MESETA DE MALABASHI

La segunda noche de cabalgata, los setecientos elegidos de Kratos durmieron en un campamento de los Khrumi, los habitantes nómadas de Malabashi. Era un asentamiento temporal donde habían pasado el verano; allí, a la vista de las nevadas montañas de Atagaira, los pastos eran más verdes y hacía menos calor. Pronto trashumarían hacia tierras más bajas, huyendo del frío inminente y buscando hierbas ya renovadas por las lluvias otoñales.

Kratos no guardaba muy buen recuerdo de los Khrumi o, por precisar más, de los Atavi sedentarios que al abandonar la ciudad se convertían en Khrumi. Había estado a punto de morir asesinado por ellos, y se había salvado tan sólo porque su hijo Darkos apareció en el momento más oportuno blandiendo una espada llameante y haciéndose pasar por el Zemalnit.

—Entonces no es tan mal recuerdo, padre —le dijo Darkos mientras entraban en aquel campamento, un gran anillo de tiendas en cuyo centro había un cercado de caballos y cabras—. Gracias a eso nos conocimos.

—Sí. Y gracias a eso también has podido chantajearme para que te permitiera venir con nosotros. Seguro que ya te has arrepentido.

—¡No, ni me voy a arrepentir! —respondió Darkos.

El muchacho estaba tan molido por la larguísima jornada a caballo que casi no podía bajar de la silla. Kratos tuvo que ayudarlo a desmontar. Él mismo sentía tales dolores y calambres que, si hubiese obedecido al reclamo de su cuerpo, habría caminado con las piernas abiertas como un marinero borracho atracado en un puerto. No lo hacía así por pura fuerza de voluntad, pero cada vez que plantaba los pies en el suelo le subía una cuchillada de dolor desde la pantorrilla hasta la cadera, y toda su espalda era una inmensa contractura.

Entre los Invictos, pese al cansancio y la ropa empapada, se oían bastantes comentarios jocosos sobre las rozaduras y agujetas, y cuando Gavilán comparó el estado de sus posaderas con las nalgas de un mandril desató un coro de carcajadas. Todos ellos estaban avezados a cabalgar y desde hacía meses era raro el día en que no plantaban el trasero en una silla de montar; pero la media jornada de la víspera y la completa de aquel día habían sido extenuantes. Habían subido a la silla antes de salir el sol para no apearse de ella hasta después de anochecer, salvo cuando cambiaban de montura, ya que cada uno llevaba tres caballos.

Y sólo hemos empezado el viaje, pensó Kratos.

Sus anfitriones los Khrumi eran gente extremosa tanto en hospitalidad como en beligerancia. En esta ocasión demostraron la primera durmiendo fuera de sus tiendas para que los Invictos pudieran pernoctar con un techo sobre sus cabezas, aunque fuese de tela. También compartieron con ellos su cena, encendieron hogueras para que se secaran después de los dos chaparrones que les habían caído durante el día y almohazaron y alimentaron a sus caballos. A cambio, los Invictos no tuvieron más remedio que brindar con ellos bebiendo su tristemente célebre licor de leche fermentada.

Kratos había avisado a sus hombres de que no sólo no debían tocar un pelo de la cabeza a las mujeres Khrumi, sino ni tan siquiera atreverse a mirarlas. Derguín le había contado que se vio obligado a huir de un poblado como ése a uña de caballo por culpa de un desliz amatorio del Mazo.

En realidad, se trataba del mismo campamento. Kratos no tardó en comprobarlo. Uno de aquellos nómadas, tocado como todos ellos con un turbante en el que había enganchado un cuchillo de filo ondulado, llevaba colgada del cinturón una calavera monda y amarillenta. Los cráneos humanos desnudos tienden a parecerse, pero Kratos habría jurado que aquél era Faugros, el extraño amuleto que El Mazo llevaba siempre encima. Al acercarse más, la muesca que tenía en el hueso frontal se lo corroboró. Era la marca dejada por las garras de un enorme lagarto bípedo que los había atacado durante su viaje por el río Ĥaner. De pronto todos aquellos días intensos y terribles le volvieron a la cabeza. Tylse la Atagaira había matado a aquel lagarto con su espada. Después, ella misma había perecido mordida por una serpiente. De los demás que hicieron aquel viaje con Kratos, el odiado Aperión había muerto, y también Krust, y El Mazo, y de Linar no había vuelto a saber nada jamás.

