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La pequeña mesa de cocina de la Orgullo estaba inundada de listados y papel de impresora manchados de gfé y cubiertos de flechas, círculos, rayas y anotaciones hechas con tinta verde y roja, lo que había acabado por convertir su contenido en un auténtico enigma. Otra anotación realizada con tinta roja, otra flecha que serpenteaba sobre el papel. El puño que sostenía el lápiz, un puño hani cubierto por vello color bronce, se tensó en un gesto de honda frustración, con las garras entrando y saliendo de los dedos. Pyanfar Chanur, sentada en su santuario, se mordisqueó los bigotes sin dejar de beber una taza tras otra de gfé tibio, rodeada por los registros y cuadernos de bitácora cubiertos de notas.

Pyanfar no iba vestida con su habitual meticulosidad: en lugar de los pantalones de seda roja que tanto le gustaban, llevaba unos de áspera tela azul. Tampoco lucía ninguno de los brazaletes y demás joyas de oro con que solía adornarse, tan sólo un puñado de anillos de navegante que cubrían la curvatura de sus orejas coronadas por un mechón de pelo. Su mejor par de pantalones de seda roja había quedado convertido en harapos, la misma calamidad que se los había dejado inservibles, también había anquilosado sus articulaciones y dejado unos cuantos nudos de dolor en su cráneo junto con un sinfín de pequeñas heridas esparcidas por su vello marrón rojizo. Los diestros dedos de su sobrina, con la ayuda del detector magnético, le habían arrancado las astillas metálicas en la enfermería y se habían encargado de remendar los peores cortes con plasma y adhesivo orgánico. Haral, su segunda a bordo, había sufrido tanto como ella y recorría el puente cojeando, cargada de listados y cumpliendo con sus turnos de guardia. El resto de la tripulación se encontraba en un estado no mucho mejor, con abundantes vendajes y emplastos por todo el cuerpo, por no mencionar unas cuantas melenas y barbas chamuscadas. El combate librado en los muelles había sido memorable, ciertamente, pero Pyanfar lo habría recordado con mayor agrado si el desenlace hubiera sido algo más satisfactorio.

Un chirrido del lápiz, otra anotación para añadir a la ya gastada superficie del mapa estelar. Pyanfar lo estudió repetidamente mordisqueándose los bigotes y rehaciendo sus cálculos pese a que tenía clavados en la memoria todos los números excepto los más precisos decimales. En ese mapa tenía que haber algunas respuestas. Pyanfar se estaba estrujando los sesos para encontrarlas, hacía malabarismos con todas las variables para descubrir cuáles eran los planes de la oposición y el próximo movimiento de sus aliados (quienes quizá pretendían traicionarla). La respuesta estaba claramente ahí, en las posibilidades que contenía el mapa estelar y en los intereses particulares de ocho especies distintas, con sus respectivos lenguajes.

Conociendo todas las opciones, toda esa gama de intereses y todas las capacidades de las naves involucradas, una comerciante hani podía dar con algún plan inteligente, o al menos eso esperaba ella. Necesitaba alguna buena idea. La necesitaba desesperadamente.

Se encontraba en Kefk, en pleno espacio kif, un lugar donde una hani medianamente cuerda jamás habría consentido estar. Tenía por aliado un kif en quien una hani inteligente jamás habría confiado. Compartía la estación espacial con unos seres respiradores de metano bastante nerviosos (tc’a y chi), quienes últimamente habían recibido la visita (¿una reprimenda?, ¿un ataque?, ¿una simple felicitación?) de una nave knnn. Y esta nave se había metido en el sistema para llevarse con ella a otra nave tc’a. Sólo los dioses sabían qué se ocultaba en los cerebros compuestos de los tc’a; los chi no tenían mente, al menos por lo que sabían los respiradores de oxígeno. En cuanto a los knnn, nadie tenía ni la menor idea de lo que pretendían. En cualquier lugar donde esos montones de pelo negro sostenidos por delgadas patas lograban extender su influencia (y el poder de sus extrañas naves), las cosas cambiaban. Y muy deprisa. Pero los knnn se habían ido y Kefk se ocupaba de sus propios asuntos, como la reparación de sus muelles devastados por el fuego y tranquilizar a su nuevo amo, el hakkikt Sikkukkut, cuyas naves ascendían ahora al número de treinta y dos (y la cuenta seguía subiendo). Entre esos asuntos estaba también la pirata hani Dur Tahar, que había recobrado la libertad gracias al hakkikt y también se ocupaba de la nave de caza mahen Aja Jin, que en los últimos tiempos no era muy bien vista por el hakkikt y que permanecía en el muelle contiguo a la Orgullo sin atreverse a mandar ningún mensaje comprometedor por las líneas de comunicación del muelle. Kefk tenía muchas cosas de qué preocuparse, como de la nave de caza desaparecida, la Mahijiru; de su capitán, el llamado Ana Ismehanan-min, también conocido como Dientes-de-oro; y de la nave hani que había huido con él.

Aparte, claro está, de los graves daños en las estructuras, un sector perforado, los incendios, el trastorno que habían sufrido los sistemas de apoyo vital, los restos de una revolución y algunas otras dificultades bastante molestas.

Otra rápida serie de números y correcciones a lápiz. Ante todo había que contar con el territorio mahendo’sat: un grupo de estrellas bastante disperso en el cual había entrado al menos un mensaje que quizás había logrado llegar a su destino, si los knnn y los dioses así lo habían querido. Banny Ayhar habría hecho cuanto estuviera en sus manos para conseguirlo, igual que cualquier otra capitana de una nave mercante: quizás hubiese vivido para llegar a Maing Tol, si es que los knnn no la habían detenido o si los kif no le habían tendido una emboscada. Los mahendo’sat eran primates de elevada estatura y vello negro y tenían la suficiente cantidad de motivos ocultos como para confundir incluso al cerebro múltiple de un tc’a, pero entre estos motivos siempre ocupaba una elevada posición el antagonismo hacia sus vecinos, los kif. Podían haber actuado si ese mensaje había logrado llegar a su destino. Una buena línea de acción para los mahendo’sat podía ser seguir por Kshshti hacia Mkks, si tenían la esperanza de impedir cualquier irrupción kif a lo largo de esa frontera; pero la estación Punto de Encuentro o Punto Kita, una zona crítica para todas las rutas comerciales, eran más probablemente el objetivo ideal para cualquier acción importante de los mahendo’sat. Si Kita seguía bloqueada, ese intento tendría que venir por el camino de Kshshti; en cambio Kefk no era una ruta probable para ellos por estar situada en territorio kif. No es que fuera imposible, dado el estado actual de las fronteras dentro del Pacto: sencillamente, no era muy probable.

En la previsión de los movimientos de los mahendo’sat también había que considerar la posible presencia de una o más naves de caza mahen como escolta de las naves humanas; que se aproximaban hacia Punto de Encuentro desde Tt’a’va’o y el espacio tc’a/chi.

Naves humanas y capitanes humanos; otro conjunto de motivos e intereses particulares. Sólo los dioses sabían qué órdenes habían recibido de sus propias autoridades. (O ausencia de órdenes… ¿quién podía saber a qué se parecían las mentes de los humanos?)

Más complicaciones: fuerzas kif al mando del hakkikt rival, Akkhtimakt, habían avanzado, probablemente para apoderarse de la estación mahen/tc’a en Kshshti. Esta situación podía impedir cualquier movimiento mahen para tomar Punto de Encuentro por el flanco, si las fuerzas de Akkhtimakt seguían controlando Kita. Akkhtimakt podía tener en su poder Kita, Urtur, Kshshti, o alguno de esos tres puntos. Así, podía avanzar desde cualquiera de esas tres posiciones, o desde las tres simultáneamente, contra Punto de Encuentro y lo la misma Kefk, si el informe que les había traído Dientes-de-oro era cierto y los stsho habían sido lo bastante idiotas como para comprar la ayuda de Akkhtimakt.

En Kefk se encontraba el más importante enemigo de Akkhtimakt, Sikkukkut, quien se apoderaba de cada nave que llegaba al puerto, y eso era un buen cebo para el primero. Y la venganza ocupaba siempre un lugar muy alto en cualquier lista de motivos kif. Pukkukkta, así la llamaban. Atacar por anticipado era mejor que vengarse después de la afrenta. Que un enemigo supiera antes de morir qué caía sobre él era ya algo perfecto.

Otro movimiento del lápiz, otra flecha de un brillante color verdoso: no se podía excluir la interferencia de los respiradores de metano, cuyos motivos no podía adivinar ningún respirador de oxígeno.

Y, ciertamente, no se podía ignorar a los stsho, propietarios de Punto de Encuentro, seres pacíficos pero capaces de contratar la ayuda de agresivas especies alienígenas, formando sin el menor escrúpulo las más imprudentes asociaciones.

Mientras que el han… dioses, el senado hani estaba metido hasta el cuello en sus asuntos políticos, como de costumbre, y Rhif Ehrran iba rumbo a Punto de Encuentro con la suficiente cantidad de pruebas como para conseguir que Chanur quedara para siempre al margen de la ley.

