Fue en su segunda noche en Corocín cuando Togul Barok y sus hombres sufrieron el ataque de la diosa. El emperador se había alejado del campamento para sentarse a la orilla del Trekos. Con la espalda apoyada en el tronco de un sauce, rumiaba sus planes, los inmediatos y los venideros.
Pocos días antes una lluvia de fuego celeste había aniquilado a su ejército. De treinta mil soldados sólo habían sobrevivido ciento veinte miembros de la Compañía Noche y cien más de otras unidades. A estos últimos, Togul Barok los había despachado de regreso a Áinar. No poseían el espíritu de cuerpo de los Noctívagos. Sobre todo, no habían superado la prueba del Espíritu del Hierro ni conocían el secreto de Urtahitéi, la tercera aceleración. Si había de luchar contra los propios dioses, prefería menos soldados, pero de cualidades sobrehumanas.
Aunque los Noctívagos también adolecían de sus debilidades. La noche era oscura, tal como lo habían sido todas desde que las lunas se apagaron, pero los ojos de Togul Barok penetraban entre las sombras. Por eso vio a dos soldados que se alejaban a hurtadillas del claro donde habían instalado el vivac y se internaban en la espesura.
Maricas, pensó. Aún tenía que decidir si una conducta así entre los Noctívagos debía penarse o no. Las leyes de Áinar castigaban a los sodomitas con veinte latigazos la primera vez que delinquían, y con ejecución infamante si reincidían.
Por otra parte, en el pasado los Ainari habían sido más tolerantes con tales conductas. Según el Táctico de Bolyenos, en tiempos de Trimak Iyar, hijo del gran Minos, se formó la Compañía Rimom, compuesta por parejas de homosexuales. Sus miembros luchaban con mayor denuedo que los soldados de otras unidades, deseosos de impresionar a sus amantes y al mismo tiempo protegerlos de los enemigos.
De momento, Togul Barok decidió hacer la vista gorda. Si esa conducta se repetía o se tornaba demasiado notoria, ya tomaría medidas. Lo que no podía permitir era que la moral del grupo se deteriorase. Necesitaba a sus Noctívagos. Así se lo había dicho Linar, aquel misterioso personaje que se hacía pasar por heraldo.
Ése es todo el ejército que necesitarás.
Linar era un hombre notable, que se atrevía a mirar a la cara a todo un emperador para contradecirle e incluso darle instrucciones. Siguiéndolas, Togul Barok se había puesto en marcha hacia Corocín, la primera etapa de su viaje.
Habían llegado allí en tres jornadas extenuantes, caminando de sol a sol para cubrir más de setenta kilómetros diarios a pie. El emperador se sentía orgulloso de sus Noctívagos: ni uno solo de los ciento veinte se había quedado rezagado.
Cuando acudieron a auxiliar a los asediados en Mígranz, Togul Barok no había podido ver el bosque de Corocín, ya que la ruta que seguían pasaba a más de cuarenta kilómetros de sus lindes. Pero la víspera, al llegar a él desde el norte, se le había ofrecido de golpe ante los ojos. Al sur de la desaparecida Mígranz se extendía una meseta más alta que el bosque; por ella, tras nacer entre las montañas de Misia, corría el río Trekos, que antes de entrar en Corocín salvaba un desnivel de cuatrocientos metros precipitándose por varias cascadas y zonas de rápidos. Fue en la primera de esas cataratas, el Salto de las Brumas, donde al superar una cresta inclinada a modo de mirador natural se encontraron ante el bosque. Un océano verde que se extendía de horizonte a horizonte.
—Asusta meterse ahí abajo —había resumido Capitán, el oficial al mando de la compañía.
—Pues tendremos que hacerlo —respondió el emperador.
Cuando era más joven, había tomado lecciones de geografía con el célebre Tarondas, un anciano pedante y pagado de sí mismo. Memorizar nombres le aburría, pero cuando Tarondas lo dejaba a solas se quedaba horas fascinado contemplando la maqueta de Tramórea. Allí, Corocín consistía en una espesura de palillos de madera de balsa rematados por algodones pintados de verde.
Estudiando la maqueta, saltaba a la vista que Corocín suponía una barrera para la expansión de Áinar. Lo mismo ocurría con Guinos, pero éste no tenía remedio: no merecía la pena colonizar una extensión seca y baldía donde sólo encontrarían cactus, espinos y lagartos. En cambio, ¡qué desperdicio era aquel bosque impenetrable! Si lo talaba y roturaba, o incluso si lo incendiaba, aumentaría la superficie de su futuro reino en un tercio.
Eso pensaba entonces. Ahora, años después, al encontrarse con el bosque real bajo sus pies había recordado aquellos planes de juventud. Pero una cosa era examinar Corocín en un mapa o una maqueta y otra bien distinta contemplarlo en toda su imponente realidad. Tan vasto, tan hostil.
Por un momento, había tenido la sensación de que el bosque le devolvía la mirada, de que era todo él una única e inmensa criatura cuya respiración se manifestaba aquí y allá como bancos de niebla. Y esa criatura lo estaba desafiando. «Destrúyeme si puedes. Inténtalo».
—Algún día lo haré —había respondido en voz alta.
—¿Qué harás, mi señor? —le preguntó Capitán.
—Ya lo sabrás en su debido momento.
Tal vez acabar con el bosque entero supondría un desafío superior a sus fuerzas. Pero existían otras posibilidades. Cuando regresara a Áinar, dividiría el bosque en dos talando una enorme franja de terreno de oeste a este por la que correría una calzada tan ancha como la Ruta de la Seda. Sin duda, los Bazu la sufragarían a cambio de una contrata de explotación. Después, a lo largo de esa vía fundaría ciudades amuralladas que servirían como núcleo para colonizar poco a poco el resto del bosque.
Además, la calzada serviría para que sus batallones viajaran al este sin impedimentos. Ahora que en Mígranz ya no había ningún ejército, era el momento de apoderarse de las tierras de Málart.
Todo el mundo creía que la intención de Togul Barok era conquistar Ritión. Esa fruta caería a su debido tiempo. Su plan era más ambicioso: vencer a la naturaleza. Colonizaría Corocín, convertiría las tierras atrasadas que se extendían hasta el mar de Kéraunos y las estepas de los Trisios en una región próspera. La posteridad recordaría a Togul Barok, emperador de Áinar, como constructor y civilizador. Por supuesto, durante el proceso habría grandes batallas, y no faltaría ocasión para la gloria y los cantares épicos.
Algunas de esas batallas no se librarían contra enemigos humanos. El peligro peor del bosque de Corocín eran los coruecos. Aquellas enormes bestias antropomorfas de huesos duros como el bronce habían infestado las tierras de Áinar durante los tiempos posteriores a la gran oscuridad. Fue el fundador de la nación, el rey Áinar, quien los expulsó hacia el norte hacía más de ochocientos años. Pero muchos de ellos se refugiaron en la floresta que entonces era conocida como Bosque Negro y que la gente empezó a llamar Corocín precisamente por los coruecos.
Ahora, al oír los gritos de sus soldados pensó, precisamente, que estaban siendo atacados por coruecos.
Se había apartado de ellos por estar solo, pero también para dejarlos un rato a su aire. Lo miembros de la Compañía Noche eran camaradas y disfrutaban de estar juntos. Pese a su bravura y agresividad innatas, apenas estallaban peleas entre ellos —la restricción del vino y la prohibición total de los dados y otros juegos contribuían, sin duda, a evitar que los ánimos se soliviantaran—. Habían renunciado a todo, incluso a sus familias, para demostrar que sus únicos hermanos eran los demás Noctívagos. Ahora no respondían a nombre ni apellido, eran simplemente Capitán, Atalaya, Roquedal, Corneta, Silencio, Colibrí, Pecas, Cirujano o Negro.
Por su parte, Togul Barok prefería no tener más compañía que la imprescindible. Siempre había sido solitario como un dientes de sable o un terón, los animales a los que más admiraba. Sobre todo al terón, que volaba por encima de las nubes y contemplaba los asuntos humanos desde la distancia. Por ese motivo lo había elegido como emblema personal desde que era un joven príncipe.
¿Cómo no sentirse solo cuando se es tan diferente? Desde niño percibía la inquietud que provocaban en los demás sus ojos de doble pupila. Entre sus escasos compañeros de juego, miembros de la nobleza más selecta de Koras, hubo algunos que se burlaron de él. Todavía recordaba a Kormatos, hijo de un general que había ayudado a su padre a conquistar el trono. Un niño arrogante y cruel, incluso más cruel de lo que suelen serlo los niños. Kormatos tenía nueve años y estaba rodeado de un círculo de matones de su edad. Togul Barok acababa de cumplir los seis.
Fue una de las primeras veces en que recordaba haberse dejado llevar por su gemelo colérico. Kormatos y sus amigos llevaban toda la mañana llamándolo Cuatrojos; un remoquete que ahora le habría provocado como mucho una sonrisa desdeñosa, pero que para un niño suponía una ofensa gravísima. Togul Barok le cedió el control al homúnculo enterrado bajo su cráneo, y de pronto lo vio todo rojo. Lo siguiente que recordaba era estar sentado en el pecho de Kormatos, con una piedra en la mano y golpeándolo con saña en la boca, mientras sus compañeros trataban de separarlos. Para desgracia de Kormatos, los cuatro dientes que le rompió Togul Barok eran definitivos, no de leche.
