¿Estás seguro de lo que me has pedido? —preguntó Tarimán cuando entraron en la sala que habían convertido en quirófano.
Tubilok le contestó con otra pregunta.
—¿Conoces la historia de Odín y Mímir?
Tarimán no la recordaba, pero tan sólo tenía que acceder a la vasta biblioteca de su mente para encontrarla. No obstante, dejó explayarse a Tubilok. A éste siempre le había gustado contar relatos y trufar sus conversaciones con citas de literatura, filosofía y mitología de tiempos pretéritos.
—Según narran las sagas de los vikingos, en el reino helado de los gigantes, junto a las raíces del gran fresno Yggdrasil, se hallaba el pozo Mímisbrunnr. Sus aguas contenían la sabiduría absoluta: presente, pasado, futuro. Mas sólo el gigante Mímir, que lo custodiaba, podía beber de ellas y renovar cada día sus conocimientos.
»Ocurrió que Odín, pese a que era el dios supremo de Asgard, empezó a ansiar ese conocimiento por encima de todas las cosas que ya poseía. Por ello acudió al gigante y le pidió:
»“Déjame beber de las aguas del Mímisbrunnr. Pues quiero poseer la sabiduría”.
»“El camino del saber nunca es fácil ni indoloro. Si quieres hacerlo a cambio tendrás que dejar algo de ti en el pozo”, respondió Mímir.
»“Eso está hecho”, replicó Odín.
»Decidido a todo, se arrancó un ojo y él mismo lo tiró al agua como ofrenda al Mímisbrunnr.
—Una medida un tanto drástica…
—¿Cuál dirías que es la moraleja?
—¿Qué lo que Odín perdió en visión estereoscópica lo ganó en sabiduría? —aventuró Tarimán.
—¡Correcto! De modo que ahora tú serás como el bueno de Mímir y yo como el gran Odín. Voy a sacrificar mis ojos por el conocimiento total.
—Un noble empeño.
—Y además un trueque lucrativo. En la antigua Atenas vivió un hombre al que consideraban el más sabio del mundo porque decía: «Sólo sé que no sé nada». Yo, en cambio, podré afirmar: «Sólo sé que lo sé todo». ¿A qué pináculos de sapiencia crees que me elevará eso?
—Debo confesarte que no me tranquiliza demasiado cómo sigue el mito de Mímir.
—¿Por qué?
Tras cotejar el relato de Tubilok con la información de sus implantes de memoria, Tarimán había descubierto que Odín acabó cortándole la cabeza al gigante, y desde entonces la llevaba consigo a todas partes para que le susurrara al oído sus secretos.
—No me gustaría que mi testa acabara encima de tu hombro graznando como un loro.
—Tu cabeza está a salvo. Eres el más querido de mis hermanos.
Tubilok lo miró con una sonrisa que parecía genuina. Y quizá lo fuera. El problema con él era que mudaba de opinión y estado de ánimo de una manera tan rápida e imprevisible como el mercurio cambiaba de forma.
El paciente se tumbó en la camilla. Por última vez, miró a Tarimán con aquellos ojos azules, tan puros y limpios como un mar turquesa. Aunque la locura que anidaba en ellos no había hecho sino agravarse tras su regreso al universo Alef, seguían siendo muy hermosos. Tarimán pensó que era una lástima extirpárselos, pero sabía que no le convenía oponerse a los caprichos del rey de los dioses.
—Eres el único en quien confío, hermano —insistió Tubilok—. No me defraudes.
¿El único en quien confías? Entonces, ¿para qué quieres a tus guardaespaldas? Tarimán no necesitaba mirar a su espalda para recordar que, junto a la puerta de diafragma del quirófano, unas presencias amenazantes acechaban todos sus movimientos. Eran Gankru y Molgru, dos autómatas grandes como elefantes, sembrados de armas y fabricados en una aleación que al recibir una corriente se calentaba tanto como el hierro recién sacado de la fragua. Sus cabezas aceradas cobijaban sendos cerebros humanos, extraídos a sus dueños y vaciados de todo recuerdo.
—No te defraudaré, hermano —respondió Tarimán.
