XXV

Mi esposo estaba de mal humor cuando volvíamos de la plantación aquel domingo por la tarde, dos meses y medio después de nuestro rápido y convenido matrimonio en una sucia y alborotada agencia de la ciudad. Yo no había tenido muchas ganas de ir con él a supervisar la plantación, pero Helmut había insistido. Varios de los otros plantadores, todos ellos endeudados con él, estaban allí para hablarle sobre diversas mejoras de la tierra. Quería tenerme cerca para que repartiera cigarros, sirviera bebidas frías y agregara un toque doméstico. Parecía decidido a establecer en cada oportunidad el hecho de que estaba formalmente casado.

Habíamos dado varias reuniones en Roseclay. Aunque parezca extraño, aquellas cenas tan formales habían tenido bastante éxito. Las mismas mujeres que antes se habían negado a apoyar mi negocio estaban ahora ansiosas por conseguir mi amistad. Al principio había habido cierta resistencia, pero mi acento, mi educación y mi cortés bienvenida las habían conquistado por completo. La propia señora Holburn había anunciado a su círculo de amistades, con total convencimiento, que me había visto obligada a trabajar en aquella horrible casa de juego para poder sobrevivir. Era sorprendente lo que podía hacer la riqueza, pensé Las damas cambiaron por completo su actitud hacia mí, y estaban deseosas de disculparse. Aquel vestido tan escotado que me había puesto la noche del baile era la última moda en Nueva Orleans, por ejemplo, y los paseos con Bruce Trevelyan eran considerados ahora como algo perfectamente inocente.

Bruce jamás había mencionado a nadie la escena de los jardines. Cuando Helmut y yo nos casamos tan repentinamente, Bruce dijo a su familia y a sus amigos que no se sorprendía en absoluto. Les dijo que yo había conocido a Helmut hacía varios años, en una visita a Alemania con mi familia. Cuando Schnieder había vuelto de su viaje a Europa y se había enterado de que yo estaba en Natchez, huérfana, tratando de sacar adelante una tienda de vestidos, no lo había podido creer. Las mentiras, propias de un caballero, que Bruce se había encargado de divulgar habían contribuido enormemente para que la opinión de la ciudad entera hacía mí cambiara por completo. Había que reconocer que era un galante caballero que defendía a su dama aun después de que ella le había traicionado.

Bruce se había casado con Denise hacía apenas unos días.

Ahora, los recién casados iban camino a Boston, donde pensaban instalarse a pesar de los rebeldes, que en su momento habían hecho huir a ambas familias. De hecho, Bruce pensaba ingresar en el ejército y ayudar así a someter a esos rebeldes. Tanto él como su esposa eran extremadamente leales y se interesaban de forma activa en el conflicto que la gran mayoría de los habitantes de Natchez preferían olvidar. Denise Trevelyan había manifestado que se sentía orgullosa de la decisión de su esposo, y, por motivos personales, se había mostrado ansiosa por sacarle de Natchez.

Llegué a la conclusión de que mi separación de Bruce había sido una bendición. Recordé los marcados rasgos de Denise, aquellos ojos marrones, inteligentes, y también recordé con qué cariño había hablado Bruce de ella la noche del baile. Confiaba en que la hermosa muchacha que compartía con él tantos intereses hiciera que pronto me olvidara.

Mientras volvíamos en el carruaje, Helmut parecía malhumorado. La reunión con los otros plantadores no había ido muy bien. Ninguno de los seis hombres que se reunieron con él en la fresca y humilde sala de entrada de la plantación quiso aceptar préstamos para las mejoras de extensión que él había sugerido.

Cada uno de ellos había contraído ya grandes deudas con él, y no tenían intenciones de aumentarlas. Pero no podía decirse que la amenaza que había en su voz al describir las conveniencias de las mejoras fuera sutil. Finalmente, después de hacerles recordar las hipotecas que tenían con él, todos a excepción de uno estuvieron de acuerdo en hacer las mejoras con el dinero que él les iba a prestar. Sólo Robert Page se negó obstinadamente a que Helmut tuviera sobre él un poder aún mayor. Estaba segura de que pronto se encontraría con una plantación de menos. Helmut sentiría un enorme placer en poder arruinarle.