Recordando un proverbio atribuido a los Khrumi, Kratos pensó con melancolía: En verdad que somos arena en el viento.

—¿Por ventura no pasarían por aquí en verano un hombre grande y peludo como un oso y otro más joven y delgado? —le preguntó al tipo del cráneo.

El Khrum interrogado se atusó la barba y frunció las cejas.

—¿Acaso eran amigos tuyos esos dos perros lujuriosos? —dijo en tono hostil. Tenía los dedos demasiado cerca de la empuñadura del cuchillo para la tranquilidad de Kratos, que decidió improvisar algo.

—¡En absoluto! Ambos eran enemigos míos.

—¿Cuán enemigos? —preguntó su interlocutor en tono dramático. Incluso en conversaciones privadas, los Khrumi tendían a hablar como oradores ante una multitud, con aspavientos y grandes voces.

—Esa calavera que llevas ahí es la cabeza de mi hermano Faugros —respondió Kratos—. El gigantón lo mató para robarle su ganado, y no contento con eso tuvo la desfachatez de decapitarlo y descarnar su cráneo para quedárselo como trofeo. ¿Ves la cicatriz de la frente? Se la hizo con una piedra, el muy traidor.

—¡Oh, qué ultraje! Aquí también cometió un crimen. ¡Deshonró a nuestro jefe! Le robó el honor a su hija. ¡Qué los dioses nos concedan que vuelva a caer en nuestro camino, o que al menos le den una mala muerte! —El Khrum desató la calavera de su cinturón y se la tendió a Kratos—. Toma esto, extranjero, para que puedas enterrar a tu hermano.

—Yo no… —De pronto, Kratos se arrepintió de haber inventado aquella absurda historia.

—¡Ten! Así, cuando llegue el Día de la Retribución tu hermano Faugros podrá presentarse ante Vanth de cuerpo entero.

Al final, Kratos se encontró, entre otros presentes de hospitalidad, con aquel cráneo del que nadie salvo El Mazo sabía a quién pertenecía. Derguín sospechaba que podía ser de su joven esposa, que había muerto tras ser violada por un noble Ainari; pero no lo sabía con certeza.

Mientras metía la calavera en una alforja con la intención de enterrarla en cuanto se presentase la ocasión, vio que Ahri seguía sentado sobre el lomo de su yegua, a unos cuantos pasos del cercado donde los Khrumi atendían a las demás monturas. El Numerista tenía las manos cruzadas sobre el arzón y no se movía. Si no fuera porque sus enormes ojos de búho estaban abiertos, Kratos habría jurado que se había quedado dormido encima de la silla.

—¿Qué tal va nuestro pequeño misterio, Ahri? —le preguntó.

La víspera le había revelado las claves de las tres Tahitéis, un secreto que podría costarle la vida si algún otro Tahedorán se enteraba. Según Kalitres, existían más aceleraciones y los dioses las conocían. La misión de Ahri era averiguar las series de números que las invocaban. Kratos sospechaba que las cifras de aquellas series eran arbitrarias. Pero si se equivocaba y obedecían a algún tipo de lógica, nadie mejor para descubrirla que un Numerista obsesionado con los cálculos.

Ahri miraba a la nada. Kratos dio una palmada que restalló en el aire.

—¡Ahri!

El Numerista parpadeó tres veces seguidas y meneó la cabeza.

—Perdona, tah Kratos. Seguía dándole vueltas al asunto de las aceleraciones.

—¿Y esas vueltas te llevan a alguna parte?

Ahri pasó la pierna derecha sobre el lomo de la yegua y se deslizó hasta el suelo; una distancia muy corta, considerando la escasa alzada del equino y lo larguirucho que era él. Al desmontar no suspiró ni emitió gruñidos guturales, como hacían la mayoría de los expedicionarios al poner pie en tierra. Al parecer, el esfuerzo intelectual hacía que Ahri se abstrajera de las molestias físicas.