Era la última vez que se dirigiría a él así, pero aún no lo sabía. Tubilok ya no le contestó. Él mismo había desconectado los centros de dolor de su sistema nervioso, sumiéndose en una anestesia autoinducida. El ritmo de su respiración y sus pulsaciones se redujo a la mitad. Las ondas de su electroencefalograma, que habitualmente oscilaban a quinientos ciclos por segundo, se ralentizaron a cien. En un cerebro humano aquel ritmo habría supuesto un ataque de epilepsia, pero para la frenética mente de Tubilok eran tan relajantes como las ondas alfa que preceden al sueño.
Con unas pinzas, Tarimán le retrajo los párpados. Qué feo se te ve así, hermano. Se dio cuenta de que, si la operación iba bien, ya no podría pensar ese tipo de cosas sin que Tubilok se enterase.
Y por eso, en las escasas veinticuatro horas de las que había dispuesto desde que conoció las intenciones de Tubilok, había preparado un plan, lo que él llamaba su «seguro de vida».
Se inclinó sobre él con el bisturí láser y se dijo: Allá vamos.
Con precisión, como si su muñeca fuera un compás de arquitecto, Tarimán cortó la conjuntiva que rodeaba el ojo hasta dibujar un círculo completo. El bisturí cauterizaba las heridas al mismo tiempo que sajaba la carne, pero no era necesario. El organismo de Tubilok, modificado genéticamente y sembrado de nanos como el de los demás dioses, se reparaba a sí mismo de forma automática.
El herrero e improvisado cirujano dejó el láser y tomó unas tijeras curvas de filo térmico provistas de diminutos visores, pues tenía que trabajar por detrás del globo ocular. Con las tijeras fue cortando los enlaces que unían el ojo al cráneo. Primero seccionó los músculos extraoculares, después la arteria oftálmica, el nervio óptico que conectaba las retinas dobles con el cerebro y, por último, el cable que transportaba la energía de la batería interna y permitía a Tubilok proyectar el rayo láser.
Un arma menos, pensó Tarimán. No era un gran alivio: a Tubilok no le faltaba precisamente armamento.
Cuando terminó, extrajo el globo ocular con unas pinzas y lo introdujo en un pequeño tanque de helio líquido. Aquel iris azul que tan expresivo parecía rodeado por párpados, cejas y mejillas, se veía ahora frío y, al mismo tiempo, hostil y siniestro como el ojo de un alienígena.
En eso es en lo que se ha convertido Tubilok, al fin y al cabo, se dijo. En un alienígena.
Con suma paciencia, repitió la operación con el otro ojo y también lo guardó en el tanque. La primera parte de la cirugía había terminado.
Sobre la mesa auxiliar había una esfera de cristal transmutable de medio palmo de diámetro. Tarimán la cogió. Al tocarla vio en su superficie el reflejo deformado de sus propias manos: la esfera reflejaba los rayos de luz en todas las frecuencias, pues en su interior albergaba una pequeña burbuja de estasis, una barrera prácticamente impenetrable.
Los dioses habían desarrollado esa tecnología durante su largo viaje fuera del sistema solar. Era tanto una solución para el tedio como una protección contra los peligros del espacio interestelar: dentro de un campo de estasis el tiempo transcurría a un ritmo mucho más lento que en el exterior, y su contenido podía sobrevivir incluso aunque lo sumergieran en el corazón de una estrella.
Era evidente que Tubilok valoraba sobremanera la seguridad de sus nuevos ojos. Tanto para crear un campo de estasis como para desactivarlo —incluso uno tan pequeño como aquél— se requería una ingente inyección de energía.
Tarimán moduló meticulosamente el haz concentrado de radiación gamma. Cada campo de estasis poseía una clave única, una especie de contraseña. No bastaba con aplicarle energía, sino que debía hacerse en pulsos, invirtiendo la secuencia que había creado el campo. En este caso, Tarimán estaba utilizando la clave que le había brindado el propio Tubilok. De lo contrario, no habría podido abrir la burbuja.
Bueno, no es del todo cierto, se confesó a sí mismo. Existía otra posibilidad no ya sólo para abrirla, sino incluso para asomarse a su interior dejando intacto el campo de estasis. Utilizar un finísimo haz de energía negativa. Gracias a ello Tarimán había conseguido lo que los demás dioses creían imposible: ver lo que ocurría dentro de Tártara, la ciudad prohibida.
