XXVIII

Tenía una confusa sensación de dolor, y cuando traté de levantarme entre capas de oscuridad, el dolor se hizo más intenso. Sentía fuego en la mandíbula, y un tremendo dolor en el costado, donde Helmut me había dado la patada. Gemí, y al final la oscuridad pareció disiparse. Cuando abrí los ojos me di cuenta de que estaba en la cama, y que aún llevaba puesto el vestido de brocado amarillo. Había una lámpara encendida. Afuera estaba oscuro. ¿Habría pasado ya todo un día?

Me sentía vacía, mareada, y nada parecía real, sólo el dolor.

Recordaba que Helmut me había cogido por los cabellos y me había levantado violentamente del suelo. Después me había abofeteado varias veces, con ojos llenos de placer y una sonrisa en los labios. Cuando por fin me soltó, caí sin fuerzas al suelo y me dio una violenta patada. Después debió haberme llevado a la cama, pues no pude haber llegado por mis propios medios. ¿Qué hora era? Traté de ver el reloj, pero me resultaba imposible enfocarlo. Traté de sentarme. Esto también fue imposible. Caí contra las almohadas, y otra vez volvió a invadirme la oscuridad.

—Tiene que beber —dijo nerviosa mientras me apoyaba el borde del vaso contra los labios.

—No —murmuré—. No, no… por favor…

Lelia estaba de pie junto a la cama, con los ojos desorbitados por el terror. Su imagen parecía emerger de la niebla. Cogí el vaso y bebí con ganas. Casi no me daba cuenta de que la habitación estaba inundada de sol; sólo tenía conciencia de que el dolor en la mandíbula ya no era tan fuerte, y que el costado ya casi no me dolía. Estaba muerta de hambre.

—¿Puede… puede sentarse? —me preguntó.

Asentí con la cabeza, pero me costó mucho trabajo levantarme. Era como si me hubiera golpeado cada uno de los huesos del cuerpo. Lelia me ayudó a sentarme, y me recosté contra la cabecera de la cama mientras ella me colocaba la bandeja sobre las rodillas. Me había traído un plato de sopa caliente, rebanadas de pan con manteca y un poco de queso. Me temblaban las manos al comer, y volví a hundirme en el mundo de la inconsciencia en cuanto se hubo llevado la bandeja.

Cuando me desperté, la lámpara estaba de nuevo encendida y al otro lado de las ventanas sólo había oscuridad. Otra vez tenía hambre, mucha hambre. Logré levantarme de la cama. Me temblaban las piernas mientras caminaba hacia el elegante biombo azul y blanco. Detrás había una mesa con un jarro, un tazón y una vasija con agua. Después de hacerme varias abluciones, me sentía tan débil que casi no podía caminar hasta la puerta que daba al pasillo. La puerta estaba cerrada con llave. La puerta que daba a la sala de estar también estaba cerrada con llave.

Estaba prisionera.

Me invadieron olas de confusión y debilidad. Sentí que la cabeza me daba vueltas. Tuve miedo de desmayarme, y caminé hasta la cama, donde caí sin fuerzas. Traté de que el pánico no se apoderara de mí. Helmut estaba loco. Para él, el bien y el mal simplemente no existían. Qué tonta había sido al creer que podría detenerle amenazándole con denunciarle a las autoridades. Debí haber huido con James y Meg. Ahora ya era demasiado tarde. Me tenía prisionera, y sabía que aún no había sucedido lo peor. En su mente había alguna diabólica venganza, pues de lo contrario ya me hubiera matado. Tenía que escapar, pensé. Tenía que hacerlo. Y luego aquel torbellino de negras nubes me envolvió y caí rodando en el mundo de las sombras.

Un pájaro emitía sus chillidos, y me desperté sobresaltada.

Otra vez era de día. Me sentía despejada. Aunque todavía me sentía molida y lastimada, la mayor parte del dolor había desaparecido. Comprendí que debían haber pasado dos días.

Meg y James ya debían estar en Nueva Orleans, casados, iniciando su vida juntos. Había salvado a Meg, y ahora debía salvarme a mí misma.

Me levanté de la cama, caminé de nuevo hasta la mesa que estaba detrás del biombo y al cabo de un rato me senté frente al espejo. Quería arrojarme sobre la puerta, golpearla con los puños y gritar. En lugar de eso comencé a cepillarme el cabello, lentamente, tratando de contener la histeria que sólo podría empeorar las cosas.

Tenía una moradura en la mejilla, pero ya había comenzado a remitir. Por suerte no me la había roto. El costado todavía me dolía, pero no mucho. Me había golpeado brutalmente, pero se había contenido. Podía haberme matado, pero no lo hizo.

Planeaba otra cosa. De eso estaba segura. Terminé de cepillarme el pelo y luego me maquillé. Me pinté los labios con lápiz color coral, los párpados con una sombra azul grisácea, y cubrí la moradura con polvos. Lo que estaba haciendo era una tontería, pero me ayudaba.