—¡Oh, me llevan a muchas partes y a ninguna a la vez! —dijo—. Pero he hecho algunos avances.

—¿Ya conoces al menos los números de la cuarta serie? ¿Puedes decírmelos?

Ahri lo miró con perplejidad.

—¿La cuarta serie? No, tah Kratos. Ni siquiera he llegado a averiguar todavía qué relación existe entre las tres primeras.

—Entonces, ¿se puede saber en qué has avanzado?

La impaciencia de Kratos era en parte fingida y en parte auténtica. Siempre resultaba divertido mortificar a Ahri, pero además éste le había hecho concebir la esperanza de conocer dos aceleraciones más.

A ratos, Kratos se preguntaba si no se trataría de una broma pesada de Kalitres. En su personalidad del Gran Barantán era muy dado a ellas. Así lo había demostrado al escribir la llamada Crónica del Año Mil, en la que afirmaba entre otras falacias que Derguín había luchado contra él a orillas del mar Ignoto y lo había herido de gravedad.

Pero si el hombrecillo no mentía, aquel secreto podría convertir a Kratos en el guerrero más poderoso que jamás hubiera pisado Tramórea. Ahora mismo, de todos los hombres que viajaban en aquella expedición, él era el único que había bebido la Mixtura y superado la prueba del Espíritu del Hierro. Si llegaba a conocer una cuarta Tahitéi, ¿qué rival mortal podría derrotarlo?

¿Habría una quinta? El Gran Barantán había dicho: «Echarás de menos conocer más aceleraciones». Eso parecía implicar al menos dos Tahitéis extra. Pero tal vez no había por qué tomar sus palabras de forma literal.

No obstante, había otra cuestión que lo preocupaba. ¿Resistiría su cuerpo de cuarentón el esfuerzo de una cuarta o una quinta aceleración?

Tres años antes, Kratos había estado a punto de morir por abusar de Urtahitéi. En aquella ocasión pasó acelerado el tiempo necesario para luchar contra los guerreros que rodeaban a Aperión y matar a varios de ellos, romper la cristalera del torreón principal de Mígranz con un pesado sillón, saltar por la ventana hasta un árbol, huir corriendo del patio de armas, llegar como una exhalación a los establos y ensillar a Amauro. Sólo después de montar en su caballo se había permitido pronunciar la fórmula para salir de Urtahitéi. En ese mismo momento, al notar los dolores musculares que le recorrían todo el cuerpo, comprendió que se había excedido, y mucho. Si Linar y Mikhon Tiq no lo hubieran cuidado en la aldea de Banta, seguramente no habría despertado del estado de inconsciencia en que llegó. Había tardado un día entero en recuperarse.

Era evidente que, cuando Ahri descifrase la clave —si es que existía—, Kratos tendría que usar las nuevas Tahitéis con mucha prudencia.

—Sí que he avanzado, tah Kratos —respondió el Numerista—. Para empezar, he descartado hipótesis erróneas.

—¿Descartar algo es avanzar? —se extrañó Kratos.

—Cuando uno llega a una encrucijada en la que se abren muchos caminos, es bueno descubrir cuáles llevan a extraviarse, ¿no crees, tah Kratos?

—Ya.

Kratos hizo ademán de marcharse. Si Ahri no había desentrañado el secreto todavía, aquella conversación perdía interés para él. Además, tenía muchas cosas que hacer, organizar y disponer.

Sin embargo, el Numerista no era persona que captara bien las señales tácitas que indican que un diálogo debe darse por terminado, e insistió en brindarle más pormenores de sus pesquisas.

—Hasta ahora he trabajado con sucesiones de potencias, y también con restos, progresiones aritméticas y logaritmos. En una ocasión he conseguido resultados prometedores, porque el algoritmo que estaba utilizando me permitió obtener la primera matriz de números. Pero al llegar a la segunda todo se descabaló. Entonces planteé la hipótesis de los…

Kratos le dio una palmada en el hombro.

—Creo que deberías descansar hoy, Ahri. Tienes mala cara. No quiero que te obsesiones. ¿No me contaste que el superior de tu orden se volvió loco calculando?

