XXVI

Me sorprendió encontrar a Meg en la biblioteca. Desde su llegada no se había movido de su habitación, e incluso le llevaban las comidas en una bandeja. Helmut me dijo que el largo viaje por mar la había cansado mucho, y ahora necesitaba descanso. Ni siquiera una vez había cenado con nosotros. Yo había subido a su cuarto para ver si había algo que pudiera hacer por ella. Era evidente que había estado enferma. Pero dijo claramente que no quería hablar, y tampoco quería que la visitara. Desde entonces sólo la había visto una vez. Se asomó a las ventanas del vestíbulo del piso superior y miraba los jardines, pero cuando oía que yo me acercaba volvía corriendo a su habitación.

Meg estaba leyendo los títulos cuando entré a la biblioteca.

Sobresaltada, me miró con ojos enormes, nerviosos, como si la hubiera sorprendido cometiendo una falta. La sonreí con dulzura y traté de que se sintiera cómoda, pero no me devolvió la sonrisa. Se quedó de pie, dura, y era evidente que no se alegraba de mi llegada.

—No quise molestarte —dije con voz serena—. Hace un día tan hermoso que se me ocurrió coger un libro y salir a leer un rato a los jardines. Me… me alegro de verte por aquí.

—Helmut decidió que ya era hora de que saliera de mi habitación —dijo fríamente—. Tengo que bajar a comer y tengo que dejar de comportarme como una criatura. Cuando mi hermano decide una cosa, yo le obedezco.

—¿Te sientes mejor?

—Me siento mejor.

Era evidente que se mostraba arisca, pero de todos modos me di cuenta de que era sólo una especie de defensa. No tenía motivos para odiarme, y tampoco para quererme, pero sentí que su antagonismo no iba dirigido personalmente a mí y no me afligía su comportamiento. Había adelgazado aún más desde su llegada, y el vestido parecía colgarle desde los hombros. Tenía las mejillas muy pálidas y tensas. Su cabello castaño claro estaba peinado hacia atrás, recogido en un severo rodete en la nuca, y algunos cabellos que quedaban sueltos formaban rulos en las sienes.

—¿Está por aquí mi hermano? —preguntó.

—Esta tarde ha ido a la plantación. Tiene que resolver un asunto. No me explicó los detalles. Tú vivías en la plantación, ¿verdad?

Asintió con la cabeza.

—La odiaba.

—Roseclay es mucho más agradable.

—Supongo.

—De veras me alegro de que te sientas mejor, Meg. Tenía muchas ganas de que volvieras.

Pareció sorprenderse.

—¿Ah, sí?

—Esperaba que pudiésemos ser amigas. Una se siente un poco sola cuando no se tiene con quién hablar.

—Me lo imagino.

Meg estaba de pie bajo un rayo de luz, y su aspecto era el de una niña de doce años, con ese rostro delgado y esos enormes ojos, pero no había nada de infantil en su comportamiento. Sentí que guardaba escondida una amarga desilusión y una madura profundidad.

—Te casaste con él por su dinero, ¿verdad? —preguntó de repente.

—Por supuesto —respondí.

Pareció complacida por la respuesta.

—No podía haber sido por amor. Mi hermano no es un hombre al que se pueda amar fácilmente. Al menos eres sincera. Y lo admiro.

Me dio la espalda y continuó leyendo los títulos de los libros.

—¿Te gustaría salir a los jardines conmigo? —pregunté.

—Creo que no —respondió mientras sacaba un libro de uno de los estantes.

—De veras me gustaría ser tu amiga, Meg.

La muchacha cogió otro libro, bajó el volumen que estaba al lado de ése y se puso los tres bajo el brazo. Cuando se volvió para mirarme tenía los ojos fríos.

—No creo que a Helmut le gustase —dijo.

—Pero… pero es absurdo.

—¿De veras lo crees? No le conoces demasiado bien. No quiere que yo tenga amigos. No quiere que tenga un amante. Le gusta tenerme para él.

—Sé que te aprecia mucho y que se preocupa tremendamente por tu bienestar, pero…

—No quiero hablar de eso —me interrumpió secamente.

—Meg…

—Estoy segura de que tienes muy buenas intenciones —volvió a interrumpirme—, pero es evidente que no sabes nada al respecto. Te casaste con él por razones personales, y él se casó contigo por sus propias razones personales. Permíteme que te dé un consejo: no te metas, no hagas averiguaciones. Deja las cosas como están.

