No cumplí mi promesa. No estaba lista cuando Bruce llegó. Sólo tenía puesta una bata. Le hice entrar a la tienda y luego le llevé arriba, a la sala de estar, para que me esperara. Eso había sido hacía media hora. Ahora, mientras de pie frente al espejo me miraba por última vez, le oía caminar con impaciencia. Ya era tarde y sería más tarde cuando saliéramos para Roseclay, pero ésa era mi intención. Pensaba llevar a cabo mi plan paso a paso y había decidido llegar cuando todos los invitados estuvieran reunidos.
Había empleado los últimos cuatro días para hacer mi vestido y lo había terminado esta tarde. Era marrón oscuro, bordado con motivos de flores en negro brillante y pequeñas cuentas de color bronce. Las brillantes cuentas hacían que la atención se concentrara en mis firmes pechos, que quedaban sumamente descubiertos por el atrevido escote. El vestido era audaz, llamativo. Estaba muy contenta con el resultado de mi trabajo.
Me había recogido el cabello con gran esmero y formaba brillantes ondas color cobre en lo alto de la cabeza; tres largos rizos colgaban sobre los hombros. Me había aplicado el maquillaje con gran cuidado. Las virtuosas damas de Natchez iban a ver a la «pelirroja» en su apogeo. Y Helmut Schnieder la iba a encontrar fría, serena e irresistible. Al menos eso es lo que yo esperaba. La apuesta era alta y tenía toda la intención de ganar.
Abrí la puerta que comunicaba las dos habitaciones y entré en la sala de estar. Bruce estaba de pie frente a la ventana, mirando la noche. Se volvió. Me miró con una especie de incredulidad, sorprendido por lo que veía. Me di cuenta de que le gustaba muchísimo, pero como era esencialmente un muchacho convencional también estaba un poco horrorizado por la forma en que el escote dejaba ver los pechos.
—Estás maravillosa —dijo—. Ha valido la pena esperar.
—Ha sido desconsiderado de mi parte hacerte esperar tanto, pero quería estar especialmente hermosa para ti.
Halagado, convencido de que me había tomado tanto trabajo para él, sonrió. Él estaba muy elegante, con sus pantalones color vino y la levita, el chaleco a rayas marrones y blancas y la corbata de seda blanca. Jamás había estado tan atractivo; su ondulado cabello castaño, tan oscuro y brillante; sus serios ojos azules, llenos de placer. Alguna muchacha iba a ser muy afortunada, pensé.
El carruaje estaba frente a la puerta; los caballos esperaban pacientemente bajo la luz de la luna. Bruce me ayudó a subir, y yo me coloqué bien las faldas. Casi no había lugar para que él se sentara a mi lado, pero yo aparté el tejido hacia un lado. El asiento crujió cuando Bruce se sentó y tomó las riendas. Un momento después estábamos ya en marcha. Era una noche hermosa; el cielo tenía un color negro grisáceo, encendido por brillantes rayos de luna. Hacía calor, un calor casi sofocante, y el aire de la noche estaba cargado con los perfumes de la primavera.
—Me alegro de que te hayas decidido a venir —dijo.
—No tenía otra alternativa —le dije—. ¿Recuerdas?
—Recuerdo que estuve un poco dominante.
—Un poco.
—Y pienso serlo aún más en el futuro.
—¿Ah, sí?
—He decidido cambiar de táctica —me informó—. Hasta ahora he sido demasiado cortés, demasiado considerado. De ahora en adelante voy a ser insistente y, además, voy a hacerte feliz.
Era como un joven caballero, pensé, un sir Galahad fuerte y atractivo que quería convertirme en su bella dama. Es probable que después de esta noche me odiara, pero eso, en última instancia iba a ser lo mejor. Le dejaría libre para buscar la muchacha que se merecía, tan joven, tan inexperta como él, una muchacha con quien pudiera construir un futuro.
—Dije a mis padres que te llevaría a la fiesta —dijo.
