XXIII

Era un domingo por la tarde. Me senté abajo, en el pequeño despacho que estaba en la parte de atrás de la tienda. El pesado libro de contabilidad estaba abierto sobre la mesa, frente a mí. Después de revisar lenta y cuidadosamente las columnas de números, comprendí que ya no era posible negar la evidencia.

Los hechos estaban allí, claramente registrados con tinta negra sobre aquellas páginas. Los gastos habían sido cuantiosos; las ganancias, muy pocas. Apenas me había salvado de la quiebra.

Cerré el libro mayor con decisión y lo guardé. No estaba en deuda, pero casi no quedaba dinero y sabía que era muy poco el que iba a entrar. Pero podría seguir viviendo de lo que sacaba de la tienda. Si seguía consumiéndome los dedos trabajando seis días a la semana, seguiría obteniendo cada mes una pequeña ganancia, lo suficiente para vivir. Pero después de seis largos meses debía admitir que el negocio jamás iba a ser el éxito que yo había imaginado.

Lo sabía, y también sabía por qué.

Un rayo de sol se filtraba por la ventana y doraba el bloc de notas con cubierta de cuero granulado además de formar una pequeña mancha plateada sobre el negro tintero. Yo podía seguir cosiendo espléndidos vestidos de fiesta para las prostitutas de Natchez-bajo-el-monte, y ropa discreta, de uso diario, para las simpáticas y trabajadoras mujeres que trataban de establecer sus hogares aquí, en esta no autorizada decimocuarta colonia. Pero aquellas opulentas damas que habrían dado vida a un negocio como el mío seguían manteniéndose distantes.

Natchez no era Nueva Orleans. Era una próspera y bulliciosa colonia británica, con niveles sociales cuidadosamente estructurados. Miles de personas se habían volcado a esta aislada colonia fronteriza cuando los disturbios entre los rebeldes y los realistas se hicieron más violentos. Familias verdaderamente leales dejaron todo lo que tenían y abandonaron las trece colonias para establecer sus hogares lejos del tenso conflicto que según todas las predicciones iba a estallar en una revolución. Varias de las familias eran gente acomodada, y muchas tenían lazos aristocráticos en Inglaterra. Trajeron con ellos su dinero y la rígida conciencia de diferencia de clases. Las mujeres que podían haber hecho prosperar el negocio tenían sus propias costureras, viejas y desaliñadas solteronas que se ganaban su miserable vida corriendo de una distinguida casa a la otra en un esfuerzo desesperado por satisfacer a las grandes damas y a sus mimadas y malcriadas hijas. Ellas no querían tener trato con la pelirroja de Nueva Orleans.

Mi reputación me había seguido. Sin saber cómo, estas mujeres altivas y refinadas se habían enterado de que yo había sido anfitriona en una casa de juego. Para ellas lo mismo podía haber sido un prostíbulo. La moral en Natchez era tan liberal como en cualquier otra parte. Lo ilícito no tenía restricción, pero todo se escondía detrás de una sólida muralla de hipocresía. En la sociedad de Natchez no había prostitutas. Estaban los buenos ciudadanos que vivían en el monte y los desagradables leprosos de la sociedad, que armaban alborotos en las tabernas y prostíbulos de bajo-el-monte. Las diferencias de clase eran marcadas y las damas de la clase alta habían decidido no apoyar mi negocio.

Sonreí con amargura al recordar el entusiasmo que me había hecho invertir todo mi cuerpo, mis energías y mi dinero en esta empresa. Mi tienda estaba en un pequeño edificio de blanca fachada, al final de una de las más importantes calles comerciales, casi en las afueras de la ciudad. Un cerco de estacas blancas rodeaba el pequeño patio, y tres altos olmos crecían en el frente.

Yo vivía en el segundo piso, sobre la tienda, y desde las ventanas de mi habitación se veía el Mississippi. Elegantes damas que no se dejaban llevar por los comentarios iban a invadir pronto mi negocio. Había tomado a dos jóvenes ayudantes, muchachas alegres e inteligentes que se habían mostrado tan deseosas como yo de hacer que el negocio marchara. Tuve que dejar libre a una de ellas después de los primeros dos meses, y no hacía más de un mes me había visto obligada a despedir a la otra. Sencillamente no había suficiente trabajo que justificara la necesidad de ayudantes fijos.

