RITIÓN NORTE

El día 14 de Bildanil, Derguín y El Mazo llegaron a Lantria, en la costa del continente. Lantria era un puerto floreciente gracias a la calzada Nortina, que servía de unión entre Zirna y la Ruta de la Seda al norte y el mar de Ritión al sur.

Más allá de los largos espigones de hormigón que cerraban el fondeadero se alzaba un tupido bosque de mástiles y cordajes. Sobre los palos y cofas el viento hacía flamear banderas y gallardetes de más de treinta ciudades Ritionas, y también ondeaban pabellones con los dientes de sable de Áinar y los dragones de seda de la lejana Pashkri.

Al ver aquello, a Derguín le vino a la memoria Narak. En un día cualquiera, en sus tres puertos atracaban el cuádruple de barcos que en Lantria. Ahora, aquel esplendor que tanto había costado construir se había convertido en un recuerdo, reducido a ceniza y escoria. La orgullosa Narak, la antigua dueña del mar. La primera víctima de la guerra entre dioses y hombres.

—¿Qué te pasa? —le preguntó El Mazo.

Derguín se enjugó una lágrima. Desde que Ariel le robó la Espada de Fuego, sus emociones se habían vuelto tan intensas como tornadizas, y tan pronto rompía a reír a carcajadas como sentía deseos de llorar. Mas si su ánimo hubiera sido la paleta de un pintor, los colores predominantes habrían sido el gris plomizo de la tristeza, el púrpura de la sangre y el negro de la desesperación.

—Es este viento. Me irrita los ojos.

—A mí me irrita más bien las tripas.

Pese a que había navegado como pirata en el Vesania a las órdenes de Narsel, alias Agshar, y a que debería estar acostumbrado a sobrellevar el zarandeo de las olas, El Mazo no había dejado de vomitar en todo el viaje. Él lo atribuía a que seguía débil por las continuas dosis de veneno que le había inyectado Ziyam. De paso, cada vez que se acordaba de ella se desahogaba con epítetos no muy apropiados para una reina de Atagaira.

Lo cierto era que durante la travesía el viento del este había soplado con ímpetu. Habían navegado casi todo el tiempo con marejada, entre rociones de agua y espuma y agarrados a la borda de estribor para compensar con su peso la escora a babor de la nave. Foltar, el patrón del pequeño pesquero, les dijo que cuando la mar estaba tan picada nunca faenaba a más de cinco kilómetros de la costa. Pero los ocho imbriales prometidos por Derguín habían espoleado su valor, y también el de su yerno y sus dos hijos mayores, que lo acompañaban como tripulantes.

Gracias a aquel viento, habían llegado al continente en tan sólo tres días. Una pequeña ayuda de la suerte, si es que tal numen o entidad existía. Mientras tanto, sobre sus cabezas, los engranajes del cielo continuaban corriendo y las tres lunas, ahora invisibles, avanzaban inexorables hacia su cita el día 28 de Bildanil. Si lo que habían visto en esa extraña ventana abierta en el pecho de la estatua viva de Tarimán era cierto, en el momento de la conjunción se abrirían las puertas del Prates y todas las fuerzas del infierno se desatarían sobre Tramórea provocando su aniquilación.

Sí, le habían ganado un día al calendario previsto, pensó Derguín. Durante unos instantes, casi se sintió optimista al ver cómo la luz de la tarde arrancaba destellos cobrizos de los tejados de los templos que se alzaban en el promontorio que dominaba el puerto. Pero las nubes volvieron a tapar el sol y sus esperanzas se desvanecieron, tan efímeras como aquellos reflejos huidizos. ¿Qué podían hacer dos hombres solos para salvar el mundo?

Desde la punta del espigón, un individuo les hizo aspavientos y les indicó con voces estentóreas que se dirigieran a la izquierda para amarrar en la zona reservada a los pesqueros. Dejaron a estribor el gran puerto comercial y entraron en una pequeña bahía de aguas calmas, aliviados de dejar por fin atrás los vaivenes y cabeceos de altamar. Los muelles de madera estaban abarrotados de embarcaciones, pues con aquel tiempo muchos pescadores preferían no aventurarse mar adentro, de modo que tuvieron que subir la orza y varar en una playa de arenas amarillas.

