ATAGAIRA

Baoyim había vaticinado que, si Kratos no cedía a las condiciones de las Atagairas, que exigían que los Invictos atravesaran su territorio sin armas y con los ojos vendados, correría la sangre. Por el momento, fluía más vino que otro líquido, pero la bebida no estaba suavizando los ánimos, sino más bien enardeciéndolos.

Se hallaban en la marca de Curdán, la primera que encontraban los visitantes al llegar a Atagaira desde el oeste. En su centro había un valle estrecho y alargado por el que pasaba un río tan cristalino que podían contarse los guijarros del fondo. Las Atagairas habían dado permiso a sus visitantes para pescar en él. Algunos de los Invictos improvisaron cañas con hilo y ramas de sauce, mientras que otros se descalzaron, se arremangaron los pantalones y, sin amilanarse por el frío de aquellas aguas que bajaban de las cumbres, trataron de arponear truchas y salmones con sus lanzas. En las orillas había bosques de arces, teñidos de bronce por el otoño, y también de pinos y abetos.

Mientras los setecientos elegidos de Kratos descansaban junto al río, él y sus acompañantes comían con la regente Dilmaril, la marquesa de Curdán y sus respectivos séquitos. Se encontraban sentados a una larga mesa de roble, en la terraza de un palacio de sillares enjalbegados, cubierto por un gran tejado a dos aguas rojo que se divisaba a lo lejos como una mancha de sangre en la ladera de la montaña. Desde allí se dominaba todo el valle. El cielo estaba cubierto de nubes oscuras, lo que para las Atagairas significaba buen tiempo, y por eso se habían empeñado en comer en el exterior. No obstante, había toldos que tapaban incluso la escasa luz que filtraban las nubes, ya que la piel albina de las amazonas se quemaba con facilidad. Unos braseros de cobre quemaban carbón vegetal para calentar a los comensales.

Los criados que servían el vino y las viandas eran todos varones. Kratos los estudió con curiosidad. Eran mucho más bajos que las Atagairas; pocos debían de pasar del metro sesenta, mientras que entre las mujeres el metro ochenta era una estatura bastante común. No tenían barba y sus cabellos eran negros y lacios. Aunque no se veían entre ellos canas ni cabezas calvas, los rostros de algunos estaban arrugados como pasas. Según le explicó Baoyim, envejecían tan rápido que casi nadie llegaba a los cuarenta años. Yo ya sería un anciano senil entre esta gente, pensó.

Por otra parte, los varones no eran albinos, lo que les permitía trabajar bajo el sol. Gracias a eso se encargaban de las tareas más pesadas, mientras que las mujeres, aparte de la guerra, se reservaban para sí oficios mejor considerados como la medicina, la cantería o las artes.

Aquellos hombres atendían a los comensales sin pronunciar palabra, moviéndose con la cabeza gacha y en pasitos cortos, casi arrastrando los pies. A Kratos esa silenciosa sumisión le provocaba escalofríos. Gavilán debía de experimentar algo parecido, porque le susurró al oído:

—Mira que están apetitosas estas Atagairas, pero aunque me dijeran que me podía acostar con todas no me cambiaría por estos desgraciados. ¡Parecen eunucos!

Kratos no podía dejar de pensar que aquellos varones tan poco varoniles se ajustaban demasiado bien a lo que las Atagairas querían de ellos. Era como si los hubieran fabricado a su gusto.

Lo acompañaban en la comida Baoyim y Kybes. Pese a que éste no pertenecía oficialmente a la Horda, Kratos confiaba en su habilidad para desenvainar la espada más rápido que cualquier otro de sus hombres. Además, habían venido Ahri, el tuerto Abatón, Gavilán y cuatro oficiales más. Entre ellos se encontraba Partágiro, que ejercía de portaestandarte, ya que el gigante Trescuerpos se había quedado en Nikastu: ni sus articulaciones habrían resistido un viaje tan duro ni los caballos Aifolu eran apropiados para su tamaño.

Las Atagairas también eran diez, todas ellas altas y pálidas. Se habían pintado ojos y labios y espolvoreado algo de colorete en las mejillas, que eran de huesos altos y elegantes. El maquillaje contrastaba con las cotas de malla que vestían bajo las capas y las espadas y puñales que sujetaban al cinto, pero para las Atagairas se trataba de una combinación muy normal.

