ZIRNA

El día 18 de Bildanil, Derguín y El Mazo llegaron a la Ruta de la Seda. Quedaban sólo diez días para la conjunción de las tres lunas, y Derguín seguía sin noticias del paradero de la espada y sin tener ninguna pista sobre cuál sería su misión.

La Ruta de la Seda era casi el doble de ancha que la calzada que habían seguido desde el mar de Ritión. Había diez metros entre los bordillos que la delimitaba, y a los lados sendos arcenes de tierra apisonada que los operarios que mantenían la vía desbrozaban periódicamente para evitar que las malas hierbas invadieran el pavimento. Cada kilómetro estaba señalado por un hito de piedra, y el intervalo entre casas de postas era de treinta kilómetros en lugar de cincuenta.

Pasado el mediodía, se internaron en una comarca casi baldía. En aquellos suelos pizarrosos no crecían más que hierbajos, matorrales y pinos achaparrados. Tan sólo encontraron cuervos y algún que otro conejo que corría junto a la calzada como si quisiera desafiar en una breve carrera a sus caballos.

Fue allí donde Derguín recibió una nueva visión a través de los ojos de Zemal. El trance apenas duró unos segundos, y le sobresaltó tanto que a punto estuvo de caer del caballo.

—¿Qué te pasa? —dijo El Mazo, llegando a su altura. Normalmente iba veinte o treinta metros por detrás. Según Derguín, era porque intentaba refrenarlo. Según El Mazo, porque su montura tenía que cargar con el doble de peso. Honradamente, Derguín pensaba que su amigo podía tener razón, pero no se lo quería reconocer.

—Vamos a hacer un alto en el camino.

—¿Cómo? ¿Un descanso? —preguntó El Mazo—. ¡No me lo puedo creer! ¿Es que los dioses te han castigado por fin con unas buenas hemorroides, como te mereces?

—No mezcles a los dioses en esto. Y no te emociones. Si tienes que orinar, ve haciéndolo rápido, que no tardaremos mucho en seguir.

—¡Cómo desee su alteza el Tahedorán!

Derguín hizo caso omiso del tono mordaz de su amigo. El Mazo llevaba todo el día de mal humor, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta los madrugones, el tiempo de perros y la fealdad del paraje que atravesaban. Pero como lo conocía, sabía que conforme se acercara la noche le mejoraría el ánimo.

Desmontó y se sentó bajo un pino, en una piedra mojada por las últimas lluvias. Cerró los ojos haciendo caso omiso de la humedad y trató de repasar las imágenes que lo habían asaltado. Aquello significaba que Ariel había vuelto a desenvainar la Espada de Fuego: por alguna razón que ignoraba, Derguín veía por los ojos de Zemal. Su intención era extraer toda la información posible de aquello mientras todavía siguiera fresco en su recuerdo, recurriendo a la mnemotecnia que le había enseñado Ahri.

—La mayoría de la gente cree que ve, pero pasa por la vida con los ojos cerrados —le había explicado el Numerista.

—Eso no se te puede aplicar a ti —le dijo Derguín, que solía burlarse de sus ojos saltones.

—Lo importante no son los ojos en sí, sino la atención que prestan. ¡A practicar!

Derguín barría de un rápido vistazo el despacho de Ahri. Luego, con los ojos vendados, se esforzaba en recordar todo lo que había visto. Cuántos libros había, su título, su encuadernación, dónde estaban, si había hojas de papel o pergaminos sueltos en el escritorio, la ropa, el color de las mantas de la cama, las sillas, cuántos barrotes tenían los respaldos, cómo era la moldura de las patas, el número de velas en los candelabros.

Gracias a aquellos ejercicios, Derguín había mejorado su capacidad de atención y enfoque. Aprendió, sobre todo, que para recordar con nitidez no bastaba una buena memoria: había que alimentarla con detalles precisos y abundantes, y eso sólo se conseguía siendo un buen observador.

Aunque en los últimos tiempos su ánimo había estado demasiado alborotado para concentrarse, trató ahora de aplicar las enseñanzas de Ahri. No le fue fácil: la visión, o alucinación, había sido muy fugaz, y las imágenes se movían y bailaban.

Primero se fijó en la nave. Tenía dos palos. Era algo más grande que la embarcación de Foltar. Debía de ser el atunero del que les habían hablado en Arubak.

Después observó a los pasajeros. Mujeres encapuchadas. Atagairas, no cabía duda. Una de ellas, que miraba directamente a los ojos de Derguín —o sea, a los de Zemal—, era Ziyam. La última vez que la vio, llevaba una venda en el rostro para tapar la marca del hierro candente que le había aplicado su propia madre. Ahora aquel estigma había desaparecido, pero en su lugar presentaba varias cicatrices paralelas en cada mejilla, como si unas garras la hubieran arañado, y tenía unas ojeras muy marcadas.

Allí estaba Ariel también, mirando a Zemal muy de cerca, tanto que sus ojos verdes bizqueaban un poco. Detrás se veía a Neerya, pero entre ella y Ariel había otra mujer de cabellos negros.

¡Era Tríane! ¿Qué demonios hacía en el barco?

Siguió concentrándose en la visión. No parecía haber marineros. ¿Eran las Atagairas quienes tripulaban el atunero? Eso no le resultaba muy verosímil: las amazonas eran criaturas de tierra firme. Pero en la imagen sólo había un hombre, que se encontraba de espaldas…

… y que se volvía una fracción de segundo, miraba a Ariel y le ordenaba algo. «Guárdala», creyó leer en sus labios.

Hasta ahí llegaban las imágenes. Pero lo poco que había visto de aquel hombre le sobró para reconocerlo. Los rasgos finos y atezados, el ojo tapado por un parche, la trenza azabache.

Ulma Tor.

Si al ver a Tríane se había asombrado, la presencia del nigromante hizo que la sangre se le subiera a la cabeza y los pies se le quedaran fríos.

De modo que Ulma Tor andaba detrás del robo de Zemal. Eso empeoraba infinitamente la situación. Aunque encontrara a Ariel y a las Atagairas, ¿cómo iba a recuperar la espada ahora?

En tres ocasiones se había enfrentado al hechicero, y si había salvado el pellejo era porque siempre le había ayudado alguien: Mikhon Tiq, el Rey Gris —aunque involuntariamente—, Kalitres. En la última ocasión había logrado herir a Ulma Tor con Zemal, pero su brazo se había recompuesto por arte de hechicería segundos después.

Al pensar en ello le sobrevenía una angustia helada. ¿Qué sucedería si Ulma Tor empuñaba la Espada de Fuego y acrecentaba todavía más su poder?

Como lo intente, quedará reducido a cenizas, se animó. Pero ni él mismo estaba demasiado convencido. Si las reglas de Zemal se habían roto con Ariel, ¿quién podía asegurar que no pasaría lo mismo con aquel hechicero?

Si se dejaba llevar por el pánico perdería los últimos detalles claros de la imagen, y necesitaba algo más que un borrón confuso o un recuerdo reinventado. Respiró hondo y recitó decimales del número pi. Gracias a eso consiguió ralentizar sus pulsaciones y calmar su aliento.

Con Ulma Tor o sin él, necesitaba alguna pista sobre el paradero de la espada. Derguín sospechaba que sus visiones y las de Zemal eran simultáneas, lo que significaba que ahora mismo Ariel y las Atagairas se encontraban en altamar. Si habían zarpado antes que El Mazo y él, ¿cómo podían haber tardado tanto en llegar al continente?

