XXVII

La carta llegó a la tarde siguiente. Sucia, arrugada, con la tinta desteñida, venía desde Gales. Me parecía un milagro que me hubiera llegado, pues estaba dirigida simplemente a «Marietta Danver, Natchez». La habían escrito hacía meses, y me preguntaba por cuántas manos habría pasado antes de llegar finalmente a las mías. El capitán del barco que la había traído a Nueva Orleans la había entregado a otro capitán que partía para Natchez, y éste se la había dado a un hombre que, afortunadamente, recordaba que Marietta Danver se había convertido en la esposa de Helmut Schnieder.

Me sentí aliviada de que Helmut no estuviera cuando el hombre trajo la estropeada y desteñida carta a Roseclay. Habría habido demasiadas preguntas. Llevé la carta a la pequeña sala de estar de abajo, me senté en el sofá y la abrí con dedos temblorosos. Estaba escrita con letra clara pero infantil, llena de errores gramaticales y faltas de ortografía. Llevaba una gran carga de vitalidad y parecía encendida con la personalidad de Angie.

La aldea, me informó, era triste, triste, triste; todo era pardo, gris y negro. Los parientes de Kyle también eran tristes, tan serios y taciturnos que parecía que pasaran la mayor parte del tiempo mirando tumbas abiertas. A pesar de todo, estaba dispuesta a soportarlo, y había transformado por completo la húmeda y deprimente casucha en la que se habían instalado. Lo había hecho pintar todo de blanco, había colgado cortinas rojas en las ventanas, y ollas de cobre sobre el hogar. Había encerado los opacos pisos de madera hasta hacerlos brillar como el oro. Se había vuelto bastante casera e incluso estaba aprendiendo a cocinar.

En lugar de competir con el propietario de aquel solitario bar de la aldea, Kyle sencillamente había optado por comprarle el establecimiento, y Angie se había horrorizado al verlo. Estaba tan oscuro que hasta se podían cultivar hongos, y el olor era increíble. Habían tardado todo un mes en limpiarlo, pintarlo y dejarlo reluciente. Habían ampliado el hogar, abierto nuevas ventanas y colocado un largo mostrador de bronce en el bar. Los parientes de Kyle se habían mostrado indignados cuando les dijo que ella misma quería atenderlo, y más indignados aún cuando vieron qué tipo de vestidos llevaba. Alguien tenía que darle vida al lugar, insistía ella, pues Kyle seguía silencioso y severo y rara vez esbozaba una sonrisa.

Pero a pesar de eso, era tan generoso, tan sorprendentemente considerado… y, según lo que ella confesaba, algo increíble en la cama. Gales podía ser un lugar desolado, lleno de páramos azotados por el viento, con fuertes lluvias, pero Angie jamás había soñado siquiera que podía llegar a ser tan feliz. Me deseaba que yo también fuera feliz, si no lo era ya. Se interesaba por mi taller, me rogaba que la escribiera y, al terminar, decía que tal vez me gustaría ver el recorte que me enviaba. Lo había encontrado en un periódico londinense.

Cogí el sobre y lo sacudí. El amarillento recorte me cayó sobre la falda. Era la reseña de un caso que había conmovido todo Londres, que implicaba codicia, fraude, adulterio y a una de las más distinguidas familias de la aristocracia. Al leer el papel temblé con emociones que creía ya sepultadas. Derek había por fin ganado su caso. Había sido declarado heredero legítimo de su padre y propietario legal del título y las tierras de las que su tío se había adueñado. Ahora era lord Derek Hawke, y la casa Hawke le pertenecía, junto con todos los arrendamientos anuales.

Guardé la carta y el recorte en el sobre, y éste en el bolsillo de mi falda. Seguramente ahora sería feliz. Tenía su título, la vieja y majestuosa mansión isabelina, e innumerables granjas arrendadas. No me cabía la menor duda de que pronto también iba a tener una esposa. Una mujer fría y distinguida, con un pasado intachable, que sería todo lo que yo no era. Angie había escrito la carta hacía meses. Tal vez ya se hubiera casado. Dolorosas emociones iban creciendo dentro de mí, y me sorprendió comprobar que las lágrimas habían humedecido mis ojos. Los sequé. No iba a pensar en eso. No.

Después de subir a mi habitación y guardar la carta en la mesa, comencé a buscar a Meg. Tenía que hablar con alguien. Tenía que estar con alguien. Todos esos sentimientos que durante tanto tiempo habían estado encerrados trataban ahora de liberarse, y yo sabía que, si lo permitía, acabarían por aplastarme. Aquella dura muralla que había constituido a mi alrededor amenazaba con desmoronarse. Tenía que luchar contra el torrente de emociones que iba creciendo dentro de mí, que se iba haciendo cada vez más impetuoso, listo ya para aplastarme y arrastrar con él todas mis defensas. Hablaría con Meg, fuera cual fuese su estado de ánimo. No tenía el valor de quedarme sola. Hablaríamos de libros, de ropa, hablaríamos de cualquier cosa… cualquier cosa que hiciera que mi mente dejara de pensar en ese cabello oscuro, despeinado, en aquellos fríos ojos grises, en sus rasgos tan perfectos…

Llamé a la puerta de su dormitorio. Como no obtuve respuesta, abrí la puerta y vi que la habitación estaba vacía. Tal vez estuviera abajo, en la biblioteca. Fui, pero no estaba. La biblioteca también estaba vacía. Caminé rápidamente por toda la casa buscándola, pero no pude encontrarla en ninguna parte. Sin perder tiempo, salí y corrí por el sendero que llevaba a los jardines. Entonces la vi. Volvía hacia la casa. Cuando la llamé, Meg se detuvo y pareció retroceder unos pasos. Al acercarme vi su rostro pálido, las mejillas surcadas por las lágrimas; vi que los hombros le temblaban.

