EPÍLOGO 2

Me llamo Kratos, Kratos May.

Ésta ha sido la última noche del año 1002 de Tramórea, y acaba de amanecer el 1 de Zenordanil del año 1003.

Anoche las lunas volvieron a brillar juntas por segunda vez desde que los dioses las apagaron. Al principio no pude evitar ciertos escalofríos al presenciar la conjunción, pero no sucedió nada. Es un espectáculo bellísimo, que durante muchos años no supe apreciar. Uno sólo valora lo que pierde. Nosotros perdimos las lunas del firmamento, y las noches se volvieron oscuras y amenazadoras. Ahora vuelven a lucir en las alturas, marcándonos el tiempo.

Estamos acampados en las ruinas de Dhamara. Parece que en los últimos tiempos mi sino es vivir entre casas derruidas, cascotes y murallas derribadas: Nidra, Nikastu y, en estos días, Dhamara.

Me encuentro junto al borde del Abismo Negro. En el centro flota una burbuja que refleja el cielo como un espejo. Está lejos de aquí, pero como sólo la rodea una vasta nada no hay referencias claras y a ratos parece que podría alcanzarla con la mano.

Aidé ha venido conmigo, y también mi hijo Darkos, y El Mazo, Kybes, Baoyim y muchos amigos más. Estamos esperando a Derguín, que hace dos días partió a la ciudad de Tártara para buscar a Neerya y a su hija Ariel. Este muchacho me sorprende cada vez más por su precocidad. A los veintiún años es maestro de la espada, Zemalnit e incluso padre. ¿En qué se convertirá cuando tenga mi edad?

Me doy cuenta de que ahora que estoy en paz conmigo, siento mucho más afecto por Derguín. En realidad siempre lo he sentido, pero los celos me hacían olvidarlo. Ahora tengo a Talavãra, mi propia espada de poder. Y pensándolo bien, aunque no la tuviera, ¿qué importaría? Soy un hombre afortunado. Con catorce años, mi hijo Darkos es un valiente que ha luchado y vencido en dos batallas. Aidé es mi esposa desde hace quince días, de lo cual hemos puesto como testigos no a los dioses sino a nuestros amigos, a todos los hombres de la Horda, a las Atagairas e incluso a los Noctívagos. Nada menos que un emperador de Áinar nos ha dicho: «Donde estés tú, Kratos, estarás tú, Aidé. Donde estés tú, Aidé, estarás tú, Kratos».

No nos faltan problemas. Nos encontramos en los confines del mundo. La flota con la que llegamos aquí se quedó en aquel lago de Agarta. A los marineros los trajimos con nosotros, pero desmantelar y subir las naves más de cien mil escalones era algo impensable. En realidad, Ahri lo pensó e incluso realizó los cálculos. Obviamente no le hicimos caso.

La puerta Sefil está cerca. Dicen, y debo creerlo, que nos puede trasladar instantáneamente a otro lugar. El problema es que apareceremos en el desierto de Guinos, a más de dos mil kilómetros de Nikastu. Sería un viaje larguísimo para reunirnos con nuestros camaradas de la Horda. Todos lo deseamos, pero la perspectiva nos agota.

Togul Barok nos ha ofrecido instalarnos en Áinar. Hemos sabido que Anfiún, al que me arrepiento de haber matado tan rápido, destruyó la ciudad de Koras. El emperador quiere construir una nueva capital, y fundar una academia militar de la que yo sería el Gran Maestre.

Reconozco que me tienta regresar a Áinar. Por otra parte, soy responsable de los hombres y mujeres a los que dejamos en Nikastu, y muchos de los Invictos que están aquí conmigo tienen familias a las que echan de menos.

Lo decidiremos dentro de unos días. Esta noche celebraremos una gran fiesta. Por suerte, trajimos provisiones en abundancia de Agarta, porque últimamente tenemos celebraciones muy a menudo.

La de esta noche es en honor de Derguín Gorión, el Zemalnit, matador de Tubilok el dios loco. Pero no vamos a festejar muertes ni batallas, sino que regresa de Tártara con la mujer a la que ama y con su hija Ariel.

Aidé, que tiene mejor vista, ya me está señalando al norte. En el Abismo Negro se atisba una mancha blanca. Es Riamar, el unicornio, que galopa veloz desde la ciudad prohibida. Ahora lo veo mejor, sí.

Es un bravo unicornio. Lleva a tres personas encima y aun así cabalga veloz. Derguín ha desenvainado la Espada de Fuego. ¡Ah, cómo le gusta recordar a todo el mundo que él es el Zemalnit!

Sí, esta noche celebraremos que seguimos vivos. Por cuánto tiempo, no lo sabemos. Nadie lo sabe nunca, supongo. Antes creíamos que los dioses miraban por nosotros. Después descubrimos que eran nuestros enemigos y luchamos contra ellos.

Pero no nos quedamos solos. Debajo de nuestros pies, en el mismísimo corazón de Tramórea, hay alguien poderoso que vela por nosotros.

Es Linar el Kalagorinor, el centinela del tiempo.

Plasencia, abril de 2011