Aunque tenía contrato por un año, tenía serias dudas de poder sobrevivir otros seis meses. Me ganaba la vida, sí, pero ganarse la vida no era suficiente. Era hora de admitir el fracaso y dedicarse a otra cosa. No pensaba envejecer haciendo ropa barata y sencilla para señoras de clase media y espectaculares vestidos para prostitutas. Aunque el negocio fuera un fracaso, había servido para algo. Me había ayudado durante un período muy difícil y me había dado una lección sobre el poder de la clase social.

El sol dibujaba figuras cambiantes sobre la mesa. Afuera, los olmos se agitaban con la brisa. La tienda estaba en silencio.

Aquella amarga sonrisa aún se dibujaba en mis labios. Había venido a Natchez para comenzar una nueva vida, para dejar atrás el pasado. Iba a convertirme en una respetable mujer de negocios.

Mi tienda sería la mejor de todo el territorio en su género; mi conducta, intachable. Iba a abrirme camino por mi cuenta, utilizando la habilidad que sabía que tenía. Pero las distinguidas damas de Natchez no me permitían iniciar una nueva vida. Me habían señalado como la pelirroja desde el primer momento y habían destruido todas mis posibilidades de éxito.

Trataba de no sentirme indignada, pero no podía. Sentía deseos de devolver cada uno de los golpes a esas damas altivas e hipócritas. Sentía deseos de demostrarles. Y eso es lo que iba a hacer. De alguna manera las haría cambiar de opinión. El negocio era un fracaso, pero no me habían derrotado a mí.

Lucharía. Mi mente ya estaba construyendo un plan. Era totalmente mercenario y no sabía si podría llevarlo a cabo o no.

Pero de una cosa estaba segura: no pensaba seguir siendo una víctima, pasiva, usada. Ahora iba a ser yo quien tomara las decisiones.

Salí del despacho y subí a mi habitación por la escalera de atrás.

Eran más de las dos. Bruce Trevelyan vendría a buscarme para llevarme de paseo en su carruaje poco después de las tres.

Habíamos salido a pasear casi todos los domingos durante los últimos dos meses. Bruce tenía veintidós años. Era un muchacho alto, delgado, de cabello castaño y ondulado y serios ojos azules.

Los Trevelyan habían sido una de las primeras familias realistas que habían venido a Natchez. El padre de Bruce era el segundo hijo de un duque y su plantación ya era una de las más grandes del territorio. Su linaje, su riqueza y sus atractivos rasgos hacían que Bruce fuera el mejor candidato soltero de los alrededores. Era cortés, formal y un poco serio, y yo mucho me temía que se estuviera enamorando de mí.

Aparentemente sin saber que mi tienda estaba fuera de los límites de la respetable clase alta, había venido hacía dos meses para comprar un regalo de cumpleaños para su hermana Cynthia. Su elegante ropa, su forma de ser reservada, le identificaron en seguida como un miembro de la clase alta. Parecía confundido entre todos los volantes y los llamativos adornos que le rodeaban. Sin saber qué hacer, sonrió cortésmente y, en silencio me rogó que le ayudara. Me emocionaba su juventud, su vulnerabilidad, el calor de aquella sonrisa tan cortés. Después de sugerir una serie de regalos, le vendí un hermoso chal. Me dio las gracias y se fue. Y yo le olvidé. Por eso me cogió totalmente por sorpresa cuando al domingo siguiente volvió para preguntarme si me importaría ir a dar un paseo en su nuevo carruaje.

Yo había vacilado, claro. Aunque en realidad no era mucho más joven que yo, era sólo un adolescente para mí. Le agradecí la invitación y pensaba negarme, pero al final no me atreví a desilusionarle. Me sentía atraída por su nerviosa inseguridad, por aquella seriedad tan juvenil. Bruce resultó ser un compañero encantador y, aunque me di cuenta de que nuestros paseos semanales provocaban un escándalo de habladurías, también me di cuenta de que tales habladurías no me importaban en lo más mínimo. Bruce estaba decidido. Había dicho a sus padres que tenía veintidós años y que podía verse con quien quisiera, y agregó que le importaba un comino lo que dijeran los demás.