Cuando saltaron a la orilla, El Mazo plantó las rodillas en la arena y besó el suelo.

—Qué exagerado eres —le dijo Derguín.

—¿Exagerado? Ya puedes invitarme a una cena digna de un corueco. Si no como algo y lo retengo en la panza, me vas a tener que cargar a hombros.

—Me trae más cuenta comprarte un manto bordado en oro que invitarte a cenar, pero me resignaré a mi destino.

Desde la barca, los hijos de Foltar les tendieron la armadura de Derguín, desmontada y guardada en un saco. La armadura era más un estorbo por su volumen que por su peso. Aunque cubría todo el cuerpo, cabeza incluida, apenas pesaba cinco kilos. Una panoplia similar fabricada en placas de acero habría pasado de veinticinco.

Derguín la había encontrado en la isla de Arak, después de derrotar a Togul Barok y conseguir la Espada de Fuego. Había cargado con ella miles de kilómetros por toda Tramórea, pero no se arrepentía. En las tierras de Iyam, al pie de la colosal torre de Etemenanki, había descubierto que los enrevesados signos que la adornaban se iluminaban y servían para comunicarse con los Inhumanos, lo que le había ahorrado tener que luchar contra aquellas criaturas. Más tarde, en la batalla de la Roca de Sangre, cuando Derguín cargó solo contra los Glabros y sus pájaros del terror, había sentido hasta tres veces el rechinar de una lanza resbalando por aquellas placas del color de la obsidiana, pero luego había comprobado que la armadura seguía intacta, sin abolladuras ni rasguños.

Tres días antes le había rendido su último servicio. Un gigante del que Derguín sospechaba que era el mismísimo Tubilok le había propinado en el pecho una patada tan brutal como el impacto de una roca lanzada por un trabuco de asedio. Derguín estaba convencido de que, de no ser porque el interior de la armadura se había acolchado por sí solo, el golpe le habría reventado el pecho.

Protegido con esa armadura, cabalgando al unicornio Riamar y blandiendo la Espada de Fuego había llegado a sentirse invencible. Ahora, de aquellas tres preciadas posesiones que el destino le había otorgado sólo conservaba la armadura.

Seguro que cometeré cualquier torpeza y la perderé también, se dijo, atacado de nuevo por el desaliento.

Le dieron a Foltar cuatro imbriales, la mitad que faltaba por pagar de la suma convenida.

—Que tengas buena travesía de vuelta —se despidió Derguín.

—¿Bromeas? —contestó el pescador, haciendo tintinear entre sus dedos las monedas de oro troqueladas con el sello de Áinar—. Hasta que no se calme la mar, nos quedaremos en Lantria.

—Disfrutando de sus putas y sus tabernas —completó El Mazo, cuando ya habían subido las escaleras de piedra que llevaban al barrio del puerto—. Ese tipo no había visto tanto dinero junto en su vida. Si sigues malgastando así, no llegaremos ni siquiera a Zirna.

—Dice un proverbio Ainari que el tiempo es dinero, pero el dinero también es tiempo, y tiempo precisamente es lo que necesitamos comprar.

—Pues ya que citas refranes de mi país, voy a recordarte uno del tuyo: «Un tonto y su dinero nunca duran mucho juntos».

Y un tonto y su espada tampoco, se mortificó Derguín.

Aunque el cielo seguía encapotado, un resplandor mate que atravesaba el celaje de nubes señalaba la posición del sol. Todavía quedaban unas tres horas para el atardecer. Pese a las protestas del Mazo, que quería sentarse a disfrutar de una comilona, cenaron pescado frito y patatas asadas de pie en el mostrador de una taberna. Mientras El Mazo masticaba a dos carrillos y lo regaba todo con una jarra de cerveza, Derguín preguntó a la tabernera si había visto desembarcar a ocho mujeres.

