El muelle olía a cosas y lugares extraños, a metal, aceite y maquinaria. Por toda su superficie se oían resonar ecos de avisos y el gruñido de mecanismos monstruosos. Para un muchacho que procedía de una tierra de cielo azul y hierba dorada era un lugar aterrador. Hallan oyó retumbar el trueno de los mensajes transmitidos por el sistema de altavoces y que se perdían en las vastas cavernas grises del muelle, engullidos por ellas y devueltos luego bajo la forma de ecos retorcidos. Miró a su alrededor y vio grupos de Inmunes con pantalón negro moviéndose a lo largo del muelle y formando un cordón que lo cruzaba de un lado a otro: lo poco que había logrado entender por el altavoz era alarmante, fragmentos de un aviso para que se despejara la zona, pero no tenía ninguna idea de qué era la sección cuatro verde o de por qué ahí abajo las luces eran azules mientras que donde él estaba eran verdes.
Llegar a este sitio era algo desconcertante para un joven criado en el planeta, un joven que llevaba su pase y cuanto poseía en el mundo dentro de su flamante bolsa de navegante espacial. Había pasado dos horas aturdido en inmigración y luego había tomado lo que resultó ser el ascensor equivocado en el dique de lanzaderas. Había entrado en una oficina de la administración para que le orientaran y bajado por otro ascensor que, de pronto, empezó a desplazarse de lado al mismo tiempo que hacia abajo, y acabó deteniéndose en el muelle principal, sin obedecer a sus intentos de hacerlo subir. No le había quedado más remedio que aventurarse por los muelles de Anuurn, que le habían deslumbrado con sus ecos, su tamaño y su realidad, después de tantos sueños. Sus hermanas le habían advertido que el lugar era peligroso, pero no lo era: era maravilloso; sobrecargaba los sentidos con ruido, ecos y olores desconocidos. Era demasiado inmenso y sus escasos moradores parecían demasiado apresurados o tenían un aspecto demasiado hosco como para ser molestados con las tontas preguntas de un recién llegado. Los muelles seguían toda la circunferencia de la estación, de eso estaba seguro. Por lo tanto, si empezaba a caminar siguiendo la dirección ascendente de los números, la sección cuatro no podía encontrarse demasiado lejos de la sección siete, que era la que buscaba. Fue andando por zonas donde no había tráfico alguno, a la sombra de las grúas, y fue del dique 14, donde le había dejado el ascensor, hasta el dique 15; luego al 16, un dique de trabajo con todas las luces ardiendo con tal resplandor que agitaron su concepción de la belleza: blanco y oro, cien luces que arrancaban destellos a los cables, la grúa y cuanto las rodeaba. La rampa de acceso parecía estar abierta. Los operarios se alejaban en los vehículos y nadie se fijaba en un chico que iba a pie, así que podría permanecer más cerca de sus sueños que en ninguna otra ocasión de su vida.
Pero ahora… DESPEJEN LA ZONA, dijo el altavoz situado en lo alto mientras que él se apresuraba, jadeante, bajo la inmensa maquinaria que le dominaba, bañada en luces. DESPEJEN LA ZONA, y algo más que no pudo oír entre el tumulto y la confusión. Miró desesperadamente a su alrededor y vio a las Inmunes en movimiento y los muelles súbitamente desiertos. El corazón empezó a latirle con fuerza, presa de pánico; se preguntó si se trataría de una alerta, una pérdida de presión, si algo había salido peligrosamente mal en este muelle o en alguno de los más cercanos. Había oído contar muchas historias horribles sobre los años de la guerra.
Y, al buscar algo que le sirviera de orientación, vio a una navegante espacial, con la nariz canosa y en las orejas… dioses, un montón de anillos de viajes, sentada en el final de alguna enorme máquina, sentada sin hacer nada, observando toda la conmoción. Se rodeaba la rodilla con un brazo y tenía las orejas echadas hacia atrás a causa del ruido. Y, de repente, ella clavó los ojos en él.
Inmediatamente agachó las orejas en un gesto de cortesía. No sólo se trataba de etiqueta, pues estaba realmente impresionado por los anillos de viaje y la tranquila seguridad de esta veterana que representaba cuanto anhelaba ser con todo su corazón. Jamás se le habría ocurrido acercarse a ella sin algún tipo de invitación; pero le estaba mirando como si, de alguna forma, él fuera más interesante que el caos y las idas y venidas de las Inmunes. Creyó detectar esa invitación, algo que le llamaba en el agitarse de una oreja cargada de anillos; y cogió la bolsa, armándose con todo el valor de sus diecisiete años.