Me quité el vestido de brocado y lo colgué en el armario.

Todavía tenía puesta la enagua cuando oí una llave en la cerradura, y Helmut entró con una pequeña bandeja.

—Buenos días, querida —dijo—. Te he traído un poco de café y algo para comer.

—Muy atento de tu parte —respondí.

—No pienso dejarte morir de hambre, querida.

—¿Dónde está Lelia?

—Lelia ha ido a la plantación, al igual que todos los demás criados, excepto el cocinero. No voy a necesitarlos por un tiempo, y tampoco los quiero tener cerca.

—No quieres testigos —dije.

Simuló no haber oído mi comentario y dejó la bandeja sobre la mesita.

—Estás muy bien esta mañana. ¿Te sientes mejor?

—No vas a salirte con la tuya, Helmut.

—No debes dejar volar la imaginación, querida. Aquí me ves, generoso y atento, preguntándote cómo te sientes. Incluso te he traído el desayuno. ¿Qué más podría pedir una esposa?

—¿Qué estás planeando?

Arqueó una ceja.

—¿Planeando? He estado pensando en varias cosas, pero todavía no me he decidido. Quiero preparar algo muy especial para ti.

Saqué una bata del armario, me la puse y até firmemente el lazo en la cintura. Helmut me observaba con un brillo especial en sus ojos azules; su boca dibujaba la mueca de una sonrisa. Me esforcé por mantenerme serena. Sabía que él quería que le rogara, que le suplicara, y ésa era una satisfacción que no pensaba darle.

—Debes tomar tu desayuno —dijo—. Necesitas recuperar fuerzas. Tengo la sensación de que vas a necesitarlas.

—¿Piensas golpearme otra vez?

—Eso fue verdaderamente desconsiderado de mi parte. Me temo que perdí el control. A propósito, te he traído un periódico que llegó ayer de Nueva Orleans. No tiene nada de interesante, pero había un anuncio que pensé que te gustaría ver.

—¿Ah, sí?

—Piden cualquier información relacionada con la señorita Marietta Danver, último domicilio conocido en el Palacio Rawlins. El hombre que la pide ofrece una importante recompensa para quien pudiera ayudarle a localizar a la tal señorita Danver.

Me estremecí, pero no lo creí del todo.

—Parece que en algún momento te moviste en las altas esferas —siguió diciendo mientras me miraba de cerca—. El hombre que puso el anuncio es al parecer un aristócrata inglés. Lord algo, firmaba. Ah, sí, ahora me acuerdo. Lord Derek Hawke.

Sentí que mi rostro perdía el color. Me quedé sin fuerzas. Me apoyé contra el armario.

—¿Es alguien que conoces? —preguntó Helmut.

No respondí. No podía. Helmut sacudió la cabeza y fingió estar triste.

—Me temo que este tipo no tendrá demasiada suerte —dijo—. Aun si por una remotísima casualidad lograra encontrarte, no creo que estés aquí para recibirle con los brazos abiertos.

Sonrió, y aquellos ojos azules se encendieron con placer.

Luego salió lentamente de la habitación y cerró la puerta con llave. Fui hasta la mesita y cogí el periódico que había dejado doblado sobre la bandeja. Me senté en la cama. Temblaba por dentro y no podía controlar las manos mientras pasaba las hojas buscando el anuncio. Allí estaba, como él había dicho. Derek estaba en Nueva Orleans. Me buscaba. Eso significaba que… El papel crujió cuando lo apreté entre mis manos. Lo dejé encima de la cama, y me invadieron emociones que ya no pude controlar.

Lloré.

Lloré durante un largo rato, y me entregué a todos los sentimientos que me abrumaban. Pánico y miedo, una incontrolada alegría por la vuelta de Derek, la increíble desesperación de que hubiera venido demasiado tarde, el remordimiento y el no poder perdonarme el haberme casado con Helmut. Finalmente, cuando toda esa confusión se calmó, cuando la última lágrima rodó por mi mejilla, me sentí mejor. Me alegraba de haberme desahogado, pues ahora que había liberado en parte mis emociones podría concentrarme en buscar la manera de huir. Respiré profundamente varias veces y miré a mi alrededor.

No había forma de salir de la habitación. Las ventanas no estaban cerradas, pero había demasiada altura hasta el suelo. En mi estado de debilidad, lo más probable es que me rompiera el cuello si trataba de anudar sábanas para deslizarme hasta abajo.

Ambas puertas estaban muy bien cerradas con llave y era imposible abrirlas. No podía superar a Helmut físicamente, pero si usaba la cabeza, si no perdía la calma, estaba segura de que iba a encontrar una oportunidad de escapar. Sobre todo, debía mostrarme valiente. No debía permitir que Helmut sospechara mi miedo.