—Cinco de ellas llevan mantos y capuchas, son tan altas como yo o más y van armadas.

—¿Dónde hay mujeres así? Igual podrías preguntarme si he visto pasar un basilisco o un cornigrifo.

—Tiene una explicación. Son Atagairas.

—Nunca he visto una Atagaira en mi vida. ¿Es que existen de verdad? Creía que eran cosa de fábula.

—A fe mía que existen, y no tienen nada de fabulosas. En su país todas las mujeres son así.

—¿Ah, sí? ¿Es que has estado en Atagaira? Háblame de ella.

La tabernera plantó el codo en la barra, apoyó la barbilla en la mano y miró a Derguín sin apenas pestañear. Tenía los ojos azules y vivaces, mucho más jóvenes que el resto de la cara. Él interpretó la pose como mera curiosidad. No solía darse cuenta de cuándo una mujer coqueteaba con él.

—Montañas, nieve, paisajes maravillosos y un viento infernal. ¿No las has visto entonces?

Ella negó con la cabeza, sin apartar los ojos de Derguín.

—¿Quién más podría haberlas visto?

—Créeme, buen mozo, en Lantria nos conocemos todos. Si alguien se hubiera topado con tanta hembra viajando sola y armada, ya me habría enterado.

La tabernera se puso de puntillas y echó un vistazo a Brauna por encima del mostrador. Algunos clientes tenían que apartarse para no toparse con la vaina que le habían fabricado en Arubak y le lanzaban miradas poco amigables. Pero Derguín prefería llevar la espada así, sujeta al cinturón con dos hebillas de bronce y casi horizontal. De ese modo, en una fracción de segundo podía desenfundarla y lanzar el golpe lateral conocido como Yagartéi. No estaban los tiempos para confiarse.

—¿Eres un Tahedorán?

Derguín le enseñó las muñecas desnudas. Tras una virulenta discusión con Kratos, le había arrojado a los pies el brazalete con siete franjas rojas que perteneció al gran héroe Minos y que le había regalado Linar.

—¿Acaso ves que lleve marcas de maestría? —preguntó, y llevado por un impulso travieso añadió—: Los Tahedoranes sí que son una leyenda. ¿Quién puede creer que existen personas capaces de moverse tres veces más rápido que la gente normal?

—No me digas. Si alguien así existiera, me gustaría comprobar su rapidez de movimientos en cierto sitio.

Incluso Derguín se dio cuenta ahora de que la mujer trataba de seducirlo. Debía de doblarle en edad, pero era esbelta y, pese a ciertas arrugas de cansancio o tal vez de decepción con la vida, resultaba atractiva. Sin embargo, no se sentía de humor ni tenía tiempo para galanteos, de modo que abrió la talega de piel y rebuscó entre las monedas para pagar.

—Tenemos habitaciones —le dijo ella, sin apartar la mirada de la boca de Derguín.

—Gracias, pero partimos ahora mismo.

—¿Cómo que partimos ahora mismo? —protestó El Mazo, que acababa de reducir a raspas el besugo que había dejado para rematar la parrillada.

Derguín dejó las monedas en el mostrador, se despidió de la tabernera con una escueta reverencia y salió de la cantina sin molestarse en discutir con El Mazo. Su amigo le siguió rezongando mientras sorteaban tenderetes y puestos donde se vendían sardinas y besugos, mújoles, pulpos y anguilas, ostras, percebes, langostas y algunos otros especímenes raros que Derguín no había visto nunca.

—Llevo dos días echando los hígados por la borda. ¡Deja que al menos me recupere!

—¿Recuerdas lo que nos dijo Tarimán? A cada hora que pasa la conjunción de las tres lunas está más cerca.

—Al ritmo que vamos, no creo que lleguemos vivos a fin de mes. Por mí las tres lunas pueden organizar una orgía allí arriba, que me da igual.