—Hola —dijo, acercándose a ella. Su sonrisa y lo abierto de sus maneras le habían sido de gran utilidad en la vida. Ahora que estaba asustado volvió a confiar en ellas. Ladeó una oreja hacia el estruendo que se oía a su espalda—. Hay mucho ruido, ¿no?
La navegante espacial asintió con la cabeza.
Ni una palabra. Ni la menor agitación amistosa de orejas. Sintió que había hecho el ridículo y su desesperación aumentó todavía más. Llevaba unos pantalones azules totalmente nuevos. No tenía anillo alguno en las orejas. En la bolsa de viaje se veían aún las arrugas de cuando había estado embalada, por eso la hizo girar hacia atrás, a su espalda, y la dejó caer en el suelo, donde sería menos evidente. Pensaba que había interpretado mal sus gestos y tuvo el súbito deseo de conseguir alguna orientación e irse, antes de verse metido en algo que no sabría cómo manejar.
Los ojos de la navegante examinaron su cuerpo sin prisas, despreocupadamente, y en ellos se encendió una chispa de interés.
—Estás en el lado equivocado de la línea, ¿sabes?
Carraspeó, mirando nerviosamente por encima del hombro.
—¿Qué están haciendo ahí abajo?
—¿Qué estás haciendo tú aquí arriba?
—Yo… —Se volvió hacia ella y se encontró con los tranquilos ojos de la navegante, quien, sin prisa alguna, le dejó desnudo, hasta los huesos, hasta llegar a la verdad. Ni tan siquiera hubiera sabido cómo mentirle—. Soy nuevo aquí —dijo. Dejó caer las orejas en un gesto respetuoso cuando los labios de ella se curvaron en una mueca de adusta diversión—. ¿Qué está pasando ahí abajo?
—La Orgullo está en el puerto.
No pudo evitarlo; se volvió de nuevo hacia los lejanos cordones de las Inmunes y respiró con ansiedad. La estación. Por todos los dioses, era cierto, había llegado a la estación, donde iban y venían especies fantásticas; donde naves de nombres fabulosos se encontraban de forma normal en las listas de atraque y donde se podía encontrar, sentadas como si nada ocurriera, a navegantes espaciales con un montón de anillos. Y justo en el mismo día en que él llegaba del planeta se presentaba la Orgullo de Chanur, sin que los noticiarios hubieran avisado de ello, sin nada que pudiera indicar al planeta que estaba a punto de entrar. Por mucho que miró no pudo ver nada salvo el sólido cordón de las Inmunes, con sus pantalones negros, muy lejos, y en los muelles prácticamente no había nadie; por los tableros no podía sacar nada en claro, pues las grúas le tapaban la visibilidad. Se volvió de nuevo e intentó recobrar el aliento.
—Dioses, me gustaría verla.
—No puedes ver una nave, chico, se quedan ahí fuera. —Estaba riéndose de él, por muy serio que mantuviera el rostro—. Pero podrías subir a la sala de observación y la cámaras te darían una buena vista.
—Quiero verlas. A ellas.
—¿A quiénes?
—Ellas.
—¿La Personaje? Todo eso no es más que un maldito montón de estupideces.
Tuvo que respirar a toda velocidad. Las orejas se le desplomaron. Estupideces. ¡Dioses!
—Estupideces —repitió ella—. No es distinta a ti o a mí. ¿Qué habías pensado, chico? Pantalones negros corriendo de un lado a otro igual que chi en un incendio, todo el maldito muelle cerrado…
—Bueno, eso es lo que deben hacer, ¿no? —Estaba indignado. Sí, ésta debe ser una de las viejas, una de las amargadas que se quejan por todo. No le gusta que un chico como yo esté aquí arriba, no le gusta que yo pueda estar en una nave, eso nunca. Irme, eso es lo que debería hacer. Probablemente tiene un cuchillo en algún sitio, puede que incluso lleve una pistola en el bolsillo, sólo los dioses saben qué puede tener encima—. Voy a echar un vistazo. —Cogió nuevamente la bolsa.
Pero la navegante le dio una suave palmadita al metal de la máquina sobre la cual estaba sentada.
—Tssss… No conseguirás atravesar el cordón. Lo único que lograrás será un montón de problemas. Siéntate, chico. Eres nuevo y te brillan los ojos, ¿eh?
Ya había dado el primer paso. Pero se detuvo. Y supo que se había portado como un idiota cuando vio que ella le miraba divertida, con una expresión algo más amistosa en el rostro. Le había tomado el pelo por fingir ser lo que no era, eso había hecho. Bueno, era lo justo.