Me había casado con un hombre que no tenía ningún tipo de escrúpulos, pero lo había sabido desde un principio. Por cierto, no tenía motivos personales para estar disconforme por mi parte.

Helmut esperaba que yo cumpliera mis funciones sociales a la perfección, pero aparte de eso era muy poco lo que requería de mí. Después de la conquista inicial parecía haber perdido todo interés sexual por mí. Me había tomado brutalmente la noche del baile, con la enfurecida y tremenda fuerza de un toro, pero una vez casados había hecho muy pocos intentos por ejercer sus derechos legales. Me sentía confundida, pero también sumamente aliviada. Por supuesto, era cierto que poseía una casa en Natchez-bajo-el-monte, una enorme fuente de ingresos, y yo sabía que acudía con frecuencia al establecimiento. Eran visitas secretas que realizaba después de la medianoche. No me interesaba hacer ningún tipo de especulaciones al respecto. Simplemente me sentía agradecida de que no se hubiera repetido aquella furiosa embestida que tanto se había asemejado a una violación.

Me trataba con frío respeto, y si había un ligero tono de burla en su comportamiento, una insinuación de sarcasmo en su voz, era lo menos que se podía esperar. Sabía lo que él pensaba de mí, y él sabía lo que yo pensaba de él. Cada uno de nosotros tenía exactamente lo que había negociado en el pacto inicial. Yo vivía en una suntuosa mansión, rodeada de lujo, y Helmut me daba una generosa mensualidad. También me había regalado un hermosísimo collar de diamantes y esmeraldas con pendientes que hacían juego, puesto que la esposa de Schnieder debía tener joyas adecuadas. Yo disfrutaba de las cenas y de tener que hacer las veces de anfitriona, pero aún me gustaban más las largas horas que pasaba sola en Roseclay, en las que podía leer en la biblioteca, pasear por los jardines y hacer diseños al sol con papel de dibujo sobre las rodillas, libre de todo tipo de compromisos emocionales.

Trataba de no pensar en el pasado. Eso sólo podía hacer revivir mi dolor. Jeff había muerto. Derek se había ido. No había amor en mi corazón, y me alegraba. Si a veces me sentía vacía, si a veces experimentaba vagos deseos que no podía controlar, era una cosa normal, algo que había que soportar. Sabía que este pacto hecho a sangre fría era mucho mejor que la frustración, la angustia, el terrible dolor que la tierna furia del amor había traído a mi vida.

Mi boda con Helmut Schnieder había sido un paso muy sensato.

Estaba totalmente convencida de ello. Sólo en raras ocasiones era presa de pequeñas y tontas dudas que solía descartar de inmediato.

Esperaba tener pronto una amiga y confidente, pues la hermana de Helmut, Margaret, iba a llegar mañana por la tarde. Su barco debía llegar al muelle poco después de las tres. Estaba ansiosa de que llegara. Aunque al principio podría estar indignada conmigo, estaba segura de que sabría ganarme su amistad.

Después de cuatro años en una escuela alemana, Meg estaría encantada de tener la amistad de una mujer que era sólo unos años mayor que ella. ¡Qué divertido sería compartir las cosas con alguien! Tal vez podríamos planear conjuntamente nuestro vestuario. Como Helmut consideraba que no era adecuado que yo me hiciera la ropa, yo hacía diseños y los enviaba a Nueva Orleans, a Lucille, con detalladas instrucciones, y ella me enviaba los vestidos a Natchez, cada uno perfecto hasta el último detalle.

Haría lo mismo para Meg. A todas las muchachas les interesaba la ropa, y seguramente tendríamos otros intereses en común.