Ya no pude pensar en mis propios problemas, pues parecía que Meg estaba a punto de desmayarse en cualquier momento.

Cuando por fin llegué hasta ella, le cogí la mano. No trató de resistirse. En sus ojos se reflejaba una tremenda angustia.

—Meg, ¿qué pasa?

No respondió. Parecía no haber oído.

—Ha pasado algo. Estás pálida como la muerte. Estás temblando. ¿Qué pasa?

Sacudió la cabeza e hizo un terrible esfuerzo por liberar su mano.

—Déjame que te ayude —dije.

—Nadie puede ayudarme. —Su voz era apenas un susurro.

—Ven. Entremos.

—Déjame sola. Por favor… por favor, déjame sola.

—Me g…

Me miró con sus enormes ojos azules llenos de dolor. Las lágrimas surcaban sus mejillas; aquellos pálidos labios rosados estaban temblando. Comprendí que estaba pasando por un fuerte estado emocional, que no podía hablar con coherencia, y que tenía que llevarla otra vez a la casa. Mientras la conducía por el sendero, caminaba como alguien que está hipnotizado.

Una vez en el interior la llevé a la pequeña sala de recepciones y la hice sentar en el sofá.

Le serví una copa de coñac y la obligué a tomarlo. Lo miraba fijamente como si no supiera qué podía ser.

—Bebe, Meg —dije.

Obedeció. Quité la copa vacía de sus manos y la apoyé sobre la mesa. Ella seguía con las manos muy juntas sobre la falda, mirándoselas, como si pertenecieran a otro. Las ventanas detrás del sofá estaban abiertas. Las largas cortinas se agitaban con la brisa.

—¿Te sientes mejor? —pregunté.

—Supongo que sí —dijo.

La angustia de sus ojos había dado paso a una dura resignación que quizás era aún peor. Me miró y vi que al menos había conseguido tranquilizarse un poco. Aún tenía las mejillas pálidas y las manos apretadas y juntas sobre la falda, pero, cuando habló, en su voz no había más que un ligero temblor.

—Se va —dijo—. Discutimos. Dijo que debíamos casarnos en seguida. Le dije que era imposible. Quiso saber por qué, y no pude explicárselo.

—¿Hablas de James?

—Estaba esperando en el bosque, detrás del mirador, como decía en la carta. No quería verle, pero sabía que tenía que ir. Sabía que tenía que haberle dicho que se fuera antes… antes de que algo terrible sucediera.

—Pero… Meg. No entiendo.

—Tú trajiste la carta. Me pedía que nos viéramos. Fui.

—Pero…

—Decía que me estaría esperando a las dos de la tarde, que estaría allí cada día hasta… hasta que yo fuera. No fui… no tuve el valor de encontrarme con él ayer, pero hoy… sabía que esto debía llegar a su fin. Sabía que tenía que decirle que se fuera.

—¿Es que no le habías visto antes?

—Esta tarde fue la primera vez que lo he visto después de cuatro años.

De pronto me sentí muy débil. Me invadió una fría ola de horror y traté de convencerme de que no podía ser. Yo debía estar equivocada. Fui hasta la mesa, cogí una copa, una botella, y me serví un coñac. Me temblaban las manos. Meg siguió hablando, con serenidad, pero su voz parecía provenir de muy lejos.

—Estaba en el bosque, esperando como decía en la carta. Me cogió en sus brazos. «Por fin», dijo, y pensé que iba a estallar en lágrimas de alegría. No dejé que me besara. Me ama… todavía. Después de cuatro años me ama como nunca, tal vez más. Dijo que debíamos casarnos en seguida, que debíamos escaparnos inmediatamente y…

Bebí mi copa de coñac. Ahora el rompecabezas estaba completo, y comprendí lo que debía haber adivinado desde el principio.

Ya sabía por qué Helmut se había casado conmigo. A Helmut le importaba un comino lo que pensara la gente, pero había ciertos tabúes que ni siquiera él se atrevía a revelar públicamente. Fui hasta la ventana y miré hacia el exterior. Aparté la cortina con la mano y fijé la mirada en ese césped inundado de sol. Él necesitaba una esposa como… como una cortina de humo. Si tenía una esposa, si se pavoneaba con ella delante de la gente, nadie iba a sospechar jamás… Dejé que la cortina volviera a su lugar, cerré los ojos y traté de luchar contra ese horror que parecía gritar dentro de mí.

—James me preguntó si le amaba —siguió diciendo Meg—. Le mentí. Le dije que no. Le dije que… que había sido sólo un capricho de juventud. Le dije que era un tonto si pensaba que… que después de cuatro años yo aún podía sentir algo. Fue como si le hubiese dado un golpe. El rostro se le puso lívido. Me cogió los brazos y dijo que le estaba mintiendo. Yo sólo le miré con frialdad, y le hice daño. Sabía que no podía permitir que él…

—¿Le amas aún? —pregunté. No había ninguna emoción en mi voz.

—Le amo con todo mi corazón.

Fui hasta la mesa para servirme otra copa de coñac, pero después de haberlo servido dejé la copa. No iba a ayudarme. Me volví para mirar a Meg otra vez. Parecía tranquila, aunque las lágrimas volvían a rodar por sus mejillas. Parecía no darse cuenta de que estaba llorando.

—Dijo que ya no tenía motivos para quedarse en Natchez. Dijo que no podía vivir en la misma ciudad que yo, sabiendo lo que yo sentía. Volvería a Nueva Orleans. Dijo… dijo que iba a preparar sus maletas en seguida y que tomaría el primer barco por la mañana. Le dije que es lo mejor que podía hacer. Le deseé suerte. Sentí… sentí que me moría por dentro.

—Debes ir con él.

—Daría cualquier cosa si eso fuera posible.

—¿Y por qué no lo es?

—No puedo hablar de eso —murmuró.

—Lo sé, Meg.