Porque no se dirigen a Lantria, sino a algún otro puerto más lejano, se respondió él mismo. Pero ¿cuál?

Recapituló sobre las imágenes. Era de día, y por la dirección de las sombras navegaban con el sol a babor. Eso quería decir que tenían el norte a estribor, y que viajaban al oeste, o en una dirección aproximada.

Si Tarimán los había enviado a él y al Mazo al desierto de Guinos, era de suponer que lo hacía para que pudiera recuperar la espada. De modo que Ariel, las Atagairas y el innombrable debían dirigirse allí. La opción que había elegido Derguín para llegar era viajar de Narak a Lantria, de Lantria a la Ruta de la Seda y por ésta hasta los límites del desierto.

Existía otra posibilidad: navegar hasta Áinar, desembarcar en Tíshipan y después dirigirse hacia el nordeste. Un trayecto más largo, pero con la ventaja de que por mar se viajaba más rápido.

Rápido. Sí, el atunero navegaba veloz: así lo testificaban los chorros de espuma sobre la amura, la inclinación del barco y las velas, ambas henchidas a estribor, el mismo lado al que se inclinaba el atunero. Navegaban en largo, la forma más rápida de hacerlo, según Narsel. Derguín siempre había pensado que lo mejor era llevar el viento de popa, pero el navarca le había explicado que de ese modo nunca podían navegar más veloces que el propio viento, algo que sí se podía conseguir en largo o en ceñida.

Qué casualidad que el viento les fuera tan propicio.

O no. ¡Por eso no había tripulantes! Seguramente el aire estaba soplando allá donde le ordenaba la hechicería de Ulma Tor, que, conociéndolo, habría arrojado a los marineros por la borda o los habría liquidado de alguna forma aún más cruel.

Ni con tus trampas me vencerás, se dijo Derguín, abriendo los ojos y levantándose de la piedra. Su bravuconada no lo convencía ni a él, pero cualquier recurso que le infundiera ánimos era bueno.

El Mazo se había tirado panza arriba en el suelo. Aunque no era el lecho más cómodo, plagado de ásperos hierbajos y afilados pedruscos, se había quedado dormido con esa facilidad que Derguín envidiaba unas veces y que otras le desesperaba. Por enésima vez en su viaje, le agarró de los hombros y le sacudió para despertarlo.

—¡Arriba!

—¿Qué pasa? ¿Ya es de día? —preguntó El Mazo, desorientado.

—No ha dejado de ser de día en ningún momento. Vamos, ya hemos descansado.

El Mazo se levantó con los ojos borrosos, se rascó diversas partes de su extensa anatomía y trató de montar en el caballo. Pero estaba tan aturdido que el pie le resbaló del estribo y acabó con sus huesos en tierra. El postillón hizo amago de reírse, pero Derguín se llevó un dedo a la boca sugiriendo silencio.

—Yo que tú no me burlaría de alguien que mató a un corueco con sus propias manos —le susurró en un aparte.

—¿De verdad hizo eso? —murmuró el joven, con gesto de incredulidad.

—Si lo dudas, pregúntaselo a él.

El postillón observó al Mazo. El gigantón agarró las riendas y las crines del caballo con tanta fuerza que estuvo a punto de tirárselo encima. Con un pie en el estribo y otro a medio subir, El Mazo se dedicó a soltar dicterios en su Ainari natal mientras su montura trazaba círculos en el sitio. Por fin, entre relinchos y maldiciones, consiguió plantar sus casi quince arrobas encima del animal.

—Creo que mejor no le diré nada —resolvió el postillón.

—Sabia decisión. —Derguín apoyó las manos en las ancas de su yegua y subió de un salto. Después exclamó, dirigiéndose al Mazo—: ¡Ánimo! La próxima parada será Zirna. Te gustará mi ciudad, seguro.

Faltaban un par de horas para que el sol se hundiera en el horizonte cuando coronaron una larga cuesta. Los dos viajeros y el postillón pararon a sus monturas en un mirador circular que se apartaba de la calzada.

A partir de allí, la carretera bajaba el mismo desnivel que antes había subido. Había escampado y soplaba un viento del oeste frío y cortante que arrastraba lejos las nubes. El aire era tan puro y diáfano que permitía distinguir los detalles del paisaje a decenas de kilómetros.

—Ahí está Zirna —señaló Derguín—. Mi hogar.

Una luz fresca y dorada bañaba un valle rodeado de colinas a derecha e izquierda de la calzada. Más al oeste se levantaba la Sierra Seca, tan árida y hostil como su nombre indicaba, de un cárdeno desvaído por la distancia.

En el centro del valle se extendía la ciudad de Zirna. Pero desde allí sólo se intuían sus casas y murallas, pues las tapaban los troncos y las copas de unos árboles gigantescos.

—Son faconias —le explicó Derguín al Mazo—. Dicen que también crecen en las Tierras Antiguas, pero el único lugar en toda Tramórea oeste donde las encontrarás es aquí.

Aquellas grandiosas coníferas eran tan gruesas que en la Noche de Difuntos los corros que danzaban a su alrededor se formaban con un mínimo de cuarenta personas para poder abarcarlos. Los troncos subían rectos como columnas, y las primeras ramas no brotaban hasta pasados cincuenta metros de altura.

Más allá de la ciudad se vio un reflejo plateado que un momento antes no estaba allí.

—¿Qué es eso? —preguntó El Mazo.

—Río Hirviente —contestó Derguín, respirando hondo. Aunque se cerniera sobre ellos el fin de todas las cosas, era hermoso volver a contemplar el valle donde había pasado su niñez, y donde se había retirado tras su expulsión de la academia militar, hasta que Linar, Kratos y Mikha aparecieron para cambiar su destino.

—¿Un río? ¿Un río en el aire?

—Es un géiser, un surtidor de agua caliente que brota de las entrañas de la tierra cinco veces al día. Como una fuente, pero mucho más alto.

Emprendieron el descenso con un trote suelto, ya que en la subida habían exigido un gran esfuerzo a las monturas. Poco a poco las faconias fueron ocupando el campo de visión hasta tapar todo horizonte.

A diferencia de los suelos entre grisáceos o amarillentos que habían encontrado en los últimos kilómetros, el del valle de Zirna era oscuro, casi negro, muy rico en humus. A ambos lados de la calzada se veían huertos bien cuidados, con naranjos y tomateras, patatales recién sembrados y todo tipo de verduras. Había cabras y cerdos por doquier, y también vacas de carnosas ancas que pastaban en pequeñas praderas.

—Qué contraste con la zona que hemos atravesado —comentó El Mazo, que miraba a ambos lados de la calzada con los ojos muy abiertos. Durante muchos años, cuando vivía en las Kremnas, había soñado con viajar. Ahora que lo hacía, aunque fuese a la fuerza, no dejaba de observar el paisaje con la curiosidad de un niño.

—Dicen que aquí, si un caminante se para a descansar demasiado rato, le germinan tallos y hojas en el bastón —comentó Derguín. Por primera vez en muchos días, se sentía de buen humor, y saludaba alegre a los viajeros con los que se cruzaban y a los labriegos que atendían sus huertos—. Este valle es tan fértil porque por debajo del suelo corre una red de aguas subterráneas, frías y calientes.