La gente se había encargado de divulgar y exagerar mi reputación de aventurera, pero, si bien me negaba a ver a Bruce durante la semana, no veía ningún motivo para renunciar a estos inocentes paseos de los domingos.

Las blancas cortinas de mi habitación se agitaban con la brisa y yo miraba tristemente la vieja alfombra gris con dibujos azules y rosados. El cuarto era pequeño y estaba amueblado sin lujo, al igual que la sala de estar. En un primer momento, estas habitaciones habían sido un cálido refugio que había dado consuelo a mi dolor. Pero últimamente, a medida que mi soledad y mi insatisfacción iban en aumento, me sentía encerrada en ellas como dentro de una prisión. Parecían simbolizar mi fracaso. No había pasado una sola noche feliz en aquella enorme cama de bronce cubierta con esa colcha rosada. Los primeros dos o tres meses había dormido intranquila por el dolor y después, cuando todo estuvo por fin bajo control, comencé a preocuparme por el negocio. Noches de rabia y frustración siguieron a las noches de dolor y siempre aquella soledad que se iba acentuando cada vez más, que me iba atormentando con el transcurso de las semanas.

Si no me hubiera sentido tan sola, si no hubiera tenido la angustiosa necesidad de algún tipo de contacto social, jamás habría aceptado la invitación de Bruce.

Sin embargo, disfrutaba muchísimo de los paseos, del aire fresco, del suave movimiento del carruaje mientras los caballos avanzaban lentamente. Me serenaba ver el campo, tan hermoso, tan verde. Y podía olvidar por un momento mis problemas, en compañía de ese muchacho tan serio y cortés que era siempre tan solemne, formal, cariñoso, que hablaba de su infancia en Inglaterra, de libros, y de música, y de la vida, y de lo que esperaba poder hacer. Era algo natural, inocente, que me tranquilizaba, hasta que me di cuenta de que Bruce se estaba enamorando de mí. Yo no le había incitado; sin embargo, la última vez, cuando detuvo el carruaje en el camino que bordeaba el río y me estrechó entre sus brazos, yo no había protestado ni me había resistido.

Había sido un beso largo y tierno y con una sorprendente experiencia. Bruce tenía la serena y discreta virilidad del verdadero caballero inglés y yo sospechaba que durante sus años en Harvard College, en Massachusetts, no se había entregado exclusivamente a los libros. Aunque había sido un beso muy controlado, me había transmitido un ardiente deseo. Cuando por fin me soltó, no me dijo una sola palabra; sólo me miró con esos serios ojos azules que expresaban sus sentimientos con mucha más elocuencia que las palabras. No se trataba de un capricho pueril y Bruce no era un ardiente muchacho que pensaba seducirme. Al parecer, el rico y atractivo hijo único de una de las familias más destacadas de la ciudad se había enamorado de mí.

Me senté frente a la mesa del tocador y comencé a cepillarme enérgicamente el cabello. Qué tremenda ironía, pensé no sin cierta satisfacción. Bruce era la recompensa a que aspiraba esa sociedad que con tanto éxito había hecho fracasar todos mis planes. Aquellas vanidosas matronas que se autoconsideraban justas y honradas habrían dado cualquier cosa por cazarle para sus hijas, quienes competían por su atención y visitaban constantemente a su hermana con la esperanza de encontrarle a él. Bruce no quería a ninguna. Me quería a mí y yo pensaba usarle para lograr mis objetivos. Sólo esperaba poder hacerlo sin lastimarle demasiado.

Era importante que hoy estuviera muy atractiva, y cuidadosamente elegí el vestido. Finalmente me decidí por uno de muselina color natural salpicado con diminutas florecitas marrones y azules. El vestido me hacía más joven, además de acentuar los pechos y la esbelta cintura. Era provocativo y antes jamás lo hubiera usado para salir con Bruce. Hoy era justamente lo que necesitaba.

Di un último toque al cabello, fui al vestíbulo y bajé la escalera.

Salí y cerré con llave la puerta de la tienda. Era un hermoso día de primavera. Había en el aire un suave perfume que se mezclaba con el omnipresente olor del barro, el musgo, el río. Me sentía fuerte y decidida mientras caminaba hacia la puerta del jardín.

Había admitido ya mi derrota y estaba preparada para renunciar al negocio. Otro capítulo de mi vida se había cerrado. Un capítulo breve, frustrante; pero uno nuevo estaba por comenzar.