Aquellas mujeres estaban tan convencidas de que debían ser solemnes que más bien resultaban adustas. Kratos podía entender que sus ánimos fueran sombríos. En la batalla de la Roca de Sangre habían vengado la ofensa aplastando a los Glabros, y ahora tenían a los supervivientes encerrados en una cantera de Acruria donde los sometían a mil torturas y vejaciones. Pero a cambio habían perdido a su reina Tanaquil, cuyo prestigio había crecido tanto tras la victoria que apenas unas semanas después de su muerte empezaba a convertirse en leyenda. Después la nueva monarca, Ziyam, había desaparecido. Por el gesto que ponían al nombrarla, Kratos comprendió que la joven pelirroja no gozaba de muchas simpatías entre sus súbditas, y más tarde Baoyim se lo confirmó.

Para colmo, un Xóanos de Taniar había cobrado vida en Acruria. Al igual que Anfiún hizo en Nikastu, la estatua había provocado una matanza entre las Atagairas. Entre las víctimas se encontraba la regente nombrada por Ziyam. A las Teburashi, las guardias de élite armadas con lorigas doradas, las había masacrado: de las ciento cincuenta que sobrevivieron a la batalla de la Roca de Sangre sólo quedaban vivas veinte.

Así pues, Dilmaril, prima de Tanaquil, era la cuarta mujer que gobernaba a las Atagairas en menos de un mes, y todo ello en una época de crecientes tribulaciones. Según Baoyim, Dilmaril se parecía mucho a la difunta reina. Tenía los ojos estrechos y acerados, y una mandíbula tan cuadrada como la del propio Kratos. Sus cabellos eran plateados, peinados en una larga trenza. Kratos calculó que frisaba los cincuenta.

Durante las presentaciones, se fijó en que la regente llevaba el brazo derecho vendado desde la muñeca hasta el hombro. Por el color oscuro de las gasas y el olor amargo que despedían, dedujo que estaban empapadas en bálsamo para las quemaduras.

—¿Los ojos de la estatua de Taniar? —preguntó.

—¿Cómo lo sabes? —respondió Dilmaril.

—He perdido a muchos de mis hombres por esos rayos diabólicos.

Dilmaril hablaba el Nesita a trancas y barrancas, así que Baoyim actuaba de intérprete entre ambos jefes. Kratos se dio cuenta de que ahora estaba explayándose más de lo que se requería para traducir su breve frase.

—¿Qué le has dicho, Baoyim?

—Que tú mismo saltaste sobre los hombros del dios y le sacaste los ojos con el puñal de diente de sable que llevas a la cintura.

La regente y las mujeres de su séquito parecieron impresionadas. Kratos escondió las manos en las mangas, un gesto Ainari de reserva casi inconsciente, pero asintió satisfecho. Entre guerreros, hablar de una hazaña así no era jactancia. El valor siempre ha de reconocerse, y además eso le serviría para conciliarse la simpatía de las Atagairas.

—¿Cómo lograsteis destruir la estatua?

—No la destruimos.

—¿Y aun así estáis vivas? —preguntó Abatón. Kratos lo miró de reojo. Ya había vaciado la primera copa de vino, mientras que los demás se habían limitado a brindar renovando la alianza firmada junto al Kimalidú. Por él no lo habría traído a la reunión, pero era general de un batallón y relegarlo habría constituido una ofensa.

—Cortamos el puente de la torre de Iluanka y dejamos a la estatua aislada allí —contestó Dilmaril—. No hemos vuelto a saber nada de ella.

La regente no añadió más. Pero Baoyim, hablando en susurros para que sólo Kratos la escuchara, añadió:

—La situación resulta muy humillante para nosotras. La torre de Iluanka es el centro espiritual del reino. Allí enterramos a nuestras reinas, y también iniciamos a las nuevas guerreras en la misma ceremonia por la que pasó Ariel.

