Al salir, Molgru le impartió una última instrucción:

—Cuando bajes a Agarta, no se te ocurra acercarte al Prates. Si pones el pie en el puente de Kaluza, Tubilok te aniquilará.

—No es necesario que me recuerdes sus órdenes. Con una vez que mi amado señor manifieste su voluntad es suficiente para que su leal súbdito la cumpla.

—Diosecillo rastrero —murmuró Molgru. Su rostro metálico y sus ojos facetados eran incapaces de mostrar expresiones, pero Tarimán habría jurado que aquel cerebro que había sido humano sonreía por dentro.

No tenía la menor intención de acercarse al Prates. Allí montaban guardia otros dos demonios metálicos, Gamdu y Baldru. El Prates no era obra exclusiva de Tubilok: le habían ayudado a construirlo el propio Tarimán y la diosa Pudshala, cuya alma estaba encerrada ahora en la lanza de Prentadurt. Pero el rey de los dioses consideraba que el Prates era monopolio suyo.

¿Qué demonios pintaría yo en el Prates, además?, se dijo. En aquella fase del plan, su pregunta era sincera. Ignoraba, o había olvidado, que tendría que acabar cruzando la interfase entre dimensiones.

Atravesó de nuevo el Bardaliut y, tras salir por el casquete norte, se dirigió hasta los anillos exteriores, donde tomó un vehículo orbital. Antaño subían y bajaban del planeta usando el ascensor espacial de Etemenanki, un procedimiento mucho más económico. Pero ahora que eran tan pocos y el mundo de los hombres, una sociedad preindustrial, no consumía apenas recursos, no tenían por qué escatimar energía.

La pequeña nave podía entrar planeando en la atmósfera, pero Tarimán la dejó caer prácticamente a plomo. Era una sensación que le disparaba la adrenalina de forma natural: precipitarse desde las alturas con el escudo térmico al rojo vivo, dejando tras de sí una estela de aire ionizado que seguramente los Tramoreanos, sumidos en aquella larga noche, verían como un portento que surcaba el cielo.

A diez mil metros de altura, una vez frenada la nave, conectó los motores de vuelo y se dirigió hacia la abertura del este. Allí, en el centro de un círculo negro de trescientos kilómetros de diámetro, parecía flotar la burbuja de Tártara. De haber brillado el sol, el campo de estasis habría parecido una enorme esfera azul, reflejando el cielo en su superficie curva e impenetrable. Pero en la oscuridad de aquella noche perpetua apenas se distinguía.

Por supuesto, no podía saber que la persona que empuñaría la espada que estaba forjando vivía en la ciudad prohibida. Pues aquel giro de los acontecimientos no había sido del todo planeado.

El vehículo atravesó la barrera osmótica de la abertura, pasó entre los pilares que sujetaban la base del puente de Kaluza y no tardó en llegar a la montaña Estrellada, donde tenía la herrería y el laboratorio.

Allí, en la forja, seguía abandonada la espada. La hoja ya estaba templada, afilada y pulida. Pero en el extremo opuesto a la punta, la espiga se veía desnuda. Aún le faltaba la empuñadura.

Empuñadura.

Aquella palabra despertó una reacción. Si A, proceder a B, si B proceder a C.… El siguiente paso era fabricar la empuñadura de la espada, pero en el cerebro de Tarimán tan sólo apareció como una ocurrencia aislada, sin relación con plan alguno.

En una espada normal, las dos piezas que formaban el puño habrían sido de cuero o de madera, pero él utilizó materia transmutable y la programó para que tuviera aspecto de ébano. Después unió ambas cachas sobre la espiga y las envolvió con una piel sintética, tratada de tal manera que su superficie presentaba una suave rugosidad que permitiese aferrarla sin resbalar, incluso con las manos sudorosas. Además, la había provisto de minúsculas agujas que harían microperforaciones en la piel de su propietario para analizar su ADN. Una especie de seguro antirrobo que incluyó sin saber muy bien por qué.

Todavía no había terminado. El extremo puntiagudo de la espiga de acero aún sobresalía de la empuñadura. Allí debía ir el pomo.

Lo fabricó hueco y de forma redonda, y usó un finísimo buril para tallarlo a imagen de una diminuta cabeza humana. No tenía pelo ni orejas, pero las facciones eran las de Zemal. La espada que debió pertenecer a su amante Atagaira llevaría al menos sus rasgos.

—Y su nombre —murmuró—. Esta espada se llamará Zemal, y será un arma gloriosa, empuñada por un guerrero poderoso.

Que no es otro que mi señor Tubilok, se apresuró a pensar, sazonando el pensamiento con un cóctel de endorfinas que acrecentaron su devoción y admiración por el rey de los dioses.

