Ella era mortal. Tenía veinticinco años cuando Tarimán forjó la espada. Una hembra espléndida, de un metro noventa. Poseía las proporciones de una escultura, un equilibrio casi imposible entre las curvas femeninas y los músculos de una guerrera. Incluso entre sus hermanas Atagairas podría haber pasado por una diosa.

En la fragua, mientras veía trabajar a su amante, los ojos casi transparentes de la mujer parecían absorber el fulgor de las ascuas. Su melena pelirroja era un campo de mieses incendiadas y sus mejillas de marfil se arrebolaban de calor.

Observado por ella, Tarimán no se sentía como un dios, sino como un hombre, el hombre que había sido milenios atrás. Su pecho velludo transpiraba bajo el mandil de cuero y los abultados músculos de sus brazos brillaban recubiertos por una pátina salada que reflejaba la luz de las llamas.

Ese mismo sudor impregnaba la piel de la mujer. Hacía apenas media hora, Tarimán no había resistido más la tentación y había dejado de martillear el acero para agarrar a su amante y tenderla en el suelo. Después de girarla de medio lado y tumbarse detrás de ella, le había bajado el pantalón y la había penetrado casi con rabia. Poseído por un instinto animal, había arqueado las caderas chocando contra sus nalgas una y otra vez, dejándose llevar por el impulso primigenio de inocular en ella su semilla y perpetuarse.

Sí. Eso era sentirse un hombre. Eso era sentirse vivo. ¿Qué podían saber los demás dioses, que por miedo a la muerte habían renunciado a la vida hacía tanto tiempo?

Salvo mi señor Tubilok, que es el paradigma de toda vida, se dijo con tanta energía mental que su reflexión casi resonó en voz alta. Ya ni siquiera le parecía rastrero ni hipócrita pensar de aquella manera o, como se habían acostumbrado a decir los dioses —con la venia de Tubilok—, «doblepensar».

Ahora que el deseo de ambos se había calmado, Tarimán estaba dándole forma al vaceo, el surco central de la espada, y comprobando que quedaba tan recto como los filos.

—Siempre he visto esa ranura en las espadas —dijo la mujer—. ¿Es cierto que sirve para que entre aire en las heridas?

—Ésa es una patraña muy vieja. Y tan falsa como la de que el surco se talla para que la sangre corra desde la punta hasta la empuñadura.

Otra mujer que no fuera Atagaira habría torcido el gesto al imaginarse la sangre resbalando por la hoja, pero a ella no le impresionó.

—¿Y no es así?

—No. El vaceo sirve para aligerar el peso de la espada. Y también para embellecerla y demostrar la habilidad del maestro espadista —añadió Tarimán con una brizna de vanidad.

Ella le sonrió, y en sus mejillas se marcaron dos hoyuelos. Tarimán dejó la hoja sobre el yunque, la enlazó por la cintura e inclinó la cabeza para besarla. Cuando su mano se posó sobre el promontorio marcado por el inicio de sus nalgas, sintió que la sangre se le enardecía de nuevo. ¿Era posible que estuviera enamorado, después de tanto tiempo? ¿Y de una mujer mortal?

Sí. Precisamente de una mujer mortal. A sus congéneres los dioses no los soportaba ni como amantes ni como amigos. Prefería a los humanos, que le resultaban más imprevisibles. En parte se debía a su naturaleza voluble, y en parte a que eran tan efímeros que no llegaba a tener tiempo de conocerlos de una forma tan exhaustiva y tediosa como conocía a sus hermanos los Yúgaroi.

Tarimán hundió la nariz entre los cabellos de la guerrera y aspiró su perfume de cedro. Por un momento le asaltó la tentación de arrancarle la ropa de nuevo y volver a tomarla allí mismo, aunque se contuvo. Refrenar el deseo a veces formaba parte del hechizo de aquella relación. ¿Era amor? Aún no sabría decirlo. Pero se sentía ilusionado. Quería estar con ella, quería impresionarla, quería que ella lo impresionara a él. Con eso le bastaba.

Con la otra mano le rozó el vientre. Los sensores implantados bajo la piel de su mano le transmitieron el latido suave pero constante del feto. Su hija.

