Tubilok no sólo había condenado a muerte a Zemal, sino que había convertido a Tarimán en verdugo de su amada. Y le había inoculado una putrefacción incurable en la pierna que el dios herrero, artífice de industrias y ardides, era incapaz de curar.
Motivos más que suficientes para sentir aborrecimiento. Pero en aquel momento había decidido no odiar a Tubilok. Si lo hacía, el tercer ojo de los Tíndalos captaría su inquina y las represalias podrían ser todavía peores. De modo que Tarimán había reprogramado sus emociones, inundando su organismo con chorros de serotonina, oxitocina y otras hormonas que le hacían anhelar la presencia de Tubilok, su favor, su bien. No sólo se convirtió en un maestro del doblepensar, sino también del doblesentir.
Sí. Amaba a Tubilok.
Pero, mientras tanto, seguía llevando a cabo las siguientes fases de su plan, sin tan siquiera ser consciente de que se trataba de un plan. Tras limpiar la espada de la sangre de su amada, terminó de lijarla, la calentó de nuevo, la templó con aceite y después la pulió. El resultado era una hoja brillante como la plata, con unas líneas de templado onduladas que revelaban la perfecta fusión entre los duros filos terrenales y el flexible corazón de hierro y níquel fabricado en el núcleo de una supernova.
Después de eso se olvidó temporalmente de la espada; negligencia que él mismo había programado. De vuelta en el Bardaliut, cada vez que pensaba en su herrería y se acordaba de la hoja arrumbada en un rincón, se decía a sí mismo que la eternidad era muy larga y que algún día terminaría de fabricar aquella arma. O tal vez no, pues la guerrera a quien se la había querido regalar estaba muerta. ¿Para qué continuar forjando algo tan obsoleto?
Tramórea continuaba sumida en un eclipse perpetuo. La temperatura bajaba en todo el continente, los lagos y los ríos se helaban. Pero apenas llovía, pues no había rayos de sol que evaporaran el agua. Incluso con lluvia, las plantas no habrían podido sobrevivir sin luz. Todo el continente empezaba a convertirse en un vasto erial. Los descendientes de los humanos a los que el mismo Tubilok contribuyera a salvar miles de años antes, tras el desastre que había acabado con la vieja Tierra, ahora perecían en masa.
Ninguno de los dioses comprendía qué pretendía Tubilok con aquel genocidio. No era algo que les robara el sueño, ciertamente, siempre que ellos conservaran sus propias y valiosísimas vidas. Pero Tramórea era para los Yúgaroi un gran parque de atracciones, y los humanos piezas que manipulaban para que lucharan entre sí en partidas de estrategia, juguetes que usaban como objetos sexuales o simplemente súbditos por los que se dejaban adorar, lo que hinchaba unos egos a los que no les faltaba precisamente volumen.
Mientras tanto, Tubilok permanecía encerrado en su observatorio, una cámara privada situada en el extremo sur del Bardaliut, orientado hacia el Sol. Allí le daba vueltas a su lanza, rodeado de proyecciones y simulaciones, y utilizaba el enorme poder de procesamiento de las almas cautivas para calcular una y otra vez. Los demás dioses sospechaban que estaba perfeccionando su estrategia para un nuevo asalto al Onkos en su demencial guerra contra las Moiras. Pero ni en la intimidad de sus palacios individuales se atrevían a pensarlo, por temor a que Tubilok lo considerase como una crítica contra él.
Al tiempo que la raza humana languidecía, el dios que más había hecho por protegerla, Tarimán, trataba de abstraerse del triste destino de los mortales, ya que no se hallaba en su mano evitarlo. Para matar el tiempo se dedicó durante unos días a una tarea privada: crear una pequeña inteligencia artificial.
Por las vastas salas del Bardaliut pululaban decenas de miles de IAs que se encargaban de las tareas de mantenimiento, algunas en cuerpos humanoides, otras en vehículos motorizados y la mayoría en pequeños dispositivos de todo tipo. También las había supervisando las interfases del Prates y el suministro de gravedad y energía de Tramórea y Agarta. Aunque por su capacidad de procesamiento, aprendizaje e improvisación podían considerarse realmente inteligentes, la inmensa mayoría no llegaban a adquirir conciencia de sí mismas, ni siquiera al nivel más elemental, ya que no era necesario para sus labores.
La que Tarimán diseñó era distinta. Su intención primitiva, cuando Zemal aún vivía, había sido programar una IA que simulara su personalidad. Para ello pretendía practicarle a la joven un profundo barrido cerebral y alimentar esa simulación con sus recuerdos y su personalidad. ¿Cuál era su intención? Entonces lo había considerado un sencillo divertimento. Pero en realidad, se trataba de un paso más en el plan que había concebido antes de injertar los tres ojos de los Tíndalos a Tubilok.
En cualquier caso, una vez muerta la joven, no le quedó más remedio que alterar su diseño. Cuando Tubilok desapareció de la forja, Tarimán bajó el cadáver de Zemal a los subterráneos de la herrería, donde tenía un laboratorio más en armonía con la tecnología posthumana que solía utilizar. Allí escaneó sus conexiones neuronales, pero el cerebro ya estaba muerto y tan sólo consiguió rescatar una pálida sombra de lo que había sido la Atagaira.
De regreso en el Bardaliut, rellenó aquella armazón de personalidad con sus propias grabaciones y recuerdos sobre la joven. ¿Qué habría opinado Zemal de haber sabido que todo lo que ocurría entre ambos quedaba registrado en los implantes de memoria de Tarimán, a veces incluso grabado por cámaras externas? ¿Se habría excitado contemplando en un holograma cómo hacían el amor, o le habría parecido una perversión?
Tarimán esperaba que la simulación le respondiera. Pero sabía que no sería la respuesta de la auténtica Zemal, sino de un híbrido entre la personalidad de la Atagaira y sus propios recuerdos.
Ni él mismo sabía demasiado bien por qué estaba haciendo aquello. Suponía que cuando terminara podía cargar esa personalidad en un autómata semiorgánico. Por otra parte, fabricarse una compañera sexual cuya IA imitara a la de una amante perdida le parecía un tanto sórdido, algo más propio de la retorcida Shirta o del depresivo Rimom.
En cualquier caso, cuando terminó tenía una inteligencia artificial contenida en un minúsculo ordenador topológico de cuasipartículas. Conectó la IA a un simulador de sonido y voz, y el rostro de la joven flotó en el aire ante él. Al ver sus gestos y escuchar aquella voz con las mismas inflexiones, sintaxis y vocabulario de su amada, los ojos de Tarimán se humedecieron durante unos segundos. Después, aquella emoción quedó sepultada bajo chorros de endorfinas.
—¿Por qué me has traído de vuelta de la muerte, amor? —le preguntó ella en tono a medias de ternura y a medias de reproche—. Sabes bien que no soy yo. Lo único que puedes conseguir con esta imitación es añorarme más y aumentar tu tristeza.
Más adelante, Tarimán se preguntaría si, cuando tramó su conspiración personal contra Tubilok, había previsto la muerte de Zemal, o simplemente había adaptado los planes a las nuevas circunstancias.
—Tienes razón —contestó Tarimán, y desactivó la IA, pensando que crearla había sido un error.