Las examinó con mucho cuidado, sin poder esconder el brillo de sus ojos. Me habían recomendado al señor Dawson como el hombre que tal vez me diera un precio razonable por los diamantes, pero en seguida me di cuenta de que iba a tener que discutir por el dinero. Era un hombre gordo, robusto, con patillas rojizas y ojos astutos. El cartel de la puerta le identificaba como comerciante y tenía un despacho realmente lujoso, pero yo tenía la firme sospecha de que la mayor parte de la mercancía que vendía había sido adquirida en forma harto dudosa.
—Hermosas piedras —admitió.
—Son legítimas, se lo aseguro.
—¿Y quiere venderlas?
—Por eso estoy aquí señor Dawson.
Puso los diamantes a un lado como si se tratara de baratijas que no valía la pena tener en cuenta. Era parte de su actuación. Ahora las rebajaría. Me diría cómo había bajado el mercado de diamantes. Me ofrecería una décima parte de su valor y simularía estar haciéndome un favor. Yo sabía cuánto valían. Sabía aproximadamente cuánto podía esperar que me dieran. Pensaba mantenerme firme.
—Me dijeron que ha tenido un golpe de mala suerte, señorita Danver. Es señorita Danver, ¿verdad? ¿Usted y Rawlins no estaban casados?
—El señor Rawlins y yo no estábamos casados —dije con voz fría.
—Me dijeron que hizo malas inversiones, que perdió una fortuna especulando. También me dijeron que tenía tantas deudas que hubo que vender el palacio y subastar todos los muebles. Y que aún no había suficiente para pagar las deudas. Parece que había comprado muchas acciones a crédito y las perdió. Aún no había terminado de pagarlas cuando murió.
—Los diamantes son míos, señor Dawson. Son de mi propiedad. Tiene el recibo con el sello de PAGADO frente a usted. Tal vez será mejor que vuelva a echarle otra mirada.
—No, no dudo de que sean suyos. De otra manera los acreedores se los habrían llevado. Se llevaron todo lo demás, según me dijeron. Tengo entendido que los nuevos dueños tomarán posesión de la propiedad mañana.
—¿Le interesan los diamantes, señor Dawson?
—Me interesan. Bonitas piedras, como le dije, pero el mercado no está como antes. Piedras como éstas… no se revenden con tanta facilidad. Casi no vale la pena que pierda el tiempo ofreciéndolos. Me daría demasiado trabajo venderlos.
—Entonces tal vez será mejor que me vaya. Podría darme los diamantes…
—Un momento, un momento. No dije que no los compraría. Estoy seguro de que necesita el dinero… y lo necesita desesperadamente, si es cierto lo que me dijeron. Le daré quinientas libras.
—Me temo que no es suficiente.
—Es todo lo que puedo hacer, señorita Danver.
—Entonces le he hecho perder el tiempo. El señor Rawlins pagó tres mil libras por esos diamantes. No aceptaré un centavo menos de mil.
—¡Mil!
—Lo toma o lo deja, señor Dawson.
—Le daré setecientas —dijo de mala gana.
—Lo lamento. La verdad es que tengo un poco de prisa, señor Dawson. Tengo otros tres caballeros en mi lista. Estoy segura de que alguno de ellos estará más que dispuesto a pagar el precio que pido.
—Ochocientas. Ni un centavo más.
Tenía un intenso color rosado en las mejillas; aquellos ojos brillaban con codicia. Él no iba a perderse los diamantes. Pensaba obtener un enorme beneficio, y tal vez lograría venderlos a un precio aún más alto del que el mismo Jeff había pagado. Yo lo sabía. Me mantuve firme. Se enojó y discutió. Protestó con violencia y, por último, recurrió a las ofensas personales: me informó que no pensaba dejarse estafar por la amante de un deudor. Con la mayor calma, cogí los diamantes. Brillaban y resplandecían como trocitos de arco iris congelados. Pensé que Dawson iba a tener un ataque de apoplejía.