Juré que esta vez sería yo quien dominara. Marietta Danver ya no sería un juguete del destino.

A los pocos minutos, un ligero y elegante carruaje abierto se acercó rápidamente, casi sin hacer ruido, por el camino. Iba tirado por dos caballos de brillante pelo gris, con sedosas crines que se agitaban con la brisa. Bruce conducía con habilidad y manejaba las riendas con firmeza, sin hacer ningún esfuerzo.

Sonreí cuando detuvo los caballos y bajó. Realmente me alegraba de verle y lamenté haberme encariñado tanto de él. Todo hubiera resultado más fácil si no fuera un muchacho tan serio y admirable. No quería lastimarle. Si alguien como Bruce hubiera aparecido en mi vida hacía seis años, nada de esto hubiera sido necesario.

Aunque sus francos labios rosados esbozaban una sonrisa, me di cuenta de que estaba preocupado, como si tuviera que tomar una importante decisión. Me imaginé que, de alguna manera, me concernía a mí. Bruce no era mucho más alto que yo; era delgado, musculoso, una especie de joven atleta, y su físico se ponía de relieve con aquella levita y esos impecables pantalones color gris perla.

La mirada preocupada se iba convirtiendo en otra de aprobación mientras me observaba detenidamente. Sabía que iba a ser demasiado fácil manejarle. Era tan joven y maleable que estaría indefenso contra mis engaños. No me sentía orgullosa de mí misma, pero lo que debía hacerse, debía hacerse. Mientras me ayudaba a subir al carruaje, deseé haber sido una inocente muchacha de dieciocho años cuyo único deseo en la vida fuera complacerle.

—Es un día hermoso —observé.

Bruce asintió con la cabeza mientras cogía las riendas.

—Tú también eres hermosa.

—Bueno… muchas gracias, señor.

—Nunca habías estado tan atractiva.

—Supongo que debe ser el vestido. Quería ponerme algo adecuado para un día de primavera tan espléndido. Supongo que te parece bien.

—Muy bien.

Bruce condujo el carruaje por el centro de la ciudad, camino al río. Todavía me sorprendían los cambios que había habido desde aquella vez en que Jeff y yo nos habíamos detenido aquí, cuando íbamos a Nueva Orleans. Natchez era en aquel momento poco más que una colonia fronteriza, y en sólo cuatro años se había convertido en una hermosa ciudad con espléndidos edificios y gran cantidad de elegantes casas que se esparcían por doquier.

Tenía una belleza limpia, natural, distinta de la de Nueva Orleans. Estaba en lo alto de una colina, frente al río, y tenía un enorme y abierto encanto. La rodeaba una aureola de prosperidad. Por suerte, la colina escondía aquella otra ciudad que se agazapaba bajo el monte. Bruce no hablaba; un profundo surco le arrugaba la frente.

—Pareces preocupado —dije.

—Perdón. Es por el baile de Schnieder.

Qué golpe de suerte, pensé. El mismo Bruce había sacado el tema. Yo sabía que se refería al baile que Helmut Schnieder iba a dar en Roseclay la próxima semana.

—Tengo que ir —siguió diciendo.

—Según parece va a ser el suceso de la temporada. En todo Natchez no se habla de otra cosa. Dicen que Schnieder nunca ha dado una fiesta en Roseclay, y ésta será la primera vez que alguien tenga la oportunidad de conocer bien esa mansión.

—No me gusta ese hombre —dijo Bruce—, y no tengo el menor interés por conocer el interior de su casa.

—Dicen que es magnífica —dije con naturalidad.

—Lo es —admitió Bruce—. Le llevó más de tres años terminarla como él quería. Contrató un equipo de expertos extranjeros para que realizaran el interior y gastó una fortuna en el arreglo de los jardines. Concluyó las obras hace apenas unos meses y luego se fue a Europa a comprar los muebles. Llegó un barco lleno el mes pasado.

—Sí, me enteré. El señor Schnieder debe ser muy rico.

—Lo es. Su plantación es la más grande de todo el territorio y la más productiva. Dicen que es dueño de la mitad de la tierra en Natchez. Vino aquí hace años, cuando esto era una pequeña colonia, y ya era un hombre rico. Cuando el lugar comenzó a prosperar, él parecía estar en todo. Ayudó a financiar gran parte de la construcción, ayudó a instalar empresas, concedió préstamos a todo el mundo.