En teoría, las Atagairas no podían concebir con varones de otras razas, pues antes de la catástrofe que destruyó la vieja Tierra habían sido creadas en laboratorio como una especie aparte. Pero Tarimán, cuyo lema era «nada de lo humano me es ajeno», dominaba también los secretos de la genética y había logrado combinar el ADN de ambos.

Por primera vez en milenios, anhelaba fundar una familia. Que no tenía por qué ser efímera. Cuando la criatura naciera, Tarimán pretendía alterarlas genéticamente a ella y a su madre para prolongar sus vidas de forma indefinida. Al fin y al cabo, ya había criaturas así en Tramórea. Se llamaban a sí mismos «Antiguos» y, aunque no compartían los poderes de los dioses, eran tan longevos y resistentes a las enfermedades como ellos.

Esos pensamientos volaban por su cabeza tan fugaces que ni siquiera llegaba a darles expresión sintáctica. Tubilok no debía saberlo, o al menos no debía enterarse de que esa mujer y la hija que llevaba en el vientre le importaban tanto. Por pura maldad trataría de arrebatárselas. (Por supuesto, la palabra «maldad» ni se plasmó en su mente).

Limítate al trabajo que estás haciendo, pensó. A regañadientes, rompió el abrazo y volvió a su labor con la hoja.

—¿Por qué forjas una espada? —preguntó la joven Atagaira—. Te he visto fabricar armas increíbles que matan a distancia y en silencio. Una espada es algo demasiado simple para ti.

—Puede que lo sea, pero la simplicidad es la madre de la belleza, y también de la eficacia. Además, no hay nada que pueda enorgullecer más a un herrero que forjar una espada para una guerrera como tú.

Ella acercó la mano al filo, sin atreverse a tocarlo.

—¿Quieres decir que la estás haciendo para mí? —preguntó, con el rostro iluminado como una chiquilla que descubre los regalos de fin de año.

Tarimán asintió y pasó un dedo por el surco central.

—El corazón de la hoja es de hierro de los cielos, extraído de una roca que se creó dentro de una estrella. Ese hierro ha recorrido océanos insondables de tiempo y espacio para llegar hasta aquí y convertirse en una espada. Para que tú la empuñes.

Tarimán deslizó el índice por el borde. Aunque aún quedaba mucho trabajo por hacer, la hoja estaba ya tan afilada que le rasgó la piel. La herida se cerró por sí misma dos segundos después, y la gota roja se coaguló sobre el metal.

—En cambio, para fabricar los filos he utilizado otro lingote de hierro mezclado con carbón. Así son mucho más duros.

—Si ese hierro es más duro, ¿por qué no lo has utilizado para toda la espada?

—Porque sería demasiado quebradiza. Quiero que esta hoja combine las mejores cualidades: un alma flexible para resistir los golpes, un filo duro para cortar lo que se le ponga por delante.

Ella le acarició el índice, donde la cicatriz ya se estaba borrando. Al sentir su roce, a Tarimán se le puso la carne de gallina. Gracias a los nanos que pululaban por su cuerpo podía controlar la mayoría de sus reacciones, pero aquel escalofrío había sido involuntario.

Y por eso mismo, porque era una reacción que escapaba al control de su propia mente, lo hacía tan feliz.

—En verdad disfrutas con lo que haces. Cuando te veía golpear el metal al rojo, parecías transfigurado —le dijo la mujer.

Ella tenía razón. Aunque Tarimán a menudo utilizaba herramientas virtuales y solía manipular campos de energía a distancia, su mayor placer era trabajar con las manos. Le gustaba manchárselas de hollín o de grasa, ensuciarse las uñas escarbando la tierra, ver cómo del contacto directo de sus dedos con los materiales surgían herramientas, joyas, armas. O incluso seres vivos: en el Bardaliut, entre las granjas hidropónicas automatizadas que producían alimentos para los dioses, había un huerto de doscientos metros cuadrados que Tarimán cuidaba personalmente. No existía mejor manjar para él que los pimientos, los tomates, las judías, las patatas o las berenjenas que cultivaba en aquel pequeño vergel.

Se apresuró a doblepensar: Debilidades que parecen humanas y que espero que mi señor Tubilok perdone pues sin duda sabe que no hay otro dios tan comprometido con su causa como yo.

Mientras él lijaba el vaceo, la Atagaira, que era de natural inquieto, se acercó a la puerta de la fragua y se asomó fuera. El dios herrero apartó los ojos de su trabajo y observó su silueta perfilada contra la luz rojiza del exterior. De espaldas, el embarazo todavía no se notaba en sus caderas, y sólo ensanchaba ligeramente su cintura.

