EPÍLOGO 1

En algún lugar que no es un lugar hay un castillo. No es como el de Mikhon Tiq. Quizá porque su dueño es un hombre bajito, la fortaleza se alza sobre una altísima peña, un risco de paredes ásperas y verticales que hunde sus raíces en un precipicio cuyo fondo se pierde entre brumas azuladas.

El propio castillo posee unas proporciones tan estilizadas que parece un milagro que no se venga abajo. Pues las murallas son tan altas como anchos son los lienzos, y las torres de vigilancia doblan esa altura y las que se alzan en el patio interior la triplican. La del homenaje está coronada por un pináculo hexagonal recubierto de losas de oro, y la aguja que lo remata tiene en la punta un diamante de un metro de grosor. Las almenas están cubiertas por revestimientos de cobre y plata que se alternan para conseguir efectos de color, todas las ventanas tienen suntuosas cristaleras y, en general, hay oro y piedras preciosas brillando por doquier. Pues otra de las características del dueño del castillo es que no es partidario de la modestia ni la moderación, como tampoco de la morigeración ni la mojigatería, así como no lo es de muchas otras virtudes, no todas las cuales empiezan por la misma sílaba.

El castillo siempre resplandece con millares de luces, ya que está rodeado por una nada entre negra y grisácea, y a su dueño no le parece que esa nada otorgue a su morada el aire festivo y alegre que considera más apropiado para ella.

Por las noches, en la gran sala de banquetes se sienta sobre un estrado, en un sitial tan alto que tiene que poner un escaño bajo sus pies para que no le cuelguen. En la larga mesa de caoba podría agasajar a cien invitados, pero todavía no se ha aburrido tanto como para invocarlos con un conjuro. Lo hará llegado el momento, sin duda, del mismo modo que hará venir a opulentas y complacientes doncellas. Pero por ahora disfruta cenando en soledad un faisán asado de piel crujiente y dorada que chorrea grasa sobre la guarnición de patata, pimiento y cebolla, y degustando un vino de gran reserva en una copa de oro.

Decir que cena en soledad quizá no sea la forma más correcta de expresarlo. Pues sólo cena él, pero no cena solo. Existe una sutil diferencia que a él le complace señalar.

—¡Ah, mi querido discípulo! —exclama, agitando ante sí un muslo a medio devorar—. ¡Esto está riquísimo! Qué ganas tengo de que aprendas bien tus lecciones para que puedas degustar estos manjares.

Al pie del estrado, sentado sobre un mosaico que representa sobras de comida tales como huesos mondos y raspas de pescado —nadie ha dicho que el gusto del dueño sea exquisito—, hay un hombre joven, moreno y de pelo lacio. Antes lo peinaba en una larga coleta, hasta que el señor del castillo le obligó a cortársela con este argumento:

—Siendo yo calvo, ¿te parece bien presumir de cabellera delante de mí?

El joven sujeta garbanzos entre los dedos de los pies, que ha de aguantar levantados mientras mantiene las posaderas bien pegadas al suelo. Por si no fuera suficiente esfuerzo, en las manos tiene cuatro bolas de cristal con las que debe hacer malabares. Cada vez que una se cae al suelo y revienta, libera una pequeña sorpresa que indefectiblemente acaba impactando contra la cara del aprendiz: puede ser un huevo podrido, una nube de gas fétido, pimienta molida y a veces un chorro de perfume que, por desgracia, siempre le entra en los ojos. Las bolas se recomponen por arte de magia y el joven tiene que seguir practicando con ellas.

Pues la magia es el secreto del castillo. En el patio, bajo una gran morera, hay un carromato cubierto por una lona dorada pintada con estrellas. Unas letras brillantes rezan: El Gran Barantán. Se arreglan espaldas, se sacan muelas, se remedian impotencias y se lee el futuro.

Al fin y al cabo, el futuro allí depende de lo que decida el Gran Barantán. Mientras aprieta los garbanzos entre los dedos y trata de hacer malabares, su discípulo Ulma Tor masculla maldiciones y rumia atroces venganzas. Por desgracia, es harto improbable que pueda llevarlas a cabo. Si en aquella catástrofe postrera que destruyó el Bardaliut hubiera sido él quien hubiese absorbido la syfrõn de Kalitres, alias Gran Barantán, muy distintas habrían sido las cosas. Para su desgracia, fue Kalitres quien se le adelantó y lo engulló a él. ¿Cuándo y dónde se había visto que una syfrõn devorara a un Tíndalos depredador?

Pero así ha ocurrido, y a Ulma Tor no le queda más remedio que resignarse. El problema es que la resignación no está en su naturaleza. Por más que hierva de cólera no puede hacer nada, pues todo el poder que un día poseyó no le sirve aquí. El interior de una syfrõn es un pequeño universo con sus propias leyes físicas, y las de este universo son muy sencillas:

«El Gran Barantán es todopoderoso y omnisciente. Ulma Tor es una boñiga de cabra secada al sol».

—¡Ah, mi querido discípulo! —dice el hombrecillo mientras arranca el otro muslo del faisán—. ¡Cuánto echaba de menos tu compañía! Verás cuánto puedes aprender de mí y lo mucho que vas a disfrutar en mi castillo. Tenemos por delante mucho, mucho tiempo.

Mientras ocupó un cuerpo de hombre, Ulma Tor nunca se dejó contaminar por las débiles pasiones humanas. Ahora, sin embargo, lágrimas saladas como gotas de mar ruedan por sus mejillas. Pues conoce bien a Kalitres el Kalagorinor, el que se hace llamar mago, médico, algebrista, poeta, escritor y excelso amante, y sabe que va a seguir atormentándolo por el resto de la eternidad.

Un filósofo Ritión dijo una vez que el infierno no existe. Pero ese filósofo no conocía al Gran Barantán.