Una vez activado el campo de camuflaje magnético, no quedaba más remedio que acelerar el plan que hasta entonces había avanzado de forma tan lenta. En el momento en que Tarimán se desprendiera de la espada, Tubilok podría leer de nuevo su mente. Por otra parte, si Tarimán seguía en contacto con Zemal y Tubilok pasaba demasiado tiempo sin saber de él, sin duda empezaría a sospechar y enviaría a alguien a indagar. Y el punto ciego que rodeaba a la espada sólo afectaba a Tubilok, no a sus esbirros metálicos ni al resto de los dioses, que podrían ver perfectamente a Tarimán.

Salió de la fragua y llamó a Ónite. Se trataba de otro artefacto dotado de inteligencia artificial; creativo o acaso caprichoso, Tarimán lo había diseñado en forma de dragona y lo utilizaba para desplazarse por las atmósferas de Tramórea y Agarta. Ónite estaba fabricada en material extremadamente ligero, pero muy sólido y resistente. Millones de escamas doradas, rojas y negras que despedían reflejos metálicos recubrían su cuerpo. Las alas, que alcanzaban veinte metros de envergadura, eran transparentes, y las atravesaba una red de filamentos que podían iluminarse y brillar en diversos colores.

Cuando Ónite se posó en la ladera de la montaña, preguntó a su amo:

—¿Adónde quieres viajar hoy? ¿Deseas visitar el Infinito Verde? ¿El mar de Xan? ¿Sobrevolar los Cinco Reinos de las Atagairas? ¿Tal vez iremos más lejos, hasta las montañas de Bagarda?

—Iremos al centro de todo, mi querida Ónite.

—¿El centro de todo? ¿Quieres decir el centro geométrico? —La voz de la dragona hablaba en varios tonos a la vez, como un coro polifónico. Sus grandes ojos de iris dorados y pupilas rasgadas miraban a Tarimán con curiosidad y un punto de recelo.

—Eso quiero decir.

—El Prates. —La naturaleza artificial de la dragona sólo podía obedecer a su creador, pero eso no le impedía discutirle y ponerle objeciones—. Sabes que es una locura. Es un lugar muy peligroso de por sí, y además él nos lo tiene prohibido a todos.

—No obstante, es lo que haremos, amiga mía. ¡Partamos ya!

Ónite bajó la cabeza al suelo. Tarimán, que aún no se había acostumbrado del todo a la cojera, prefirió subir a su lomo levitando en lugar de encaramándose. Una vez sentado a horcajadas entre las espinas dorsales de la dragona, se formó alrededor de él una pantalla osmótica en forma de burbuja cuya membrana filtraba la mayor parte del aire. De ese modo, aunque superaran la velocidad del sonido, Tarimán no sentiría más que una brisa soportable.

Ónite alzó el vuelo. Bajo la montaña, en los huecos que dejaba la jungla que recubría la mayor parte de Agarta, se veían campos cultivados, pastizales y aldeas. De cuando en cuando divisaban ciudades, la mayoría rodeadas por murallas y fosos, pues en aquella región se libraban guerras constantes.

El gran sol había pasado de rojo a marrón. Bajo su luz mortecina el paisaje parecía fundirse en trazos gruesos, como la obra de un pintor que con la edad perdiera vista y pulso. Pronto anochecería, pero tanto Tarimán como Ónite podían ver también en la gama infrarroja; no volarían a ciegas.

No tardaron en llegar al puente de Kaluza. Su base era un enorme círculo de trescientos kilómetros de diámetro. De los bordes de ese círculo surgían cientos de pilares convergentes. Al principio se despegaban del suelo en un ángulo de cuarenta y cinco grados, pero conforme confluían y ascendían se curvaban en una grácil parábola hasta alcanzar la vertical. Visto desde muy lejos, el conjunto formado por aquellos pilares semejaba un embudo boca abajo; un embudo rematado por una larguísima columna de cien kilómetros de diámetro que subía recta hasta difuminarse en las alturas.

