reducida península había una ciudad amurallada.

—Teluria —anunció Kalevi, jefa de las Atagairas, que conocía aquellos parajes.

Kratos se giró sobre la silla y miró al cielo. El sol todavía se encontraba lejos de las cimas de Atagaira. Llegarían a Teluria antes de que se hiciera de noche.

Poco a poco, el resto de la expedición coronaba la cuesta. Habían perdido unos quinientos caballos, pero los setecientos Invictos que partieron de Nikastu estaban allí. Iban a conseguir lo imposible. Todos parecían comprenderlo, porque cuando descubrían aquel horizonte azul que la mayoría de ellos no habían visto en su vida, desmontaban, daban saltos de alegría a pesar del cansancio y se abrazaban entre ellos gritando: «¡El mar, el mar! ¡Allí está el mar!».

Kratos descubrió que una sonrisa involuntaria le tiraba de las mejillas resecas por el aire y el sol. Cruzó la mirada con Gavilán y Partágiro y encontró esa misma sonrisa, y también en Baoyim, Kybes y todos los demás.

—¡Kratos! ¡Kratos!

Se volvió. La voz era inconfundible, y además el único que solía omitir su tratamiento de Tahedorán era Linar. El Kalagorinor venía hacia él, galopando sobre Riamar, que subía el declive sin apenas hacer ruido, como si sus cascos volaran a medio palmo de la hierba.

—¿A qué estáis esperando? —le dijo al llegar a su lado—. El tiempo urge.

—El tiempo puede esperar.

—No tiene esa costumbre, me temo.

—Deja que disfruten unos instantes, Linar. Seguro que un pequeño descanso les da alas para llegar más rápido a la ciudad. Por cierto —añadió bajando la voz—. Nos dijiste que debíamos embarcar hacia el este. El viento lleva todo el día soplando directamente de levante. ¿No será un problema para navegar?

—Deja eso en nuestras manos, Kratos.

—¿Nuestras? ¿Tuyas y de quién más?

Por toda respuesta, Linar hizo volver grupas al unicornio blanco y se alejó hacia la ciudad. Kratos no necesitó mucho tiempo para contestarse él mismo a su pregunta. Kalitres-Barantán los había convocado allí el día 15, y ellos habían cumplido su cita. Sin duda, los aguardaba en Pabsha.

Se preguntó si también estaría allí el otro Kalagorinor, Mikhon Tiq. De ser así, ¿lo acompañaría Derguín? ¿Habría recuperado ya la Espada de Fuego? No tardarían en descubrirlo, pero ni él mismo sabía si deseaba encontrarse a Derguín o no.