Levantó los ojos, y al ver la expresión de mi rostro se echó hacia atrás, contra los almohadones. Se puso aún más pálida.

—Anoche bajé a la biblioteca para buscar un libro. Cuando subía la escalera, me pareció oír a alguien en el pasillo de arriba. —Hablaba con la misma serenidad con que podría hablar del tiempo—. Cuando llegué arriba vi que un hombre se metía en tu habitación. Pensé que era James. Supuse que le habías dejado la puerta abierta, que había subido mientras yo estaba buscando un libro.

—Lo sabes —murmuró.

—Era Helmut, ¿verdad?

Meg se mordió los labios. Asintió con la cabeza. Las lágrimas seguían marcando pequeños surcos en sus mejillas.

—¿Desde cuándo, Meg?

Permaneció unos momentos en silencio y clavó los ojos en el hogar de mármol gris, sin verlo. Veía otra cosa, una escena terrible que había quedado grabada en su recuerdo. Al hablar le temblaba la voz.

—Desde… desde que tenía catorce años.

—No… no fue por tu propia voluntad…

—Me tomó por la fuerza la primera vez, y… y nunca tuve la fuerza suficiente para resistirme. Quise… quise matarme desde… desde que empezó, pero… pero nunca tuve valor para hacerlo.

—¿Cómo pudo? ¿Cómo pudo?

—Me ama —dijo—. Debes comprenderlo. Soy la única persona en el mundo que le importa. Sólo quedamos nosotros dos. Mi madre murió cuando nací, y cuando tenía ocho años a mi padre le quitaron todas las propiedades. Le dio un ataque al corazón y murió. Helmut y yo tuvimos que salir de Alemania. Mi padre había ofendido a alguien muy importante, un miembro de la familia real… por un asunto de política. No conozco todos los detalles. Helmut tenía veinticuatro años. Había dicho algunas cosas peligrosas e iban a arrestarle. Habían tomado la casa y todo lo que había en ella, pero él logró entrar y coger todas las joyas de mi madre. Huimos. Logramos salir del país. Vendió las joyas en Francia. Eso fue el comienzo de su fortuna.

Se interrumpió, y aquellos enormes ojos azules me suplicaron comprensión.

—Me… cuidó tanto… Me lo dio todo. Vinimos a América y empezó a comprar tierras y a hacer negocios, y decía que todo lo hacía por mí. Mi padre había sido barón, y habíamos vivido en la opulencia. Helmut me prometió que volveríamos a vivir de esa manera, y… y cumplió la promesa. Todo lo que hizo, lo hizo porque me ama, y lo… lo otro… eso también es porque me ama. Nunca quise que fuera de esa manera, pero… pero nunca tuve la fuerza para… —Dejó la frase sin terminar y contuvo un sollozo.

—Te entiendo, Meg —dije con voz serena.

—Pensé… esperé… cuando recibí la carta en que me decía que se había casado, tuve la esperanza de que eso significara que ya no… que eso había terminado. Estaba equivocada. Se casó contigo porque no quería que la gente sospechara la verdad.

De nuevo hubo un silencio, y se quedó mirándose las manos.

Las lágrimas se iban secando sobre sus mejillas. Cuando siguió hablando tenía la voz más tranquila, pero no levantó los ojos.

—Cuando volví, traté de rechazarle. Siempre cerraba con llave la puerta de mi dormitorio. Le dije… le dije que todo había terminado, y entonces… entonces empezó a tratar de convencerme. Tuve que entregarme. Tenía que permitírselo o… o matarme. Ojalá lo hubiera hecho. Ojalá me hubiese matado hace mucho tiempo.

—Debes ir con James, Meg.

—No puedo.

—Helmut no podrá hacer nada, y menos aún si te vas de Natchez.

—No puedo —repitió.

—Le amas. Te ama.

—Estoy… estoy manchada. Jamás podría casarme con él, no después de lo que…

—No tiene por qué saberlo.

—Se daría cuenta de que no soy pura. Se daría cuenta la primera vez que…

—No necesariamente. Podrías decirle que tuviste… un accidente. Un accidente al montar un caballo en la escuela, en Alemania. Eso explicaría el hecho de que no sangraras. En cuanto a lo otro, sólo tendrías que actuar con un poco de astucia.

—Helmut jamás me dejaría ir.

—Helmut no tiene por qué enterarse de nada hasta después de que te hayas ido. Debes hacerlo, Meg.

Trataba de que mis palabras tuvieran un tono tranquilo, decidido. Estaba agitada hasta la última fibra, pero sabía que tenía que resistir, tenía que contener el horror que amenazaba con apoderarse de mí y dejarme sin recursos. Ya no podía quedarme en Roseclay después de lo que había sabido, pero ya pensaría en mi situación más adelante. Antes debía ayudar a esta pobre muchacha a la que habían arrastrado hasta el borde de la locura. Casi podía ver cómo nacía en ella una luz de esperanza mientras me miraba con esos ojos llenos de miedo e indecisión.

—¿Me ayudarías?

Asentí con la cabeza mientras miraba el reloj.

—Son poco más de las tres. Helmut no regresará hasta después de las seis. Le diré a uno de los mozos que me ensille un caballo. Iré hasta la plantación de Kirkwood y hablaré con James.

—No va a quererme. Y menos después de haberle dicho que se fuera.

—¡No seas absurda! —dije bruscamente—. Le diré que te espere en el mirador a la una de la mañana. Estará allí. Os iréis juntos esta noche.

—Si Helmut se…

—¡No pienses en Helmut! —Le hablaba con voz severa—. Piensa en James. Piensa en tu amor por él y en el que siente él por ti. Os iréis juntos. Os casaréis.

—Pero James no tiene dinero. Y yo tampoco. ¿Cómo viviremos? ¿Cómo?

—Yo me encargaré de eso.

Meg se puso de pie, frágil, nerviosa. Los labios le temblaban.