Inmersa en mis pensamientos, no oí al jinete que se acercaba a nuestro carruaje. Di un grito, sobresaltada, cuando Helmut tiró con fuerza de las riendas e hizo que los caballos retrocedieran y se detuvieran bruscamente. Si no me hubiera cogido por los hombros me habría caído hacia delante. Agitada, me llevé una mano al corazón y le miré como pidiéndole una explicación. Su rostro era la viva imagen de la violencia, la boca estaba contraída en un gesto perverso; sus duros ojos azules estaban llenos de furia. Me cogió por los hombros con fuerza, totalmente inconsciente de la forma en que me estaba apretando. Toda su atención se concentraba en el hombre que se iba acercando lentamente montado en un robusto caballo de color rojizo.

Cuando el hombre estuvo casi junto a nosotros, detuvo su caballo. Le miré fijamente. Por la oscura luz de la tarde, y por mi propio sobresalto, no le reconocí en seguida, pero por otra parte sólo le había visto una vez en mi vida.

—¿Qué hace aquí? —gritó Helmut con voz de desafío.

El hombre que estaba sobre el caballo no se inquietó por el tono amenazante y la expresión asesina de Helmut. Estaba sentado, ágil, sobre la silla, con las manos apoyadas en las rodillas y las riendas sobre una pierna. Al hablar su voz no reveló ninguna emoción.

—Eso, señor Schnieder, no es asunto suyo. Pero por si le interesa se lo diré. Acaban de contratarme para trabajar como capataz en una de las plantaciones.

—Mañana será despedido, Norman.

El hombre esbozó una leve sonrisa.

—Mi patrón es el señor John Kirkwood. Era amigo de mi padre, usted debe recordarlo. Como él es uno de los pocos plantadores independientes que jamás aceptaron un centavo de usted, le resultará difícil hacer que me despidan. Kirkwood no siente demasiado afecto por usted, se lo aseguro.

El brazo de Helmut me apretó brutalmente los hombros.

Aunque traté de evitarlo, un gritó escapó de mi garganta; entonces, malhumorado, apartó el brazo. Parecía como si quisiera arrojarme del asiento, pero yo sabía que su furia no estaba dirigida hacia mí. De todas formas, no podía evitar sentirme asustada. Jamás había presenciado tanta violencia contenida.

Helmut tenía a su lado un largo látigo, y yo temía que azotara al muchacho hasta matarlo.

—Ha cometido un error al volver aquí, Norman.

—¿De veras, señor Schnieder?

—Si sabe lo que le conviene, se irá de Natchez inmediatamente.

—La ciudad no es suya todavía, Schnieder.

El hombre que con tanta serenidad desafiaba a mi esposo tenía el fuerte y robusto aspecto de un joven gladiador. Hacía cuatro años, James Norman era un joven atractivo, cargado de vitalidad y deseoso de fugarse con Meg Schnieder. Yo había visto brillar en esos ojos marrones la pasión y el deseo. Ahora estaba serio, seguro de sí mismo, y sus rasgos dejaban traslucir una serena fuerza que le hacía aún más atractivo. Aquel muchacho impetuoso se había convertido en un hombre.

—Ya le he arruinado una vez, Norman. ¡Voy a arruinarle otra vez!

—Me hizo perder la plantación, es cierto, y también es cierto que fue usted quien me hizo salir de Natchez, pero ahora las cosas han cambiado. Da la casualidad de que ya no soy un muchacho.

—¡Le aplastaré!

—No esté tan seguro de eso, Schnieder. Esta vez voy a luchar.

—¡Sé que usted y mi hermana se han estado escribiendo!

—¿De veras?

—Sabe que ella viene mañana. Por eso volvió a Natchez.

—¿Ah, sí?

—Si se acerca a ella, ¡le mataré! Se lo prometo.

—Meg ya no tiene dieciséis años. Ha cumplido los veintiuno y puede tomar sus propias decisiones. Si quiere verme yo la veré, y usted no podrá hacer nada para impedirlo.