Maldición, ¿es que aquella mujer tenía un imán? Sin que mediara una orden consciente de su mente, Tarimán había dejado de nuevo la hoja sobre el yunque para acercarse a ella y abrazarla por detrás. La Atagaira le tomó las manos y las cruzó sobre sus antebrazos desnudos para que la apretara con más fuerza.

—Con este sol las mujeres de mi raza podríamos vivir al aire libre sin tener que cubrirnos. El sol de Agarta parece hecho para las Atagairas.

Tarimán asintió. Lo cierto era que había Atagairas también en Agarta. Habían llegado hasta allí atravesando profundos túneles excavados en las altísimas montañas de su país. De eso hacía mucho tiempo, tanto que para ellas Tramórea era una leyenda, como lo era su país de origen, al que llamaban «la Otra Atagaira». Pero de momento prefirió no hablarle a su amante de sus hermanas de raza. Se lo revelaría cuando llegara el momento adecuado.

La mujer levantó la cabeza hacia el sol que brillaba en su sempiterno cénit, un círculo rojo que se veía cinco veces más grande que el sol de Tramórea. Más allá, rodeándolo como una especie de halo, se divisaba un paisaje que a ella debía de parecerle imposible. La distancia y la turbidez del aire emborronaban los detalles, pero allí, por encima del sol, se distinguían nubes, mares y montañas suspendidos del cielo. Tarimán sabía que no resultaba fácil acostumbrarse a esa visión.

—Qué lugar tan extraño y fascinante —musitó ella.

—¿Te gusta?

Ella se giró entre sus brazos, se puso de puntillas para besarle y luego le mordisqueó el labio inferior, jugueteando con su nariz respingona entre la barba espesa y roja.

—Me gusta. Pero echo de menos Atagaira. Aunque me queme y me hiera los ojos, añoro el sol de verdad reflejándose en la nieve.

Eso debió recordarle lo que estaba ocurriendo, porque frunció el ceño y se apartó un poco de él.

—¿Cuándo volverá el sol a Tramórea?

Tarimán, que prefería no hablar de ese asunto, la soltó y entró de nuevo en la fragua para seguir limando el surco de la espada.

—¿No me vas a contestar? —preguntó la Atagaira, que lo había seguido.

—No lo sé. No depende de mí.

—Eres un dios.

—No todos los dioses poseemos el mismo poder.

—Pero tú eres el más inteligente.

—Hay alguien que me supera. —Es más listo que yo mucho más listo que yo. INFINITAMENTE más listo que yo, tarareó, tratando de instilar a su pensamiento toda la sinceridad posible por si el tercer ojo de Tubilok le estaba leyendo la mente.

—Me cuesta creerlo.

—Pues créetelo. De todos modos, ¿qué más te da? No debería importarte.

—¿Cómo no va a importarme que el mundo se haya quedado sin sol?

—Eres una Atagaira. Cantáis al sol sólo cuando se pone en el horizonte. Vivís de noche y de día os cubrís con capuchas para evitar que sus rayos os abrasen la piel. Deberíais estar contentas de esa sombra perpetua.

—Las Atagairas también necesitamos el sol. Si esta oscuridad dura mucho más, será el fin del mundo. Los cultivos no crecen, los animales mueren convertidos en sacos de huesos y se pudren en una tierra donde ya no brota ni la mala hierba.

Tiene razón, pensó Tarimán, y al momento añadió para sí: No tiene razón. Da igual que tenga razón. Los designios de mi señor Tubilok son inescrutables. Si ha decidido sumir Tramórea en la oscuridad es por un bien mayor que los mortales y los dioses inferiores no alcanzamos a comprender. ¡Loor y gloria al dios supremo!

Tener que doblepensar constantemente era una locura. Pero Tarimán se había acostumbrado, como el resto de los Yúgaroi. Más les convenía así. El ejemplo de la diosa Pudshala, ejecutada por atreverse a criticar mentalmente a Tubilok, era un acicate para que todos practicaran el sutil arte de manipular los propios pensamientos.

—Nosotras mismas empezamos a pasar hambre —insistió la Atagaira—. La leche se seca en los pechos de las madres. ¿Quieres que también se seque en los míos cuando llegue el momento?