Río Hirviente, siguió explicándole al Mazo, no era la única fuente termal. Había en plena ciudad un balneario de aguas naturales que, aseguraban, eran excelentes para las articulaciones, los cólicos y la estangurria. Aunque la humedad del ambiente era a menudo un problema. El padre de Derguín solía quejarse del reúma, y muchos vecinos que cavaban sótanos y bodegas se encontraban con filtraciones constantes e incluso con inundaciones.

Pasaron entre dos faconias. Sus ramas se acariciaban en las alturas, tejiendo un dosel sobre la calzada, y sus raíces levantaban el suelo formando pequeñas cuevas donde habitaba gente. Al oeste, ya al otro lado de la ciudad, se alzaba la Vieja Dama, la más alta y, según se creía, más anciana de las faconias. En su copa, a más de cien metros, había un templo de Tarimán.

Tarimán. El dios herrero le había dicho a Derguín que pasara de largo Zirna. «Ni tan siquiera te sacudas el polvo de las botas», había añadido.

Estaba harto de seguir instrucciones ajenas sin saber por qué.

—Vamos a pasar la noche aquí.

El Mazo enarcó las cejas sorprendido. Miró de reojo al postillón, que los seguía a suficiente distancia como para no parecer que quería inmiscuirse en sus conversaciones, cuando en realidad no perdía ripio. Susurrando, El Mazo dijo:

Él te ordenó que siguieras sin detenerte.

—Que diga lo que quiera —respondió Derguín, bajando la voz y pasando al Ainari—. ¿Cómo no voy a pasar por mi casa a saludar a mi madre y a mis hermanos?

Y, si el fin se acerca, añadió para sí, tal vez a despedirme de ellos.

Los huertos eran cada vez más pequeños y la distancia entre las casas se reducía. No tardaron en llegar ante la muralla.

—Vamos a cambiar de espadas —dijo Derguín, soltando las hebillas que sujetaban a Brauna para pasársela al Mazo.

—¿Por qué?

—Aquí sigo siendo el Zemalnit —murmuró Derguín. Cogió la espada recta que le tendía El Mazo y se la colgó del talabarte. La empuñadura imitaba a la de Zemal. Con eso tendría que bastar.

Las murallas se veían mejor cuidadas desde la última visita de Derguín. Habían talado los árboles que crecían junto a los sillares, y de las viviendas que durante décadas habían pululado adosadas a la pared como parásitos tan sólo quedaban unas líneas claras que señalaban dónde habían estado los tabiques. Encima de la muralla, cuadrillas de albañiles apilaban piedras para reparar las almenas e igualar la altura del adarve.

En la puerta montaban guardia seis soldados en lugar de dos. Además, lucían los uniformes más limpios que otras veces y sólo un par de ellos tenían panza.

El jefe de la patrulla, que sacaba a Derguín cinco años y lo conocía desde que era niño, se cuadró ante él con una marcialidad que lo sorprendió.

—¡Bienvenido a Zirna, tah Derguín! Es un honor tener de vuelta al Zemalnit.

—Muchas gracias, Rudar. Pero procura no pregonarlo por ahí —pidió Derguín, aunque sabía que era inútil—. Va a ser una visita muy breve.

Desmontaron y atravesaron la ciudad tirando de los ronzales de sus monturas, pues las calles estaban muy concurridas. Aunque faltaba poco para que oscureciera y corría un aire bastante frío, la mayoría de los puestos de comerciantes seguían abiertos. Al Mazo se le fueron los ojos detrás de una enorme salchicha blanca que chisporroteaba sobre una parrilla.

—Aguanta un poco —le dijo Derguín—. En mi casa podrás cenar.

—Que nadie diga que El Mazo se ha quedado alguna vez sin cenar por haber merendado antes —respondió él, y le compró el embutido al salchichero.

La casa de Derguín se hallaba en la parte oeste de la ciudad, cerca de la muralla. Era un edificio de dos pisos, con paredes blancas, rodeado por una verja de hierro forjado y un jardín.

Pese a que el hombre de la guardia había prometido discreción, la noticia de la visita de Derguín se las había apañado para llegar antes que él a su propia casa. Cuando llegaron a ella, su madre y su hermano Kurastas ya estaban esperándolo en la puerta.

Mirika, que como era costumbre entre los Ritiones había adoptado el apellido Gorión, frisaba ya los sesenta años; pero la piel de su rostro se veía tan lisa y tersa como si apenas hubiera pasado de los cuarenta. A cambio, tenía unas caderas y un trasero redondeados, que debía en buena parte a una debilidad por los dulces y el queso con membrillo que no había hecho sino crecer con los años.

Como su obsesión nutricia con Derguín. Aunque de muchacho había sido de buen comer, ella siempre lo encontraba demasiado delgado. Ahora resaltaba mucho más el contraste con su hermano Kurastas, que se subía constantemente el ceñidor de la túnica porque se le resbalaba hasta las ingles por la curva de la panza. Cuando su madre abrazó a Derguín, le palpó los hombros y las costillas como si fuera una ternera presta al sacrificio. Después se apartó de él y exclamó con voz horrorizada:

—¡Pero si estás en los huesos! —Pellizcándole las mejillas, añadió—: Eres todo ojos, y parece que se te van a salir los pómulos. ¿Es que no tienes a nadie cerca que te diga que te cuides?

—No lo atosigues, madre —dijo Kurastas. Él también abrazó a su hermano. Nunca habían congeniado demasiado bien, pero ahora su alegría al ver a Derguín parecía sincera.

Hacía frío para salir al patio, de modo que cenaron en un comedor del segundo piso. Mirika trató de cebar a su hijo con tortas de garbanzos y tomate, pato a la brasa, ensalada de patatas y cebollas crujientes y, sobre todo, pasteles de hojaldre ahogados en miel y espolvoreados con almendras y pistachos. Derguín tenía hambre, pero el estómago se le llenó con la primera torta y a partir de ahí tuvo que hacer esfuerzos para seguir picoteando. A cambio, El Mazo cumplió de sobra por él y unos cuantos más. Pese a las agotadoras jornadas de viaje, estaba embaulando como un corueco y había recuperado buena parte del volumen perdido durante su falsa muerte.

—¡Este hombre sí que sabe comer! —dijo la madre de Derguín, admirada y complacida de ver que al menos el amigo de su hijo le hacía honores a su mesa.

—Mi padre decía que el que no vale para comer no vale para trabajar ni para nada —respondió El Mazo.

—¿Trabajar? —se extrañó Derguín, levantando una ceja.

—Sí, trabajar. Es lo que llevo haciendo toda mi vida, ¿recuerdas?

Derguín se encogió de hombros y no añadió nada. Si El Mazo consideraba que sus etapas de forajido y pirata podían considerarse como oficios honrados, no pensaba discutírselo.

Los acompañó en la cena la esposa de Kurastas. Ya casi en los postres llegó Balía, hermana de Derguín, que tenía quince años más que él, acompañada por su marido, un bodeguero adinerado. A ambos los había avisado de la llegada de Derguín un criado despachado por Mirika.

Después de la cena siguieron charlando un buen rato, saboreando un vino dulce que había traído el esposo de Balía y picoteando pasas y anacardos fritos y rebozados en miel. Para Derguín fue agradable hablar de nuevo con su familia, aunque todos se empeñaran en que estaba muy desmejorado y las conversaciones acabaran derivando a los portentos celestes y los desastres que preocupaban a todo el mundo.