La Orgullo de Chanur estaba varada en un muelle kif, a unos seis o siete saltos de su mundo natal, no importaba cómo se hicieran los cálculos. Seis o siete saltos era mucha distancia, muchísima cuando se medía por los efectos que podían causar sobre la nave y el organismo. Sólo los dioses sabían qué fuerzas les seguirían si Pyanfar decidía hacer lo que tanto deseaba ahora: romper las conexiones con el muelle de Kefk y salir huyendo para salvar sus vidas y retirarse de los asuntos kif, mahendo’sat y nadie sabía de cuántas otras especies, tal y como debería hacer una hani sensata y respetuosa de la ley.

Pero lo más probable era que los problemas la siguieran hasta el hogar; no le cabía ninguna duda. Se había metido en los asuntos de los hakkiktun kif, llamando su atención. Se había labrado un nombre a los ojos kif. Había ganado sfik, valor honorario. Y eso quería decir que mientras viviera, ningún kif la dejaría en paz.

Su inquietante socio, Sikkukkut an’nikktukktin, jamás la olvidaría; y tampoco lo haría su enemigo personal, Akkhtimakt (y que los dioses no permitan que sustituya en el poder a Sikkukkut).

Pyanfar hizo más anotaciones, agitó las orejas y los anillos que había conseguido en sus cuarenta años de viajes tintinearon con ese gesto. En su oreja izquierda colgaba una perla, una perla Llyene de los océanos del mundo natal de la especie stsho; seguía llevando ese regalo, sin importarle la perfidia de quien se lo había hecho: Dientes-de-oro, amigo, traidor, siempre propenso a los halagos y diez veces embustero.

Que los dioses le envíen al más profundo de sus infiernos.

Dientes-de-oro iba hacia Punto de Encuentro con Rhif Ehrran, de eso no cabía duda, maldito bastardo intrigante… Estaba en tratos con los stsho y con cualquier otro que le ofreciera una ventaja a su especie. Apostaba en contra de la alianza que Jik, su propio socio, había hecho… maniobras a las que Sikkukkut se oponía con todas sus fuerzas, como era comprensible.

Otro movimiento del lápiz.

Algo le llamó la atención, un manchón negro, pequeño y rápido, que se deslizaba velozmente por el suelo.

Pyanfar se levantó de un salto.

—¡Haral! —gritó. Cascadas de papel cayeron de la mesa y la criatura de color negro se detuvo un segundo a mirarla con sus ojillos como cuentas. Acto seguido se escabulló a toda velocidad, sin que la cojeante Pyanfar pudiera detenerla.

Haral apareció en el corto pasillo que iba de la cocina al puente y no pudo evitar un respingo al ver que la criatura se metía entre sus piernas para esfumarse.

Pyanfar recogió un puñado de papeles del suelo.

—¡Quiero ver a esa cosa frita!

—Lo siento, capitana. Estamos poniendo trampas…

—Las trampas no sirven de nada, esas cosas se están reproduciendo, ¡lo juro! Ya que son la maldita comida de Skkukuk, que él se encargue de ellas y las busque. ¡Condenadas criaturas, malditas alimañas! —Se le había erizado el vello de los hombros. Había una franca desesperación en las pupilas, que miraban a su primer oficial. Ninguna de las tripulantes estaba en condiciones de recibir más órdenes, más trabajo o más problemas que resolver.

—Esas cosas pueden acabar metiéndose en algún mecanismo vital —dijo Pyanfar. Intentaba hablar con sentido común para ocultar la profunda repugnancia que le causaban—. ¡Dioses, sácalas de aquí!

—Bien —dijo Haral, con un hilo de voz tan ronco como el suyo. Se fue cojeando en dirección a su kif particular para encargarle que persiguiera a las alimañas por los rincones más ocultos de la Orgullo y las eliminara antes de que hubieran más problemas. Eso requería alguien que vigilara a Skkukuk, que los dioses maldijeran la mala suerte que habían tenido al haber quedado libres esas criaturas por la nave. Ya le habían contado lo ocurrido y había inspeccionado la quemadura negruzca que había en la compuerta exterior de la Orgullo. Y bendecía los veloces dedos de Tirun Araun por haber cerrado esa compuerta… aun con las alimañas dentro.

Sólo los dioses podían saber cómo esas negras calamidades con patas habían logrado subir desde la cubierta inferior. ¿Habrían trepado por el pozo del ascensor? ¿Por los conductos de aire?

La idea de un millar de pequeños cuerpos negros deslizándose por los conductos de aire y metiéndose luego en los sistemas de apoyo vital hizo que se le erizara el vello de la nuca.

Dioses, ¿de qué se alimentaban esas criaturas?

Recogió un último puñado de papeles con una mueca y volvió a sentarse, reprimiendo un gesto de dolor. Apoyó los codos sobre la mesa y recostó la maltrecha cabeza sobre las manos.

En el interior de su mente veía una oscura estancia kif; luces de sodio y una mesa rodeada por sillas con patas de insecto: Jik, su socio, estaba sentado ahí, con un esbirro de Sikkukkut que sostenía una pistola junto a su cabeza. Y Sikkukkut, ese bastardo, estaba empezando a hacerle preguntas cada vez más peligrosas.

No había podido ayudarle. Había tenido suerte al poder sacar con vida a su tripulación sin perder la libertad de su nave, aunque fuera bajo las armas de los kif y en uno de sus muelles.

¿Mandar otra petición a Sikkukkut para que liberase a Jik? La paciencia de Sikkukkut hacia ella parecía a punto de agotarse. Quizá fuera cobardía personal no mandar otro mensaje. Quizá fuera prudencia y deseo de salvar todo lo posible. No impulsaría a Sikkukkut para que hiciera otra demostración de su poder… a expensas de Jik. La rampa que llevaba a la nave de Sikkukkut estaba adornada con cabezas kif. Esa imagen obsesionaba todas sus horas de sueño. Bastaba con que diera rienda suelta a sus pensamientos durante un segundo para que viera la cabeza de Jik junto a las otras.

Abrió bruscamente los ojos cuando esa visión la golpeó de nuevo. Sin embargo, sus pupilas no se centraron en ella, sino en los mapas y los listados, donde debía estar la respuesta. Ella estaba convencida de que para encontrarla sólo tenía que hacer avanzar un poco más su dolorido cráneo y su maltrecho cerebro por el laberinto.

Jik les había dejado otra herencia: una microficha en código de cuya existencia quizá no estuviera enterada ni tan siquiera Soje Kesurinan, al mando de la Aja Jin. Y los ordenadores de la Orgullo habían estado trabajando en ella, intentando descifrar ese código, desde que Pyanfar había vuelto y había tenido la oportunidad de introducirla en ellos.

—Otra vez —dijo Sikkukkut an’nikktukktin, hakkikt y mekt-hakkikt, antiguo jefe regional y nuevo aspirante a la autoridad suprema entre los de su especie. Jik, Keia Nomesteturjai (capitán de nave, cazador de kif y quizás, entre los mahendo’sat, algo más que el pirata kif anhelaba saber) enfocaba con dificultad sus pupilas y lograba arreglárselas para medio sonreír. Eso acostumbraba a confundir horriblemente a los kif, pues sabían que las expresiones faciales eran todo un segundo lenguaje especialmente bien desarrollado entre los mahendo’sat, y comprendían que nunca habían logrado interpretar todos sus matices—. Otra vez —dijo Sikkukkut—, Keia, mi viejo amigo. ¿Dónde están las naves humanas? ¿Qué están haciendo? ¿Qué pretenden?

—Ya te lo he dicho —respondió Jik. Habló en mahensi por pura tozudez. Sikkukkut entendía ese lenguaje, aunque la mayoría de sus subordinados, que estaban escuchándoles en pie junto a la mesa situada en la penumbra en esa estancia con las luces de sodio, no habían recibido tanta instrucción. Sikkukkut, sin embargo, poseía muchos talentos.

Uno de ellos era el arte de interrogar. Sikkukkut había desempeñado este trabajo al servicio de Akkukkak, cuya desaparición nadie lamentaba. Todas las preguntas, cada leve cambio de humor por parte de Sikkukkut, era algo calculado. También esa repentina suavidad era calculada. Fuma un cigarrillo, mi viejo amigo. Siéntate y habla conmigo. Pero el largo y negro hocico de Sikkukkut ya volvía a fruncirse. Estaba sentado en su silla con patas de insecto, y la capucha hacía imposible distinguir su expresión bajo la lúgubre luz del sodio. Mientras, Jik fumaba y no apartaba los ojos de los de su contrincante. En los sombríos confines del salón había muchos centinelas, una presencia continua junto a los sicofantes del hakkikt. Dentro de poco llegaría la orden de que le llevaran nuevamente a la cubierta inferior y, una vez más, probarían con los métodos duros. Cambiaban continuamente de estrategia, alternaban la dureza con la suavidad, y normalmente Sikkukkut se encargaba del último sistema. Normalmente.

Jik mantenía la mente al margen de todos esos cambios, observaba las variaciones y absorbía el castigo infligido con una despreocupada profesionalidad que, en opinión de Jik, Sikkukkut pretendía hacer pedazos. Y cuando clavaba sus ojos en las pupilas de Sikkukkut, ribeteadas por círculos rojizos, estaba seguro de que el kif analizaba cada guiño y cada gesto, buscando una reacción que le delatara.