Pero aquel secreto no debía ser conocido por nadie. Por eso lo había guardado en varios implantes artificiales de memoria, junto con los planes que había trazado para contrarrestar el poder creciente del rey de los dioses. Antes de que terminara la operación, Tarimán los borraría de su recuerdo consciente para evitar que alguien —en concreto, Tubilok— pudiera leerlos directamente de su cerebro. Cuando llegara la ocasión, los recuperaría fragmento por fragmento y volvería a montar el rompecabezas.
Si todo salía bien, claro. Pues los planes enmarañados que se componen de muchos elementos tienen el mal hábito de fallar.
Cada cosa a su tiempo, se recordó.
Desactivó la burbuja de estasis y abrió la caja que había en su interior. Después contempló los ojos que flotaban en una solución salina. Eran tres, todos ellos de un rojo escarlata, como si estuvieran llenos de sangre arterial, y cada uno tenía tres pupilas negras sin iris.
—Son los ojos de los Tíndalos —le había explicado Tubilok la víspera.
Aunque no había querido contarle cómo consiguió aquellos ojos ni qué ocurrió con sus anteriores propietarios, Tubilok le había detallado sus virtudes y dónde quería que le injertara cada uno. Pese a que eran casi iguales, existían entre ellos algunas diferencias muy sutiles, lo bastante para no confundirlos.
Tarimán tomó primero el ojo que veía en el espacio salvando distancias y penetrando barreras físicas. Por su tamaño había calculado que debería pesar unos quince gramos, el doble que un ojo humano normal. Pero al tomarlo entre los dedos, sus sensores internos le informaron de que llegaba a los cincuenta.
—Curioso, curioso —musitó.
Lo analizó con el nanoscopio y comprobó que, por debajo del nivel subatómico, estaba compuesto de una extraña espuma. En otra Brana con más dimensiones, aquel globo se habría extendido por ellas formando una hiperesfera u otra estructura más complicada. Aquí en el universo Alef, las dimensiones espaciales más allá de la tercera se hallaban enrolladas en bucles más diminutos que un quark. Aquel ojo escarlata debía de estar descargando en esos bucles parte de su masa, que quedaba oculta a la vista.
Con sumo cuidado, Tarimán introdujo el ojo en la cuenca izquierda de Tubilok. Aunque parecía demasiado grande para ella, encogió y se acomodó fácilmente. No necesitó hacer más conexiones, ni con el nervio óptico ni con los músculos orbitales. Aquellos ojos eran dispositivos inteligentes que buscaban por sí solos la conciencia más cercana y se unían con ella.
Después, Tarimán sacó de la caja el segundo globo ocular y lo acomodó en la cuenca derecha. Aquel ojo era capaz de penetrar en las bifurcaciones del tiempo. No veía exactamente el futuro, sino más bien los futuros en orden de probabilidad.
—Espacio y tiempo —murmuró Tarimán—. Vas a saber más que tu admirado Odín. No sé si te envidio por ello.
Y aún quedaba un tercer ojo. No existía hueco físico para él, de modo que no quedaba más remedio que practicar uno. Tarimán utilizó una versión moderna del trépano. Trazó un círculo en el centro de la frente de Tubilok con una especie de pincel; las nanomáquinas que tenía en la punta empezaron a trabajar al instante disolviendo la fibra ósea con un siseo casi imperceptible. Apenas un minuto después, habían abierto un círculo perfecto en el cráneo del paciente. Tarimán extrajo el fragmento de hueso con una ventosa y lo guardó en el helio líquido, junto con los ojos que había extraído antes.
Para insertar el último globo ocular, debía extirpar parte del lóbulo frontal. El propio Tubilok había delimitado la zona exacta, desactivado las conexiones neuronales de esa diminuta región del córtex y volcado sus contenidos y funciones en otros sectores de su cerebro.
Mientras trabajaba, Tarimán miró a la izquierda de la camilla. Un holograma representaba el cerebro de Tubilok, marcando en azul la región a la que debía limitarse. Si tocaba la zona roja era posible que le causara daños tal vez irreparables, y si se adentraba mucho en ella quizá podía incluso matarlo o convertirlo en otra cosa que ya no fuera Tubilok.