Al final, El Mazo consiguió salirse con la suya, aunque no porque convenciera a Derguín. Cuando llegaron a la posta de la calzada Nortina, el funcionario a las órdenes de los Bazu, el clan que gestionaba las principales vías de Tramórea, les dijo en tono compungido:

—No puedo alquilaros ahora los caballos, lo siento.

—¿Por qué?

—Llegaríais a la siguiente posta a medianoche. Es demasiado peligroso.

—Puedes ver que vamos armados —repuso Derguín.

—No obstante, sois tan sólo dos hombres.

Derguín suspiró y pensó en decir: La última vez que peleé con las manos desnudas dejé fuera de combate a quince tipos. Pero no quería pregonar que era un Tahedorán, y mucho menos el Zemalnit, así que señaló al Mazo con ambas manos, exhibiéndolo como si vendiera un buey en el mercado.

—Mi amigo vale por cuatro, como puedes comprobar. Él es un arma en sí mismo. ¿Has visto qué hombros y qué brazos?

El jefe de posta miró al Mazo de arriba abajo, lo cual le llevó su tiempo.

—No lo dudo, pero no tengo autorización para alquilar caballos tan tarde. Los caminos son muy peligrosos. ¿Quién sabe si esta noche seguiremos sin tener lunas? No quieran los dioses que persista esta oscuridad.

Durmieron en la misma casa de postas. Pero apenas había alboreado cuando Derguín se levantó y espabiló al Mazo.

—Empiezo a desear que se termine el mundo con tal de que dejes de despertarme a deshoras —protestó el antiguo jefe de forajidos.

Alquilaron dos caballos, y aparte del arriendo pagaron una fianza de un imbrial que se les devolvería al final del viaje. Partieron sin más demora, desayunando pan y queso de cabra fresco sobre la silla de montar. El cielo oriental se veía de un color más propio del atardecer. Desde el prodigio celeste y la caída de las estrellas fugaces, los amaneceres eran rojos como ocasos y los ocasos se teñían de un carmesí aún más vivo, como si el firmamento se incendiara desde el horizonte hasta el cénit.

Los acompañaba un postillón, un mozo de ojos soñolientos que, cuando llegaran a la siguiente posta, se encargaría de alimentar y almohazar a los caballos y llevárselos de vuelta a Lantria.

El mozo protestó cuando vio el ritmo tan vivo que Derguín imprimía a la cabalgata.

—¡Vais a reventar a los caballos!

—Son sólo cincuenta kilómetros —dijo Derguín, sin mirar atrás.

—¿Y te parecen pocos? Si los dejáis despeados, me vais a quitar el pan de la boca.

—Tranquilo, que no les pasará nada. Dales un día más de descanso y se recuperarán.

—¡Me quejaré al jefe de posta! —gritó el mozo. Pero Derguín había taloneado a su yegua para dejarlo atrás y ya no le escuchaba.

—Quéjate todo lo que quieras, que no te hará caso —le dijo El Mazo—. Si has visto en tu vida un culo de mal asiento, ése es mi amigo.

Cabalgaban sin apenas descanso. Derguín no podía sospechar que, al mismo tiempo, Kratos y setecientos guerreros elegidos galopaban hacia el mar de Kéraunos en una misión tan desesperada y misteriosa como la suya.

Al menos, Derguín y El Mazo se beneficiaban del sistema de postas de las calzadas Ritionas. Cada cincuenta kilómetros paraban en una estafeta, descansaban un rato y podían disponer de dos caballos de refresco y un nuevo postillón por un alquiler razonable.

Derguín conocía esos parajes; los había atravesado año y medio antes, cuando acudió a Zirna para visitar a su padre moribundo. Era una región próspera gracias al comercio, salpicada de pequeñas ciudades independientes que habían renunciado a parte de su soberanía para inscribirse en la confederación Ritiona. El primer día vieron granjas de gallinas, huertos de árboles frutales y cercados de avestruces que hicieron relamerse al Mazo cuando se imaginó aquellos gruesos muslos asados al horno. La siguiente jornada subieron a una meseta más fría sembrada de encinares y dehesas donde los ganaderos apacentaban cerdos, caballos y vacas. También había grandes extensiones de alcornoques, muchos de ellos con los troncos desnudos tras el descortezado decenal.

