Ya he neutralizado todos los sensores de Tarimán —dijo Taniar.
—¿Estás segura? —preguntó Tubilok.
Taniar se volvió hacia el rey de los dioses. Ambos se hallaban en la sala de control, pegados al suelo por la débil gravedad que producía la rotación del cilindro.
Ante ellos flotaba un modelo a escala del Bardaliut. Era un holograma sólido, formado por partículas electrostáticas que se movían en el aire siguiendo los patrones de un campo magnético controlado por Taniar. El cilindro de cuatro metros representaba el hábitat principal, que en realidad medía cuarenta kilómetros de un extremo a otro. Los dioses lo conocían como Isla Tres, un nombre tomado de un antiquísimo proyecto de ciudad espacial que ellos habían convertido en realidad.
A todo lo largo de la longitud del cilindro corrían dos franjas transparentes, sendos ventanales a los que llamaban oriente y poniente. En realidad no tenían orientación fija, ya que Isla Tres giraba sobre su propio eje veinte veces por hora para crear una gravedad artificial equivalente a la de la vieja Tierra. Por esos ventanales entraba la luz del Sol; no de forma directa, sino a través de dos enormes espejos ensamblados al casquete norte del cilindro, que podían desplegarse y girarse para capturar los rayos del astro rey y reflejarlos hacia el Bardaliut. Entre oriente y poniente corrían dos franjas cuyo ancho era el doble, los valles. Formaban la tierra firme del Bardaliut, más de ochocientos kilómetros cuadrados de bosques, jardines, colinas, lagos y palacios.
En un extremo del cilindro, más allá del casquete norte, se extendía un disco protector de metro y medio de radio, quince kilómetros en la realidad. Al otro lado de aquel escudo se encontraba el reactor de fusión que suministraba energía al hábitat.
Por el lado opuesto, el casquete sur estaba unido a un cilindro mucho menor, la sala de control donde se encontraban ahora. En el holograma medía tan sólo un centímetro. De dicha sala partía un conducto de tres kilómetros que en la maqueta flotante quedaba reducido a un hilo de luz. El túnel llevaba hasta el observatorio, un habitáculo esférico orientado directamente hacia el Sol, pero protegido de él por una sombrilla de materia programable.
El conjunto se hallaba rodeado por anillos de hangares y arsenales que albergaban armas, autómatas de reparación, lanzaderas de desembarco planetario y dos naves para viajar por el sistema solar.
Mientras rotaba ante ellos, el modelo entero brillaba con miles de diminutas luces rojas que parpadeaban.
—Todos esos puntos —explicó Taniar— eran cámaras, micrófonos, sensores de movimiento, distorsionadores sónicos y camufladores de imagen. Tarimán tenía instalados incluso láseres y pequeños artefactos explosivos.
—¡Retorcido y cobarde malandrín! ¿Has dicho «eran»?
—Así es, mi señor. Ya los he neutralizado.
A una orden muda de la diosa, los puntos rojos del holograma desaparecieron. Fue como si el Bardaliut se hubiera curado de repente de un fastidioso sarampión. Tan sólo quedaba una lucecita brillando en la sala de control, donde estaban ellos.
—Éste es su último infiltrado —dijo Taniar, abriendo la mano para mostrar una abeja a la que le había arrancado las alas—. Es un híbrido entre ser vivo y mecanismo cibernético. Sus ojos funcionan como cámaras y también tiene un micrófono.
—¿Estás segura de que ya no hay más? El conocimiento falso es más dañino que la ignorancia.
Conocimiento. Información. La clave de todo, se dijo Taniar. Quien posee la mejor información ha recorrido la mitad del camino hacia el poder. Pero para alcanzar el final de ese sendero hay que procurar que los datos que les llegan a los demás sean defectuosos: el arte de la desinformación o, en román paladino, la mentira. El lema de Taniar siempre había sido: «Dos fuerzas mueven al mundo: la mentira y la estupidez», y ella recurría sin vacilar a la primera para explotar la segunda. Auxiliándose de una variante infalible de la mentira, sobre todo con los desmesurados egos de dioses como Manígulat o Tubilok: la adulación.
—Puedes confiar en mí, mi señor. No pretendo rivalizar en astucia con Tarimán. Pero él sufre una desventaja. No está aquí. Nosotros sí. Ya no puede instalar más sistemas de vigilancia sin que lo detectemos, y tampoco se atreve a enviar señales de control para no delatar su posición. Ahora está a ciegas.