—¿De veras?
—Les dije que Schnieder me pidió que te llevara. Eso cambió radicalmente las cosas. Les pareció mucho mejor. Los dos están dispuestos a aceptarte.
—Qué alentador —observé no sin cierta ironía en la voz.
Bruce comprendió que había sido una falta de tacto decirme eso y se concentró en conducir. Las luces que ardían y se veían en las ventanas formaban cálidos cuadrados amarillos en la oscuridad y, cuando dejamos atrás la ciudad y tomamos una curva, vimos el Mississippi allá abajo, una pálida cinta plateada que brillaba en la noche; las empinadas riberas aparecían de un azul casi negro. Los caballos avanzaban con rapidez y las ruedas apenas tocaban el camino. Las nubes jugueteaban con la luna y provocaban un constante devenir de luz y sombra en el camino.
Enjambres de luciérnagas volaban entre los oscuros matorrales y diminutas luces doradas se encendían y se apagaban.
Diez minutos más tarde llegamos a Roseclay. Estaba encendida de luces y el sonido de risas y de música se esparcía por la noche. Los carruajes estaban alineados en el camino. Cuando Bruce detuvo los caballos frente a la casa, un lacayo negro bajó los escalones y se acercó a nosotros. Vestía zapatos negros, medias blancas y pantalones de raso color azul cielo hasta la rodilla. La levita también era de raso azul y llevaba una peluca empolvada al estilo francés. Después de ayudarme a descender, le dijo a Bruce que él se encargaría del carruaje y se lo llevó mientras nosotros subíamos los escalones hacia la puerta principal.
En la puerta había otro lacayo vestido exactamente igual que el anterior. Éste nos condujo por el enorme vestíbulo. Me sentía profundamente tranquila, pero noté que Bruce estaba nervioso y aprensivo. Le cogí la mano y sonreí mientras otro lacayo, éste con un bastón con empuñadura de plata, nos preguntaba los nombres y nos conducía hacia el salón de baile. La música había dejado de sonar, pero se oían voces y algunas risas discretas.
Bruce hizo un valiente esfuerzo por controlar su aprensión. Le apreté la mano cuando nos detuvimos ante la amplia arcada que daba al salón de baile.
El lacayo golpeó el bastón contra el suelo. Los invitados, que ya estaban reunidos, inmediatamente quedaron en silencio y se volvieron para ver quién llegaba. Cuando todos estuvieron atentos, el lacayo anunció nuestros nombres con voz grave y resonante. Luego se puso a un lado. Bruce me condujo por los dos angostos escalones y luego a través de la sala. Vi que la mayoría de los rostros nos miraban perplejos y varios invitados se quedaron sin aliento. Bruce se mantenía indiferente y su porte era altivo, soberbio. Él también había visto cómo nos miraban y estaba furioso. Jamás le había admirado tanto.
Pasaron unos instantes y nadie hablaba. Era una situación sumamente incómoda, pero Helmut Schnieder se apresuró a ponerle fin. Se acercó lentamente a nosotros, sonriente, nos saludó con cordialidad y estrechó la mano de Bruce. Bruce se tranquilizó un poco y se sintió aliviado, pues lo peor ya había pasado.
—Comenzaba a pensar que no iban a venir —me dijo Schnieder—. Me habría sentido sumamente decepcionado… y sorprendido.
—Perdón por llegar tarde —se disculpó Bruce.
—Han sido los últimos en llegar, pero no tiene importancia.
—Me temo que es culpa mía —observé—. Tardé más de lo que había calculado en vestirme.
Schnieder me miró. Aquellos duros ojos azules observaron cada detalle lenta, muy lentamente. Le gustaba lo que veía. Esa boca de labios carnosos, sensuales, se puso tensa y tuve la sensación de que si hubiéramos estado solos me habría estrechado contra él en un salvaje abrazo. Me daba una sensación de poder.
—Ha invertido bien el tiempo —dijo.