La segunda noche de viaje pernoctaron en Kilûr, una ciudad de veinte mil habitantes rodeada de murallas de adobe y famosa por la habilidad de sus joyeros y orfebres. Se alojaron de nuevo en la casa de postas. El jefe, un mestizo entre Ritión y Pashkriri que pertenecía al propio clan Bazu, cenó con ellos. Era un cincuentón de hombros estrechos y caderas afeminadas. Tenía los ojos muy saltones y algo amarillos. Puesto que aseguraba no tener sangre Aifolu, Derguín dedujo por sus córneas que sufría del hígado.

—¿Es verdad que hay tanto miedo en los caminos? —le preguntó El Mazo, por trabar conversación.

—¿Y cómo no va a haberlo? —respondió el jefe de posta, corroborando el dicho de que los Pashkriri siempre contestan a una pregunta con otra—. Las noches en que no se ven las lunas siempre se han considerado de mal agüero. ¡Y ya llevamos nada menos que cinco en tinieblas! ¿Cuánto más durará esta maldición de los dioses?

Cuando las lunas vuelvan a iluminarse y se abran las puertas del infierno, desearás que sigan las tinieblas, pensó Derguín.

—Tal vez los eruditos equivocaron sus cuentas en el calendario y es ahora cuando nos va a caer encima el año Mil —prosiguió el hombre de los Bazu.

Derguín negó con la cabeza.

—Yo he consultado los Almanaques de las tres lunas y la Crónica secular de Áinar, y estoy seguro de que los calendarios son correctos. Estamos en el año 1002. Aunque sea por poco tiempo —añadió, al caer en la cuenta de que faltaba mes y medio para terminar el año. O tan sólo medio mes para que se acabara el mundo.

—¿Seguro? Piensa en los desastres que se vaticinaban para el año Mil. Pues todos ellos están ocurriendo en estos días. ¡Un rostro en el cielo, lluvia de estrellas fugaces, lunas que desaparecen!

—Eso asusta al más pintado —reconoció El Mazo.

—Pero no es todo. Hay cosas mucho peores. Las noticias vuelan en alas de cayanes. ¿No sabéis lo que ha ocurrido en Narak?

Derguín y El Mazo cruzaron una mirada de inteligencia.

—¡Ah, veo que algo sabéis! ¿Es cierto que toda la ciudad ha quedado abrasada como si hubiera estallado un volcán?

—Algo así nos dijeron en Lantria, aunque no lo hemos visto en persona —contestó Derguín, bajando la vista a su copa de vino aguado para eludir los ojos prominentes del Bazu.

—¡Narak, la joya de Ritión! ¿Qué será de nosotros sin su flota? ¿Qué ocurrirá si Áinar decide aprovechar el desastre para conquistar el mar de Ritión? —El jefe de postas meneó la cabeza—. Pero los Ainari también tienen sus problemas. ¿Sabéis que en Koras las estatuas de Pothine y Rimom cobraron vida y destruyeron el palacio imperial y muchos templos? ¡Los dioses demoliendo sus propias mansiones! Eso debe significar que están muy descontentos con nosotros.

Derguín enarcó una ceja. En el camino había escuchado algún rumor, pero sin otorgarle demasiado crédito. Portentos similares —estatuas que lloraban sangre o se apeaban de sus pedestales, sapos que llovían del cielo, perros que cobraban el don de la palabra, ríos que fluían corriente arriba— se contaban a menudo. Siempre ocurrían en lugares lejanos, de tal suerte que quien los refería nunca los había visto en persona. «Pero mi primo conoce a un tipo al que se lo han contado», era el comentario habitual.