Las agujas del reloj se arrastraban lentamente y las horas iban pasando. Roseclay estaba en silencio, y a pesar de que afuera hacía calor, las paredes parecían irradiar un frío helado. Las doce, la una, las dos, y él no venía con la comida. Comencé a sentirme débil por el hambre. Bebí agua del cántaro que estaba detrás del biombo, y me alegraba de no haberla usado toda. Las tres, las cuatro, las cinco. Comencé a caminar por la habitación, pues temía que si me acostaba en la cama me invadiera el letargo y la desesperación. Las sombras comenzaban a perfilarse en el suelo a las seis, y el cielo se estaba volviendo más azul; el sol iba perdiendo fuerza.

A las seis y media abrió la puerta y entró. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas y su aliento olía a alcohol. No traía la bandeja.

—¿Tienes hambre, querida?

Me negué a responder. Sonrió.

—Quisiera ofrecerte algo, pero el cocinero también se ha ido con Lelia y los otros. Me temo que tendrás que resistir un poco más.

—Me las arreglaré.

—Tan heroica —observó—. Todavía altiva y orgullosa, llena de desprecio. Pronto vamos a solucionarlo. Esta noche iremos a dar un pequeño paseo juntos, querida.

—¿De veras?

Fue hasta el armario y comenzó a mirar uno por uno mis vestidos. No había cerrado con llave la puerta del dormitorio. La miré y luego le miré a él, que estaba de espaldas. Pero Helmut se volvió.

—Yo no lo haría, querida. Tendría que perseguirte, y te alcanzaría; me harías enfadar mucho, mucho. Ya sabes cómo me pongo cuando me enojo. Podría lastimarte de veras la próxima vez.

—Y disfrutarías plenamente con ello.

—No tienes que ponerte tan insolente, querida. Estoy de muy buen humor, pero yo no iría demasiado lejos si fuera tú. —Volvió a mirar hacia el armario inspeccionando los vestidos. Descartaba uno, luego otro—. Aquí está. Éste te va a quedar muy bien. Esta noche será una noche muy especial y quiero que estés como nunca.

Descolgó el vestido y lo tiró encima de la cama.

—Maquíllate un poco, querida. Usa un poco más de tus pinturas. Estaré de vuelta dentro de una hora aproximadamente. Confío en que estés lista.

—¿Adónde vas?

—Eso no es asunto tuyo —respondió.

Volvió a salir de la habitación y oí cómo giraba la llave en la cerradura. Estaba nerviosa y con miedo, tal como él había planeado. Pero también era optimista. En cuanto estuviera fuera de este cuarto y lejos de Roseclay, seguramente habría algún medio de escapar. Me negaba a pensar adonde iríamos. Eso sólo iba a empeorar las cosas. Era evidente que estaríamos con otras personas, pues de lo contrario no querría que luciera un vestido tan elegante.

Encendí de nuevo las lámparas. Me senté frente a la mesa del tocador y comencé a peinarme. Me esforzaba por concentrarme.

Me limpié el rostro, me puse polvos y un poco de color en los labios. Cuando terminé, no había señales de las lágrimas que habían caído, ni indicios de la moradura. El azul de mis ojos se había intensificado por la emoción, pero mi mano estaba firme mientras daba un ligero toque de color coral a mis mejillas y luego lo frotaba hasta dejar sólo la insinuación de un color natural.

Me quité la bata y la arrugada enagua que había tenido puesta todo el día y me vestí sin prisa. Veinte minutos más tarde estaba lista. El vestido que Helmut había elegido era de tafetán con rayas marrones y anaranjadas. Era un vestido audaz y quedé satisfecha con el resultado final. Podía estar temblando por dentro, pero por fuera estaba tranquila y atractiva. Eso ayudaba bastante.

Ya había comenzado a oscurecer cuando Helmut volvió.

Había seguido bebiendo. El color en sus mejillas era más intenso y tenía el cabello húmedo por el sudor.

—¿Lista, querida? —preguntó.

—Desde hace rato —respondí.

—Estás fascinante. Estoy seguro de que les encantarás.

—¿Les?

—Te tengo preparada una pequeña sorpresa. Ven, el carruaje está esperando. A propósito, creo que debería advertirte que no intentes nada. Si lo haces, si tratas de escapar y correr o cualquier otra tontería por el estilo, entonces me obligarás a tomar las medidas correspondientes. No tengo intenciones de estropear la mercancía, pero no dudaría en hacerlo.

—Te creo —dije con voz fría.

—Sólo quise advertirte, querida.

Me cogió por el brazo y me condujo fuera de la habitación.

Luego caminamos por el corredor. Parecía cargado de energía y sus ojos relucían con brillo especial, como si se regocijara pensando en un plan perverso. Traté de mantener esa apariencia tranquila, pero cada vez se hacía más difícil. Su mano me apretaba con fuerza el brazo mientras bajábamos la escalera, hasta que salimos. Un carruaje cerrado nos esperaba afuera. El cochero, negro, estaba sentado en el alto asiento del conductor. Cuatro caballos se movían inquietos esperando. Helmut abrió la puerta y me arrojó violentamente al interior del coche. Dijo algo en tono severo al cochero, subió y cerró la puerta con un golpe. Se colocó a mi lado, me rodeó los hombros con un brazo y, un momento más tarde, estábamos ya en marcha.