La tentación era grande. Tubilok se había vuelto cada vez más peligroso. Su empeño en utilizar la interfase del Prates como puerta dimensional había supuesto un riesgo para todos, dioses y mortales. Por eso, cuando la atravesó por primera vez para abandonar el universo Alef, sus hermanos de raza habían suspirado de alivio por perderlo de vista.
—¡Qué se multiplique por once dimensiones y se haga compañía a sí mismo el resto de la eternidad! —había resumido Manígulat.
En aquel entonces tenían la esperanza de que jamás regresara a su Brana de origen. Sin embargo, lo había hecho mucho tiempo después, cuando ya se habían acostumbrado a vivir sin él. Aunque Tubilok no quería hablar de ello, sus comentarios crípticos dejaban entrever que las Moiras, aquellas entidades a cuyo lado era poco más que una hormiga, lo habían derrotado.
Pese a esa derrota, paradójicamente, había retornado con más poder del que poseía antes. Así podía testificarlo Manígulat, que hasta entonces, mal que bien, había logrado superarlo en sus duelos.
O más bien podría testificarlo cuando alguien lo liberara de la prisión donde lo había confinado Tubilok, una burbuja de estasis de dos metros de diámetro en la que debía encoger brazos y piernas como un feto en el útero.
La mente de Tubilok siempre había sido peculiar. Obsesionado por el conocimiento como medio para conseguir el poder, nunca había demostrado demasiada sensibilidad ni compasión hacia los demás, fueran acrecentados o naturales. Pero era evidente que su estancia en el Onkos lo había empeorado. Ahora, según opinión unánime del resto de los Yúgaroi, era un auténtico psicópata. Término utilizado incluso por Anfiún o Shirta, dioses que no destacaban precisamente por su empatía.
Para comprender la locura de Tubilok, Tarimán no tenía más que mirar al otro lado de la camilla. Si el holograma de la izquierda mostraba la estructura física del cerebro de Tubilok, el de la derecha representaba su actividad mental. El dios herrero sospechaba que su paciente estaba soñando, y que aquellas imágenes extrañas e incomprensibles eran recuerdos de su viaje a las Branas superiores y al Onkos.
El Onkos. El universo madre del que emanaban todos los demás, el que los unía y gobernaba.
La única fuerza que reinaba en común entre el Onkos y todas las demás Branas o universos era la de la gravedad. Por tal motivo aparentaba ser tan débil en comparación con las demás. En realidad, el adjetivo «débil» se quedaba lastimosamente corto para expresar esa comparación: si el valor de la gravedad fuera uno, el de la fuerza electromagnética sería cien sextillones. Eso explicaba fenómenos que al resto de los mortales e inmortales les parecían tan cotidianos como la lluvia, pero que siempre habían asombrado a Tarimán. Cuando un hombre en la vieja Tierra levantaba una pesa de cinco kilos no luchaba en realidad contra la pesa, sino contra la atracción del planeta. De un planeta entero. Y, sin embargo, hasta el más alfeñique podía vencerla sin apenas resoplar.
Aquella (des)proporción física cobraba más sentido al comprender que la gravedad emanaba del Onkos y se extendía por todas las Branas. Era la única fuerza en común de toda la realidad, y por ello su efecto se difuminaba, repartido por los incontables universos como una gota de tinta diluida en la inmensidad de un océano.
Pero que las ecuaciones cobraran más sentido al tomar en cuenta el universo madre no significaba que Tarimán comprendiera realmente qué era el Onkos. Aunque conocía y dominaba las matemáticas multidimensionales, otra cosa bien distinta era asimilarlas de verdad, visualizarlas. En las imágenes proyectadas por la mente de Tubilok había una extravagante geometría de cintas de Moebius, empinadas pendientes que subían y subían y sin embargo acababan por debajo de donde habían arrancado, superficies que se tragaban a sí mismas, túneles que se volvían de dentro afuera y que no conducían a ninguna parte.
Tarimán observó durante un rato, fascinado y asqueado al mismo tiempo. Aunque era tan sólo una visión, aquel holograma despertaba en su cerebro raras sinestesias, impresiones propias de otros sentidos corporales. Las imágenes producían en sus oídos zumbidos agudísimos que alteraban su equilibrio y le producían arcadas, mientras que sus papilas creían percibir un extraño regusto a metal recalentado.