Durante un rato Atagairas e Invictos cambiaron de tema y hablaron de la batalla de la Roca de Sangre, recordando glorias recientes que habían compartido. Los criados iban y venían con bandejas de electro llenas de viandas y con jarras de vino y agua. La comida Atagaira estaba especiada con abundante cayena, pimienta y mostaza, tal vez para combatir el frío de la montaña con el picante, y el vino sabía a resina y madera de roble.

—Exquisito —dijo Abatón, levantando la copa hacia Dilmaril—. Aunque mejoraría bastante si estuviera más caliente.

La regente comentó algo al oído de la marquesa de Curdán, sentada a su izquierda. Kratos, situado frente a ella en la mesa, preguntó a Baoyim:

—¿Qué ha dicho?

—Que a lo mejor si estuviera más caliente no se lo bebería como agua —susurró ella.

—Abatón siempre dejándonos bien.

Cuando los varones Atagairos se llevaron los huesos mondos de los corderos lechales que habían servido como plato principal, Dilmaril planteó a bocajarro la cuestión que los enfrentaba.

Tah Kratos, si os permitimos usar nuestros caminos secretos podréis cruzar bajo las montañas en tan sólo una jornada.

—Una excelente noticia —respondió Kratos.

—Pero a cambio tendréis que aceptar las condiciones que ya os comuniqué.

Kratos volvió a guardarse las manos en las mangas. Luego se dio cuenta de que en el lenguaje corporal de las Atagairas ese gesto podía sugerir disimulo o doblez más que recato, y las sacó.

—Dilmaril, tu reina y yo firmamos un pacto de alianza por el que nos comprometimos a confiar mutuamente. Pero antes de ese pacto, tus guerreras y los míos ya habían sellado la alianza con su propia sangre y con la de los enemigos derrotados.

Mientras Baoyim traducía, Dilmaril asintió un par de veces con la barbilla. Debía tratarse más de un tic que de un gesto de aprobación, porque su respuesta fue:

—La confianza no debe confundirse con imprudencia ni ingenuidad. Se os ha permitido entrar en Atagaira. Valorad eso. Jamás en nuestra historia, que se remonta a antes de los años oscuros, un ejército de varones ha pisado estos valles.

—Es un gran honor ser los primeros, y jamás abusaríamos de vuestra hospitalidad.

—Aunque tú no lo hicieras, tah Kratos, ¿quién sabe si tu sucesor al frente de la Horda, tal vez tu hijo, no aprovechará el conocimiento de nuestras rutas secretas para intentar conquistarnos? Conocemos cuán voluble es el corazón de los hombres.

—¿Y el de las mujeres no? —dijo Abatón.

—Baoyim, no traduzcas eso —dijo Kratos, y dirigiéndose al general tuerto dijo—: Te agradeceré que nos ahorres tus comentarios.

—Sí, tah Kratos —respondió él con voz grumosa.

La discusión prosiguió. Al principio tan sólo debatían Kratos y Dilmaril, pero pronto terciaron la marquesa de Curdán y algunas otras guerreras, con lo que a Kratos cada vez le resultaba más complicado contener a Abatón para que no interviniera. Había observado que la marquesa, una mujer muy alta, con las mejillas chupadas y mandíbulas de caballo, bebía con frecuencia y cada poco rato levantaba la copa para que los sirvientes se la llenaran, mientras que las demás sólo probaban el vino cuando lo hacía Dilmaril.

Los ánimos se caldearon. Abatón se levantó y dijo en Nesita:

—Estamos perdiendo el tiempo, tah Kratos. Mientras seguimos aquí sentados, los dioses pueden estar destruyendo Nikastu y matando a nuestras familias.

—Cálmate, Abatón. No estamos en nuestro país.

—¡El país de un Invicto es allí donde pone los pies y planta su estandarte!

—¡Invictos! ¡Ja! —dijo la marquesa con desdén. Manejaba el Nesita mejor que la regenta y había entendido al general.

—¿Qué insinúas, mujer? —contestó Abatón.

—Silencio —le dijo Kratos en voz baja.

—¡Qué no presumiríais de ese nombre si no fuera gracias a nosotras, que derrotamos al enemigo más poderoso! —respondió la marquesa—.

—¿Esos calvos montados en pollos malolientes? ¡Menudos enemigos!