—Está bien, está bien, ¡le daré las mil! —exclamó.
—Me temo que ahora le costarán mil doscientas, señor Dawson.
—¡Mil doscientas! Pero…
—No me gustan los ladrones con aires de grandeza que hacen comentarios personales.
—¡Es una perra! Si cree…
—Mil quinientas, señor Dawson.
Dawson tuvo otro ataque de apoplejía; las mejillas le ardían como el fuego, pero no podía apartar los ojos de los diamantes.
Me quedé de pie frente a su mesa, con una gélida expresión, y finalmente admitió la derrota. Exhaló un profundo suspiro, y se rindió. Exigí que me pagara al contado. Abrió la caja fuerte y contó el dinero. Me sentía terriblemente humillada por tener que tratar con un ser tan repulsivo, pero no tenía otra alternativa. Necesitaba el dinero. Minutos después, cuando salí de su despacho, tenía mil quinientas libras en el bolso, quinientas más de las que en principio había pensado. Eso me ayudaba bastante.
Ahora podría seguir adelante con mis planes. Podría sobrevivir por mis propios medios. Media docena de hombres habían corrido a la casa de juego con generosas ofertas y me habían asegurado que no tendría que preocuparme por nada.
Todos se habían mostrado deseosos de cuidarme, pero no quise saber nada con ellos. No pensaba depender de nadie. Yo sola me abriría camino y la venta de los diamantes me había dado los medios.
Mientras caminaba por la luminosa calle inundada de sol, sentí una firme determinación dentro de mí. Y me sentí dura y fría. Iba a, luchar, y el encuentro con Dawson me había dado mucha confianza en mí misma.
Habían pasado tres semanas desde aquel terrible día en que todo mi mundo se había hecho pedazos. Sólo tres semanas.
Había habido poco tiempo para la pena y no había habido tiempo para pensar en la culpa, en el tremendo dolor. Jeff estaba muerto.
Derek se había ido. Había embarcado aquella misma tarde.
Después del entierro de Jeff empezó la continua procesión de acreedores y luego la subasta pública. Todo se había perdido y estaba sola. Tenía la ropa, algunos efectos personales y el dinero en el bolso.
Estaba decidida a sobrevivir.
Algún día, tal vez, podría perdonarme por lo que le había hecho a Jeff, y tal vez algún día podría perdonar a Derek Hawke por lo que me había hecho a mí. Perversamente, casi me alegraba, pues por fin me había librado de Derek. Él había matado el amor en mi corazón. En su lugar había ahora una fría resolución.
Había aprendido la lección. Antes había dejado que el corazón me guiara. Me había dejado dominar por las emociones. Ya no.
De ahora en adelante, usaría la cabeza y jamás me dejaría llevar por los impulsos del corazón. Como jamás llenaría el vacío que había dejado Jeff.
Después de la subasta, había tomado un barco hasta Natchez.
Estuve todo un día investigando, haciendo preguntas y, al fin, elegí una casa, un edificio pequeño pintado de blanco próximo al centro de la ciudad. Firmé un contrato y prometí pagar a fin de mes. Volví a Nueva Orleans, mantuve largas conversaciones con Lucille y dispuse que se me entregara cierta mercancía en Natchez. Ahora que tenía el dinero, podía seguir adelante con absoluta confianza. Había esperado hasta el último momento para vender los diamantes, pues no quería separarme de ellos.
Ahora ya estaba hecho.
Tardé quince minutos en llegar por fin a la casa de juego. A la luz del sol tenía un aspecto frío, vacío, como si el saqueo que habían hecho en su interior hubiera dejado también su marca en los muros. Abrí la puerta y entré. El vestíbulo estaba oscuro, vacío, despojado de toda su elegancia. Las salas de juego también estaban vacías y el amplio salón de baile parecía un caparazón sin vida después de que se llevaran los muebles y las arañas. Mañana iban a tomar posesión los nuevos dueños. No tenía la menor idea de lo que pensaban hacer con el lugar. No me importaba. Eso formaba ya parte de mi pasado y ahora todo lo que importaba era el futuro.