Tenía mucho miedo, pero la luz de la esperanza asomaba en sus ojos. Me miró por un momento, luego sollozó, corrió hacia mí y se arrojó a mis brazos. La abracé con fuerza mientras temblaba agitada por el llanto. Sentía una tremenda pena por esta muchacha que había sido engañada tan brutalmente; le acaricié el cabello y traté de consolarla. Cuando los sollozos comenzaron a calmarse, la aparté de mí y la miré a los ojos.

—Debes ser fuerte, Meg. Debes ser fuerte.

—Helmut esperará que baje a cenar. No podría enfrentarme con él. Se… se daría cuenta en seguida. No podría esconder…

—No tienes por qué volver a mirarle a la cara —dije con firmeza—. Ve a tu habitación y prepara algunas cosas, y quédate allí hasta que yo vaya a buscarte. Diré a Helmut que te dolía la cabeza y que te has acostado temprano. Tal vez quiera subir a tu habitación para comprobar si es cierto, pero… ya encontraré alguna manera de impedirlo. No te preocupes. Hazlo todo tal como te digo.

Meg asintió con la cabeza, y de nuevo estuvo apunto de llorar.

La llevé a su cuarto y la dejé allí para que cogiera sus cosas. Diez minutos después iba ya por el camino que bordeaba el río, montada en un hermoso caballo gris, con las faldas recogidas hasta la rodilla y el cabello al viento. Cualquiera que me hubiese visto se habría horrorizado, pero eso no podía importarme en este momento, y no había tenido tiempo de atar el caballo a un carruaje. Hundía las rodillas en los flancos del animal para que acelerara el paso y corría locamente por debajo de los robles, a través de campos de algodón, por pendientes cubiertas de flores amarillas y anaranjadas. El polvo se arremolinaba detrás de mí y formaba delgadas nubes grises. El viento me cortaba la cara. La velocidad y el movimiento eran una maravillosa descarga, una válvula de escape para todas esas emociones que estaba decidida a contener durante todo el tiempo que fuera posible.

La plantación de Kirkwood era muy grande. La casa, una vieja y desvencijada construcción de dos pisos a la que le hacía falta una mano de pintura, estaba rodeada de gigantescos robles.

Había gallinas sueltas en la entrada, picoteando la hierba.

Chillaron furiosas y agitaron las alas cuando pasé a toda velocidad frente a la casa y seguí hacia las habitaciones de atrás. Una mujer gorda y negra con un desteñido vestido azul y pañuelo rojo en la cabeza colgaba ropa en las cuerdas que había más allá de las habitaciones de los esclavos. Desmonté, até las riendas a un poste y pregunté a la mujer dónde podría encontrar a James Norman. No se sorprendió en absoluto por hallarse frente a una desgreñada mujer blanca, con la ropa arrugada por el viento, que preguntaba por un joven capataz. Sacó del enorme cesto marrón otra prenda húmeda, la colocó sobre la cuerda y señaló hacia una pequeña casucha sin pintar, al borde de los campos.

Un perro peludo, entre amarronado y rojizo, que dormía en la galería de la entrada se movió perezosamente cuando llamé a la puerta. Norman abrió casi al instante. Tenía el rostro pálido y sus ojos oscuros estaban encendidos por la emoción. Malhumorado, me preguntó qué quería, y parecía como si quisiera estrangularme.

—Tengo que hablar con usted —dije.

—¡La mujer que amo acaba de decirme que soy un tonto por amarla! Acabo de abandonar mi trabajo. Me voy de Natchez mañana a primera hora. No tengo tiempo para charlar, señora Schnieder.

—¿Puedo pasar?

—¡Está bien! —exclamó con voz de trueno.

Me hizo pasar, y luego, como si yo no estuviera allí, comenzó a sacar ropa de una cómoda para colocarla en una enorme y vieja maleta que estaba abierta sobre la cama. Pequeños trozos de un cántaro azul, roto, brillaban en medio de un charco de agua en el suelo de madera. Entre ellos, desparramadas, algunas flores rojas ya marchitas. Tuve la sensación de que hacía sólo un momento había arrojado ese cántaro contra la pared. Mientras amontonaba la ropa dentro de la maleta, me miró con gesto malhumorado.

—Se irá con usted —dije.

—¿De qué está hablando?

—Meg irá a Nueva Orleans con usted.

—¡Me odia! Me dijo que…

—¡Puede callarse un momento y escucharme!

James me miró fijamente, con los labios separados y los ojos llenos de confusión, y luego aquellos ardientes fuegos de emoción se apagaron de repente. Parecía cansado, muy cansado.

Volvió a ir a la cómoda, y lentamente sacó un montón de camisas.

—Me ha echado —dijo—. Ha dejado bien claro que no quería volver a verme. Me voy. Es lo único que puedo hacer. No puedo quedarme en Natchez. He estado esperando durante cuatro años y ahora…

—Tenía razones para echarle. Tenía miedo de su hermano y de lo que él pudiera hacer. Pero comprende que no puede vivir sin usted. Ha llorado y llorado, y luego… luego me ha rogado que la ayudara, me ha rogado que viniera a verle.

—¿Por qué no ha venido…?

Le interrumpí antes de que pudiera terminar la frase.

—Helmut le dijo que si trataba de verle, él mismo le castigaría. Es por eso que le ha mentido esta tarde, y es por eso que le ha echado. Ha tenido miedo por usted. Pensaba que así le… protegía.

Sus ojos se encendieron otra vez con la furia.

—¡Yo no le tengo miedo a él! No puede dar órdenes…

—Pero Meg sí le tiene miedo. Eso es lo importante. La he hecho entrar en razón. Le he dicho que los dos podían escapar, irse a Nueva Orleans a primera hora de la mañana.

—Tendríamos que poder casarnos libre y abiertamente. Tendríamos que poder vivir aquí en Natchez, para que yo pudiera seguir trabajando…

Estaba exasperada, y al ver la expresión de mi rostro, James dejó la frase sin terminar.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó.