—Más o menos. Desde hace quince años, el Primer Profesor no se dedica a otra cosa que a extraer decimales de la raíz cuadrada de dos. Le tienen que dar de comer y beber, e incluso lo limpian cuando…

—¡Basta! No quiero saber ni cuándo ni por qué lo tienen que limpiar. Descansa y ya está. Sé que si tú no descubres ese secreto, nadie lo hará.

Tah Kratos…

Oh, no, otra vez. Se volvió de nuevo con un gesto de fastidio que no pretendió disimular.

—¿Y ahora qué pasa?

—¿Puedo decirte algo en confianza sin pecar de atrevido?

Sospecho que no, pero lo vas a hacer de todas formas.

—Adelante.

—Me has comentado que tengo mala cara. Por eso me he decidido a decírtelo.

—¿El qué?

—Que a ti te ocurre lo mismo. Salta a la vista que algo te atormenta.

Kratos levantó los hombros e inspiró ruidosamente.

—¿Recuerdas cuando Gavilán te dijo que yo sólo uso cuatrocientas palabras al día? Creo que contigo ya las he gastado todas.

—Sólo has empleado ciento cuatro palabras antes de tu pregunta, y ciento veintiséis después. ¿Qué es lo que te aflige?

Kratos se vio a sí mismo desenvainando la espada y decapitando a Ahri con una Yagartéi. Respiró hondo y contestó:

—Media ciudad destruida, quinientas personas muertas, un viaje frenético a no sabemos dónde, una guerra contra los dioses. Bagatelas sin importancia.

—No pude evitar oír tu discusión con Aidé antes de salir de Nikastu.

—¿Qué no pudiste evitarlo?

—No, tah Kratos.

—Pero ¿al menos lo intentaste?

—Proferíais gritos muy fuertes. Sobre todo ella.

En eso lleva razón, pensó Kratos.

Ahri insistía.

—¿Estás triste pensando que os despedisteis enfadados el uno con el otro y que en el peor de los casos, si perecemos en este viaje, no os volveréis a ver?

—No sé si lo había pensado así, Ahri, pero te agradezco mucho que tú me lo recuerdes. Sin duda me levantará el ánimo.

—Quizá podrías escribirle una carta, tah Kratos. Tenemos cayanes. Podrías enviarle uno para decirle que la quieres y que la echas de menos. A las mujeres les gustan esas cosas.

—¿Tú me das consejos sobre mujeres? ¿No juraste ser célibe al convertirte en Numerista?

Ahri desvió la mirada y se rascó la frente, como si la estrella de siete puntas tatuada le quemara. Kratos sabía que había abandonado la orden precisamente por asuntos de alcoba.

—Es una parte de nuestra doctrina en la que nunca he estado de acuerdo. La experiencia propia y la ajena me demuestran que las tensiones que se crean cuando uno acumula eso en… Ya sabes.

—Sí, sé perfectamente qué es lo que se acumula y dónde.

—Lo que quiero decir es que esas tensiones no son beneficiosas para la concentración. El abuso de las actividades amatorias es perjudicial para un matemático, pues la extenuación del cuerpo repercute en la mente. Pero la abstinencia total produce obsesiones enfermizas que no permiten al pensamiento concentrarse y remontar el vuelo a las alturas místicas de los números.

Aprovechando que Ahri estaba tomando aire tras su retahíla, Kratos le propinó otra palmada en el hombro menos cariñosa que la anterior y dijo:

—Yo no sé contar palabras como tú, pero lo que sí sé es que esta conversación ha tenido ya demasiadas. Hay otros asuntos que debo atender. Tú descansa y ya pensarás en números en otro momento.

Ya le había dado la espalda cuando Ahri le dijo:

—¿Escribirás esa carta?

—¡Sí, maldita sea! ¡La escribiré! —gruñó Kratos sin volverse.

—He hablado con tah Kratos. Está muy arrepentido de haberse despedido de ti con tanta frialdad. Me ha reconocido que te ama y que te echa de menos, y que te va a escribir una carta.