El hueco del pomo debía encajar con la espiga. Pero cuando quiso darse cuenta, Tarimán había introducido en el agujero una pieza muy pequeña, una semiesfera de apenas medio centímetro de diámetro. Era el ordenador cuántico que contenía la IA donde había cargado la simulación de personalidad de Zemal. ¿Por qué había hecho eso? Supuso que era un homenaje más, otra forma de recordarla.

Y de recordar a mi señor cuán fiel es su siervo, que mató a la mujer a la que creía amar por cumplir sus órdenes, doblepensó.

Aún incluyó un diminuto disco de materia híbrida, imitación a escala reducida del que llevaba él mismo dentro de su cuerpo y le permitía volar. Un detalle para tu comodidad, mi señor Tubilok: podrás ordenar a esta espada que acuda ella sola a tu mano.

Por último, recubrió la punta de la espiga con una pasta saturada de nanomáquinas y la introdujo en el agujero del pomo. Los nanos actuaron al momento, soldando ambos elementos.

Blandió la espada. Un mortal podría asirla con ambas manos, pero las de Tarimán eran tan grandes que el dedo índice de la derecha le llegaba a los gavilanes mientras que el meñique casi le rozaba el pomo. Lanzó un tajo, y se complació en el silbido del aire.

Ya está terminada, pensó.

Pero el mismo pensamiento «Ya está terminada» activó un nuevo recuerdo. No, había que hacer algo más con la hoja.

Ahora, sólo ahora, empezaba a comprender la razón de sus últimos actos.

La fabricación del arma había sido su plan contra Tubilok. Por fin llegaba el momento de contemplarlo en su conjunto, como si hubiera subido a la cima de una montaña para otear todo el sendero recorrido.

Le invadió un momento de frío pánico. Por costumbre, volvió a doblepensar y se negó a sí mismo que hubiera concebido ninguna conjura contra el dios supremo. Demasiado tarde, se dijo, y se tocó el muslo herido, donde llevaba —en vano— una venda inteligente plagada de nanos curadores. ¿Con qué le castigaría esta vez Tubilok? No esperaba menos que sufrir una larga tortura, y después acabar absorbido entre las almas en pena encerradas en la lanza negra.

Tranquilo, se dijo. Se suponía que todo estaba previsto, y que esta vez Tubilok no podría leer sus pensamientos.

Hacía unos segundos, en el preciso instante en que había unido el pomo a la espiga, la IA había empezado a funcionar. Pero el ordenador cuántico escondía algo más en su interior, un potente emisor que creaba un campo magnético.

Todo regresaba a su memoria. Durante la operación en que injertó a Tubilok los tres ojos, le había extraído una pequeña rodaja del lóbulo frontal. Pero al mismo tiempo había manipulado su cerebro con un mecanismo inductor incorporado al bisturí. Al hacerlo, había convertido a Tubilok en ciego para determinado patrón de ondas magnéticas. Del mismo modo, podría haber programado sus neuronas para que no viese un color determinado, fuese sordo a una nota musical o anósmico a cierto perfume.

Ahora la empuñadura de Zemal estaba emitiendo precisamente ese patrón magnético que Tubilok era incapaz de detectar, de modo que Tarimán se hallaba rodeado por una especie de nube de camuflaje.

Era imposible eludir los ojos de los Tíndalos. El ojo derecho de Tubilok podría seguir viendo a Tarimán allá donde se encontrara a través de cualquier barrera física, el izquierdo continuaría escrutando las líneas de futuro más probables relacionadas con él, y el que tenía clavado en la frente sería capaz de leer su mente.

Pero aunque los tres ojos captaran toda esa información, Tubilok no la asimilaría, ya que en esos paquetes de datos iba incluido el patrón de ondas que su cerebro no podía procesar.

En suma, Tarimán había instalado en su cabeza algo parecido al punto ciego que tienen los humanos allí donde el nervio óptico se une con la retina. Del mismo modo que el cerebro no capta un agujero en esa zona, sino que rellena el hueco con colores y texturas reconstruidas a partir de la imagen que la rodea, así Tubilok no percibiría ningún vacío al pensar en Tarimán, sino que esa ausencia la rellenaría con otros pensamientos extraídos de su contexto actual.

Siempre que Tarimán se mantuviera en contacto con la espada que acababa de fabricar, claro.

No, se corrigió. No había terminado de fabricarla. Quedaba el paso más peligroso. Tenía que convertirla en un arma de poder.

Y para eso debía acudir al sitio que Tubilok les había vedado a todos.

El Prates.