—Quiero que esté en el mirador esta noche a la una. Yo saldré con Meg. Todo… todo debe hacerse en secreto. Helmut no debe enterarse hasta que ambos estén a salvo en el barco.

Asintió cortésmente con la cabeza, y le dije que yo debía volver en seguida. Salió conmigo. El perro golpeó la cola contra los tablones de la galería. Me detuve en el escalón y miré a James con ojos serios.

—Una última cosa —dije—. No debe hacerle preguntas. Todo esto ha sido muy duro para ella y… y no ha estado muy bien. Sólo debe preocuparse por hacerla feliz. Hágale olvidar el pasado. El futuro de ustedes dos, juntos, es lo que importa. Nunca… nunca más le hable de su hermano.

—Entiendo —replicó con voz serena.

No entendía, por supuesto, pero estaba segura de que iba a seguir mi consejo. Me despedí y volví a Roseclay. Dejé el caballo en el establo y subí, cansada, a mi habitación. Pedí a Lelia que me preparara un baño, y me sumergí en el agua caliente y perfumada durante un largo rato. Esperaba que eso me tranquilizara. Pero no. Estaba tensa y nerviosa mientras me peinaba, pues sabía que aún no había pasado lo peor. Debía mostrarme fría y serena durante la cena. No debía permitir que Helmut tuviera ninguna sospecha.

Me vestí con mucho esmero y elegí un vestido de brocado color amarillo oscuro con flores bordadas en hilo dorado. Era magnífico, como para lucir en una ocasión mucho más importante, pero esta noche quería deslumbrarle, distraerle, y este vestido me hacía sentir segura. Eran casi las ocho cuando bajé la escalera, tensa aún, pidiendo a Dios que me ayudara a ocultárselo.

Helmut estaba esperando en la sala de recepción, ya de mal humor porque Meg y yo no habíamos bajado antes. Sonreí, me disculpé por la tardanza y le expliqué que había tenido problemas para arreglarme el cabello. Helmut hizo una mueca y se negó a que tratara de calmarle. Con toda naturalidad agregué que esta noche sólo seríamos nosotros dos, pues a Meg le dolía la cabeza y ya se había acostado.

—¿No va a venir a cenar con nosotros?

—Creo que está demasiado cansada —respondí—. Estuvimos toda la tarde trabajando en un vestido. Sabe que los Holburn nos han invitado a cenar a los tres el próximo jueves. Pero para ese día aún no va a tener la ropa nueva; por eso me pidió que le ayudara a rehacer uno de los que ya tenía.

Eso pareció complacerle.

—¿Ha hablado de los Holburn?

—Ha dicho que tú habías insistido en que ella viniera con nosotros, y, como tenía que ir, quería estar bonita. «No quiero que Helmut se avergüence de mí», fue lo que ha dicho, creo. El vestido va a quedar bastante bonito. Es de seda color celeste. Le subimos el dobladillo y le recortamos…

—No me cuentes los detalles —dijo mientras me llevaba al comedor—. Me alegro de que se esté interesando por las cosas. Supongo que le hará bien descansar una noche.

—Está ansiosa por terminar el vestido. Tal vez lo terminemos mañana.

Helmut se mostró tolerante, casi cordial durante toda la cena.

Escuchó mi charla con altiva condescendencia, y evitó su sarcasmo habitual. Estaba nerviosa y seguía hablando. Esperaba así disimular mi nerviosismo. No podía dejar que hubiera un minuto de silencio, y cuando ya mi charla se estaba acabando, comencé a acosarle con preguntas sobre sus diversas empresas.

Con sutileza, halagaba su ego, fingiendo que todo me asombraba. Arqueó una ceja, y parecía divertido.

—Si no estuviera seguro de lo contrario, querida, pensaría que estás tratando de seducirme. Has bajado con un hermoso vestido, perfumada, radiante, sonriendo. Hablas de la manera más encantadora, y me miras con ojos que de repente están llenos de admiración.

—Sólo trataba de ser amistosa.

Helmut hizo una mueca.

—Sospecho que empiezas a notar que te falta algo.

—¿Que me falta algo?

—Quieres un hombre, querida. Es evidente. Hace ya bastante, ¿verdad? Debemos hacer algo al respecto.

—Si… si quieres…

Rió entre dientes, complacido.

—Me siento halagado, Marietta. Mi fría y altanera esposa ha decidido por fin ser más cariñosa conmigo. ¿Quieres que vaya a tu habitación? ¿Quieres que te haga revolcar un rato en la cama?

Clavé la mirada en el plato y traté de no temblar.

—Lamento decepcionarte, querida —siguió diciendo—. Aprecio tu esfuerzo, pero, como ya te dije una vez, no me atraes en ese sentido. Sin embargo, tengo que conseguirte un amante, y pronto. No quisiera que sufrieras indebidamente.

Hice todo lo que pude por parecer decepcionada. Helmut se sentía muy contento consigo mismo, como después de haber conseguido una pequeña victoria. Aún estaba comunicativo, jactancioso, cuando salimos del comedor, y logré que mi voz pareciera ligeramente triste.

—¿Qué vas a hacer esta noche? —pregunté.

—Ya que Meg no se siente bien y tú ya has utilizado todos tus encantos, supongo que me dedicaré un poco a mis papeles. He de revisar varias cuentas. Después de mirarlas, tal vez yo también me acueste temprano.

Esperaba que no pensara ir a la habitación de Meg. Lo que le había dicho parecía haberle convencido de que realmente necesitaba descansar y de que no fingía estar enferma, como había hecho otras veces. Sentí una ola de alivio. Ahora sólo me faltaba pensar en una cosa. James y Meg iban a necesitar dinero. Yo no tenía mucho, pero sí tenía el collar y los pendientes de diamantes y esmeraldas que me había dado Helmut. Aunque era un «regalo», él los guardaba en la caja fuerte de su despacho, y sólo los sacaba para aquellas ocasiones en que estimaba conveniente que yo los usara. Tenía que conseguirlos, y sabía que me iba a resultar imposible forzar la cerradura de la caja.