—Parece todo un filántropo.

—No lo es. Schnieder nunca hace nada sin un motivo. Fue generoso, es cierto, y como consecuencia de ello tiene a toda la ciudad en un puño. Todos le temen… y con razón, diría yo. Incluso mis padres. Por eso tengo que ir a ese maldito baile. No puedo arriesgarme a ofender al todopoderoso Helmut Schnieder.

Bruce frunció el ceño y se hundió en el silencio mientras yo pensaba en mi encuentro con ese alemán hacía ya casi cuatro años, en el puerto. Él estaba vigilando la descarga de ladrillos rosados para la mansión que iba a terminar. El día que había querido comprarme a Jeff. Recordaba el modo en que me había mirado, su increíble presencia, su tosco y fuerte rostro. No podía olvidarse con tanta facilidad a un hombre que irradiaba tanto poder. Yo no le había olvidado. La semana pasada le había visto pasar por delante de la tienda en su carruaje. Su enorme y robusta figura, elegantemente ataviada con ropa impecable y cara.

Precisamente entonces comenzó a tomar forma en mi mente este plan.

Había oído hablar mucho de él, por supuesto. Sabía que aún era soltero y sabía que su hermana, Meg, estaba en una escuela en Alemania. Muchas veces me pregunté por ella y por aquel obstinado joven que había tratado de persuadirla de que se escapara con él. Era evidente que Schnieder había enviado a la muchacha a Alemania poco después de que yo escuchara esa conversación en la posada. Al poco tiempo, el joven James Norman había perdido su plantación y muchos dijeron que Schnieder tenía la culpa. Después de perderlo todo, Norman se había ido a Nueva Orleans y ya no se había sabido nada más de él.

La gente decía que lo único que le importaba a Helmut Schnieder era su hermana y agregaban que, según su modo de ver, ningún hombre sería suficientemente digno de ella. Desde su partida, casi todos los veranos había ido a verla a Alemania.

Según tenía entendido, la muchacha debía volver a Natchez dentro de unas pocas semanas. Ahora tendría veinte años.

Recordaba su pálido y frágil rostro que hubiera resultado soso a no ser por esos ojos entre azules y violáceos, llenos de angustia mientras ella suplicaba a su enamorado. Me preguntaba si aún temería a su hermano como evidentemente le temía hacía cuatro años.

Por estar en la tienda y oír chismes y hacer preguntas discretas, posiblemente yo sabía de Helmut Schnieder más que Bruce, pero no pensaba decírselo. Dejamos atrás Natchez y tomamos un camino en pendiente que bordeaba el río. Vi los mástiles de los barcos que se amontonaban en el puerto y luego el camino describía una curva y desaparecieron. A ambos lados crecían altos robles en los que crecía el musgo, y el sol se filtraba por ese entramado de ramas. Todo era paz y quietud, pero yo no estaba dispuesta a abandonar el tema de Helmut Schnieder.

—Dicen que ahora que ha terminado Roseclay está buscando una esposa —comenté—. Se dice que éste es el motivo del baile… quiere ver qué posibilidades tiene.

—Podría ser —replicó Bruce sin interés.

—¿No estamos cerca de Roseclay? —pregunté.

—Queda aproximadamente a un kilómetro, camino arriba. ¿No lo has visto?

Negué con la cabeza.

—El pasatiempo de la gente de aquí consistía en ir a pasear para ver cómo iban las obras de la enorme mansión, pero ahora que está terminada a Schnieder no le gusta que la gente ande espiando. De todas formas pasaremos por allí.

—Si te parece que no deberíamos… —comencé a decir.

—Tendremos que internarnos en la propiedad para que puedas verla bien, pero los domingos Schnieder va a inspeccionar su plantación. Ni siquiera se enterará de que estuvimos allí. No puede pasar nada.

—No querría que te metieras en problemas.

—¿Qué va a hacer? ¿Matarme? No le tengo miedo a Helmut Schnieder. Si quieres ver la casa pasaremos para verla. —Tenía un ligero tono de desafío en la voz.

A los pocos minutos nos detuvimos frente a dos altos pilares de ladrillo rosado. La adornada puerta de hierro forjado estaba cerrada, pero no con llave. Bruce descendió para empujarla.

