Maldito hijo de perra —murmuró ahora, mil años después, tocándose el muslo derecho. Al menos, desde que Tubilok no tenía los tres ojos podía maldecirle impunemente cada vez que le venía en gana.

Al principio, Tarimán había pensado que la herida se curaría por sí sola en cuestión de minutos, como mucho de horas. Luego se dio cuenta de que, aunque la piel se había cerrado, el cuádriceps seguía desgarrado. Peor aún, algo lo estaba devorando por dentro, como un ejército de pirañas microscópicas.

Se trataba de un mal todavía más insidioso. La lanza de Prentadurt había abierto en su muslo algo más que una herida. El tejido desgarrado no era el del músculo, sino el del propio espaciotiempo. Una fisura minúscula, un sumidero que absorbía los átomos que componían sus células con la voracidad de un agujero negro, pero sin su masa. Tarimán pronto descubrió que ni los nanos reparadores ni las inyecciones de crecimiento lograban regenerar el tejido a suficiente velocidad.

Con el tiempo, el mal se había estabilizado en un extraño equilibrio: su pierna derecha había perdido la mitad del volumen muscular y, aunque llevaba alzas en las botas, Tarimán no podía evitar cojear de ese lado. Tenía comprobado que, si intentaba incrementar el ritmo de regeneración, aquella extraña necrosis también se aceleraba. Sin duda, así lo había programado Tubilok para convertirlo en un trasunto del antiguo Hefesto, el herrero tullido del panteón griego.

Hefesto. Arrojado del Olimpo por su propia madre, objeto de escarnio entre todos los dioses por su fealdad, adornado con los cuernos que le ponía su esposa, la diosa de la belleza. El dios más habilidoso y trabajador, y precisamente por eso el más vilipendiado y humillado.

Pero el Hefesto del Bardaliut había tenido su venganza.

Siguió recordando…