Así fue, recordó ahora Tarimán.

Menos mal que podía censurar esa parte de sus memorias. Porque su segunda estancia en el Prates fue mucho más larga. ¿Era justo acusarlo de cobarde?

—¡No! —exclamó, tomando en sus manos el germen de la nueva espada—. ¡No soy un cobarde!

Los valientes, se dijo, no eran los insensatos como Tubilok, que no comprendían las consecuencias de sus actos ni aunque se las restregaran en la cara.

El verdadero valiente era quien, conociendo la fuente de la que emanaba su terror, estaba dispuesto a enfrentarse de nuevo a ella para cumplir con su deber.

Bueno, añadió para sí Tarimán con una sonrisa torva. No sólo era una cuestión de cumplir con su deber.

También pretendía, diez siglos después, rematar su venganza.

No iba a conformarse con encerrar a Tubilok en una trampa de materia exótica y lava fundida.

Esta vez no cejaría hasta verlo aniquilado.