Lo peor era el olor. Al ver aquello notaba dentro de su cabeza un hedor a azufre quemado, el mismo que en tiempos remotos se había identificado con el infierno. Tarimán sospechaba que, cuando muchos adoradores del diablo de todas las épocas aseguraban haber notado el efluvio del azufre, se debía a que habían tenido intuiciones o captado atisbos del Onkos y de las ominosas entidades que lo habitaban.
Apartó la mirada del holograma. Había un diablo mucho más cercano que reclamaba ahora su atención.
Sí, un diablo, pensó. En aquel momento de la historia humana o posthumana el demonio, que hasta entonces había sido un concepto, se había encarnado por fin en una persona real.
Y esa persona, Tubilok, se encontraba a punto de ascender un peldaño más y convertirse no en un simple superhombre, como sus hermanos de raza, sino en un dios de verdad.
El reinado de aquel nuevo dios-demonio no iba a ser benévolo, de eso estaba seguro Tarimán. ¿Por qué no le hacía un favor a Tramórea, a la Brana entera y tal vez a toda la realidad? Le bastaba con usar la máxima potencia del bisturí para convertir su cerebro en un amasijo humeante. Ni la capacidad regeneradora de un acrecentado podría reparar tal destrozo.
No necesitó responderse. Lo hizo otra voz por él.
—Si te acercas a la zona roja, te convertiremos en ceniza de dios —le amenazó la criatura llamada Gankru. Su voz chirrió como el rechinar del acero contra una amoladera, acompañada por el sonido metálico de su brazo al levantarse y apuntar a Tarimán con un lanzallamas de ultranapalm.
—No es necesario que me lo repitas —respondió Tarimán, mirando de soslayo a los dos engendros.
—¿Por qué vas tan lento? —protestó Molgru. Su voz era tan áspera como la de su hermano.
—Voy al ritmo que tengo que ir.
—Nuestro señor no dispone de todo el tiempo del mundo.
—Es una operación delicada. Todo debe salir a gusto de Tubilok.
—¡No colmes nuestra paciencia!
—Si despierta y la visión de los tres ojos no está bien enfocada, le diré: «Lo siento. Tus amigos se han empeñado en que las prisas eran más importantes que la perfección en mi trabajo». Seguro que lo entenderá, y que cuando vea triple y con ángulos ciegos pensará que ha merecido la pena a cambio de ganar cinco minutos.
Los monstruos de metal se miraron. De su antigua personalidad humana debían de conservar algo de sentido del sarcasmo, porque asintieron en silencio.
—Está bien —concedió Molgru—. Pero no pierdas más tiempo, herrero.
Según los demás dioses, Tarimán era un cobarde que huía del enfrentamiento físico como de la lepra. Una opinión que él mismo había cultivado. Poseía armas internas y externas, como cualquiera de ellos, y gracias a los nanos que plagaban su organismo podía multiplicar la velocidad de sus movimientos. Sin embargo, en este momento, concentrado en la operación, sabía que, si rozaba la zona roja, los demonios metálicos lo atacarían con tal rapidez que no tendría tiempo de defenderse de ambos a la vez.
Mejor dejar las heroicidades para los dioses de la guerra Taniar y Anfiún, pensó. No había peleado nunca en su vida, y no le parecía el momento más oportuno para empezar a hacerlo.
Además, había concebido otros planes que, como siempre, eran más sutiles. Pero tenía que actuar antes de insertarle a Tubilok el tercer ojo, o sería demasiado tarde.
El bisturí que estaba utilizando escondía una sorpresa: un pequeño inductor magnético de gran precisión.
Las pulsaciones de Tarimán se aceleraron por lo que iba a hacer. Fueron tan sólo tres o cuatro segundos. Él mismo las ralentizó de nuevo. Nada debía delatarlo.
Mientras sajaba la corteza cerebral para extirpar la diminuta porción de lóbulo, usó el inductor para reprogramar algunas conexiones neuronales de su paciente. Se trataba de una modulación muy suave que no dejaría ninguna huella y de la que el propio Tubilok nunca llegaría a ser consciente, pues no supondría ningún cambio aparente en su conducta.