Por suerte, nadie le pidió que desenvainara a la presunta Zemal. En su última visita ya se la había enseñado, y Derguín sospechaba que les atemorizaban un poco su brillo, el olor a ozono y la forma en que erizaba los cabellos a quienes se acercaban.

Antes de retirarse a dormir, Derguín charló en un breve aparte con su hermano. Tras la muerte de su padre, habían arreglado las cuentas. Kurastas se quedó con la casa y todas las propiedades a cambio de mil quinientos imbriales. Además, Derguín se había llevado tres baúles de libros, algo que a Kurastas no le había hecho demasiada gracia.

—Acertaste al pedirme que no me los llevara —le dijo Derguín—. Incendiaron mi casa de Narak. Ahora son sólo ceniza.

—No fue culpa tuya —repuso Kurastas, apretándole el hombro—. Supimos que te acusaban de conspirar y de asesinar a ese amigo tuyo, pero nunca lo creímos. Los Narakíes siempre fueron unos intrigantes, ya te lo advertí.

De todos modos, pensó Derguín, si no hubieran ardido entonces, se habrían quemado después, cuando los gusanos de fuego arrasaron la ciudad. ¿Quién puede luchar contra lo inexorable?

Miró a su alrededor. Estaban en el despacho de su padre. Había allí más de cien libros, semiocultos entre las sombras. Derguín siempre los había visto como puertas abiertas a otros mundos, pero ahora pensó que antes de dos semanas esas puertas tal vez se habrían cerrado, reducidas a cenizas como el resto de Tramórea.

No le había dicho nada a su familia. Cuando el desastre amenaza a todo un mundo, ¿adónde huir? No existía rincón lo bastante lejano para estar a salvo. Si éstos habían de ser sus últimos días, mejor que los vivieran en paz.

—¿Por qué no te quedas en Zirna? —le preguntó Kurastas—. Aquí podrías volver a fundar tu academia militar, y nadie te trataría con envidia ni recelo. No sé qué tal andarás de dinero, pero yo te cedería la finca que tenemos cerca de Río Hirviente, e incluso pagaría la pintura y las reparaciones.

Derguín no estaba acostumbrado a tal generosidad en su hermano, y se preguntó si tan mal aspecto le veía para tratarlo con ese cariño. Emocionado con aquel breve retorno, llevaba toda la noche con un nudo en la garganta. Ahora tuvo que desviar la mirada para que Kurastas no se diera cuenta de que se le habían humedecido los ojos.

—Te lo agradezco mucho. Pero debo partir mañana mismo.

—No entiendo por qué tanta prisa. No sé qué asuntos pueden ser tan urgentes en Áinar…

—Créeme. Así debe ser. Pero cuando solucione esos asuntos, tal vez acepte tu propuesta. No sabes qué feliz me ha hecho volver a casa.

Derguín volvió a dormir en su antigua alcoba. Se tumbó boca arriba en la cama, con las manos tras la nuca, y observó cómo la luz del candelabro creaba bailes de sombras en el artesonado del techo. Le dolían las caderas y los muslos y se sentía agotado, pero esas molestias no eran nada comparadas con los extraños calambres y cosquilleos que le recorrían el cuerpo. Sobre todo el brazo derecho, el que más echaba en falta a Zemal. Pensó que tardaría en dormirse, como todas las noches. Pero algo debía tener su viejo lecho, porque casi sin darse cuenta el colchón de lana se convirtió en una laguna oscura, y él se hundió en las profundas aguas del sueño.

De nuevo caminaba hacia el pinar. Pasó junto a una aldea que no estaba allí, sino en Áinar. Un campesino salió de su choza y lo llamó a gritos. «¡Están violando a mi hija!». En otras iteraciones de su viejo sueño, Derguín intentaba evitarlo en vano. Ahora se limitó a seguir adelante. En la vida real, él había impedido que violaran a la chica. Además, en el examen para convertirse en Tahedorán le había destrozado el codo a Deilos, el culpable de aquella vileza. No tenía por qué seguir torturándose con ese recuerdo.

Pero no le iba a resultar tan fácil librarse de la vieja pesadilla. Lo comprendió cuando las tres lunas, que llevaban sin aparecer varias noches, se mostraron en el cielo dibujando un triángulo. Desde el pinar sopló un viento gélido que conocía y temía. Sus pies se levantaron del suelo, y voló sobre los pinos, incluso por encima de las faconias. Siguió subiendo. Vio bajo sus pies un mar de nubes del que sobresalían como islas los picos de las montañas, cubiertos de nieve en las que se reflejaba la luz de las lunas, violeta en unas laderas y verde en otras.

Tembló de frío y temor. Sabía dónde acabaría todo: en aquella llanura desierta, azotado por el viento de la cordillera negra, expuesto al ojo inmenso de las tres pupilas.

Sus pies pisaron el suelo. Había algo raro en él. Demasiado esponjoso, vibrátil, como un tremedal. Aunque no quería hacerlo, levantó la mirada al cielo.

Allí estaban las lunas, dibujando un triángulo. Pero ahora las tres eran rojas, y en cada una de ellas había tres puntos negros repitiendo el mismo diseño. Alrededor, tapando las estrellas, se intuía una vasta sombra nebulosa.

Era una inmensa cabeza, el yelmo del gigante que le había atacado en Narak.

¿Tubilok? ¿Era él en verdad el dios supremo y despiadado que amenazaba con una eternidad de frío y oscuridad?

Una mano se posó sobre su hombro. Los dedos eran calientes, lo único caliente en aquel lugar que no era la llanura que Derguín esperaba.

Se volvió. Bañados por una luz fantasmal, distinguió los rasgos delicados de Mikhon Tiq.

—¡Mikha! —exclamó.

Su amigo le saludó con una sonrisa triste. Derguín se preguntó si aquél era un sueño veraz, de los que salen por la puerta tallada en cuerno.

—Es un sueño, Derguín. Pero al mismo tiempo no lo es.

—¿Qué quieres decir?

—Hay otros reinos y otros mundos más allá de Tramórea que la mente humana no alcanza a comprender. Pero a veces, cuando dormís, las cadenas con que la razón y la costumbre sujetan a la mente se sueltan, y podéis recibir imágenes y visiones de esos mundos.

—¿Cuándo dormís? Hablas como si tú no fueras humano…

—Mira a tu alrededor.

Derguín se volvió. La llanura se transformaba sin cesar. La alumbraban luces extrañas que parecían provenir del interior de los objetos y proyectaban sombras y colores inconcebibles. Del suelo se levantaban extrañas formaciones, rocas, plantas o tal vez animales, que se alzaban sobre sus cabezas, se retorcían, se unían y se volvían a separar en un baile de tentáculos y extraños apéndices, viscosos como jalea y restallantes como látigos. La misma tierra oscilaba, como si respirara, y rezumaba burbujas verdosas que flotaban hacia las alturas, se dilataban y se rompían emitiendo olores y tañidos metálicos que componían una armonía melancólica y a la vez vagamente amenazadora. Entre los apéndices cambiantes que brotaban del suelo se veían escaleras talladas en algo que bien podría ser carne palpitante, que se retorcían en ángulos imposibles y llevaban a puertas abiertas en el aire.

Si es que allí había aire. Pues por más que respiraba Derguín, aquel fluido no parecía nutrir sus pulmones. Era áspero y metálico, tan frustrante como beber arena. De no ser un sueño ya estaría muerto.

—También se puede morir en sueños, Derguín. ¿No sabes que hay gente que se duerme y ya nunca despierta?