—Supongo que sientes curiosidad —observó.

—Un poco.

—No podía decidir qué hacer contigo —dijo con un tono natural, afable—. Quería matarte, por supuesto. Pude haberlo hecho la otra mañana… ¡qué placer habría sido coger tu cuello entre mis manos y apretarlo, y apretarlo hasta que ya no pudieras respirar! Pero eso habría sido demasiado rápido, demasiado decisivo. Quiero que sufras, querida mía. Quiero que sufras durante mucho, mucho tiempo.

Estaba loco. Estaba loco como esos pobres dementes que encerraban en las celdas en el último rincón de Newgate, aunque su locura se manifestaba de otra forma. No pude evitar que un escalofrío me recorriera el cuerpo. El brazo que me rodeaba los hombros me obligó a acercarme más a él.

—Hace tiempo que quieres un amante —continuó diciendo con ese mismo tono afable—. Me he encargado de que tengas uno… varios, por cierto. Hace poco, Madame Rose perdió a una de sus muchachas. Parece que uno de los marineros fue un poco brusco. La pobre muchacha murió por las heridas. Rose me ha estado rogando que le consiga una sustituta. Está desesperada por la falta de personal.

Sentía como si estuviera escuchando algo en una pesadilla. Los cascos de los caballos que golpeaban contra el suelo, el vaivén del carruaje, el hombre sentado a mi lado, la oscuridad que me rodeaba, esa voz tan suave… No, no era real. Comencé a temblar y toda mi fuerza, toda mi resolución, empezaron a abandonarme.

Helmut me acercó aún más a él y giró la cabeza hasta que sus labios casi me rozaron la oreja. Parecía un enamorado cantándome una dulce canción al oído.

—Tengo una habitación preparada para ti. Empezarás esta noche. Estoy seguro de que disfrutarás. Trabajarás tres o cuatro días en esta casa y luego harás un pequeño viaje. Hay un barco que parte para Río de Janeiro… una ciudad muy bonita que hace apenas doce años se convirtió en capital de Brasil. Allí tengo una propiedad que incluye una casa en la que falta más personal aún que en la de Rose…

—Soy tu esposa —murmuré—. No… no puedes… la gente…

—La gente hará preguntas, sí. Y les diré que hiciste un viaje a Inglaterra para visitar a los tuyos. Al cabo de un tiempo les informaré que… ¡oh, Dios mío!, moriste a causa de la fiebre. Seré un viudo desconsolado. Todos me verán triste. No dudo de que todos se sentirán sumamente condolidos.

Se oía el galope de los cascos de los caballos. El carruaje se sacudía. El hombre sentado a mi lado reía entre dientes. Me di cuenta de que íbamos colina abajo. Percibí el olor del río. Unos minutos más tarde comencé a oír música y risas. A través de la ventanilla del carruaje vi casas iluminadas, galerías llenas de borrachos y descaradas prostitutas vestidas con llamativos colores. Dos hombres estaban peleando en los escalones de una de las casas. Un grupo de mujeres chillaban a su alrededor y les animaban a seguir. Helmut volvió a apretarme el hombro.

El carruaje se detuvo. Helmut abrió la puerta, salió y luego me ayudó a bajar. Me resistí y negué con la cabeza. Clavó los dedos alrededor de mi muñeca con una fuerza brutal y me hizo bajar de un tirón. Salí del carruaje dando traspiés. Y entonces luché. Con la mano que tenía libre le di una bofetada. Comencé a dar patadas. Me cogió un brazo, lo torció violentamente y lo llevó hacia la espalda a la altura de los omóplatos. Con su otro brazo libre me rodeó la garganta. La gente que estaba en la galería aplaudía y gritaba entusiasmada. Él me torció el brazo aún más hacia arriba y, así, me obligó a subir los escalones y a meterme en el vestíbulo de la casa.

Una mujer enorme y gorda que llevaba un vestido verde de terciopelo salió corriendo de una de las habitaciones laterales para recibirnos. Tenía el cabello del color del cobre. Los labios eran de un rosa encendido. Llevaba pendientes. Abrió desmesuradamente aquellos pequeños y negros ojos.

—¡Santo cielo, Helmut! Dijiste que ibas a traer una muchacha nueva, pero no me habías dicho que era una…

—¡Cállate! —gritó con voz de trueno.

Traté de liberarme. Me apretó con más fuerza y su antebrazo se hundió en mi garganta. Me ahogaba y luchaba por respirar. La mujer vestida de verde comenzó a temblar de miedo. Varias mujeres con ropa interior se amontonaron en la entrada de la sala para ver qué pasaba. Sentí que la sangre se me subía a la cabeza.

Y sentí que mi garganta ya no resistiría más esa fuerza brutal.