—Vamos, Keia… Ya sabes cómo soy, lo paciente que resulto en comparación con los de mi raza. Sé que tuviste tiempo más que suficiente para hablar con tu compañero antes de que empezara el tiroteo. Ya hemos pasado por estas preguntas y empiezan a resultar monótonas. ¿No podemos hallar las respuestas?

—Mi compañero… —dijo Jik con voz pastosa. Sikkukkut le dejaba beber. Jik apagó su cigarrillo de un pellizco y tomó un sorbo de la pequeña copa redondeada, tragando aire con mucha lentitud. Qué escasos eran los placeres de la vida… Pensaba apurarlos mientras pudiera—. Hakkikt, ya te he dicho que yo también desearía saber qué pretende mi compañero. Dios, ¿crees que habría estado en ese muelle de haberlo sabido?

Cogió otro cigarrillo y notó que tenía los dedos entumecidos. Sin duda el licor estaba drogado. Pero había suficientes kif como para no precisar un ataque tan sutil, por tanto había decidido aceptar la droga en pequeñas dosis, disfrazada por la excelente calidad del licor, y conservar en silencio sus fuerzas. Había sufrido un condicionamiento muy profundo y era inmune a todo tipo de esfuerzos normales para romperlo: sabía cómo autohipnotizarse. Había concentrado ya su mente en una serie de mantras y mándalas en cuyo interior codificó cuanto sabía, había seguido senderos de dialéctica e imagen que ningún kif podría recorrer sin equivocarse. Sus labios formaron una sonrisa adormilada, secretamente divertido al comprobar que los métodos de Sikkukkut accidentalmente habían aliviado los dolores y tensiones de sesiones anteriores. Sus pensamientos oscilaban continuamente, perdían nitidez y se aclaraban de nuevo. Los muelles y el fuego. Su tripulación. La Aja Jin. Sus amigas y las naves aliadas se encontraban muy cerca, en el dique, pero era como si estuvieran separadas por años luz.

—Deja que te diga algo, mekt-hakkikt. Conozco el estilo de Ana. Hakkikt, intenta pensar como un mahendo’sat que conoce a los kif. Si él te hubiera pedido permiso para operar por su cuenta, jamás se lo habrías dado.

—Y por tanto ha destrozado los muelles de Kefk.

Jik se encogió de hombros y dio una calada, parpadeó y contempló al kif con los ojos medio cerrados.

—Sí, bien, pero la independencia es algo que Ana aprecia mucho. Hace años que le conozco. Es condenadamente tozudo. Cuando cree ver un camino, siempre lo toma. Acuerdos a diestro y siniestro… claro, está trabajando para los mahen. Y puede que también para los humanos. Pero, básicamente, está reuniendo cartas con las que poder jugar luego… —(Con cuidado, Keia, tienes el cerebro bastante confuso; no te apartes del sendero angosto, ese que da la vuelta sobre sí mismo y que termina en el mismo lugar de partida). Jik dio otra calada al cigarrillo y dejó escapar el humo en una temblorosa exhalación—. Negociará contigo. Al final acabará negociando. Pero debes pensar igual que un mahendo’sat. Tiene algo en sus manos con lo que puede negociar, algo que ofrecerte, hakkikt, para demostrar lo que vale.

—¿Algo como Punto de Encuentro? Estás abusando de mi credulidad, Keia. —Su voz era seda, seda pura, suave y tranquilizadora—. Prueba de nuevo.

—No es Punto de Encuentro. Pero sí se trata de algo importante que puede servirle para negociar contigo. Creo que tiene la intención de volver y hablar. Pero vendrá con algo.

El hocico de Sikkukkut se retorció en un seco bufido, la risa de los kif. Esta raza podía reír por muchas razones, no todas civilizadas.

—¿Algo así como un millón de naves humanas y un gran número de armas?

—Bueno, hakkikt, eso entra en lo posible. —Jik pestañeó, concentrándose todavía más en lo que pretendía decir e intentando apartar de su mente lo que ocultaba. Descubrir los hilos de la historia y ceñirse a ellos, seguir el camino más angosto mientras la droga, el alcohol y los estimulantes del humo fluían por sus venas—. Eso entra remotamente en lo posible; pero los humanos tendrían demasiada ventaja. ¿De qué les serviría a los mahendo’sat cambiar un vecino poderoso por otro cuyo potencial es desconocido?

—¿Es realmente desconocido?

—Hablas un mahensi excelente. Mucho mejor de lo que yo hablo tu lengua. Los traductores mecánicos apenas si pueden sustituir la fluidez de un cerebro viviente. Con el mejor de nuestros traductores puede suceder que un humano pida un vaso de agua y el traductor diga que quiere comerciar. Bien, ¿qué nos indica eso sobre los motivos humanos, su gobierno y sus mentes, eh? Amigos, dicen ellos. Tú dices amigo, yo digo amigo. ¿Nos referimos al mismo concepto? ¿Qué quieren decir los humanos con esa palabra? Estoy seguro de que Ana lo ignora; y dudo mucho que tenga la intención de volver patas arriba el Pacto mientras no lo sepa. —Jik alzó la roma uña de su índice para llamar la atención sobre dicho punto—. Dientes-de-oro, nuestro apreciado Ana, recibe órdenes. También las interpreta con bastante libertad, ése es el peligro que hay en él. El Personaje que nos ha enviado a los dos lo sabe y, por lo tanto, me mandó para que contuviera los excesos de Ana. He fracasado en mi misión, pero conozco los límites de Ana. Esto es lo que te digo; pero a pesar de que hablas un mahensi excelente no sé si para ti la palabra «límites» tiene el mismo significado que para nosotros. Se refiere hasta dónde llegan las ideas personales de Ana y lo que él da por sentado. Ana sigue obedeciendo al Personaje de Maing Tol, igual que yo. Y yo te digo que al Personaje le interesa negociar contigo y que no le conviene que las naves humanas vayan a su antojo por el espacio del Pacto. Por lo tanto, yo me alío contigo, de la misma forma que lo habría hecho simultáneamente con Akkhtimakt de no ser él tan imbécil.

Quizás eso le gustara a Sikkukkut. En sus negros ojos ardió un breve destello. Sikkukkut cogió su copa y la flaca lengua asomó por la abertura en forma de V de la mandíbula exterior para lamer delicadamente el contenido de la copa, que apestaba a petróleo.

—He conocido a mahen imbéciles —dijo Sikkukkut.

—No cuentes entre ellos a Dientes-de-oro.

—¿Ni a ti tampoco?

—Espero no hallarme entre ellos.

—Tengo cierta idea sobre lo que podías estar haciendo en ese muelle, Keia, amigo mío. Ana Ismehanan-min quería cierta confusión después de su partida. Y alguien disparó para iniciar ese disturbio.

—Rhif Ehrran.

—¿La hani? Vamos, Keia… Las hani no dan órdenes a los mahendo’sat.

—Si me disculpas, hakkikt, también es cierto que no aceptan órdenes de ellos. En cuanto a mí, cuando necesito una estúpida para hacer un trabajo peligroso, la busco; y Rhif Ehrran es la más grande de todas las estúpidas que conozco.

—Ehrran no se encuentra aquí ahora.

Jik aspiró una profunda bocanada de humo y la dejó escapar.

—Eso le dio la diversión que necesitaba. Y, ciertamente, no se encuentra aquí ahora. Y el precio que nos ha costado a mí, a Chanur… de hecho, hakkikt, por caro que pueda resultar a la larga, a corto plazo ha sido muy rentable. Y ojalá pudiera decirte lo que piensa de ella mi socio. Ojalá lo supiera. Creo que tiene en mente utilizar a esa hani que se llevó consigo, utilizarla en una misión que Chanur no hubiera aceptado… ya que Chanur no es ninguna estúpida.

—Quizás ha usado a todas las hani. Quizás ha conseguido proteger su retirada de lo que podamos hacer y eso es cuanto esperaba conseguir… ¿no podría tratarse de eso, Keia? Mi única pregunta es… ¿qué haces tú aquí?

—Quizá la siguió únicamente porque no veía modo alguno de pararla.

—Su nave tiene armas —dijo secamente Sikkukkut—. Él se encontraba cerca de la nave hani antes de que ésta alcanzara la velocidad necesaria.

—Quiero decir que no había ningún modo de pararla que conviniera a sus intenciones.

—¿Y cuáles son esas intenciones?

Jik extendió las manos hacia él.

—Yo cumplo con mis tratos, hakkikt. Y si él ha dado por finalizada nuestra sociedad… —Era su mejor argumento, el más desesperado. Su cerebro estaba confuso y la droga vagaba por sus venas con la fuerza irresistible de una marea—. Si me ha eliminado de la sociedad, hakkikt, yo seguiré cumpliendo mi trato contigo. Eso es lo que debo hacer; y si me comporto mejor que él, entonces le habré demostrado a mi Personaje cuál de los dos acuerdos es más conveniente.

—Mentalidad mahen.

—Te digo que es algo muy parecido al sfik. Dame una buena posición y lograré desbancarle ante el Personaje de Maing Tol, es así de sencillo. No ignoro que los mahendo’sat han hecho tratados contradictorios. Y si mi rumbo de acción parece más inteligente que el de Ana, el mío recibirá honores y el suyo será dejado a un lado. Si los dos parecemos habernos portado como imbéciles, nuestro Personaje confiará en otros… Y ninguno de nosotros puede saber si nuestro Personaje no está concluyendo un tercer tratado con los stsho. Si todos le fallan, entonces caerá y deberemos tratar con los agentes de otro Personaje. Los mahendo’sat resultan fáciles de predecir y se les puede tratar de forma racional. Siempre intentarán conseguir aquello que más les beneficie.