El carruaje se balanceó cuando Helmut se levantó de un salto y cogió el látigo. Grité cuando la delgada tira de cuero cruzó el aire con un crujiente silbido. La punta cortó el hombro derecho de Norman y le rasgó la camisa. Cuando Helmut llevó el brazo hacia atrás para volver a golpear me levanté de un salto, le cogí el brazo y le miré de frente.

—¡No, Helmut!

—¡No intervengas!

—¡No lo hagas!

Trató de arrojarme a un lado, pero, al hacerlo, el carruaje se balanceó repentinamente hacia un costado. Los dos perdimos el equilibrio y caímos sobre el asiento. El látigo cayó al piso del carruaje como una víbora negra enroscada. Me arrojó a un lado.

Estaba pálido, pero no volvió a coger el látigo. Vi que luchaba por controlarse, que trataba de superar aquella furia cegadora.

Entonces levanté la vista para mirar al hombre que estaba sentado sobre el caballo con tanta serenidad. Tenía la camisa rota, y había una delgada línea roja sobre la carne que quedaba al descubierto.

Ni siquiera se había movido.

—Por favor —dije desesperada—. Por favor, váyase.

James Norman asintió con la cabeza. Tomó las riendas, tiró de ellas y apretó ligeramente el caballo con la rodilla. Caballo y jinete pasaron junto al carruaje y prosiguieron su camino.

Pasaron varios minutos. Helmut respiraba agitadamente, pero su rostro ya tenía el habitual color rojizo; sus ojos ya no estaban encendidos con esa furia enloquecida. Su cabello rubio estaba mojado por el sudor; el flequillo se había pegado contra la frente.

El carruaje se balanceó ligeramente cuando los caballos se movieron. Por fin Helmut se agachó, cogió el látigo y volvió a ponerlo en su lugar. Ahora estaba sereno, como si aquel salvaje episodio no hubiese ocurrido jamás.

—Pensé que ibas a matarle —dije.

—Tal vez lo habría hecho.

—Tuve que detenerte.

—No necesitas justificarte, Marietta. Actuaste con prudencia.

Perdí el control. No suele suceder.

—Gracias a Dios —exclamé.

—Pareces agitada, querida.

No hice caso de la ironía en el tono de su voz, de la burla al usar la palabra querida. A Helmut le habría encantado que yo me enojara, pero yo era inmune a sus ironías tan sutiles. Volví la cabeza, me aparté un mechón de cabellos de la cara y me arreglé las faldas.

—Fue una suerte para Norman que tú intervinieras —dijo—. Me habría sentido muy feliz si hubiera podido hacerle pedazos.

—Creo que lo dices en serio.

Helmut arqueó una ceja.

—Pues claro que lo digo en serio.

—¿Tanto le odias? ¿Sólo porque quería casarse con tu hermana?

—Hay cosas que no sabes. Cosas que no entiendes —dijo Helmut seriamente mientras tomaba las riendas—. Es hora de que volvamos a Roseclay.

Volvimos a toda velocidad por el camino que bordeaba el río; las ruedas apenas rozaban la seca tierra. Aquel último comentario había sido enigmático. ¿Qué era lo yo no sabía? ¿Qué había sucedido en el pasado que la sola presencia de Norman podía desencadenar una furia tan violenta? Helmut solía proceder con fría premeditación, y cada movimiento era planeado con un cuidado y una perfección maquiavélicos. Pero por un breve instante había perdido completamente el control. Siempre supe que había en él una inclinación por la crueldad, pero nunca la había visto manifestarse de forma tan violenta.

Lo sucedido me molestaba más de lo que yo misma quería admitir.