—¡La estás ahogando! —gritó Rose.

—¿Está lista la habitación? —preguntó, enfurecido.

Rose asintió con la cabeza y sus pendientes de azabache se sacudieron. Entonces cerré los ojos y vi sombras negras, sombras de fuego detrás de los párpados. Flotaba en la oscuridad, pero la pesadilla seguía y seguía. Casi no estaba consciente de que me estaban llevando, casi no oía las chillonas y entusiasmadas voces y el ruido de los portazos. Mientras la oscuridad se iba apoderando de mí, recé para que todo esto terminara. Recé y pedí estar muerta.

Él me estaba hablando. Era una voz atronadora. Abrí los ojos.

Estaba en una pequeña habitación en distintos tonos de rojo, sobre una enorme cama de bronce con una colcha de color rojo oscuro. En la pared de enfrente había un espejo con marco dorado. Vi mi pálido rostro, el cabello despeinado, el vestido arrugado. El talle estaba tan desarreglado que los pechos quedaban casi al descubierto. No estaba muerta. La pesadilla no había concluido. Él me estaba hablando, ahora con voz serena, y al volverme le vi de pie junto a la puerta. Aquellos ojos azules brillaban de un modo especial.

—… dentro de unos minutos —decía—. Me aseguraré de que sea un tipo fuerte, robusto, uno de esos brutos que trabajan en los muelles, tal vez. Estará encantado de descubrir una prostituta tan atractiva que espera satisfacer sus placeres. Si quieres puedes luchar contra él, querida. Tal vez le guste, aunque no creo que se comporte con demasiada suavidad. Que te diviertas, prostituta.

Yo al menos sí me divertiré. Dentro de un rato tal vez incluso suba para mirarte.

—Estás loco —murmuré con voz ronca.

Helmut hizo una mueca y rió con su sardónica risa. Luego salió de la habitación y cerró la puerta con llave. La cabeza me daba vueltas y sentía el violento aleteo de alas negras que amenazaban con abalanzarse sobre mí. Me incorporé y me froté el brazo. Punzadas de dolor lo atravesaban, pero no estaba roto.

Me dolían todos los músculos de la garganta. Pero a los pocos minutos logré levantarme de la cama y caminar con paso incierto hasta la mesa situada frente al espejo. Me serví un vaso de agua y lo bebí. La mano me temblaba violentamente. Dejé el vaso, cerré los ojos y me apoyé contra el borde de la mesa.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera controlar el pánico, aunque estaba lejos de sentirme tranquila. Comencé a buscar algún tipo de arma. Oí los pasos de un borracho en el pasillo. Luego una voz ronca que llamaba alegremente a alguien que estaba abajo. Después una llave que se introducía en la cerradura y la manija de la puerta empezó a moverse. Cogí el cántaro de agua y me apoyé contra la pared, tan lejos de la puerta como pude. La puerta se abrió. El hombre entró. Dio un ronco alarido de placer y cerró la puerta de un golpe.

—¡Ésta es mi noche de suerte! —rugió.

Se llevó el dedo índice a los labios y me indicó que permaneciera callada. Aquellos ojos azules me decían que continuara con la farsa. Sentí que cada uno de los huesos de mi cuerpo se derretía y comencé a caer lentamente, deslizándome por la pared mientras las alas negras me envolvían. Corrió hacia mí y me cogió antes de que llegara al suelo. Me rodeó con sus brazos y me abrazó, y sentí que flotaba dando vueltas y vueltas en la oscuridad. Oí roncos y angustiados sollozos y me preguntaba quién podría estar llorando de esa manera. Apoyó mi cabeza en su hombro y me acarició el cabello. Finalmente, aquella sensación de aturdimiento desapareció. Di un último sollozo y levanté la cabeza para mirarle a los ojos.

—Dios mío —murmuré—. Dios… Dios mío…

—No hables ahora. Ya todo está bien. Estoy aquí.

—No estoy soñando. Dime que no.

—No estás soñando —dijo con aquella voz ronca, amistosa—. Le vi cuando te traía aquí. Me imaginé lo que pasaba. Entré corriendo y oí que Rose decía que tenía una nueva y el que la quisiera tendría que pagar veinte libras.

—Jack…

—Yo no tenía tanto dinero. Uno de mis amigos estaba por subir con Tessie. Le obligué a que me prestara lo que me faltaba para las veinte. Le dije que le arrancaría todos sus sucios dientes de una patada si no me daba el dinero. Entonces bajó tu marido.

Quise abalanzarme sobre él y apretarle el cuello, pero pensé que sería mucho más sensato sacarte de aquí antes de matarle.

—Es… es como una pesadilla…

—Que ya pasó… que casi ha pasado. Hay una escalera de servicio. Te bajaré por allí y te llevaré donde yo vivo.