Las palabras de Ahri eran sinceras. Aunque Kratos no había dicho literalmente eso, el Numerista, muy preciso en matemáticas, no lo era tanto en cuestiones de lenguaje. Además, adolecía de cierta tendencia a escuchar lo que quería.

—¿De verdad te lo ha dicho? —A Aidé se le aceleró el corazón. Pero al momento su humor cambió. Era algo que le ocurría mucho en los últimos días—. ¿Por qué le has hablado de mí? Puede sospechar algo.

—Tu disfraz es bueno, Aidé, y estás entre amigos de confianza.

—Todos sabemos que tu boca no es una tumba.

La nuez del Numerista subió y bajó como un huevo de codorniz enterrado bajo su piel.

—Ignoro qué puede haberme granjeado una fama tan injusta, cuando siempre he sido un confidente muy discreto.

—Por eso me cuentas siempre todo lo que hablas con Kratos: los dineros de la Horda, sus planes de batalla, las discusiones que tiene con Abatón…

—¿Es que no debería contártelo?

—¡Claro que sí!

—Entonces, ¿a qué tengo que…?

—¿De verdad te ha dicho que me ama?

—¡Sí, por supuesto! Además la devoción que siente por ti salta a la vista.

Ella sonrió y sus ojos se iluminaron. Pero enseguida la asaltaron dudas, y también un extraño sofoco, y se preguntó si en realidad merecía la pena toda esa locura. Se sentía agotada y tenía la espalda dolorida y la entrepierna magullada de dar botes durante horas en la silla de montar.

Para que Kratos no la reconociera, se había cortado el pelo a la altura de la nuca y se lo había teñido de rojo con una mezcla de sebo y ceniza de haya. Disimulaba la tez morena que había heredado de su madre blanqueándose constantemente con albayalde.

En cuanto a los pechos, los llevaba comprimidos por una banda bien prieta que le daba tres vueltas al cuerpo. No le venía mal para cabalgar, pues reducía los dolorosos rebotes. Pero aunque su embarazo era todavía tan temprano, Aidé ya notaba cómo se le empezaban a hinchar los senos y a ratos suspiraba por quitarse ese molesto ceñidor. Sin embargo, no quería revelar a nadie más que era una mujer. Tan sólo conocían su verdadera identidad Ahri, Gavilán y otros dos soldados de la compañía Terón que la flanqueaban durante las cabalgatas y se las arreglaban para taparla de ojos ajenos cuando tenía que hacer sus necesidades.

—Esto me va a costar que Kratos me despelleje —le había dicho Gavilán en Nikastu, cuando ella le contó su plan—. Y bastantes llagas me dejó ese cabronazo de Anfiún como para que me arranquen más tiras de piel.

Pero al final había cedido. Como hija de Hairón, Aidé ejercía mucho ascendiente sobre los hombres de la Horda. Además, había manipulado a Gavilán aprovechando que, por muy tabernario que fuese su lenguaje, en el fondo era un romántico. Aunque no se lo habría reconocido a nadie, el antiguo sargento le pedía a Aidé novelas Ritionas para leerlas a hurtadillas. Cuando se las devolvía, más de una vez se enjugaba lagrimones gordos como canicas. En aquellos relatos, los amantes se veían separados por piratas, monstruos o malvados hechiceros, pero al final siempre se reunían de nuevo y eran felices. ¿Cómo iba el viejo Gavilán a convertirse en uno de esos villanos y separar a una pareja que había vivido una historia de amor tan novelesca como Aidé y Kratos?

En cuanto a Ahri, Aidé se dijo más de una vez que quizá no debería habérselo confesado, pues era de natural parlanchín. Pero también era la persona que más caso le hacía en la Horda Roja, y ahora Aidé se sentía muy sola y necesitaba hablar con alguien. Para su desgracia, en este viaje el antiguo Numerista no podía atenderla tanto como ella habría deseado, pues pasaba la mayor parte del tiempo abismado en sus cálculos para desentrañar las claves de dos hipotéticas aceleraciones.