El lunes era un día bellísimo, glorioso. El cielo aparecía azul pálido; el sol era una bola redonda y blanca apenas ensombrecida por nubes de algodón. No hacía tanto calor como en días anteriores. Estaba dibujando despreocupadamente. Una fresca brisa envolvía las cortinas de mi cuarto y las agitaba como blancas velas de seda. Sólo llevaba una enagua de ceñido talle con media docena de faldas con volantes. Me volví cuando la criada llamó nerviosamente a la puerta abierta y entró en la habitación. Lelia era una muchacha pequeña, delgada; su piel era del color del ébano; los ojos, oscuros y luminosos. Estaba muy bonita con ese vestido de algodón azul.

—¿Sí, Lelia? —pregunté.

—El amo. Quiere saber si usted se siente bien.

—Me siento muy bien, Lelia. Supongo que estará preocupado porque no he bajado a almorzar. Dile que simplemente no tenía apetito. Bajaré con tiempo para ir con él a esperar el barco.

—Sí, señora —replicó la muchacha antes de salir de la habitación.

Aunque Lelia me traía la bandeja del desayuno cada mañana y se encargaba de la limpieza de mi habitación, se había resistido nerviosamente a todos mis esfuerzos por ser su amiga. Como todos los otros esclavos, era silenciosa, eficiente y discreta. Había una enorme cantidad de personal que se dedicaba al cuidado de la casa, y cada vez que me encontraba con alguno de ellos parecían parapetarse detrás de un escudo invisible. Jamás hablaban a menos que fuera necesario. Helmut había dejado muy claro desde un primer momento que yo no debía entrometerme en el manejo y cuidado de Roseclay. Cada mañana, él daba órdenes al mayordomo, al cocinero, al lacayo principal, y eso parecía ser suficiente para que todo marchara con una eficiencia ejemplar.

Qué distintos de los esclavos en Carolina, pensé. Por la noche no se oía ningún ruido que proviniera de sus habitaciones: ni música, ni vitalidad. Todos parecían asustados, incluso los que se encargaban de los quehaceres domésticos. Pero nunca había oído que Helmut levantara la voz a ninguno, y por cierto no había habido azotes desde que yo estaba allí. Simplemente pensé que habían sido entrenados con gran rigor. Sin embargo, hubiera sido agradable ver una sonrisa alguna vez, oír el sonido de una risa espontánea.

Caminé por la amplia habitación, que estaba pintada con sombras de blanco y celeste y mostraba finos diseños dorados sobre el elegante mobiliario de estilo francés. La propia María Antonieta se hubiera sentido cómoda entre todo este esplendor y este buen gusto, pensé, mientras me sentaba frente al espejo para cepillarme el cabello. Pero como todas las demás habitaciones en Roseclay, era fría. Los primeros días, subyugada por la belleza, casi no había notado la fría atmósfera que se vivía en la mansión, pero últimamente parecía haber empeorado.

Aunque fuera fría, me dije, había cierta diferencia entre esto y una celda gris y húmeda en Bow Street, o una dura y sucia cama en la bodega de un barco de prisioneros. Por cierto, mi vida había cambiado: desde esclava hasta esposa de uno de los hombres más ricos de América. Cuando por fin quedé satisfecha con mi peinado, fui al armario para sacar el vestido que pensaba lucir. La llegada de Meg podría ayudar a disipar el frío. Tal vez trajera la vitalidad y el calor que darían vida a esas serias y suntuosas habitaciones.

Tardé un poco en estar lista, pues quería que mi cuñada recibiera una buena primera impresión. El vestido, recién llegado del taller de Lucille, era azul oscuro, con mangas cortas y estrechas, cuello alto de encaje, y muy ceñido en la cintura. La falda estaba adornada con una infinidad de volantes de encaje negro, y los guantes largos eran de encaje negro y hacían juego. También había una sombrilla del mismo material y color. Estaba a punto de ir a buscarla cuando Helmut entró en la habitación.

—Es hora de irnos —dijo.

—¡Helmut! Me has asustado.

—¿Ah, sí?

—No estoy acostumbrada a que entres en mi habitación.

—¿Debo tomármelo como una queja? —preguntó.

—En absoluto —respondí fríamente.