Sé que es verdad, pero qué puedo hacer, se dijo Tarimán. Al segundo borró esa frase de su cabeza y se concentró en la espada. Se acercaba el momento de templarla en aceite.

Templar la espada, templar la espada, se repitió, intentando acallar cualquier otro pensamiento con esa cantinela.

—Tienes que hacer algo, Tarimán.

—Y voy a hacerlo. Voy a templar esta espada. ¡No habrás visto nunca otra mejor!

—Tú eres artífice de magias y astucias. Seguro que puedes convencer a Tubilok para que nos devuelva el sol.

—Me halaga que me llames «artífice de magias», pero no soy más que un humilde herrero. En este momento estoy concentrado en terminar esta espada para ti. ¿No te basta?

—¿Qué puedo hacer yo con una simple espada contra los dioses? Debes ser tú quien los haga entrar en razón.

Simple no. Será una espada especial. Fue una idea fugaz, apenas un nanosegundo. No había transcurrido tiempo suficiente para que las palabras se formaran cuando unos vigilantes internos, fagocitos del pensamiento, las borraron de su mente.

—No sigas hablando de eso, mujer —dijo en tono áspero. Al ver el destello de ira en los ojos de la Atagaira, se arrepintió al instante.

—Y tú no te dirijas a mí pronunciando «mujer» con ese desdén.

En otro momento, esa mezcla de orgullo y rebeldía propia de las Atagairas habría excitado a Tarimán. Pero ahora no. Dejó de lijar la hoja, enderezó la espalda y suspiró.

—Te lo he dicho por tu bien. No quería ofenderte.

—¿Por mi bien?

—¡Sí! Quiero protegerte.

—¡Pues protege toda Tramórea y me protegerás a mí!

—No es… algo que esté en mi mano ni que deba hacer. Pero, aunque todo lo demás se pierda, puedo salvaros a ti y a nuestra hija.

—¿Para qué quiero que nos salvemos si todo mi pueblo perece? No quiero que mi hija sea la última de las Atagairas.

—Y no lo será —dijo Tarimán, pensando en las Atagairas de Agarta. Pero ella ni siquiera le escuchó.

—Hay que acabar con este reinado de locura. ¡Tú eres el único que puede hacerlo!

No, no, yo no puedo, yo no quiero, mi señor, soy tu leal súbdito, tu amigo, tu hermano…

—Déjalo ya —susurró Tarimán, agarrándola de las muñecas—. Él lo ve todo, lo oye todo. ¿Es que no lo entiendes?

La mujer se lo sacudió de encima. De haber apretado Tarimán los dedos, ella no habría podido zafarse de su presa de acero. Pero no quería hacerle daño y la soltó.

—Tienes que hacer algo. ¡Crea algún arma mágica que pueda derrotarlo, y no una vulgar espada!

No es una vulgar es… ¡TUBILOK ES MI AMIGO, TUBILOK ES MI SEÑOR!

—¡Tubilok es mi amigo! Jamás lo traicionaré.

Ella lo miró con desprecio. Tarimán habría hecho cualquier cosa por cambiar esa mirada por la de unos minutos antes, llena de devoción.

No. Cualquier cosa no.

—Eres un cobarde. ¡Un cobarde! Tienes miedo hasta de que la idea se pase por tu cabeza.

No lo sabes tú bien. De nuevo fue un pensamiento ultrarrápido, pisoteado por el ruido de Tubilok es mi amigo mi señor mi dios mi ídolo.

—¡Si los dioses sois tan pusilánimes que os dejáis amedrentar y pisotear por ese tirano oscuro, tendremos que ser nosotras, las Atagairas, quienes luchemos contra él!

—¡Cállate, por favor! ¡No sabes lo que estás diciendo!

En ese momento, la luz de la fragua se debilitó, como si algo robara su energía a las llamas. Tarimán se enderezó, alerta.

—¿A qué huele? —preguntó la Atagaira.

Una intensa fetidez impregnó el aire durante un par de segundos. No era un verdadero olor ni provenía de ninguna reacción química; tan sólo se trataba de una distorsión sensorial que engañaba al cerebro. El hedor de la brujería, el tufillo del demonio. El azufre del Prates y las dimensiones superiores.

La luz roja que entraba por la puerta desapareció, tragada por una burbuja de oscuridad que empezó a girar sobre sí misma y se materializó en una espiral negra y densa como la pez.