—Kk-kk-t. Y este Personaje tuyo, ¿se lanzará a la acción o esperará a ver el rumbo de los acontecimientos?

—El factor decisivo es siempre el rendimiento de los subordinados.

—¿Dónde ha ido Ismehanan-min? ¿Dónde se encuentra esa flota humana? ¿Qué acuerdos ha hecho con los respiradores de metano? ¿Y cuáles has hecho tú?

Volvían a las mismas viejas preguntas y la conversación trazaba su círculo acostumbrado.

—No lo sé, mekt-hakkikt, te lo repito. Puede que tengan por meta Punto de Encuentro. No resulta imposible que los humanos vayan ahí. Y no estoy enterado de ningún acuerdo con los knnn. Le pedí al tc’a que viniera aquí para asegurarme de que no cundiera el pánico en el sector de metano.

—¿Por qué los knnn se llevaron a tu tc’a?

—No lo sé. ¿Quién puede saber las razones de los knnn? ¿Quién puede hacer un acuerdo con ellos…?

—Nadie salvo los tc’a. Salvo los tc’a, Keia. Dime qué tratos has tenido tú con ellos.

—Que Dios me ayude, ninguno. —Alzó su mano en un gesto de protesta—. Nunca he tratado con los knnn. —Y, muy cautelosamente, con sus sentidos destrozados por las drogas y el licor, añadió—: Eso es cosa de Ana.

—Deseas alarmarme.

Hakkikt, estoy alarmado. No sé si Ana controla todo el asunto o si los knnn están obrando de forma independiente.

—Controla todo el asunto.

Sonaba estúpido. Jik parpadeó lentamente y dio otra calada al cigarrillo.

—Quiero decir que es posible que consulte sus actos con ellos. —El hakkikt temía a los respiradores de metano. Su irracionalidad, su tecnología, sus extrañas atmósferas, su mal humor o lo que les hiciera sucumbir a sus bruscas y frenéticas acciones, eran factores que convertían a los respiradores de metano en una fuerza que nadie en su sano juicio quería despertar—. O quizá fueron ellos quienes le buscaron. —Eso debería bastar para que Sikkukkut sintiera un escalofrío en la espalda—. No lo sé, hakkikt, lo juro. Pongo a Dios por testigo de dio, no lo sé. Yo mandé un mensaje a Maing Tol y Dientes-de-oro hizo lo mismo. Ignoro qué transmitía en el mensaje.

—¿Qué decías en el tuyo?

Jik se encogió de hombros.

—Mi trato contigo y mi petición urgente de que aceptaran esta alianza. Hakkikt, te lo repito, vuelvo a decirte con todo mi respeto que me dejes volver a mi nave. Tengo interés personal en que nuestro acuerdo dé frutos. Me hará muy poderoso en el hogar.

Darle al kif algo que entendiera, una ambición que se hallara dentro de la comprensión kif.

—Estás intentando usar la psicología conmigo —dijo Sikkukkut.

—Por supuesto que sí. Además, es cierto.

—¿Y dónde ha ido a parar la amistad? Ya sabes que conozco palabras como ésa. No soy un estúpido, Keia; puedo estudiar un concepto sin tener los… circuitos internos capaces de procesarlo. La amistad significa que tú trabajas de acuerdo con Ismehanan-min. La lealtad significa que podrías convertirte en un mártir… aprendí esa palabra de ker Pyanfar. Un concepto pasmoso, pero que está en el diccionario mahen. Sentí curiosidad. Mártir, martirio… toda la historia mahen está repleta de mártires. Es algo que valoráis, igual que las hani. ¿Acaso quieres convertirte en uno, Keia?

Jik enarcó las cejas.

—Mártir es otra palabra para estúpidos.

—En mi diccionario no encontré referencia alguna a esa otra palabra. Dime una cosa, Keia, algo que quiero saber: ¿Dónde encajan los knnn en los acuerdos de Ismehanan-min? ¿Qué tratos ha hecho con los stsho?

—Les traicionará.

—¿Y cuál es tu opinión sobre ellos?

—Que nos traicionarán también si pueden.

—Ya lo han hecho. Stle stles stlen puede ser mortífero… al menos, para ser un stsho que come hierba. ¿Está tratando con esa persona?

—No lo sé. No. Sí. —Que Dios le ayudara, la droga estaba enturbiando su mente de nuevo. Durante un segundo de pánico perdió todos los hilos de su historia, luego volvió a recuperarlos y se acordó de nuevo—. Pero no es grave. Ana no confía en los stsho y el sentimiento es mutuo, por supuesto. Los humanos irán a Punto de Encuentro… tarde o temprano. Creo que irán ahí. Y Stle stles stlen entrará en Fase cuando los vea. Ningún sts… stsho puede soportar ese golpe a su reputación. Ana sacará ventaja de la situación para conquistar la estación. Si puede.

—Y Akkhtimakt permitirá que todo eso ocurra.

—Ana tendrá que anticiparse a él. Quizás… quizás, hakkikt, Ana se movió tan rápidamente porque sabe algo sobre las intenciones de Akkhtimakt. Sabe que no hay más tiempo… o al menos, así lo cree.

—¿Y por qué se iría con la hani?

—Buscaba ventaja. —Todas esas preguntas le estaban poniendo nervioso y ahora Sikkukkut había tomado un rumbo distinto. Jik intentó pensar una forma de escapar y, desesperado, volvió a las viejas respuestas—. Creo… creo que tiene la esperanza de usar a Rhif Ehrran para meterse en Punto de Encuentro sin que los técnicos stsho entren en Fase y colapsen los sistemas. No acabas de creértelo, lo sé. Pero los stsho reaccionan muy mal ante las sorpresas: esperan amenazas de los kif. Incluso de las hani. Pero las amenazas mahen les hacen perder el equilibrio. No están acostumbrados a eso. Ehrran tiene un trato con ellos, y no sé nada más al respecto. Es una llave para entrar, eso es todo. Es una estúpida y una llave.

—¿Para hacer qué?

Hakkikt, no estoy enterado de sus planes.

Y, con eso, volvieron a los viejos asuntos. Jik permaneció fumando en su asiento mientras que Sikkukkut volvía a pensar en su réplica. Era una masa sin rostro cubierta por la túnica y el capuchón, inmóvil en su silla parecida a un insecto, con un emblema plateado de príncipe kif brillando sobre el pecho iluminado por las lámparas de sodio. De vez en cuando, desde las sombras que les rodeaban, llegaba el susurro de otras túnicas, la inquieta agitación de los subordinados que esperaban para cumplir los deseos de su príncipe.

Dentro de un instante, Sikkukkut alzaría su mano en un gesto negligente y quienes aguardaban en la habitación le rodearían para llevarle nuevamente a las entrañas de la nave. Cruzarían las cubiertas inferiores para acabar en una clase distinta de interrogatorio, ahora que le tenían suficientemente confuso y drogado. Jik no se permitía dudar de ello. No podía consolarse con la esperanza de que su argumento hiciera cambiar de parecer al hakkikt, y menos aún podía soñar con que sus aliadas hani en la Orgullo de Chanur o su propia tripulación, en la Aja Jin, le rescataran. Ése era el núcleo de la defensa que oponía a los kif, el duro centro de esa resistencia que le permitía seguir aquí sentado, fumando plácidamente su cigarrillo hasta convertirlo en una colilla y observando con los párpados medio cerrados mientras Sikkukkut an’nikktukktin meditaba cuál sería el próximo paso a tomar con él. El centro de todos los secretos que mantenía a salvo era que ya se consideraba muerto. Desde esta posición le era posible mostrar paciencia ante todo tipo de incomodidades ya que, estando muerto, gozaba de algunas sensaciones y, ocasionalmente, de agradables intervalos a los cuales ningún muerto tenía derecho. Incluso cuando el dolor era muy fuerte, resultaba mejor que la ausencia total de sensaciones. Siempre.

Además, era un mahendo’sat, la curiosidad era su segunda naturaleza: por muy hábil que fuera Sikkukkut, Jik seguía recogiendo informaciones. Por ejemplo, había descubierto que la Aja Jin, la Orgullo de Chanur y la Luna Creciente de Tahar se hallaban todas en el muelle y parecían estar libres, lo cual era una noticia muy agradable. Que Pyanfar Chanur estuviera cerca para ayudar a su segunda de a bordo con su experiencia era una noticia excelente. Que Pyanfar conservara la suficiente reputación como para impedir que Sikkukkut le hubiera cortado el cuello a Dur Tahar era igualmente soberbio; y si había todavía algo de hani bajo el pelo marrón rojizo de Tahar, la pirata se uniría a su vieja enemiga como una mota de polvo al vello. Aunque no hicieran nada más, las hani pagaban sus deudas y Tahar le debía a Chanur lo suficiente como para acompañarla al infierno y volver de él.