—Pero…

—Ahora tengo que volver a mi habitación. Como verás, no soy una persona muy agradable. Lamento decepcionarte, pero realmente es mejor así.

Sin decir más, salió de la habitación con los libros bajo el brazo. Estaba segura de que debajo de esa apariencia arisca Meg era una persona profundamente sensible y amistosa, pero no lo había demostrado en lo más mínimo. Si no era un odio personal lo que había provocado esa rígida defensa, me preguntaba qué podría ser. Me parecía estar segura de que el motivo tenía raíces más profundas, y sospechaba que el frustrado romance con James Norman tenía algo que ver.

Helmut siempre insistía en que nos cambiáramos de ropa para la cena y que cenáramos en el comedor donde se daban las recepciones, aun cuando estuviéramos sólo nosotros dos. Le gustaba sentarse en la presidencia de la pequeña mesa como si fuera un monarca todopoderoso al que atendían silenciosos y aprensivos esclavos, temerosos de no complacerle. Le daba oportunidad de saborear su poder y su posición. Aquella noche, él ya estaba esperando en la sala de recepción contigua al comedor cuando yo bajé. Eso me sorprendió, pues por lo general no bajaba hasta el último momento.

—Buenas noches, Helmut —dije.

—Buenas noches, querida. Estás espléndida.

—Gracias.

—¿Vestido nuevo?

—Llegó la semana pasada. ¿Te gusta?

—Estás encantadora. Es una lástima que no haya un apuesto caballero que pueda admirarlo. Pronto tendremos que dar otra fiesta, invitar a algunos hombres solteros. Pienso que te gustaría.

—Tal vez —respondí.

Helmut sonrió. Parecía muy contento consigo mismo, pensé.

Se entregaba a su ironía casi como si se tratara de un juego. Tenía los rubios cabellos cuidadosamente cepillados; las mejillas estaban encendidas. Parecía un depravado galán que saboreaba el placer de realizar algún tipo de maldad. A Helmut le encantaba provocar a la gente, pero como a mí no me intimidaba nunca podía disfrutar plenamente de ese placer.

—¿Pudiste solucionar tu problema en la plantación? —pregunté.

—Por completo. Creo que a partir de hoy van a obedecer mis órdenes al pie de la letra.

—¿Qué pasó?

—Uno de los negros se estaba poniendo un poco insolente y alentaba a los demás a que siguieran su ejemplo. Tomé cartas en el asunto. Personalmente. No creo que te interese conocer los detalles.

—Supongo que no.

Los ojos le brillaban. Parecía estar divertido.

—¿Sabes una cosa? Sospecho que tienes un corazón muy tierno debajo de esa fría muralla. Y sospecho que no eres tan dura como aparentas ser.

No hice caso de sus comentarios, y Helmut simplemente esbozó una irónica sonrisa. Unos minutos después entró Meg.

Llevaba un amplio y arrugado vestido de terciopelo marrón y dos manchas de lápiz labial rosado que se había aplicado en las mejillas aumentaban su palidez. No se había preocupado por el cabello. Aún tenía aquel severo rodete, con algunos cabellos que se enrulaban en las sienes.

—Meg —exclamó Helmut—. Es un honor. Por fin la invalidase ha decidido a reunirse con los vivos.

Meg sería su víctima, pensé. La muchacha le miraba fríamente, como negándose a morder el anzuelo. Sin embargo, noté una tensión nerviosa en la forma en que una mano se aferraba a la falda y arrugaba el terciopelo entre los dedos. Helmut la miraba detenidamente, con la cabeza apenas inclinada hacia un lado.

—Habrá que hacerte algunos cambios —observó—. Pareces un espantapájaros con ese vestido, y ese maquillaje que te has puesto en las mejillas no te ayuda demasiado.

—Me importa un comino lo que parezco, Helmut.

Él arqueó las cejas y fingió sorprenderse.

—Parece que mi hermanita ha crecido. Ahora incluso emplea malas palabras.

—También sé algunas otras.

—No lo dudo, pero no vas a usarlas, ¿verdad?

Meg no respondió. Sus dedos apretaban el terciopelo, y me di cuenta de que estaba temblando por dentro. Helmut caminó lentamente hacia ella, como un enorme gato que juega con un ratón. Meg le miraba desafiante. Él encorvó el brazo para que ella lo cogiera. Después de titubear por un momento, ella obedeció e inclinó sumisa la cabeza. Juntos se dirigieron al comedor.