Desde entonces nadie había vuelto a meterse con él, y todos lo miraban con más temor que respeto. En condiciones normales, su carácter era silencioso y retraído; en cambio, cuando su gemelo colérico tomaba las riendas, empezaba siendo efusivo y cordial, pero terminaba siendo peligroso. Ambas personalidades habían contribuido a aislarlo de los demás. Por no hablar de las enseñanzas que le había inculcado su preceptor Tarondas, para quien las muestras de afecto, el ingenio frívolo o, simplemente, el buen humor eran características más de animales que de humanos.
—Un hombre que se ríe a carcajadas rebaja su inteligencia y su moral al nivel de un corueco.
¡Coruecos! Togul Barok se había adormilado, saltando de un pensamiento a otro. Ahora, al captar ruidos de pelea, se espabiló al instante, se puso en pie y corrió hacia el campamento.
Su mente discurrió a toda velocidad. Sólo se oían las voces de sus hombres. Si los atacantes fueran coruecos, también deberían escucharse sus rugidos.
Al entrar en el claro, comprobó que sus soldados ya habían entrado en aceleración. Pero el enemigo contra el que luchaban se movía incluso más rápido que ellos. Para distinguir lo que pasaba, Togul Barok subvocalizó los números de Urtahitéi. Todo pareció volver a su velocidad normal; una sensación engañosa, compartida con el resto de su unidad.
Al parecer, lo que había provocado la alarma entre sus hombres era el ataque de un solo guerrero.
Se corrigió al momento. Un guerrero no: una guerrera. Era más alta que cualquiera de sus soldados, tanto como él o más, pero se movía con la coordinación y agilidad de una bailarina, daba saltos prodigiosos sobre las cabezas de los Noctívagos y sus golpes eran devastadores.
Antes de entrar en acción, el emperador decidió estudiar la situación unos segundos. La mujer vestía una especie de armadura roja tan ceñida como una segunda piel. Habría pensado que se trataba de un vestido de no ser porque su superficie reflejaba las llamas de las hogueras con destellos metálicos. Al fijarse en ella con más atención, Togul Barok se dio cuenta de que aquel blindaje no detenía las flechas, las lanzas o las espadas, sino que las repelía, como si estuviera rodeada por una fuerza invisible que hacía resbalar el acero antes del contacto.
La única parte de su cuerpo al descubierto era el rostro, tan oscuro como la noche y contraído en una sonrisa salvaje. El arma que blandía parecía una mezcla de lanza y espada: en el centro tenía un astil de madera y a los lados sendas hojas de doble filo. La mujer manejaba el arma a veces con las dos manos y a veces con una sola, a tal velocidad que los aceros laterales dejaban estelas de luz en el aire.
Mientras Togul Barok estudiaba sus movimientos, la guerrera detuvo la acometida de un soldado por la izquierda, trazó un molinete que lo despojó de la espada y, casi en el mismo movimiento y sin mirar, lanzó a su derecha una estocada que se clavó en la garganta de otro Noctívago.
Adiós, Pecas.
Al principio la mujer peleaba a una velocidad equiparable a la de los Noctívagos, lo que hizo pensar a Togul Barok que conocía la fórmula de la tercera aceleración. Pero después reduplicó su rapidez; de no ser porque él mismo se hallaba en Urtahitéi, ni siquiera habría distinguido sus movimientos.
¿Cómo era posible que alguien se moviese más deprisa que en Urtahitéi?
Si seguir sus maniobras con la vista era difícil, a sus hombres les estaba resultando imposible defenderse de sus fintas y ataques o herirla. Cuando un soldado intentaba atacarla por detrás, ella saltaba en el aire como si tuviera ojos en la nuca, daba una voltereta inverosímil quebrantando todas las leyes lógicas del movimiento y aparecía a la espalda de su enemigo para clavarle una estocada o decapitarlo de un tajo. No se limitaba a usar aquella peculiar lanza-espada: también sus pies eran armas devastadoras. Con su estatura y su elasticidad, era capaz de patear la cabeza de un adversario al mismo tiempo que sus hojas de acero segaban las piernas de otro a la altura de las rodillas.
—¡Ánimo, Noctívagos! ¡Es sólo una mujer! —gritaba Capitán.
¿Sólo una mujer? Togul Barok habría apostado la mitad de su reino a que se estaban enfrentando a una diosa. Aquella furia vestida de rojo había derribado a más de diez hombres en menos de un minuto. Algunos de ellos se removían en el suelo, aturdidos, pero otros se habían quedado tan quietos como sólo saben estarlo los muertos.
Déjame a mí, hermano, susurró su gemelo. Los dioses te han quitado un ejército entero y ahora quieren arrebatarte a tus Noctívagos.
No creo que sea eso lo que pretende esa mujer, respondió Togul Barok. Y no sueñes con que te deje participar.
En sus movimientos aparentemente caóticos, la mujer se había ido aproximando a Atalaya, el portaestandarte. Éste trató de defenderse tirándole un lanzazo a la cara, el único punto desprotegido. La guerrera hurtó el cuerpo a un lado girándose sobre sí misma, y aprovechó la misma maniobra para lanzar un ataque apoyado por el impulso de sus caderas.
Las hojas de acero centellearon con un remolino cegador. La cabeza del portaestandarte voló por los aires. Su cuerpo aguantó de pie unos segundos, o esa impresión le dio a Togul Barok en su aceleración. Luego, Atalaya se desplomó como un árbol talado, mientras la guerrera le arrebataba la lanza tirando de ella con la mano izquierda.
Lo que busca es el arma que le quité al Sabio Cantor, pensó Togul Barok.
Una decena de Noctívagos se abalanzaron sobre la guerrera desde todas las direcciones. Ella dio un salto en vertical, burló la acometida de sus espadas y se quedó suspendida en el aire a la altura de las copas de los árboles que rodeaban el claro. Algunos optimistas le dispararon flechas; pero, cuando parecía que iban a herirla, los proyectiles se desviaban de su trayectoria sin tan siquiera rozarla.
Mientras flotaba sobre sus cabezas con las rodillas encogidas, la guerrera examinó el arma que le había quitado a Atalaya. Era una lanza con una moharra muy larga y sin contera, pintada de negro para que se pareciera a la que Togul Barok llevaba enganchada al arnés de su espalda. Un señuelo que, por lo demás, no poseía ninguna virtud especial.
Al darse cuenta de la impostura, la mujer la partió entre los dedos con un gesto de rabia y frustración.
—¿Buscas esto? —preguntó Togul Barok, entrando en la zona alumbrada por las hogueras.
Entre los gritos de los soldados, la guerrera distinguió la grave voz de Togul Barok y volvió la mirada hacia él. Estiró las piernas y aferró su arma con ambas manos, disponiéndose a atacarlo.
Togul Barok no esperó más. Apuntando a la mujer con la lanza, ordenó:
—Katábalye!
De momento, aunque supusiera un riesgo, no pretendía matarla, sino derribarla. Necesitaba averiguar quién era.
La guerrera ya volaba hacia él, pasando sobre las cabezas de los Noctívagos como una gran ave de presa. Un rayo azulado brotó de la punta de la lanza de Togul Barok. Éste temió por un instante que la armadura roja repeliera el ataque, pero no fue así. Cuando el rayo alcanzó a la mujer, el blindaje que la recubría se iluminó y chisporroteó entre aparatosos chasquidos.
La guerrera cayó desde más de seis metros de altura. Ya en el suelo, empezó a agitar manos y piernas con violentas convulsiones, mientras su armadura seguía despidiendo chispas. Un picante olor a tormenta impregnó el aire.
—¡Apartaos! —ordenó Togul Barok al ver que sus hombres hacían ademán de rodearla para clavarle sus armas—. ¡Es mía!
Pese a los temblores que la sacudían, la mujer se puso en pie. Sus labios se movieron. Aunque Togul Barok no pudo escuchar lo que decía, debía tratarse de algún tipo de ensalmo relacionado con su armadura. Ésta se descompuso en varias piezas, resbaló sobre su cuerpo y cayó al suelo, donde siguió escupiendo chispas azuladas unos segundos más.
La mujer dio dos pasos para apartarse de los restos de su blindaje. Estaba completamente desnuda. Su cuerpo negro y lampiño tenía las proporciones de una escultura estilizada, y su cabello relucía como plata a la luz del fuego.
Se hizo un silencio sobrecogido. Togul Barok se dio cuenta de que se había quedado mirando a los pechos y el pubis de su atacante en lugar de vigilar sus gestos. Volvió a apuntar hacia ella con la lanza y le dijo:
—Sal de la Tahitéi. Ahora mismo.
Ella sonrió y levantó ambas manos en el aire, como para demostrar que se encontraba inerme. El gesto alzaba sus pechos, algo más opulentos de lo que correspondía a las proporciones de brazos y piernas. El efecto era turbador, incluso para alguien tan dueño de sí mismo como Togul Barok.