Al oír pasos en la escalera miré hacia arriba y vi a Angie que bajaba. Angie y Kyle no se habían ido; habían permanecido a mi lado. El hombre que había comprado los muebles había consentido amablemente en que nos quedáramos con algunas cosas hasta nuestra partida, así que por lo menos teníamos camas para dormir. Mañana vendría a buscar el resto.
—¿Lo has vendido? —preguntó Angie.
—Me han dado mil quinientas libras.
—¡Mil quinientas libras! ¡Fantástico! Podrás abrir tu propio negocio y te sobrará dinero.
—Supongo que sí.
—Sé que será un gran éxito, querida. Nadie sabe más que tú de vestidos y las damas de Natchez correrán todas a tu tienda. Serán las mujeres mejor vestidas de todo el territorio.
—¿Está Kyle? —pregunté.
Angie negó con la cabeza.
—Fue a comprar nuestro pasaje. El barco sale el jueves. Nos quedaremos en un hotel hasta entonces. ¡Por suerte había ahorrado dinero durante los últimos tres años!
—Sí, es una suerte —dije.
—Vamos arriba. Ya he terminado de empaquetar mis cosas. Te ayudaré con las tuyas. Hay un poco de coñac que Kyle guardó. Creo que necesitas una copa. ¡Por lo menos yo la necesito!
La sala de estar estaba vacía y en el dormitorio sólo quedaban la cama, el armario y dos sillas. Había una maleta y dos enormes baúles listos para recibir mis cosas. Angie corrió a su habitación y volvió al cabo de un momento con una botella de coñac y dos copas.
—Todavía no puedo creerlo —dijo—. Yo casada con un galés, ¡a punto de partir para Gales! Sé que allí todo es gris y tétrico. Sé que voy a sentirme totalmente desdichada.
—Lo dudo, Angie.
—A decir verdad, yo también —confesó—. Si estoy con Kyle me sentiría feliz en cualquier parte. ¿Sabes una cosa? No me siento casada. Supongo que debe ser porque fue una pequeña y monótona ceremonia en aquella sucia oficina con montones de papeles amarillentos y aquel enorme gato blanco que dormía en la ventana. ¡Ese asqueroso maricón ni siquiera me dio un anillo! Dice que me va a comprar uno más adelante, cuando hayamos instalado el bar y tengamos suficiente dinero para pagarlo.
—¿Va a abrir un bar?
—¿No te lo dije? En aquella triste y pequeña aldea donde él nació sólo hay un bar y piensa hacerlo cerrar. Tiene muchos parientes que aún viven allí, e incluso hay una casita. La heredó cuando murieron sus padres. Durante todo este tiempo ha estado alquilada a un primo suyo. ¡Quién sabe lo que su gente pensará de mí!
—Estoy segura de que les parecerás encantadora.
—Es probable que se queden sin palabras cuando me vean. ¡Una pequeña y llamativa prostituta londinense que solía hacer trucos por unas monedas! Con un marido ya en la tumba… el pobre George. Parece que haya pasado muchísimo tiempo. Me… me siento otra persona.
—Eres otra persona, Angie. El pasado queda atrás. Serás una excelente esposa para Kyle.
—Por lo menos puedes estar segura de que voy a tratar de serlo. Si él puede olvidar mi pasado, supongo que yo también puedo. Toma, querida, bebe tu coñac. Será mejor que pongamos manos a la obra si queremos empaquetar todas estas cosas. No vamos a terminar nunca.