La voz de Mikha sonaba extrañamente deformada. A Derguín le recordó cuando era niño y se bañaba con sus amigos en el lago, y hablaban debajo del agua jugando a adivinar las palabras que brotaban entre burbujas.

—¿Dónde estoy? ¿Dónde me has traído, Mikha?

Su amigo dejó de parpadear y sus pupilas se dilataron. Sí, eso era. Él, y no el malvado ojo celeste, lo había traído a este lugar de pesadilla.

—Es el lugar que temes, Derguín.

Derguín tragó saliva, o más bien lo intentó. Lo que bajó por su garganta era una canica de plomo.

—El Prates —musitó.

Derguín volvió a mirar en derredor. Todo seguía cambiando. Ahora el suelo giraba en un torbellino que los rodeaba y sólo ellos permanecían quietos, o tal vez era al contrario. Las escaleras que había visto empezaron a desaparecer peldaño a peldaño empezando desde abajo, hasta que sólo quedaron esas puertas sin marco, vanos abiertos en el aire que conducían a lugares que Derguín no podía ver. No eran huecos negros ni blancos, eran ausencias en sus ojos que le provocaban un dolor intangible dentro de las sienes.

Las puertas se esfumaron, pero el suelo engendró nuevas escaleras, y en el aire se abrieron más huecos, obscenos e inquietantes como esfínteres o bocas desdentadas.

—Sácame de aquí, Mikha. No puedo respirar.

—Aquí no necesitas respirar.

—¡Sí lo necesito! —jadeó Derguín, y trató de llenar el pecho con aquel aire que lijaba la garganta y los pulmones y olía a una mezcla de ropa mojada y metal recalentado.

En las alturas, los ojos de triple pupila parecieron mirar a un lado, todos a la vez. Sin rasgos que los rodearan, sin párpados ni cejas, no podían expresar emociones. O no deberían: porque Derguín habría jurado que brillaron con un destello de miedo antes de cerrarse y desaparecer.

Ahora que aquella mirada hostil había desaparecido, Derguín se dio cuenta de que el cielo estaba poblado de estrellas. Pero no eran como las que conocía. En aquel firmamento había grandes zonas negras, vacías, mientras que en otros lugares las estrellas se agrupaban en densos cúmulos blancos, rojos y amarillos, y no se veían pequeñas como cabezas de alfiler, sino redondas y gruesas como canicas celestes.

De pronto, un intenso pavor le encogió el corazón, y sus pulmones dejaron de respirar incluso aquel aire vacío y estéril. Había conocido el miedo: en sus pesadillas, en Uhdanfiún, cuando le atacó el corueco, cuando Togul Barok revivió en la isla de Arak, cada vez que se había enfrentado a Ulma Tor. Incluso, a pesar del ardor del combate, cuando cargó contra los pájaros del terror.

Esas sensaciones eran diminutas como un charco ante el mar comparadas con lo que experimentó en este momento. Sintió el impulso de postrarse de rodillas, mas sus piernas se habían convertido en dos tablones rígidos. El dolor en el pecho era tan intenso que pensó que podría matarlo. Cuando quiso volverse hacia Mikhon Tiq, el cuello no le obedeció.

Una sombra cubría las estrellas, devorándolas desde dentro. Derguín percibió una presencia imponente, gigantesca, cósmica, que venía hacia ellos como un depredador que ventea a la presa. No habría sabido explicar por qué, pero tenía la impresión de que algo los estaba olfateando, captando su olor desde distancias infinitas.

Su pesadilla recurrente siempre le había hecho sentir que entre las estrellas moraba un poder gélido y descarnado, implacable, ajeno a cualquier sentimiento humano. Ese temor que hacía que se levantara de la cama tiritando y con el corazón acelerado se había multiplicado ahora por cien.

Derguín deseó no haber conseguido nunca la Espada de Fuego, no haber salido de Zirna, no haber nacido.

—Son las implacables Moiras —le susurró al oído Mikhon Tiq.

Consiguió volver el cuello apenas unos centímetros. Los ojos de su amigo se veían negros como aquella noche despiadada. ¿Qué había ocurrido con sus pupilas?

No, eran las pupilas las que habían devorado al iris y extendían su negror por el blanco de los ojos. A Derguín le asaltó la aterradora impresión de que Mikhon Tiq tenía mucho que ver con la inmensa presencia que estaba llenando el cielo.

—¿Quiénes son las Moiras?

—A su lado incluso Tubilok es pequeño y débil como un ratón. Ellas deciden los destinos de los universos. Las Moiras juegan a los dados con mundos enteros y entretienen su tiempo eterno apostando entre ellas y estudiando con ojos de hielo el resultado de sus juegos infinitos.

Mikha le había puesto la mano en el hombro, pero su contacto no lo consolaba. Sus dedos le absorbían el calor del cuerpo, sus yemas se le clavaban como las garras afiladas de un esqueleto. Ya no quedaban estrellas en el cielo. El mortecino resplandor que alumbraba aquel mundo inhóspito surgía del suelo sembrado de excrecencias, una luz que era más bien una emanación hostil, como el pus fétido que brota de una herida a punto de gangrenarse.

Derguín no podía ver a las Moiras, pero notaba su presencia. Según los Numeristas, la bóveda del cielo se halla a una distancia inconmensurable, inconcebible para la mente humana. Pero él sentía que esa bóveda infinitamente lejana era un velo, una cortina tras la que se ocultaban las Moiras.

—No puedes verlas porque habitan dimensiones que tu mente apenas puede intuir —dijo Mikha—. Sin embargo, están ahí, lejos, cerca, en todas partes. Son las jueces de los universos. Y el juicio del nuestro está a punto de celebrarse. Ignoro el veredicto, aunque sospecho la sentencia.

—¿Y cuál será? —preguntó Derguín, temiendo la respuesta.

—La ecpirosis. La aniquilación de un universo entero, una conflagración cósmica que dará origen a un mundo nuevo con otras leyes, otras estrellas y tal vez otros dioses y otra humanidad.

Derguín seguía mirando a la vasta y remota negrura. Hacía tanto frío que notaba cómo dentro de sus pulmones se formaban agujas de hielo y la sangre se cuajaba en sus venas. A su alrededor, el aire alienígena se congelaba y empezaba a caer en bloques sólidos que, al chocar contra el suelo, se rompían en cristales que a su vez se sublimaban en nubes de vapor azulado.

Algo sonó dentro de su cabeza, un chasquido acompañado de un breve chispazo interior.

De pronto lo contempló todo con otros ojos. No podía ver a las Moiras, que seguían fuera de su alcance. Pero sí vio a sus esbirros los Tíndalos, que acechaban entre los ángulos de las dimensiones de este mundo, agazapados en guaridas imposibles, entre los rincones y las esquinas, aplanados en la superficie que separa el agua del aire, la luz de la sombra, el sueño de la vigilia.

Se dio cuenta de que ya conocía a uno de esos sirvientes. Ulma Tor, encarnado como humano, pero formado por sombras que se condensaban y se deshacían constantemente. Imposible de matar.

—Él no es el único sirviente de las Moiras —susurró Mikhon Tiq.

Derguín se volvió hacia su amigo, que le sonreía con tristeza. Y comprendió.

Había otras entidades en juego que no eran de este mundo. Aunque tal vez ni ellas —ni ellos— lo sabían.

«Somos los que esperan a los dioses», decían los Kalagorinôr.