—Tengo que… no puedo quedarme en Natchez. Él… Helmut iba a…

—Hay un barco que sale a primera hora de la mañana. Yo mismo te llevaré a Nueva Orleans. No te preocupes por nada. Voy a sacarte de aquí y después voy a volver para matarle.

—Está loco. Está…

—No hables —dijo—. Deja de temblar. Jack Reed está aquí y ningún hombre va a ponerte un dedo encima mientras yo esté cerca. Y ahora vamos, sé valiente. ¿Me oyes?

Asentí con la cabeza. Jack me sostuvo entre sus brazos hasta que dejé de temblar. Entonces me dejó y caminó hasta la puerta.

La abrió con cuidado y miró de reojo hacia el pasillo. Cerró la puerta en seguida. Se oyeron pasos. Un hombre dijo algo en voz muy baja que no se entendió; una mujer rió a carcajada limpia.

Después de unos momentos Jack volvió a abrir la puerta; miró de nuevo hacia el pasillo y me hizo señas para que me acercara hasta la puerta.

—Tenemos que hacerlo rápido —dijo—, sin perder un segundo. En cualquier momento puede abrirse una de esas puertas. ¿Te animas?

Asentí con la cabeza. Jack me cogió la mano y corrimos por el pasillo. Luego bajamos por un oscuro y angosto tramo de escaleras. Cuando abrió una pesada puerta de madera, sentí que entraba el fresco aire de la noche y se llevaba el horrible olor del alcohol, el perfume barato, el sudor. Jack miró de reojo hacia el exterior y, cuando comprobó que no había peligro, me tiró de la mano y ambos salimos. Aún se oía la música. Aquellas voces chillonas y las risas se esparcían por la noche, pero aquí, en el fondo, había muy poca luz. Todas las casas estaban construidas a pocos metros de la escarpada colina que se elevaba precisamente detrás de ellas y formaban un callejón cubierto de basura.

Caminábamos con paso rápido frente a las casas. Un perro ladró. Jack levantó una piedra y la arrojó hacia el animal.

Seguimos corriendo. Tropecé y casi me caí. El corazón me latía con fuerza. Todavía me sentía aturdida y todo esto me parecía tan irreal, tan semejante a una pesadilla como aquel horrendo cuarto rojo y todo lo que había sucedido. Cuando la última casa quedó atrás, desviamos el rumbo para dirigirnos hacia el río. Después seguimos hacia los muelles. Natchez-bajo-el-monte había quedado atrás. Jadeaba, casi me había quedado sin aliento y Jack pensó que sería mejor no correr tanto. Miré hacia adelante. A la luz de la luna, vi los almacenes, las oscuras siluetas de los barcos y una luz amarilla que se movía mientras alguien caminaba por los muelles con un farol.

—Ya estamos llegando —me dijo Jack—. ¿Estás bien?

—Creo… creo que sí.

—Los muelles bullirán de actividad dentro de poco. El último barco de Nueva Orleans llegará dentro de menos de una hora. Es el que cogeremos por la mañana.

Íbamos caminando frente a los almacenes cuando oímos el carruaje que venía detrás de nosotros. Jack me soltó la mano. Me volví. El instinto me dijo quién era. No sé qué le habría pasado al cochero, pues el propio Helmut iba conduciendo. Su cabello rubio claro brillaba a la luz de la luna. Grité. Los caballos parecían dirigirse directamente hacia nosotros y luego retrocedieron. Los cascos de los caballos se agitaron en el aire. El carruaje casi volcó.

Helmut saltó de su asiento. Un espantoso rugido salió de su garganta, un inhumano bramido de furia. Se abalanzó sobre nosotros. La luz de la luna desfiguraba su rostro, el rostro de un loco. Jack me empujó hacia atrás, contra la pared del almacén, y Helmut se arrojó sobre él. Comenzaron una danza extraña, asesina, entrelazados, tambaleándose, dando vueltas, y finalmente cayeron al suelo para convertirse en un amasijo de brazos y piernas. Los caballos golpeaban los cascos contra el suelo y relinchaban espantados, y yo oía terribles gruñidos, los gemidos y el sonido de la carne golpeando contra la carne. Vi a los dos hombres rodar por el suelo en un claro iluminado por la luna, y luego siguieron rodando entre las sombras.

Casi no los veía. Las dos oscuras siluetas luchaban en la oscuridad. No sabía quién era quién. Uno salió despedido hacia un lado y el otro se agachó para levantar un trozo de madera que parecía un garrote y con él golpeó con fuerza el cráneo de su adversario. Se oyó el horrible ruido de algo que crujía, y el trozo de madera se partió en dos. El hombre que había sido golpeado cayó lentamente de rodillas y luego de cara al suelo. El otro se quedó allí de pie durante un largo rato, respirando agitado. Podía ver los movimientos de su pecho. Finalmente se volvió y caminó hacia donde la luz de la luna le iluminaba.