Los dioses podían viajar muy rápido, pero sólo había uno capaz de teletransportarse instantáneamente gracias al poder de la lanza de Prentadurt.

Tubilok.

El señor de los dioses entró en la fragua agachándose. Aun así, los cuernos que remataban su yelmo arrancaron esquirlas del dintel de granito. Sus pesadas botas hicieron retemblar el suelo. Vestía la siniestra armadura que Tarimán le había ayudado a fabricar. Al reflejarse en el metal fluido de su peto negro, las llamas de la forja se convertían en remolinos de fuego dotados de vida propia. Tenía calado el yelmo, aunque la materia programable se transparentaba lo suficiente para mostrar su rostro.

Antaño aquel semblante había sido atractivo. Ahora los tres ojos desproporcionados y sangrientos lo convertían en una gárgola entre grotesca y aterradora.

Tubilok clavó en el suelo la lanza y la arrastró tras de sí. Entre chispas, la contera abrió un surco en las losas. Sin embargo, el rechinar de la piedra arañada no sonó tan hiriente como la voz de lija y trueno del dios.

—Mujer que siembras traición en el corazón de mi súbdito, ¿te sientes tan orgullosa y desafiante ahora que estás ante el rey de los dioses?

La Atagaira retrocedió. Era alta, pero ante Tubilok parecía una muñeca de trapo, pequeña y desvalida.

—Por favor, mi señor, no le hagas nada —intercedió Tarimán, que no se atrevió a moverse de donde estaba—. Ella no tiene poder para hacerte daño, y mucho menos para conseguir que mi lealtad hacia ti se tambalee.

El tercer ojo se clavó en Tarimán, mientras el derecho vigilaba a la mujer y el izquierdo se volvía hacia el interior del cráneo escrutando quién sabe qué extraño futuro.

—¿Por qué te encariñas tanto con una simple mascota? —preguntó Tubilok—. Fornica con ella todo lo que quieras, pero no malgastes tus pensamientos con esta perra caliente.

Tiene razón, sólo es una perra caliente y despreciable, doblepensó Tarimán para protegerla.

La ira por el insulto recibido debió pesar más que el miedo. La Atagaira, que había retrocedido hasta el poyo de piedra donde había dejado su propia espada, la sacó de la vaina y lanzó una estocada a las ingles de Tubilok.

Esa armadura no tiene puntos débiles, pensó Tarimán con tristeza.

Y, aunque los hubiese tenido, no habría servido de nada. El señor de los dioses fue más rápido que la mujer y detuvo el tajo interponiendo la mano. Su contacto imantó la hoja, que se quedó pegada a la palma. Sin molestarse en cerrar los dedos, Tubilok levantó el brazo y le arrancó el arma a la guerrera. El acero se puso al rojo y segundos después cayó al suelo convertido en un amasijo fundido y humeante.

—Ya has cumplido tu bravata, mujer. Has luchado conmigo, como dijiste. ¿Te sientes satisfecha?

Ella se volvió, buscando alguna otra arma. Sobre un banco de trabajo había un martillo de diez kilos que Tarimán usaba para batir chapas grandes. La joven lo asió con ambas manos, lo enarboló sobre su cabeza y se giró, dispuesta a descargar otro golpe sobre Tubilok. Pero el dios volvió a detenerlo, le arrebató el martillo de un tirón y, haciendo pinza entre el pulgar y otros dos dedos, partió el grueso mango de madera de fresno con un seco chasquido, como si fuera un mondadientes.

La Atagaira retrocedió, comprendiendo que no tenía nada que hacer contra aquel adversario. Apenas había reculado dos pasos cuando se topó contra uno de los barriles llenos de aceite para templar y casi lo derribó.

La sombra del dios, proyectada en la pared del fondo, pareció aún más gigantesca y siniestra cuando dio una zancada hacia la Atagaira. Tubilok estiró la mano izquierda, la misma con la que había bloqueado los dos ataques, pues la diestra seguía empuñando la lanza a modo de báculo. Las garras del guantelete se cerraron sobre el cuello de la joven, desgarrando aquella piel blanca y suave que tantas veces había besado, acariciado y olisqueado Tarimán.