De pronto, volvió a levantarse en el aire, giró sobre sí misma y se alejó volando como una centella hacia el otro extremo del claro. Togul Barok ordenó a la lanza que la derribara de nuevo, pero el rayo sólo consiguió tronchar unas ramas de roble. La mujer había desaparecido entre las sombras.
Como si estuvieran vivas, las placas de su panoplia se habían juntado por sí solas, formando una bola de dos palmos de diámetro erizada de pinchos. Los soldados se apartaron de ella, temerosos. Togul Barok no los culpó. Cuando se acercó a examinarla, no las tenía todas consigo.
Todos se habían desacelerado ya. Algunos jadeaban y se acuclillaban para recuperar fuerzas tras la pelea y la Tahitéi, mientras que los que se encontraban en mejor forma acudían a socorrer a los camaradas heridos.
Capitán se acercó al emperador, se agachó y estiró una mano tentativa para tocar aquella especie de erizo rojo en que se había convertido la armadura.
—Está muy fría, señor —informó a Togul Barok—. Como si la hubiesen metido en un barril de hielo.
—Sorprendente —repuso el emperador—. Déjala donde está. Sospecho que su dueña acabará volviendo por ella. A no ser que no le importe pasear desnuda por el bosque.
La mujer también había perdido la extraña espada doble, que yacía en el suelo a un par de metros de la armadura. Togul Barok la recogió. El mango central, de dos palmos de longitud, no era de madera ni ningún otro material que le resultase familiar, pero tenía un tacto agradable y no resbalaba. Las hojas, tan afiladas que habrían podido partir un cabello en dos, estaban impolutas. Aunque habían chocado contra las cotas de malla de sus soldados, no presentaban ni una mella. Y después de haber cortado varias cabezas, manos y piernas, no se veía en ellas ni una mancha de sangre.
Sin duda, era un arma digna de los dioses. Togul Barok se felicitó: en su primera batalla contra ellos, había sobrevivido, y además había cobrado botín.
Cuando se hubo alejado lo suficiente, Taniar se posó en la orilla del río. En otras circunstancias se habría conformado con perderse en la oscuridad y acechar a sus enemigos desde cien pasos de distancia. Pero el hombre que la había atacado con el otro fragmento de la lanza de Prentadurt no era normal.
Revisó la grabación de lo ocurrido y amplió la imagen captada por sus retinas artificiales.
Había acertado en su primera impresión: aquel tipo poseía pupilas dobles. Eso significaba que era un dios. Pero ¿cuál? Taniar conocía a todas las divinidades vivas del Bardaliut, y consultando los implantes de memoria podía examinar también los retratos de los Yúgaroi ya muertos. Su agresor no era ninguno de ellos.
Tenía que ser el guerrero al que había venido a buscar, el que enarbolaba la lanza durante la lluvia de fuego. Al irrumpir en el campamento de los soldados, Taniar había pensado que era el más alto de todos ellos y se había abierto paso a golpes hasta él. Pero cuando lo decapitó y le quitó el arma, comprendió que se trataba de una trampa. Un momento después había aparecido el verdadero dueño de la lanza. Y la había utilizado contra ella.
Podría haberme matado, pensó, con una mezcla de miedo y excitación.
Tal vez ese dios desconocido no sabía hasta dónde llegaba el poder de la lanza. No obstante, que hubiese adoptado la precaución de fabricar una imitación era señal de que sospechaba que se trataba de un arma muy valiosa y que alguien intentaría arrebatársela.
Ése era, precisamente, el plan de Taniar. Había empezado a germinarlo unos días antes, cuando Manígulat, en su postrer momento de gloria, lanzó una lluvia de meteoritos sobre Mígranz. En aquel momento Taniar había advertido algo extraño en las imágenes que contemplaban, pero no acababa de estar segura de lo que había visto y prefirió no comentarlo con nadie más. Como cualquier otro dios, podía registrar en sus implantes de memoria todo lo que veía y oía; pero cuando revisó las grabaciones comprobó que no eran tan nítidas como quería.
Tras el golpe de estado de Tubilok, Taniar se ofreció al nuevo amo para inspeccionar los sistemas de seguridad del Bardaliut y depurarlos de mecanismos y programas espías. Aprovechó su acceso a la sala de control para recuperar las imágenes de la lluvia de meteoritos. Nerviosa por si algún otro dios, en particular Tubilok, descubría lo que andaba haciendo, amplió la película y mejoró su calidad usando la potencia de procesado del Bardaliut y después la transfirió a sus implantes de memoria.
Sólo más tarde, tendida en una camilla en su propio palacio mientras un servidor humanoide la masajeaba con cuatro manos de seis dedos cada una, cerró los ojos, proyectó en su lóbulo occipital las imágenes almacenadas y las examinó a conciencia.
En el momento de la lluvia de fuego, todos los dioses se habían quedado extasiados viendo cómo los meteoritos dibujaban trayectorias incandescentes en el aire y chocaban contra la fortaleza, la montaña y la llanura que las rodeaba, entre impresionantes explosiones. Hacía mucho tiempo que no disfrutaban de un espectáculo así, tanto que algunos de ellos habían aplaudido como niños. El punto de vista saltaba de un lado a otro, y todo ocurría tan rápido que resultaba difícil fijarse en algún detalle concreto; máxime, si no se estaba buscando.
Pero a Taniar le había parecido entrever entre todo aquel caos algo extraño, una especie de burbuja oscura. Su forma era demasiado circular para ser natural; no podía tratarse del hongo de una explosión. La burbuja, apenas una mancha fugaz, había desaparecido de la vista enseguida, tapada por el impacto de una gran roca que se había vaporizado contra el suelo.
Ahora que había recuperado las imágenes, Taniar cerró los ojos para concentrarse en ellas y las proyectó marcha atrás directamente en su cerebro. La gran explosión encogió sobre sí misma. Justo antes del choque y la bola de fuego, la mancha negra volvió a aparecer. Era una especie de cúpula de cristal oscuro. ¿Qué pintaba una construcción así en campo abierto?
Al seguir examinando el vídeo hacia atrás, descubrió que no se trataba de un edificio. La cúpula había aparecido de la nada, donde un segundo antes había un grupo de soldados formando un corro apretado alrededor de un hombre mucho más alto que los demás.
Ese hombre levantaba una lanza negra sobre su cabeza. Taniar analizó la imagen con más detenimiento, hasta que logró congelarla justo donde quería. De la punta de la lanza salía un rayo oscuro que enseguida se ramificaba en zarcillos, creando una especie de sombrilla sobre los soldados. En la siguiente captura, la sombrilla se había convertido en una cúpula.
Dicha cúpula, por tanto, no era una construcción material, sino un campo de energía. ¿Había conseguido proteger a aquellos hombres? Taniar no pudo comprobarlo en ese momento, porque las cámaras se habían desentendido de aquella zona justo después del impacto.
Pero al día siguiente, aprovechando una nueva visita a la sala de control, aprovechó para obtener imágenes ampliadas del lugar donde habían caído los meteoritos. El paisaje estaba irreconocible, sembrado de cráteres que recordaban a la superficie de la vieja Luna, destruida milenios atrás.
En uno de esos cráteres encontró algo llamativo. Era un círculo de terreno intacto, de ocho metros de diámetro. Las mismas dimensiones de la cúpula oscura, y se hallaba precisamente en el mismo lugar. Desde arriba, parecía un cilindro de tierra que sobresalía del suelo del cráter. Todavía conservaba hierba en su parte superior. Si la vegetación se había salvado, era de suponer que los hombres que se habían refugiado en su interior también.
Así que aquella lanza oscura poseía el poder de proyectar un campo deflector que había resistido el choque directo de un meteorito. Era imposible que en Tramórea existieran armas así. Todas las culturas humanas de aquel mundo reunidas no llegaban a 0,2 puntos Kardashev-Yúgar, según una antigua escala que clasificaba a las civilizaciones por su consumo y aprovechamiento de energía.
Los dioses, por comparación, podían disponer de un nivel de energía sesenta mil millones de veces superior, lo que los elevaba a 1,4 puntos K-Y. Aun así, ese nivel era inferior a momentos del pasado más esplendorosos, antes de que dilapidaran la mayoría de sus recursos en la guerra contra los mortales.
Sobre todo, estaba muy por debajo de lo que ahora les prometía Tubilok. Según su nuevo amo, primero alcanzarían el 2, lo que significaba explotar todos los recursos de una estrella y un sistema solar, y después, paulatinamente, ascenderían hasta 3, aprovechando la energía de la galaxia entera.
«Tenemos la eternidad para conseguirlo», aseguraba Tubilok.
Ese proyecto sonaba fantasioso, pero Taniar conocía al dios loco lo suficiente para saber que no era más que una minucia comparado con sus verdaderas ambiciones. La intención de Tubilok era saltarse los niveles 2 y 3, e incluso el 4, que suponía el dominio de un universo entero. Él pretendía conseguir directamente un 5 en la escala K-Y: la explotación de la suma de todos los universos. El imperio de toda la realidad. Convertirse en el dios de dioses, en el hacedor y destructor absoluto.