Todo eso lo había descubierto durante aquellas sesiones. También se había enterado de que Tully, el humano, se encontraba sano y salvo en la Orgullo de Chanur. De ahí deducía que Sikkukkut valoraba más a Pyanfar que a su propia necesidad de tener al humano para interrogarle y para otros fines, lo cual era un valor muy considerable teniendo en cuenta que un kif lo depositaba en una criatura que no era de su misma especie. Por supuesto que se trataba de un beneficio con doble filo: conociendo la mente de los kif, el valor-como-aliado podía convertirse con sorprendente rapidez en blanco-de-alta-categoría. La palabra «amigo» no tenía en el doble juego de mandíbulas kif ningún matiz oculto de lealtad o autosacrificio, en realidad, era casi lo contrario: aliado-de-conveniencia, más bien. O, quizá, rival en potencia. O pobre idiota.

La hani sabía todo eso; y Jik sabía que también su segunda de a bordo estaba enterada de ello. Por lo tanto, las dos se mantendrían alertas ante la dirección del viento. Jik tenía la esperanza de que las dos mantendrían la calma si, como parecía posible e incluso probable, algunas partes de sí mismo aparecían como decoración en la rampa de Sikkukkut. Jik aborrecía la estupidez, y él mismo había cometido ese pecado, o de lo contrario no estaría aquí. Pero lo que más aborrecía, y en eso no mentía, era la idea de que su persona pudiera desencadenar por sí sola la destrucción del Pacto. Eso era algo que incluso un muerto podía temer, un horrible legado que entregar a las generaciones futuras. Esa idea era la grieta en su defensa: Sikkukkut, al ser un kif y no pensar en absoluto en la posteridad, no era capaz de llegar a esa grieta sin algo que le llamara poderosamente la atención hacia ella.

Lo más fácil era que las especies se entendieran mal entre ellas, especialmente cuando se trataba de conceptos abstractos.

Por ejemplo, era posible que él y Pyanfar hubieran interpretado mal desde el principio la falta de ideas metafísicas que demostraba Sikkukkut al considerarla como una falta de conceptos emocionales y deseos no racionales. Había llegado a conocer al kif de un modo más íntimo del que hubiera deseado, y ahora sospechaba en Sikkukkut cierto sentimentalismo kif, una preferencia hacia los blancos más íntimos y personales, mientras que Akkhtimakt no era tan personal en sus carnicerías y más ecuménico en sus ataques. Akkhtimakt actúa con el puño, le gustaba repetir a Sikkukkut, y yo con el cuchillo.

Era poesía kif; era también una profunda afirmación personal que, si un mahendo’sat poseía una buena información acerca de la mentalidad kif, era capaz de revelar más de lo que decía a primera vista y esto le permitiría entrar en todas esas honduras que la barrera de la traducción y el lenguaje colocaba entre las especies.

Apuró el cigarrillo y lo apagó con un cuidadoso pellizco en lugar de aplastarlo despreocupadamente: manías de navegante espacial. El fuego nunca era dañino si uno se movía con precisión y concentraba firmemente sus pensamientos en la idea de la extinción y no en la del fuego. Manías de navegante espacial, porque cuando los dedos podían tolerar el fuego sin problemas, ya resultaba seguro guardar la colilla. La dejó caer en el compartimento de su bolsita reservado a tal efecto y luego la depositó sobre la mesa. Nunca se la dejaban conservar. La bolsita, junto con el licor y el buen humor de Sikkukkut, era algo que sólo podía tener en esta habitación. Por lo tanto, la dejó sobre la mesa y sostuvo la mirada de Sikkukkut con una lánguida diversión.

Quizás estaba logrando confundir al hakkikt con su actitud, con esa frialdad mezcla de desafío y alianza que, ciertamente, se alejaba de la conducta habitual de un kif; quizás era eso lo que mantenía su cabeza alejada de las estacas de la rampa exterior. Sikkukkut le contempló por un segundo con algo parecido al interés y luego alzó su mano como había hecho antes, indicando que se lo llevaran.

—Ahí va —exclamó alguien en el pasillo y unas fuertes pisadas resonaron ante la puerta de Chur Anify, turbando su convalecencia. Kk-kk-kt, se oyó en el exterior. Eso hizo que los ojos de Chur se abrieran de golpe y su corazón acelerara un poco sus latidos. La máquina a la que estaba unida por una compleja serie de tubos registró una subida en sus indicadores y un aumento en el pulso, por lo que mandó una oleada de alimento y sustancias químicas cuidadosamente medidas a su torrente sanguíneo, todo ello de forma automática.

Vivir unida a una máquina que parecía saber mejor que ella cuáles eran las necesidades de su cuerpo ya era bastante malo, estar tendida en su lecho mientras en el pasillo ocurría algo ya era distinto. Así, Chur abandonó cuidadosamente su lecho (los tubos podían extenderse gracias a ciertos resortes lo que le permitía llegar al cuarto de baño y le ahorraba algunas indignidades). Ahora cogió los tubos con una mano para que los resortes no dieran un doloroso tirón de sus agujas y se dirigió a la cómoda donde guardaba su pistola, mientras oía chasquidos y crujidos kif en el exterior. La cabeza le daba vueltas, su corazón latía sin control y la maldita máquina le estaba inundando las venas de calmantes cada vez que detectaba la elevación de su pulso. A pesar de todo, consiguió llegar hasta la puerta y apretó el botón con un nudillo de la mano que sostenía el arma.

La puerta se abrió rápidamente. Chur se apoyó en el umbral y sus ojos percibieron la silueta de un kif justo ante ella y su pistola. Luego, algo afectó a sus pupilas, éstas perdieron el foco y su mente vagó de un lado a otro. Debido a esto, le resultó bastante difícil recordar quién era o qué razón justificaba la presencia de un kif a bordo de la Orgullo, contemplándola desde el pasillo tan horrorizado como le era posible a un kif (es decir, no mucho). Tampoco se explicaba por qué la periferia de su campo visual la informaba de que acompañando a este kif y con expresiones de sorpresa estaban sus primas y un humano. Era exigir demasiado al cerebro de una hani drogada, pero el kif tenía las manos en alto y ella no estaba lo bastante loca como para disparar un arma en el pasillo de una nave sin tener antes una buena razón.

Mientras su cerebro intentaba aclarar esa loca secuencia de acontecimientos, algo pequeño y negro pasó sobre su pie y entró corriendo en su habitación.

—¡Hyaa! —gritó Chur, llena de repugnancia. El kif se lanzó hacia la pared que tenía al lado en tanto que ella giraba para mantener en su punto de mira no a la cosa negra, sino al kif. Sus amigas cayeron en masa sobre ella y, para su asombro, no pretendían ayudarla sino que le quitaron el arma y la mantuvieron bien sujeta. Mientras tanto, el kif se pegaba a la pared con el cuerpo encogido e intentaba presentar el menor blanco posible.

—Chur —le decía en tono suplicante su hermana Geran y ella supuso que fue la propia Geran quien le había hecho aflojar los dedos para quitarle la pistola: estaba aturdida y se le nublaban los ojos. Oyó la voz de su prima Tirun y el parloteo del humano, de su amigo Tully. Sin saber qué hacía, permitió que la llevaran de nuevo paso a paso hacia su cuarto, en tanto que alguien se encargaba del manojo de tubos. Oía sonar un timbre: la máquina infernal estaba traicionándola, indicando la tensión que su organismo había sufrido.

—Los dioses se lo lleven —exclamó de pronto, al acordarse—. Hay algo ahí dentro… —Y entonces recordó que ya antes había visto diminutas cosas negras en el puente, pero no estaba segura de si eran alucinaciones o de si su hermana la había tomado en serio cuando le había hablado de ello. Era bastante molesto tener alucinaciones. Y la maldita máquina seguía inundándola de calmantes, así que ahora la dejarían sola ahí dentro, drogada, con lo-que-fuera; algo que tampoco deseaba.

—Mirad bajo la cama —dijo Geran, mientras la acostaba. Chur no lograba recordar dónde había ido a parar la pistola, lo cual iba en contra de las reglas de la nave; y el perder un arma de fuego era algo que iba contra todas las reglas, fueran las que fueran; y había un kif intentando meterse debajo de su cama. Sintió que el cuerpo se le cubría de sudor y notó cómo éste se enfriaba en la nariz, las orejas y las yemas de los dedos.

—¿Dónde está mi pistola? —preguntó confundida, intentando erguirse de nuevo. Alguien gritó «¡Ahí está!», desde el suelo—. Dioses… —murmuró Chur, y su hermana la hizo tenderse de nuevo en el lecho. Parpadeó una, dos veces, con la loca idea de que junto a su cabecera había un kif a cuatro patas y que los presentes intentaban sacar a su alucinación de su escondrijo bajo la cama.

—Lo siento —dijo Geran fervorosamente—. No te muevas. Ya lo tenemos.

—Estás loca —dijo Chur—. Todos os habéis vuelto locos. —Nada de lo ocurrido tenía la menor lógica.

Pero algo chilló bajo su cama. Sentía que un cuerpo golpeaba la armazón del lecho y en el cuarto había un olor de amoníaco que no era ninguna ilusión, sino la auténtica presencia de un kif.

—Él tiene —dijo la voz de Tully, y éste apareció de repente junto a su cabecera—. Chur, ¿tú bien?

—Claro —dijo Chur.