—Me alegro de tenerte con nosotros —dijo Helmut después de que sirvieron la sopa—. ¿Te has repuesto ya de tu enfermedad?

—He bajado, Helmut. Como tú ordenaste.

—No debería ser necesario dar órdenes. Deberías estar ansiosa por tomar parte de las cosas.

Meg seguía mirando hacia abajo. Helmut suspiró, cansado.

—Me imagino que estarías muy cómoda… encerrada en tu cuarto de esa forma.

—Piensa lo que quieras —replicó.

—Espero que ya se te hayan pasado esas tonterías. Tienes que comprarte ropa nueva. Marietta podrá ayudarte. Era costurera, ¿sabes? Entre otras cosas.

—Me encantaría ayudarte a renovar tu vestuario, Meg —dije sin prestar atención a su ironía.

—No me importa la ropa —dijo con voz fría.

—No podemos permitir que sigas con ese aspecto de espantapájaros muerto de hambre —continuó diciendo su hermano—. Ya sabemos que no eres una gran belleza, pero al menos puedes estar presentable.

Meg levantó los ojos y se encontró con los de él.

—¿Presentable? —dijo—. ¿Para quién?

—¡Cómo para quién! Para la sociedad. Habrá fiestas. Vendrá gente a Roseclay, y tú irás a visitarlos.

—¿Estás seguro?

—Completamente.

—Parece que tienes pensado lanzarme a la sociedad. ¿Acaso significa que también piensas elegirme un esposo?

Parecía estar desafiándole, y eso a Helmut no le hacía la menor gracia. La miraba indignado.

—Después de todo —siguió diciendo Meg—, tú creíste conveniente casarte. En estas circunstancias, una hermana soltera sería sólo un estorbo. Especialmente si es tan aburrida y sosa como yo.

—¡Basta ya! —dijo él con tono severo.

—Perdón, ¿he dicho algo indebido?

—Te aconsejo que midas tus palabras.

Meg me miró; luego miró de nuevo a Helmut. Tuve la sensación de que estaban hablando de algo totalmente diferente.

Una incómoda corriente oculta cargaba el aire de tensión.

Helmut tenía los ojos encendidos. Meg bajó la vista y otra vez recuperó su aspecto sumiso. Todos sus deseos de discutir habían desaparecido. Un lacayo se llevó la sopera. Otro trajo el segundo plato. Los ojos de Helmut no se apartaron de su hermana.

—No me gusta tu actitud —dijo.

—Perdón, Helmut.

—Creo que deberías mostrarte un poco más agradecida.

—Estoy… muy agradecida.

Profundamente arrepentida, ahora parecía estar a punto de llorar. La encendida llama del desafío se había apagado, y la había dejado frágil e indefensa. Helmut tenía una sonrisa que nadie compartía. Estaba feliz consigo mismo, y yo le detestaba por lo que había hecho. Hubo varios minutos de silencio, y cuando volvió a hablar, en su voz ronca y gutural había una nota de auténtica compasión.

—Termina la carne, Margaret. Necesitas recuperar fuerzas.

Asintió con la cabeza con gesto sumiso, como un niño.

—Tal vez puedas tocarnos algo después de cenar —dijo con aquel extraño y suave tono en la voz—. Compré el piano especialmente para ti, porque sé cómo adoras la música y lo bien que tocas. Me haría muy feliz.

—Muy bien —fue su respuesta.

—Pero sólo si tú quieres, Meg. Sólo si a ti también te hace feliz.

—Tocaré para ti, Helmut. Como lo hacía antes.

—Magnífico —dijo.

Ahora mostraba en su trato una increíble amabilidad. Ya no la provocaba, y sus ojos azules brillaban con una emoción que indudablemente era amor. Qué complejo era todo, pensé. Quería mucho a Meg. Era la única persona en el mundo que le importaba. Sin embargo, la trataba sin piedad, atormentándola con deliberación. ¿Por qué? De nuevo tuve la sensación de que James Norman tenía algo que ver con todo esto. ¿Sabría Meg que él había vuelto a Natchez? ¿Le amaba aún?