Aidé sospechaba que Ahri estaba un poco enamorado de ella. Aunque la estrella tatuada en su frente y su cuerpo flaco y desgarbado revelaban su naturaleza mística y a ratos despistada, sus labios carnosos delataban una propensión a ceder a las tentaciones de la carne. Aidé sabía que Ahri se acostaba de vez en cuando con una de las seguidoras del campamento, una treintañera jaquetona llamada Ozna. También conocía una anécdota suya poco edificante: en Koras se había hecho un esguince en el tobillo al saltar del balcón de una mujer casada.

Pese a que no tenía ninguna intención de serle infiel a Kratos —y menos con alguien tan desgalichado y con los ojos tan saltones—, de vez en cuando al hablar con Ahri pestañeaba más rápido, le miraba a la boca en lugar de fijar la vista en su frente y se acercaba a él sólo un poco más de la cuenta. No por coquetería, se decía a sí misma, sino porque era una tontería poseer poder sobre alguien y no ejercerlo.

—¿Cuándo me va a escribir esa carta? —le preguntó.

—Seguramente lo esté haciendo ahora —respondió Ahri.

—Si te pide que la repases como siempre, no lo hagas. Lo que me diga quiero que quede entre nosotros.

—Procuraré evitarlo, pero ya sabes que es un hombre muy testarudo.

Cuando se acostó en una yurta que olía a piel de cabra, queso de cabra y estiércol de cabra, apretujada entre el cuerpo de Gavilán y un mástil de madera, Aidé descubrió que a pesar de estar tan cansada no era capaz de dormir. Para colmo, la rodeaba un coro de ronquidos. Compartir lecho con un hombre podía ser duro, pero hacerlo con más de treinta suponía un suplicio para los oídos y el olfato.

La noche era oscura y no había luces en la tienda, por lo que daba igual cerrar los párpados o no. Pero los ojos se le abrían solos, como si hubiera algo interesante que ver en el techo de piel. Aidé no hacía más que revivir su furibunda discusión con Kratos, o inventar otras trifulcas nuevas en las que él le hacía reproches a cuál más injusto y ella se regodeaba en su propia indignación.

¿Por qué me pasa esto?, se preguntó. Debería sentirse feliz, conformarse con lo que tenía. Había conquistado a Kratos, tal como había deseado desde aquella noche en que escapó de la tienda de Forcas. Era mejor partido que el duque: jefe de la Horda, el mayor Tahedorán de Tramórea y, por supuesto, cien veces más hombre que Forcas. Al igual que Hairón, habría sido un gran Zemalnit.

Aunque tal vez la Espada de Fuego le hubiera supuesto una carga terrible. El padre de Aidé nunca se había quejado de esa responsabilidad, pero para Derguín parecía ser un tormento. Aidé lo había conocido como un joven delgado, a menudo con la mirada perdida y un brillo extraño en los ojos, como si el fuego de Zemal le contagiara su fiebre. Pero desde que perdió la espada había empeorado, y parecía famélico y desvalido como un cachorrillo abandonado bajo la lluvia. De ser el Zemalnit, ¿de qué modo lo habría sobrellevado Kratos? ¿Cómo un honor o como una tortura?

Kratos, Kratos. Todo orbitaba en torno a él. Desde que se enamoró, Aidé experimentaba sensaciones que la dominaban y que no podía controlar. Cuando todavía era amante del duque, por más que quisiera evitarlo no podía dejar de seguir a Kratos con la vista cada vez que entraba en la tienda de mando. Se moría por acercarse a él, por tocarlo, por aspirar su olor. En aquellos primeros días, una sola frase que intercambiara con Kratos podía servirle de alimento durante toda la jornada. Por la noche le daba vueltas y a ratos interpretaba que esas exiguas palabras eran amables y cálidas y se sentía feliz, pero al momento cambiaba de opinión y se decía a sí misma que aquel breve «Como desees, señora» tan sólo revelaba frialdad e indiferencia.

¡Qué duro era el enamoramiento! Para colmo, todavía no había salido de él y ya notaba otras sensaciones incontrolables que brotaban de su interior, como chorros a veces cálidos y a veces gélidos que alteraban sus pulsaciones y la hacían montar en cólera, reír a carcajadas o llorar sin saber por qué.