Al menos ahora recordaba dónde estaba, atada a una máquina en el camarote de na Khym desde que los kif le habían disparado en un muelle de Kshshti, demasiado enferma para alojarse en los camarotes de la tripulación. Dientes-de-oro les había dado ese excelente equipo médico cuando se lo encontraron en Kefk, lo cual ocurrió antes de que los muelles se convirtieran en un campo de batalla. Ella había tenido que encargarse de todo el puente cuando de pronto empezaron a surgir esas pequeñas cosas negras yendo y viniendo de un lado a otro como en una horrible pesadilla. En efecto, había un kif a bordo, su nombre era Skkukuk, era un esclavo y un regalo del hakkikt. Ahora estaba quieto ante ella, con el negro hocico retorcido en un montón de arrugas y con su Cena entre las dos manos huesudas, mirándola. Chur frunció los labios y, echando las orejas hacia atrás, alzó un poco la cabeza y gritó: «¡Fuera!».

El kif lanzó un silbido y se retiró unos pasos entre chasquidos y crujidos, profundamente ofendido. Enseñó los dientes, y Chur le respondió con la misma mueca al tiempo que se incorporaba sobre el codo que tenía libre.

—Calma —dijo Geran, empujándola hacia atrás. Tirun se encargó de echar al kif de la habitación. Tirun, la hermana de Haral, era lo bastante grande como para hacer que un kif se lo pensara dos veces antes de discutir con ella sobre cualquier asunto, con esa leve cojera que un arma kif había causado hacía ya algunos años. Chur se sintió a salvo mientras Geran estuviera a su lado y Tirun se interpusiera entre ella y el kif. Alzó los ojos hacia la dorada barba de Tully y parpadeó plácidamente.

—Maldito kif… —dijo Geran—. Todas las lecturas están saltando como locas… Tully, coge esta pistola y sácala de aquí.

—No —respondió Chur—. La cómoda, ponedla otra vez en el cajón de la cómoda. Tully, ponía ahí.

—Llévatela —dijo Geran.

—¡Maldita sea, en el cajón! —chilló Chur. Viviendo en compañía de Tully era fácil acostumbrarse a ser lacónica. La voz le salió áspera y a punto de quebrarse. Tully vaciló y miró a Geran.

Y entonces una silueta todavía más corpulenta apareció en el umbral y lo llenó con su presencia. Khym Mahn, alto, ancho de hombros e, indiscutiblemente, todo un macho hani.

—¿Qué ocurre?

—No pasa nada —dijo Geran—. Vamos, cierra esa puerta y que todo el mundo salga de aquí antes de que se cuele alguna más de esas condenadas criaturas. ¿Quién está vigilando a ese kif, por los dioses?

—Tully, deja la pistola en el cajón —dijo Chur con firmeza.

—Déjala ahí —dijo Geran poniéndose en pie mientras Khym se esfumaba. Se quedó inmóvil observando a su hermana en tanto que Tully hacía lo que le habían dicho. Luego Tully se acercó a la cama y los dos se quedaron junto a Chur, su hermana y su amigo humano; si es que alguna vez podía llegar a hablarse de amistad entre especies distintas. Y ese maldito kif en el pasillo… ¿Era esa cosa un amigo y ahora podía andar libremente por la nave? ¿Había autorizado la capitana esa situación?

—Oh, dioses… —murmuró Chur. Estaba demasiado cansada y demasiado enferma como para pensar en un kif suelto por la nave o para tener ideas injustas sobre Tully, quien más de una vez, sin armas, había hecho todo lo posible por salvarles la piel. Pero Chur sentía en lo más hondo de su corazón que nunca vería de nuevo el hogar, que éste era su último viaje. Deseaba volver a casa por encima de todo, estar de nuevo en Anuurn, en Chanur, y pasar egoístamente un poco de tiempo con las cosas que conocía y amaba, la cosas familiares en las que no había complicaciones como alienígenas y diferencias… quería ser joven de nuevo, y tener más tiempo, y recordar qué significaba tener toda la vida por delante y no a la espalda.

Que los dioses la ayudaran, deseaba incluso ver su casa de las colinas, lo cual era una pura estupidez: ella y Geran se habían marchado de allí y habían ido a Chanur cuando eran unas niñas, unas jóvenes de la misma edad que Hilfy, porque un nuevo señor que era joven y estúpido había conquistado el poder desbancando a la rama local del clan Chanur. Ella y su hermana habían tenido que arrancar sus raíces y marcharse a los dominios principales de Chanur llevándose sólo las ropas que llevaban puestas.

Y su orgullo. Eso habían logrado salvarlo intacto, las dos.

—Nunca miré hacia atrás —dijo, pensando que al menos Geran podría comprenderla—. Dioses, cuando bajamos de las colinas buscábamos ver cosas distintas y extrañas, ¿verdad?

Geran le hizo un gesto desesperado a Tully, un gesto con el que pretendía decirle que saliera en silencio de la habitación. Tully se marchó no sin antes dar una palmadita en la pierna de Chur, que estaba cubierta por la sábana.

Chur, tendida en el lecho, pestañeó un par de veces algo avergonzada de sí misma. Sabía muy bien que daba la impresión de estar a punto de morir. Antes, ella y Geran se parecían mucho, con la barba y la melena rubia rojiza, con la ágil delgadez de miembros que les habían legado sus antepasados de las colinas. Eran muy distintas de sus primas Haral y Tirun Araun o de su prima Pyanfar, que poseía la talla y la fuerza de las tierras bajas de Chanur pero jamás había tenido la belleza de las colinas, su misma agilidad o sus pies veloces. Ahora los hombros de Geran estaban encorvados por el agotamiento, su pelaje no brillaba y en sus ojos se leía un cansancio insondable; y Chur había visto espejos. Cada vez que apoyaba el peso, le dolían los huesos. Había que cambiar las sábanas cada día y Geran se ocupaba de ello. La razón era que Chur perdía vello continuamente, ahora tenía zonas de piel al descubierto que relucían con un feo brillo rosado por entre su pelaje. Ése era el peor de todos sus sufrimientos personales, no el dolor ni lo horrible de la muerte, sino la máquina, que le estaba robando su vanidad y su dignidad personal. Ver cómo Geran presenciaba su empeoramiento era lo más espantoso de todo.

—Lo siento —dijo Chur—. Esa condenada máquina no para de inundarme con calmantes. No siempre sé lo que digo.

Qué forma tan asquerosa de morir, pensó, drogada hasta no poder ni pensar. Asustando a Geran. ¿Qué clase de final es éste?

—Quítame este trasto.

—Dijiste que te aguantarías y que no ibas a protestar —respondió Geran—. Por mí. Le dijiste a la capitana que lo aguantarías. ¿Tenemos que preocuparnos ahora también por ti?

—Me lo he merecido, ¿verdad? —Su voz sonó ronca y áspera. Lo sucedido la había dejado muy cansada. O quizá fuera el calmante—. ¿Y ahora dejamos que ese condenado kif ande suelto por la nave?

—Khym no le quita el ojo de encima.

—Uhhn. —Hubo un tiempo en que eso le habría parecido una locura. Los machos no trataban con otras especies, no tenían responsabilidades, no llevaban sobre sus hombros el peso de ninguna decisión que fatigara sus cerebros, siempre propensos a la rabia incontrolable. Pero ya nada en el mundo era igual a como había sido cuando ella era joven—. Dejamos el hogar para buscar cosas extrañas —dijo Chur, asombrada al pensar que ella, toda una montañesa, hubiera acabado confiando en el sentido común de un macho y la buena voluntad de un alienígena humano—. Y las encontramos, ¿verdad? —Pero percibió la dolorida tensión que había en los bigotes de Geran y un leve temblor en las orejas cargadas con los anillos de muchos viajes. Se dio cuenta de lo exhausta que se encontraba Geran, del dolor que sentía ante su estado actual, y supo con un instinto certero que si Geran llevaba un peso sobre sus hombros, era ella quien lo había puesto allí, y que ese peso resultaba casi intolerable para su hermana—. Eh —dijo—, me sostenía bastante bien cuando me he levantado. La máquina me está ayudando. Creo que lo conseguiré. ¿Me oyes?

Geran la oyó y sus hombros dejaron de estar encorvados, el dolor y la pena huyeron de sus ojos con tal rapidez, con tanta confianza en sus palabras, que Chur sintió un profundo dolor.

Dioses, pensó Chur, ahora sí que la hice buena. Se lo he prometido, ¿verdad que sí?

He sido una estúpida al prometérselo. Ahora tendré que cumplir mi palabra. Perderé. Maldita sea, eso le hará mucho daño. Moriré en algún momento del salto. Oh, dioses, qué forma tan horrible de terminar, ahí fuera, en la oscuridad que hay entre las estrellas, sin nada que te cubra, desnuda.

—No es fácil —murmuró Chur, dejándose caer nuevamente en el sueño—. Es más fácil rendirse. Pero volveré ahí arriba, oh, dioses… No dejes que la capitana me borre de las listas, ¿me has oído?

—Tu asiento te espera.

—¿Quieres contarme cómo están las cosas, tratarme como si fuera una tripulante? —Era difícil seguir interesándose por la vida cuando los calmantes tendían un telón entre ella misma y el universo. Recordó su promesa y luchó por mantenerla—. Por todos los dioses, ¿qué está pasando ahí fuera?

—Todo sigue igual que antes. Estamos en el muelle, esperando a que ese maldito kif decida si vamos a ir a derecha o a izquierda. De momento, nada está peor a como estaba antes.