—Siéntate. Dentro de poco vendrán las cuadrillas del dique. ¿A qué nave vas?
—No es una nave. Todavía no. Voy a la escuela. Soy Meras. Hallan Meras. De Syrsyn. —Y, una vez que hubo empezado su confesión, tuvo que seguir con ella bajo la inmutable mirada de la vieja navegante, y las orejas le ardían a causa de la incomodidad. Lo había sabido todo incluso antes de preguntárselo, pero no le había puesto en ridículo por ello—. Quiero ser un navegante. —Era su más preciado sueño. Aunque había pensado que lo haría, ella no se rió ante sus palabras. Una de las viejas—. ¿Has…? —Miró nuevamente hacia el dique, inclinándose hacia adelante, y en ese ángulo tampoco pudo ver ningún nombre de nave—. ¿Has visto alguna vez a la Personaje?
—Montones de veces.
Él la miró, impresionado.
—¿Eres amiga suya?
—Eh, chico, ¿qué te ocurre, qué os enseñan hoy en día? Todas esas tonterías, todo eso de ver a un Personaje… de todos modos, ¿qué significa ver, eh? Me preocupas, eso es lo que estás consiguiendo. Las hani que yo conocía habrían escupido en el ojo a quien tuviera deseos de que le hicieran tanta reverencia y le pusieran tanta guardia de honor. Tú deberías hacer lo mismo.
Entonces comprendió.
—Ella ha conseguido que yo esté aquí —dijo. Y, cuando la vieja navegante parpadeó, dijo—: Por eso quiero ver esa nave. No estaría aquí sin ella y sin lo que hizo. Ésa es la razón.
—Huh —musitó la vieja navegante—. Uhhhnnn… —Con un gesto hacia adelante, hacia el repentino destello de una luz estroboscópica y la llegada de varios vehículos oficiales—. Llun.
—¿Estamos en apuros? —Hallan se puso en pie, muy preocupado, y su vieja compañera hizo lo mismo. Cogió la bolsa, agarrándola fuertemente. Oficiales Inmunes y centinelas con armas estaban saliendo del coche en dirección hacia ellos. De repente, sumándose a la confusión, aparecieron otras navegantes espaciales que bajaban por la rampa de la nave, y entre ellas había un macho, y un…—. Oh, dioses —suspiró Hallan. Había visto humanos en las viejas películas, incluso había visto una película sobre este humano.
—Capitana… —dijo una de las navegantes, con la nariz cubierta de cicatrices y los rasgos muy marcados, yendo hacia donde estaban—. Dioses, ¿cómo se te ocurre ir por ahí de esa forma?
—Demasiado jaleo —respondió la vieja navegante, quitándose el polvo de los cinturones—. Todo esto me pone frenética. Quieren un decreto. Pues se lo daré. Haral, te presento a un chico muy agradable. Hallan Meras, te presento a Haral Araun. Siento que no podamos quedarnos y hablar un rato. Que tengas suerte.
Y se alejó con las tripulantes de su nave, y con el resto del cortejo, y con Tully, el humano. Y con na Khym nef Mahn, el primer macho hani que había viajado al espacio.
Una de las tripulantes se quedó rezagada durante unos instantes, una hani no muy alta que le examinó de pies a cabeza con ojos que por un segundo parecieron examinar… dioses, su interior y cuanto le rodeaba, con una fuerza que estuvo a punto de hacerle temblar. Chur Anify. La más extraña. La que había trazado los mapas de los nuevos Puntos más allá de Minar, los puntos que luego habían sido captados por las sondas, un puente hacia nuevas estrellas. Era casi tan famosa como la Personaje.
—¿Quién es este chico? —preguntó una Llun, con la voz dura y cargada de amenazas.
—Tiene derecho a estar aquí —dijo Chur Anify, y la Llun la miró, agachó las orejas y lo dejó en paz.
—¿Eres pariente suyo? —le preguntó esa misma Llun cuando los vehículos se hubieron marchado del muelle y centinelas Llun de rostro ceñudo se disponían a montar una doble guardia ante la rampa de acceso a la Orgullo de Chanur—. ¿Eres de Chanur?
—No —respondió, sosteniendo el equipaje y todavía aturdido, como si todas las estrellas del espacio giraran en torno suyo. Había visto a la Personaje, la mekt-hakkikt de los kif, la Directora… había tantos nombres para ella como especies contenía el Pacto. Había hablado con él; ella, el poder capaz de poner en movimiento mil naves y de actuar como intermediario en los asuntos entre especies distintas.
Con él, como si él fuera alguien realmente importante.
O como si, algún día, pudiera llegar a serlo.