Volvió a sentarse a mi lado e instó a los caballos a andar lentamente por ese sendero privado. La tierra a ambos lados estaba primorosamente cuidada, el césped muy bien cortado; los árboles proyectaban largas sombras. Había también elegantes parterres con flores, y cuando el sendero se desvió mis ojos vislumbraron Roseclay por primera vez.

Era algo asombroso. El ladrillo rosado tenía un tono suave, claro, y había persianas blancas en todas las ventanas. El techo era de pizarra color gris azulado y seis altos pilares blancos en la fachada sostenían el pórtico y la galería del segundo piso. La casa era enorme, con oscuras y frescas galerías que rodeaban los dos pisos. Altos olmos crecían a ambos lados y acariciaban las paredes con pálidas sombras. Mientras los caballos trotaban lentamente por el sendero que discurría ante la fachada de la casa, vi los enormes jardines de atrás. Bruce detuvo el carruaje frente a la casa y dejó que las riendas le cayeran en la falda.

—Allí está —dijo.

Hablaba con voz ligeramente aburrida y me di cuenta de que estaba decidido a no exteriorizar su asombro. Levanté la vista para mirar la casa con una especie de respeto, pues era un espectáculo imponente. Majestuosa, sin hacer ostentaciones. La simple y elegante estructura de la casa daba una sensación de refinada quietud. Aunque no se parecía en nada a las imponentes casas que había visto en Inglaterra, tenía su propia grandeza. Qué maravilloso sería poder ser la dueña de una casa como ésta, pensé.

—¿Qué te parece? —preguntó Bruce.

—Increíble.

—Es demasiado grande —objetó—. Schnieder tiene delirios de grandeza. Cree que tiene el poder de un rey y por eso se construyó un palacio.

—Ahora lo único que necesita es una esposa —dije serenamente.

Bruce no hizo ningún comentario. Seguí contemplando la casa mientras mi resolución iba aumentando a cada momento. Si antes no había estado segura del plan, lo estaba ahora. Después de ver Roseclay tenía un incentivo aún mayor y estaba decidida a llevarlo a cabo a cualquier precio. Si tenía éxito, la recompensa sería excelente. Si fracasaba, al menos lo habría intentado. En este momento de mi vida, ya no tenía nada que perder.

Los caballos, inquietos, comenzaron a dar patadas contra el suelo y me di cuenta de que Bruce también estaba impaciente por irse. Estaba a punto de decirle que siguiéramos nuestro camino cuando alguien abrió la puerta principal. Helmut Schnieder salió a la galería y cerró la puerta detrás de él. No podía creer que tuviera tanta buena suerte. Afortunadamente había elegido este vestido y me había peinado con tanto esmero.

Otro joven no habría sabido qué hacer o se habría sentido nervioso y turbado por la inesperada aparición de Helmut Schnieder, pero Bruce se mantuvo en perfecta calma. Sin mostrarse sorprendido, saludó al alemán con la cabeza.

—Buenas tardes —dijo cortésmente.

Schnieder se quedó mirándonos con esos fríos ojos azules y luego se dirigió hacia los anchos escalones de la entrada. Estaba exactamente como yo le recordaba: alto, robusto y con ese rostro tosco y fuerte. Aún tenía aquella mirada guerrera y el cabello rubio claro le caía como el flequillo de un monje sobre la sobresaliente frente. Llevaba pantalones marrones y una fina camisa blanca ligeramente humedecida por el sudor. Las altas botas negras estaban sucias. Era evidente que acababa de volver de dar una ojeada a la plantación.

—¿Quería algo, Trevelyan? —preguntó. Era una voz grave, gutural, como yo la recordaba.

—No creía que estuviera aquí —respondió Bruce—. La señorita Danver quería ver la casa. Por eso la traje para que la conociera. Supongo que le debo una disculpa.

Schnieder no prestaba atención a lo que decía Bruce; tenía la vista fija en mí. Mis ojos se encontraron con los suyos en una mirada fría, indiferente, que no demostraba el más mínimo temor. Estaba segura de que no se acordaba de mí. Al menos no lo demostraba. Volví a asombrarme ante la presencia de este hombre. Podría fácilmente, sin esfuerzo, dominar a una multitud. Aquellos fríos ojos azules parecían desafiarme en silencio y yo estaba encantada de aceptar su desafío.