—¿Para qué los esperáis? —preguntó Derguín, cuyo terror no hacía sino aumentar.

—Eso se conocerá llegado el momento —respondió Mikhon Tiq. Sus ojos eran dos esferas negras—. Aunque las Moiras lo saben todo desde el principio de los tiempos.

—¿Todo está decidido? Entonces, ¿para qué luchamos?

—Luchar es tu naturaleza, Derguín. Para eso se te creó.

—¿Se me creó? No soy una espada o un hacha que se puedan fabricar. —La ira sobrepasó por un instante al miedo—. ¡Soy un ser humano!

—Pregúntaselo al herrero. Él tiene respuestas.

—¿Y tú?

—Yo tengo preguntas…

Derguín despertó empapado. Era un sudor gélido, de una frialdad innatural. El pecho le dolía, y cuando respiró lo hizo con la avidez de un náufrago que bebe agua dulce después de pasar diez días en altamar.

Por costumbre, se levantó para abrir los postigos. La ventana se hallaba orientada hacia el sur, y durante años se había acostumbrado a calcular la hora por la fecha y la posición de las lunas.

Ya no hay lunas, recordó. Enseguida se corrigió: aunque la mayoría de la gente, reducida al pensamiento concreto y primario, creía que Taniar, Shirta y Rimom habían desaparecido de la existencia devoradas por algún monstruo voraz de los cielos, él sabía que sólo estaban apagadas, como un luznago que duerme.

Al rozar el pestillo de la ventana, notó un cosquilleo helado que le recorría el cuerpo. De pronto se había quedado desnudo. Imposible, recordaba perfectamente que se había levantado con ropa.

Miró al suelo. Rodeando sus pies había un círculo de polvo.

Se agachó y lo tocó. Aquel polvo se componía de minúsculos cristales azules que se deshacían entre sus dedos. Comprendió que eran los restos de su túnica de lino. Se le había desintegrado encima de la piel.

Estaba temblando de frío y miedo. Volvió a la cama para parar la tiritona arrebujándose en la manta. Pero, al tocarla, la notó tan gélida como si hubieran envuelto en ella un carámbano de hielo traído de las montañas de Atagaira.

No ha sido un sueño, pensó. Había estado de verdad en otro mundo, tal vez en otro universo cuyas reglas no eran las mismas. Si la ropa que vestía se había pulverizado, ¿por qué él no había muerto? ¿Tal vez porque Mikhon Tiq le protegía?

Ignoraba qué hora era, pero la idea de dormirse otra vez le daba pavor. Ahora comprendía que el reino de los sueños existe de verdad. No se trataba tan sólo una ficción de los poetas y los videntes: era el puente por el que la conciencia podía saltarse las barreras que separaban los universos.

Todavía desnudo, salió de la alcoba y corrió al caldario. La tina de porcelana de Pashkri seguía llena, con el agua en que se había bañado antes de cenar. Aunque estaba sucia por el polvo del camino, Derguín agradeció que los criados no la hubieran vaciado todavía.

Se metió en la tina. Los dientes le castañeteaban y un fuerte temblor sacudía sus miembros casi en espasmos. El agua estaba tibia: debajo del baño había un hipocausto, una cámara hueca por la que corría el aire caliente que provenía de un gran horno de leña adosado a la mansión.

Poco a poco, su cuerpo entró en calor. Pero sabía que el frío que se había incrustado en su ánimo no saldría tan fácilmente.

El sueño, la visión o la estancia en aquel extraño paraje le habían hecho comprender algo que ya sospechaba: ser consciente, existir, era algo terrible. El mundo, el universo, la propia realidad eran lugares hostiles, construidos a una escala inhumana que empequeñecía a los mortales como motas de polvo.

Se abrazó las rodillas, tentado de meter la cabeza en el agua. ¿Por qué no quedarse en Zirna, acurrucarse bajo el techo de su casa y olvidar que existía el mundo exterior mientras esperaba a que llegara el fin? El impulso de esconderse era cada vez más intenso.

Pero no podía hacerlo. No por sentido del deber, o de la gloria, o por afán de pasar a los libros de historia de Tramórea, si es que quedaba alguna historia que escribir.

Lo que le empujaba a seguir adelante era algo distinto.

Zemal.

Necesitaba la Espada de Fuego. Si no la recuperaba pronto, no tardaría en consumirse física y mentalmente, como una hoguera alimentada con aceite de piedra que arde con un fogonazo explosivo y se apaga.

Tal vez empuñando a Zemal conseguiría entrar en calor, sacudirse el frío que se había aposentado en la médula de sus huesos. Aunque Tarimán no le había asegurado que la recuperaría, Derguín quería creer que su comentario así lo sugería: «Contra el poder de los dioses la Espada de Fuego no es suficiente. Zemal necesita una compañera».

Lo cual le recordaba otro motivo para salir de la bañera, de su casa, de Zirna y enfrentarse con los peligros que lo aguardaban.

Ariel.

Derguín no alcanzaba a comprender en qué pensaba la niña cuando le robó el arma. Pero empezaba a sospechar que tenía que ver con El Mazo. ¿Qué motivo podría haber movido a Ziyam a cargar con él desde Malabashi? El único que se le ocurría era chantajear a Ariel.

No era descabellado. La niña había llorado mucho por El Mazo. Había cierta lógica en que se sintiera responsable de su supuesta muerte: seguramente pensaba que, de no haberse descubierto su verdadero sexo en el harén de Atagaira, El Mazo seguiría vivo. Derguín le había intentado explicar cien veces que la culpa no era suya, que todo formaba parte de una conspiración de Ziyam para matar a la reina y que el escándalo del serrallo tan sólo le había brindado una ocasión pintiparada para actuar. Pero aunque Ariel asentía como si se dejara convencer, seguía atormentándose, y cuando se dormía sollozaba repitiendo en sueños el nombre del Mazo.

Derguín quería creer que ésa era la causa del robo. Conocía a más de una persona que aseguraba con tono ampuloso que sabía juzgar a la primera a la gente y que nunca se equivocaba con nadie. Él, por su parte, no tenía los años ni la experiencia para creerse tan excelente observador de la conducta humana, y sabía que no resultaba tan difícil engañarle. Pero estaba casi seguro de que no erraba con Ariel. No podía haber criatura con menos doblez que ella. Cuando se le escapaba alguna mentirijilla, como era natural en una cría de doce años, siempre se delataba tapándose la boca, mirando a otro lado, restregando la punta de un pie contra el suelo o mostrando todos estos gestos a la vez.

A ratos, a Derguín le asaltaban deseos de encontrar a Ariel para tumbarla encima de sus rodillas y azotarla hasta que se le hinchara la mano. Pero lo que sentía la mayor parte del tiempo era añoranza por ella. Aquella niña se había convertido en su pequeña familia. En cierto modo, era como una hija para él.

Zemal y Ariel. Sus dos posesiones más valiosas, o más bien sus responsabilidades más importantes, andaban perdidas por el mundo.

Al menos, gracias a que, por alguna razón que no comprendía, cuando Ariel desenvainaba a Zemal, Derguín veía por los ojos de la espada, podía seguirles la pista. ¿Qué pasaría si las encontraba? Entrando en aceleración y con su dominio del Tahedo, amén de la ayuda del Mazo, se sentía capaz de enfrentarse a todas las guerreras que acompañaban a Ziyam. Sin embargo, Ulma Tor era un asunto bien distinto. Y, para colmo, tendría que luchar contra él armado tan sólo con la hoja de acero de Brauna.