Algo inconcebible para Taniar, y para cualquier otra criatura que no combinara los conocimientos de Tubilok con su desbocada megalomanía. Ella se conformaba con detener la lenta decadencia en que habían caído los dioses desde que fracasaron en su sueño de colonizar las estrellas. Si quería lograrlo, debía frustrar los planes de Tubilok. Pues mucho se temía que el día en que se abrieran de par en par las puertas del Prates, no sólo perecerían los humanos, sino que de los inmortales tampoco quedaría ni el recuerdo.
Por eso, cuando vio cómo aquella lanza producía un campo de energía se le aceleró el corazón durante un instante. Aunque sus sistemas orgánicos recobraron el control enseguida, la emoción le duró más tiempo.
Cuando destronaron y encerraron a Tubilok, Tarimán contó a los demás dioses que la lanza había sido destruida. Pero todos habían visto cómo el cachorro humano mataba a Manígulat en la sala de control usando la lanza de Prentadurt. Era evidente que el herrero, como tantas otras veces, les había mentido.
Por otra parte, Taniar recordaba que en tiempos la lanza medía el doble, cerca de tres metros. Lo que empuñaba aquel joven humano era tan sólo la mitad inferior, que incluía la contera y parte del asta. Al verlo, Taniar se había preguntado dónde estaría la otra mitad.
Ahora tenía la respuesta.
Localizar y destruir la espada flamígera era una buena coartada para poder bajar a Tramórea. Lo malo era que, si no conseguía ni la espada ni la lanza, se iba a meter en un buen aprieto con Tubilok. De modo que iba a tener que vérselas de nuevo con aquel dios cuya existencia había ignorado hasta ahora.
Un ronco bramido la sacó de sus pensamientos. Taniar, que se había quedado ensimismada contemplando las oscuras aguas del río, se volvió hacia la espesura.
Por allí, aplastando helechos y pinaza bajo sus pies, venía una bestia de dos metros y medio de altura con cierto parecido a un gorila. Tenía el cuerpo recubierto de escamas, una cresta ósea coronaba su cráneo y sus ojos amarillos relucían en la oscuridad. Cuando abrió la boca para rugir de nuevo, exhibió dos hileras de colmillos paralelas. Aunque la criatura se hallaba a más de cinco metros de ella, a Taniar le llegó el nauseabundo olor a carne podrida de su aliento.
Un corueco. Como tantas otras criaturas extrañas que poblaban Tramórea, era fruto de la ingeniería genética, y también del aburrimiento y las ganas de experimentar de los dioses. Sobre todo de Shirta, que veía Tramórea como una especie de anfiteatro y por eso se complacía resucitando monstruos del pasado o creando otros nuevos que pusieran en peligro a los humanos.
El corueco apoyó los nudillos en el suelo y se abalanzó sobre ella corriendo a cuatro patas. Taniar seguía desnuda y había dejado en aquel claro su espada de doble hoja, pero eso no significaba que estuviera inerme. Rápidamente juzgó la velocidad y fuerza de la bestia y se limitó a entrar en segunda aceleración. Pasar directamente a la quinta no habría sido demasiado deportivo ni, sobre todo, divertido.
Al atacar a los soldados había obrado de igual forma, hasta que comprobó que todos ellos se movían tan rápido como ella. Sólo entonces había redoblado su velocidad. ¿Desde cuándo los humanos disponían de los nanomecanismos simbióticos necesarios para las aceleraciones?
Postergó la pregunta para mejor momento, pues había cuestiones más urgentes que atender. El monstruo ya estaba casi encima de ella, embistiéndola con aquel corpachón de media tonelada y tirándole un zarpazo destinado a arrancarle la cabeza. Taniar se apartó a un lado y se agachó. Las garras pasaron rozándole el cabello, y su rodilla se tocó con la del monstruo. Confiada en sus reflejos aumentados y sus nervios superconductores, tal vez había apurado demasiado la finta. La bestia se movía con mucha más agilidad de la que su tamaño y su peso permitían suponer.
Aún en cuclillas, Taniar lanzó su pierna derecha contra el costado de la bestia. El choque entre los huesos reforzados de la diosa y las costillas metálicas del corueco resonó como un gong. Al haber encogido su estatura, Taniar pesaba mucho menos que antes, por lo que su propia patada la desplazó a ella más que a su enemigo.
Al ver que la diosa rebotaba y caía al suelo, el corueco debió pensar —si es que era capaz de tal cosa— que la presa era suya, y saltó sobre ella con un pavoroso rugido. Taniar esta vez prefirió no arriesgar, se revolvió como un muelle, dio una voltereta en el aire y apareció tres metros más allá.
Tienes que vencerle sin volar y sin usar el láser, se dijo. Un absurdo desafío, pero ahora que se lo había planteado sabía que se enojaría mucho consigo misma si no cumplía sus propias condiciones.
Saltar no era lo mismo que volar. Cuando el corueco volvió a acometerla, Taniar brincó en el sitio, se elevó cuatro metros en el aire, dibujó un grácil tirabuzón y dejó que la bestia pasara por debajo con la inercia de un toro embistiendo. Después cayó detrás de él y se agachó. Mientras saltaba, la diosa había sacado las uñas, garras de metal ultraduro. Con ellas rajó las corvas del monstruo. Sus filos arrancaron chispas al chocar con los huesos del corueco, pero consiguió hacer muescas en ellos y, sobre todo, cortar los tendones.
Desjarretada, la bestia cayó al suelo. Desde allí se revolvió apoyando los nudillos en tierra y le lanzó otro zarpazo. Tenía los brazos más largos que las piernas, tanto que su golpe pasó rozando a Taniar.
Esta vez la diosa arriesgó más. Dejó que el golpe pasara de largo y, cuando el brazo del corueco llegó al final de su movimiento y perdió el impulso, le agarró la mano. Sin soltarla, saltó sobre la cabeza de la bestia y aterrizó en su espalda, rodeándole los ijares con las piernas. Después le retorció el brazo tras la nuca y trató de romperle los dedos.
No era fácil. La piel y la carne cedían, pero los huesos eran demasiado densos y duros. Taniar cambió de táctica y le dobló los dedos hacia atrás, hasta que notó el placentero chasquido que delataba la rotura de los ligamentos.
El corueco logró agarrarla con la otra zarpa y le dio un salvaje tirón de pelo. La bestia se llevó entre los dedos un mechón de cabellos —siete mil cuatrocientos, según el informe interno de daños— junto con una buena porción de piel.
Derrotar a la bestia por pura fuerza bruta parecía un desafío demasiado complicado; tal vez unos días atrás, cuando medía casi tres metros, lo habría conseguido, pero ahora no. Taniar metió la mano izquierda entre la barbilla y el pecho del monstruo y volvió a sacar las garras. No estaba segura de si toparía con hueso, ya que desconocía la anatomía exacta de los coruecos. Pero sus uñas se clavaron en unos músculos duros y fibrosos. Las movió a ambos lados, desgarrando tendones y arterias, y luego se apartó de la bestia.
El corueco cayó al suelo. Allí se revolvió panza arriba, tratando de parar la hemorragia con las garras. Su aliento y todo su cuerpo hedían a carroña. Los ojos, dos luciérnagas, miraron a Taniar con odio.
Ya está muerto, se dijo. Eso significaba que podía usar el láser. Lo disparó contra los ojos del corueco y mantuvo el rayo dos segundos. Cuando lo desactivó, los globos oculares del monstruo habían reventado por el calor. La bestia ya no se movía: el láser debía haber penetrado hasta el cerebro.
No estaba del todo mal. Había logrado derrotar a una aberración genética de media tonelada recurriendo tan sólo a la segunda aceleración y con las manos desnudas. Se alejó de la bestia, pues le repugnaba el hedor que despedía, y se metió en el río. Su propio cuerpo produjo secreciones que brotaron de sus poros para limpiar la piel de sangre y olores. Después, se dedicó a reparar los microdesgarros de los músculos, una secuela típica de las aceleraciones. Por último, se concentró en regenerar los cabellos perdidos, tarea que le consumió casi media hora.
Tendría que comer para recuperar las reservas de proteína que había consumido sintetizando queratina a toda velocidad. En la nave disponía de alimentos, así como de un telar automático para fabricar ropa. Pero los dos combates seguidos y el hecho de encontrarse desnuda al aire libre habían conseguido despertar en ella una sensación casi olvidada.
Estaba caliente como una leona en celo.
Cuando se ha vivido miles de años y todo resulta tan previsible, una necesidad tan urgente e inesperada como aquélla no se podía desperdiciar. Tenía que solucionarla cuanto antes.
Tras el ataque de la guerrera, el soldado llamado Cirujano atendió a sus compañeros heridos. Había siete muertos, otro hombre que se desangró mientras le intentaba practicar un torniquete y dos gravemente mutilados. Uno de ellos había perdido ambas piernas por debajo de las rodillas, y otro el brazo derecho.
—No quieren ser una carga, mi señor —le explicó Capitán a Togul Barok—. Ellos mismos han pedido que se les dé la estocada de gracia.
—Bravos soldados —dijo Togul Barok, con la mente puesta todavía en la imagen de la diosa desnuda—. Serán recordados por el resto de la unidad.
—Mi señor, ellos querrían presentarte sus respetos antes de…
Togul Barok clavó los ojos en Capitán. El oficial apartó la mirada, nervioso. Aunque no era bajo, el emperador le sacaba cabeza y media. Tenía treinta años y era un militar valiente y con iniciativa; para el gusto de Togul Barok, tal vez demasiado emocional.