—Gracias, señor Schnieder.
—La orquesta ha estado tocando, pero aún no hemos empezado a bailar. Si Trevelyan no se opone, quisiera iniciar la fiesta bailando con usted.
Bruce quedó sorprendido, pero no podía oponerse. Dio su consentimiento con voz tensa y Schnieder no pudo menos que sonreír.
—Quedamos de acuerdo entonces, pero antes permítame que la presente a algunos de mis invitados, señorita Danver. Estoy seguro de que Trevelyan querrá saludar a algunos de sus amigos antes de que comience el baile.
Los otros invitados ya habían reanudado las charlas, pero casi todos los de la sala nos miraban y trataban de disimularlo.
Schnieder me cogió la mano y me condujo hacia una mujer vestida de color púrpura oscuro que parecía una estatua. Tenía el rostro grande, pálido, la boca pequeña, de labios fruncidos, y oscuros ojos entrecerrados que se abrieron desmesuradamente a causa del horror a medida que nos íbamos acercando. El cabello, negro, se entrelazaba en un complicado peinado. Al acercarnos más, vi que los diamantes que colgaban de sus orejas y los que le adornaban el escote eran una muy buena imitación de los legítimos.
—Señorita Danver, quisiera presentarle a la señora Charles Holburn. Su esposo es uno de nuestros ciudadanos más importantes.
—Encantada —dije.
La señora Holburn, cortésmente, hizo un movimiento con la cabeza. No podía hablar. Yo sabía que ella era la más distinguida de las damas y que se autoconsideraba la más importante dentro de la sociedad de Natchez. Schnieder disfrutaba de la situación y saboreaba la furia que la señora Holburn ya no podía esconder.
—La señorita Danver es una vieja amiga mía —siguió diciendo—, emparentada con una de las mejores familias de Inglaterra. Creo que usted había comentado algo sobre enviar a su hija Arabella a estudiar a Inglaterra. Tal vez la señorita Danver pueda aconsejarla al respecto. Ella estuvo en la academia en Bath, la mejor en su género, según tengo entendido.
Era evidente que la señora Holburn estaba confundida y no sabía cómo reaccionar. Mi reputación era mala; sin embargo, yo tenía los modales y el acento de una aristócrata. ¿Podría ella estar equivocada sobre mí? Esas piedras falsas me decían mucho de esa mujer: sobre todo que no podía darse el lujo de ofender a su rico y poderoso anfitrión. Hizo un esfuerzo por sonreír.
—Uno de estos días tenemos que hablar de escuelas, señorita Danver —dijo.
—Por supuesto —repliqué amablemente.
—¿Por qué ha dicho eso de la academia en Bath? —pregunté mientras Schnieder me conducía hacia otro grupo.
—Era importante empezar la conversación. Yo sabía que usted debía haber ido a una de esas escuelas selectas; por eso nombré la primera que se me ocurrió.
—Tengo entendido que su hermana regresará de Alemania dentro de algunas semanas.
—En junio —respondió sin mayores explicaciones.
—¡Qué maravilloso será para ella volver a una casa tan magnífica! Creo que apenas la había empezado cuando ella se fue.
—Sólo había la armazón. Venga, permítame que la presente a algunas otras personas.
Me preguntaba cuáles serían sus intenciones mientras me presentaba primero a uno, luego a otro distinguido ciudadano.
La mayoría eran fríos, uno o dos se mostraron amistosos, pero todos eran amables, aunque con una amabilidad forzada. Antes no había tomado conciencia de la magnitud del poder de Schnieder. ¿Cuántas de estas personas estarían en deuda con él?
Por lo general habrían despreciado a un hombre como Schnieder tanto como me habían despreciado a mí. ¿Sería tal vez el miedo a una represalia lo que hacía que se comportaran de esta manera?
—Parece que la plantación está progresando —le comentó a uno de los hombres cuya esposa se había visto obligada a charlar conmigo—. Debería haber una muy buena cosecha. Quiero que me tenga informado, Ashton.