Aunque era una ingeniera de sistemas mucho mejor de lo que siempre había hecho creer a los demás, no pretendía superar a Tarimán en ese campo. Además, la destrucción del herrero no entraba en sus planes. Si por ella fuera, podía seguir agazapado en su escondrijo hasta el fin de los tiempos. Gracias a que Tubilok le había permitido entrar en la sala de control para limpiar el Bardaliut de dispositivos espía, la diosa de ébano había descubierto algo mucho más interesante que podía utilizar para sus propios fines.
Menos mal que Tubilok ya no puede leer nuestras mentes, se dijo. El dios omnisciente que reinó en el Bardaliut durante un breve tiempo la habría aniquilado por concebir aquellos pensamientos. No obstante, agachó la cabeza para rehuir su mirada. El gesto podía interpretarse como muestra de sumisión, y de paso le evitaba someterse al escrutinio directo de Tubilok.
—He observado que has rebajado mucho tu estatura —dijo el rey de los dioses.
—Así es, mi señor.
Y ya te expliqué el motivo, pensó. Pero, como todo lo relacionado con aquella espada llameante, Tubilok lo había olvidado.
—Me complace tu humildad, mi hermosa Taniar. El que se crece será humillado y el que se humilla será acrecentado.
Había sido un proceso de varios días. Para encoger su tamaño, Taniar había activado nanos que destruían literalmente células de su cuerpo, convirtiéndolas en productos de desecho que luego excretaba por la orina. (Algunos Yúgaroi habían reprogramado sus cuerpos para sustituir los sistemas de evacuación tradicionales por otros que consideraban más adecuados a su naturaleza divina. Taniar no era tan remilgada).
Por supuesto, la reducción mantenía la escala corporal y preservaba la integridad de las conexiones cerebrales. El proceso habría sido muy doloroso de no ser porque la diosa controlaba también sus neurotransmisores. Como resultado, ahora Taniar era prácticamente una enana en el Bardaliut, con sólo dos metros diez. Seguía siendo demasiado para camuflarse como humana en Tramórea, pero al menos podría pasar por una mujer muy alta, algo que habría resultado imposible cuando medía dos ochenta y cinco.
La cuestión de la estatura le recordó a Anfiún. Esbozó una sonrisa de desprecio. El que se hacía adorar como dios de la guerra había pretendido rivalizar incluso en altura con el anterior soberano de los dioses. ¡Qué puerilidad, medir unos centímetros más que Manígulat! Eso estaba al alcance de cualquiera de ellos, que podrían haber iniciado una escalada de crecimiento hasta convertirse en gigantes de cuatro, cinco, seis metros. Una estatura poco eficaz que además les habría obligado a rediseñar y reconstruir las zonas habitables del Bardaliut.
Tubilok cogió la abeja y la examinó en su garra metálica.
—De modo que Tarimán puede oír lo que hablamos en este preciso momento —dijo.
—Mientras no destruyamos este sensor, sí, mi señor.
En lugar de regenerarlos, Tubilok había recuperado sus antiguos ojos azules. En el hueco de la frente se había insertado una joya que cambiaba de color y que, según sospechaba Taniar, debía de ser también un arma. Esta vez no había confiado en nadie para la operación, que había llevado a cabo él en persona guiando a un cirujano robot.
Tampoco se despojaba de la armadura en ningún momento. Lo cierto era que tenía razones para recelar de todos. Cuando aquel humano le rompió la lanza mil años antes, la mayoría de los dioses aprovecharon para rebelarse en el acto. La primera, la propia Taniar, que fue quien azuzó al mortal para que atacase a Tubilok. Por suerte, éste se encontraba obnubilado por el extraño efecto de aquella espada flamígera y no había llegado a darse cuenta del papel que desempeñó Taniar. Una cosa era que formara parte de una revuelta colectiva y otra bien distinta que fuera ella la cabecilla.
Aprovechando la confusión de su rey, los demás dioses le habían arrancado los ojos como perros rabiosos. Tubilok, ciego y sin la lanza de Prentadurt, se había visto obligado a entrar en fase y convertirse en materia oscura para evitar que pudieran hacerle daño.
Tarimán, rescatado del Prates, había diseñado la trampa que encerró durante siglos al dios loco: una jaula de anillos de energía negativa cuya fuerza repulsiva afectaba incluso a la materia oscura. Mientras Tubilok fuera un fantasma no podría salir de esa prisión, pues fuerzas a las que no podía vencer lo empujaban al centro de la jaula.
Como segundo mecanismo de seguridad, Tarimán le vertió encima lava fundida. Cuando ésta se solidificó, el fantasma de Tubilok quedó encerrado dentro de un bloque de basalto. Si trataba de volver al estado de materia normal para manipular los anillos exteriores, descubriría para su disgusto que los átomos de basalto ocupaban el mismo espacio físico que los de su cuerpo. Corporeizarse significaría para él la aniquilación instantánea.