Bebimos el coñac y luego comenzamos a sacar vestidos del armario y a tenderlos sobre la cama. Había vendido varios para pagarme el pasaje a Natchez. Aquel espléndido vestido de fiesta de tela dorada que Jeff me había comprado ya no estaba, y tampoco el de terciopelo azul que llevaba la noche que Derek había entregado el vino. Jamás hubiera podido ponérmelos otra vez y el comprador de ropa usada me había pagado un precio razonable. También había vendido otros. Pensé que en el futuro ya no tendría necesidad de vestidos tan espléndidos. Angie parecía estar leyendo mis pensamientos. Mientras doblaba un vestido de seda azul violáceo, me miró con ojos pensativos.
—Habrá un hombre —dijo.
—Claro.
—En Natchez. Habrá un hombre. Probablemente varios. La tienda será muy bonita y marchará muy bien, te mantendrá entretenida por un tiempo. Pero después… después habrá un hombre, querida.
—Eso no me interesa.
—No, ahora no. Pero dentro de algunos meses, cuando hayas superado las primeras etapas de dolor y decepción…
—Si hay un hombre —interrumpí—, será rico, muy rico. Podrá dármelo todo y yo no le daré nada a cambio.
—¿No?
—Nunca más volveré a amar.
—Todo lo que ha pasado te ha convertido en una mujer dura, Marietta, y cruel.
—Tal vez sea así. No lo niego.
—Ésta no eres tú, lo sabes. Es un papel que estás representando. Has decidido convertirte en una fría y despiadada oportunista, pero no eres tú. Eres demasiado sensible como para estar mucho tiempo representando ese papel. Tienes un corazón demasiado noble.
—No volveré a permitir que me usen, Angie. Derek me usó. Jeff también a su manera. Me preocupaba por ellos, por sus sentimientos. De ahora en adelante sólo voy a pensar en mí.
—Eso es lo que dices. No dudo de que realmente lo creas… en este momento.
Cerré la tapa de uno de los baúles y abrí el otro. Angie seguía doblando vestidos; en sus ojos permanecía aún esa mirada pensativa.
—¿Crees que algún día volverá? —preguntó.
—¿Derek? Conseguirá su herencia y será un aristócrata. Se casará con una pálida muchacha de sangre azul que tenga sangre noble. Gracias a Dios, él ya no es parte de mi vida.
—Todavía le amas.
—¡Le odio!
—Eso es lo que crees. Siempre le llevarás en la sangre.
—Yo también pensé eso. Una vez. Ahora sé que no.
Trabajamos en silencio durante un rato, llenamos el baúl, hasta que por fin terminamos. Sólo había dejado afuera el camisón y la ropa que iba a ponerme mañana. Angie suspiró y se apartó el cabello de la cara. Se sentó en el borde de la cama, con rostro triste.
—Te voy a echar de menos, querida —dijo serenamente.
—Yo también, Angie.
—Nos escribiremos.
—Claro.
—Y… y vas a ser feliz, Marietta. Lo presiento.
—La felicidad ya no me interesa.
—Sin embargo, llegará. Con el tiempo. Como me llegó a mí.
—Tal vez —dije secamente.
Kyle volvió poco después y traía pan, queso y pescado.
Comimos en la sala de estar, en el suelo, mientras las velas ardían en viejos y resquebrajados platillos. A pesar de que tratamos de convertirlo en un acontecimiento alegre, de fiesta, estábamos envueltos en un manto de tristeza. Todas las habitaciones vacías a nuestro alrededor parecían repetir el eco de voces ocultas. Kyle estaba sentado con un brazo alrededor de los hombros de Angie, más serio y solemne que nunca. Yo sabía que me consideraba culpable de la muerte de Jeff, que yo jamás le había gustado, y sin embargo, había hecho todo lo posible por ayudarme durante las últimas semanas.
—Supongo que será mejor que baje los baúles —dijo cuando terminamos nuestra pequeña comida—. Tenemos que partir temprano. Su barco sale a las siete, si no me equivoco.