—Lo haré —replicó Ashton—. Si todo sale bien, podré pagarle lo que le debo en…
—No hay por qué hablar de eso ahora —le interrumpió Schnieder—. Esto es una fiesta. Que se divierta.
Se comportó de un modo algo grosero. Ashton sonrió nervioso, pero en sus ojos podía leerse la indignación. Schnieder rió entre dientes mientras seguíamos caminando por la sala. Le causaba un placer especial ser grosero con quienes eran evidentemente sus superiores.
—Se están inquietando —observó—. Creo que deberíamos dar comienzo a la fiesta para que empiecen a bailar.
—Como quiera.
Schnieder se acercó a los músicos para hablarles, y mientras lo hacía aproveché la oportunidad para mirar más detalladamente el salón. Era una maravilla de elegancia y belleza. Cuatro enormes arañas de cristal colgaban de ese techo con molduras decoradas y adornos dorados sobre un fondo de color amarillo pálido.
Había paneles de seda amarilla, enmarcados en dorado sobre las altas paredes blancas y el piso era de madera color dorado oscuro.
Altas ventanas francesas daban a los jardines y de ellas colgaban lujosas cortinas de seda amarilla sujetas con cordones dorados.
Los elegantes sofás franceses tapizados en azul claro estaban rodeados de sillones dorados y frágiles mesitas con floreros de porcelana llenos de rosas. Por lo menos una docena de lacayos negros con uniformes de raso azul y pelucas empolvadas circulaban entre los invitados con bandejas de plata repletas de bebidas.
Resultaba difícil creer que todo ese esplendor fuera real; era imposible no quedarse admirado.
Vi que Bruce estaba de pie al otro lado del salón, con dos muchachos. Bebía una copa de coñac y fingía estar escuchando la alegre charla de sus compañeros, pero no me quitaba los ojos de encima. Su mirada me decía que estaba herido y enojado.
Cuando regresó, Schnieder se volvió para ver a quién estaba mirando. Bruce frunció el ceño y nos dio la espalda. Schnieder rió entre dientes.
—Parece que su joven acompañante se está poniendo nervioso.
—Con justa razón. En cuanto llegamos me apartó de él.
—Ya hizo lo que tenía que hacer —dijo Schnieder.
—¿Ah, sí?
—Ambos lo sabemos, señorita Danver.
Antes de que pudiera responder se oyó un redoble de tambores. Los invitados comenzaron a despejar el centro de la sala y, cuando los músicos empezaron a tocar un lento minueto, Schnieder me tomó la mano. Todas las miradas se clavaron en nosotros mientras me llevaba hasta el centro. Pensé que sería tosco, torpe, pero daba los pasos con una dominante firmeza que hacía que los pomposos movimientos parecieran naturales y viriles. Después de haber bailado solos por algunos instantes, otras parejas comenzaron a bailar. Schnieder no me quitó los ojos de encima en ningún momento. Sus labios dibujaban el esbozo de una sonrisa. Era como si este baile tan tremendamente formal fuera una especie de íntimo ritual de pareja entre nosotros dos; las demás parejas casi no existían.
—Baila muy bien, señorita Danver —dijo.
—Gracias.
—Parece que usted tiene muchas virtudes.
—Todo lo que hago trato de hacerlo lo mejor que puedo.
—Por ahora lo está haciendo todo muy bien.
La formal conversación estaba llena de ambigüedades. Ambos habíamos tomado ya plena conciencia de nuestras intenciones.
Sus duros ojos azules se clavaban en los míos mientras desgranábamos los pasos de baile y sus labios dibujaban una mueca, como si algo le estuviera divirtiendo.