—¡Más valientes que tú! —respondió la Atagaira, poniéndose en pie—. Y te digo otra cosa, Invicto: no tienes pinta de haber perdido ese ojo en una batalla, sino emborrachándote en una de vuestras casas de putas.

Abatón se levantó, estrelló su copa en el suelo y echó mano a la espada. ¿Qué demonios pretende este insensato, batirse en duelo aquí mismo? Kratos se preparó para entrar en Tahitéi, quitarle el arma a su general y, de paso, propinarle un buen puñetazo. Esperaba que alguien por el otro bando contuviera a la marquesa de la cara caballuna, que también estaba desenvainando su acero.

Antes de que Kratos terminara de visualizar los números de Mirtahitéi, se oyó un ensordecedor trueno que hizo brincar a los que se habían puesto de pie y respingar en sus sillas a quienes seguían sentados. Un rayo cayó sobre la espada de Abatón. Las chispas, como si tuvieran vida propia, recorrieron la hoja de metal y saltaron al arma de la Atagaira, pasando por delante de Kratos y Dilmaril sin rozarlos.

Abatón y la marquesa soltaron sus armas, que cayeron tintineando al suelo. El aire olía a ozono, pero cuando Kratos volvió la mirada al cielo comprobó que las nubes no eran tan negras como para descargar una tormenta. Además, tenían un toldo tendido sobre sus cabezas. ¿Por dónde había entrado el rayo?

—¡Los dioses deben de estar carcajeándose en el Bardaliut al ver que sus enemigos pelean entre ellos!

Todos se volvieron hacia las puertas que unían la terraza con el palacio. Allí había aparecido un hombre muy alto, delgado, envuelto en un manto gris. Llevaba un parche en el ojo derecho y empuñaba un báculo con cabeza de serpiente de cuyos ojos de rubí subían volutas de humo blanco.

Pese a la tensión del momento, Kratos sonrió al verlo.

—¡Linar!

Al oír un gruñido, se volvió a su derecha. Abatón se estaba mirando la mano, donde le había aparecido una quemadura en forma de sierra. Kratos lo agarró por el codo y le dijo:

—Luego te arreglaré las cuentas, insensato. Desaparece de mi vista o yo mismo te cortaré esa cabeza que sólo te sirve para llevar el yelmo.

El general lo miró con odio, pero no acertó a decir nada y se fue. Al cruzar la puerta pasó junto a Linar, y se apartó para no rozarlo. Kratos volvió a sonreír. La presencia del viejo Kalagorinor seguía siendo tan imponente como siempre.

Dos Teburashi se llevaron a la marquesa herida para atenderla, mientras los demás comensales observaban expectantes al recién llegado. Éste se acercó a la mesa, clavando el bastón en las losas como si quisiera resaltar el ruido de sus pasos.

—Dejad esas disputas pueriles ya —dijo el Kalagorinor—. Sólo os llevarán a la ruina.

—¿Quién es este varón que se atreve a decir a las Atagairas lo que deben hacer en su propio reino? —preguntó Dilmaril.

Linar se plantó ante la regente, a una distancia que sus guardaespaldas normalmente no habrían permitido. Pero nadie se le acercó.

—Algo semejante me dijo el emperador de Áinar. Y le contesté que, si mis temores se cumplían, antes de un mes no quedaría ni su reino ni ningún otro en Tramórea.

—¿Has hablado con Togul Barok? ¿Cuándo? —preguntó Kratos.

—Hace cuatro días, al pie de Mígranz.

—¡No puede ser! Mígranz está muy lejos —dijo Gavilán, mientras Ahri empezaba a recitar cifras de kilómetros y jornadas en voz baja y concluía: «Imposible».

—Nada hay imposible para Linar el Kalagorinor —respondió Kratos.

—¡De modo que tú eres Linar! —exclamó Kybes—. El Zemalnit hablaba mucho de ti.

El Kalagorinor hizo caso omiso de los comentarios y dijo:

—He de corregir a tu oficial, Kratos. Mígranz estaba muy lejos. Ha dejado de existir, borrada de la tierra por el fuego del cielo.

A Kratos se le heló la sangre.

—¿Quieres decir que esas luces que se vieron la otra noche en el firmamento…?