Sin embargo, el Bazu parecía hombre bien informado. Además, ¿no habían visto El Mazo y él cómo la estatua de Tarimán se movía, hablaba y realizaba otros prodigios aún más pasmosos?

—Eso no ha ocurrido sólo en Koras —continuó el jefe de posta—. Hoy mismo nos han llegado noticias de Kitampri. Allí ha sido la mismísima Shirta, la patrona de la ciudad, la que ha incendiado todos los barcos del puerto, ha derruido media muralla y ha arrasado los Jardines del Viento.

—¡Los Jardines del Viento! —repitió Derguín—. ¿Quién querría destruir algo así?

—¿Conoces Kitampri? —preguntó el Bazu.

Derguín asintió. Había pasado por ella al regresar del certamen por Zemal. Era una ciudad casi tan rica y populosa como Narak.

—Esos jardines eran muy hermosos —explicó Derguín—. Se levantaban sobre trece terrazas talladas en la roca a modo de pirámide natural, y en cada una de ellas crecían árboles y flores de distintas regiones de Tramórea. Entre terraza y terraza caían cascadas, y cuando el agua llegaba abajo volvía a subir por canales subterráneos.

—¡Me habría gustado ver ese lugar! —exclamó El Mazo.

—Pues me temo que ya nadie lo verá —dijo el jefe de posta.

Derguín se entristeció. Los jardines estaban considerados una de las maravillas de Tramórea, junto con la gran pirámide de Malib, la torre de los Numeristas en Koras o el Templo de las Mil Agujas en Pashkri. Al parecer, antes de la aniquilación definitiva los dioses se divertían destruyendo las cosas hermosas construidas por los hombres. Lo paradójico, y aún más deprimente, era que muchas de ellas las habían creado para ofrendárselas a las mismas divinidades que gozaban borrándolas de la faz de Tramórea.

El día siguiente volvió a amanecer encapotado. El cielo estaba cubierto por un techo gris y difuso bajo el que pasaban volando nubes sueltas y blancuzcas, sucias como ovejas descarriadas en un barrizal. El viento venía del norte y sus hostigos arrastraban ráfagas de agua que se les metían en los ojos y les obligaban a agachar la cabeza. El agua sabía a tierra y dejaba la piel pegajosa, y los charcos entre las piedras de la calzada se veían pardos y espesos, como si la lluvia ya cayera enlodada del cielo.

Pese al mal tiempo, Derguín azuzó a las nuevas cabalgaduras tanto como a las de jornadas anteriores. A media mañana se cruzaron con un grupo de penitentes que se habían desgarrado las túnicas para flagelarse los hombros, se echaban ceniza y barro en los cabellos e impetraban a los dioses. Un hombre alto y de rostro famélico, con una barba que le llegaba hasta la cintura, alzó los brazos al verlos pasar y exclamó:

—¡El fin del mundo se acerca! ¡Limpiad vuestras almas! ¡Purificadlas con el fuego!

Derguín habría jurado que lo conocía. Si la memoria no le fallaba, era uno de los Filósofos de la Sinrazón que un par de años antes propalaban las doctrinas incendiarias de Yibul Vanash en Zirna. Durante un tiempo esas creencias habían estado de moda, hasta que se conocieron las atrocidades que los Aifolu cometían en su nombre y aquellos profetas de la locura se escondieron debajo de las piedras.

El caso es que al final tendrá razón, se dijo Derguín.

El día 16 durmieron en Rurli, un pueblo afamado por su repostería. Para homenajear a sus pasteleros —y de paso a sí mismo—, El Mazo se zampó él solo un bizcocho de kilo y medio empapado en chocolate y recubierto de cerezas. Mientras tanto, Derguín removía con desgana un tazón de natillas con piñones y preguntaba a Gurmas, encargado de aquella estafeta, si había visto a ocho mujeres que viajaban solas, cinco de ellas Atagairas armadas.