—Ni mejor.

—Ni mejor, salvo que todavía continúan las conversaciones. Y el hakkikt sigue comportándose con extremada educación.

—Jik no ha cedido.

—No ha cedido. Que los dioses le ayuden.

—¿Cuánto tiempo vamos a seguir aquí sin movernos?

—Ojalá pudiéramos saberlo. La capitana está haciendo números como una loca y Haral ha introducido seis o siete rumbos en el ordenador. Puede que aún consigamos volver a casa.

—¿Engañar a los kif? Nos perseguirían. —Su voz sonaba ahora algo pastosa—. La única forma de escapar de este lugar es dirigirse a Punto de Encuentro. Ahí es a donde debemos ir.

Geran guardó silencio. A veces las pistas eran vagas, pero al final siempre llevaban al mismo punto. Dientes-de-oro las había dejado a ellas y a su socio en una mala situación, y había salido corriendo hacia Punto de Encuentro; por otra parte, el pueblo de Tully se dirigía en gran número hacia el interior del Pacto. Todo ello significaba que una hani muy cansada y con deseos de que el universo fuera como en su juventud estaba condenada a ver cómo todo se volvía del revés. Estaba condenada a ver a Chanur aliada con los kif, una especie que comía diminutas criaturas negras, que no mostraba muy buen comportamiento en los muelles y hacía otras cosas en las que una hani honesta prefería no pensar.

Condenada mala suerte, pensó. Recordó de nuevo las colinas del hogar y sus pecados de juventud. Había dejado uno de esos pecados con su padre pero, después de todo, era sólo un chico, por todos los dioses, no había sido ningún matrimonio real y nunca le había vuelto a escribir. Por otra parte, él no se había alegrado mucho más de recibir un hijo que ella al engendrarlo (una hija le habría podido servir de algo, dado que no tenían tierras), pero sus hermanas sabrían tratar bien al chico. El resto de la familia jamás había llegado a saber gran cosa del asunto, salvo Geran, claro está, que sí estaba enterada; y todo eso fue antes de que se uniera a la Orgullo. El chico habría crecido y ahora ya debía llevar años entre los ermitaños. Probablemente habría muerto, como era habitual entre los machos sobrantes. Una pérdida, una pérdida fea e inútil.

Me gustaría haber conocido a mi hijo.

Quizá pudiera encontrarle. Si su padre sigue vivo y fuera como na Khym, sí… Quizá, quizá si pudiera hablar con él acabaría por tener un poco de sentido común, igual que na Khym.

Nunca se lo pregunté… nunca hablé demasiado con él. Nunca se me ocurrió hablarle. ¿No es gracioso? Ahora me pregunto qué pensaría. Creo que pensaba, al menos. Podría encontrar a otro, hacer el amor con él y, dioses, entonces le preguntaría en qué estaba pensando y él

… Probablemente lo único que lograría sería confundirlo todo, armar un auténtico infierno mahen, eso haría. No hay muchos como Khym Mahn, es condenadamente bueno, por todos los dioses, ojalá le hubiera conocido antes de que la capitana se lo quedara para ella. Si es que alguna vez hubo otra para él, claro; si es que un señor de clan como él podía llegar a fijarse en una exiliada como yo. Me gustaría haber amado a uno que fuera como él. Me habría dado una hija, estoy segura.

Pero ¿qué ha sacado la capitana de él? Un maldito hijo como Kara Mahn y una condenada chiquilla como Tahy. No puedo contar con ninguna ayuda de ellos, los dioses se los lleven a los dos, no tienen sentido común, no saben escuchar, no respetan nada… unos mentirosos siempre dispuestos al engaño y la traición.

Quiero encontrar a otro. No uno que sea guapo. Alguien que sea inteligente, con quien pueda sentarme y hablar.

Si alguna vez consigo volver a casa.

Frunció los labios y lanzó un bufido.

—¿Te encuentras bien?

—Claro que sí. Me estoy quedando dormida. Sal de aquí, estoy intentando descansar un poco. En nombre de todos los dioses, ¿qué son esas cosas negras?

—No me lo preguntes. No lo sabemos.

Las puertas del ascensor de la cubierta inferior se abrieron y Hilfy Chanur, que se incorporaba nuevamente a su turno, retrocedió apresuradamente un par de pasos al encontrarse con la inesperada presencia de Skkukuk. Vio que los dedos de éste aprisionaban una jaula de feas siluetas negras que no paraban de chillar y su aparición hizo que se le pegaran las orejas al cráneo. Pero Tirun y Tully escoltaban al kif, y eso hizo que las orejas de Hilfy volvieran a su posición habitual y que se alisara rápidamente el vello de entre los omóplatos. Se apartó con expresión de disgusto para dejar salir al kif y se quedó mirándolo mientras seguía con el dedo sobre el botón de llamada para mantener la puerta abierta.

—Creo que los hemos cogido —dijo Tirun.

—Coger ellos —dijo Tully, amplificando la parquedad de su lenguaje con un gesto hacia arriba—. Comer filtro. Jaleo horrible.

—Bondad divina, ¿qué filtro?

—El filtro de aire del número uno —dijo Tirun—. Han llenado todo el sistema de partículas: tendremos que hacer una limpieza en el número dos y en el principal.

—Hacer eléctrico —dijo Tully.

—No hemos estado en unas condiciones muy cómodas en ese pozo de ventilación —dijo Tirun.

—Kkkkt —dijo Skkukuk—, proceden de Akkht. Son adaptables y muy resistentes.

Al oír el sonido de su voz las criaturas empezaron a debatirse. Skkukuk golpeó la jaula con la mano y la Cena se quedó callada con algún que otro chillido ocasional.

—Dioses —dijo Hilfy con un estremecimiento de repugnancia.

—Hay dos a punto de criar —dijo Tirun—. Fíjate en esas condenadas cosas: son luchadores natos.

—Duros —dijo Skkukuk como si estuviera manteniendo una charla para matar el tiempo, y golpeó nuevamente la jaula de la Cena cuando los chillidos se agudizaron de nuevo. Se hizo el silencio, roto únicamente por un siseo—. Kkkt. Disculpadme. —Apretó la jaula contra su pecho y se alejó por el pasillo con su Cena en brazos, sintiéndose tan feliz como podía serlo un kif.

El labio de Hilfy se levantó un poco y sintió un escalofrío involuntario mientras Tirun se daba la vuelta y seguía al kif para tenerle bajo vigilancia. Tully, que no se había movido, le puso una mano en el hombro y apretó con fuerza.

Tully lo sabía. Había estado con ella en manos de los kif, en manos del mismo que ahora era su aliado. Era Sikkukkut quien les había enviado a ese atroz esclavo, Skkukut, para que vagara por los pasillos dejando su pestilencia amoniacal en toda la atmósfera, un olor que le recordaba muchas cosas…

Tully le apretó por segunda vez el hombro con aquellos dedos sin garras. Hilfy se dio la vuelta y le miró, alzando un poco los ojos, pero su Tully no era tan alto como para que tuviera que levantar mucho la cabeza y pudo mirarle a los ojos. Los tenía azules y normalmente había en ellos una expresión de sorpresa, pero en ese instante lo que mostraban era preocupación. Dos viajes y las muchas situaciones compartidas le habían enseñado a leer los matices de su expresión.

—No es malo kif —dijo Tully.

Era una opinión tan increíble viniendo de él que Hilfy parpadeó, incapaz de creer en lo que había oído.

—Él kif —dijo Tully—. Lo mismo que yo humano. Mismo que tú hani. Él pequeño kif, intenta hacer lo que quiere capitana.

No habría aguantado esas palabras de nadie más. Cuando Tully dijo eso, Hilfy tenía la boca abierta. Pero el humano había estado por dos veces en manos de los kif, había visto morir a sus amigos e incluso había matado él mismo a uno de ellos para salvarlo de Sikkukkut. Más aún, estuvo con ella en esa prisión kif. Si Tully decía algo tan intolerable, quizá podía tener muchos significados pero, desde luego, no se debía a que él fuera un cabeza hueca o alguien demasiado propenso a la generosidad. Se quedó mirándolo mientras intentaba averiguar si había confundido sus vocablos hani: el traductor que habían unido a su ordenador no podía hacer más que emitir un constante y estático zumbido que surgía del cinturón siempre que él hablaba con aquel hani fuertemente acentuado o usaba la jerga. Quizás intentaba comunicarle alguna loca filosofía humana que el traductor no había logrado transmitir.

—Pequeño kif —repitió Tully. Hilfy había vivido el tiempo suficiente entre los kif para saber qué pretendía decir con eso: que los kif no eran nada si carecían de posición y que los kif de posición baja eran víctimas de todos.

—Si fuera un gran kif nos mataría sin perder un segundo —dijo Hilfy.

—No —dijo Tully—. Capitana ser Pyanfar. Si él querer ser grande, ella tener que ser grande.

—Lealtad, ¿eh?

—Como yo —dijo Tully—. Él uno.

—Quieres decir que está solo.

—Él quiere ser hani.

Hilfy escupió. Eso era demasiado.

—Tú podrías serlo. —No había muchas hani en el espacio y, desde luego, ni una sola en el mundo natal, que pudieran llegar a ser tan generosas, sólo ella, una joven solitaria y melancólica que se encontraba a mucha distancia de los suyos—. Un kif no. Jamás.