—Eran rocas que destruyeron Mígranz y mataron a cien mil personas. El batallón de la Horda que quedó allí, las huestes Trisias, el ejército de Togul Barok: todos han perecido. El mismo emperador sobrevivió por puro milagro. Pero esto es sólo un anticipo de los males que vendrán.

Todos callaban y contenían la respiración. Linar miró en derredor, buscando las miradas de los presentes, y prosiguió:

—Para vuestra desgracia, o tal vez para vuestra gloria, os ha tocado vivir momentos extraordinarios. Si queréis sobrevivir, tendréis que hacer cosas que jamás habríais soñado.

—¿Empezando por revelar nuestros secretos a los extranjeros? —dijo Dilmaril—. ¿Para que podáis invadirnos y tratéis de sojuzgarnos, como siempre habéis hecho los varones?

Linar clavó en ella su ojo. Kratos conocía esa mirada, que desde dos metros de altura intimidaba todavía más. Incluso así, hubo de reconocer que la regente tenía arrestos; cualquier otro habría retrocedido, pero ella aguantó en el sitio.

—En verdad te digo que, aun siendo hembra y de una raza distinta a la de Kratos May, él y tú tenéis mucho más en común de lo que cualquiera de vosotros comparte conmigo. Cuando te refieras a mí, no utilices con tanta ligereza verbos como «podáis» y «habéis».

—¿Acaso no eres un hombre como Kratos? ¿Eso significa que eres un dios?

—No voy a darte explicaciones, mujer.

Dilmaril apretó las mandíbulas, mientras Baoyim traducía a toda prisa.

—Estás en mi país —dijo la regenta.

—Estoy entre las montañas y bajo el cielo. En éste hay un reloj cuya arena mide vuestro fin. Y mientras discutís, la arena sigue cayendo en el embudo.

—Un lenguaje florido para no decir nada.

—No es una metáfora retórica. El reloj es el de las tres lunas, que siguen allí arriba, avanzando invisibles hacia su conjunción. Cuando eso ocurra, será el fin del mundo que habéis conocido.

Se hizo un silencio espeso. Dilmaril fue la primera que lo rompió.

—Terribles palabras has pronunciado. Pero palabras de agorero, al fin y al cabo. ¿Por qué hemos de creerte?

Oh, oh, pensó Kratos al ver cómo Linar torcía el gesto. El Kalagorinor se callaba la verdad muchas veces, pero no llevaba muy bien que dudaran de él.

—Desgracias y azares te han encaramado a un puesto de mando que no pareces merecer, mujer —dijo con voz de témpano.

—¡No te atrevas a hablarle así a la regente! —exclamó una de las Teburashi, dando un paso hacia Linar y llevándose la mano a la espada.

Linar se limitó a hacer un gesto con la mano y la espada se quedó pegada a la vaina. La mueca de estupor de la guerrera tirando en vano de la empuñadura era cómica, pero Kratos procuró no reírse. No había intentado defender al mago, pues sabía que se bastaba él solo.

Linar volvió a mirar a Dilmaril y dijo:

—He dicho que pareces no merecerlo, pero todavía puedes demostrar que me equivoco. Permite que tah Kratos y sus hombres cabalguen hasta Pabsha.

—Sólo sin armas y con los ojos vendados.

—Vais a ser aliados en la guerra contra los dioses. Los aliados no deben desconfiar entre sí.

—No pareces un mediador imparcial.

—Tus impresiones sobre mí carecen de relevancia. La situación exige galopar veloces, algo que no se puede hacer con los ojos tapados.

—Dices que no desconfiemos unas de otros. ¿Debemos fiarnos de ti?

—Saldréis ganando si lo hacéis.

—En ese caso, demuestra tú que confías en nosotras, y no nos ocultes nada de lo que sabes.

Bien por ti, se dijo Kratos a su pesar. Estaba acostumbrado a que Linar le racionara la información. Al Kalagorinor no debía gustarle nada el cariz de la conversación, pero la Atagaira era realmente obstinada.

—Como ya os he dicho, las tres lunas no han desaparecido. Siguen arriba, en el cielo.

—Eso es evidente para cualquiera versado en astronomía —dijo Ahri.