Una prisión destinada a ser perpetua. Pero alguien había intervenido para liberar a Tubilok. La conclusión que extraía Taniar de aquello era que nada es eterno.
Y que todos ellos tenían un problema. Pues Tubilok no era de los que olvidan. Aunque hubiera prometido ser generoso con aquellos a los que había llamado «banda de hermanos», jamás perdonaría lo que le habían hecho.
Era evidente que el dios a quien más aborrecía era Tarimán. Tubilok se acercó la abeja a la cara y dijo:
—Mi antiguo amigo, mi hermano. Sé que me escuchas. Sé que me ves.
»Juntos exploramos el universo. Lo hicimos con nuestras mentes y también con nuestros cuerpos materiales. Sólo tú comprendías mis anhelos, mi deseo de desentrañar los secretos de la realidad para poder manipularla y recrearla, para dominarla con la pura fuerza de mi pensamiento y mi voluntad.
»Cuánto me duele tu traición, la más dolorosa de todas, el más amargo de los acíbares.
»Has manipulado a todos los demás dioses. Te has atrevido a manipularme a mí. Fingiendo ser manso, has pretendido que los leones del foso comieran en tu mano. Pero eso se acabó. Te encontraré allá donde estés, y te pondrás de rodillas para suplicar ante mí.
»Y entonces te arrojaré a las tinieblas exteriores y será el llanto y el crujir de dientes.
Por supuesto, Tarimán no contestó. En el mismo momento en que Taniar descubrió que el Bardaliut estaba infestado de sensores, el dios herrero dejó de enviar señales de control susceptible de rastreo. Podía encontrarse en cualquier lugar de Tramórea o Agarta, quizá incluso en el interior de alguna roca del Cinturón de Zenort convertida en su propio hábitat. Sería absurdo que delatara su posición por responder a los reproches que le hacía Tubilok.
Tubilok prolongó una de las garras de su guantelete hasta convertirla en una finísima aguja y atravesó a la abeja con ella. Tras un chasquido y un breve chispazo, el sensor orgánico pasó a mejor vida.
—Adiós, Tarimán. O, mejor dicho, hasta pronto.
—Estamos impermeabilizados, mi señor —dijo Taniar—. Ya no sale del Bardaliut ninguna señal que no queramos transmitir, y por otra parte no recibimos ninguna emisión ajena que pueda hacerse con el control de nuestros sistemas. Ese traidor no volverá a burlarnos.
Tubilok puso la mano en el hombro de Taniar y apretó. Ella notó el frío tacto del guantelete y unos leves pinchazos de dolor que no se molestó en suprimir.
El rey de los dioses permitió que su yelmo se volviera transparente como una campana de cristal. Aparentemente volvía a ser el mismo que antes de extirparse los globos oculares: un rostro inteligente y atractivo, estabilizado en una especie de limbo atemporal que sugería madurez y vigor a la vez.
Pero en los momentos en que Tubilok se quedaba ensimismado contemplando quién sabía qué abismos de tiempo y de espacio, o cuando algo lo contrariaba, los destellos de locura volvían a asomar; algunas veces en tics muy sutiles y otras en visajes casi convulsivos que deformaban su rostro.
—Me has servido bien, mi valiente diosa guerrera. En lo poco me has sido fiel, así que al mando de lo mucho te pondré. Tú serás mi mano derecha a partir de ahora.
Taniar asintió. Aguantó la mirada de Tubilok lo justo para no parecer soberbia e inclinó la barbilla en señal de reverencia.
—Siempre ha sido un honor servirte, mi señor Tubilok. Por naturaleza soy leal. Por eso serví a Manígulat mientras fue nuestro líder. Pero siempre añoré la época en que nos gobernabas.
La boca de Tubilok se torció de forma imperceptible. Aunque el rey de los dioses ya no pudiera leer los pensamientos ajenos, Taniar sabía que no la estaba creyendo.
Se sirve de mí mientras le conviene, pensó. No le importaba. Que Tubilok siguiera pensando que ella, Taniar, era falsa y oportunista, una veleta que giraba siguiendo los impulsos del viento. Que la utilizara. Ella ya sabría utilizarlo a él.
Tubilok se volvió hacia la salida sur, dispuesto a regresar a su observatorio. Allí pasaba la mayor parte del tiempo. A veces lo acompañaba el humano que había traído de Tramórea, aquel cachorro al que, por alguna razón que a Taniar se le escapaba, le había permitido utilizar el fragmento de lanza para matar a Manígulat.
Quizá el motivo era que Tubilok conservaba más humanidad de la que hubiera deseado, y en el fondo echaba de menos confiar en alguien.
Pero Taniar no podía dejar que se retirara todavía. Necesitaba su autorización para salir del Bardaliut.