Oyó un toc-toc casi imperceptible en el hueso temporal.
Son tus soldados, le dijo el homúnculo albergado en su cráneo. Ya que mueren por ti, ¡ten al menos la decencia de concederles ese último deseo!
¿Lo dices tú, asesino de tus propios soldados?, respondió él, recordándole algo ocurrido casi tres años antes a orillas del Ĥaner.
De todos modos, aunque no le agradaba la idea, reconoció que eso subiría la moral de los demás, y falta les hacía después de la masacre que había organizado entre ellos una sola enemiga. Si empezaban a acobardarse, no le servirían para nada.
Eres frío como una serpiente, dijo el gemelo.
Gracias, respondió él sin demasiado sarcasmo.
Togul Barok habló durante un rato con cada uno de los dos soldados. Eran Musgaño, al que llamaban así por la forma de su boca, alargada y dentuda como el hocico de un roedor, y Corredor, que en esta ocasión no había sido lo bastante rápido para eludir la hoja de acero de la guerrera.
—Cuando volvamos a Koras haremos ofrendas en vuestro honor —dijo.
—Por favor, mi señor, a los dioses no —contestó Corredor—. Ellos se han convertido en nuestros enemigos. Tú mismo nos lo dijiste después de la lluvia de fuego: si los dioses quieren doblegar nuestro espíritu, no lo van a conseguir. Ni siquiera ante la muerte.
—Entonces, ¿a quién quieres que le hagamos los sacrificios?
—A mis antepasados, mi señor. Ya no tengo nombre, porque te lo entregué a ti, pero aunque me llames Corredor ellos me reconocerán.
—Así lo haré, Noctívago.
Musgaño hizo algún comentario más jocoso, como era propio de su naturaleza incluso a las puertas de la muerte. Después, Cirujano se dispuso a rematarlos con un estilete. El pulso le temblaba un poco. Togul Barok quiso pensar que era por el cansancio, y no de temor.
¿Por qué no lo haces tú con la lanza de la muerte? Si se lo ordenas, ella los matará sin que sientan nada.
Togul Barok no se molestó en argüir contra su hermano. Era obvio que la guerrera andaba buscando la lanza negra. ¿Cómo había averiguado que estaba en su poder? Tal vez, de alguna forma, detectaba su poder del mismo modo que un sabueso olfatea un rastro.
No, por el momento no pensaba usar su magia.
Mientras Cirujano terminaba de cumplir con su deber, Capitán habló con Togul Barok:
—Mi señor, los hombres dicen que la mujer que nos ha atacado era una diosa, que sólo una divinidad puede combatir de esa manera. Además, algunos le han visto los ojos. Tenía las pupilas dobles como tú.
—¿También me consideran a mí un enemigo por eso?
—¡Jamás, mi señor! Ellos confían en ti. Pero temen que Taniar regrese.
—¿Taniar?
—Algunos soldados han sugerido que no puede ser más que ella. Es cierto que no lo sabemos, pero…
—Entiendo.
Taniar, la diosa de la luna carmesí, patrona de la guerra, madre de la raza de las Atagairas. Tenía su lógica. Su armadura era roja, y combatía como un demonio. Aunque Togul Barok nunca había esperado que fuese negra.
Tampoco se habría imaginado que el mero recuerdo de su cuerpo desnudo lo excitaría tanto.
En su conversación, Capitán y él llegaron a la orilla, una pequeña ensenada arenosa donde habían varado las almadías. Las habían conseguido en Yedrira, un pueblo de leñadores situado en la linde norte de Corocín. Urgido por Togul Barok, el jefe local había ordenado a varios vecinos que fabricaran unas balsas a toda prisa con troncos de pino, ramas tiernas de abedul y mimbre silvestre. Cada una de ellas tenía a proa y a popa dos remos de más de seis metros de longitud, unidos a la almadía por aparejos de ramas flexibles. Los remos no servían tanto para impulsar como para controlar el curso de las almadías río abajo. Aquellas embarcaciones no eran el mayor prodigio de la técnica náutica, pero gracias a ellas estaban avanzando más kilómetros en cada jornada que durante su viaje de Mígranz a Corocín, y sin apenas cansarse.
En Yedrira también habían adquirido provisiones en abundancia. Por ellas y por las almadías no habían pagado ni un imbrial. Togul Barok había fingido que ofrecía dinero, y el jefe local había simulado que no lo aceptaba. Tras la destrucción de Mígranz y de su ejército, habían conseguido reunir algo de botín entre los restos, pero el emperador prefería reservar ese dinero para futuras emergencias. Tal vez llegarían a otros lugares donde no pudieran conseguir las cosas exhibiendo su fuerza y tuviesen que negociar.
—Mi señor, ¿no deberíamos irnos de aquí? —preguntó Capitán.
—La noche es muy oscura. Ni con luznagos y antorchas distinguiremos los rápidos o las rocas.
—Tienes razón, pero si la diosa vuelve…
—No huiremos de ella. Los Noctívagos no huyen, Capitán.
—Sí, señor.
—Monta las guardias habituales hasta que amanezca.
—¿No convendría redoblarlas?
—Lo que busca la diosa lo tengo yo. Y dormiré bien apartado del vivac. El resto de la noche será tranquila, te lo garantizo.
—Mi señor, ¿no correrás peligro?
Togul Barok esbozó una sonrisa.
—¿Tú crees que lo correré?
—Perdona mi atrevimiento, pero esa diosa hacía cosas que…
Capitán no terminó la frase. Togul Barok la completó mentalmente: «… que tú no eres capaz de hacer».
—Duerme tranquilo, Capitán. Dormid tranquilos todos. Mañana proseguiremos camino.
La diosa llegó media hora después.
Togul Barok había tendido su petate sobre un colchón de helechos, pero en lugar de tumbarse se había sentado en él, con la espalda apoyada en un roble. Junto a él reposaban sus armas, la segunda Midrangor y la lanza negra, y también la espada doble y la armadura de la diosa. Su propia cota de malla yacía en el suelo, derramada como una cascada de metal. Los anillos de hierro reflejaban el resplandor trémulo del luznago rojo atrapado en su cárcel de papel seda.
Ella apareció desde las alturas, flotando como una aparición, y se posó en el suelo sin un ruido a unos pasos de Togul Barok. Aunque tenía la piel negra, su cuerpo se veía sembrado de millares de puntitos fosforescentes y emitía un tenue resplandor. Togul Barok estaba seguro de que antes, durante la batalla, no había brillado de esa forma. ¿Lo hacía para seducirle?
Se acercó poco a poco, estirando una pierna delante de la otra antes de apoyarla, como una funambulista que caminara por un cable. Se cimbreaba como un junco y llevaba los brazos pegados al costado y los hombros levantados, de tal forma que entre los pechos se le formaba un profundo surco. Aparte de la cabellera, no tenía un solo pelo en el cuerpo. Su aroma la precedía, un olor a violeta que se mezcló con el dulzón de la vegetación descomponiéndose y bajó directo a los ijares de Togul Barok.
Deja que me encargue yo, sugirió su gemelo.
Ni lo pienses.
Tú no entiendes de estas cosas. Eres frío como un reptil.
Y tú pequeño como una araña.
No si controlo nuestro cuerpo.
Te dejaré participar…, hermano. Pero no intentes apartarme, o lo lamentarás.
¡Hermano! ¡Es la primera vez que me llamas así!
Ahora, calla un rato.
—¿Vienes a por esto? —preguntó Togul Barok, apuntando a la diosa con la lanza.
—Vine a por eso. Ahora busco otra cosa. Y quiero que me la des tú.
Él dilató los ollares como un caballo y venteó el aire. La diosa se encontraba tan cerca que le llegaba otro olor, y éste no era perfume de violeta. Su olfato, más sensible que el de otros mortales, le informó de que ella estaba tan excitada como él.
—¿Quién me dice que cuando suelte la lanza no la cogerás y la utilizarás contra mí?
Ella sonrió. Sus iris relucieron en la oscuridad como dos esmeraldas, y luego volvieron a apagarse.
—Nadie te lo dirá. Yo no te lo voy a decir. Si quieres tomarme, tendrás que arriesgarte.
Él asintió, separó la espalda del árbol y se sacó la túnica por encima de la cabeza.
Estaban tan encendidos que la primera vez alcanzaron el clímax enseguida, y al mismo tiempo. Después, tumbado encima de ella y con los labios pegados a su oreja, él susurró:
—Dime una cosa.
—¿Qué?
—¿Eres Taniar?
—Ése es uno de los nombres que he tenido.
—¿Y los demás?
—Los olvidé.
Togul Barok seguía dentro de ella. La diosa lo agarró de las nalgas y le apretó con fuerza, como si quisiera sacarlo por el otro lado. Él nunca había copulado dos veces seguidas; no porque le faltaran energías, sino porque, una vez satisfecha la que él consideraba como una simple necesidad, no sentía el impulso de repetir.
Sin embargo, su cuerpo reaccionó al instante, con un instinto primario que a él mismo le sorprendió.
En eso consiste ser hombre, hermano.