Cuando terminamos de comer fuimos a la sala de recepción, y Meg se sentó frente al piano con humilde obediencia. Por un instante miró fijamente el teclado. Encorvó un poco los hombros y luego comenzó a tocar una suave y triste melodía. En verdad tocaba maravillosamente bien, y arrancaba cada nota con sutileza. Volcaba toda su alma en la música, pensé, como si a través de la música expresara emociones demasiado frágiles y queridas como para arriesgarse a manifestarlas de cualquier otra forma.

Helmut estaba sentado con el mentón apoyado en un puño, las piernas extendidas hacia adelante, y observaba a su hermana con ojos entrecerrados. Los salvajes rasgos aún estaban presentes en el corte de su mandíbula, en la curvatura de sus labios, pero la habitual severidad aparecía momentáneamente suavizada.

Meg terminó la pieza y se volvió para mirarle con los dedos apoyados aún en el teclado. Helmut asintió con la cabeza y ella comenzó a tocar otra vez. Esta pieza era tan bella y melancólica como la anterior. Resultaba difícil creer que la muchacha que estaba tocando era la misma persona que hacía unas horas se había mostrado tan amarga y arisca en la biblioteca. Me preguntaba qué estaría pensando mientras tocaba. ¿Estaría quizá lamentando su amor perdido? ¿Era por eso que la música brotaba con una tristeza tan profunda? La melodía se agitaba, fluía, y gradualmente se fue haciendo más lenta, hasta que por fin cesó. Meg se separó del piano y cruzó las manos sobre la falda, con la cabeza agachada. Miraba las teclas como si estuviera viviendo un momento de éxtasis.

—Excelente —observó Helmut.

—Me alegro de que te haya gustado —dijo sin sinceridad.

—Sabes cómo hacerme feliz, Meg. Siempre lo has sabido.

Meg se puso de pie. Parecía agotada, como si todo el cuerpo se le inclinara hacia adelante. Había un increíble cansancio en sus ojos, enmarcados por profundas sombras oscuras.

—Subiré a mi habitación —dijo.

—Pareces cansada —observó su hermano mientras se levantaba—. Será mejor que te acompañe. No quisiera que tropezaras en la escalera. Apóyate en mi brazo.

—Buenas noches, Marietta —dijo Meg suavemente.

—Buenas noches.

Cogió el brazo de su hermano y salieron de la sala. Meg caminaba lentamente, como si de veras pudiera tropezar si no fuera por la ayuda de Helmut. Oí sus pasos en el vestíbulo, oí que Helmut le hablaba con esa voz ronca, aunque no pude entender las palabras. Las velas titilaban y llenaban la habitación con una pálida luz dorada que se reflejaba sobre las superficies de madera barnizada. Permanecí allí sentada durante un largo rato, pensando en la extraña y compleja muchacha que, sin saber por qué, me hacía pensar en una tragedia griega.

Varios días después, mientras paseaba por el jardín, seguía pensando en el misterio de Meg. Había sido un día largo y abrumador. Meg y yo habíamos estado planeando su nuevo vestuario, y su modo de ser resignado y apático no había facilitado la labor. Por más que me esforzara, nunca conseguía llegar hasta ella. Era serena, amable y condescendiente, y en ningún momento se mostraba arisca, pero tampoco me demostraba amistad.

Casi hubiera preferido que volviera a ser aquella criatura amarga que trataba de defenderse, que había sido tan fría conmigo; pero esa Meg parecía haber desaparecido por completo. Cenaba con nosotros todas las noches, y ya no se quedaba todo el día en su habitación. En lugar de eso, vagaba por toda la casa como un fantasma, vestida con esa ropa amplia, sin atractivos. Me esquivaba cada vez que podía; nada le interesaba. Estaba rodeada por una aureola de tristeza, pero Helmut parecía no darse cuenta. Estaba muy satisfecho con sus «progresos» y la trataba con amable consideración. Sólo insistía en que debía cuidarse y permitirme que la ayudara a decidir su vestuario.

El comportamiento de Helmut hacia mí también había cambiado. Había hecho muy pocos comentarios denigrantes y rara vez se tomaba el trabajo de ser irónico. Su trato no era amistoso, por supuesto, pero aquel sutil antagonismo había dado paso a una agradable indiferencia. Pasaba la mayor parte del tiempo planeando la caída de Robert Page, el plantador que se había negado a aceptar un préstamo para mejoras, y yo sabía que el hombre estaba a punto de perder la plantación. Cada noche, durante la cena, Helmut nos daba un informe de los pasos que estaba siguiendo y nos describía su progreso con ojos encendidos y una sonrisa en los labios.