Algo extraño y ajeno se había apoderado de ella. ¿Podría ser el minúsculo bebé que llevaba dentro? ¡Qué pena que en la expedición no viniese ninguna mujer! ¿Con quién podía hablar de ese embarazo del que se había enterado tres noches antes? ¿Quién la aconsejaría, quién comprendería sus miedos, quién la escucharía de verdad y no como los hombres?

Baoyim. No había terminado de pronunciar la última letra de su nombre cuando descartó la idea con rabia. Ella no tenía hijos, y aunque los tuviera, ¿qué podían saber esas viragos que cuando parían dejaban a sus retoños al cuidado de los varones de su raza?

Al pensar en Baoyim recordó que era ella quien había desaconsejado que cabalgara debido a su embarazo. Se tocó la tripa, aprensiva, y se preguntó si aquella especie de renacuajo que había visto Mikhon Tiq con su magia seguiría allí, bien agarrado en sus entrañas, o se estaría desprendiendo con las violentas sacudidas del viaje. Se sintió culpable. Después le echó la culpa a Baoyim, recordó cómo miraba a Kratos y cómo Kratos la miraba a ella, y toda la rueda de celos, dudas y tortura empezó a girar de nuevo, más rápida y delirante conforme avanzaba la noche y la razón y la lógica aflojaban sus riendas sobre la mente.

El cielo seguía negro como betún cuando el guardia del último turno despertó a Kratos. Éste se incorporó a duras penas, más dolorido aún que el día anterior. Se dio ánimos recordándose que, cuando los demás Invictos se levantaran, verían a su jefe ya espabilado y dispuesto a la acción. «El ejemplo del general manda más que mil órdenes» era una de las máximas del libro de Vurtán. Forcas jamás había dado ejemplo, ni ése ni ningún otro, y por eso bajo su mando la Horda había estado a punto de ser destruida.

Tras orinar junto al vallado de los animales, Kratos desayunó de pie cerca de una hoguera. El café de los Khrumi era pastoso y amargo, pero agradeció meterse algo caliente en el estómago. El viento soplaba desde la sierra y traía con él la gelidez de sus cimas.

—Tendremos un día frío, tah Kratos —comentó otro soldado de guardia, arrebujándose en el capote.

—Eso parece.

No tenía muchas ganas de conversar. Se alejó unos pasos mientras terminaba el café y masticaba una torta de garbanzos. Lejos de las llamas, las estrellas parecían multiplicarse por cien. Bajo ellas y el Cinturón de Zenort se adivinaba el perfil recortado y cada vez más alto de las montañas de Atagaira. Pero lo que llamó la atención de Kratos se hallaba detrás de la sierra. Una fina aguja de luz plateada se elevaba hacia el cielo por encima de las cumbres.

—Lidupirgo.

Kratos se volvió hacia su derecha. Era Baoyim. No la había oído acercarse.

—¿No es Etemenanki?

—Lo es. Las leyendas de mi pueblo también la llaman así. Lidupirgo era un gigante de mármol que creció hasta llegar al cielo. La diosa Taniar lo derribó con un rayo, pero aún quedan restos del gigante, lo que los demás conocéis como Etemenanki.

—Anoche cuando nos acostamos no se veía. Y anteanoche tampoco. ¿Por qué vuelve a haber luz en ella?

—No lo sé, tah Kratos. El Rey Gris está muerto, pero Derguín me contó que tenía un sirviente llamado Barbán. Debe de ser él quien enciende las luces de Etemenanki, ignoro con qué propósito.

—Espero que nuestro camino no nos lleve hasta allí. La idea de escalar una torre más alta que las montañas y ver que el cielo es negro en pleno día no me seduce. Si hemos de guerrear, prefiero que lo hagamos con los pies bien plantados en la tierra.

En aquel momento, Kratos no podía tan siquiera intuir que iba a combatir en parajes aún más extraños y que contemplaría las montañas de Agarta desde una altura mucho mayor que la de Etemenanki.

Apartó la mirada de las alturas. En la meseta, que todavía era un vasto mar de sombras, flotaba una mancha blanca fantasmal que se alejaba hacia el este.