Tubilok levantó a la Atagaira, que pataleó en el aire y agarró con ambas manos la muñeca del dios, tratando en vano de zafarse. Cuando el rey de los dioses se acercó al horno, Tarimán comprendió que pretendía arrojarla a las llamas.

—¡No, mi señor! ¡No la mates, por favor! ¡Te lo pido en nombre de nuestra amistad!

Tubilok se volvió hacia él.

—Tienes razón —dijo, apartando la cabeza de la joven de la fragua—. Eres mi fiel amigo y nunca me has pedido nada para ti. Haré como me ruegas y no la mataré.

Tarimán suspiró de alivio. Pero su tranquilidad se esfumó en cuanto vio la cruel sonrisa de Tubilok.

—Serás tú mismo quien ejecute la sentencia.

Tubilok clavó la lanza en el suelo rompiendo las baldosas para tener ambos brazos libres. Después tendió a la joven sobre el yunque, con una mano le agarró ambas muñecas y tiró de sus brazos, extendiéndolos detrás de su cabeza, y con la otra le inmovilizó los tobillos a modo de cepo.

—¡Ayúdame, Tarimán! ¡Haz algo, por favor!

Ella sólo podía gritar, pues los dedos de Tubilok eran más implacables que grilletes de acero, y además él mismo los había imantado para que nada pudiera separarlos del enorme yunque. El dios supremo sopló a través del yelmo, y al contacto con su aliento corrosivo la ropa de la Atagaira se deshizo sobre su cuerpo como si el tejido hubiera envejecido mil años de golpe. La joven quedó desnuda, expuesta como la víctima de un sacrificio.

—No, mi señor —musitó Tarimán—. No puedes pedirme eso.

—En el umbral de mi palacio hay dos tinajas de dones, una llena de males y otra de bienes. Aquel a quien se los doy mezclados, a veces se encuentra con la desgracia y a veces con la dicha.

—Por favor, mi señor…

Ella giró la cabeza hacia Tarimán, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡No! ¡Lucha contra él! ¡Hazlo por nuestra hija! ¡Tú eres fuerte, más fuerte que él!

No, no lo soy. Nunca lo he sido ni lo seré, pensó Tarimán con tristeza. Tubilok volvió a apremiarle.

—Y le dijo el Señor a Tarimán: «Toma a tu hija, la única, la que amas, ve al país de Moriah y ofrécela en holocausto allí donde yo te diga. Sólo así demostrarás que eres temeroso de Tubilok».

—Tú ya sabes que soy temeroso de ti, mi señor.

—Pues entonces hazlo, mi fiel herrero. Y hazlo ya. De lo contrario, absorberé tu espíritu y serás un alma en pena más dentro de la lanza de Prentadurt.

—Mi señor…

—¡Ayúdame, por favor!

—Hazlo ya o morirás tú, Tarimán.

—Yo no puedo…

Hazlo.

Cuánto dolía evocar algunos recuerdos.

Morir. O matar.

Qué curioso. Cuanto más larga es la vida, más valor se le atribuye. Del mismo modo que el rico que todo lo posee duerme intranquilo temiendo que un ladrón entre en la noche y le arrebate sus riquezas, así los dioses perdurables estaban dispuestos a lo que fuera menester con tal de conservar sus longevísimas vidas.

Somos unos cobardes, pensó Tubilok. Yo fui un cobarde.

TING, TANG, TING, TANG, TING, TANG

Mejor seguir martilleando la nueva espada. Oh, pero el hierro ya volvía a oscurecerse. De nuevo al horno.

Tarimán podía interrumpir cuando quisiera el flujo de recuerdos, pues era una de las prerrogativas de los inmortales.

Pero no lo hizo. Y volvió a rememorar aquel momento.

Desobedecer a Tubilok le habría acarreado algo que sospechaba peor que la misma muerte. El dios loco habría dirigido contra él su arma para vaciar toda la información de su mente y absorberla. Dentro de la lanza de Prentadurt, Tarimán habría hecho compañía a las miles de conciencias humanas y divinas que ya eran esclavas de Tubilok, las inteligencias que utilizaba para acrecentar la inmensa capacidad de cálculo de la lanza.

Convertido en un vulgar chip de ordenador, un procesador en paralelo destinado, entre otras tareas, a resolver las gigantescas ecuaciones necesarias para que Tubilok pudiera teleportarse.