Parecía haber abandonado temporalmente otro de sus deportes favoritos. Durante los últimos cinco días, aquellas visitas nocturnas a Natchez-bajo-el-monte habían cesado por completo. Ni siquiera una sola vez había oído que su carruaje saliera de Roseclay después de la medianoche. Esto me sorprendía un poco, pues Helmut era un hombre extremadamente sensual, con fuertes apetitos animales, pero yo suponía que podría aguantar algunos días sin sufrir demasiado. Siempre y cuando no entrara en mi dormitorio, yo no tenía ningún tipo de objeción en que organizara su vida sexual como más le gustase. Era una suerte que me encontrara demasiado «distinguida» para su gusto. Por una vez, resultar indeseable para un hombre constituía una notable ventaja.

Trataba de no pensar demasiado a menudo en el amor. No tenía interés en tener un amante, pues sin un sentimiento profundo no hubiera tenido sentido. Me había encariñado con Jack Reed, había amado a Derek hasta la desesperación, había sentido una gran ternura por Jeff. Cada uno de ellos había aplacado mi sed. De vez en cuando recordaba sus fuertes brazos, la tibieza de su piel y las sensaciones de momentos inolvidables, y entonces deseaba llenar el vacío que había dentro de mí, pero siempre logré rechazar tanto el recuerdo como la necesidad.

Últimamente me daba el lujo de pensar en Derek de vez en cuando, y descubrí que gran parte de la amargura había desaparecido. Sabía que aún le amaba, pero ese amor estaba encerrado en un rincón de mi alma y allí se quedaría. Me negaba a que el dolor me dominara. Aunque existiera el amor, su furia estaba bajo estricto control. Pensar en Derek era un lujo que me tomaba en pequeñas dosis.

El crepúsculo ya se cernía como un manto sobre los jardines y llenaba el aire con una suave neblina mientras los últimos rayos dorados morían en el horizonte. Estaba de pie al inicio de los jardines y miré hacia la casa, donde las luces ya comenzaban a arder en las ventanas. Me detuve cerca del mirador, toqué un arbusto y me llegó el olor de la tierra húmeda, del moho de las hojas, y el perfume de las rosas. Las hojas crujían suavemente.

Mientras estaba allí de pie tuve la sensación de que alguien me estaba observando, pero sabía que debía ser mi imaginación.

Estaba completamente sola en los jardines.

La sensación de que alguien me observaba persistía, pero me negaba a sentirme inquieta. Tal vez uno de los esclavos estaba escondido en los bosques detrás de los jardines, esperando que yo me fuera para poder dirigirse sigilosamente a sus habitaciones.

Caminé lentamente hacia el mirador. Había dejado un libro allí ayer por la mañana y decidí ir a buscarlo y devolverlo a la biblioteca. Había estado leyendo mucho últimamente. La gran mayoría eran novelas románticas, pero ninguna me satisfacía. El mirador estaba envuelto en sombras, y cuando entré para ir hacia donde estaba el libro oí que una tabla del piso de madera crujía detrás de mí. Antes de que pudiera gritar, un brazo me sujetó por la cintura y una mano me cubrió la boca.

Estaba aterrorizada. Me debatí furiosamente. Quien me hubiera capturado me rodeó la cintura con más fuerza, me apretó la mano aún más contra la boca y me apartó la cabeza hacia atrás hasta que estuvo junto a su hombro. Era muy fuerte y comprendí que sería inútil luchar. El corazón me latía violentamente.

Cuando traté de liberarme, me hizo inclinar la cabeza aún más hacía atrás, y sentí un tremendo dolor en los músculos del cuello.

—No voy a hacerle daño —dijo en seguida—. Sólo quiero hablar. ¿Entiende?

Aunque estaba excitada y sin fuerzas, reconocí la voz. El pánico disminuyó.

—Prométame que no va a gritar.

Logré asentir con la cabeza. Titubeó por algunos segundos, sin saber si podía o no confiar en mí, y luego me soltó con cuidado.

El corazón aún me latía enloquecido. Me volví. James Norman me miró con ojos que amenazaban y suplicaban a la vez. Pasaron unos instantes antes de que pudiera hablar y aun cuando lo hice me temblaba la voz.

—¡Casi… casi me mata del susto!

—Lo lamento.

—¿Suele hacer estas cosas a menudo?