De pronto tuve la sensación de que estaba en aguas demasiado profundas, de que debía retirarme antes de que fuera tarde. El instinto me decía que Helmut Schnieder era un adversario demasiado formidable y que me faltaban armas para combatir con él. Aunque lograra mis propósitos, estaría a su merced y me usaría brutalmente para algún secreto fin. En seguida descarté la idea. Todo iba exactamente como yo lo había planeado, incluso mejor de lo que esperaba. Sería una locura abandonar ahora cuando el éxito estaba tan cerca.
—¿Qué le parece Roseclay? —preguntó.
—Maravillosa.
—Permítame que después le muestre algunas otras dependencias de la casa.
—Me encantaría.
—Tenemos mucho de qué hablar, señorita Danver.
—¿De veras?
Asintió muy lentamente con la cabeza, mientras me miraba con ese esbozo de sonrisa con que parecía desafiarme. Seguimos bailando mientras las arañas inundaban la sala con su luz, y los vestidos de las damas formaban un constante y cambiante caleidoscopio de color. Cuando por fin la música dejó de sonar, Schnieder hizo una cortés reverencia y me dio las gracias por el baile.
—Debo atender mis obligaciones como anfitrión —me informó—, debo bailar con todas las damas y con sus hijas, pero volveré a estar con usted antes de que termine la noche.
—De eso estoy segura.
—Hasta luego, señorita Danver.
Se alejó con grandes pasos y me sentí aliviada cuando vi que Bruce venía decidido hacia mí. Jamás le había visto tan tenso, y sentí que la furia hervía dentro de él. Me cogió con firmeza por el hombro y me apartó del centro de la sala mientras la música iniciaba otra pieza. Me di cuenta de que en las condiciones en que se encontraba no podría dominarle, y eso no era bueno. Hice un tremendo esfuerzo por apaciguar sus exasperados sentimientos, charlando alegremente, dejándole que fuera a buscar champán para los dos, halagando su joven y vulnerable ego.
Por fin se tranquilizó, y cuando terminamos el champán me llevo a conocer a sus padres. Alicia Trevelyan era una mujer regordeta, bonita, vestida de raso color rosado; su cabello era rubio, un poco áspero. Me miraba con ojos entrecerrados, inciertos, como si no estuviera segura de quién era yo. George Trevelyan tenía un rostro serio, atractivo, y sus penetrantes ojos azules me miraban atentamente mientras su hijo hacía las presentaciones. Su modo de tratarme revelaba que me consideraba una voraz aventurera con una fuerte inclinación por los lactantes. La forzada conversación fue breve. Trevelyan, puramente cortés; su esposa, con la misma incertidumbre. Después Bruce me invitó a bailar. Era un bailarín mediocre, tan torpe como pensé que iba a ser Schnieder, pero incluso ese detalle me conmovió.
Así como a las mujeres de la fiesta no les entusiasmaba demasiado la idea de aceptarme, la mayor parte de los hombres estaban más que ansiosos por conocerme. Cuando la pieza que bailaba con Bruce terminó, Charles Holburn me pidió que fuera su compañera, y fue sólo el primero de una larga lista. Bailé durante más de una hora y media sin descanso. Cuando por fin Bruce me rescató y me llevó a la sala donde servían la comida y las bebidas, me sentí sumamente agradecida. Aquella ola errante volvió a agitarse en su frente y tenía las mejillas encendidas.
—Has estado muy ocupado con las damas —dije en tono de broma.
—Cynthia me hizo prometer que bailaría con todas sus amigas. Un montón de fatigantes muchachas que sólo dicen tonterías.
—¿Quién era esa preciosa morena de terciopelo azul? Te he visto bailar con ella dos veces.
—¿Te refieres a Denise? Es sólo una amiga, distinta de todas las otras. Le gusta discutir sobre política y le importa un comino que su enagua sea más larga que la falda. Lee mucho, como yo. A veces intercambiamos libros.
—Entiendo.
—Su familia y nosotros éramos vecinos en Massachusetts. Crecimos juntos. Solíamos pelearnos a muerte cuando éramos niños. Siempre le daba una buena paliza. Denise no sabría coquetear aunque su vida dependiera de eso. No tienes nada que temer.