Helmut esbozó una amarga sonrisa. Estaba muy bien vestido: pantalones grises y levita, chaleco de raso blanco completamente bordado con flores de seda negra.

—No te habrás sentido desatendida, ¿verdad? —preguntó mientras se arreglaba la corbata de seda negra.

—En absoluto.

—Me dio la sensación de que no disfrutaste nuestros primeros encuentros en la cama. Tal vez deberíamos volver a probar.

—Perdóname si no me muestro demasiado ansiosa.

Eso le gustó. Rió entre dientes.

—A decir verdad, Marietta, eres una muchacha estupenda, pero un poco demasiado distinguida para mi gusto. Prefiero un tipo más ordinario.

—Estoy segura de que las hay de sobra en Natchez-bajo-el-monte.

—¿Ah, lo sabes? Pero qué digo. ¡Cómo podrías no saberlo! Me alegro de que no te estuvieras muriendo de pena. Sabes que siempre has podido tener un amante. Siempre y cuando fueras discreta, yo no me opondría en lo más mínimo.

—Estoy muy bien así como están las cosas, Helmut. No tienes por qué preocuparte por mí. Hicimos un buen pacto —tomé la sombrilla—. ¿Vamos?

Asintió con la cabeza. Bajamos y salimos al jardín anterior, donde esperaba el carruaje. Era más grande que el del día anterior y tenía dos asientos enfrentados magníficamente tapizados. Un cochero negro, con uniforme, iba sentado delante en un asiento más elevado. Ya habían enviado una carreta para los baúles y el equipaje.

Helmut me dio la mano para subir al carruaje, se sentó en el asiento frente al mío e hizo una seña al cochero para que nos pusiéramos en marcha. Abrí la sombrilla de encaje negro y dejé que el mango me apoyara suavemente sobre el hombro. Pronto estuvimos en el camino que bordeaba el río, y los caballos avanzaban a paso regular. Helmut estaba ligeramente inclinado hacia adelante, con las manos abiertas y apoyadas sobre las rodillas. Mi frialdad parecía irritarle.

—¿Todavía estás nerviosa por la pequeña discusión con Norman?

—Trato de olvidarla —respondí.

—Me alegro. No quisiera que Meg se enterara. Es muy sensible. No hay necesidad de que sufra inútilmente.

—No pienso decírselo.

—No creo que Norman vuelva por aquí, y menos después de haber probado mi látigo. No es tan tonto.

—Espero que Meg y yo podamos ser amigas —comenté.

Helmut no dijo nada. En seguida pasamos por el mismo centro de Natchez. Era un lunes por la tarde muy ajetreado. La gente compraba y vendía en las tiendas, charlaba animadamente en los paseos. Antes de desviarnos del camino para tomar la bajada hacia los muelles, alcancé a ver el que había sido mi taller al final de la calle. Helmut se había encargado de todo, de la mercancía y de alquilar el negocio a un ferretero. Aunque antes no lo sabía, él era el propietario del edificio, así como de tantos otros.

Los muelles bullían de actividad. Todavía estaban descargando dos barcos que habían llegado esa misma mañana. El barco de Meg no llegaría hasta dentro de unos veinte minutos, pero Helmut había estado impaciente por ir. Sentí su tensión mientras bajaba del carruaje y me ayudaba a descender. Miró de reojo hacia el río. Frunció el ceño, sacó su reloj de bolsillo, lo miró y luego dirigió la mirada hacia sus tres almacenes que quedaban a cierta distancia.

—Voy a atender unos negocios mientras espero —me informó—. Estaré de vuelta antes de que llegue el barco. Quédate aquí junto al carruaje.

—Está bien.

Con toda la autoridad de una monarca, se dirigió con paso largo y rápido hacia los almacenes. La gente le iba cediendo el paso y se hacía a un lado rápidamente. Yo tenía la sensación de que, si no lo hubiera hecho, él los habría apartado a empujones de su camino. Entró en uno de los almacenes y yo dirigí mi atención hacia los hombres que descargaban madera de uno de los barcos.

