Los recuerdos de Tarimán seguían fluyendo mientras su martillo Takoa daba forma a los cantos de la nueva espada. TING, TANG, TING, TANG, TING, TANG.
Cuando Tubilok alcanzó la omnisciencia merced a los ojos de los Tíndalos, su autocracia se convirtió en una tiranía pesada y asfixiante como un manto de plomo. Un relato de aquella época, deformado por el tiempo y la transmisión oral, aseguraba que Tubilok.
acostumbrado a las tinieblas que reinan entre las estrellas, levantó de las profundidades de la tierra una espesa capa de cenizas que ensombreció los cielos de Tramórea. Aquélla fue la Edad Oscura que aún se recuerda con temor. Sin luz, los inviernos se hicieron interminables, las plantas languidecieron, las tierras de pasto quedaron baldías, los hielos se extendieron, los animales cayeron exánimes sobre el surco del arado y los hombres, pálidos y famélicos, dejaron de hacer sacrificios en los altares de los dioses. Pero a Tubilok poco le importaba, pues para él no había mejor sacrificio que el de los hombres que iban muriendo bajo el sombrío techo que cubría el cielo, que el del linaje humano arrastrándose hacia su inexorable extinción.
Para los humanos resultaba lógico pensar que Tubilok era una especie de demonio de las profundidades, una criatura infernal. Al fin y al cabo, había surgido del Prates subterráneo, más poderoso que Manígulat, y sus trucos dimensionales producían ese olor mefítico que siempre se había identificado con el diablo.
Pero la oscuridad que cayó sobre Tramórea era algo más que un capricho ambiental. También suponía un experimento no menos antojadizo, como todas las decisiones del nuevo dios supremo. Tubilok había alterado la órbita de la luna Taniar hasta situarla a un millón y medio de kilómetros, en el punto de Lagrange 1 entre Tramórea y el Sol. Después la había desplegado como un enorme espejo convexo, de tal modo que, aunque se hallaba más lejos, abarcaba más superficie en el cielo. Lo justo para interceptar la luz solar que caía sobre casi medio planeta y sumir su parte habitada en un eclipse perpetuo.
—Fiant tenebrae! —exclamó ante los demás dioses, que se abstuvieron incluso de pensar en la menor crítica. «Los designios de Tubilok son insondables» era lo máximo que se atrevían a murmurar entre ellos.
Mientras todo esto ocurría, Tarimán, obedeciendo inconscientemente la parte A de su plan, había empezado a forjar una espada. Ni él mismo sabía adónde le llevaría aquello. Al principio, creyó —y lo creía con sinceridad— que lo hacía por su afición a trabajar con las manos.
Y también por el amor de una mujer.