Más bien ser animal, respondió él.
Pero aquella animalidad, lejos de disgustarlo, le agradaba y le excitaba más todavía. ¡Qué sensación inefable, dejarse llevar por impulsos que no podía controlar, olvidar el mañana y las consecuencias de sus actos, sabiendo que la diosa a la que estaba haciendo el amor podía destruirlo en cualquier momento!
Como si quisiera darle la razón, ella le arañó. Sus uñas rasgaron la piel de Togul Barok y abrieron surcos en su espalda. Con un gruñido de dolor, él plantó las manos en el suelo y estiró los brazos para apartarse. Pero sus caderas tenían voluntad propia y siguieron pegadas a las de Taniar, unidas por una bisagra invisible que era incapaz de romper.
Ella volvió a clavarle las uñas y sonrió. Sus ojos destellaron de nuevo.
Él se estaba enfureciendo. El dolor lo enardecía e irritaba la mismo tiempo.
—Ódiame —susurró ella con voz ronca—. Pégame. Demuestra que puedes dominar a una diosa.
Déjame a mí y le daré una lección a esta hembra soberbia, dijo su gemelo.
Puedo hacerlo yo solo.
Ya lo estás haciendo conmigo.
Sí, así era. Togul Barok sentía a su gemelo mirando a través de sus ojos, pero esta vez no le había arrebatado el control, lo compartía con él. Levantó la mano derecha del suelo y le dio una bofetada a la diosa. El golpe restalló como un trallazo. Taniar contrajo la cara en un gesto de ira, un asomo de emoción sin frenos. Sólo fue un instante. Después volvió a sonreír y a desafiarle.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer, emperador? ¿Ésas son todas tus fuerzas?
Togul Barok volvió a pegarle, esta vez más fuerte. Mientras, las caderas de ambos se movían cada vez más rápido, como si tuvieran vida propia.
Taniar lo agarró por los hombros. Togul Barok vio sus uñas, que se habían convertido en garras metálicas casi tan largas como los dedos. Se dio cuenta de que ella podía clavarle una en la yugular, o arrancarle un ojo incluso sin querer, y aquel peligro le excitó mas todavía. Era una locura, como copular rodeado de cobras.
De pronto se encontró tumbado de espaldas, y el roce de las hierbas y la pinaza en las heridas le escoció como si lo azotaran con un látigo. La diosa estaba encima, le había aferrado las muñecas y le había estirado los brazos por detrás de la cabeza, mientras se movía de tal manera que sus pechos se bamboleaban sobre el rostro de él. ¡Por Taniar, qué fuerza tenía!
Qué pensamiento tan absurdo, hermano. Ella es Taniar.
—Estás a mi merced, emperador —dijo ella, sin dejar de cabalgarlo.
Los músculos del interior de su cuerpo masajeaban y acariciaban su miembro como si poseyeran dedos y voluntad propios. Nunca había sentido nada parecido con ninguna mujer. Comparado con el sexo normal, aquel exquisito placer era una experiencia tan diferente como degustar caviar del país de los Équitros después de haber probado mojama de atún.
—Podría matarte ahora mismo —dijo ella.
Le acercó una mano a la cara, sacó de nuevo las garras y las apretó contra su nuez. Togul Barok volvió a sentir el calor de su sangre. Al mismo tiempo, en la espalda notó una extraña tirantez, y comprendió que los arañazos de su espalda se estaban cerrando. No era una sensación a la que estuviera acostumbrado, pues aparte de Derguín Gorión nadie había logrado herirlo.
—¿De verdad crees que podrías matarme?
—Así conseguiría la lanza para mí.
—Hazlo, si es lo que deseas.
—Te perdonaré la vida si dejas de fornicarme ahora mismo. Detente y no te mataré.
Por toda respuesta, él la agarró por las caderas y la embistió con más violencia. Un segundo después, volvía a estar encima. Tuvo que recurrir a toda su fuerza para voltearla, y por la forma en que se movió Taniar comprendió que ella no había empleado sus músculos a tope. Pero debió gustarle la reacción de él, porque en ese momento la asaltó el segundo orgasmo.
Y no fue el último.
Después estuvieron hablando horas. Nunca en su vida Togul Barok había mantenido una conversación tan larga con nadie. En ella averiguó más cosas sobre sí mismo de las que sospechaba. Algunas de ellas no tenían mucho sentido para él y, por otra parte, se percató de que Taniar contaba exclusivamente lo que quería contar. Como rezaba el Táctico en su capítulo sobre la manipulación, «conseguir que el enemigo conozca de nosotros sólo lo que le filtremos es un arte; lograr que crea sobre sí mismo lo que nosotros deseamos se eleva a la categoría de magia».
Seguramente Taniar pretendía utilizarlo para sus propios fines, pero Togul Barok estaba dispuesto a fingir que lo permitía, siempre que eso le ayudara a aprender las reglas de la partida de ajedrez que se jugaba en Tramórea.
Una de las cuestiones de las que hablaron fue el origen de Togul Barok. Taniar confesó que lo había tomado al principio por un dios, pero luego, mientras hacían el amor, había comprobado con sus propios ojos que no lo era.
—¿Con tus propios ojos?
—Me temo que ven más que los tuyos, emperador de hombres.
Ella le explicó que, gracias a que sus pupilas dobles no sólo penetraban la oscuridad, sino también la carne, había descubierto que su organismo era prácticamente igual que el de los humanos normales, con la salvedad de que era mucho más alto y fuerte, inmune a casi todas las enfermedades concebibles y además podía curarse a sí mismo a una velocidad pasmosa. Pero no poseía huesos reforzados, ni artilugios mágicos incrustados en el cuerpo que le permitieran volar o lanzar rayos de fuego.
—¿Puedes ver lo que tengo en la cabeza? —le preguntó él.
¿Ya me estás delatando otra vez, hermano? ¿Qué hay de nuestro trato?
No recuerdo haber hecho ninguno.
—Sí, lo he visto. Una especie de gnomo feo y deforme.
¿Te das cuenta? Ella te habría visto aunque yo no le hubiera dicho nada.
¡Mentira, mentira!
Airado por eso o por el hiriente comentario de Taniar, el homúnculo empezó a arañarle por dentro, hasta que Togul Barok tuvo que decirle: No voy a pedirle que te mate. Sólo quiero saber por qué nos pasa esto. Pero si insistes en hacerme daño, juro que le pediré que te saque de mi cabeza y te aplaste de un pisotón aunque yo también muera.
Su gemelo pareció acobardarse con la amenaza, que era sincera: los pinchazos de dolor habían enfurecido sobremanera a Togul Barok. La diosa se dio cuenta y dijo:
—¿Estás discutiendo con tu quimera? ¿Es capaz de hablarte?
—¿Mi quimera? ¿Qué quieres decir?
—¿Sabes si hubo algún suceso raro relacionado con tu concepción o tu nacimiento?
Togul Barok le refirió lo que a su vez le había contado Mendile, la tercera esposa del emperador: que durante el embarazo su madre había sufrido algún tipo de manipulación en el templo de Tarimán. Cuando añadió que sospechaba que esos manejos más bien íntimos eran la causa de su extraña naturaleza, ella asintió.
—Tarimán alteró tu genética usando un waldo.
—No te entiendo.
Taniar se lo explicó. Los waldos eran estatuas móviles que los dioses podían manejar desde el Bardaliut. En la misma noche en que el fuego del cielo asoló Mígranz, los dioses habían utilizado esos waldos para sembrar la destrucción en varias ciudades de Tramórea. En el caso de Tarimán, debía de haber usado el suyo años atrás para crear un semidiós, un híbrido de mortal e inmortal: Togul Barok.
—Hablo en hipótesis. El herrero nunca me ha comunicado sus planes, ni a mí ni a nadie. Pero sospecho que, cuando eras un feto más pequeño que la cabeza de un alfiler, Tarimán te inoculó semillas de dios.
Semillas de dios. Togul Barok se quedó pensativo.
—Antes del certamen por Zemal, soñé que me trasladaba por arte de magia al Bardaliut. Allí la diosa Himíe se me apareció y me aseguró que era mi madre.
—Podría ser cierto. Podrías ser hijo de Himíe y al mismo tiempo de tu madre humana, compartiendo genes de ambas.
—¿Genes?
—Son diminutas cadenas que todos guardamos en el interior, y esas cadenas están escritas como libros, con leyes y profecías que dictan desde antes de nacer cómo vamos a ser. —La diosa soltó una carcajada—. ¡Se me acaba de ocurrir, pero como metáfora no está mal!
Para los dioses, prosiguió Taniar, la alteración y recombinación de esos genes no guardaba ningún misterio. Sin embargo, durante el proceso con Togul Barok debió surgir algún problema. Dentro del feto transformado en semidiós por Tarimán quedaron incrustadas células sin manipular —las células eran, precisó, los ladrillos del cuerpo—. Esas células, que tenían genes distintos de los de Togul Barok, deberían haber sido devoradas por las demás. Pero, de algún modo, se las habían arreglado para sobrevivir y convertirse en una quimera, el homúnculo diminuto y deforme que habitaba en su cerebro.
—¿Podrías… evitar que me siga torturando? —preguntó Togul Barok.