Subían y bajaban apresuradamente por la pasarela, colocaban la madera en carretas y corrían a buscar más.

Más allá, unos pescadores estaban arreglando redes y una prostituta con un llamativo vestido rojo paseaba entre las cajas y los barriles y se detenía para charlar con los marineros que pasaban por allí. Había una carreta llena de ramos de plátanos, otro con cestas de naranjas y limones. Había más de una docena de barcos alineados en el agua, con gigantescos mástiles; los cascos se balanceaban ligeramente. En el aire, el olor del cáñamo, el alquitrán, el barro. El ruido era ensordecedor. Cajas que golpeaban. Hombres que gritaban. Un mono decía cosas sin sentido. La madera que rozaba contra la madera. Todo era vida, todo estimulaba; una escena animada, interesante.

—¡No lo puedo creer! ¿Marietta?

Me volví. Uno de los hombres que habían estado descargando madera venía hacia mí. Bronceado, fuerte, tenía el cabello blanqueado por el sol y los rasgos toscos. La ancha boca se abrió en una alegre sonrisa. Llevaba ajustados pantalones azules, desteñidos, y un jersey a rayas rojas y negras arremangado. Al principio no le reconocí, y me erguí altiva, dispuesta a despedirle con pocas palabras. Se detuvo a algunos metros. Sus ojos azules brillaban de placer.

—¿No me reconoces? —preguntó.

Vacilé.

—¿Jack?

—¡Y quién si no! —respondió—. Esto sí que es una sorpresa. ¿Qué estás haciendo en Natchez? ¿Paseando?

—Mm… vivo aquí. Tuve una tienda de vestidos por un tiempo, pero al final me casé. Sabía que habías venido a Natchez, pero como no te vi ninguna vez durante todos estos meses, pensé que te habías ido a otra parte.

—Nunca llegué demasiado alto —me dijo—. Conseguí un trabajo para cargar y descargar. Tengo un cobertizo detrás de los almacenes y lo comparto con dos tipos más. Cuando tengo un rato libre suelo pasarlo en las cantinas y casas de diversión bajo-el-monte. Creo que ésa es la razón por la que nunca nos encontramos.

—Me alegro de verte, Jack. Estás muy bien.

—Bueno, no puedo quejarme. Es una buena vida. Trabajo mucho durante el día, y juego mucho durante la noche. Mucha ginebra, muchas mujeres, alguna que otra pelea de vez en cuando.

—Es evidente que esta vida te sienta bien.

—Jamás me había sentido tan feliz. No puede compararse con limpiar cubiertas y luchar contra los huracanes.

Jack volvió a sonreír y cruzó los brazos. Era robusto, simpático, sencillo, e irradiaba salud y vitalidad. Recordé su bondad conmigo hacía tantos años, recordé su extraña ternura, y me alegré de que hubiera encontrado lo que realmente le hacía feliz.

—Estás más hermosa que nunca —observó.

—Gracias, Jack.

—Así que dejaste la casa de juego para abrir una tienda de vestidos aquí en Natchez.

—Exacto.

—Y en seguida encontraste marido. Por la ropa que llevas y ese hermoso carruaje con el negro de uniforme, yo diría que encontraste uno muy rico.

—Así es.

—¿Uno de esos millonarios que vinieron para escapar de los rebeldes?

—No, me casé con un alemán.

Jack parecía sorprendido.

—¿Un alemán? No… no querrás decir… —Dejó la frase sin terminar. Sus ojos azules se llenaron de preocupación—. No estarás hablando de Helmut Schnieder, ¿verdad? Supe que consiguió una esposa. ¿No te habrás casado con él?

—Nos casamos hace tres meses.

De pronto su actitud cambió por completo. Aquella fresca simpatía desapareció. Frunció el ceño y miró al suelo para esquivar mis ojos. Cuando por fin levantó la mirada, hablaba con cautela. Trataba de comportarse con naturalidad, pero no podía.