Jadeando, sin poder hablar, me miró con esos ojos azules enloquecidos. Sacudí la cabeza, sollozando asustada. Se esforzó por controlar la respiración. El pecho aún se elevaba y se contraía agitado; tenía los puños cerrados, los nudillos azulados. Por fin consiguió hablar. Su voz era un ronco gruñido.

—Fui a mirar. La habitación estaba vacía. Una de las prostitutas me dijo que os había visto correr hacia la escalera de servicio. Ella me dijo dónde vivía este hijo de perra…

—Le has matado —murmuré.

—Eso espero. Ahora te toca a ti…

Se me acercó lentamente, grité con todas mis fuerzas y luego me lancé hacia la oscuridad y corrí como no había corrido jamás.

Oía sus pasos resonar implacablemente detrás de mí, cada vez más cerca, más cerca. Entonces saltó y con ambos brazos me rodeó la cintura. Me eché hacia adelante y caí al suelo. Luces multicolores estallaron en mi cabeza como estrellas que se hacían añicos mientras me quedaba sin aliento y caía sin control en un estado de inconsciencia.

Cuando me desperté estaba en el sofá de la sala de recepción, en Roseclay. La cegadora luz de las velas me lastimó los ojos.

Gemí y traté de incorporarme. Pero sólo conseguí sumirme de nuevo en las sombras. Cuando por fin logré recobrar el conocimiento, percibí los dolores de mi lastimado cuerpo, de los huesos golpeados. Luminosas llamas doradas centelleaban cuando levanté los párpados, y me preguntaba por qué no estaba muerta a la vez que deseaba fervientemente estarlo. Hice un esfuerzo por incorporarme y luego me aparté el enredado cabello de la cara.

Tenía el vestido roto en varias partes y sucio.

Helmut estaba de pie frente al hogar de mármol gris, bebiendo.

Debía haber estado bebiendo durante un rato largo, pues la botella que estaba sobre la mesa junto al hogar estaba casi vacía y él se tambaleaba ligeramente. Se había sacado la chaqueta y el chaleco, y la camisa, humedecida por el sudor, comenzaba a salirse de la cintura de sus manchados pantalones grises. Tenía los ojos vidriosos y llenos de angustia.

Terminó un vaso de whisky y se sirvió otro. Se tambaleó un poco al hacerlo. Vació la botella y, malhumorado, la echó furioso al fuego. El violento estallido de la botella que se hacía añicos me hizo saltar. Debió verme de reojo, pues se volvió y me miró fijamente, pero no habló. Bebió el whisky sin apartar sus ojos de mí un solo instante. Me aferré al brazo del sofá y, apoyándome en él, me levanté. Me sorprendió comprobar que podía mantenerme en pie.

—Así que me has traído otra vez a Roseclay.

—No podía arriesgarme a que volvieras a escapar. Los hombres te ayudarían. Hombres como el que derribé. —Tenía la voz gruesa y unía las palabras al hablar—. No podía arriesgarme a eso. Te traje de vuelta. Voy a matarte.

Le miré a los ojos con mirada serena. Tenía una extraña sensación de indiferencia. Se llevó el vaso a los labios y bebió de un trago el resto del whisky.

—Ella se fue —dijo—. Después de todo lo que hice por ella. Ella lo era todo. La amaba. ¡La amaba! Meg se fue. Tú la ayudaste. Tú ayudaste a que me robaran lo único que me importaba en la vida. Nada tiene sentido ahora. Esta casa era para ella. Todo lo que hice era para ella. Meg, mi Meg…

Por un momento creí que iba a llorar. Miró fijamente la alfombra con ojos llenos de angustia que sólo veían el rostro amado, pero cuando levantó la cabeza la angustia había desaparecido. Su lugar había sido ocupado por una mirada de odio tan perversa que parecía crujir como fuego azul en sus ojos.

—¡Voy a matarte!

Me quedé quieta.

—Beber… antes quiero beber un poco más. Después… después será un gran placer…

Y comenzó a reír. Era una risa que provenía del fondo de su pecho, algo horrendo e inhumano. Se agitaba al hacerlo y comprendí que los últimos vestigios de cordura le estaban abandonando. La risa se fue apagando hasta convertirse en algo que casi no se oía y Helmut se abalanzó sobre el bar, que estaba frente a las ventanas. Volví la cabeza y le vi sacar violentamente una botella y tratar de abrirla. No pudo. Arrojó la botella al suelo y el whisky salpicó las cortinas que colgaban detrás del bar. Sacó otra botella y le rompió el cuello contra el borde de la mesa. Más whisky salpicó y cubrió las cortinas con manchas oscuras. Cogió un vaso y, mientras se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, lo llenó de whisky.

—Te voy a hacer suplicar —dijo—. Te voy a hacer rogar. Te voy a aplastar… a aplastar…

Dejó de hablar y me miró con aquella sonrisa perversa. La luz de las velas centelleaba y las llamas saltaban con un brillo dorado.