Y amén de utilizarlas, quién sabía a qué otras torturas sometería Tubilok a su legión maldita de almas cautivas.

Todo eso son excusas. Fuiste un cobarde. Mataste a la mujer que amabas.

Tarimán sacó el metal al rojo y lo depositó por enésima vez en el yunque. Al hacerlo, entrecerró los ojos, y en lugar de la barra candente contempló sobre la superficie del yunque a la joven. Desnuda, con el vientre y los pechos ligeramente hinchados. La fina línea de vello rojo en el pubis atrapando la luz de las llamas. Cuatro guirnaldas carmesí a cada lado del cuello, allí donde los guanteletes habían rasgado su piel albina.

Y se vio a sí mismo, mil años más joven, con ambas piernas sanas. Aferrando la espada que había forjado, todavía sin templar y sin empuñadura, pero ya lo bastante aguzada para matar.

Alzándola sobre su cabeza, como habría hecho un antiguo sacerdote con un puñal de obsidiana.

—¡Perdóname! —exclamó con la voz quebrada.

«Ya estás perdonado», se burló Tubilok, a sabiendas de que era a la joven a quien se lo pedía. Mas en ese momento la hoja de acero ya bajaba, y se clavaba entre las costillas de la Atagaira. Tarimán retiró la hoja, y con el primer borbotón de sangre se fue la vida de su amante.

No había terminado. Con rabia y odio hacia sí mismo y hacia quien le obligaba a cometer tal crimen, apuñaló el cuerpo, ya cadáver, entre el pubis y el ombligo, y cuando sacó la hoja manchada de sangre por segunda vez supo que había taladrado el útero y también había asesinado a su hija nonata. La única que había engendrado en su larga vida, la única que habría de engendrar.

TING, TANG, TING, TANG, TING, TANG

Siguió batiendo el filo, que poco a poco tomaba forma, recto por ambos lados como un rayo de luz. Al menos, pensó, ellas dos, madre e hija, habían sufrido una muerte definitiva. Tubilok no había podido convertirlas en cautivas de su lanza negra.

Durante unos segundos, el herrero se regodeó en su propia congoja. Era una sensación insoportable y, sin embargo, exquisita a su extraña manera. La nostalgia de su pérdida tenía un sabor agridulce que se mezcló con el amargo de la culpa y el salado de las lágrimas gruesas y redondas que rodaron por sus mejillas.

Basta, ordenó a su cuerpo.

A veces se permitía disfrutar de su pena, aunque sólo unos instantes. Sus glándulas internas segregaron chorros de neurotransmisores que bloquearon todo dolor. Siguió visualizando sus recuerdos, pero ya no le producían reacción emocional. Había vivido tiempo de sobra para saber que torturarse más de lo debido era un suplicio inútil.

—¿Cómo se llamaba tu amada? —preguntó Tubilok, enderezándose hasta rozar el techo de la herrería con el yelmo y soltando por fin las manos y las piernas de la mujer. Allí donde la había agarrado, la piel blanquísima de la Atagaira se veía tan negra como si la hubiese abrasado con hierros al rojo.

—Zemal —contestó Tarimán—. Se llamaba Zemal.

—Espero que a partir de ahora aprendas a no volcar tu afecto en objetos que no lo merecen. Con eso sólo te dañas a ti mismo.

—Ella no era un objeto —dijo Tarimán, cerrándole los párpados a la joven con una delicadeza que, en aquellos dedos grandes y gruesos como morcillas, se antojaba aún más lastimera—. Era una persona.

Las garras de Tubilok se cerraron en su mentón y tiraron de su barba. Tarimán tuvo que torcer el cuello hacia arriba para contemplar, a través del visor, el rostro de aquel a quien una vez consideró su amigo y enfrentarse a la mirada de los tres ojos traídos del infierno.

—¿Es que acaso ya no soy tu amigo?

Tarimán se encontraba tan abatido que no podía controlar sus pensamientos.

—Te equivocas —dijo Tubilok, leyendo de nuevo su mente—. Incluso en este momento de dolor, precisamente en este momento de dolor, puedes y debes controlarlos. Y vas a hacerlo. ¿Cuál es el peor crimen que hay?

Tarimán recordó la lección que todos ellos habían recibido en una de las últimas asambleas de dioses en el Bardaliut.

—El mental, mi señor.

—Así es. Es el crimen peor, el que contiene en esencia todos los demás.