Impensable. Imposible.

Sin embargo, tenía que hacerlo. No le quedaba otro curso de acción. Si Derguín podía desempeñar algún papel en la salvación de Tramórea, sólo sería armado con la Espada de Fuego. Y si no lo desempeñaba por miedo a perder la vida, de todos modos moriría en la próxima conjunción de las lunas. Junto con el resto de la humanidad, pero eso era un mísero consuelo, por no decir un agravante de su temor.

Todas las perspectivas eran aterradoras. Derguín se estaba acostumbrando a vivir asustado, con un miedo perenne que encogía sus vísceras y que a veces hacía que todo a su alrededor se volviera negro como la pez.

Para colmo, acababa de recibir esa terrible visión de las Moiras, y de pronto ni siquiera el dios loco Tubilok le parecía la peor amenaza de todas. ¿Cuántos bandos entraban en la liza? Aparte de Tubilok había que contar con los demás dioses, Tarimán jugando por libre y moviendo sus propias piezas —y casualmente Derguín era una de ellas—, Togul Barok con la lanza de poder, Tríane, Ulma Tor, los Tíndalos, fueran quienes fuesen…, e incluso los Kalagorinôr.

¿Qué papel vas a representar en todo esto, Mikha?, se preguntó. ¿Le ayudaría o se convertiría en otro enemigo? En tal caso, se temía que podía ser el peor de todos.

En otras ocasiones de su vida había estado desesperado. Ahora se sentía más allá de la desesperación.

Debió quedarse dormido en la bañera. Cuando abrió los ojos, por la puerta entornada entraba una claridad entre dorada y rojiza. Derguín se miró las manos, que parecían uvas secadas al sol después de tantas horas en el agua. Al menos, gracias al calor constante del hipocausto se había sacado parte del frío del cuerpo.

No todo. Los dedos de su mano derecha estaban helados, insensibles. Apenas podía moverlos, y hasta que no se mordió y se clavó los dientes con saña no consiguió que reaccionaran y se agitaran.

—Pronto la recuperaréis —les prometió en voz alta, con toda seriedad—. Pronto acariciaréis su empuñadura y sentiréis su calor. Pero tened paciencia y no me falléis. Os necesitaré. ¿Entendido?

Se levantó escurriendo agua, y pensó que si alguien lo veía creería que estaba loco. Por suerte, en el baño siempre había toallas; no le apetecía pasear desnudo por la casa para que su madre o su hermano dudaran más aún de su cordura.

Saludó a un par de criadas que frotaban las baldosas con cepillos de cerdas, y que lo miraron sorprendidas por que el joven amo hubiera madrugado tanto. En la alcoba tenía ropa limpia que su madre le había preparado la víspera, pues seguía guardando algunas prendas suyas.

Desechó las túnicas de lino y se puso una de lana, más cálida y resistente, aunque no tuviera un tacto tan suave. Cuando cerró los broches de cobre de los hombros, se dio cuenta de que había adelgazado tanto que la prenda le colgaba recta, sin toparse con nada de carne por debajo de los pectorales. Luego, al ponerse las calzas, comprobó que empezaban a resbalar, se atrancaban un rato en las caderas y por fin acababan escurriéndose hasta los tobillos.

Se las volvió a subir, tiró de los cordeles que iban por dentro de la cinturilla y los anudó con fuerza. Ahora las calzas le quedaban tan anchas que formaban una bolsa no muy elegante en la entrepierna, pero la caída de la túnica solventaba ese problema.

No me extraña que mi madre se alarme, pensó. Desde que tenía a Zemal había empezado a enflaquecer, consumido poco a poco por su extraño poder; pero el robo de la espada había acelerado el adelgazamiento. Por suerte, se sentía tan fuerte como siempre. O quizá más: era como si ese proceso de consunción en lugar de quitarle músculos los apretase en manojos cada vez más densos y fibrosos. Lo último que le hacía falta era desfallecer de debilidad.

Cuando salió de la alcoba, ya vestido, y se disponía a despertar al Mazo, se encontró con su madre. Le estaba esperando al otro lado de la puerta con un gesto tenso y grave que le sorprendió. Parecía más la carga de alguna preocupación que la atormentaba que pena por tener que despedirse de su hijo.

—Quiero hablar contigo —le dijo.

Por favor, que nadie de la familia esté enfermo, y que Kurastas no haya sobornado a ningún funcionario, rogó a quien pudiera escucharlo. Si le caía encima alguna otra responsabilidad, iba a terminar de volverse loco.

—Pasa, por favor, madre.

Entraron en el dormitorio. Derguín había hecho la cama, un hábito adquirido en la academia de Uhdanfiún. Pero su madre era una perfeccionista y no se quedó satisfecha hasta entremeter la manta debajo del almohadón de modo que no quedara ni una arruga. Después se sentó en un lado del lecho y dio dos palmaditas en el colchón para que Derguín hiciera lo propio.

—No sé cómo contarte esto, hijo mío.

—Tú misma me lo decías de niño. Empieza por el principio y acaba por el final —dijo Derguín, tratando de sonreír, aunque la aprensión le estaba disparando el pulso.

—Anteanoche recibí un sueño.

¿Tú también? Las palabras no pasaron del cerco de sus dientes. Lo que él había vivido aquella noche era sólo para él, o al menos no era para personas normales como su madre.

—¿De cuerno o de marfil? —preguntó Derguín, usando una fórmula que era casi ritual.

—Un sueño veraz, sin lugar a dudas, hijo. Pues ya conocía al dios que se presentó ante mi lecho.

Derguín tragó saliva. Su madre dejó de mirarle un instante a la cara y clavó los ojos en su garganta. Él le leyó el pensamiento: Está tan flaco que parece que se le va a salir la nuez.

—¿Quién era ese dios?

—Tarimán.

Derguín resopló. Sólo entonces se percató de que había estado conteniendo la respiración todo el rato. Pese a que no confiaba del todo en él, oír el nombre del dios herrero lo reconfortó. Peor habría sido recibir una visión de Anfiún el matón o la siniestra Shirta.

Se dio cuenta de que estaba pensando en términos muy poco respetuosos para con los dioses. Una consecuencia de haberlos visto en la intimidad del Bardaliut, plegándose como un rebaño de ovejas a las órdenes de Tubilok.

—¿Qué te reveló Tarimán?

—Me dijo: «Tu hijo Derguín el Zemalnit te visitará mañana, acompañado por un gigante de las tierras del oeste». Por eso no me sorprendió verte ayer, y por eso te digo que el sueño es veraz.

Y eso que me prohibió pasar por Zirna, pensó Derguín. ¿Le habría contado también que le habían robado la Espada de Fuego? Quizá no, a juzgar por el título de «Zemalnit».

—¿Y qué más te dijo?

Mirika le agarró ambas manos y las apretó entre las suyas. Las tenía calientes, detalle que agradeció Derguín, sobre todo por los dedos de su diestra.

—Me dijo: «Cuéntale a tu hijo la verdad sobre tu nacimiento».

—Madre, yo…

—Pensé que jamás te hablaría de ello, pero la voluntad de los dioses debe obedecerse. Ya no sabría decirte de quién eres hijo ni qué sangre corre por tus venas.

—Madre, eso ya lo sé. Mi padre lo dejó escrito en una carta.

Ella se apartó un poco y levantó ambas cejas.