Sobrevolaron los pilares a apenas cinco metros de su superficie perlina. Según avanzaban, su marco de referencia se adaptaba a la gravedad cambiante, de tal modo que siempre tenían la impresión de volar en horizontal, mientras que era el paisaje de Agarta que dejaban atrás el que parecía inclinarse. Cuando llegaron al estrechamiento que marcaba el final de los pilares y el nacimiento del puente en sí, Tarimán volvió la vista atrás. El suelo de Agarta, a más de cien kilómetros de distancia, se había convertido en una pared vertical de la que colgaban la montaña Estrellada y un mar que, milagrosamente, no se vertía. Aunque había visto ese paisaje miles de veces, a Tarimán nunca dejaba de fascinarle cuando rotaba el punto de vista.

La superficie del puente no era del todo lisa. El enorme tubo estaba compuesto por un entramado de cilindros más finos que dibujaban entrantes y salientes, a modo de acanaladuras en una columna de mármol. Eran los verdaderos nervios de Tramórea y Agarta, por los que corrían flujos de gravedad. Sobre esos nervios se formaban impetuosos vientos, auténticos ríos de aire que subían o bajaban. Ónite se internó en una corriente ascendente —o, desde su punto de vista, que soplaba de cola—, lo que aceleró su vuelo todavía más.

El sol se apagó en el espectro visible. La noche cayó sobre Agarta. Siguieron volando cada vez más rápido, pues su destino se hallaba a más de seis mil kilómetros y Tarimán sentía una urgencia casi infinita.

—Yo te perdono —musitó una vocecilla.

Tarimán miró a la espada que llevaba colgada a la cintura. La cabecita tallada en el pomo le devolvió la mirada. Los diodos casi invisibles que había engastado en sus ojos brillaban ahora como dos puntos diminutos y la boca articulaba movimientos apenas perceptibles.

—¿Me perdonas tú o me estoy perdonando yo?

—Mi personalidad combina elementos de la auténtica Zemal con otros que son, en realidad, tuyos. ¿Quieres saber cuáles son los que te perdonan? ¿Ésa es tu curiosidad?

—Debo reconocer que sí.

—Cada uno suele ser el juez más duro de sí mismo. Así que la parte de Tarimán que hay en mí piensa que fuiste un cobarde y que debiste desobedecer a Tubilok, aunque ello te hubiera acarreado la condena eterna. Pero la parte de mí que es Zemal, la mujer que te amaba, desea tu bien y sabe que, pese a que te llames dios, en el fondo eres un hombre débil y falible.

—¿Y por eso me perdonas? No sé si tomármelo como un cumplido o no.

—No lo he dicho todo. También te perdono porque sé que has superado tus miedos y has decidido actuar.

—Lo que estamos haciendo es una locura. Quiero creer que Tubilok no sabe nada de lo que está pasando, pero no tengo forma de estar seguro.

—Si aparece antes de que termines de templarme en el Prates y nos destruye, sabrás que se ha enterado de tus planes. De lo contrario, es que todo va bien.

—No sabes cuánto me tranquilizan tus palabras.

—¿Con quién estás hablando? —preguntó la dragona. A Tarimán le pareció detectar cierto tono de celos en las ricas armonías de su voz coral.

—Ónite, te presento a Zemal. Zemal, te presento a Ónite. Ahora, mi querida dragona, si no te importa voy a seguir mi conversación con Zemal usando canales más discretos.

—¿Por qué habría de importarme? Yo también tengo cosas en que pensar.

—Gracias por ser tan comprensiva —respondió Tarimán con sarcasmo.

El dios herrero siguió un rato hablando con la espada por una frecuencia de radio sintonizada con un receptor instalado en su cerebro. Pero su plática no trató sobre el plan para derrocar a Tubilok, sino que versó sobre memorias comunes, secretos, cuestiones íntimas. Hubo un momento en que llegó a creerse que estaba conversando con la auténtica Zemal, hasta el punto de que la IA tuvo que decirle:

—Mi amado, no olvides que soy un reflejo, la resonancia del recuerdo de lo que en realidad fui. Intentaré hacerte feliz, pero no soy una mujer de verdad, tan sólo una espada que cree recordar que fue una mujer.

Tarimán asintió con tristeza más intelectual que emocional y durante un rato no volvió a pronunciar palabra.