Extendí el brazo hasta el pesado candelabro de plata que estaba sobre la mesa, junto al sofá. Casi sin tener conciencia de lo que hacía, lo cogí por el pie y lo levanté. El brazo me dolía terriblemente por el peso cuando lo levanté en alto y lo arrojé hacia él. Fue a parar contra el cortinaje, a pocos centímetros de su cabeza, e hizo añicos la ventana que estaba detrás de él. Helmut gritó, sobresaltado, y de pronto la cortina fue presa de las llamas, una sólida masa de fuego incontrolado.

Saltó hacia un lado y dejó caer el vaso de whisky. Un trozo de tela en llamas cayó al piso sobre el whisky volcado y entonces también ardió la alfombra. Las llamas crujían y el humo se elevaba en espesas nubes negras. Retrocedió, con la boca entreabierta, y luego se volvió para mirarme. Los ojos comenzaron a brillarle. Volvió a reír mientras asentía con la cabeza. Tenía las manos apoyadas pesadamente sobre los muslos. Las llamas se iban propagando y devoraron una de las sillas. Serpientes de fuego se arrastraban por el suelo y subían por el respaldo del sofá.

—¡Perfecto! —gritó—. ¡Perfecto!

Corrió hacia mí. Retrocedí, pero tropecé contra la mesa y perdí el equilibrio. Los dedos de Helmut me rodearon la muñeca y arrastrándome me sacó de la habitación que ardía.

Traté de resistirme, de liberarme, pero él ni siquiera se dio cuenta. Seguía caminando, arrastrándome detrás de él. Aunque sentía el fuerte latido de mi corazón en los oídos, también me pareció oír que alguien golpeaba la puerta de entrada. Me pareció oír una voz enloquecida que gritaba mi nombre, y yo también grité cuando Helmut comenzó a subir por la escalera. Sus dedos me apretaban la muñeca como cadenas de hierro.

Con la mano que tenía libre me aferré a la barandilla. Me dio un violento tirón. Cuando mi mano se soltó fui a dar contra la pared. Me arrastró por los escalones y luego por el pasillo hasta mis habitaciones. Abrió con un golpe la puerta del dormitorio y me arrojó violentamente al interior. Caí de rodillas. Levanté los ojos y le vi de pie junto a la puerta con aquella demente sonrisa aún en los labios. Entonces dio un portazo y cerró con llave. Me levanté, me abalancé sobre la puerta y comencé a golpearla con los puños. Le oí reírse a carcajadas mientras se iba por el pasillo.

Pasaron algunos minutos y ya el miedo me había hecho perder la razón. Ahora percibía el olor del humo, oía el crujir de las llamas y sentía su calor. Roseclay ardía. El fuego se había propagado por toda la planta baja y en pocos minutos las llamas comenzarían a trepar por la escalera. Enloquecida, golpeé la puerta. No podía pensar con coherencia. El pánico me había invadido. Cuando el humo comenzó a penetrar por debajo de la puerta, retrocedí; las lágrimas rodaban por mis mejillas. Todo iba a terminar. No volvería a verle. Había vuelto a buscarme y yo no volvería a verle. Jamás sabría si…

—¡Marietta! —gritó.

Lo estaba imaginando, por supuesto. Tenía que ser mi imaginación. Oí su voz porque luchaba desesperadamente por oírla.

—¡Marietta! ¡Dónde estás!

—¡Derek! —grité—. ¡Derek!

Oí la llave en la cerradura. La puerta se abrió de golpe. Se abalanzó hacia mí, me levantó en sus brazos y corrió por el pasillo. No era más que un sueño, pensé. Sin embargo, veía la escalera con la barandilla en llamas, veía las nubes de humo y oía latir su corazón mientras sus brazos me rodeaban con más fuerza. Comenzó a bajar por la escalera, sin apartarse de la pared para mantenerse alejado de las llamas que crujían. Yo tosía, y él también. Mientras corría hacia la puerta abierta, la pared en llamas comenzó a inclinarse sobre nosotros. Se inclinó más y más y se desmoronó en el preciso instante en que Derek dejaba atrás el umbral de la puerta y salía a la galería.

Bajó los escalones, cruzó el césped y me alejó del humo y las llamas. A lo lejos vi un carruaje en el sendero y dos hombres de pie junto a él. Uno de ellos tenía la cabeza vendada. Derek siguió caminando y finalmente me dejó bajo los árboles en la pendiente que estaba más allá del jardín. Las llamas escapaban por las ventanas de la mansión que había quedado atrás. El techo estaba ardiendo. Un salvaje brillo anaranjado que parecía quemar el cielo iluminaba la noche oscura. Volví la cabeza para mirar a Derek, que estaba arrodillado a mi lado.

—Eres… eres tú. Has vuelto.

—He vuelto —dijo.

Sus brazos me rodearon y me recosté contra él. Cerré los ojos y apoyé mi cabeza en su hombro. Roseclay estaba en llamas y Derek estaba abrazado a mí. Si todo esto era un sueño, mi último sueño antes de morir, entonces moriría feliz.