—¿Cómo? ¡Él nunca lo supo!

Derguín empezó a pensar que allí había un malentendido, y prefirió esperar a que su madre prosiguiera.

—Si te refieres a que era hermano gemelo de Mihir Barok, ¿crees que no me lo contó? No había secretos entre nosotros, hijo. —Mirika titubeó un instante, desvió la mirada y añadió—: Excepto ése.

—No sé si quiero saberlo. —Aquel pensamiento se le escapó en voz alta. ¿Qué nueva y siniestra revelación sobre su persona iba a conocer? Pero su madre no le oyó, o hizo como si no le hubiera oído.

—Ocurrió la misma noche en que te concebimos…

Mirika giró el cuerpo hacia la pared, apartando los ojos de Derguín, y se explayó.

Habían hecho el amor, placer que en aquel tiempo cada vez se volvía más esporádico. Era una tarde lluviosa, el agua repiqueteaba en el tejado y caía en el impluvio del patio, pero al mismo tiempo el sol salía a ratos y lo bañaba todo en una luz dorada. Cuando Cuiberguín y Mirika se asomaron por la ventana que daba al oeste, sobre la muralla, contemplaron un arco iris espléndido, un semicírculo perfecto que se curvaba de horizonte a horizonte. En ese momento, Río Hirviente brotó del suelo, fiel a su costumbre, y sus penachos de espuma se tornasolaron a más de cien metros de altura bajo los rayos del sol. Como en una metáfora viva, aquello hizo que a ambos les hirviera la sangre, y…

Al rememorar los detalles, Mirika parecía haberse olvidado de la presencia de Derguín. Fue éste quien enrojeció ahora; pero no pudo dejar de pensar que los prolegómenos de su concepción habían sido tan románticos como las novelas Ritionas que tanto le gustaban a Orbaida, la camarera de la taberna de Gavilán.

Por suerte, su madre debió darse cuenta de que hablaba con su hijo y no con una amiga o criada confidente, de modo que se ahorró ulteriores detalles y pasó directamente al momento en que ambos se habían quedado dormidos en el lecho conyugal que tan pocas veces compartían.

Ya había oscurecido y Taniar reinaba solitaria en el cielo cuando un hombre muy ancho y musculoso, con una pierna tullida y una espesa barba roja, apareció a los pies de su cama. La cabeza le rozaba las vigas de roble que sujetaban el techo y su cuerpo se veía iluminado por dentro como una lámpara de ópalo.

—Te traigo buenas nuevas, mujer —dijo—. Pues has concebido un varón que ha de cumplir altos destinos. Pero si en la siguiente menstruación no quieres expulsar al feto, levántate presta ahora mismo, acude a mi templo con pies ligeros y preséntate ante mi sacerdote. Sólo él con sus rituales y la magia en la que le he adiestrado puede lograr que ese hijo que acabas de engendrar arraigue en tus entrañas y nazca sano cuando se cumpla su debido plazo.

—Así lo haré, mi señor Tarimán —musitó ella, incapaz de levantarse de la cama, como si un tetradonte de Valiblauka se hubiera posado sobre su pecho.

—Pero no debes revelarle a nadie nada de lo que te he dicho. Mantenlo en secreto o causarás graves perjuicios a tu hijo y arruinarás el destino para el que ha sido engendrado.

—¿Ni siquiera he de decírselo a mi esposo, mi señor Tarimán?

—A nadie, Mirika. Que el secreto yazga sólo contigo.

Aquel mensaje, expresado en términos tan propios de los viejos poemas épicos, se le grabó a Mirika como si lo hubieran cincelado en planchas de bronce. Pasados más de veinte años, todavía lo recordaba palabra por palabra.

Tras su exhortación, Tarimán se convirtió en una nube de luciérnagas doradas que se fundieron en el aire. Cuando el último destello se hubo desvanecido, Mirika sintió cómo desaparecía el torpor que le había impedido moverse. Se levantó a oscuras, mientras su marido dormía. En el baño hizo unas abluciones para no entrar en el templo contaminada por la polución del coito. Después despertó a dos criadas que la ayudaron a vestirse, avisó al mozo que solía acompañarlas al mercado, y los cuatro salieron de casa en plena noche.

Para llegar al templo de Tarimán tenían que atravesar la muralla por la puerta oeste, la que llamaban «de Áinar». Los grandes batientes estaban cerrados, pero el postigo pequeño seguía abierto, ya que corrían tiempos de paz. El guardia puesto de plantón en la puerta se había quedado dormido apoyado en la pared y abrazado a su lanza. Mirika lo interpretó como una ayuda de Tarimán, y salió de la ciudad sin decir nada.

El templo se hallaba en las afueras, construido sobre una plataforma en las ramas de la Vieja Dama, a cien metros de altura. Se subía por una escalera tallada en su interior, pues el tronco estaba medio podrido; aun así, el árbol aguantaba de pie desde tiempo inmemorial. La reja de bronce de la puerta se candaba de noche, pero ahora el cerrojo se encontraba abierto. Mirika, cuyo valor había flaqueado durante la caminata a oscuras por el bosque, cobró ánimos de nuevo diciéndose que el dios velaba por ella.

—Esperadme aquí —ordenó a las criadas y al mozo—. Y si valoráis en algo vuestro pellejo, no le diréis nada de esto a nadie. Son asuntos de los dioses y entre ellos y yo deben quedar.

Aunque confiar en la discreción de los criados no siempre es conveniente, aquéllos supieron guardar el secreto. Quizá porque Mirika sabía ser un ama muy severa cuando correspondía, o por una nueva intervención del dios herrero. Alumbrada por una lámpara de luznago, la esposa de Cuiberguín emprendió la larga ascensión de las escaleras que conducían al santuario.

Después, los recuerdos se volvían borrosos, como si de nuevo se hallara dentro de un sueño. Y de hecho, Mirika habría pensado que se trataba de eso, de un sueño, de no ser porque antes del primer albor se encontraba de nuevo al pie de la anciana faconia despertando a sus sirvientes para volver a casa, y no bajo las cálidas mantas de su lecho.

Recordaba vagamente haber llegado a la plataforma del templo, y haber hablado con un sacerdote calvo y de miembros tan nudosos como las ramas del árbol donde vivía. Después todo era aún más extraño. Las imágenes se fundían como cera derretida, los sonidos eran lentos y pesados. Estaba tendida, tal vez en el suelo, y alguien hurgaba dentro de su cuerpo. Conocía la sensación, pues le había ocurrido al parir a Kurastas. Por aquel entonces era estrecha de caderas (incluso ahora seguía siéndolo por debajo de las alforjas de carne que la edad y los dulces habían colgado de su cintura). El hermano de Derguín había pesado casi seis kilos al nacer, y para colmo buena parte de ellos se concentraban en la cabeza, por lo que las comadronas habían tenido que recurrir a unos fórceps.

Lo que le había ocurrido en el templo de Tarimán no llegó a ser tan doloroso, pero por alguna razón, adormilada o tal vez drogada, había revivido las sensaciones del parto. Por eso estaba convencida de que alguien había removido sus entrañas.

—Me hurgó muy adentro, Derguín. No sé si me entiendes.

Él asintió, aunque en realidad no podía ni quería saber a qué se refería su madre. Aquel relato le violentaba mucho, mas por otra parte quería seguir adelante hasta saber toda la verdad.

—Algo hizo el dios en mi interior. Algo transformó en ti, Derguín.