Hablaba de ella con gran cariño y yo me sentía mucho mejor.
Había visto el modo en que ella le miraba mientras bailaban y pensé que en el futuro iba a ser un gran consuelo para él. Bruce me llevó hasta una de las adornadas y muy bien servidas mesas.
Otro sirviente uniformado y con peluca empolvada nos llenó los platos y Bruce los llevó hasta un sofá tapizado con seda dorada.
Cuando nos sentamos, Bruce me pasó un plato.
La sala de estar era enorme y, a su manera, tan espectacular como el salón de baile. Estaba decorada en blanco y oro, con muebles de estilo francés, y el techo estaba pintado con ninfas y figuras de la mitología sobre un cielo celeste, rodeadas de nubes color rosa dorado. La sala era tan hermosa como las de las imponentes casas de Inglaterra. Ahora empezaba a comprender por qué Schnieder había tardado tanto en terminar esta mansión.
El artista debió emplear varios meses sólo para decorar el techo.
Mientras comíamos, la muchacha llamada Denise entró en la sala del brazo de uno de los jóvenes con quienes Bruce había estado hablando. Tenía ojos marrones, inteligentes; rasgos marcados y atractivos, y el oscuro cabello le brillaba con la luz de las velas.
Bruce le saludó con la mano, sonriente, y ella le devolvió el saludo. Luego nos dio la espalda con fingido desinterés. Podría no saber coquetear, pero era evidente que estaba enamorada de Bruce. Si él no lo sabía, era porque ella no quería hacérselo saber.
Todavía. Ella y su acompañante salieron con los platos a los jardines, atravesando una de las altas puertas de cristal. Bruce frunció el ceño.
—Blake Gutherie tiene muy mala reputación en lo que respecta a las mujeres. Espero que Denise sepa lo que está haciendo.
—Supongo que lo sabe —repliqué.
Cuando terminamos de comer y después de beber más champán, Bruce me volvió a llevar a la sala para seguir bailando.
Pero su hermana Cynthia le llamó, y yo bailé con un joven un poco borracho que evidentemente estaba fascinado por el escote de mi vestido. Hubo otra ronda de bailes, y algunos de los invitados comenzaban ya a marcharse cuando Helmut Schnieder me cogió de la mano y me llevó por el pasillo que conducía al vestíbulo de la entrada principal.
—Es hora de que demos nuestro paseo —dijo.
—Estaba ansiosa.
—La creo.
Abrió una puerta y me hizo pasar a una biblioteca con hermosos muebles, hogar de mármol blanco y blancos estantes que cubrían desde el suelo hasta el techo, repletos de volúmenes lujosamente encuadernados. Marrón, tostado, dorado, rojo. Las ventanas a ambos lados del hogar daban al césped de la parte anterior de la casa, y había una hermosa mesa estilo Sheraton. Leí los títulos de los libros con gran interés, y me hubiera gustado sacar varios y leerlos. Schnieder me miraba con ojos entrecerrados.
—Tiene una magnífica biblioteca —dije—. ¿Lee?
—Ni tengo tiempo ni me gusta. Hice esta biblioteca pensando en mi hermana. Ella lee mucho.
Me hizo salir de la biblioteca y me llevó a otra sala de estar más pequeña, con un magnífico piano de reluciente caoba, un sofá azul y un hogar de mármol color gris claro. A pesar de todo el lujo, la habitación era cálida y acogedora. Había flores color púrpura en altos floreros de porcelana blanca. Las cortinas eran de terciopelo color lila claro. Schnieder me mostró el elegante comedor, la mesa para hombres, y, por último, nos encontramos frente a la majestuosa escalera con baranda de caoba y alfombra color rojo oscuro.
—Los dormitorios están arriba —dijo.
—Creo que podríamos dejarlos para otra oportunidad.
—¿Nerviosa, señorita Danver?
—En absoluto.