Se acercaban a su destino. Para entrar al Prates, antes tenían que penetrar en el interior del puente. Ónite se salió de la corriente de aire, viró a la izquierda, hizo un breve picado, un nuevo viraje, encogió las alas y se introdujo por una estrecha abertura en la confluencia con los anillos de Escher.

—¿Esa espada que tienes es capaz de hacer esto? —preguntó desafiante a Tarimán.

—¿Te refieres a pasar rozando el techo y estar a punto de arrancarme la cabeza? Supongo que sí, que podría —respondió él.

—Yo jamás haría algo así contigo —intervino la vocecilla de la espada.

Volaron por un corredor tan estrecho que Ónite tenía que llevar las alas plegadas a la espalda, fiada ahora a sus estabilizadores internos. Su IA procesaba información a toda velocidad para mantenerse en línea recta, pues a ambos lados y por encima había un laberinto de tubos por los que fluían corrientes de gravedad opuestas. La sensación de perder y ganar peso constantemente y según en qué zona del cuerpo habría hecho vomitar a un humano normal, por bien asentado que tuviera el estómago.

El corredor desembocó en el corazón del puente, el túnel de Klein, un conducto cilíndrico de unos cien metros de diámetro. En las paredes había tubos luminosos de cinco metros de largo, paralelos a la longitud del túnel. Entre ellos corrían unas bandas ligeramente más claras que el resto de la pared. Eran franjas de desplazamiento: todo lo que se ponía encima se trasladaba levitando a un milímetro de la superficie, arrastrado por el flujo gravitatorio.

Mirando hacia atrás —o hacia abajo, según el marco de referencia elegido—, el túnel se estrechaba en la distancia hasta fundirse en un único punto de luz fantasmal. Muy abajo, a más de seis mil kilómetros, se hallaban las raíces del puente de Kaluza, y también los cimientos flotantes de la ciudad de Tártara.

Pero lo que reclamaba la atención de Tarimán se hallaba delante, o arriba.

La puerta del Prates.

Dicha puerta era un círculo de unos quince metros de diámetro, cubierto por una membrana de metal líquido ligeramente cóncava. A su alrededor había un anillo del que surgían un sinfín de tuberías. Al salir del anillo eran finísimas, poco más que hebras, pero rápidamente se ensanchaban, se abrían en ángulo recto recubriendo el casquete que cerraba el extremo del túnel y luego se hundían en las paredes. Esos haces eran los que, al engrosarse, formaban la estructura de cilindros del puente de Kaluza.

Por aquellas tuberías de fibra superconductora se desplazaba la energía del universo que los dioses habían denominado Beth. Ese flujo, formado por gravitones, recorría el conjunto Tramórea-Agarta creando gravedad artificial a su paso, y después regresaba por el otro extremo del puente de Kaluza para desembocar de nuevo en el Prates. Pero una vez allí no se descargaba de vuelta en el universo Beth, sino en otra Brana que habían denominado Gimmel y que obedecía a unas leyes físicas ligeramente distintas. Se trataba de una cuesta abajo en ambos sentidos. Miles de años antes, alguien había dicho: «No existe comida gratis en el universo». Pero ese alguien no había pensado en la posibilidad de saquear otros universos.

Aunque «saquear» era un término demasiado drástico. Lo que habían diseñado los creadores del Prates —Tarimán, Tubilok y la difunta Pudshala— era un mecanismo para trampear entre los universos Beth y Gimmel, combinando sus leyes físicas como se podría mezclar el agua de dos bañeras, una fría y otra caliente. En el proceso se beneficiaban ellos, habitantes del universo Alef, y tan sólo alteraban el balance energético de las otras dos Branas en una proporción minúscula de 10-250 al año. A escala cósmica, una fruslería que no llegaba a llamar la atención de las severas Moiras.

Al menos, de momento. Porque eso estaba a punto de cambiar. Pero Tarimán aún no sabía nada de la llegada de los Kalagorinôr.

—¡Qué bien! —dijo Ónite—. Tenemos un comité de recepción.

Eso no lo había previsto Tarimán. Si Tubilok era omnisciente y capaz de teleportarse a cualquier sitio de Tramórea o Agarta, ¿por qué diantres había apostado en la puerta del Prates a uno de sus engendros?