—Creo que iré a mirar un poco mi vestuario y elegir algo para ponerme la semana que viene cuando vayamos a cenar a casa de los Holburn —dije con absoluta naturalidad—. Había pensado en el de terciopelo azul, pero Meg irá de azul… —vacilé—. Supongo que querrás que lleve el collar y los pendientes.

—Por supuesto. La señora Holburn estará envuelta en joyas… todas imitaciones, sin duda.

—Entonces los necesito esta noche —dije—. Quiero asegurarme de que quedan bien con lo que elija para ponerme. Si los sacas de la caja fuerte, te los devolveré por la mañana.

Le pareció bastante razonable. Asintió con la cabeza, salió pausadamente de la habitación y a los pocos minutos volvió con el largo estuche de cuero en el que estaban el collar y los pendientes. Lo cogí, sorprendida de que todo hubiese resultado tan fácil.

—Ten cuidado —dijo—. Valen una fortuna.

—No te preocupes, Helmut.

—Estoy muy contento contigo últimamente —observó—. Y me siento sumamente satisfecho con nuestro convenio. Si sigues así, podría llegar a comprarte alguna otra baratija. Tu hermoso cuello se vería muy atractivo adornado con varias hileras de perlas, o tal vez un collar de rubíes. Tu buen comportamiento será recompensado.

—Me alegro de que estés contento.

—Ahora debo ir a trabajar. Te veré por la mañana, Marietta.

Cuando por fin volví a mi habitación, estaba exhausta y creí que los nervios me iban a estallar por los momentos de tensión que había pasado. Eran más de las nueve. Todavía faltaban casi cuatro horas. Caminaba de un lado a otro, inquieta, sin poder tranquilizarme. Traté de leer. No podía. Como no podía dejar de pensar en el enloquecido furor de Helmut aquella tarde cuando nos encontramos con James, no podía olvidar la forma en que había tomado el látigo, cómo lo había levantado con ojos asesinos. Cuando descubriese que Meg se había ido… Traté de contener el miedo que iba creciendo dentro de mí.

No había razón para tener miedo, me dije a mí misma. No se atrevería a golpearme. Lo que yo sabía era un arma muy poderosa. No iba a arriesgarse a que la usara contra él. Había leyes que prohibían el incesto, y si yo dijera a las autoridades lo que había estado sucediendo en Roseclay, Helmut iría a la cárcel.

Yo tenía todos los ases de la baraja y podía jugarlos con crueldad.

Exigiría que se anulara nuestro matrimonio. Eso no sería difícil de obtener si compraba a cierta gente. Y también exigiría una enorme cantidad de dinero. No sería agradable, pero no se atrevería a negarse a mis exigencias. Me iría de Natchez como una mujer libre y jamás volvería a verle.

Pero antes debía ayudar a escapar a Meg. Miré de nuevo el reloj. Las diez y media. Faltaban dos horas y media. Abrí el estuche de cuero y saqué el collar y los pendientes. Las esmeraldas centelleaban con intensos resplandores de fuego verde. Los diamantes brillaban con luces plateadas, doradas, con vida propia, hermosos, cada piedra finamente engarzada. Con el dinero que obtuviesen de la venta de estas piedras, Meg y James podrían ir donde quisieran, empezar otra vez, juntos. ¡Qué afortunada era ella al tener alguien que la amara con tanta pasión, con tanto ardor! Volví a poner las piedras en el estuche, y a los pocos minutos oí que Helmut subía a su habitación.

Mientras esperaba, nerviosa, las agujas del reloj parecían arrastrarse. Si yo estaba tensa y nerviosa, Meg debía estarlo aún más, pero al menos ella estaría pronto junto al hombre que amaba. Había algo que la impulsaba. Yo no tenía nada. Nada.

Pero no, no iba a empezar a lamentarme. Y menos ahora. Había decidido este matrimonio con los ojos bien abiertos. Yo misma lo había provocado todo deliberadamente. Era casi… casi como si hubiera querido castigarme por la muerte de Jeff. Pensé que me había casado con Helmut por su dinero, pero tal vez hubiera habido otra razón de la que no fui consciente en su momento.

A las doce y media apagué todas las luces y abrí la puerta que daba al corredor. Me quedé allí, de pie, escuchando. Roseclay estaba en silencio. Jamás me había parecido tan fría y enorme.

Odiaba esta casa. La había odiado siempre aunque no lo quisiese admitir. Roseclay había sido construida con malos propósitos, y a pesar de toda su belleza, parecía maldita. Jamás alguien podría ser feliz entre estas paredes tan frías. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me quedé esperando unos minutos más, y luego comencé a caminar por el corredor. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, pero a pesar de todo apenas podía ver a más de dos metros. Sólo algunos rayos de luna se filtraban por la ventana situada al final del pasillo.

Cuando estuve cerca de la puerta del dormitorio de Helmut, contuve la respiración y caminé de puntillas. Se oía el crujido de la falda de mi vestido de brocado amarillo, y ese ligero sonido parecía un tremendo ruido en medio de la silenciosa tensión. Por fin, al llegar a la puerta de la habitación de Meg llamé suavemente.

Abrió en seguida. La luz de la luna era suficiente para alcanzar a ver su esbelta figura y su pálido rostro. Vi que llevaba un pequeño bolso. Meg salió al pasillo y cerró la puerta. Temblaba.

—¿Todo está bien? —murmuró.

—Helmut está durmiendo. Sólo tenemos que bajar y salir.

James estará esperando en el mirador.

—Tengo tanto miedo…

—No tienes por qué temer. Ven.