Pero para Tarimán era vital. Lo que estaba incrustando en el cerebro de Tubilok era ese seguro de vida que había contratado consigo mismo.
Tardó apenas un segundo. Al terminar, desconectó el inductor, apartó el bisturí y con unas pinzas extirpó el tejido cerebral, cuatro gramos de materia gris que depositó en su correspondiente depósito de helio líquido.
Tan sólo quedaba injertar el último ojo.
—Si estos dos ojos pueden escudriñar el tiempo y el espacio —le había preguntado Tarimán antes de la operación—, ¿qué ve el tercero?
Tubilok había sonreído en un gesto que no tenía nada de tranquilizador, tocándose la frente con el dedo índice.
—Todo lo que hay aquí.
—¿En tu cabeza? ¿Es que no lo sabes ya?
—¡No te hagas el obtuso, hermano! En las mentes de todos vosotros. Yo sabré cuándo os levantáis y cuándo os sentáis, y de lejos entenderé vuestros pensamientos. Aún no estará la palabra en vuestra lengua, y yo ya sabré lo que vais a decir.
»Así que, a partir de ahora, no se te ocurra albergar malas ideas contra mí, hermano.
Un ojo que lee los pensamientos, se dijo Tarimán mientras sostenía ante sí el tercer globo escarlata.
Cuando Tubilok despertara, gracias a sus nuevos implantes podría contemplar lugares donde no estuviera, atisbar los posibles futuros y leer las mentes ajenas.
A efectos prácticos, sería omnisciente.
Eso sí que es convertirse en Dios con mayúscula, se dijo Tarimán.
Aunque su estancia en el Onkos hubiera afectado a su equilibrio mental, Tarimán no creía que Tubilok se hubiese transformado en un voyeur pervertido ni que su aburrimiento llegase al punto de vigilar los pensamientos de los millones de seres conscientes que poblaban Tramórea.
Pero controlar a sus hermanos de raza era otra cosa bien distinta, y mucho más hacedera. Después de dos viajes interestelares y varias guerras entre ellos y contra los mortales, los Yúgaroi no llegaban a cuarenta. Más de una vez se habían resistido al liderazgo de Tubilok. Algunos se habían enfrentado abiertamente a Manígulat, que penaba en su estrecha burbuja de estasis, y otros habían intrigado a sus espaldas —casi todos los demás—. A partir de ahora no podrían conspirar ni en la soledad de sus mentes, pues ese tercer ojo iba a estar clavado en ellos en todo momento.
Y especialmente en Tarimán. Por más que Tubilok insistiera en llamarlo «amigo» y «hermano», no se hacía ilusiones. En cuanto despertara, la primera mente que vigilaría sería la suya.
Lo que significaba que Tarimán estaría más que nunca en manos de Tubilok y sería para él tan moldeable como la arcilla.
A eso no estaba dispuesto. Él era el dios herrero, el que manipulaba metales y aleaciones y fabricaba objetos, no una vulgar materia prima para que otro lo usara a su placer. Por eso, gracias al inductor magnético, había programado en el cerebro de Tubilok una ceguera selectiva de la que se aprovecharía en su momento.
Pero si no quería que Tubilok descubriera su plan leyéndole los pensamientos, él mismo tenía que olvidarlo.
Mientras acercaba el tercer ojo a la frente del dios loco, repasó a toda velocidad los detalles.
Su intención era crear un arma que pudiera desafiar al poder de la lanza de Prentadurt y que al mismo tiempo escapara a la visión omnisciente de los ojos de triple pupila. Pero eso no bastaba. Si Tubilok averiguaba sus propósitos antes de que ultimara el arma, estaba perdido. Para no ser descubierto, Tarimán debía dividir la fabricación de aquella arma en procesos que por separado parecieran inofensivos. Que a él mismo le parecieran inofensivos, casi triviales.
Ahora, ocultó todos aquellos procesos en implantes de memoria aislados, y los unió tan sólo por instrucciones sencillas y mecánicas: Cuando A esté terminado, procede a B y olvida el motivo por el que hiciste A. Cuando B esté terminado, procede a C y olvida el motivo por el que hiciste B. Cuando C esté terminado…
Incluso esas simples órdenes lógicas las escondió, salvo la primera. El paso A, que lo arrancaría todo.