Como sus cuatro hermanos, aquel demonio tenía alas, una superficie de metal al rojo vivo y cuatro brazos. Por su repertorio de armas, ametralladora, lanzallamas, dedos y maza de pinchos, dedujo que se trataba de Baldru. Llevaba las alas semidesplegadas a la espalda y flotaba cabeza abajo en el centro del túnel, donde las fuerzas de gravedad se anulaban.

Tarimán ordenó a Ónite que girara sobre su eje de vuelo, en un alabeo de ciento ochenta grados. La perspectiva se corrigió, de tal manera que ahora Baldru parecía flotar de pie.

Tras él se hallaba la puerta que Tarimán debía cruzar para darle el último templado a Zemal. Obviamente, no iba a ser fácil.

—Estate preparada —advirtió a Ónite.

—No hace falta que me lo digas.

Baldru no se anduvo con preguntas ni miramientos. Al verlos aparecer, levantó sobre su cabeza uno de los dos brazos que le salían de la espalda y apuntó hacia ellos. La boca del tubo que sustituía a su mano se iluminó. Un instante después, un chorro de ultranapalm voló hacia ellos a trescientos metros por segundo.

La dragona volvió a alabearse y se dejó caer hacia la superficie interna del túnel. El chorro de fuego rugió y pasó sobre la cabeza de Tarimán, tan cerca que el herrero pudo sentir su calor a través de la membrana osmótica. Sospechaba que ésta no podría protegerlo de unas llamaradas tan intensas, de modo que más le valía no dejar que lo alcanzaran. Si Baldru conseguía incinerar la mitad superior de su cuerpo, sus nanos regeneradores no se encontrarían con un problema, sino con una misión imposible.

El monstruo aún tenía otro brazo preparado para luchar a distancia, una ametralladora de cañones giratorios que vomitó su carga contra ellos. Esta vez, Ónite erizó las placas que rodeaban su cuello, formando una cresta que protegió a su jinete a modo de escudo. Tarimán oyó un agudo repiqueteo de metal contra metal, tingtingtingtingting, que un instante después se transformó en un TOONG-TOONG-TOONG-TOONG mucho más lento y grave.

Lo que había ocurrido era que, en plena ráfaga, Tarimán había visualizado una matriz de nueve números. Conocía cinco matrices que, a modo de contraseña, aceleraban su organismo en grados diferentes. La situación era desesperada, de modo que recurrió directamente a la quinta aceleración.

Todo a su alrededor se volvió mucho más lento, y pudo distinguir incluso cómo en la cara interior de la cresta metálica de Ónite aparecían pequeños bultos allí donde impactaban los proyectiles de Baldru.

Con eso no bastaba. Siendo dos contra uno, la táctica más aconsejable era dividir la atención de su enemigo. Tarimán desimantó el arnés que lo unía al lomo de la dragona, activó su anillo de vuelo interno y se separó de Ónite.

Los dioses que acusaban a Tarimán de ser un cobarde que rehuía el enfrentamiento físico seguramente tenían razón. Jamás se había peleado, y eso, en una existencia de miles de años, suponía un «jamás» muy largo. De estar en su pellejo, Anfiún, Taniar, Manígulat o Shirta se habrían intoxicado de adrenalina, y no sólo la que producían de forma voluntaria, sino también la que se disparaba espontáneamente en sus organismos por el ardor del combate.

Lo que emocionaba y excitaba a Tarimán era que desafiaran su ingenio, no la perspectiva de recurrir a sus músculos para emprenderla a puñetazos con un enemigo. Aunque no era tan proclive a recurrir a frases antiguas como Tubilok, una de sus favoritas era: «La violencia es el último recurso del incompetente».

Pero en ocasiones, incompetente o no, no queda más remedio que acudir a los últimos recursos.

Tarimán ni se planteó usar a Zemal. Por más que su empuñadura estuviese dotada de todo tipo de refinamientos tecnológicos, seguía siendo una espada de acero. Golpeando con ella al monstruo de los tres brazos tan sólo habría conseguido hacer pedazos la hoja. Mientras volaba hacia Baldru, soltó del arnés el mango de su martillo Takoa y lo aferró con ambas manos.