Gurmas no tenía noticia de tan peculiar comitiva. Pero le informó de nuevas que interesaron sobremanera a Derguín. Como tantas otras, le habían llegado gracias a cayanes mensajeros, pues ni el servicio de postas más eficaz podía trasladar rumores con tanta celeridad, y menos desde el Norte semisalvaje donde apenas existían calzadas dignas de tal nombre.

—Las estrellas fugaces que cayeron del cielo la noche del diez de Bildanil se abatieron sobre Mígranz y borraron la fortaleza de la faz de la tierra —dijo Gurmas, que parecía complacerse con morbosa fruición narrando el desastre—. Dicen que esta lluvia sucia que lleva cayendo varios días es por culpa del fuego del cielo.

—Tiene lógica —repuso Derguín, pensando en las nubes de polvo y tierra que habrían levantado las rocas celestes. De pronto recordó algo que le había comentado Kratos antes de su discusión—. Había un ejército Trisio asediando Mígranz. ¿Qué ha sido de él?

—¡Aniquilado! No ha quedado ni rastro de esos piojosos. Pero no es la única buena noticia.

Derguín enarcó una ceja. Por muy bárbaros que fueran y por lejos que estuviera Mígranz, había que ser bastante mezquino para alegrarse de tamaña calamidad. No obstante, en lugar de criticar a su informante, lo animó a continuar.

—Además había un ejército Ainari. No un simple destacamento, no. ¡Un ejército imperial! Cincuenta mil soldados, por lo menos. También aniquilados.

El Mazo se limpió la barba de chocolate y frunció el ceño.

—¿Tan feliz te hace la muerte de cincuenta mil Ainari?

Como Gaudaba, había sido jefe de una cuadrilla de rebeldes contra el poder imperial, y Derguín jamás le había oído una sola palabra buena sobre el gobierno de Koras. Pero no dejaba de ser Ainari, y no le hacía ninguna gracia que un Ritión se alegrase de las desgracias de sus compatriotas.

Pese a que el jefe de posta se hallaba en su terreno, debió evaluar el tamaño de los músculos del Mazo y lo fosco de su gesto y reculó.

—Te pido disculpas, amigo. Por tu acento, deduzco que eres Ainari. No es de personas decentes congratularse del mal ajeno. Pero bien es cierto que los Ritiones veíamos con mucha desconfianza que un hombre tan belicoso como Togul Barok hubiera llegado al trono. Ahora esa amenaza ya no existe.

—¿Cómo? —preguntó Derguín, dando un respingo—. ¿A qué te refieres? Aunque haya perdido un ejército, Áinar puede reclutar más.

—Me refiero a que el mismísimo emperador mandaba las tropas que acudieron a romper el cerco de Mígranz. Ahora el trono de Koras ha quedado vacío, y no hay herederos.

Derguín volvió a retreparse en la silla y se acarició el mentón, pensativo. ¿Togul Barok muerto?

No. No lo creía. No porque Togul Barok tuviera sangre de dioses o porque le hubiera visto levantarse tras atravesarlo de parte a parte con una estocada. Se trataba de algo más visceral. Tenía el presentimiento de que, si Togul Barok moría, él se enteraría de alguna manera, como si estuvieran unidos por un invisible cordón umbilical.

Dos hermanos medio hermanos

lucharán por la luz.

Cuando un medio hermano

posea de Tarimán el arma

entonces lanza negra y espada roja

entre sí chocarán en el terrible Prates

donde arden por siempre las llamas del gran fuego.

La profecía escrita por Kalitres en aquel viejo volumen de la biblioteca de Koras tenía que cumplirse. Para ello, por supuesto, él debía recuperar la Espada de Fuego. «Zemal necesita una compañera», le había dicho Tarimán a la orilla del mar. Eso sugería, o así quería interpretarlo él, que la espada iba a volver a sus manos.

Lo cual no significaba que, restaurado como Zemalnit, pudiera vencer a los dioses ni a su medio hermano Togul Barok. Pero ya se preocuparía de eso llegado el momento.