—Es culpa mía —dije—. Yo insistí. He oído hablar mucho de Roseclay… y de usted.

—¿De veras?

—La casa es realmente como me imaginaba. —Acentué ligeramente la palabra «casa», y así dejé en claro, con mucha sutileza, que no era el dueño lo que me había fascinado. Schnieder comprendió en seguida la intención de mis palabras. Sus ojos seguían desafiándome. Bruce cogió las riendas. Casi me había olvidado de que estaba allí, a mi lado; tan grande era el poder que Schnieder ejercía sobre mí.

—Debe ver el resto —dijo Schnieder—. Permítame que le muestre el interior.

—Tenemos que irnos —intervino Bruce.

—Me encantaría mostrarle la casa —siguió diciendo Schnieder.

Ignoraba a Bruce por completo y me hablaba directamente a mí.

—Me temo que no hay tiempo, señor Schnieder.

—¿No?

—En otra ocasión, tal vez.

—Quiero que venga a mi fiesta, señorita Danver.

—Yo…

—El joven Trevelyan puede acompañarla.

—Es totalmente imposible —dije.

—En absoluto —me informó Bruce—. Sería un placer para mí.

—De ninguna manera, Bruce.

—¿No quiere venir? —preguntó Schnieder.

—Creo que no encajaría, señor Schnieder. Yo soy… yo soy costurera. Estoy segura de que sus invitados se sentirían muy molestos si yo fuera.

—No creo que eso pudiera incomodarla, señorita Danver.

Entonces sí me recordaba. Comprendí por el tono de su voz que me había relacionado con aquella andrajosa muchachita con un sucio vestido rojo que había querido reservar un pasaje a Nueva Orleans. Lo había recordado y sin embargo me invitaba a la fiesta. Sólo podía haber una razón: Helmut Schnieder estaba interesado. Le miré con frialdad, midiendo a mi oponente.

Tenía una presencia avasalladora, es cierto, pero no me atraía físicamente. Era demasiado grande y ese físico poderoso, robusto, revelaba una fuerza brutal que él no vacilaría en emplear despiadadamente para lograr sus propósitos. A esto se agregaban sus rasgos toscos, duros y la crueldad que había en la curvatura de su ancha boca. Podía no atraerme físicamente; sin embargo esa combinación de poder y autoridad resultaba intrigante. ¡Qué satisfacción sería poder usarle como él usaba a otros! Schnieder despertaba dentro de mí algo cruel y vengativo. Sería en verdad un digno oponente.

—Será mejor que nos vayamos, Bruce —dije—. Ya le robamos bastante tiempo al señor Schnieder.

—Confío en verles en la fiesta —dijo Schnieder—. Estoy seguro de que podrá convencerla de que venga, Trevelyan.

—Creo que sí —replicó Bruce.

Chasqueó las riendas e hizo girar los caballos por el sendero.

Los ojos del alemán no me abandonaron por un solo momento, y mientras nos íbamos los sentía clavados en mi espalda. Casi no podía creer lo bien que todo había salido. ¡Qué simple había sido! Yo pensaba ir a la fiesta, por supuesto; lo había decidido ya antes de salir a dar el paseo de esta tarde. Pero había previsto una sutil y lenta campaña para hacer que Bruce me invitara, y la repentina aparición de Schnieder me había ahorrado el trabajo.

Cuando atravesamos los límites del jardín y Bruce se apeó para cerrar la puerta de hierro, sentí una fuerte sensación de triunfo.

Schnieder había mostrado interés en mí hacía cuatro años, había querido comprarme y yo esperaba volver a despertar ese interés.

No cabía duda de que hoy lo había logrado. Me había arrojado un guante a la cara, me había hecho un desafío que ninguna mujer podía malinterpretar.

Bruce permaneció en silencio durante un rato largo mientras regresábamos al camino del río. Yo también estaba inmersa en mis pensamientos y me alegraba de que hubiera silencio. En cuanto me hubiera llevado al baile, Bruce ya no me serviría. Me alegraba de que no hubiera sido necesario hacerle concebir ilusiones. Así podría olvidarme más fácilmente. Suspiré, y me aparté un mechón de cabellos de la cara. Ahora íbamos bordeando el río. Había árboles en flor a ambos lados del camino. Bruce dejó que los caballos disminuyeran la marcha; iba sosteniendo las riendas en la mano, pero sin tirar. Se volvió y me miró con ojos solemnes.