Bien. Ya estaban todas las piezas del rompecabezas dispersas y escondidas. Ahora tenía que borrar su propia memoria consciente. De ese modo, nunca pensaría en su plan como un todo, sino que, condicionado por sí mismo a modo de perro de experimento, se limitaría a realizarlo fase por fase sin conocer el desenlace.
Activó un ejército de nanos que nadaron entre sus neuronas, rastrearon las conexiones de memoria más recientes y las bombardearon con cadenas de enzimas para destruir los enlaces químicos.
Cuando terminó, durante un instante se sintió desorientado.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. Seguía con el tercer ojo entre los dedos, observando la abertura recién practicada en el cráneo de Tubilok.
—¿Quieres terminar de una vez, diosecillo? —preguntó Molgru.
Se volvió hacia él. Aquellos monstruos eran peligrosos, pero Tarimán no estaba dispuesto a que se le subieran a las barbas. Se irguió en sus dos metros treinta, ensanchó los hombros y respondió:
—Es una operación delicada. Todo debe salir a gusto de Tubilok.
—Eso ya lo has dicho antes. Trabaja de una vez.
Tarimán sacudió la cabeza, confuso. Sí, era cierto que lo había dicho. Pero notaba una extraña sensación de déjà vu que no se debía a eso, sino a algo distinto, un pensamiento que resbalaba entre sus dedos como un pececillo travieso.
¿En qué demonios había estado pensando después de coger el tercer ojo? No conseguía recordarlo.
Una vocecilla, que más que una vocecilla eran palabras escritas flotando en la nada, le advirtió: Olvídate de que has olvidado algo si quieres seguir vivo. Las palabras se rompieron y borraron, como remolinos arrastrados por la corriente de un río, y tras ellas no quedó nada.
Tarimán colocó el globo escarlata sobre la abertura que acababa de practicar en el cráneo. No tuvo que hacer nada más. Con un sonido casi inaudible de succión, como si estuviera provisto de una minúscula bomba de vacío, el ojo se introdujo por sí solo en el hueso.
Un segundo después, los tres ojos se movieron, y las nueve pupilas se clavaron en Tarimán, duras y cortantes como cuentas de obsidiana. El dios herrero retrocedió. De pronto se sentía observado, auscultado, tan descubierto y vulnerable como un guante vuelto del revés.
En el holograma que mostraba las representaciones mentales de Tubilok apareció éste, incorporándose en la camilla. ¡Está viéndose a sí mismo por mis ojos!, se alarmó Tarimán. Sobre esa imagen se cruzaron otras, rápidas y confusas como jirones de nubes, que el dios herrero reconoció como sus propios pensamientos desfilando por la mente de Tubilok.
Un par de segundos después, el holograma se desvaneció en el aire.
—Buen trabajo, mi querido amigo.
Tubilok se había levantado sin ayuda y miraba a Tarimán desde sus tres metros de altura.
No parecía el mismo. Antes la impresión que ofrecía oscilaba entre la manía y la cordura. Ahora, los tres globos rojos, desproporcionados, sin párpados, dibujaban un triángulo de demencia pura. Cada uno de ellos se movía de forma independiente. El efecto era el de un camaleón mutante de ojos ensangrentados.
—¿Te parece que tengo cara de loco? ¿Un camaleón, eso te parezco? —preguntó Tubilok. Su boca sonreía. Sólo su boca. La mitad superior de su rostro ya no podría hacerlo jamás. A partir de ese momento, interpretar sus gestos resultaría aún más difícil que antes.
Tarimán se dio cuenta de que…
—Sí. Estoy leyendo tus pensamientos.
El dios herrero agachó la cabeza y trató de tararear mentalmente una musiquilla estúpida y repetitiva que acallara todo lo demás con su soniquete.
—A veces es difícil controlar el cerebro propio. No eran pensamientos voluntarios. Perdóname, mi señor.
—¿Mi señor? Nunca me habías llamado así.
—No sé por qué lo he hecho, la verdad —respondió Tarimán, con la mirada clavada en sus propios pies. No se atrevía a levantarla y afrontar aquellos ojos.
—Pero me gusta. Mi señor. Excelente. Me parece digno y respetuoso, como debe ser. A partir de ahora, te dirigirás a mí con ese tratamiento.