Ónite y Tarimán atacaron desde direcciones opuestas, pero el condenado Baldru tenía armas para atenderlos a la vez, y disparó el lanzallamas contra la dragona y la ametralladora contra el dios herrero.

A su vez, Ónite había abierto las fauces para arrojar su propio fuego dracontino. Desde el punto de vista acelerado de Tarimán, ambos chorros de llamas volaron majestuosos como protuberancias solares, y al encontrarse entre las dos criaturas se fundieron en una bola cegadora que elevó la temperatura en el interior del túnel.

No le prestó demasiada atención al calor, pues se enfrentaba a sus propios problemas. Cuando vio que Baldru le apuntaba con el brazo, Tarimán levantó el martillo frente a él y a través del mango envió una instrucción a la cabeza metálica. Las caras externas crearon un intenso campo magnético que aceleró aún más los proyectiles, pero antes de que llegaran a impactar en el martillo el flujo invirtió su trayectoria y los lanzó en línea recta hacia el agresor.

Las balas, tras rebotar en aquel deflector improvisado, llevaban mucha más energía cinética, e impactaron en Baldru con terrible violencia. Entre una lluvia de chispas y partículas de metralla, el ala derecha del demonio metálico quedó destrozada. Baldru, que utilizaba los reactores de sus botas para volar y las alas para equilibrarse, perdió el control y empezó a girar sobre sí mismo.

Tarimán no se limitó a defenderse. Sin dejar de volar hacia su enemigo, moduló el láser de sus pupilas dobles a máxima intensidad y disparó.

La ventaja de aquella arma era que donde los dioses ponían el ojo, también ponían la bala. Literalmente.

El blindaje de Baldru, tan caliente como el hierro en la fragua, podía resistir temperaturas muy altas. Por eso Tarimán no buscó su cuerpo, sino sus ojos. Al usar el láser, él mismo quedó momentáneamente cegado. Pero en cuanto volvió a ver, comprobó que donde antes estaban las córneas facetadas del monstruo ahora había dos agujeros ovalados de los que brotaban chorros de chispas.

Ya se encontraba prácticamente encima de su enemigo, que seguía girando en el aire, tan lento como una peonza para la visión acelerada de Tarimán. Con todo, el dios herrero, bisoño en la técnica del combate aéreo, no dominaba bien sus propias maniobras. La larga cola de anillos de metal de Baldru lo alcanzó en el pecho. Aunque el mandil, que era de materia transmutable como casi todo su equipo, se había convertido en una coraza y absorbió el impacto, la potencia del golpe hizo que el dios herrero empezara a girar en el aire.

Tardó un instante en estabilizarse de nuevo. Cuando lo consiguió, sin saber cómo, los dedazos del brazo delantero izquierdo de Baldru se habían cerrado sobre su cuello y lo estaban apretando. Al parecer, aunque había perdido los ojos, debía disponer de otros sensores y no luchaba a ciegas del todo. Sus órbitas, de las que ahora salían puntas de cables quemados, buscaron a Tarimán, que imaginó ver odio en ellas.

Has sido imprudente dejándote llevar al cuerpo a cuerpo con un rival más pesado que tú, amado mío, le dijo la IA de Zemal por radiofrecuencia.

¡Yo nunca he sido un guerrero como tú!, contestó él. Los dedos de Baldru apretaban y quemaban a la vez. La musculatura del cuello de Tarimán era muy poderosa, mas no tanto como para resistir la presión de esas tenazas. Sus nanos empezaron a disparar enzimas reparadoras y moléculas disipadoras de calor. Sin embargo, sabía que, si no se zafaba pronto, no podría evitar que le abrasara la piel y los tejidos.

La otra mano del monstruo alzó la maza. Tarimán se preparó para bloquear el golpe, pero en ese momento sintió el contacto de los cañones de la ametralladora en un costado. Maldición, ¿cómo Baldru podía hacer tales contorsiones con aquellos brazos de metal?

Una sombra dorada apareció en el borde de su campo de visión. Ónite.