—Así es.
—Ya me he puesto de acuerdo con ese muchacho, Blake. Traerá un carruaje alrededor de las cinco y media. Ataremos sus baúles en la parte superior y volveremos para buscar los nuestros cuando usted se haya ido.
—¿Has conseguido ya una habitación en el hotel? —preguntó Angie.
Kyle asintió con la cabeza mientras se levantaba. En la habitación vacía parecía aún más enorme que de costumbre. Las velas que titilaban en el suelo proyectaban una larga sombra en la pared. Angie y yo ordenamos todas las cosas, y cuando Kyle se hubo llevado todos los baúles abajo, al vestíbulo, ambos se retiraron a su habitación.
En camisón, doblé la ropa que había llevado puesta y la guardé en la maleta junto con los artículos de tocador. Apagué la luz de la vela y me puse en la cama. Sabía que estaría dando vueltas y vueltas durante horas, como había hecho cada noche durante las últimas tres semanas.
A las cinco en punto estaba levantada, vistiéndome. Angie entró con una taza de café humeante que había preparado abajo, en la desierta cocina. Me di cuenta de que ella tampoco había podido dormir bien. Estaba ya totalmente vestida para partir. Se quedó conmigo y trató valientemente de mostrarse alegre.
Oímos llegar el carruaje. Cogí la maleta y fuimos abajo, donde Kyle estaba esperando. A los pocos minutos los baúles estuvieron atados en la parte superior del carruaje y nos pusimos en marcha. Un Teddy Blake dormido nos condujo por las calles aún oscuras hacia el muelle.
Kyle se ocupó de todo cuando llegamos. Se encargó de que yo tuviera un camarote y de que mis baúles estuvieran seguros a bordo. El sol comenzaba a salir y manchaba el cielo de naranja.
El barco era marrón, como los muelles; el gran Mississippi era de un azul oscuro, muy oscuro, salpicado de manchas doradas porque el sol lo acariciaba. Había muy poca niebla. Iba a ser un día claro. Angie y yo mirábamos a los pasajeros que subían por la pasarela. Me apretaba la mano con fuerza, y un momento antes de que llegara Kyle me abrazó con emoción. Había lágrimas en sus ojos.
—Adiós, querida —murmuró.
—Adiós, Angie.
—No te olvidaré nunca, Marietta.
—Yo tampoco a ti. Que seas feliz con Kyle.
Ya no pudo contener las lágrimas; me soltó. Me alegré de que llegara Kyle, pues tenía miedo de ponerme a llorar yo también.
Le di un beso a ella en la mejilla y a él le estreché la mano.
Después me separé de ellos y subí por la pasarela de madera un momento antes de que la levantaran. Me quedé de pie en cubierta, aferrada a la barandilla, mientras el barco se alejaba lentamente. El brazo de Kyle rodeaba otra vez los hombros de Angie y ella seguía llorando. El sol brillaba con más intensidad.
Veía el reflejo de sus lágrimas a la luz. Sacó el pañuelo y lo agitaba en el aire a medida que la distancia nos iba separando más y más.
Yo también agité el mío, llena de temblorosas emociones que ya no pude contener.
Al agitar mi pañuelo dije adiós a Angie, y a Jeff, y a todo el pasado. Las lágrimas bañaban mis ojos y rodaron por mis mejillas a pesar de los esfuerzos que hice por detenerlas. Era la primera vez que lloraba desde el día en que había muerto Jeff.
Sería la última. Angie y Kyle no eran más que dos pequeñas manchas brillantes en el muelle ahora que el enorme barco comenzaba a navegar lentamente río arriba. Angie agitó el pañuelo una última vez. Yo agité el mío en respuesta, me sequé las lágrimas de los ojos y me puse de espaldas al muelle.
Afortunadamente, esa parte de mi vida quedaba atrás. Me preguntaba qué me depararía el futuro.