¡Traidor, lo sabía!, gritó su gemelo, rascando con saña dentro de su cabeza. Rrrikkk, rrrikkk, rrrikkk.
—Sin hacerle daño a él —añadió.
—Tal vez podría sacarlo de tu cabeza y criarlo en un tanque de crecimiento hasta que se convirtiera en un humano completo.
¡Yo no quiero ser humano! Quiero ser un dios como ella.
Se lo pediremos. Le pediré lo que sea con tal de que dejes de torturarme.
Entonces…
Pero si insistes en hacerme daño juro que nos mataré a los dos.
Aquellas palabras parecieron alterar más todavía a su gemelo. Para apaciguarlo, Togul Barok decidió dejar por un rato la conversación, y empezó a acariciar a Taniar entre los muslos al tiempo que le besaba los pechos. Eso provocó una interrupción de media hora que resultó incluso más placentera que las anteriores sesiones; sus cuerpos estaban aprendiendo a conocerse.
Después hablaron de otras cosas. Togul Barok se sintió poeta por un momento y recitó los versos que Barjalión había compuesto para Taniarimya, la primera serie de maestría.
—¡Oh, diosa roja de la sangre, hermosa llama de los cielos! ¡Revélame tus secretos movimientos para que el aire silbe y ensordezca a mis enemigos, y para que mi kisha sea cegadora como el relámpago de Manígulat, rey de los dioses, en la oscura noche!
Ella tenía la cabeza y las manos apoyadas en su pecho. Levantó la barbilla para apartarse un poco y entornó los párpados como si fuera miope. Qué curioso, pensó Togul Barok, verse reflejado en unos ojos tan extraños como los suyos. Pero cuanto más los miraba más se acostumbraba a ellos, y empezaba a pensar que era así como debían ser unas pupilas.
—De modo que así es como me invocáis los maestros de la espada.
—Es necesario para convertirse en Tahedorán y lucir esto —dijo él, mostrándole el brazalete de oro con ocho marcas rojas. Era lo único que llevaba encima de la piel.
—Es halagador. Pero tendréis que cambiar el último verso. Manígulat ya no existe.
Aquello le interesó.
—¿Cómo?
—Ahora su espíritu está prisionero en la otra mitad de la lanza de Prentadurt.
Taniar le habló de Tubilok y de sus planes para abrir el Prates. Mucho de lo que contaba le resultaba ininteligible, pero escuchó con atención.
—Temo que todo acabe con la destrucción total —confesó Taniar.
—Y eso no te complacería.
—Les tengo cierto cariño a Tramórea y a Agarta. Y, por supuesto, a mi propia existencia —dijo ella, enredando en el vello de su pecho con las uñas—. Es curioso. Hacía mucho que no tocaba un cuerpo con pelo.
—¿Qué es Agarta?
—Si Tramórea es la tierra, Agarta es su contratierra. Ya lo descubrirás cuando llegue el momento.
Togul Barok se resignó. Si ella no quería explicar algo, era inútil sonsacárselo.
En cierto modo, le gustaba esa reserva. La mayoría de las mujeres que había conocido, en el harén o fuera de él, se le sometían demasiado rápido. Según los poetas, las mujeres rara vez se entregan del todo, o lo hacen a un solo hombre y una sola vez en la vida. Quizá en su caso era distinto, quizá la sangre divina de Togul Barok hacía que lo miraran con adoración y se le rindiesen.
Taniar, en cambio, era una ciudadela alta, rocosa, casi inexpugnable. Casi. Por eso la idea de conquistarla, al asalto o consiguiendo que ella misma le entregara las llaves, le seducía tanto.
—Él también me habló de destrucción.
La diosa volvió a levantar la cabeza y le miró con una mezcla de curiosidad y suspicacia.
—¿Quién es él?
—Un viejo —contestó Togul Barok—. Alguien que no es un dios, pero tampoco parece un simple mortal. Vaticinó que antes de un mes Áinar y todos los demás reinos dejarían de existir.
—En eso tiene razón. Cuando llegue la conjunción de las tres lunas, será la última. ¿Qué más te contó ese viejo?
Togul Barok le habló del viaje a Guinos, donde encontrarían una puerta.
—Un portal Sefil —comentó ella—. Cuando llegues, te sorprenderás de lo rápido que se puede viajar a través de él.
—¿Dónde nos llevará ese portal?
—Lejos, muy lejos. Al este.
Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de él y cerró los ojos. Togul Barok comprendió que, al igual que Linar, ella tampoco pensaba decirle cuál era su lugar de destino. Sintió deseos de tirarle del pelo para obligarla a hablar. Una idea más bien temeraria con alguien que podía degollarlo con sus garras.
—El viejo también me dijo que debía utilizar la lanza para proteger a mis hombres del mal que flota en el desierto de Guinos —comentó, como de pasada.
Taniar se incorporó, y esta vez se despegó de él y se sentó en el suelo, con los talones cruzados sobre los muslos.
—No se te ocurra hacerlo. No debes utilizar la lanza en ninguna circunstancia.
—¿Es que alguien más sabe que la tengo?
—Por ahora no. Pero, aunque Tubilok ya no posee los ojos de los Tíndalos, tiene recursos de sobra para localizar la lanza. Hasta ahora te has salvado porque tiene la cabeza ocupada en otros asuntos, pero eso no significa que tu suerte vaya a durar siempre.
—¿Para qué me sirve poseer media lanza de Prentadurt si no puedo usarla?
—Llegado el momento es posible que tengas que utilizarla. Pero esa ocasión será decisiva y definitiva. No hay por qué adelantarla.
Togul Barok recordó la profecía que le había traducido Derguín. Ahora, tras su larga estadía en aquellos túneles con la Tribu había aprendido el Arcano y podía comprender los versos por sí solo.
Cuando un medio hermano
posea de Tarimán el arma
entonces lanza negra y espada roja
entre sí chocarán en el terrible Prates
donde arden por siempre las llamas del gran fuego.
¿De modo que debía luchar contra Derguín en el Prates, allá dondequiera que se encontrase tal lugar? La profecía era confusa, pues la lanza se había convertido en dos. Uno de los fragmentos había vuelto a poder de Tubilok, mientras que el otro lo guardaba él. ¿Cuál de las dos mitades lucharía contra Zemal? ¿Quién la blandiría?
Esas cuestiones ya se dilucidarían. Además, él era Togul Barok, emperador de Áinar, acostumbrado a forjar su propio destino. No tenía por qué obedecer el dictado de unos versos escritos hacía siglos.
—Si no he de usar la lanza, ¿cómo protegeré a mis hombres?
—¿Te preocupas por ellos? —preguntó Taniar, con lo que parecía genuina curiosidad.
—Me son útiles.
—Eran muy rápidos —dijo ella con aire pensativo—. Extremadamente rápidos. Al igual que tú. ¿Cómo lo hacéis?
—¿Cómo lo haces tú, oh diosa?
Ella se rió, divertida por el vocativo.
—Yo pregunté primero. Además, como bien has dicho, soy una diosa. —Extendió los dedos delante de su propia cara y sacó las garras, que destellaron en la oscuridad. Su cuerpo seguía salpicado de puntitos fosforescentes que resaltaban sus formas.
—Pronunciamos mentalmente fórmulas mágicas —explicó Togul Barok—. Al hacerlo tenemos la impresión de que el mundo exterior se vuelve más lento. A veces me he preguntado si no sería así en realidad, si las Tahitéis, en lugar de alterarnos a nosotros, no afectan al resto del mundo.
—¡Deliciosamente solipsista! ¿Así pues, crees que se trata de magia?
—¿Qué otra cosa podría ser?
—Cualquier tecnología lo bastante avanzada no se distingue de la magia. ¡Qué gran verdad! Pero dime una cosa, ¡oh emperador de Áinar! ¿Todos los mortales conocéis esas fórmulas mágicas?
—Sólo se les revela a quienes pasan el Trago.
—¿El Trago?
—También lo conocemos como la prueba del Espíritu del Hierro.
—¿En qué consiste?
—Hay que beber una poción llamada Mixtura. A algunos no les surte ningún efecto y a otros las mata, pero unos cuantos elegidos, los que superan el Trago, pueden entrar en Tahitéi a partir de ese momento siempre que conozcan las fórmulas.
—Entiendo. —La diosa reflexionó unos instantes—. Esa poción de la que hablas debe de ser un cultivo de nanos.
—Estás tan llena de palabras raras como de sorpresas.
—Los nanos son artefactos minúsculos, tan pequeños como las células de las que te he hablado antes o incluso más. Seguramente la Mixtura que bebéis está saturada de ellos. Pero ¿cómo una cultura tan atrasada como la vuestra conserva un producto tan avanzado?
—Según los sacerdotes de Anfiún, fue el dios en persona quien les entregó la Mixtura hace muchos siglos.
—¿Anfiún? ¡Ja! De ese botarate no se puede esperar nada tan refinado. Sospecho más bien que fuera cosa de Tarimán. ¿Esos sacerdotes son los que preparan la Mixtura?
—Más o menos. Lo que hacen es verter unas gotas de la mezcla original en un puchero lleno de una especie de caldo cuya fórmula sólo ellos conocen. Al cabo de un día, todo ese caldo se ha convertido a su vez en Mixtura. Por eso se conserva desde hace tanto tiempo sin agotarse.