Le cogí la mano que tenía libre y comenzamos a caminar hacia la escalera. Sólo habíamos caminado unos metros cuando Meg tropezó. Su bolso cayó al suelo con un tremendo ruido que vibró en mis oídos como una explosión. Meg contuvo la respiración.

Le apreté la mano para indicarle que no se moviera. El corazón me latía con fuerza, y Meg temblaba más que nunca. Las dos esperábamos que la puerta del dormitorio de Helmut se abriera violentamente y él saliera enfurecido al corredor. Pero no fue así.

Pasó un minuto. Otro. Suspiré aliviada y, sin soltarle la mano, me agaché para recoger el bolso.

—Será mejor que lo lleve yo —murmuré.

—Lo siento. Lo que pasa es que estoy tan…

—Vamos. Bajemos.

Empezamos a bajar la escalera, descendiendo hacia la oscuridad; cuando estábamos a mitad de camino me di cuenta de que me había olvidado las joyas. Me detuve y solté la mano de Meg.

Ella se quedó tiesa, aterrada.

—¿Qué pasa?

—Tendrás que esperarme. Tengo que volver a mi habitación Toma el bolso. No tardaré más de un minuto.

—Marietta…

—¡Toma el bolso! —le ordené con un hilo de voz.

La dejé de pie en la oscuridad de la escalera y volví a subir hacia el corredor. Me maldije por mi estupidez. Tardé un siglo en llegar por fin a mi habitación, y luego no podía recordar dónde había dejado el estuche de cuero. No me atreví a encender una vela.

Mientras andaba a tientas en la oscuridad, casi tiré al suelo un florero. Conseguí sujetarlo cuando comenzaba a tambalearse en la mesa. Eso me puso muy nerviosa y sentí deseos de gritar.

Permanecí quieta y traté de serenarme. Entonces recordé que había puesto el estuche sobre la mesa que estaba al lado del sillón.

Lo encontré en seguida, y corrí abajo, junto a Meg que me esperaba en la escalera.

—¿Eres tú? —murmuró.

—Claro que soy yo. Vamos. Será mejor que nos demos prisa.

Bajamos la escalera, caminamos por el vestíbulo de abajo y al poco rato llegamos a la puerta de atrás. ¡Qué alivio fue salir a la luz de la luna que se desparramaba en tibios rayos de plata! Cerré la puerta detrás de nosotras, y conduje a Meg hacia los jardines.

Los olmos dibujaban plácidas sombras negras sobre el césped bañado por la luz de la luna. La cochera y las habitaciones de los esclavos estaban en silencio. Ahora las dos caminábamos con paso acelerado, corriendo casi por el sendero mientras el viento nos agitaba las faldas.

Cuando nos oyó llegar, James salió del mirador y se quedó de pie bajo la luz de la luna, como una escultura, una hermosa estatua griega que, ilógicamente, vestía ropa actual. Meg dio un pequeño grito de emoción, dejó caer el bolso y corrió hacia él.

James la recibió entre sus brazos, la abrazó y la besó apasionadamente. Meg le rodeó con los brazos, y se aferró a él con desesperación. Levanté el bolso y esperé que terminaran ese ardiente y apasionado beso. Cuando por fin James se apartó de ella, Meg comenzó a hablar agitadamente, entre sollozos, y él la cubrió con suavidad la boca con una mano. Las lágrimas brillaban en su rostro bajo la luz de la luna.

—No hables —le dijo con ternura—. No hay por qué hablar. Y tampoco hay por qué llorar. He comprado dos pasajes para el barco que sale hacia Nueva Orleans a las seis de la mañana. Tengo un carruaje que nos espera en el camino al otro lado del bosque. Me lo prestó Kirkwood.

Le quitó la mano de la boca y le secó las lágrimas. La miró con ojos encendidos de amor, y volvió a abrazarla.

—Nos casaremos en cuanto lleguemos a Nueva Orleans. Ya encontraré algún trabajo. Al principio todo será un poco difícil, pero podremos vivir. No puedo darte lujos, Meg, pero puedo darte tanto amor, tanto amor…

Meg comenzó a sollozar y apoyó la cabeza en su hombro. Él la abrazó con fuerza mientras le acariciaba el cabello. Ambos parecían haberse olvidado de mí, pero no me importaba. Verlos así, juntos, me conmovía, y también resultaba doloroso, pues su intimidad, su alegría, hacían que fuera más difícil de soportar el vacío que había dentro de mí. Deliberadamente, había decidido que el amor no iba a formar parte de mi vida, y ahora comprendía que sin esa emoción vibrante, repleta de alegría, casi no valía la pena vivir. Volví a pensar en Derek y sentí la sensación de vacío como una puñalada en el corazón.

—Será mejor que nos vayamos —dijo James serenamente.

—Sí. No quiero volver a ver este lugar.

—Toma tu bolso —dije.

—¡Marietta! —exclamó Meg—. Perdón. Me había olvidado de que…

—Te comprendo muy bien, querida.

James cogió el bolso.

—No sé cómo darle las gracias —dijo.

—No hay nada que agradecer —respondí—. Sólo le pido que recuerde lo que he dicho esta tarde.

Asintió cortésmente con la cabeza, y yo di el estuche a Meg.

—¿Qué es esto? —preguntó confundida.

—Cuando lleguéis a Nueva Orleans quiero que las vendáis. Hay un hombre llamado Dawson. Es un farsante, pero os dará como el que más si os mantenéis firmes y no os dejáis engañar.

—No entiendo. —Y de pronto se quedó callada mientras abría desmesuradamente los ojos—. Marietta… no será tu collar de diamantes y esmeraldas…

—Quiero que ahora sea tuyo y de James —dije con firmeza—. Es… es lo menos que puedo hacer.

—Pero valen…

—No quiero discutir, Meg. Considéralo como tu dote. Con lo que os den, ambos podréis ir donde queráis. James puede montar una empresa. Me sentiré mucho mejor si sé que no os falta nada.