—¿No me tiene miedo?
—¿Por qué tendría que temerle?
Schnieder asintió con la cabeza sin apartar sus ojos de los míos.
—Soy un hombre cruel, señorita Danver. Utilizo a la gente. A veces la lastimo. ¿Está dispuesta a correr ese riesgo?
—Creo que puedo cuidarme sola, señor Schnieder.
Sonrió, y otra vez me miró con los ojos de alguien que se divierte. Éste era el momento de retirarme. Éste era el momento de despedirme de él y salir de allí lo más rápidamente posible. Acababa de advertirme que era posible que me lastimara.
Pero me mantuve en la misma posición y le miré fríamente a los ojos.
—Aún no ha visto los jardines —observó—. Son muy bonitos de noche.
—Me encantaría verlos.
Caminó delante de mí por el vestíbulo hacia la puerta de atrás, y la abrió para que pasara. Salí, negándome a mí misma la aprensión que sentía. Schnieder cerró la puerta y me condujo hacia los jardines. La cochera y las habitaciones de los criados estaban a la derecha. Se oía la música que invadía la noche, y el sonido se iba haciendo cada vez más lejano a medida que paseábamos bajo los olmos hacia los amplios jardines. Pensé que habría otros invitados por allí, pero no había nadie más.
Los jardines habían sido dispuestos en niveles por la mano de un experto artista de paisajes, y delgados escalones de mármol conducían de un nivel a otro. Había lagos artificiales y fuentes de donde el agua no dejaba de fluir, elegantes parterres con flores y árboles siempre verdes, altos y oscuros a la luz de la luna. Nos detuvimos detrás de un enrejado cubierto por un alto rosal. Todo tenía un toque de plata: el mármol brillante, el azul oscuro de las sombras. Las hojas crujían. Se oyó el grito de un pájaro solitario.
Ya casi no se distinguía la música de la sala de baile.
—Ha cambiado mucho en cuatro años —observó.
—Entonces me recuerda.
—Como si fuera ayer. De veras quise comprarla a Rawlins. Supongo que aún estará en venta.
—El precio puede resultar un poco elevado —respondí.
—Lo dudo, señorita Danver.
—Quiero seguridad.
—Y lujo —agregó.
—Eso también.
—Puedo darle las dos cosas.
—Estoy hablando de matrimonio.
Schnieder permaneció en silencio. Observé con cuidado su rostro a la luz de la luna. El flequillo que le caía sobre la frente le daba el aspecto de un astuto monje campesino de la Edad Media, sensual y avaro, capaz de cometer cualquier crimen. Otra vez tenía los ojos entrecerrados. Estaba de pie frente a mí, tan cerca que percibía su respiración junto a mi mejilla.
—Da la casualidad de que necesito una esposa —dijo.
—¿Ah, sí?
—Por eso organicé este baile. Pensaba elegir a una de las jóvenes muchachas cuyas madres están ansiosas por competir vigorosamente. Pero al verla comprendí que no necesitaba seguir buscando.
Schnieder arrancó una rosa y, con despreocupación, la deshojó entre los dedos.
—Una de las otras habría sido… muy difícil de entrenar. Usted es justamente lo que yo necesito. Es hermosa e inteligente, y no habría sentimentalismos. Sería un arreglo muy sensato.
—No… no lo entiendo muy bien.
Sonrió entre dientes.
—No dudo de que esté confundida. Usted llegó aquí con un vestido seductor, dispuesta a usar sus trucos conmigo, dispuesta a hacer bromas y provocarme hasta que me convenciera, hasta que cayera, bajo su hechizo. Luego descubrió que no era necesario.
—¿Qué es exactamente lo que quiere, señor Schnieder?
—Una esposa —dijo—. Pero no lo que normalmente se entiende como tal. No quiero amor y devoción. Eso sería demasiado fatigante. Quiero alguien que haga las veces de anfitriona en Roseclay, alguien que atienda a mis invitados, que esté a mi lado en todos los acontecimientos sociales en los que se necesita una esposa.