Lo que no añadió Togul Barok era que él había intentado averiguar la receta de dicho caldo para producir Mixtura en grandes cantidades y suministrársela a su ejército. Pero los sacerdotes se negaban a revelarla, y someterlos a tormento no le había servido de nada. Cuando daba la impresión de que iban a confesar, algún tipo de maleficio hacía que empezaran a babear, pusieran los ojos en blanco y murieran con el cerebro reventado. Temiendo que perecieran todos los que conocían el secreto para recrear la Mixtura, Togul Barok había renunciado de momento a torturarlos. Los dos sacerdotes que quedaban vivos estaban encerrados en palacio.
—Los nanos son mecanismos que se reproducen, como los seres vivos —dijo Taniar—. Así que ese caldo que mencionas debe tener los ingredientes necesarios para crear otros nanos. Me imagino que llevará metales y productos orgánicos. Con productos orgánicos me refiero a sustancias como el azúcar, por ejemplo.
Interesante, pensó Togul Barok. Taniar no parecía conocer la receta, pero daba la impresión de que podría averiguarla por su cuenta.
Había otro secreto del que él y sus hombres, que ya no necesitaban beber la Mixtura, podían beneficiarse de forma más inmediata.
—Te he hablado de cómo entramos nosotros en Tahitéi, diosa.
—Y ahora quieres saber cómo lo hago yo.
Él asintió.
—Pronuncio series de números, como vosotros —dijo Taniar—. Por ejemplo, la que llamas Urtahitéi es ocho, cero, dos, nueve, dos, dos, cero, ocho, uno.
—Así es.
—Esos números actúan como una contraseña. Los nanos que están instalados en el cerebro se activan al escucharlos y transmiten la orden a los demás a través de un impulso de radio que les llega de forma instantánea. El resto de los detalles, como chorros de adrenalina, contracción fibrilar y neurotransmisión optimizadas y demás, son demasiado tecnológicos. O «mágicos», como diríais vosotros.
—Parece obra de magia, sí. Y es una hechicería que has demostrado dominar mejor que nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú conoces más Tahitéis, no sólo tres.
Ella sonrió burlona y le deslizó la mano por los pectorales, arañándole ligeramente la piel.
—Es posible que así sea. También es posible que nuestra naturaleza divina nos haga más rápidos que vosotros. Algún día lo averiguarás.
Algún día te diré la fórmula de las otras aceleraciones, pero hoy no, tradujo Togul Barok. No insistió en su curiosidad. No tenía costumbre de pedir dos veces las cosas. Normalmente, a la segunda las tomaba por la fuerza. Pero con Taniar estaba en inferioridad de condiciones.
Al menos, de momento. De modo que decidió volver a otra cuestión que le preocupaba.
—Antes hablamos de la maldición del desierto de Guinos. Si no utilizo la lanza negra, sigo sin saber cómo proteger a mis hombres.
—Aguarda. Voy a consultar algo.
Durante unos segundos, la diosa se sumió en un extraño trance, durante el cual sus ojos se iluminaron varias veces desde el interior.
—¿Qué estás haciendo?
Ella parpadeó.
—Conectarme con el Bardaliut. La magia telepática de los dioses, ya sabes.
—Te burlas de mí.
—Sólo un poco. Según los datos recopilados por los satélites y observatorios del Bardaliut, no correréis peligro.
—Eso me tranquiliza —dijo Togul Barok, añadiendo en silencio: Si es que ella dice la verdad.
Conocía el efecto que una maldición de ese tipo podía producir en los soldados. En el certamen por Zemal, tras cruzar la Sierra Virgen, los miembros de su guardia personal y él tuvieron que atravesar una jungla aún más espesa que Corocín. Algo extraño flotaba en el aire o en las aguas del río Ĥaner, una enfermedad insidiosa que primero mató a los caballos y después a los soldados, entre vómitos, hemorragias y diarreas. Gracias a su naturaleza semidivina, que sólo ahora empezaba a comprender, aquel veneno invisible no le había afectado a él. Aunque, a fuerza de masticar solima para no dormir, había perdido los nervios y entregado el control al homúnculo. Su gemelo colérico, o su quimera, como lo había llamado Taniar, actuó con su estúpida crueldad habitual. Primero apuñaló al oficial al mando y luego mató a tres soldados con la espada.
Lo hiciste tú, dijo el homúnculo.
No es cierto, y lo sabes. Eras tú quien manejaba mis brazos.
Esos hombres habrían muerto igual.
¡Calla! La diosa habla.
—El mal invisible que emponzoña el desierto de Guinos se llama radiactividad —explicó Taniar.
—Conocer su nombre no significa que pueda vencerla.
—¡Enhorabuena, empiezas a superar el pensamiento mágico! Tienes razón. En el pasado esa radiactividad envenenó los alrededores de la puerta Sefil. Pero hace ya tiempo que una tribu atrasada que mora en aquellos parajes se llevó el meteorito que emitía la radiación. ¡Qué ironía! Esos pobres salvajes debieron creer que habían encontrado una bendición del cielo, y lo que hicieron fue llevarse la ponzoña a sus casas.
—Entonces esa puerta ya no está envenenada…
—No. Cuando lleguéis al desierto, seguid la calzada negra que conduce directamente hacia el sur, y no os desviéis de ella. Mientras no os acerquéis a esos salvajes, que moran al noroeste de la puerta Sefil, no correréis peligro.
—Entiendo —dijo Togul Barok, aunque distaba de haber comprendido toda la explicación.
Se incorporó hasta quedar sentado. El bosque empezaba a teñirse con el frío gris del alba.
—¿Qué harás ahora? ¿No te preguntará Tubilok dónde está la Espada de Fuego?
—Es posible. Tal vez tendré que buscarla y matar a su dueño. ¿Te gustaría que lo hiciera?
—La verdad es que no lo sé —dijo él. Luego pensó que la respuesta verdadera era «No». Si alguien debía derrotar a Derguín Gorión era él, su medio hermano Togul Barok.
Aún retozaron una última vez entre los helechos antes de separarse. Después, al despedirse, él le preguntó:
—¿Por qué no me has quitado la lanza de Prentadurt? Podrías haberlo hecho.
Ella respondió:
—¿Por qué no me has matado con la lanza de Prentadurt? Podrías haberlo hecho.
Él sólo esbozó una sonrisa. Era un gesto que apenas le subía a los ojos, y se limitaba a fruncirle ligeramente las comisuras de la boca. Togul Barok era un hombre —un semidiós— muy reservado. Se notaba que jamás había confiado en nadie. Sin embargo, en ella sí. Al menos, aparentemente. Taniar lo había calado lo suficiente como para saber que la confianza que depositaba en ella era una apuesta arriesgada. Al emperador de los Ainari le gustaba jugar. Y no existe juego más excitante que aquel en que uno apuesta la propia vida.
Si a la apuesta se sumaba el destino de un mundo entero…
—Volveré a verte —dijo él. No era una pregunta. Eso le agradó.
—Pronto. Antes de la conjunción. Intentaremos que haya un «después». Y recuerda…
—No utilizaré la lanza, ¡oh diosa!
Ella sonrió. A una orden suya, la armadura roja se separó en bandas que subieron por sus piernas como un río de mercurio que flotara contra la gravedad y se ajustaron a su cuerpo. Después, la diosa tomó su espada doble y activó el anillo de vuelo que tenía dentro del cuerpo. Sin mirar atrás, se elevó entre las copas de los árboles, notando el roce de sus ramas como una nueva y salvaje caricia.
Había posado el vehículo planetario en una colina, a unos diez kilómetros de allí. Voló hacia ella disfrutando del viento en el rostro y de los primeros rayos del amanecer. ¡Aquél era un sol auténtico, no el reflejo que recibían en el Bardaliut!
Estoy viva, pensó. ¡Estoy viva!
Había sido agradable hablar con alguien distinto a quien acababa de conocer y a quien no se sabía de memoria. Poder explicarle tantas cosas, como la maestra que había sido en tiempos casi olvidados, cuando los Yúgaroi viajaron a otras estrellas y todavía había niños entre ellos.
El sexo tampoco había estado mal. Había sido muy auténtico, mientras que las experiencias con otros dioses siempre tenían algo de artificial, de acrecentado. Togul Barok era tan…
Joven. No podría definirlo de otra manera. Para sus soldados, para su gente, debía parecer un hombre adulto, un líder seguro de sí mismo. Para ella sólo era un niño infinitamente joven, la promesa de mil cosas que se podrían cumplir. Arcilla que ella podría manipular.
Pero la mayor emoción de todas era desafiar a Tubilok.
Estoy siendo una chica muy mala, pensó. Se había metido en un lío terrible, después de tantos siglos de doblarse como un junco al viento. «Eres más partidaria de Manígulat que el mismo Manígulat», le había dicho Tarimán en una ocasión. Ella le contestó con una sonrisa y una broma sarcástica, pero aquello la había ofendido.
Se acabó la sumisión. Por primera vez en más de mil años volvía a pisar Tramórea, y ahora volaba como un águila. Ligera, poderosa, feliz.
Y, sobre todo, libre.