—Sólo cuando estoy desesperado —respondió.

—Debería llamar a mi esposo…

—Por favor… Aquel día en el camino junto al río usted se mostró comprensiva. Me di cuenta en seguida. La conducta de su esposo la aterrorizó. Y también la sorprendió. Tuve la sensación de que usted jamás le había visto proceder así.

—Usted no pareció sorprenderse.

—Sabía lo que me esperaba —me dijo Norman.

—Ha venido por Meg, ¿verdad?

Asintió con la cabeza. Aquel atractivo rostro estaba serio; sus ojos marrones brillaban con decisión. Debía venir directamente de los campos, pues las botas y los pantalones estaban sucios, y la camisa empapada de sudor. Comprendí su ardiente deseo.

—Hace dos semanas que vengo todas las noches y espero poder verla, espero que salga a pasear por los jardines.

—Eso es muy arriesgado.

—¡Al diablo con los riesgos!

—Debe quererla mucho.

Norman pareció no haber oído el comentario.

—Cada noche permanecía escondido en este mirador durante horas, esperando y esperando, pero ni una vez he llegado a verla siquiera. Tengo que verla, tengo que hablarle.

Hizo una pausa. La emoción le consumía. Parecía como si quisiera golpear algo con el puño, pero también parecía como si quisiera llorar. Me conmovía. Norman respiró profundamente y siguió hablando.

—Quiero que le dé una carta. La he llevado conmigo todo este tiempo. Me imaginé que si Meg no aparecía, tal vez la vería a usted. Por fin ha aparecido usted.

—¿Qué le hace pensar que no llevaré esta carta directamente a mi esposo?

—La conozco muy poco, señora Schnieder, pero considero que sé juzgar bien a la gente. Usted me ayudará porque se ha quedado a escucharme. Lo hará por el bien de Meg, ¿verdad? Ella no es feliz.

—Si no la ha visto, ¿cómo puede saberlo?

—Está con su hermano. No puede ser feliz.

Lo dijo como si fuera una explicación perfectamente racional, y yo intuía que lo era. Miré hacia la casa. El cielo se iba oscureciendo a cada minuto, y las sombras iban envolviendo los jardines. Tenía que volver en seguida si quería tener tiempo para cambiarme de ropa para la cena.

—Deme la carta —dije serenamente.

La sacó del bolsillo y me la dio.

—Sé que puedo confiar en usted —dijo.

—No sé cómo lo sabe, pero puede. Me encargaré de que la reciba. Ahora debo volver a la casa.

Norman me cogió las manos y las apretó con fuerza. Luego salió del mirador y se internó en los bosques. Mientras volvía rápidamente a la casa para cambiarme de ropa, sentí una enorme admiración por ese atractivo joven que amaba con tanta desesperación, y estaba ansiosa por entregar la carta a Meg.

La cena parecía interminable. Helmut hablaba de los papeles que esa tarde había dado a Page. Mientras nos decía que el hombre debería pagar el préstamo dentro de dos semanas, pues de lo contrario perdería la plantación, reía entre dientes y en sus ojos brillaba el placer.

—Quisiera revisar otros dos o tres diseños contigo esta noche, Meg —dije con naturalidad mientras los tres salíamos del comedor.

—Estoy muy cansada —replicó.

—Sólo quiero que dejes que te los enseñe. Me gustaría poder enviarlos a Lucille en el barco de mañana por la tarde.

—Id —le dijo Helmut—. De todas formas, yo tengo que revisar unos papeles en mi despacho, y cuanto antes dispongas de ropa adecuada, mejor.

Meg me siguió arriba hasta mi sala de estar. Después de cerrar bien la puerta, me sentía nerviosa y entusiasmada a la vez. Meg debió darse cuenta, pues me miró con ojos que no comprendían.

—¿Pasa algo?

—Esta noche he visto a James Norman, Meg.

La muchacha quedó aturdida. Por un momento pensé que iba a desmayarse. La cogí por los brazos, la llevé hasta el sofá y la ayudé a sentarse. Me miró incrédula, y luego sus ojos se abrieron desmesuradamente por el miedo.

—Es… es una trampa. Helmut…

—Helmut no sabe nada de esto.

—James… ¿está en Natchez?

—¿No lo sabías? Pensé que… bueno, pensé que os habíais escrito mientras estabas en la escuela.

Negó con la cabeza.