—Eso podría hacerlo su hermana cuando vuelva.
Schnieder frunció el ceño.
—Quiero una esposa —dijo violentamente.
—¿Qué… qué más habría que hacer?
—Revolcarnos en la cama de vez en cuando. Creo que eso también sabría hacerlo muy bien. Estoy seguro de que disfrutaría con ello. A cambio de eso tendría la seguridad de la que habló, y todos los lujos que la esposa de un hombre muy rico podría esperar.
Era demasiado simple y estaba sucediendo demasiado rápido.
Y todo con una tremenda sangre fría. Sentía que él me despreciaba, que tenía algún otro motivo y me lo ocultaba. ¿Pero no es esto lo que querías? Me preguntaba a mí misma. ¿No has venido para esto? Querías hacerle caer en una trampa, y él mismo te ofrece lo que has venido a buscar. Con Helmut Schnieder no habría necesidad de fingir lo que no sentía.
—¿Qué me dice, señorita Danver?
—Acepto su oferta.
—Me lo imaginaba —replicó—. Nos casaremos mañana.
—¿Mañana? Pero…
—No veo ningún motivo para esperar. Puedo arreglarlo todo con la máxima facilidad. Pero no esté tan asustada. Será la esposa del hombre más rico de todo el territorio, dueña y señora de la casa más lujosa de América.
Oí pasos que se acercaban. Por encima del hombro de Helmut vi una oscura figura que se movía entre las sombras. Schnieder se volvió, irritado, en el preciso instante en que un rayo de luna iluminaba el rostro de Bruce. Bruce parecía desconcertado. Sentí que el corazón me daba un vuelco. No, no, pensé, así no, no de una manera tan cruel. El enrejado nos escondía parcialmente, y Bruce aún no nos había visto. Miró de reojo entre las sombras, se acercó, y entonces nos descubrió.
Se quedó muy quieto bajo la luz de la luna, mirándonos fijamente. Vi que luchaba por controlar sus emociones, luchaba por esconder la tremenda agitación. Mi corazón fue hacia él. Yo quise correr, tratar de explicarle, pero sabía que no podía. Era demasiado tarde para suavizar el golpe. Bruce respiró profundamente, y, cuando habló, tenía la voz serena.
—Te he estado buscando, Marietta. Todos se van. Es hora de que nosotros también nos vayamos.
—Váyase, Trevelyan —dijo Schnieder.
—¿Por qué no se va al diablo? —respondió Bruce—. ¿Vienes, Marietta?
—Se queda conmigo esta noche.
Bruce cerró los puños, y los músculos de su rostro se pusieron tensos. Por un momento pensé que se iba a abalanzar sobre el alemán. Pero se controló y volvió a respirar profundamente.
—¿Es cierto? —preguntó.
—Sí, Bruce —respondí serenamente.
—¿Vas a quedarte con él?
Asentí con la cabeza. Bruce me miró incrédulo. Yo sabía cómo debía sentirse. No podía ser peor de como yo misma me sentía.
—Entiendo —dijo—. Todo lo que me dijeron de ti es cierto, ¿verdad?
—Bruce…
—Yo me había enamorado realmente de ti, pero te has estado riendo de mí todo el tiempo, me estabas usando. Creo que he sido un estúpido. Adiós, Marietta. Que tengas suerte.
Luego nos dio la espalda y se alejó entre las sombras. Oí sus pasos que regresaban a la casa. Sentí que el corazón se me partía, y entonces suspiré, e hice un esfuerzo por dejar las emociones a un lado. No podía sentir. Debía ser dura, fría, calculadora. Iba a obtener exactamente lo que quería. Trataba de tener eso siempre presente. Cuando los pasos de Bruce se perdieron en la noche, miré a Helmut Schnieder. Me cogió bruscamente, me estrechó entre sus brazos y cubrió mi boca con la suya.