—Me congratula…, mi señor.
De pronto se le apareció una imagen espontánea, en la que se vio a sí mismo forjando una espada en una fragua antigua.
—Estás pensando: «He de forjar una espada». ¿Por qué se te ha ocurrido esa peregrina idea?
—La verdad es que lo he pensado, pero ignoro la razón.
—Se te ha olvidado añadir «mi señor».
En su mente empezó a formarse un pensamiento. Idiota fatuo y pomposo, pero lo ahogó con un grito interior a tres voces: ¡MI SEÑOR OH MI SEÑOR MI SEÑOR!
—Sabes que siempre me han gustado las armas antiguas, mi señor Tubilok.
—Tú mismo eres una antigualla. Te mezclas demasiado con esos simios atrasados que pueblan Tramórea. Mírate, como uno más de ellos, cubierto de vello, sudoroso.
Sí, Tarimán tenía que reconocer que seguía siendo demasiado humano. También le gustaba desarrollar sus músculos haciendo ejercicio en lugar de acrecentarlos con chorros internos de hormonas de crecimiento.
Y se dejaba llevar por otros instintos aún más primigenios.
—¡Ah! —exclamó Tubilok—. Veo que me habías ocultado algo, malandrín.
Tarimán agachó la cabeza, rehuyendo aquella mirada. Si Tubilok le hubiese clavado tres láser de rayos gamma no se habría sentido tan taladrado y abrasado como en este momento.
—¿Qué puedo haberte ocultado que sea de interés, mi señor?
—Que tienes una amante. ¡Y más interesante todavía! Esa primate lleva en su vientre un embrión que apenas tiene cinco días. Lo más divertido es que realmente estás ilusionado.
—Tubilok… Quiero decir, mi señor Tubilok, no sabía que eso pudiera interesarte.
—Son humanos. No alcanzo a comprender por qué te sigues mezclando con esa raza degenerada e ignorante.
Medio en broma y medio en serio, los dioses llamaban «pervertidos» a aquellos de sus congéneres que practicaban tal comportamiento. No era Tarimán el único que mantenía relaciones físicas con humanos, pero las de los demás eran efímeras y en ellas no había más que sexo. Además, solían incluir otras prácticas de dominio y dolor que a menudo acababan con las vidas de los infortunados a los que privilegiaban con sus atenciones. Ser deseados por los dioses era más una maldición que una suerte.
Él no era así. Yo soy capaz de amar.
Maldición, ¿por qué se había permitido ese pensamiento? Sí, él quería a esa mujer, y quería a la hija que había concebido con ella. Pero Tubilok no debía saberlo.
¡Es mentira borra esa idea eres insensible tu alma es una piedra!
—Deja de intentar ocultarme tus emociones y tus pensamientos —dijo Tubilok—. Lo único que vas a conseguir es levantarnos jaqueca a ambos. Es inútil esconderle nada al dios supremo. Incluso los cabellos de tu cabeza están numerados.
—Tienes razón, mi señor.
—Temes que, si descubro que sientes cariño por alguien, yo haga daño a ese alguien por castigarte a ti.
Tarimán se resignó a reconocerlo.
—Así es, mi señor.
—¿Por qué habría de querer castigarte? Eres el más leal de los dioses, el mejor de los amigos. Aunque resulta decepcionante que vuelques tu amor en objetos tan poco dignos de un dios, si eso te complace puedes divertirte encariñándote con esa mujer y esa niña hasta que envejezcan y mueran como todos los humanos. Pues la vida de un hombre no es más que el paso de una sombra.
—Gracias, mi señor.
—Ahora puedes irte y malgastar tu tiempo forjando esa reliquia. Cuando te necesite para algo interesante te avisaré, herrero.
Ya no me llama hermano, observó Tarimán, y al momento se dijo en otro nivel mental que debería aprender a controlar sus pensamientos.
—En ambas cosas llevas razón, Tarimán. Ya no puedo ser tu hermano ni hermano de nadie. He trascendido. La carne se ha hecho verbo, y aunque habite entre vosotros no podéis conocerlo ni comprenderlo. Vete ya. No soporto el olor de tu sudor ni el sabor de tus pensamientos.