—Helmut se encargó de que todas mis cartas las leyera primero la directora de la escuela. Nunca recibí ninguna aparte de las de él. Quería… quería escribir a James, pero no sabía dónde…

Dejó la frase sin terminar. Sus manos temblaban. Las apretó contra la falda.

—Han pasado cuatro años —dijo con una voz que apenas era un susurro—. Prometió esperarme. Dijo que nada iba a cambiar sus sentimientos… ¿Le has visto?

—Estaba en el mirador, esperando que salieras a pasear por los jardines. Hace dos semanas que va allí cada noche. —Saqué la carta y se la di—. Me pidió que te diera esto.

Meg miró fijamente el sobre durante un largo rato y comprendí que trataba de controlar sus emociones. El miedo había desaparecido y el aturdimiento por fin pasó. Logró controlarse, y cuando se levantó tenía una expresión serena en el rostro, aunque en sus ojos había una tremenda resignación. Metió la carta en el bolsillo de su falda.

—No debería haber venido —dijo. Parecía estar hablando sola—. No se puede hacer nada. Y él lo sabe.

—¿Nada? Pero… te ama, y tú le amas a él.

Meg me miró como si hasta ese momento no hubiese notado mi presencia.

—Tú no lo entiendes —dijo.

—Me g…

—No hagas preguntas, Marietta. Por favor. Debo… debo volver a mi habitación. Tengo que pensar. —Hizo una pausa, y el miedo volvió a brillar en sus ojos—. No… no se lo vas a decir a Helmut, ¿verdad?

—Claro que no.

Luego salió de la habitación. Pasé una noche muy inquieta pensando en sus extrañas reacciones, preguntándome qué significaban, preguntándome qué decía la carta. Meg ya no tenía dieciséis años. Ahora Helmut no podía separarlos si ella realmente quería casarse con Norman. ¿O tal vez podía? ¿Qué era lo que yo no podía entender? Todas estas preguntas me atormentaban y la curiosidad me consumía por dentro.

Al día siguiente, Meg estaba fría, reservada, y se negaba a hablar de la carta. Me desafiaba en silencio a que yo sacara el tema. Pasó la mayor parte del día en la biblioteca, y aquella noche durante la cena estaba sumamente nerviosa. Apenas probó la comida. Malhumorado, Helmut le preguntó si tenía algún problema. Ella no le respondió, y apenas terminó de cenar subió a su habitación. Helmut estaba disgustado y me miró como si yo tuviera la culpa. Su viejo antagonismo había vuelto.

—¿Qué pasa? —preguntó bruscamente.

—No lo sé.

—Algo le da vueltas en la cabeza.

Me negaba a discutir con él, y por eso yo también subí a mi habitación. Me senté para terminar el libro que había empezado el día anterior. Era casi la una de la mañana cuando finalmente volví la última página, pero sabía que aún iba a pasar un largo rato antes de que por fin pudiera dormirme. Como no me había desnudado, decidí bajar a la biblioteca y elegir otro libro.

Coloqué una vela en un brillante candelabro de cobre, la encendí y salí al oscuro pasillo.

Tardé quince minutos en elegir el libro que quería. Mientras volvía a subir la escalera, me pareció oír pasos en el corredor de arriba. La vela se apagó y la oscuridad se hizo más profunda a mi alrededor. Al llegar a la planta alta me detuve y miré de reojo hacia el pasillo para asegurarme. Creí que mi corazón dejaba de latir, y casi se me cayó el candelabro. Tenues rayos de luna se filtraban por la ventana al final del pasillo. Vi un hombre de pie entre las sombras.

Quedé paralizada por el terror. Traté de gritar, pero tenía la garganta cerrada y no pude emitir ni siquiera un sonido. El hombre estaba muy quieto, un bulto oscuro que apenas se veía.

Me di cuenta de que estaba justo frente a la puerta del dormitorio de Meg. Mientras le miraba, abrió la puerta y se deslizó rápidamente hacia el interior. El miedo se convirtió en asombro.

Me resultaba difícil creer que cualquiera de los dos corriera semejante riesgo. Ella debía haberle dejado la puerta de atrás abierta, y él debió haber entrado en la casa mientras yo estaba en la biblioteca. Permanecí allí varios minutos, abrumada por tanta valentía. Luego volví a mi habitación. Estaba aún un poco agitada. Yo iba a guardar su secreto, pero sólo Dios sabía lo que podría suceder si Helmut se enteraba.