Linar lo miró de reojo, molesto por la interrupción. Pero luego reparó en la estrella de siete puntas que representaba los siete elementos del mundo.

—Tú eres Ahri, el Numerista —dijo.

—Soy Ahri. Y era Numerista. —La gruesa nuez de Ahri subió y bajó al tragar saliva.

—Explica tu evidencia.

—Las lunas siguen allí arriba, viajando por sus senderos habituales. Se puede deducir porque incluso a oscuras tapan las mismas estrellas que ocultaban antes, cuando lucían en todo su esplendor.

—¿Cómo es posible que ocurra algo así? —preguntó Dilmaril.

—Los dioses deben de haber apagado los fuegos internos que alimentan su luz.

Kratos volvió a pensar en su peor temor, que ocurriera lo mismo con el sol. Sin las lunas las noches no parecían las mismas y las tinieblas eran mucho más profundas. Pero no las necesitaban para vivir. Al sol sí.

—En realidad —explicó Linar— lo que están haciendo las lunas es almacenar esos fuegos. Las llamas que daban su luz a Taniar, Shirta y Rimom se acumulan en su interior, cada vez más ardiente. Cuando entren en conjunción, liberarán todo ese calor en un rayo que alcanzará Tramórea.

—¿Qué ocurrirá entonces? —preguntó Ahri—. ¿Todo el mundo arderá en un incendio?

—Algo peor. El fuego de las lunas abrirá las puertas del Prates.

«El Prates», musitaron algunos. Un nombre de mal agüero. Kratos se lo había oído a su abuela, persona amante de consejas y relatos. Cada vez que lo pronunciaba, la anciana escupía a un lado por el hueco que le había dejado un incisivo perdido.

—Cuando se abran, las fuerzas del infierno se desatarán sobre Tramórea —prosiguió Linar—. Más allá de las puertas del Prates se abre un mundo cuyas leyes son incompatibles con la vida humana.

»En el peor de los casos, toda Tramórea se convertirá en un lugar loco y desquiciado, un caos dominado por demonios que tiranizarán a los humanos, torturarán vuestros cuerpos y destruirán vuestras mentes.

»En el mejor de los casos, Tramórea será devorada en una gigantesca en una bola de fuego y estallará en una monumental conflagración. No quedarán ciudades ni aldeas, castillos ni templos, reyes ni mendigos. Ni siquiera el recuerdo de que los humanos exististeis alguna vez. Pero al menos el final será rápido.

Exististeis, pensó Kratos. Él no se incluía. ¿Qué estaba reconociendo Linar?

—Ésa es la verdad. La pedíais, y os la he dicho. Es una verdad terrible. Y lo peor, como suele ocurrir, es que tal vez no tenga remedio.

—Has dicho que «tal vez» no lo tenga —dijo Ahri—. Dándole la vuelta a la expresión, eso significa que tal vez sí lo tenga.

—Así es.

—Si el problema se halla en las lunas, deberíamos escalar hasta el cielo. ¿Cómo podemos hacerlo?

—Deja eso en manos de otros —respondió Linar.

Kratos recordó que Kalitres había dicho algo parecido. Cuando la divina Samikir se burló de él diciendo: «¿Piensas escalar al cielo, tah Kratos?», Kalitres habló por la boca de Darkos y aseguró: «De eso me encargaré yo».

—¿Y qué debemos hacer nosotros?

Linar entrecerró el ojo.

—Me pedís la verdad, pero a mí mismo se me muestra poco a poco, como memorias que ven la luz después de mucho tiempo. Cabalgad hacia Pabsha, como os dijo Kalitres. Allí habréis de embarcar hacia el este. En su momento, se os revelará el camino exacto.

—¿Para llegar adónde? —preguntó Kratos.

—A la tierra secreta de Agarta.

Agarta, pensó Kratos. ¿No era el nombre que había pronunciado Tarimán en su sueño? «Cuando llegues a Agarta, sube a la montaña Estrellada y blandirás tu propia espada de poder».

¿Y si fuese verdad?

Linar prosiguió:

—Una vez que estéis en Agarta, deberéis cruzar el puente de Kaluza para proteger las puertas del Prates. Pero os advierto que todas las fuerzas del cielo y del infierno intentarán impedíroslo.