—Vendrás al baile, ¿verdad?

—No debería, Bruce.

—¿Por lo que diría la gente?

—Ése es uno de los motivos. Soy una costurera con muy mala reputación. Tú eres un muchacho con… mucho que perder.

—Me importa un comino lo que diga la gente, Marietta.

—Tus padres…

—Tengo veintidós años y ya no necesito cogerme a la falda de mamá.

—Se van a poner furiosos.

—Que hagan lo que quieran —replicó.

Las ramas florecidas de los árboles se entrelazaban en lo alto del camino y casi nos rozaban. Estiré una mano y aparté suavemente una rama cargada de frágiles flores rosadas. Bruce tenía una mirada decidida y en la expresión de su boca se reflejaba la obstinación.

—Estoy enamorado de ti, Marietta. Lo sabes.

—Lo sé, y… lo lamento.

—¿Lo lamentas?

—Nunca quise que te enamoraras de mí. No… no podría conducir a nada, Bruce.

—¿Porque eres una costurera? ¿Porque eres unos años mayor que yo?

—En parte.

—Eso a mí no me importa en lo más mínimo.

—No estoy enamorada de ti —dije suavemente.

—Lo estarás. Yo me encargaré de eso.

Los caballos habían decidido detenerse a un lado del camino.

Estábamos casi inmersos entre las flores blancas y rosadas. El río estaba sólo a pocos metros, al otro lado del camino, y el agua se deslizaba con agradable música. Una ligera brisa hizo temblar las ramas de los árboles y una lluvia de suaves pétalos cayó sobre nosotros. Bruce parecía malhumorado. Tenía un aspecto tan joven y tan sincero… Quería sonreír y acariciarle la mejilla, pero sabía que no debía hacerlo. No podía darle ningún tipo de esperanza.

—Quiero casarme contigo —dijo con firmeza.

—No podría casarme contigo, Bruce. Te… te quiero demasiado.

—Eso no tiene sentido.

—Supongo que no… al menos para ti.

—Tú tratas de decirme algo.

—Sí, Bruce.

—Mira, yo sé todo sobre tu… —vaciló. La arruga de la frente se hizo más profunda—. Sé todo sobre tu reputación. Cuando iniciamos estos paseos, una interminable procesión de personas se encargaron de informarme sobre tu «pasado». Sé que trabajaste en una casa de juego, sé que hubo una especie de escándalo. No me importa.

No dije nada. Un pájaro emitía su ronco trino desde un árbol cercano. Bruce me miraba detenidamente a la cara y yo temía que en cualquier momento me cogiera entre sus brazos. Por eso me senté con mucha formalidad, traté de hacerme fuerte y me negué a sentirme conmovida por este maravilloso muchacho que había llegado demasiado tarde a mi vida. Debía mantener mi propósito firme en la mente, debía contener cualquier tipo de ternura que pudiese despertarse en mi corazón. Había dejado que el corazón me guiara hasta ahora y los resultados habían sido catastróficos.

—Quisiera volver a casa —dije secamente.

Bruce me miró decepcionado.

—Pero…

—Por favor, Bruce.

—Muy bien —dijo.

Durante el viaje de vuelta a la tienda me di cuenta de que estaba decepcionado y herido, pero no podía pensar en Bruce. Él era simplemente una herramienta y pronto dejaría de necesitarle. Se apeó del carruaje y me ayudó a descender; después me abrió la puerta del jardín. Entré, la cerré y él quedó al otro lado. Bruce se aferró a la cerca y me miró con esos ojos que de nuevo parecían decididos.

—Vendrás al baile conmigo —dijo. Tenía firmeza en la voz—. No voy a aceptar una respuesta negativa.

—Como quieras, Bruce. Si tanto significa para ti, iré.

—Y vas a olvidar todas esas tonterías sobre… sobre distinción de clases, y diferencia de edades, y el pasado. Voy a obligarte a que te enamores de mí.

—Adiós, Bruce. Gracias por el bonito paseo.

—Estaré aquí el viernes a las siete y media. Quiero que estés lista.

—Lo estaré —prometí.