—¿Sabes quién es? —dije.

—Creo que sí. Creo que le conocen todos. Sólo… sólo espero que sepas en qué te has metido.

—¿Qué quieres decir?

—Algunas de las cosas que he oído… no resultaban nada agradables. Varias de las muchachas… —Se interrumpió—. ¿Te trata bien?

—Es muy generoso.

La arruga de la frente se le hizo aún más profunda.

—Entiendo. Bueno… yo ahora tengo que volver al trabajo.

—Me alegro de haberte visto, Jack.

Me saludó con la cabeza y me dio la espalda, dispuesto a irse.

Luego titubeó. Se volvió para mirarme. Tenía los labios apretados, el rostro preocupado. Parecía estar tratando de decidir algo, y, cuando por fin habló, el tono de su voz era muy serio.

—Si… si alguna vez tienes algún tipo de problema, si alguna vez necesitas mi ayuda, sólo tienes que llamar a Jack Reed, ¿entiendes? Si alguna vez me necesitas para algo, ya sabes dónde encontrarme.

Jack se fue casi corriendo antes de que yo pudiera darle las gracias, y en seguida llegó Helmut. Nos había visto hablar mientras volvía del almacén y me preguntó quién era Jack. El instinto me dijo que guardara en secreto su identidad, y logré explicarle con gran naturalidad que era sólo un peón al que yo había hecho algunas preguntas sobre la carga. Helmut quedó satisfecho y no siguió haciendo preguntas. El barco de Meg había llegado mientras Jack y yo estábamos hablando, y ya estaban bajando la pasarela. Helmut me condujo hasta el muelle donde iban a desembarcar los pasajeros.

Se había reunido una muchedumbre. Había gritos y manos que se agitaban, y una atmósfera de entusiasmo. Helmut y yo estábamos de pie a cierta distancia de la pasarela, junto a una pila de madera. Jamás le había visto tan tenso. Su rostro era como el granito y tenía los puños cerrados. Parecía como si quisiera estrangular a toda esa gente alegre y chillona que se saludaba con tanta efusividad. No apartaba los ojos de la pasarela, y cada vez se ponía más y más tenso al ver que su hermana no aparecía. La mayoría de los pasajeros ya habían desembarcado, y los hombres empezaban a bajar baúles y cajas.

La muchacha apareció al fin por la pasarela, pero se hizo a un lado para dejar pasar a uno de los hombres. Lentamente, titubeando, bajaba por la rampa de madera como si no confiara demasiado en que alguien la estuviera esperando. Llevaba un vestido de muselina color gris salpicado de flores azules y lila. El cabello, castaño claro, adquiría un brillo plateado por el reflejo del sol. Era aún más esbelta de como yo la recordaba, y tenía ese aire frágil y vulnerable que la caracterizaba. Su rostro era pálido, y no era soso gracias a los enormes ojos entre azules y violáceos que reflejaban tan abiertamente sus emociones. Parecía tener mucho menos de veinte años, pero tal vez se debiera a ese vestido tan formal e infantil. Se detuvo al pie de la pasarela y miró hacia la gente, nerviosa. Helmut se fue de mi lado y caminó hacia ella a grandes pasos a través de la muchedumbre.

No se abrazaron. Helmut tenía una expresión severa, y su comportamiento era un poco torpe. Hablaron durante unos momentos, y luego Meg se volvió para mirar hacia mí. Helmut le dijo algo más. La muchacha asintió con la cabeza. Él le cogió la mano con fuerza y la condujo hacia mí. Mientras se acercaban vi que la muchacha luchaba por controlar una poderosa emoción.

Sonreí mientras Helmut hacía las presentaciones. Meg me dedicó una sonrisa lánguida, tímida, que le temblaba en los labios y no alcanzaba a llegarle a los ojos. Entonces comprendí cuál era la emoción. Era miedo. Meg Schnieder estaba aterrada.