Tarimán sospechaba que esas palabras también pertenecían a algún autor de tiempos remotos, pero no se sentía con ánimos de consultar sus bancos de datos internos.

—Mi antaño fiel Tarimán —prosiguió el rey de los dioses—, has de recordar que el crimen del pensamiento es una insidia que se puede apoderar de ti sin que te des cuenta. No hay distinción alguna entre el acto y el pensamiento. Y tú ahora mismo albergas otro pensamiento impuro.

Cierto. Casi sin advertirlo, Tarimán estaba argumentando contra Tubilok. ¿Qué significaba «No hay distinción entre acto y pensamiento»? No era más que una falacia, una invención de teorías idealistas que habían causado infinitos daños en el pasado. Tarimán no podía aceptar que voluntad y realidad fueran lo mismo. Tal vez porque continuaba siendo, en el fondo de su alma, un ingeniero, mientras que Tubilok era un científico puro que creía que sus pensamientos y conceptos podían adquirir existencia material y objetiva.

—Y pueden adquirirla, mi fiel herrero. Así ocurrirá cuando derrote finalmente a las Moiras y me convierta en el amo absoluto de toda la realidad.

»Antes de que pienses que mis palabras son las de un loco y me vea obligado a castigarte, prefiero marcharme. Pero debes aprender a domeñar tu mente cuanto antes, Tarimán. Es intolerable que en el mundo exista un solo pensamiento inadecuado, por secreto o inocuo que pueda ser.

El cadáver de la joven seguía tendido en el yunque y la sangre chorreaba hasta el suelo. Sin prestarle más atención, Tubilok se apartó, desclavó la lanza del suelo sin esfuerzo aparente y la volvió hacia Tarimán. La punta era una hoja afilada de casi medio metro, tan negra que no emitía ningún reflejo.

—Has dicho que no me querías castigar —dijo Tarimán, retrocediendo.

De modo que todo había sido una burla sangrienta. Había matado a Zemal y a su hija para nada. Al final, iba a quedar almacenado como una nube de información orbitando en torno a la cuerda cósmica que formaba la espina dorsal de la lanza de Prentadurt.

Así es como acaba todo, después de tanto tiempo, pensó. Qué forma tan absurda de terminar.

Pero, en realidad, siempre había sabido que nada ni nadie podían garantizarle que después de una vida tan larga todo acabara con una muerte digna y grandiosa que diera sentido a los milenios vividos.

—No te voy a matar, herrero —dijo Tubilok—. ¿Qué aprenderías de eso?

—Entonces…

—No se trata de un castigo, sino de una lección y un recordatorio. Eres el más inteligente de los dioses, y por eso el más proclive a cometer el crimen mental. Crimen que, cuando se dirige contra mí, es una blasfemia. Y ya fue dicho hace mucho tiempo: «No blasfemarás contra el Señor tu Dios».

Sin más aviso, rápido como una cobra, Tubilok le tiró un lanzazo a la pierna. Tarimán no tuvo tiempo de reaccionar. La punta desgarró su cuádriceps derecho casi a la altura de la ingle y escarbó allí unos segundos.

La agonía fue inenarrable, como si una corriente de miles de voltios descoyuntara todo su cuerpo, molécula a molécula. El arma debía de estar actuando directamente sobre los centros de dolor de su cerebro.

—¡Y Hefesto se enjugó con una esponja el sudor del rostro, de las manos y del hirsuto pecho, vistió la túnica y salió cojeando de la fragua!

Tras recrearse en su cita mitológica, Tubilok tiró de la lanza y la sacó de su pierna, llevándose en la punta un trozo de carne tan rojo como un filete crudo. Tarimán cayó de rodillas y trató de tapar la hemorragia con ambas manos. El dolor había remitido un poco, pero seguía siendo tan lacerante como no recordaba en muchos siglos.

—¿No has admirado siempre al dios herrero de los antiguos, no adquiriste tu personalidad inspirándote en él? Pues ahora, sudoroso y velludo como ya eras, te parecerás del todo a tu modelo. ¡Cojo por toda la eternidad!

Tras estas palabras, Tubilok y su lanza se convirtieron en una nube de minúsculas esferas negras que al momento se transparentaron hasta desaparecer en el aire. Tarimán se quedó solo con el cadáver de la Atagaira Zemal.

Y con su herida.