—Cierto —admitió Tully, volviendo atrás en lo que antes había argumentado, con esa irritante habilidad suya para esconderse detrás de lo que fuera y dejar siempre a su interlocutor en mala posición. Alzó un dedo hacia ella—. El kif, él mismo tiempo no tener amigos entre kif, él ser pequeño kif. Ellos matarle, sí. Él no querer ser matado. El mucho tiempo mal trato, pensar que nosotros hacer mucho bien él. Tú ver, Hilfy: tripulación ser buena con él, él ser feliz, él llevar cara alta, él ser valiente con nosotros, él hablar. Pero nosotros no decir verdad él, ¿eh? ¿Qué hay bueno en verdad? Decirle: «kif, tú enemigo», él no tener nadie amigo, no tener nave, no tener hakkikt. No ser hani, él morir.

—No puedo sentir pena por él. No lo entendería. Es un kif, los dioses le pudran… Y me gustaría matarle.

—Tú no matar como kif. —Le dio una palmadita en el brazo y la miró con ansiedad desde el otro lado de la barrera del lenguaje que el traductor jamás había podido franquear—. Él hace un error —dijo el traductor mientras Tully cambiaba a su propio lenguaje en busca de las palabras que no tenía—. Está perdido. Piensa que ahora le apreciamos más. Si le pedimos que vaya morir por nosotros, él ir. Cierto, él irá. Y le odiamos. No sabe eso. Es kif. No puede entender por qué le odiamos.

—Bueno, pues no le demos más motivos de confusión —gruñó Hilfy, y se dio la vuelta para detener la puerta del ascensor, que había empezado a cerrarse automáticamente en cuanto soltó el botón. La puerta retrocedió e inició otra pausa. Hilfy se volvió hacia Tully y él le devolvió la mirada con un silencio dolorido. Ella conocía mejor que nadie en la nave su entrecortada forma de hablar: al ser la oficial de comunicaciones, la traductora y la lingüista, había ayudado a preparar el sistema de traducción y se había encargado de los trabajos necesarios para descifrarlo cuando le conocieron. Y lo que estaba diciendo ahora tenía más sentido del que a ella le habría gustado: un kif, aunque fuera un asesino capaz de torturar a sangre fría, era también un ser inocente e indefenso cuando se hallaba en sus manos. Si un kif veía a otro kif que se interponía en su camino, le mataba; sus cambios de lealtad eran frecuentes pero siempre eran sinceros y útiles. Y si los subordinados de la capitana le trataban mejor, era porque la capitana le había concedido una posición más alta: eso era cuanto podía pensar un kif, sólo hasta ahí llegaba su imaginación. Últimamente, Pyanfar le dejaba más libertad, se preocupaba de alimentarle, la tripulación le trataba con cortesía: por lo tanto, su posición dentro del universo estaba mejorando. Que los dioses las ayudaran, en los últimos tiempos, el kif incluso llegaba a conversar con ellas. Tras más de dos siglos de contacto, los kif jamás habían dejado escapar ni el más mínimo detalle sobre su mundo natal, que nadie visitaba salvo ellos mismos; y aquí estaba ahora Skkukuk, orgulloso de que sus repugnantes y diminutas alimañas procedieran de Akkht y de la gran adaptabilidad que mostraban, haciendo con ello más alusiones a la vida y los valores kif de lo que habían dicho éstos en toda la historia conocida.

Y, cuando clavó los ojos en las pupilas de Tully, su reacción instintiva fue pensar: ¿qué puede saber un macho de todo esto, qué puede saber de cualquier cosa? Bien sabían los dioses que no consideraba a Skkukuk como tal; que cuando pensaba en Jik o en Dientes-de-oro casi siempre los consideraba racionales como hembras, pese a los pronombres masculinos que eran corrientes en la jerga y cuyo significado era tan distinto en hani. Pero Tully era decididamente masculino para ella y ahí estaba, diciendo todas esas locuras sobre un enemigo, hablándole a ella de cómo contenerse, lo cual era una idea típicamente femenina. Quizá Pyanfar estuviera en lo cierto y los machos tenían oculto en su interior gran parte de hembra. Era una idea bastante incómoda. Pero que había llegado a un lugar muy oculto de su interior, un lugar muy sensible y que le dolía: le dolía pensar que Tully había logrado firmar una especie de tregua con los recuerdos de su estancia entre los kif, mientras que una hani cuerda y técnicamente educada no lo había conseguido.

Se debe a que es más viejo, pensó Hilfy. Siempre le había considerado como alguien más o menos de su edad, y de pronto pensó que para su especie debía ser tan viejo como Khym, a quien los años habían logrado limar el temperamento al proporcionarle control sobre sí mismo y al hacerle perder su poder sobre Mahn. De repente sospechó que siempre se había equivocado con respecto a Tully, que era más inteligente de lo que podía serlo un macho joven, y que tenía la cabeza mucho más fría y clara que ellos. Se dio cuenta de que había algo más que no había sido capaz de contarle. Seguía habiendo algo encerrado en su interior, casi podía descifrarlo, pero era algo demasiado ajeno a ella o demasiado sencillo. No, era incapaz de adivinarlo. La puerta del ascensor le golpeó el hombro y Hilfy se rindió, alargó la mano y tocó suavemente el rostro de Tully con las almohadillas de los dedos.

—Si fueras hani, nosotros dos… —dijo. Pero no, era algo que no podía decirle, sonaba demasiado estúpido. Ese sentimiento no tenía una solución que no los convirtiera a ambos en un par de estúpidos, dos estúpidos de los que todo el mundo se reiría.

—Amigo —dijo él con un hilo de voz y le tocó la cara. Mientras, la puerta del ascensor volvió a golpearla, la pausa de espera se hacía cada vez más corta, como un recordatorio—. Amigo, Hilfy. —Lo dijo con una tensión peculiar en su voz, que pareció a punto de quebrarse, como ocurría siempre que sentía dolor. Había cosas que Tully no podía confiar al traductor, y ahora intentaba hablar en hani cada vez con mayor frecuencia. Y ser hani. Y ahora, al decirle eso, algo que les convertía a los dos en unos estúpidos, su rostro se había vuelto triste y aún más abatido que antes.

Dioses, Hilfy Chanur, pensó, ¿qué puedes hacer? ¿Cuándo te volviste loca? ¿Cuándo se volvió loco él? ¿Cuando estábamos solos y no teníamos a nadie que no fuera nosotros mismos, rodeados por los kif? Le necesito, le quiero.

Si es más viejo que yo, ¿por qué no tiene respuesta para esto?

Entonces sonó una alarma. Por un instante, pensó que ella misma era la causante al haber estado sosteniendo la puerta, y pensó que Pyanfar le arrancaría la piel.

Prioridad, prioridad. Tenemos un mensajero en la compuerta —dijo Haral por el comunicador, cuya voz sonó en todos los altavoces del pasillo—. Asegurad el nivel inferior. Hilfy, Tirun, coged armas y esperad: al parecer vais a ser el comité de bienvenida. Saludos de la capitana, y ella se va a quedar arriba. Protocolo. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Hilfy.

Eso quería decir: encerrad al kif. Y rápido.

—Tully —dijo, señalando hacia el ascensor. El pánico había empezado a latir con histérica lentitud en su corazón, pero la costumbre hizo que mantuviera la expresión tranquila mientras se apartaba a un lado y sostenía la puerta con el brazo para que entrara Tully.

Podría ayudar, decía la expresión del humano, podría estar aquí abajo, quiero estar aquí. Quiero ayudarte…

No eran los sentimientos del kif que tan laboriosamente le habían descrito: le haces parte de la tripulación, le dejas que lo crea, no sabes lo cruel que eres dejando que te crea.

Saldría ahí fuera y moriría por ti, Hilfy Chanur. Porque te cree.

No. Eso no era cierto aplicado al kif. Era lo que Tully sentía en su interior.

—Arriba —dijo ella—, al puente. Haral te necesita. Ya tengo bastantes problemas de que ocuparme aquí abajo.

Y, dioses, ¿por qué decirlo de ese modo? Vio el dolor que le había causado.

Tully entró en el ascensor, se dio la vuelta y apretó el botón de cierre de tal forma que la puerta golpeó el brazo con que Hilfy la sostenía y ésta tuvo que apartarlo rápidamente, confundida. Abrió la boca dispuesta a decir algo como no puedes ayudar en esto, lo cual no resultaba mucho mejor que sus anteriores palabras; pero la puerta se cerró entre sus caras y eso la dejó sin habla. Tuvo que apresurarse a recordar que se hallaban ante una emergencia y Haral la había enviado a cuidar de ella… kif, problemas y sólo los dioses sabían qué más.

Quizá toda la situación actual llegaba ya a un desenlace. Jik podía haber hablado, quizá se le había escapado algo; podía ser el principio del ataque que todas temían; podía ser cualquier cosa, y que los dioses la ayudaran, lo había estropeado todo con Tully y no había tiempo, no había tiempo, nunca había tiempo para arreglar las cosas entre ellos dos.

Dioses, dioses, dioses. Le hice daño. Nunca he querido hacerle daño, puede que acabemos muriendo aquí y no consigo hacerme entender por ese condenado traductor.

¿Por qué es todo tan complicado?