—Marietta…

Corrió a mis brazos y me abrazó, loca de alegría. La luna brillaba radiante, y podía ver claramente su rostro. Sonreía, y tenía los ojos llenos de felicidad. Por primera vez me di cuenta de que Meg era una muchacha hermosa. El amor la había hecho hermosa. Junto a James lograría olvidar todo lo que había pasado. Le di un beso en la mejilla y volvió a abrazarme con fuerza.

—Adiós, querida —murmuré.

—¿No… no va a pasarte nada?

—No va a pasarme nada —le prometí.

James le cogió la mano, la apartó de mi lado y ambos empezaron a caminar hacia el bosque. Cuando llegaron, antes de desaparecer entre las sombras, Meg se giró para saludarme con la mano. Le devolví el saludo. Después quedaron envueltos por la oscuridad. Me volví y me dirigí lentamente hacia la casa, exhausta, tan exhausta que casi no podía caminar. Meg y su valiente enamorado iban camino a un final feliz, y pensé en otra pareja a la que había ayudado a escapar en circunstancias similares. ¿Dónde estarían ahora Cassie y Adam? Estaba segura de que serían felices porque estaban juntos.

Y yo no tenía a nadie. Aparentemente, sabía ayudar a los demás a encontrar la felicidad, pero había ido de fracaso en fracaso cuando traté de encontrar la mía. Me sentía débil, desamparada, sumida en una tristeza que era casi insoportable.

Mientras caminaba entre las sombras y la luz de la luna, mientras pasaba junto a la fuente de mármol con esos chorros de agua que bailaban en la noche, me preguntaba qué era lo que había hecho mal. Había amado plenamente, con fervor, y eso sólo me había traído dolor. Cuando me liberara de Helmut trataría de forjarme una nueva vida… Volvería a intentarlo. Eso era todo lo que podía hacer.

Entré en la casa. Caminé lentamente por el vestíbulo, subí la escalera y atravesé aquella oscuridad ya sin aprensión. Meg estaba a salvo, y eso era todo lo que importaba. Cuando llegué a mi habitación cerré la puerta y me apoyé contra ella por un momento. Estaba demasiado exhausta para desnudarme en seguida. Crucé la habitación y me senté en el sillón. Después de descansar unos minutos quizá pudiera prepararme para ir a dormir. Iba a necesitar todas mis fuerzas cuando, por la mañana, Helmut descubriese que Meg se había ido. Pero ahora no quería pensar en eso. Cerré los ojos. Estaba cansada, tan cansada…

Cuando abrí los ojos, la habitación estaba inundada de sol. Me incorporé, sobresaltada, y por un momento no supe dónde estaba. Después me di cuenta de que la noche anterior debí haberme quedado dormida apenas me senté. Me levanté. Tenía el vestido arrugado, el cabello suelto. Miré el reloj. Eran más de las nueve. De pronto oí un ruido detrás de mí. Me volví.

La puerta estaba abierta. Helmut estaba en la habitación, pálido, con los ojos encendidos por la furia.

—Se ha ido —dijo.

—Yo…

—Anoche no durmió en su cama.

Cerró la puerta y vino hacia mí.

—¿Dónde está?

No respondí. Siguió acercándose lentamente, irradiando una amenaza controlada que era mucho más aterradora que un estallido de furor. Jamás le había visto tan duro, como de acero.

Tenía todos los músculos en tensión. Retrocedí unos pasos y tropecé con el sillón.

—¿Dónde está? —volvió a preguntar.

—Está con James Norman.

—Tú la ayudaste.

Asentí con la cabeza mientras trataba de contener el pánico. Se detuvo a unos pocos centímetros. Respiraba agitadamente y tenía los puños cerrados, amenazantes. Sus ojos lanzaban llamaradas de fuego azul. El corazón comenzó a latirme con rapidez.

—Helmut, me lo contó todo. Meg me dijo lo que le estabas haciendo. Sí, yo la ayudé. Yo misma lo planee todo. Incluso le di las joyas para que ella y James pudieran venderlas.

—Me las pagarás —dijo.

—No lo creo —respondí. Mi voz ya estaba serena—. Creo que eres tú quien va a pagar por esto. Hay leyes contra lo que tú has hecho, y todo lo que tengo que hacer es ir a hablar con las autoridades.

Arqueó una ceja. La furia aún ardía en sus ojos, pero también había una especie de malicia, y algo que sólo podía ser la anticipación de un plan perverso.

—Mi querida Marietta, ¿de veras crees que te daría la oportunidad de hacerlo?

—No te acerques, Helmut.

Sonrió, consciente de mi terror, gozándolo.

—Lo que has hecho con esa pobre muchacha es… algo que no puede describirse con palabras. —El miedo me hacía levantar la voz—. Si lo denunciara, te arruinaría, e irías a la cárcel. Quiero… quiero mi libertad, Helmut. Nuestro matrimonio debe ser anulado, y quiero dinero… una cantidad muy grande. Me iré de Natchez…

—Tan valiente —dijo—. Tan desafiante. Será un placer poder aplastarte.

Estiró el brazo hacia atrás y luego, con un brusco movimiento, lo impulsó hacia adelante. Vi aquel enorme puño que se dirigía a mi mandíbula, y después sentí el impacto, y un estallido de dolor. Caí al suelo. Comencé a dar vueltas en un vacío de fuegos negros y anaranjados, gritando en silencio mientras el dolor me quemaba todo el cuerpo. Luego, acurrucada en el suelo, abrí los ojos, pero no pude enfocar con claridad. Vi la imagen de Helmut, borrosa; le vi amenazante, con los puños cerrados. Y vi esa mirada encendida, asesina.

—Me las vas a pagar —volvió a decir—. Con creces. Vas a pagármelas. ¡Antes de que acabe contigo, querida mía, desearás no haber nacido!