Lenta, muy lenta, pensó Tarimán. Pero aquella lentitud era sólo fruto de su percepción. En lugar de atacar directamente con las fauces o las garras, la dragona, suspendida en el aire, se encogió en un remedo de posición fetal y lanzó su larga cola en un latigazo. La punta escamosa se enroscó alrededor de la muñeca armada con la maza y tiró con fuerza.

Tarimán optó por usar su mano libre para apartar de su cuerpo la ametralladora. Justo a tiempo, porque los cañones volvieron a disparar y sintió cómo un proyectil arañaba la coraza.

La cola de Ónite, por su parte, logró desviar el golpe de la maza. Aun así, ésta pasó rozando la sien de Tarimán, que sintió cómo sus pinchos le arrancaban un manojo de pelos rojos y se llevaban algo de cuero cabelludo.

Alguien no acelerado que hubiese contemplado el combate apenas habría podido interpretar las acciones, pues no habían transcurrido ni quince segundos desde que Tarimán saltara del lomo de Ónite tras la primera ráfaga de balas. Pero para él parecía haber pasado una eternidad.

No podía respirar, algo que no era un problema tan grave para alguien cuyo organismo disponía de recursos alternativos que surtían de energía sus células. Pero los dedos de Baldru estaban a punto de aplastarle el esófago y la tráquea, algo que sí podía causarle graves inconvenientes.

Sus sistemas internos le informaron de que sus retinas auxiliares se habían enfriado lo bastante como para lanzar otro láser. Volvió a concentrar su mirada en las órbitas vacías del monstruo. No se le ocurría otro punto débil.

Disparó. Todo su campo de visión se volvió rojo, y notó el calor dentro de su propia cabeza.

Insistió.

Peligro de sobrecarga, centelleó una alarma interna. Peligro de sobrecarga.

Pasaron cinco segundos. Era el límite de funcionamiento de su láser. En tiempo subjetivo, casi medio minuto.

Desconectó. Durante un momento lo vio todo doble. Después su retina doble quedó ciega, y Tarimán volvió a ver sólo con sus ojos normales. Por comparación, la pérdida de nitidez era la que experimentaría un humano buceando en un lago.

Daños en la segunda retina. Se precisa equipo de laboratorio para reparar.

Tarimán ignoró el mensaje. Aun con ojos de simple mortal, le bastaba para ver que de las órbitas de Baldru habían dejado de salir chispas, y ahora brotaba un chorro de una sustancia viscosa y gris.

Materia encefálica, pensó. La única parte que sobrevivía del pasado humano de aquel demonio metálico era su cerebro orgánico.

Y él había conseguido destruirlo.

Los dedos de la bestia dejaron de apretar, y su superficie empezó a oscurecerse como un lingote extraído de la fragua. Tarimán volvió a visualizar la matriz de números y salió de la aceleración. Al hacerlo, sus sistemas internos le informaron de múltiples microdesgarros musculares debidos al sobreesfuerzo, pero en este caso los daños no eran graves: no había nada que sus nanos no pudiesen reparar en cuestión de minutos.

Pese a que ya no había ningún cerebro ordenando a los dedos de metal que apretaran, la mano había quedado bloqueada como una tenaza. Tarimán la tocó con el martillo y le aplicó una descarga eléctrica. Los dedos se abrieron, por fin, y Tarimán se alejó del monstruo.

Baldru quedó allí flotando, girando sobre sí mismo en un baile desmadejado de brazos, piernas, alas y cola.

—Condenada criatura —murmuró Tarimán, tocándose el cuello. Si en aquel momento hubiera querido cantar un himno de victoria, sólo habría sido capaz de graznar como un cuervo ronco.

—¿Te encuentras bien, Tarimán? —le preguntó Ónite, suspendida sobre él, o debajo, o tal vez al lado. El dios herrero giró en el aire para corregir su sistema de referencias, hasta que el túnel dejó de ser un pozo sin fondo y la puerta volvió a ser una puerta y no la tapa de una gran alcantarilla.

—Me encontraré mejor enseguida, no te preocupes.

Bravo, mi valiente guerrero, le dijo Zemal.

Era absurdo, le estaba felicitando una creación suya, pero lo cierto es que se sintió tan orgulloso como si lo hubiera hecho la auténtica guerrera Atagaira.