—Mi señor, con tu permiso… —dijo, tras un leve carraspeo.
Él se volvió con gesto de contrariedad. Seguramente, en el mismo momento en que le dio la espalda a Taniar se había olvidado de su presencia, e incluso de su existencia, para encerrarse en sus operaciones mentales y en los recuerdos del Onkos.
Había mucho de desdén y superioridad en ese rictus de fastidio e impaciencia. Por eso, sobre todas las cosas, Taniar odiaba a Tubilok. La ventaja es que el odio se puede esconder mejor que el desprecio.
—Si el tiempo de los demás es oro, el valor del mío se mide en diamantes, mi querida Taniar. Quedan pocos días para la conjunción, y aún tengo montañas de cálculos por realizar si no quiero que las fuerzas que pretendemos domeñar escapen de mi control y nos aniquilen a todo.
En el tiempo que has tardado en decirme eso podrías haberme escuchado, pensó Taniar.
—Perdóname, mi señor. Precisamente es tu valiosísimo tiempo lo que quiero ahorrar. Mi deber es recordarte que hay un peligro que te amenaza, y no me refiero a Tarimán, sino al arma que él forjó.
—Ignoro a qué te refieres.
—Ése es el peligro, mi señor. Lo hablamos hace dos días y, perdona mi atrevimiento, lo has vuelto a olvidar. Hace más de mil años un hombre, un simple mortal, te hirió con una espada llameante, rompió la lanza de Prentadurt y te la arrebató.
Lo que por supuesto no añadió fue que aquel mortal había entrado en el Bardaliut porque lo había traído ella.
—Es cierto. —Tubilok hizo girar el astil de la lanza entre los dedos y miró a un lado, como intentando recordar—. No, no lo es. Eso no ocurrió.
—Mi señor, perdona mi insolencia, pero ¿cómo perdiste la lanza si no es así? —No se atrevió a mencionar los ojos, por temor a desatar la ira de Tubilok.
El gesto de desconcierto del ser que había sido omnisciente valía un mundo, pero Taniar se miró la punta de los pies para no ofenderlo.
—Explícate —dijo el dios en tono seco.
—Tarimán se las arregló para diseñar un arma que provoca una especie de hueco mental en ti, una extraña ceguera selectiva. Por su propia naturaleza no puedes percibirla, ni siquiera recordarla. Es una simple espada, sí, pero puede ponerte en peligro.
—¿Una espada? ¿Qué sugieres que haga?
—Que me permitas encontrar esa arma y a la persona que la empuña y destruirlas a ambas.
—¿Yo, Tubilok el Pionero, señor del Bardaliut, debo confiar en una vasalla para que me salve la vida?
—Nada más lejos que insinuar que puedas depender de mí, mi señor. —Taniar se arrodilló, ella misma tomó la muñeca de Tubilok y se puso su mano en la cabeza—. Aplástame el cráneo en este mismo momento con tu guantelete, arráncame la cabeza y destruye mi cerebro sin posibilidad de regeneración.
Tubilok apartó la mano.
—Ahórrate el melodrama, Taniar.
—No es melodrama, mi señor, sino fidelidad, y también enojo conmigo misma por haberme expresado tan mal que pueda sugerir el menor atisbo de soberbia por mi parte. Es sólo que…
—¿Qué?
—Que esa espada fue diseñada específicamente para ti, una astucia de Tarimán para burlar tu omnisciencia. Cualquier otro dios o mortal puede verla. Por eso es tan peligrosa para ti, y por eso esta tu humilde esclava se sentiría honrada si le encomendaras la misión de destruirla.
—Hazlo, pues. Ahora tengo otras cosas en que pensar.
—Mi señor…
Tubilok se volvió una vez más. Sus dedos apretaron con fuerza la lanza de Prentadurt. Por un instante Taniar se vio haciendo compañía a todas las almas que penaban dentro de ella.
—Sí —preguntó sin entonación.
—Para hacerlo no tengo más remedio que bajar a Tramórea.
—Ya he levantado la prohibición para ti. Termina con ese asunto del que estabas hablando. Sin hacerme perder más tiempo.
Se ha vuelto a olvidar de la espada, se dio cuenta Taniar. No volvió a levantar la cabeza hasta que Tubilok hubo salido por la puerta de diafragma y entró en el conducto que llevaba a su observatorio.
Por supuesto, Taniar sabía que Tubilok, aunque ya hubiera perdido los ojos de los Tíndalos, seguía teniendo sus propios dispositivos de espionaje. La sonrisa que se permitió fue interior, un gesto secreto. Ya podía bajar a Tramórea para apoderarse del objeto que buscaba.
Que no era precisamente una espada.