Riamar —dijo Baoyim—. Lleva desde ayer galopando por delante de nosotros.

—Lo sé.

Riamar es muy listo. Si viaja en nuestra misma dirección, eso significa que volveremos a ver a Derguín.

Kratos no contestó. Sospechaba lo mismo, y era un pensamiento que despertaba emociones contradictorias en él. Se habían separado de mala manera, echándose en cara acusaciones injustas. Por otra parte, si iban a combatir contra los dioses necesitarían al Zemalnit. ¡Qué bien les habría venido la Espada de Fuego para destruir la estatua de Anfiún! Por desgracia, Derguín la había perdido, y mientras no lograra recuperarla sólo sería un Tahedorán más. Tan bueno como él, pero…

Sí, en el fondo yo sólo soy un hombre más, se dijo.

A no ser que la aparición del sueño fuera veraz, y que Tarimán estuviera forjando para él otra espada de poder.

—Mañana llegaremos a Atagaira.

El comentario de Baoyim recordó a Kratos el mensaje de Dilmaril, regente de Atagaira, que les había llegado atado a la pata de un cayán. Estaba dispuesta a ofrecer paso a los Invictos. «Pero mientras os encontréis en los subterráneos de Atagaira viajaréis con los ojos vendados y sin armas», añadía la carta.

—No estoy dispuesto a aceptar esas condiciones —dijo Kratos—. Son humillantes.

—Te entiendo, tah Kratos. Pero tú también debes ser comprensivo. Los únicos varones extranjeros que entran en Atagaira son los prisioneros que nos sirven en los harenes.

—Salvo Derguín y El Mazo.

—Ellos eran dos. Vosotros sois setecientos. Es casi una invasión. ¿Permitirías tú que setecientas Atagairas se plantaran en Nikastu, recorrieran sus murallas e inspeccionaran sus defensas?

—En circunstancias normales, no. El problema es que no vivimos circunstancias normales.

Baoyim suspiró.

—Conozco bien a Dilmaril. Es tía mía, aunque me temo que eso no servirá de nada. Su cabeza es tan dura como el granito de Acruria. Tendrás que ceder a sus exigencias.

—Eso ya lo veremos.

—¡Ahora eres tú quien se obstina!

Kratos la miró entrecerrando los párpados, ya de por sí rasgados.

—¿Cabalgar por unos túneles que no conocemos, con los ojos vendados, inermes, sin escapatoria posible en caso de que nos traicionen? ¿Te parece una opción razonable?

—Las Atagairas no os traicionarán.

—Baoyim, sé que eres una persona honorable. Te admiro y te respeto como guerrera, algo que pensé que jamás le diría a una mujer.

Ella enarcó una ceja.

—Lo mismo podría decir yo de un hombre.

—Pero entre las tuyas hay frutas podridas, como las hay en la Horda. ¿Acaso no fue tu prima Ziyam quien traicionó a Derguín y asesinó al Mazo?

—Dilmaril no es así.

—No la conozco. Pero el poder cambia a mucha gente. —Kratos sacudió la cabeza, rotundo—. No cumpliremos las exigencias de Dilmaril.

Baoyim suspiró.

—Entonces habrá sangre.

—Si no hay más remedio, que así sea —dijo Kratos, y se marchó sin añadir más.

Por desgracia, alguien había observado aquella conversación desde las sombras, a demasiada distancia como para entreoírla. Aidé podría haber interpretado de otra manera los ademanes cada vez más enérgicos, la forma en que Kratos y Baoyim agachaban el mentón al hablar y la frialdad de la despedida. Pero apenas había dormido, se había levantado con el estómago revuelto y, aunque ni ella misma se daba cuenta, no podía pensar con claridad.

Es una discusión de amantes, pensó. Sí, aquélla era la demostración palpable de que Kratos y aquella zorra Atagaira andaban liados.

En el este el cielo empezaba a clarear, pero las cumbres nevadas de las montañas eran borrones blancos para Aidé. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Oh, dioses, pensó, olvidando que estaban en guerra con ellos, ¿por qué he venido hasta aquí?

Y sabía que las jornadas venideras serían aún peores.